Caballos (versión Hydra de Lerna)

He leído en la prensa que en una finca de Madrid han detenido al dueño de una cuadra por maltrato animal. No daba de comer a los caballos y para nueve de ellos, la ayuda llegó tarde.

Imágenes desgarradoras: caballos, yeguas, potros…

«Carne de yugo ha nacido
 más humillado que bello,
 por el cuello perseguido
por el yugo para el cuello».

Así comienza el poema de Miguel Hernández «El niño yuntero». Lo escribió cuando en España se pasaba hambre. Hambre de verdad, de la de comer. Y también hambre de libertad.

Madres llorando por sus hijos muertos. Hombres luchando y muriendo. Primero, amigos, luego enemigos. La España de la guerra civil y de la posguerra.

Pensábamos que todo esto pertenecía al pasado. Que una vez conseguidas las libertades, nos habríamos vuelto más «humanos», más compasivos porque habríamos aprendido la lección.

Pero la vida, una vez más, nos viene a demostrar que el hombre es capaz de las mayores aberraciones…

Aristóteles decía que el ser humano se diferenciaba del animal por el lenguaje. Bueno, y por su capacidad para aprender, progresar, inventar, etc, etc.

Pues no. Queda claro que no. Porque ni progresamos, ni pensamos, ni aprendemos, ni tenemos capacidad de comunicación.

Porque somos caprichosos y, en época de bonanza económica, por puro esnobismo, adquirimos no solo cosas, también vidas. Nos creemos «todopoderosos» y, queridos lectores, no lo somos. Somos finitos. Somos menos que finitos. Somos infinitamente estúpidos y superficiales.

Desde que comenzó esta crisis programada, estos humanos esnobs han dejado morir de hambre -literalmente- a los «animales» que un día consideraron bellos.

Por un instante, un breve instante, pensad en la lealtad de esos animales.

Hay un texto de Calístenes, sobrino de Aristóteles, en el que cuenta la historia de Bucéfalo. Decía que era un caballo de hermosa figura y que se alimentaba de hombres. Por eso, Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno, decidió encerrarlo en una jaula dorada donde arrojaba a todos aquellos que desobedecían sus leyes.

Siendo Alejandro adolescente, descubrió la celda de Bucéfalo, y cuando se acercó, el animal extendió sus patas delanteras y relinchó suavemente, como si lo reconociera.

Plutarco nos cuenta una versión menos romántica del encuentro entre el gran conquistador y su célebre compañero. Bucéfalo, que en griego significa «cabeza de buey», tenía una estrella blanca en su frente y un ojo azul. Pero lo cierto es que nadie consiguió montarlo, solo Alejandro.

Durante casi 30 años, Bucéfalo acompañó a Alejandro en todas sus batallas. Cuando murió el caballo, fue tal la tristeza de Alejandro, que le rindió honores y hasta le puso su nombre a una ciudad.

También recuerdo con cariño y nostalgia al hermoso caballo con el que, siendo una niña, aprendí equitación. Éramos «uno» en el galope. Era un caballo de gran alzada. Aprendí a cepillarlo, peinarle las crines, limpiarle los cascos… Y así comenzamos a querernos. Él me seguía a todas partes. Se paraba si yo me paraba. Me empujaba con la cara cuando quería jugar. Cuando íbamos al galope, le soltaba las riendas porque sabía que él me conduciría por lugares seguros para mí.

Por él, por Bucéfalo y por todos los caballos que han sido compañeros leales del hombre, quiero ser su voz. Quiero devolverles la dignidad y el respeto que merecen. Quiero que se castigue a quien castiga sin piedad al que todo se lo da por lealtad.

«Adiós, hermanos, camaradas y amigos.
 Despedidme del Sol y de los trigos».

Miguel Hernández, 28 de marzo de 1942, escrito en la pared de la celda donde murió.

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