El amor al arte
«Eso lo hace mi suegro con el móvil»… «Bah, si para ti es fácil, no tardas nada»… «¿Te va mal? Bueno, siempre puedes buscarte un trabajo».
Hay una creencia muy extendida en nuestra sociedad con respecto a los que, de una u otra manera, nos dedicamos a algo relacionado con la «cultura», con la «creación», con la «expresión», con el «arte»: ya que nuestro trabajo en ocasiones es divertido -y como en general nos gusta hacerlo-, no tenemos derecho a cobrar por él.
Castigo divino
Resulta que buena parte de la población experimenta el trabajo como si fuera un castigo divino. Y así, el trabajo se convierte en el alto -altísimo- precio que hemos de pagar por sobrevivir. Si disfrutas haciendo tu trabajo, eso es que no estás trabajando.
Pero, paradójicamente, cuando uno se acerca a otros sectores, descubre que el trabajador allí no sólo no sufre tanto como proclama, sino que -en comparación con uno mismo-, vive bastante bien. Horarios llevaderos, sueldos suficientes y amplios márgenes de maniobra (una vida después del trabajo) son lo que más llama la atención a alguien que se dedica, por ejemplo, a realizar vídeos.
El arte
Si pensamos por un momento en lo que debe saber un editor de vídeo para realizar bien su trabajo, probablemente nos entre el vértigo. Ya no es cuestión de manejar complejos programas informáticos que cambian continuamente. Ni siquiera se trata de dominar eso que se conoce como «lenguaje audiovisual» (síntesis aditiva, valores de campo, «pan», «tilt», «fade» y encabalgamientos varios). O desenvolverse con soltura en el proceloso mundo de la transcodificación, los encapsulados, los códecs y el BitRate. Es mucho más. Para ser editor -buen editor-, hay que depositar en cada obra una parte muy importante de uno mismo. Hay que dar a los vídeos un «ritmo», un «tono», una «intención» y -en definitiva- dotarles de «alma».
El desgaste que esto supone no se imagina. Todo parece fácil, porque el resultado pasa muy rápido («¡si sólo son dos minutos de vídeo!»), y un trabajo está bien hecho cuando no se notan las horas y horas que hay detrás de él.
La expresión
Y parece que, claro, el «creativo» se dedica a volcar sus propias «neuras» sobre el papel -o la pantalla-. Si los demás le prestamos nuestra atención, es por hacerle un favor, porque en realidad no nos importa que hable o calle, estamos saturados de tanto rollo. Y si -a base de pico y pala- consigue robarnos media sonrisa, quizás no le crucifiquemos.
El menosprecio
Todo lo cual nos legitima para menospreciarlo. Intentaremos que trabaje gratis («bah, pero si a él le gusta»), que trabaje mucho («éste no sabe lo que es trabajar»), que trabaje en cualquier momento («la Semana Santa, ¿cómo la tienes?») y por supuesto, si pretende cobrar por eso que hace, regatearemos el precio. En la farmacia no es así. Una medicina cuesta 32,64 euros y nosotros los pagamos. En el taller, el mecánico cobra 80 euros por su hora de trabajo. En la frutería, los kiwis valen más caros que las naranjas. Y si tengo que pagar 200 euros de luz, los pago.
El amor
Así que, para un diseñador gráfico, para un músico, para un actor, para un escultor, para un editor de vídeo, para un fotógrafo, y para tantos otros, alinearse cada día con el mundo constituye un ejercicio de amor. Pero de amor puro, amor del cristiano, amor al prójimo que te azota.
Y no es amor a la obra, no. Es amor a los ojos que la miran.
*Nota: Este texto es gratis, nadie cobra por su redacción o publicación. Si te ha gustado, por favor, deja un comentario.
Imagen de portada: «Haraganes», de Evaristo Valle (1947).
4 comentarios
Comentar
«Y no es amor a la obra, no. Es amor a los ojos que la miran»… Sin embargo, ¿cabe una obra de arte absolutamente personal e intransferible que tampoco sea producto de la locura, sino fruto de una decisión consciente, esto es una obra de arte que ignore e incluso rechace a todo posible o potencial lector, espectador, etc.?
Pienso en el compositor Sainte-Colombe que tan sólo componía para sí mismo, erizado contra el mundo.
Algo habrá que decir de ello. Ya me has dado una idea, Dokult. Gracias
Precisamente, Mariano. Umberto Eco maneja el concepto de «lector modelo», entendido como ese destinatario que el autor tiene en mente al crear la obra: un destinatario perfecto, capaz de identificar, en sus más nimios matices, el recorrido de lectura que propone el autor; todos los referentes denotados y connotados que significa. Un lector imaginario que, en definitiva, no puede ser más que uno mismo. Es la soledad del artista, siempre incomprendido o, como mucho, parcialmente entendido.
Muchas gracias por tu comentario. Un abrazo.
Haciendo hincapié en este editorial, puedo comentar el caso de las consultas a los abogados, notarios, gestores de cuentas y otro nutrido grupo de profesionales que cobran, ya no por representarnos ante la Ley, sino también por la información y asesoramiento que nos facilitan, lo que nosotros abonamos gustosamente en aras de la atención que nos dan y beneficio en suma… Y ahora pregunto ¿cuántas horas de información, asesoramiento, estudio del proyecto, cambios de ideas ya filmadas y un sinfín más de trabajos no cobráis? ¿Por qué se paga a un abogado y no se paga a un profesional de vuestro ramo por el tiempo invertido?
¡Ya lo creo, Gea! Jajajaja ¡Vamos a tener que montar una consultoría!
Bueno, en ese sentido, nosotros somos generosos y no nos importa compartir conocimientos, ideas, trucos, con aquéllos que los puedan necesitar. Lo malo es cuando se entra en ese menosprecio que comentábamos («si a ti no te cuesta nada», etc.), que nos duele mucho. Pero tampoco vamos a ser unos quejicas, porque también recibimos mucho calor y reconocimiento en otras ocasiones, y eso nos impulsa a avanzar.
¡Muchas gracias!