Caballos (versión Carmen Cereña)

He leído en la prensa que en una finca de la provincia de Madrid han detenido al dueño de una cuadra por maltrato animal. No daba de comer a los caballos y nueve habían ya visto definitivamente el fin de sus desdichas.

Las fotos son desgarradoras: caballos, yeguas y potros ramoneando un cardo casi tan trasijado como ellos; a otro muerto, tendido en la tierra reseca, abotagado, se le comienza a hinchar descomunalmente la panza; en todos, unas expresiones trasojadas y una mirada de una tristeza infinita.

Al parecer, desde que comenzó la crisis, cada vez son más los caballos a quienes se deja morir literalmente de hambre. En el poema de Kavafis, contemplando el cuerpo yerto del bello Patroclo, el amigo efébico de Aquiles, los inmortales caballos de Zeus «se entregan al llanto». Ahora han cambiado las tornas y somos nosotros, los seres humanos, mortales como somos y sujetos a corrupción, quienes nos compadecemos de la nefanda suerte de estos caballos maltratados y abandonados a su suerte, como en los calabozos medievales de las novelas góticas se olvida al prisionero. En francés estos pozos que enclaustran hasta la muerte al condenado se llaman «oubliettes». El término, en su realismo cruel, lo dice todo.

Acuden a mi mente dos ejemplos literarios equinos, conmovedores ambos y devastador moralmente, podríamos decir, el segundo. Se trata, en primer lugar, del cuento «Vidas paralelas» de José de Roure, escrito en las postrimerías del siglo XIX: Dantzer fue un magnífico caballo de circo, aplaudidísimo artista, con más sentido del ritmo que un negro o un gitano y una elegancia propia de una Paulova… al cual, un mal día, le llegó la decadencia y lo pusieron a tirar de un coche en la gran ciudad. Iba «flaco, desmedrado, sucio, viejo». Bajó un peldaño más en su decrepitud y sirvió de montura a un picador en el tercio de varas. Y el toro se ceba en él. «Cae el caballo infeliz arrojando caños de sangre por una espantosa herida. ¡Era Dantzer, el célebre Dantzer, uno de los brutos más hermosos, más ágiles, más artistas que han nacido. Manotea, se desploma… ¡Es infame, verdaderamente infame!» (Primo de Rivera no había impuesto aún el peto protector para evitar las repugnantes carnicerías)

El segundo ejemplo nos lo da la pluma naturalista de Maupassant. Coco es un viejo caballo muy apreciado por su dueña, la acaudalada señora Lucas, quien por ese motivo no decide sacrificarlo sino que encomienda a los criados su cuidado hasta que muera, advirtiéndoles de que lo han de tratar siempre bien y prodigarle las atenciones. Confiando en que sus órdenes y recomendaciones serán observadas, la señora se desentiende del bruto que decía querer tanto. En su arrogancia y segura de su autoridad, como tantas veces sucede con los grandes de este mundo, renuncia a llevar a cabo lo que, en nuestros días, llamaríamos un «seguimiento» del caso. Delegando unos criados en otros, el cuidado de Coco recae en manos de Zidore, un mozo zarrapastroso y retrasado, rencoroso y cruel, que venga su desventura y las burlas de que es objeto en otro aún más indefenso que él: el buen caballo Coco, que es viejo, obediente, que no da coces y que ni sabe ni puede hablar. Animado por un sadismo diabólico, lo saca cada mañana de la cuadra y lo lleva al prado, pero lo ata muy corto, echándole como se dice otro nudo al dogal, en un terreno de sólo tierra batida. Cuando Coco tensa el ronzal al máximo, sus ollares y su hocico rozan la hierba vecina, pero sin llegar a tocarla. En cuanto al agua contenida en el abrevadero, ocurre otro tanto. El caballo estira el ramal queriendo romperlo y el cuello como para desgajárselo casi; se arrodilla incluso… ¡y todo es en vano! ¡Oh, si ni siquiera Tántalo sufrió tanto y a Cristo le dieron vinagre cuando tuvo sed! Y así Coco aparece cada día más desmazalado hasta ser sólo un montón de huesos que una mañana se desploma y exhala el último suspiro frisando la hierba fresca, tan apetitosa.

¡Pobres caballos, tan sacrificados que revientan exhaustos bajo la espuela del jinete antes que detenerse a cobrar huelgo! Tan sólo un humano, Filípides, fue capaz de algo semejante: alentado por la victoria de Maratón ante los persas, corrió hasta Atenas la distancia de cuarenta y dos quilómetros y una vez en Atenas, como pudo, sin resuello, anunció la buena nueva. No pudo decir aquello de «¡Dadme albricias!» antes de dar la noticia porque tenía que ahorrar las palabras pues acezaba agónicamente y tampoco pudo tras la última palabra porque se desplomó muerto.

Pegaso y Belerofonte, Bucéfalo y Alejandro, Babieca y el Cid… hasta llegar a Jolly Jumper y Lucky Luke.

Es tan bello el caballo que una tarde, en la plaza de Córdoba, habiendo saltado al ruedo un miura alto, galgueño, cimbreante casi, exclamó mi padre: «Qué miura tan hermoso… ¡si parece un caballo!»

Recuerdo, divertida, el caballo gascón, pariente de Rocinante, que Cantinflas monta como d´Artagnan en su propia versión cinematográfica de «Los tres mosqueteros». Es tan flaco que Cantinflas-d´Artagnan le cuelga de los ijares el sombrero emplumado.

José Alfredo Jiménez sabe de la importancia del caballo para el charro mexicano. En uno de sus sentimentales corridos -el término y el género musical son ya todo un homenaje al galope- un caballo blanco parte a la carrera desde Guadalajara camino del Norte y exhala el alma en Rosarito, al alba, a la vista de Ensenada, tras haber llevado a buen puerto su hazaña. «¡No te rajes, blanco!» Y el blanco, mexicano puro, no se rajó.

Mi tierra cordobesa es tierra de doma y de buenos jinetes; tanto es así que Cervantes pone en boca de Sancho, tras haberla visto subir de un salto a su asno y huir como alma que lleva el diablo, que Dulcinea «puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mexicano».

«Mi alazán, te estoy nombrando», gime Atahualpa por la pérdida de su flete, despeñado en un barranco. «¿Qué estrella andabas buscando?… Mi caballo, mi caballo». Y concluye, esperanzado: «Si como dicen algunos hay cielo pal buen caballo, por allí andará mi flete, galopando, galopando».

Hace ya años puso el IRA una bomba en Londres no recuerdo ya bien si durante una parada militar o incluso durante el relevo de la guardia real, causando muchas muertes entre los soldados y también entre los caballos militares. A la sazón me hallaba yo en Londres precisamente y comprobé con perplejidad y enojo no disimulado cómo eran bastantes los ingleses que lamentaban más la muerte de los pobres caballos que la de los pobres soldados. Tanto es así que me arrepiento de haber recordado este hecho porque es casi como si esa sensiblería llegara a desvirtuar y casi a invalidar todo lo bueno que hasta ese momento se había dicho del buen caballo, tan contraproducente y estomagante puede llegar a ser la cursilería anglo-sajona y puritana.

Alberto Sordi, tan denostado por Pasolini quien, arbitrariamente, lo moteja de malvado y de encarnar todas las ruindades del italiano hasta el punto de que llega a afirmar, falsamente como han demostrado los hechos, que a los extranjeros no nos hace reír ni nos hace gracia alguna, ese Alberto Sordi, que es todo lo contrario de cuanto afirma Pasolini, se apiada con auténtico corazón de oro, que no con pucheritos anglicanos, del pobre caballo machucho, y funda, con su pecunia, un hospital-residencia de ancianos para esos caballos que tiraron, pimpantes, de los simones para turistas en Roma, pero que son carne de desolladero cuando ya sus músculos no dan para esa labor, cuando ya no puedan tirar del carro. Que no sufran la triste suerte de un Dantzer.

Alberto Sordi murió ya, desgraciadamente. Quiero creer que en Roma sus asilos equinos le han sobrevivido.

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