El quinto (y único) poder

Lo vemos todos los días, el dinero manda. Allá por la época de la Ilustración (mil setecientos y pico), vivió en Francia un tal Montesquieu, cronista, filósofo, pensador, que se hizo un hueco en la Historia, sobre todo, por su idea de la «división de poderes». Montesquieu proponía una alternativa al poder absoluto de los reyes, quienes tradicionalmente habían aglutinado en su persona todas las decisiones de Estado. Él decía que juzgar, legislar y gobernar eran tres cosas muy distintas y que estos poderes no debían recaer en la misma persona.

Al final, se le hizo caso, a Montesquieu. Las sociedades vieron que lo mejor era no poner todos los huevos en el mismo cesto, así que decidieron que, a partir de ese momento, los jueces juzgarían, pero no podrían legislar ni gobernar, los legisladores harían lo suyo y los gobernantes lo propio, sin mezclar churras con merinas.

La idea parece buena y de hecho, por aquel tiempo fue revolucionaria. Tan revolucionaria, que a finales de ese mismo siglo se desató la Revolución Francesa, ahí es nada. Pero claro, de eso hace ya un par de siglos.

El cuarto poder

Y pasó el tiempo. Y nos fuimos acostumbrando a eso de que hubiera tres poderes -el ejecutivo, el legislativo y el judicial-, así que tuvimos que inventarnos otro, «el cuarto poder». Bueno, no fue exactamente así, en realidad lo que pasó fue que vimos claramente que los medios de comunicación tenían una relación muy estrecha con los otros poderes (quizás demasiado estrecha) y que eran (o parecían) el único estamento capaz de hacer temblar a jueces, legisladores y gobernantes; tenían tanto poder como ellos. Y de ahí lo de la etiqueta.

Sin embargo, en este caso no se estableció un sistema de incompatibilidades: un juez podía perfectamente escribir en un medio de comunicación, y un diputado, y un ministro; no estaba prohibido, aunque sí mal visto, ya que resultaba evidente que, según el tema a tratar, tarde o temprano surgirían conflictos de intereses.

El quinto (y único) poder

Y así llegamos al quinto poder, que había pasado desapercibido a la hora de repartir la tarta. Un poder en el que Montesquieu no reparó. Un poder, forjado en las llamas del abismo, que se utilizó para dominarlos a todos. El omnímodo poder económico.

Porque, en un sistema capitalista, el dinero es necesario para todo. Los propios gobiernos lo necesitan para gobernar, es decir, no están por encima de ese quinto poder, sino sometidos a él. Es el dinero el que limita sus acciones, el que motiva sus decisiones, el que les alumbra en las frías noches de invierno. El Congreso tiene que pagar la factura de la luz. Y los sueldos de sus empleados.

Algunos escépticos dirán que esto no es así, porque claro, el Gobierno puede tomar la decisión de imprimir más dinero. Pues responderemos que en España, ni eso. Imprimir más dinero depende, hoy, del Banco Central Europeo. O repondrá que los jueces son imparciales y no están influidos en sus decisiones por cuestiones económicas. A eso responderemos, primero, que un juez cobra, y si no cobrara, no trabajaría. Segundo, que todo el sistema judicial se sostiene con dinero (en concreto, en 2012, con 1.440 millones de euros, según los presupuestos generales del Estado). Y tercero, que si la Justicia es tan lenta, es por culpa del dinero, porque no se ha invertido, por ejemplo, en informatizarla, o en crear más juzgados.

Pero es que, además, el quinto (y único) poder es tan fuerte y está tan mal repartido, que puede modificar las leyes de un país, las políticas de sus gobernantes y las sentencias de sus jueces. Los ejemplos abundan, pero uno reciente sería el de Eurovegas en Madrid.

Incompatibilidades

Y claro, uno piensa que debería ponérsele algún freno al quinto (y único) poder, establecer algún sistema de incompatibilidades, controlarlo de algún modo. Pero de esto nadie habla.

La Familia Real española, con muy buen criterio, estableció la regla tácita de no intervenir en empresas, de no buscar el lucro personal, porque se entiende que su posición es de algún modo incompatible con la actividad empresarial. Los Príncipes de Asturias, por ejemplo, desde su papel de «embajadores», promocionan la «marca» España, apoyan con su presencia a ciertos sectores de la población, a instituciones de relevancia, pero -en teoría- no tienen participación en ninguna empresa. Urdangarin se saltó esa regla y ahora es la oveja negra. Y puede hasta que vaya a la cárcel.

En un mundo en el que el dueño de una empresa tiene más capacidad de acción que varios países juntos, no pensar en ponerle freno al quinto (y único) poder, es no querer ver el problema.

¿Qué freno? Pues habrá que estudiarlo, pero alguno habrá. ¿Verdad, Montesquieu?

2 comentarios

  1. Isa dice:

    Dentro de no muchos años ya no se hablará de poderes, sólo del poder (que, a diferencia del medievo, no será ostentado por el Rey)

  2. GEA dice:

    Aunque a mi pesar creo que es cierto que exite el «quinto (y único) poder, me horroriza ver que los grandes pensadores no han encontrado una solución para que prevalezca la ética ante ese usurpador que todo lo puede, aunque bien pensado, sería muy honorable tomar el ejemplo de nuestra Familia Real (al margen del garbanzo negro) y obligar a los expresidentes, exministros, exsenadores y todos los ex que han ido modificando su estatus con el curso de los cambios de gobierno y ahora detentan cargos de consejeros generales en grandes e importantes empresas valíendose de los caudales y conocimientos adquiridos a costa del erario público. Y yo me pregunto ¿no sería bueno que todos esos señores -que ya tienen de por si sus buenas pensiones – se le prohibiera ocupar cualquier tipo de cargo de poder?

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