El cuarto mandamiento (Carmen Cereña)

Honra a su padre y a su madre quien los ama, reverencia y obedece… como Jesús amó y obedeció a la Virgen María y a San José… debemos también honrar a los mayores en edad, dignidad y gobierno (Catecismo de la doctrina cristiana)

He leído en la prensa que el ministro nipón de Hacienda ha invitado, incluso quizá instado, a los viejos de su país a morirse. Son demasiado onerosos para las arcas públicas.

Cuando yo era niña, en mi Córdoba natal, mi padre, militar de carrera, tuvo como chófer durante un año largo a un recluta del barrio de Chamberí, en Madrid, nacido según contaba con orgullo en la calle Sandoval. Se llamaba Braulio. Era muy bromista (de un «humor bonito», como decía él mismo) y muy cariñoso con mis hermanas y conmigo; y siempre, el pobre, procuraba traernos algún caramelo o alguna gollería, dentro de los muy estrechos límites de su economía. Mi padre, con frecuencia, deseoso de oír sus chanzas y chascarrillos lo invitaba a subir a casa y le ofrecía un refresco, un vino, una cerveza o una caña de buena manzanilla de nuestra tierra andaluza con alguna tapa o golosina, que él siempre agradecía. Recuerdo cómo nos contó una vez que sus padres, también de la calle Sandoval, dos castizos, tenían más de ochenta y ocho años ambos y que estaban para el arrastre. Adoptando entonces una irónica perspectiva inhumanamente utilitarista, afirmaba que como los viejos no trabajan ya, pero comen y gastan en luz y agua, y son por tanto una carga superflua para las familias y para el Estado, había que soltar lastre matándolos a todos y que «muerto el perro, se acabó la rabia» y «todos tan contentos»: las arcas públicas se verían así aligeradas de gastos superfluos, las familias quedarían libres de sus pesos muertos, siendo además así los propios viejos los más favorecidos por quedar exonerados ya de sus alifafes, reúmas («reomas», como decía el propio Braulio), artrosis y de esa enfermedad crónica que va siempre a más y que se llama vejez. Y «a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga».

Mi madre, mi padre y mi hermana mayor sonreían divertidos. Yo, debido a mi corta edad, ajena a toda ironía, estaba escandalizada. ¡Cómo Braulio, siendo tan cariñoso y tan amable, tan simpático, podía abrigar tales pensamientos y declararlos así, con tan brutal cinismo! El colmo fue cuando mi padre, fingiendo seriedad, le dijo que siempre podía contar con su pistola reglamentaria para «cargárselos», que estaba a su permanente disposición. ¡Qué monstruo! Mi hermana, entonces, la primogénita, volvía su rostro hacia mí y con su mirada parecía querer decirme «¡qué boba eres, niña!»

Ignoro si el ministro del Imperio del Sol Naciente habrá visto «La balada del Narayama», de su compatriota Shohei Imamura, pero en cualquier caso parece impregnado de las secuencias e imágenes que allí se recrean. En esta película que narra las muy duras condiciones de vida de una aldea japonesa, una vieja se avergüenza de que, a pesar de su avanzada edad, posea aún todos sus dientes. Ella es consciente de que su tiempo ha pasado ya, de que es un estorbo y ansía que sus familiares, como es tradición, la trasladen al monte Narayama donde, sola, morirá de hambre y frío. Mas su lozana dentadura la retiene en el mundo de los vivos, de los que trabajan penosamente para llevarse algo al estómago; y así, golpeándoselos con una piedra, acabará por quebrárselos. Una boca menos que alimentar. Se ve que a la vieja la habían ganado las tesis de Braulio, quien, por otra parte, haría un excelente secretario de Estado en el gobierno japonés.

Al parecer, según he leído, ya en Atapuerca se cuidaba altruistamente de enfermos y viejos. Ya se daban la piedad y la caridad para con el débil. «Honrarás a tu padre y a tu madre». En una perspectiva cínica, el cuarto mandamiento de la Ley de Dios es una hábil estratagema por parte del menguado para obligar moralmente al fuerte a protegerlo y ampararlo, a prodigarle atenciones mientras viva. Es curioso que a Nietzsche, tan dado a interpretaciones en estos términos y a despotricar contra la religión, no se le hubiera ocurrido… El mandamiento en cuestión representa un seguro de vida para el futuro, para cuando el que es todavía joven o maduro desemboque en las ásperas orillas de la vejez; es un plan de pensiones previsor, madrugador, grabado en el frontispicio del templo de la cultura y a fuego en nuestro inconsciente.

Cyrano de Bergerac, el escritor (no el homónimo personaje de Rostand), movido por su inteligentísimo y crítico ánimo de poner en tela de juicio todo cuanto la costumbre nos hace percibir como natural y por tanto inmodificable, en su «Estados e Imperio de la Luna», concibe una sociedad al revés en que es el joven quien manda, mientras que el viejo obedece. Argumenta que la energía, la decisión. el espíritu emprendedor corresponden al joven y que por tanto el respeto se le debe a él; el viejo, por el contrario, mermado y desmedrado, anquilosado y entumecido, tan sólo es capaz de actos timoratos y repetitivos que nos alejan del progreso. Tanto que, en un momento determinado del relato, exasperado ante las majaderías de su anciano padre, un hijo le suministrará horrísona bofetada.

La tradición consagra a la ancianidad identificándola a la sabiduría. Consejo de Sabios, Consejo de Ancianos. En su «libertinaje» intelectual, el osado Cyrano se mofa de toda idea recibida y preconcebida que la razón no haya analizado y ponderado.

En cualquier caso, en el mundo animal, el viejo ejemplar sucumbe en total soledad; en el hombre primitivo, obligado a desplazarse en pos de la caza y sujeto por tanto al nomadismo, siempre expuesto a la falta de alimentos, qué duda cabe que el viejo es una carga. El cuarto mandamiento representa una humanización de la existencia, de la misma manera que lo es la ley del Talión por poner límites precisos a la venganza. Quizá tan sólo una sociedad sedentaria y agrícola pueda cumplir y hacer observar ese «honra a tu padre y a tu madre». Si consideramos que el Antiguo Testamento constituye el testimonio y la sanción literaria del paso de una sociedad de pastores nómadas a otra de tipo agrícola y de residencia fija en la «Tierra Prometida», no cabría extrañarse ante la formulación de ese cuarto mandamiento, que se hace así posible.

No es cuestión baladí que tras ese «padre» venga la «madre». Teniendo en cuenta cómo la Historia y las sociedades nos han solido tratar a las mujeres, el hecho de que en la consideración de la progenitura y sus derechos, se ponga en pie de igualdad a los dos sexos, no deja de ser algo digno de admiración, de aprecio y deudor de profundo agradecimiento.

A pesar de todo, la relación padres – hijos es de una gran ambivalencia, como siempre ocurre en los afectos muy fuertes y sobre todo en los que se generan en la infancia (que, por otra parte, informarán luego a todos los adquiridos posteriormente), desde el vientre materno, podríamos decir. Quien conozca el mundo del inconsciente, sabe de lo difícil y erizado de toda relación afectiva familiar. Respecto a los padres, el odio, junto al amor, hace acto de presencia. El Súper-yo, revestido de moral, religión y deberes, reprime toda emoción de rechazo y de agresión hacia los padres, disociándola, sepultándola en el inconsciente junto con todo lo inconfesable y pecaminoso que anide en nuestra vida psíquica, dando lugar a los fantasmas, los síntomas, las somatizaciones, la desazón, junto a lo contradictorio, absurdo e irracional de nuestras conductas. Y es que todo avance moral y civilizatorio supone una profundización en ese «malestar de la cultura», que tan magistralmente denunciara el viejo Freud.

«Los viejecitos son una lata». Creo que así se titulaba una comedia de Álvaro de Laiglesia. El título, desde el punto de vista psicoanalítico, representaría toda una liberación, a través de la risa, de una contradicción y de una represión psíquica. El arma cómica es, paradójicamente, venganza civilizada y cultural del primitivo y del niño narcisista que todos llevamos dentro, contra la opresión que tanto filogenética como ontogenéticamente ejercen la educación, la vida social y el progreso moral.

Porque «los viejecitos son una lata», Alphonse Daudet, en sus «Cartas desde mi molino», siente como un auténtico engorro la visita que, por compromiso, ha de hacer a los abuelos (o ancianos padres, ya no recuerdo bien) de un amigo suyo. Acude a regañadientes, rezongando y arrastrando los pies; sin embargo, descubrirá una pareja de ancianos tan tierna, tan afectuosa, tan inocente y tan agradecida que todo su enojo por anticipado se trocará en alegría por haberlos conocido, y bendecirá a su amigo por haberle felizmente forzado a conocerlos. Creo que es una de las páginas más bellas, más líricas y más humanas, e incluso optimistas, de cuanto se haya escrito sobre los viejos.

«Les vieux» (Los viejos), de Jacques Brel, es también muy conmovedora canción. El estribillo recrea el reloj de péndulo que ronronea en el salón y que constantemente les dice a los viejos, como agorero recordatorio, que «os espero». Y todos sabemos que el reloj es el Tiempo, inexorable, y que el péndulo no es otra cosa que la guadaña que siega las vidas. Todo viejo, ya sea Creso u Onassis, es pobre por el simple hecho de ser viejo. Todo viejo, ya viva en París o en Nueva York, queda condenado a vivir en la más provinciana de las atmósferas, pues a los más golosos estímulos no puede dar ya respuesta adecuada y todo se le hace inalcanzable. Y así «Aun ricos, son pobres. / Aun viviendo en París, viven todos en provincias / cuando se vive demasiado tiempo». Todo viejo asiste a la progresiva mengua y encogimiento vitales, así como al constante deterioro de sus facultades, y su campo de acción y su mundo tórnanse cada vez más ridículamente restringidos. «De la cama a la ventana, luego de la cama al sillón y luego de la cama a la cama». La vida, el impulso vital, las reacciones corporales, las sacudidas intelectuales se van alejando cada vez más, la vida se les escapa tan aprisa como finísima y célere arena entre los dedos. «Los viejos ya no sueñan, sus libros se adormecen, / el gatito murió, el moscatel del domingo no hace que canten ya. / Su mundo es demasiado pequeño». Faltos de fuerza y de energía, la poca vida que aún les resta, pesa lo indecible y todo se vuelve exasperadamente lento, desesperadamente al ralenti.

Y al final el estribillo se dirige no ya sólo al viejo, sino a todos nosotros, que también seremos viejos, y no dice ya que os espera, sino que nos espera.

¿Obedecen a un conjuro esos discursos que proclaman la belleza serena de la vejez, lo pausado de sus tempos, el reposo de la memoria, la vida que profundiza los recuerdos y un larguísimo etcétera de embustes bienintencionados? Puro mecanismo de defensa, pura racionalización. «Murió la bestia», proclama con alivio Borges; pero es que la «bestia» es la vida.

No, seamos sinceros: la juventud es bella; la vejez es fealdad.

La vejez es sobre todo profunda humillación.

En su celebérrimo monólogo, Hamlet considera que es «el horror de poder hallar un algo tras de la muerte» el que necesariamente aturde y detiene el brazo amigo del suicidio, dejándonos así reducidos a resignarnos ante nuestros males, uno de los cuales, claro está, no es otro que el de «las lacerantes burlas del tiempo».

«La bella armera», de François Villon, se lamenta al confrontar su lozanía de antaño, que nada le devolverá ya, con su decrepitud actual. Y así desgrana el ubi sunt de sus virtudes físicas cuando era moza (frente pulida, blondos cabellos, hombros donosos, pequeños pechos, caderas carnosas y altas, muslos firmes que encierran el jardín secreto), a las que contrapone la ruina actual (frente arrugada, cabellos canosos, mirada apagada, orejas colgantes, chepa, tetas y caderas retraídas, muslitos mermados y en cuanto al jardín secreto… ¡mejor ni nombrarlo ya!). Y, ganada también a las tesis de Braulio, la vieja de «La balada del Narayama» y el ministro de Hacienda nipón, la que otrora fuera bella, exclamará: «¡Ah!, vejez felona y soberbia, / ¿Por qué tan pronto me abatiste? / ¿Quién me impide que yo misma no me hiera, / y acabe por matarme?»

Incapaces ya de amar, han de vivir el amor vicariamente. Urdidoras de tercerías, son personajes grotescos, despreciables y menospreciados: Trotaconventos y Celestina. O esas alcahuetas diabólicas, corrompidas hasta el tuétano del alma que pululan con sigilo y astucia en los más siniestros caprichos de Goya.

La versión cazurra de estas lamentaciones de «la belle heaumière» de Villon nos la dan esos azulejos chuscos, y en ocasiones chocarreros, que se venden en los bazares turísticos de las ciudades españolas: «La mujer es como el mundo: a los veinte años como África, casi sin explorar; a los treinta, como la India, cálida y misteriosa; a los cuarenta, como América, técnicamente perfecta; a los cincuenta, como Europa, toda una ruina; a los sesenta, como Siberia, se sabe dónde está, pero nadie quiere ir a ella» Y, para evitar la acusación de machismo y completar el cuadro, existe la versión masculina, en que el hombre es comparado a un tren, que a los sesenta años es enviado al depósito de chatarra.

En un largo poema, dedicado a Víctor Hugo, Baudelaire recrea la ruina de esas «petites vieilles» que pueblan París. «Seres singulares, decrépitos, monstruos rotos, jorobados o torcidos… trotan como marionetas; se arrastran como animales heridos, o bailan, sin querer bailar, pobres cascabeles… avergonzadas de existir, sombras anquilosadas, acobardadas, encorvadas, pegadas a la pared; y nadie os saluda ya». No, pues «a vosotras que fuisteis la gracia o la gloria, nadie os reconoce»; y sin embargo «fueron antaño mujeres». Mas ya no lo son. En su expolio la vejez nos roba hasta el sexo. No sólo eso sino que la vejez parece complacerse en jugar a confundir los sexos y así «La mujer barbuda» de Ribera constituye cruelísimo, espantoso y exacerbado ejemplo de ello: la mujer ostenta muy lengua barba y el hombre parece más una vieja que un viejo.

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