Ilusión

Pedía Pablo Iglesias a los ciudadanos -en ese debate electoral del 7 de diciembre- dos cosas: que no olviden y que sonrían. Hablaremos sobre lo segundo -sonreír-, ya que lo primero -la corrupción- es muy desagradable.

Dice así:

«Les pido… que sonrían a los autónomos y a los pequeños empresarios, que sonrían a los que se levantan a las seis de la mañana para trabajar y a los que se levantan a las seis de la mañana y no tienen adónde ir a trabajar, que sonrían a las madres con jornadas de 15 horas, que sonrían a los abuelos que se parten la espalda para estirar su pensión. Sonrían, sonrían, que sí se puede.»

Muy bonito, pero tampoco entraremos en eso. Hablaremos más bien sobre la capacidad de sonreír cuando uno tiene la «espalda partida».

No sabemos hacer negocios

Es frecuente en el mundo empresarial -español- toparse con personas ciertamente desaprensivas. Si bien desde otras partes del mundo se considera que, para conseguir el éxito, las empresas deben tener «alma», aquí nos empeñamos en vendérsela al diablo. ¿Cuántas veces no tratamos al trabajador, al proveedor, o al cliente, como a un enemigo? ¿Cuántas historias de traiciones, estrujamientos e injusticias varias no podríamos contar? Y es que parece que en España (y no sólo en España), si triunfo, ha de ser a costa de otro.

La biología nos enseña que las relaciones más provechosas son aquéllas en las que consigo mi beneficio beneficiando al otro, y viceversa. Relaciones simbióticas. ¿Quiero acaso que mi cliente se arruine? ¿Quiero que se sienta estafado? No. Y del otro lado, ¿me interesa machacar a mis proveedores? ¿Trabaja mejor un empleado con la «espalda rota» que uno sano? Obviamente no. ¿Y por qué se hace?

Regalar sonrisas

Porque alguien tiene que ser el primero en sonreír, en abrir los brazos. Pero el otro debe estar a la altura, abrir los suyos y devolver la sonrisa. Así se trabaja. Si uno se entrega de verdad, con bonhomía, honestidad y generosidad, la respuesta no puede ser un palo. Es como el famoso refrán aquél, «le das la mano y te toma el brazo». Es entonces cuando llega la confrontación.

Pero sigamos con el ejemplo. Imaginemos que la voluntad del primero, el que sonrió y se llevó un palo, es firme. Imaginemos que vuelve a sonreír, vuelve a abrir los brazos y vuelve a entregarse. Y el otro, el que dio el palo, aprovecha la situación y responde con otro palo. ¿Cuánto durará el beneficio para el segundo? Y lo que es más grave… ¿cuántos palos aguantará el primero antes de cerrar los brazos?

Idólatras

Porque si las personas somos civilizadas y cuando nos hacen un favor damos las gracias, ¿por qué dejamos de serlo en el terreno corporativo? Todo aquello que está en la base de nuestra cultura, el respeto, el reconocimiento a la labor ajena, la humildad, el agradecimiento, la colaboración, lo perdemos cuando se nos tiende una mano y tomamos hasta el brazo.

«Ama al prójimo como a ti mismo», «pon la otra mejilla»… al final, la religión nos da pautas de autogobierno. Son normas básicas de civilidad, sencillas de entender, para que las cosas funcionen (y no hace falta ser religioso para aceptarlas). Pero claro, cuando la «política de empresa» es más importante que cualquier valor moral, cuando los «objetivos» consisten en ganar más dinero (sin importar mucho cómo), cuando lo que interesa saber de las leyes es cómo aprovechar sus resquicios, y cuando el logo de mi empresa se antepone a cualquier otro icono, entonces ya no soy persona civilizada, sino un salvaje, o peor, un fanático, un idólatra.

«No adorarás falsos ídolos», dice el Testamento. Y es que, en esa adoración al falso ídolo, en esa idolatría, cambiarás unos valores por otros y dejarás de ser persona (¿qué es una persona, sino aquello en lo que cree?).

La ilusión

Así que, para Cristo (léase cualquiera), después de recibir latigazos, vejaciones y torturas, resulta difícil sonreír. La ilusión por un mundo fraternal -un intercambio generalizado de sonrisas- va dando paso, palo tras palo, a la fe ciega y al compromiso con uno mismo, en el mejor de los casos. O, en el peor, a un alma rota de tanto cobrar.

Pide Albert Rivera que votemos «con ilusión», él también. La verdad, nos duele la espalda, a la altura del alma, pero lo haremos, una vez más. Y no sólo votaremos con ilusión, sino que trabajaremos con ilusión y en definitiva seguiremos viviendo con ilusión, con el corazón abierto. No porque lo pidan ellos. Porque es lo que somos.