Gatos (Carmen Cereña)
He leído en la prensa que el gato se está haciendo protagonista indiscutible de las redes sociales y que su «popularidad digital» va incluso a más. En You Tube, al parecer, hacen furor los vídeos en que los gatos prodigan saltos mortales, maullidos extravagantes, así como monerías y travesuras tiernas o desternillantes. Se nos dice que la página web iknowwhereyourcatlives.com es visitadísima y muy completa.
Hay más: a imitación de la lista Forbes o de la del Time, una empresa de artículos para mascotas ha elaborado una clasificación de los gatos más influyentes del mundo. lo cual no deja de ser una espuria contaminación de la inocente inconsciencia del mundo animal -un mundo que desconoce el pecado original- por parte de nuestra odiosa vanidad. «En el hombre existe / mala levadura. / Cuando nace viene con pecado. Es triste. / Mas el alma simple de la bestia es pura», le dice San Francisco al temible lobo de Gubbio en el poema de Rubén.
Según algunos autores, si el gato es protagonista de las redes sociales se debe ello a que constituye la imagen de cuanto querríamos ser: sensuales e independientes, unas cualidades en las que insiste machaconamente la publicidad.
Hablar de gatos conduce inevitablemente a hablar de perros. Y a comparar. E, inevitablemente, surgen las filias y las preferencias subjetivas y difícilmente sostenibles o argumentables desde la razón. Como para todo enamoramiento, su explicación reside en las capas más profundas de nuestra psique, en los arcanos del mundo inconsciente.
La socióloga Françoise Héran define al gato, en contraposición al can, como «objetor de conciencia», animal emblemático de desapego y distanciamiento con respecto al poder. Subrayando su oposición estructural con respecto al perro, nos muestra cómo los dueños de gatos suelen ejercer labores intelectuales, artísticas o sociales, mientras que los amos de perro suelen pertenecer al mundo de las empresas, el comercio, la artesanía; en definitiva, que se trataría de los defensores del patrimonio económico y del orden. Todo ello, claro está, grosso modo y sin incidir en cada caso particular, siempre espinado de matices, de casuística privada y de condicionantes personales e intransferibles.
El perro guardián, como su nombre indica, vigila y guarda la propiedad, pudiendo llegar a valerse de la violencia legítima en la defensa de los bienes que custodia. El perro policía, ya sea de ataque, ya se trate del adiestrado para, por ejemplo, olfatear la droga, defiende el orden. El perro pastor representa una especie de policía militar que evita y reprime toda indisciplina en el rebaño de su responsabilidad. El mastín se enfrenta, con su carlanca, al lobo y su bandolerismo. «Aquí, perro el de los hierros / a correr la loba parda… Los perros tras de la loba las uñas se esmigajaban…» (romance de la loba parda). El perro cazador, a la carrera o guiándose del olfato, cobra o ayuda a cobrar las piezas. El perro lazarillo guía al ciego en su permanente oscuridad. El galgo corre tras del señuelo móvil y mueve las apuestas. En la conquista de las Indias Occidentales, los españoles se valen de los perros para descubrir al indio agazapado y al acecho. El perro, qué duda cabe, es útil y de él se saca rendimiento.
¿Y el gato? El gato, en esencia, salvo para mantener casas y monasterios limpios de ratones y ratas, no sirve para nada. Decía Ortega que el filósofo sólo pide que se le deje vivir en paz, pensar, soñar… en su inutilidad irrenunciable. Y otro tanto puede decirse del poeta, ¿no es cierto? Y, cómo no, ¡del gato! «Mientras tomemos lo útil como útil, nada hay que objetar. Pero si esta preocupación por lo útil llega a constituir el hábito central de nuestra personalidad, cuando se trate de buscar lo verdadero, tenderemos a confundirlo con lo útil. Y esto, hacer de la utilidad la verdad, es la definición de la mentira». («Verdad y perspectiva». José Ortega y Gasset). Así, a riesgo de simplificar, digamos que el perro es animal totémico del burgués, del poseedor, del hombre de negocios. Es utilitarismo. El gato representa, por el contrario, la independencia, la ironía, el lujo de la existencia.
El gato es también aislamiento voluntario, soledad, meditación. En una ocasión cayó en mis manos un ensayo sobre Spinoza, que por cierto, que conste, nunca leí… que no quiero dármelas aquí de lista o de gran filósofa. La portada venía ilustrada por una pintura de Rembrandt, «El filósofo en meditación». Envuelto en una atmósfera de prodigiosos e inquietantes claroscuros, tan habituales en el maestro holandés, bajo una misteriosa escalera de piedra en caracol y junto a una ventana en que incide el sol, un filósofo, cogitabundo, está sentado. Sobre la mesa de estudio se halla un gato, como no podía ser menos, alter ego del pausado pensador. Así era mi recuerdo de la imagen. Sin embargo, cuando, años más tarde, contemplé el cuadro en vivo en el Louvre, observé con asombro que me habían robado el gato. Me explico. El tal gato nunca había existido, pero la memoria, como el sueño, aun falseando la realidad, expresa la verdad, al menos la verdad del soñante o de quien deforma el recuerdo. Y es que, en efecto, el filósofo reclama la presencia inexcusable del gato, y la pintura de Rembrandt permanece, así, incompleta… sin él… es el gato filósofo de Baudelaire, el animal preferido por los «sabios austeros».
A Baudelaire le cautivan los gatos. Son dioses, o diosas, de indolente voluptuosidad. Son «poderosos y suaves»; son «frioleros y sedentarios»; son de «nobles posturas»; son «esfinges acostadas en el fondo de las soledades»; «sus riñones fecundos están llenos de chispas mágicas». Elegancia, molicie, altivez.
Y también éxtasis: «como a los pies de una reina un gato voluptuoso» cuyos «ojos salpicados de oro» son «místicos». De ahí que el gato sea amado por los «férvidos amantes».
El gato, en la perspectiva baudelairiana, llega a no ser otra cosa que la mismísima mujer. «Ven, bello gato mío, a mi corazón amante… déjame sumergirme en tus bellos ojos,,, cuando mis dedos acarician a placer tu cabeza y tu elástica espalda y mi mano se embriaga del placer de palpar tu cuerpo eléctrico, veo a mi mujer en espíritu…». La fémina gata. «Un aire sutil, un peligroso perfume nadan torno a su cuerpo oscuro». Misterio, lo inaprensible, lo etéreo, la amenaza, el peligro que atrae como el abismo, el amor fatal…
Para nuestro poeta, el gato, también, puede llegar a ser él mismo. Y así «dentro de mi cerebro se pasea… un bello gato, fuerte, suave y cautivador» de voz «siempre rica y profunda… (que) me llena como un verso tupido y me regocija como un filtro» ¿No es esto la poesía?
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