Es Innisfree el punto final, el objetivo de todo hombre, el paraíso perdido, la Arcadia moderna, el lugar donde uno puede olvidar los problemas y encontrarse consigo mismo, con la felicidad. Un lugar donde uno se convierte en un hombre pacífico y enamoradizo, donde uno se fusiona con la naturaleza, una naturaleza idílica. Sean Thornton (John Wayne) encarna a ese hombre tranquilo (un ex boxeador) que vuelve a sus orígenes, después de haber tenido una vida intensa en los proverbiales Estados Unidos. Un irlandés que quiere olvidar su pasado, para reinventar su futuro. Allí conoce a la temperamental Mary Kate Danaher (Maureen O´Hara) de la cual se enamora, pero las dificultades son inmediatas. Su formación choca con las conservadoras costumbres irlandesas y la oposición de un fornido hermano que se convierte en el enemigo a batir. La historia se repite, es la lucha del hombre por superar las barreras que impone la vida. Innisfree está plagada de gentes de una profunda humanidad, pero a veces enormemente distantes.
Innisfree es un pueblo ficticio que toma el nombre de un poema del escritor y Premio Nobel William Butler Yeats. La trama se desarrolla en un lugar indeterminado y en un tiempo indefinido, porque John Ford quería crear una atmósfera de ensueño. Precisamente esto supuso rodar las secuencias en escenarios naturales, cerca del hogar de sus antepasados irlandeses.
El sentido del humor predomina en toda la cinta, las escenas de puñetazos son de las más gloriosas de la historia del cine, la cerveza corre en abundancia, las canciones son nostálgicas, el romanticismo… Todo ello en medio de un paraje idílico, la hermosísima isla de Innisfree, donde la vieja Erin o Éire está plena de vida cubierta por un manto verde.
La película es una de las obras maestras de John Ford, con una soberbia fotografía de Winton C. Hoch, colaborador también en películas como Centauros del desierto o La Legión invencible. El guión es una adaptación de Frank Nugent de una novela de Maurice Walsh titulada Green Rushes.
Obtuvo dos Óscar, al mejor director y a la mejor fotografía, contó con la participación de John Wayne, Maureen O’Hara -están excepcionales- Barry Fitzgerald, Ward Bond, Victor McLaglen, Jack MacGowran, Arthur Shields, Mildred Natwick, realizando todos ellos excelentes trabajos de actuación.
Se estrenó en Estados Unidos el 14 de septiembre de 1952 en copias en 35 milímetros y en un sofisticado sistema llamado Technicolor. Consistía en la filmación de tres negativos o películas, cada uno de ellos en un color -verde, rojo y azul-. Se introducían posteriormente en la cámara cinematográfica y, finalmente, se combinaban en el positivado de la película, reproduciendo el color con gran exactitud y brillantez. El resultado era una textura tan especial que fue el sistema reinante en el Hollywood clásico hasta los años 90.
El hombre tranquilo quedó en un vacío legal tras la muerte de su protagonista, también copropietario de la película junto a Paramount Pictures. Los herederos de John Wayne y el estudio litigaron durante años para llegar a un acuerdo sobre la futura restauración de su negativo y para exhibirlo en salas de cine de nuevo.
Recientemente, los herederos de John Wayne y Paramount Pictures por fin llegaron a un acuerdo para recuperar la genial obra. El negativo original ha sido escaneado a 4 K, fotograma a fotograma, y minuciosamente restaurado, para ser proyectado en los cines de hoy en día. Desgraciadamente solo se proyectará en salas de Madrid y Barcelona, disfrutando de la fotografía en alta definición digital.
La he vuelto a ver por enésima vez, pero ahora en pantalla grande y con la calidad digital da una sensación verdaderamente espectacular, y por supuesto me sigue entusiasmando, sobre todo porque los valores que nos muestra son eternos.
La película está filmada con el corazón, es pura poesía visual, acompañada por la soberbia fotografía. Es un canto a lo humano. Es una verdadera obra de arte; su calidad pictórica queda patente en cada imagen, con una composición perfecta, plagada de texturas, luz y color.
2 comentarios
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Es un peliculón, eso está claro. Verdad lo que dice José Antonio sobre la fotografía, los escenarios que brinda Innisfree, el humor, la humanidad de los personajes, la soltura de Ford… Verdad también lo que dice Mariano sobre John Wayne y Maureen O’Hara, tan palo él, tan fresca y tan furiosa ella.
A propósito de los «valores eternos» que expresa, yo no diría tanto, aunque el modo de representarlos -gracioso, a punto, ‘a tempo’- los convierte en un discurso con sentido, un discurso que aparenta emerger de la Ley natural (léase «divina»), pero que en realidad nace desde una visión, aunque culta, impuesta por las circunstancias socioculturales, esto es etnocéntrica. Y me explico.
La película se estrena en 1952. Es una superproducción, la mayor de “Republic Pictures” (hoy CBS), productora regentada por Herbert Yates. Yates era un próspero hombre de negocios que, gracias al dinero ganado en la American Tobacco Company (antes de los 30 años), compró unas cuantas productoras menores y fundó Republic. En un principio, se orientó hacia producciones de bajo presupuesto en las que el director tenía libertad de maniobra, pero más tarde, según se dice, extremó el control sobre el producto, orientando las películas (que ya contaban con mayores presupuestos, un millón de dólares en este caso) hacia la obtención de pingües beneficios.
John Ford llevaba tiempo buscando cliente para el guión de “El hombre tranquilo”. Rodar en Irlanda era una extravagancia que no gustaba mucho en Hollywood y Yates le dio esa oportunidad, intuyendo que detrás había negocio. Y Ford, por supuesto, aceptó. Y hubo negocio, qué duda cabe.
Hay que entender la época. Las reglas de la censura en Estados Unidos estaban en pleno apogeo. El código Hays (http://es.wikipedia.org/wiki/C%C3%B3digo_Hays) llevaba 18 años aplicándose y aún le faltaban otros 15 para desaparecer, por lo que el cine americano era puro puritanismo en estado puro. Todo el guión expresa las estrictas reglas del amor cortés. Reglas impuestas, en primer lugar, por la tradición, que provenía de la metrópoli, de Irlanda, y volvían renegociadas desde la colonia, desde Estados Unidos; y -en segundo- por la religión, mitad católica, mitad protestante, en amistosa coexistencia.
John Ford, maestro de maestros, consigue, no obstante todo este escenario de afilados cuchillos morales, hacer una película fresca. Es como aquel Godard de “La Chinoise”, retratando desde dentro, caricaturizando sin que se note, arrojando una mirada que no se deja capar sobre un fenómeno al que no ridiculiza, pero sí parodia elegantemente. Un fenómeno sobre el que invita a reflexionar. Y así, el sentido común, los universales de la cultura, emergen con fuerza, educando la mirada tanto de aquellos ‘escandalistas’ -que no concebían un matrimonio sin dote-, como de estos ‘escandalosos’ -que no conciben la dote en el matrimonio-.
Por todo lo anterior, “valores eternos” sí, los más posibles (gracias a Ford), pero dentro de un discurso etnocéntrico hasta el extremo (gracias a Hays y Yates).
No es porque se le atribuyan tendencias extremadamente derechistas o ultraconservadoras, que el arte es el arte y otra cosa es la política (Céline, el colaboracionista, el antisemita, es un escritor como la copa de un pino, uno de mis preferidos), pero discrepo en que interpretara magníficamente. Junto con Charlton Heston (y me da igual, a la hora de enjuiciarlo como actor, que defendiera la posesión y uso de armas por particulares), encarna la rigidez, el gesto único y el petardeo dramático. Todo lo contrario de Maureen O´hara, tan fresca, tan vital, tan cargada de ironía, tan flexible.