Por fin preso

La incertidumbre es un mal generalizado. Uno no sabe a ciencia cierta qué hacer con la vida, ahora que el fin del mundo amenaza con llegar en cualquier momento y por cualquier flanco. La sociedad híper-tecnologizada nos muestra continuamente imágenes de realidades ajenas a la propia que generan en nosotros gran ansiedad. Somos, en materia, apenas […]

La incertidumbre es un mal generalizado. Uno no sabe a ciencia cierta qué hacer con la vida, ahora que el fin del mundo amenaza con llegar en cualquier momento y por cualquier flanco. La sociedad híper-tecnologizada nos muestra continuamente imágenes de realidades ajenas a la propia que generan en nosotros gran ansiedad. Somos, en materia, apenas un turbio reflejo de lo que anhelamos ser, en símbolo, y necesitaríamos cien mil vidas para actualizar tanta experiencia vicaria. El miedo guía buena parte de nuestras decisiones y los problemas del individuo (envejecimiento, subsistencia, clan) no se resuelven singularmente, sino que dependen de los grandes flujos sociales con los que continuamente hay que alinear las decisiones personales. La paradoja de la libertad sin opciones.

En este esfuerzo continuo por encontrar el camino correcto, los grandes modelos tradicionales de conducta se presentan como algo caduco, que ya no vale para este contexto: tener hijos no resuelve la superpoblación. Y el individuo quisiera saber a qué agarrarse, quisiera que alguien le dijera qué hacer para asegurar su posición, porque los anhelos básicos (comer a diario, dormir bajo techo, perpetuarse) cada vez están más lejos de su alcance.

Japón entre rejas

El documental titulado «Japón entre rejas» («Le Japon à double tour», Ph. Couture, 2000) aunque se presente como retrato de la vida en «una de las cárceles más duras del mundo», arroja en realidad una lúcida reflexión sobre lo que supone vivir en sociedad.

Sabemos que en las cárceles españolas los internos por lo general no se rehabilitan. De hecho, la tasa de reincidencia penitenciaria se sitúa en España alrededor del 50 por ciento, aunque hay estudios que la reducen a menos de un 40 y otros que la elevan hasta el 75 por ciento. En cualquier caso, esta «escuela de violencia» que parece ser la cárcel enseña a los reclusos el arte del trapicheo, el sectarismo del gueto y a convertir cepillos de dientes en armas letales. Así lo asegura Francisco Llamazares, secretario de la Asociación Profesional de Funcionarios de Prisiones, según el cual, en las prisiones españolas, «todos los días se sacan pinchos, pinchos y más pinchos» porque -afirma sin rubor- ésa «es la misión del preso». «Siempre los ha habido y siempre los habrá».

En la cárcel japonesa de Fu Chu no hay «pinchos», para sorpresa de Llamazares. Allí los presos apenas respiran sin supervisión. Su rutina está medida desde que se levantan hasta que se acuestan y el escrupuloso orden que rige sus actividades impide cualquier actuación violenta, no sólo por parte de los reclusos, sino también por la de los funcionarios, que no ven necesidad de ello. Uno de los presos de Fu Chu, ya egresado -y francés para más señas- narra en el documental su experiencia, una experiencia «muy dura», porque la disciplina del penal es tan estricta que sólo aprenderla ya exige buenas dosis de esfuerzo. Pero también una experiencia «constructiva», porque al salir se había convertido en una «mejor persona».

Seguridad

Y uno se pregunta si no estaremos errando el tiro. El preso francés de Fu Chu asegura que nunca sintió miedo en el penal, pues nunca se presentó la ocasión para que otro preso, o algún guarda, pudieran agredirle. Los «pinchos» incautados en las cárceles españolas denotan todo lo contrario: la inseguridad a la que se enfrentan los reclusos. Y es que cabe pensar que los «pinchos» no actúan tanto como armas ofensivas, sino defensivas, en un ambiente, sí, más distendido que el de Fu Chu, pero ciertamente más hostil y peligroso.

Por otra parte, tengamos en cuenta que la disciplina de esta cárcel japonesa está inspirada en los principios que rigen las artes marciales: respeto, obediencia, renuncia a la violencia y tendencia a la virtud. La «misión» del preso -respondiendo a Llamazares- no es la de fabricar «pinchos», sino la de entender e integrarse en una sociedad creada, que impone sus reglas -unas reglas estrictas pero justas- y en la que se puede y se debe prosperar, tanto individual como colectivamente. A cambio de este esfuerzo de integración y crecimiento, la persona obtiene todos los beneficios derivados de la vida en comunidad y reduce la incertidumbre antes referida, fruto de la angustia.

Y es que una sociedad debe velar por sus integrantes: con comida, con techo, con clan. La libertad es una quimera si no hay margen de decisión y nunca hay margen de decisión cuando se impone la tiranía del metal.

Muchos reclusos son pobres en origen. La mayoría de los delitos que se cometen son contra la propiedad. Algunos convictos, tras haber cumplido condena, declaran que preferirían seguir encarcelados, por no tener que enfrentarse a la crudeza del mundo exterior. Hay incluso quien delinque adrede, para ser arrestado. Reflexionemos un poco sobre nuestra feliz libertad.

En esta prisión maldita, donde impera la tristeza, no se castiga el delito, se castiga la pobreza. (Copla carcelaria. Anónimo)

Ver documental en Youtube

 

No hay comentarios

Nombre: (requerido)

E-mail: (requerido)

URL:

Comentario:

*