La vanguardia animalista (Carmen Cereña)

He leído en la prensa que en la Comunidad Autónoma de Cataluña se pretende prohibir la presencia de animales en el circo. Desde luego lo de los nacionalistas es prohibir. Para evitarles la tortura a manos de un verdugo sádico se legisló la interdicción de los toros. Ahora, para evitarles la explotación y la degradación, hay que impedir que elefantes, tigres, leones, osos, focas, monos, perros y caballos participen en los números circenses. Esta prohibición les llevará algo más de tiempo pues no siendo algo específicamente español o hispano ni el circo ni sus animales, no hay por qué darse tanta prisa.

Y está, se nos dice, el magnífico ejemplo del Circo del Sol que triunfa en todo el mundo y que no exhibe nunca ni un solo bicho. Ahí reside el problema: en que tanto Circo del Sol como prohibicionistas son rematadamente cursis y no saben exactamente lo que es el circo. El circo, en su desarrollo, es teatro de variedades puesto que no cuenta una historia, rehúye todo intelectualismo y aspira a ser tremendamente vital y desprovisto, como género, de todo amaneramiento. Por todo ello el teatro de variedades fue tan celebrado por Marinetti y los futuristas fascistas. El Circo del Sol, sin embargo, aspira a contar una historia de principio a fin, traicionando -superando, dirán ellos- la sucesión lineal y la yuxtaposición de números independientes los unos de los otros. Y con el agravante de que sus guionistas desarrollan torpemente un argumento de por sí insustancial y tan azucarado que es un puro jarabe estomagante. El Circo del Sol es intelectualoide y sentimental, siempre edulcorado cuando precisamente la bello del circo lo constituye su carácter enormemente popular e incluso algo bronco. Y no sólo no es vital, sino que por el contrario se muestra anémico y lleno de dengues y de remilgos como gazmoña damisela. ¿Que sus artistas son unos profesionales como la copa de un pino? Sí, cómo negarlo, pero eso es otro cantar, que aquí no hace al caso.

Bien cierto es que para algunos de los animales circenses, el circo no es precisamente Bizancio. Recuerdo vívidamente cómo, siendo yo niña, un circo ambulante se anunciaba por toda Córdoba paseando dentro de una jaula un enorme tigre desmazalado y tristísimo. Si en el célebre episodio en que el ingenioso hidalgo trocó su nombre de Caballero de la Triste Figura por el de Caballero de los Leones, el rey de la selva no ataca a don Quijote sino que se limita a bostezar y luego le da la espalda, es porque la cautividad lo ha desnaturalizado, ha hecho de él una sombra de león.  Bien cierto es que la prisión impuesta al animal salvaje lo rebaja. A pesar de ello, qué emoción, sobre todo para el niño, contemplar bestias salvajes rugiendo a dos metros de sus narices y plegándose a la voluntad del domador o de la domadora. ¡Y qué próximo se siente un crío al animal! Sólo si un adulto moralista y moralizante adoctrina al niño, sólo entonces el niño rechazará el número de los leones o los tigres. Cosa distinta es que el adulto bienintencionado -y no hay ironía alguna en el adjetivo empleado- considere a la luz de la razón que el animal tiene unos derechos y le resulte vejatoria la actividad que ha de desarrollar entre las rejas frente al público. Otro tanto puede decirse del antitaurino razonable. Sus argumentos llevan parte de razón, si bien sólo contemplen parte de la cuestión, obviando consideraciones no sólo artísticas sino rituales, mágicas y religiosas en el sentido más lato del término, y por tanto pequen de miopía. En cualquier caso son absolutamente respetables.

En un relato de la Pardo Bazán, una señorita, solitaria, inabordable por zahareña, y un tanto extravagante, da en enamorarse de un león de circo. Una tarde se produce la tragedia: en la función aquel león mata a su domador. Y ella aplaude. Hay mujeres y hombres que también se congratulan de que el toro coja e incluso eventualmente mate al torero y con ello no quiero decir que todos los antitaurinos sean de esta laya ni mucho menos.

Nadie, que yo sepa, eleva su voz contra la doma de delfines y los espectáculos que protagonizan, a pesar de ser el delfín, de partida, animal salvaje y, no obstante, vivir en la cautividad de acuarios y zoológicos. ¡Se le ve tan ufano, tan pimpante, tan pletórico de alegría y confianza en sí mismo! Sin embargo, por qué no, se le está humillando. El león salta por el aro y el delfín también.

Todo cambia, creo, al considerar los animales domesticados por el hombre. En primer lugar, el elefante. Nunca he visto uno africano en un circo. El artista es el asiático, poderosísima bestia de carga en el Sureste de aquel continente. Es indudable que el paquidermo circense vive bastante mejor que su congénere que arrastra y empuja colosales troncos de árboles en la jungla. Aníbal cruzó los Alpes a lomos de altísimos y ponderosos elefantes africanos con la intención de someter a Roma. Habría que borrarle de los libros de texto de Historia. Le castigó dios en su soberbia dando la victoria final a los romanos que sólo domesticaron caballos. Sí, lo castigó Dios por explotador de elefantes y Roma emitió el fatal veredicto de «Cartago delenda est».

Qué emoción no sentiría yo de niña al ver los elefantes y los leones, tan enormes unos, tan bellos otros. No sólo no los despreciaba sino que, muy por el contrario, los reconocía superiores a todo ser humano, ya se tratase de mi padre, de mi madre, de mi hermana mayor o de Lanzarote del Lago. Es cuanto siento aún de adulta en una plaza de toros: la apabullante superioridad de la Naturaleza frente a nosotros, hombres y mujeres, animales dotados a la vez de racionalidad e irracionalidad. Y aplaudimos al Padre Toro que es un ascua de Sol incandescente.

El caballo tira aún de simones y turísticos coches de paseo en nuestras ciudades andaluzas y también, por ejemplo, en Roma. Practicamos equitación. Es deporte olímpico. A caballo va el mayoral por los predios. A caballo se lleva a cabo el acoso y derribo. A caballo se caza. A caballo se juega al polo, tan de moda últimamente. Y nadie clama contra ello (contra la caza, sí, no obstante). Justo es pues que también el caballo participe activamente, con su elegancia y velocidad, en el circo. Écuyères, cosacos, indios, tártaros, gitanos, girando vertiginosamente en la pista, sin trampas ni cartón, arriesgando el pellejo en los saltos y en la carrera… y ¿quién no recuerda las cautivadoras amazonas de Toulouse-Lautrec?

¿Y la cabra? Esmeralda, gitanilla en París, baila con su cabra Djali. Porque la tiene amaestrada se la acusa de bruja. ¿Qué sería de Esmeralda sin su cabra? ¿Qué será de los domadores cuando les quiten sus animales? ¿Qué pensarán cuando oyen y leen que hay ya ciento treinta y tres municipios en España que rechazan la utilización de animales en el circo y que, por tanto, los quieren enviar al paro y a la porra?

Los gitanos que toquen la trompeta cuanto quieran, pero sin cabra. Que la Legión desfile chula y marcial, pero sin su carnero.

¿Y el mono, tan humano, ya sea el minúsculo tití, ya sea el capuchino, ya sea el grandote chimpancé? En «El circo» de Charlot, una película que encandila a todos los públicos y a todas las edades, que hace reír como ninguna, es memorable aquella secuencia en que Charlot, impostor equilibrista, ha de recorrer de cabo a rabo la cuerda bajo la cual se abre el abismo, asediado como se encuentra por más de seis monitos traviesos que se le suben a la cabeza y llegan a morderle la nariz. No creo que el mono sea infeliz en el circo. Mi cuñada Rosa, que vivió su infancia en el África negra como hija que era de un médico de la OMS, tenía un monito, el monito Lechuzo. Me cuenta sus trastadas, sus añagazas, sus números de fenomenal funámbulo y aún río, al cabo de tantos años.

El chimpancé es un mono de gran envergadura, sin llegar a ser el orangután o el gorila. «El planeta de los simios», quizá, nos lo haya hecho temer y aborrecer. En el circo, sin embargo, muestra su faceta más humana, haciéndonos reír. ¿Que lo disfrazan ridículamente? No creo que sufra mucho por ello, la verdad. Todas las damas cursis llevan a sus chihuahuas, yorkshires y king charles ataviados como señoritas remilgadas. También el payaso se disfraza para mejor hacernos reír. ¿Que el clown se ridiculiza a sí mismo por voluntad propia, mientras que al mono no se le da la opción? Sí, cómo disentir, pero también cómo no ver que el mono nunca decidirá por sí mismo.

¿Y el perro? Recuerdo aún la expectante ansiedad con que asistía a esos partidos de fútbol con globo en lugar de balón, que enfrentaba a los bóxers del Córdoba con los bóxers del Madrid e impepinablemente, como en la realidad, ganaba siempre el Madrid. Estoy convencida de que los perros disfrutaban.

Los caniches caminaban sobre los cuartos traseros, repulidos y sensuales, sofisticados como personajes de una película de Visconti. Estoy convencida de que sus amos, los artistas, se los estiman casi como a hijos y les prodigan mil y una atenciones.

Los cazadores que ahorcan a sus galgos viejos; los cazadores que, sin llegar a estrangularlos, los cuelgan dejando que sus patas de atrás rocen apenas la tierra para que vayan muriendo de hambre, de sed, de asco y de incredulidad ante la mayor de las ingratitudes; los monos que los iraníes de la dictadura teocrática lanzan al espacio -la otra opción sería que enviaran a una mujer-; el can de «Él nunca lo haría», perplejo y vacío en su abandono; el toro de la Vega cobardemente alanceado en Tordesillas; el asno de Villanueva de la Vera cuya suerte, creo, cambió a raíz de una sabia, discreta y eficaz visita de la Reina Sofía; la cabra despeñada desde el campanario; los gallos colgados boca abajo en la plaza mayor de la Alberca para que los mozos, a galope, les arranquen de cuajo la cabeza desde sus monturas, tal como nos narra Buñuel en «Las Hurdes, tierra sin pan»… Basta así. Ojalá que ocurra cómo ocurriera a San Juan Hospitalario, extremadamente cruel con los animales hasta que un ciervo, símbolo de Cristo, lo maldijera y así trocara su vida sanguinaria por la difícil senda de la santidad.

El circo es otra cosa. Ramón, en su libro «El circo», dice de éste que es lugar edénico. Por su luz tamizada, como lo era el Paraíso bajo los grandes árboles en la hora de la siesta.; por la proximidad entre el hombre y el animal, siendo éste siempre amistoso y sereno, tan apacible como bonancible es la meteorología paradisíaca; y, consecuencia de lo anterior, por lo ligeros de ropa que andan siempre los artistas, casi tan desnudos como nuestros primeros padres.

Ni toros, ni animales circenses. ¿Cuál será la próxima prohibición en este mundo cada vez más clónico, más plano y más asaúra?

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