Tres cosas hay en la vida: café, café y café (Carmen Cereña)

En pocos meses y con breves lapsos de tiempo he leído en  la prensa, por tres veces, de las bondades del café. Tres universidades, griega, americana y sueca (falta una española y ya tendríamos el principio de uno de esos chistes en que los hispanos nos mortificamos a nosotros mismos y con que tanto nos reíamos en nuestra infancia y juventud) han demostrado respectivamente que el café prolonga la vida, potencia la memoria y es eficaz contra la aparición del Parkinson.

¿A buenas horas, mangas verdes?… Quizá, pues se han proclamado tanto y siempre las maldades del café, sus desastrosos efectos, que quizá estos nuevos descubrimientos lleguen algo tarde y no consigan restituir al denostado y vilipendiado amigo nuestro en la dignidad, bien alta, que a nuestros ojos merece.

En la literatura previa al siglo XVIII no creo que se mencione el café. En la del siglo de la Ilustración, florecen los cafés como establecimientos. Montesquieu, en sus «Cartas Persas», elogia en especial a uno de París por su excelente preparación y elaboración de la infusión. Casanova se regala con el moca y con el chocolate casi tanto como con las mujeres. Abomina, no obstante, del café y chocolate españoles, pero, afortunadamente, no de nosotras.

Al parecer, el café se popularizó en Europa tras el asedio de Viena por los turcos, quienes al levantarlo habrían abandonado u olvidado un saco conteniendo el precioso  grano y una cafetera con el precioso líquido. Ello explicaría que, antes, no pudiera hacerse eco del café nuestra literatura.

Y sin embargo, créanme, compadezco a vieneses y europeos  en general por haber descubierto el café a la turca. Es como un recuelo, casi se masca y deja posos que son más bien las horruras de un río de avenida. Claro que no podían comparar. La elaboración del café se ha perfeccionado tanto gracias, como no podía ser de otra manera, a los italianos que media infranqueable abismo entre un ristretto ordeñado de una Saeco, una Faema o una Salvarani y el café aquel que se les cayó a los otomanos de una alforja al dar la espalda a Viena.

La historia del café y de los cafés ha sido la historia de la literatura durante los siglos XIX y XX. Ramón, en sus escritos sobre Madrid, lleva a cabo una magnífica glosa de los cafés literarios, en el que no podía faltar su entrañable Pombo con su tertulia, retratada por Gutiérrez Solana con ese abetunamiento montaraz que le es tan característico.

Dos canciones había en mi infancia tremendamente populares y ya lo eran mucho antes de que yo naciera. La primera establecía que en la vida había tres cosas: salud, dinero y amor. La segunda le decía a una «niña hermosa» que le iba a dar una cosa, «una cosa que yo sólo sé: ¡café!». Adoro el café, tanto, que mi mente ha compuesto una canción sincrética (de fusión, como se diría ahora) que reza así: «Tres cosas hay en la vida: café, café y café».

¡Cómo disfruto uno, dos o tres ristretti seguidos, de pie en la barra de «La Tazza d´Oro» junto al Pantheon, cerca de la Bolsa de Roma! Allí también toman uno Monica Vitti y Alain Delon en «L´eclisse» («El eclipse») de Antonioni.

En España aún se extrañan en ciertas cafeterías de que yo, siendo mujer, beba cafés tan cortos y tan cargados, sin leche ni azúcar; y luego encima, en ocasiones -pero sólo en invierno y digo la verdad- me meta entre pecho y espalda, y de un trago, un vasito de aguardiente.

Sí, adoro el café. Lo primero que hago, al despertarme, después de lavarme la cara, es prepararme un buen café bien corto y bien cargado en mi Saeco de brazo. Es el rito de inauguración del día.

Y, sin embargo, cuántos cafés tan malos, execrables, abominables, tan inmensamente intragables, no habré tomado en mi vida, por castigo de mis muchos pecados, sin duda alguna:

-En España. En un restaurante de Cádiz. Mostraba un color verdoso y sabía a chipirón. Creo que lo habían hecho con agua del grifo, ¡de un grifo de la costa sur española!, con lo que se dice todo. Evidentemente, le di un medroso sorbo y allí quedó, para el padre de la camarera que me lo sirvió.

-En España también. En una cafetería de Burgos, durante una estancia con mis hermanas. Aquel café era puro laxante. La cafetería (que así osaba llamarse el establecimiento aquel) era más bien de tamaño reducido, de tal manera que la carrera desde la ingesta del nauseabundo líquido al retrete, por hacerse en muy breve espacio de tiempo, no ponía en jaque la dignidad del consumidor, como hacían los camicie nere con los políticos que no eran de su cuerda. Desde aquel día, a ese café de mohatra lo llamamos mis hermanas y yo «café Dulco Laxo».

-En Inglaterra. Hacíamos excursiones a pie por los serenos paisajes de Lake District el chico con quien salía por aquel entonces, Trevor, y yo misma. Una tarde hicimos un alto en una granjita donde vendían artesanía y daban infusiones. Pedimos café. Nos dieron un mejunje de bruja de Goya elaborado, sin duda, a base de cortezas de roble, haya y fresno, que son los árboles más abundantes en aquellos parajes. Trevor lo bebió entero sin rechistar. Creo que, aunque nunca se lo preguntara pues temía la respuesta que me diera, creo que incluso le agradó. «Fue desde aquel día que me dispuse a quererla», nos dice el navarro don José a propósito de Carmen, la gitana, en el relato de Mérimée. Fue desde aquel día, escribo yo, que me dispuse a detestarlo. De verdad. Para mí había dado la ínfima medida de cuanto era. Me vino a la memoria aquel legionario británico del célebre «Astérix legionario» que se regala, arrebañando incluso el plato, con el infame rancho de la tropa y luego, con ansia, reclama más. Al volver ambos, Trevor y una servidora, de Cumbria a Londres, nos separamos y nunca más quise volver a verle y nunca más le vi.

-En Grecia. Mi amiga gerundense Núria, pariente lejana de Josep Pla, y yo misma habíamos alquilado un coche y conducíamos por el Peloponeso, parando donde se nos antojara. Un buen día, decidimos detenernos en un pueblecito cuyo nombre he olvidado. Entramos en un café, todo él de madera, posiblemente exactamente igual que cuando se abriera tras la expulsión del turco aleve. Pedimos un café a la griega (si se pide a la turca, que es lo que es realmente, se enfadan y mucho los helenos). Entre el humo de los cigarrillos negros tipo Ideales o «caldo de gallina» de los mozos que allí estaban bebiendo y jugando a las cartas con puerta y ventanas cerradas, las miradas con que nos asaetaban (mi amiga Núria es extremadamente bella y de rasgados ojos color del ámbar) esos paletos que, sin atemorizarnos ni por asomo, sí nos violentaban e incomodaban, pero sobre todo porque el café aquel era como cieno, se me puso un mal cuerpo tal que rogué a Núria pagara ella pues si yo no salía pronto de aquel lugar cerrado y ahumado a la plaza fresca y despejada, creo que hubiera vomitado. Núria pagó ¡seis euros! por aquella ponzoña. Bien está que el cantinero quisiera tomar cumplida venganza del turco aleve, pero nosotras, pobres españolas que no éramos de esa guerra, ¿qué le habíamos hecho?

-Polonia. Lucyna y su hermana Ola, en coche me enseñaban Polonia. Lucyna y Ola son unas guasonas tremendas y esta vez me tocaba a mí ser la víctima de sus chanzas. En una aldea paramos a tomar el, según me dijeron, «típico café polaco», y me lo alabaron mucho. Yo, la verdad, desconfié pues, rigiéndome por lo basto de la gastronomía polaca, hube de colegir que el café no podía ser más que malo o muy malo. Sí, por cómo había comido hasta la fecha, tan sólo podía deducir que aquel café sería bronco y casi tartárico; decidí pues armarme de valor y apretarme bien los machos como un Nicanor Villalta. Felizmente estaba prevenida y aquello no me tumbó, pero mi mohín debió de ser tal que Lucyna, Ola ¡y hasta la camarera! se desgonzaban literalmente de la risa.

Café, creo que el mejor café solo que he tomado en toda España ha sido el de la cafetería Estay, un establecimiento de campanillas en la calle Hermosilla, tan bueno como el mejor de los itálicos. Café, amigo bueno. En cuanto que acabe estas líneas, como que hay Dios, que me tomo uno.

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