Muerte del uno a manos de los muchos (versión Carmen Cereña)

He leído en la prensa que han matado a patadas al portero de una discoteca de Tenerife. Lo atacaron entre cuatro y a fuerza de coces, al parecer de kickboxing, le quitaron la vida.

El portero era ruso, medía más de un metro noventa y pesaba ciento veinticinco quilos. Imagino, además, que, siendo como era portero de sala de fiestas, sabría luchar, inmovilizar, sacudir y poner de patitas en la calle a los turbulentos y alborotadores en busca de pendencia, así como a los borrachos. A priori, al menos, no debería ser sólo fachada y a la postre tampoco resultaría un paquete como pudiera serlo Toro, el púgil protagonista de «Más dura será la caída». Sin embargo, lo han matado. Uno de los agresores es un buen practicante de kickboxing que ha llegado incluso a tomar parte en competiciones internacionales. En definitiva, que porque eran cuatro frente a uno y, además, entrenados en una modalidad pugilística tremendamente agresiva, acabarían por derribarlo y, una vez caído, le atizarían lo indecible en la cabeza y en el tronco, lesionándole el cerebro y los órganos vitales. Patada tras patada. ¡con la fuerza colosal que tienen las piernas!

«Pero eran cuatro puñales / y tuvo que sucumbir». Se defendería como un jabato de los agresores, pero tal y como le ocurriera a Antoñito el Camborio, ante el número, él solo, le llegó el momento en que de nada le valdría ya su fuerza. Y sucumbió.

Ahora han cambiado mucho las cosas, tanto que he leído en la prensa que hay muchachas jefas de bandas juveniles violentas integradas por mozos y mozas; por otra parte, quién no conoce a las célebres malotas que por un quítame allá esas pajas le parten a una las narices como le sucedió hace años a mi amiga Diana en Móstoles, población de la provincia de Madrid. Antaño, no obstante, las niñas, y aún menos las chicas, no jugábamos nunca a arrearnos, pero recuerdo a mis hermanos y primos, envueltos en reyertas de varios, decir aquello de «Dos contra uno, mierda para cada uno».

«Estoy borracho, les gritaba, y soy buen gallo / cuando una bala atravesó su corazón». A Juan Charrasqueado, el personaje de uno de los corridos más célebres, los maridos, hermanos y padres ultrajados lo persiguen para matarlo; también otros que no son ni maridos ni hermanos, pero a los que corroe la envidia. Él, como héroe popular que es, siempre va solo. Quienes buscan su muerte, sabedores del valor temerario de Juan y medrosos de encontrárselo frente a frente, se reúnen en nutrida partida como jauría a la busca del lobo solitario con quien nadie osa toparse cara a cara y sin nutrido acompañamiento.

«Charrasco» o «charrasca», en México, es término popular con que se designan cicatrices y chirlos producidos con armas blancas. ¡Cuántos de esos charrascos, cosechados en lances de macho, no adornarán el cuerpo de Juan Charrasqueado, como las carnes de un torero! Juan, nos dice la canción, es «borracho, parrandero y jugador» y, en el amor, «valiente y arriscado». Aunque la canción no lo diga, las mujeres sabemos también que es apuesto, bien agestado y magnífico en sus palabras de amor… mas volvamos a la canción: Juan Charrasqueado está bebiendo solo en la cantina y allí un alma caritativa corre a advertirle del grave trance en que pronto se hallará como no huya a tiempo. «A la cantina lo corrieron a llamar / Cuídate, Juan, que ya por ahí te andan buscando. / Son muchos hombres, no te vayan a matar». Pero al Charrasqueado no le dieron tiempo ni de subir a su caballo, que «pistola en mano, se le echaron de a montón» y lo apiolaron.

César es tan grande que, a traición, para darle el pasaporte al bálatro, se han de conjurar unos cuantos ganelones. Entre ellos había de todo: rencorosos, envidiosos, malvados, pero también alguno animado de ideales de libertad que veía en la puñalada certeramente asestada el, por desgracia, único medio de impedir la dictadura en ciernes. Mas esa nobleza, llamémosla de esta manera, queda desmentida desde el momento en que se entra en una conjura y, así, por poner dos ejemplos, el fanático católica Ravaillac o la parva Charlotte Corday se nos antojan menos deplorables que los asesinos de Julio pues al menos actuaron -asesinaron- en solitario

«Tu quoque, fili mi». En su agonía, es lo que más le duele a César. Como ya se ha dicho, uno de los matones de la paliza al portero ruso practicaba el kickboxing y había competido en campeonatos internacionales; sabe pues que un combate de ley es un combate en buena lid, con las mismas garantías para ambos luchadores, sin ventaja de ningún orden para ninguno. Y que así gane el más ducho. No es una encerrona de matones en que la única regla es que, como sea, hay que eliminar al otro. «¿Tú también, boxeador?»…

Me apena aún más el hecho de que ese pobre portero sea extranjero, que muera tan lejos de su tierra y de los suyos. ¿Qué dirán las autoridades españoles cuando repatríen el cadáver? Acuden a la memoria las acongojadas palabras de Marie de France, poetisa en la corte anglo-normanda de los Plantagenêt en Londres: «Señores, no os asombréis. Un extranjero sin apoyo es un desdichado en otro país cuando no tiene a quien pedir ayuda». ¡Pobre Marie, poetisa en tierra foraña! ¡Pobre portero ruso!

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