Por qué del Bosque es noble
_ ¿Ha asistido a alguna reunión social como marqués de del Bosque?
_ Sólo cuando nos nombró el Rey. Fui a una comida. Y lo de marqués, que se lo agradecí al Rey, sirve como ironía a mucha gente para llamarme «marquesito», y lo dicen con un retintín… Pero qué vamos a hacer.
(La Razón – 4/11/2013)
En España siempre ha apasionado el fútbol y nunca le han hecho sombra otros deportes, como si pudiera darse en cierta medida en el caso del Reino Unido y de Irlanda o en el de Francia, con el rugby; y, para probarlo, remitimos al entusiasmo que siempre ha suscitado, por ejemplo, un Torneo de las Cinco Naciones, hoy en día ampliado a seis con la incorporación de Italia. También podría ser el caso de Grecia con el baloncesto. Por otra parte, el Real Madrid es el club más importante de la Historia. Sin embargo, en lo tocante a las competiciones de selecciones nacionales, nuestro palmarés era más bien magro: un cuarto puesto en el Mundial de Brasil 1950, el del célebre gol de Zarra ante la «Pérfida Albión», glosado y celebrado por Matías Prats, así como un único Campeonato de Europa en 1964, con el gol de la victoria de Marcelino ante la Unión Soviética (o Rusia, como siempre se dijo), en el Bernabéu, en presencia del Jefe del Estado, Francisco Franco. El desfase entre afición por el fútbol en la sociedad española y los éxitos de nuestra selección era demasiado grande y, la verdad, difícil de explicar. Recuerdo al respecto cómo, tan sólo dos años antes de que muriera Franco en 1975, un francés me expresaba su sorpresa ante lo que acabamos de describir. Decía no comprender cómo, con el entusiasmo suscitado por el balón esférico y su práctica casi unánime por niños y jóvenes, España no fuera primera potencia y brillara tanto como un Brasil, una Italia, una Argentina o una Alemania, en lugar de ser potencia media que, por ejemplo, difícilmente pasaba de cuartos en un Campeonato del Mundo y por la que nadie, en su sano juicio, apostaría nunca para, no ya un título, sino tan siquiera una semifinal y menos aún, claro está, una final.
Era también triste ver cómo, en las cuatro últimas décadas del siglo XX, en un contexto de fútbol ya muy internacionalizado, contradiciendo ese entusiasmo generalizado entre la población, se contaban con los dedos de una mano los futbolistas españoles que descollaran internacionalmente y aún menos aquéllos que militaran con todos los honores de figura en algún club extranjero. Tan sólo Luis Suárez, que yo recuerde, brilló en el Inter milanés y, si tampoco aquí voy errado, únicamente Amancio, llamado por ello el «Fifo», jugó en una selección internacional ideal. España contaba con buenos jugadores, excelentes a veces, como, por poner tan sólo dos ejemplos, Gento, en el Madrid, y más tarde Gárate, en el Atleti de Madrid, pero España, sin embargo, no sólo no exportaba, sino que importaba jugadores, a los cuales recibía a bombo y platillo y llenaba de oro. Recuerdo a este respecto cómo el fichaje de Johan Cruyff, por parte del Barcelona, pulverizó todos los récords. Llegaron así a España, amén de numerosísimos argentinos, brasileños y uruguayos, Netzer, Stielike, el propio Cruyff, Krankl, Maradona luego, etc., que venían a reemplazar a los Kopa, Kubala, Puskas, di Stefano, etc. que los precedieron. Hay un chiste de Mingote, datado de 1958, revelador de aquella situación. En un paso de frontera español, por el arco de salida se ve abandonar el país a toreros y bailaoras (también hubieran podido ser obreros españoles, con su boinica, mano de obra barata para Europa); por el arco de entrada van desfilando futbolistas extranjeros. En España, desde luego, no valorábamos lo nuestro, tal y como lo probaban innumerables chistes en que, si bien podíamos salirnos con la nuestra a base de picaresca y de «mucha sal», quedábamos bastante mal parados con la exposición pública de nuestras deficiencias.
Antes de que Miguel Muñoz se hiciera cargo de la selección nacional y, con él, se produjeran buenos resultados, como por ejemplo el subcampeonato europeo de 1984, tras perder en la final ante el anfitrión, Francia (con un vibrante partido clasificatorio entre Alemania y España, de esos que crean afición), antes de Miguel Muñoz, digo, recuerdo las bochornosas andaduras de tres entrenadores nacionales:
- Santamaría, en los mundiales de 1982, celebrados precisamente en España, en que nuestra selección, a duras penas y con ayuda de los árbitros -como queda dicho, éramos país anfitrión- supera la primera fase para quedar eliminada en la siguiente. Al finalizar cada partido, el míster repetía hasta la saciedad que los nuestros «habían sudado la camiseta».
- Kubala, entre 1969 y 1980. Como di Stefano, es un caso de excelente jugador que luego pasa a ser mediocre entrenador. Con él, España nunca ganó nada. España jugaba, bajo su batuta, a empatar. Con eso lo hemos dicho todo.
- Doctor Toba, en 1968, predecesor del anterior. Aún peor. España jugaba a no perder. Por ello Kubala representó un innegable progreso.
Da la impresión en España, y esto al menos desde que tengo uso de razón, de que los clubs llegan a ser más importantes que la propia selección, no sólo por lo que se refiere a las finanzas y a los negocios, sino -siendo esto lo realmente grave- por lo que atañe a los sentimientos de la afición. Qué duda cabe que el gran problema de España, por encima de circunstancias económico-sociales, es la de la desnacionalización progresiva. Regionalismos y nacionalismos son, necesariamente, fuerzas centrífugas. Hace años, antes de que Luis aragonés, el «sabio de Hortaleza» o «Zapatones» como le conocía la afición colchonera debido a su forma de caminar y correr por lo plano de sus pies, tomara las riendas de la selección y España pasara a dominar el fútbol internacional, el diario «El País» preguntaba a una serie de «entendidos», profesionales del fútbol todos ellos, por qué, en su opinión, España no triunfaba como selección cuando parecía tenerlo todo a favor para ello (dinero, gran afición, infraestructuras, calidad de sus jugadores, etc.). Frente a razones retóricas como las expuestas por Valdano u otras cerriles o acríticas o sencillamente simplonas y anodinas, del Bosque argumentaba que la falta de una auténtica conciencia nacional alimentaba la calidad y la adhesión a los distintos clubs de las distintas ciudades, provincias o regiones, mientras lastraba a la selección, ayuna, muy posiblemente, de una verdadera voluntad colectiva. Es cuando menos curioso que precisamente cuando arrecian las exigencias nacionalistas y las desafecciones a España, nuestra selección se alce con la Copa del Mundo (y luego con la de Europa de nuevo, tras la obtenida con Luis Aragonés). La sabiduría y la templanza de del Bosque tendrá mucho que ver con ello.
Recuerdo cómo bajo Franco se decía, en los círculos opuestos al régimen, que el fútbol era el opio del pueblo y que, arrojándonos carnaza futbolística, se nos adormecía e impedía reflexionar y criticar la situación política. La progresía era anti-fútbol. Sin embargo, si se fuera sincero, habría de reconocerse que en esto sí que Franco ha ganado la batalla después de muerto o, si se prefiere, que sus sucesores al frente de España lo han hecho mucho mejor, superando con creces al maestro, y rizando el rizo los nacionalistas con sus clubs que son, no ya sólo selección, sino nación, sustituyendo aquello del partido único por el único club. Nunca olvidaré cómo en la tarde del 23 de febrero de 1982, encendí la radio y ¡estaban dando fútbol! No sólo eso sino que además estaban comentando la Segunda B. Aquello fue aún más triste, si cabe, que el propio acontecimiento del golpe de Estado. Hoy en día, el desapego hacia la casta política es tan grande, la desconfianza tan inmensa y el hastío, esa mezcla de estómago levantado y desesperanza, tan poderosa que, cuando leo los diarios, lo primero que hago es ir a las páginas del fútbol y creo, ¡que me estoy viendo venir!, que acabaré por comprar exclusivamente el «Marca». Desde 1990 no veía un partido de fútbol televisado (fue la final del Mundial Argentina – Alemania, en que se impuso esta última) y, desde 1985, uno en directo, la final de la Copa del Rey que enfrentó a los dos Athletics en el Bernabéu y en que los colchoneros se impusieron a los leones por 2 a 1. Ahora procuro no perderme ninguno de España, aunque sea contra Bielorrusia o incluso Tahití.
Que hoy en España todo va muy mal, es algo tan evidente que no nos detendremos en ello. Que todos, salvo quizá uno o dos sin estrenar aún, nuestros políticos están desprestigiados y que no se espera nada de ellos ni de la «partitocracia» que representan, manipulan a su antojo y conveniencia y parasitan, es algo obvio también. Que todos los personajes públicos españoles chapoteen en la charca mezquina y sucia de la indiferencia o en la ciénaga del desprecio e incluso odio de la ciudadanía, también lo es. Qué poquitos se libran de ello. El más representativo y de mayor nombre es Vicente del Bosque. Es de lo poquísimo que nos queda. Y por ello, por valor intrínseco y por contraste, del Bosque es admirable y queremos admirarlo.
En España, hoy, se juega al fútbol mejor que nadie. España cuenta con jugadores de grandísima calidad y son muchos los que juegan también en clubs extranjeros de postín y en las mejores ligas de Europa. Es más, tengo la impresión de que en colegios, patios y parques, niños y jóvenes juegan mejor que antes, son más técnicos y más cerebrales. Aquello de la «furia española» pasó a mejor vida. Afortunadamente, pues no era más que el consuelo (falaz) del pobre.
Según San Isidoro de Sevilla, «noble» significa «insigne, famoso, célebre, muy conocido o nombrado». Nos dice a su vez don Mariano Madramant, en 1740, en su «Discurso sobre la nobleza de las armas y las letras» que «cuando se iban formando las sociedades civiles, agradecidos los hombres a los que en su obsequio hicieran algún bien político, o extraordinarios servicios en la guerra (el subrayado es nuestro), les correspondieron por lo regular con su respeto y veneración, y los miraron… como Nobles». «Extraordinarios servicios en la guerra»… El etólogo Konrad Lorenz insiste en cómo el deporte en general, y el fútbol en particular, constituyen símbolos y prolongaciones por vías pacíficas, esto es son sustitutivos, de las luchas cruentas y de las guerras. Es más: son, podríamos decir, «sublimaciones» de la guerra. Qué duda cabe que la selección que triunfa en la Copa del Mundo es, en gran medida, como si hubiera ganado la guerra, una guerra, además, absolutamente mundial, a la que no se sustrae ninguna nación puesto que hay una fase clasificatoria que abarca a todos los países de los cinco continentes. Son, por otra parte, numerosos los anuncios publicitarios en que los futbolistas aparecen como guerreros o paladines. Y así el entrenador no podrá ser otro que su general o rey, que hasta Carlos V, inclusive, los monarcas tomaban parte en las batallas y las dirigían; eran «entrenadores-jugadores». Así pues, por sus victorias, a del Bosque se le profesa «respeto y veneración».
Prosigue don Mariano: «Por la experiencia que tenían de su probidad y valor, depositan en ellos su confianza, encargándoles la felicidad común, que consiste principalmente en la buena administración de justicia y en la defensa contra los enemigos de la patria». Porque a del Bosque se le considera «probo» y «valeroso», la sociedad deposita en él su confianza y le encomienda la felicidad común que, en su caso, consistirá en «la defensa contra los enemigos (futbolísticos) de la patria», esto es los rivales en las lides deportivas, trasunto de las marciales. Concluye al respecto Madramant: «Esta celebridad y opinión del pueblo fue el común origen de la nobleza». Y es que la nobleza, en su origen, es «nobleza moral» y ésta «tiene su cuna sólo en la virtud del que la adquiere»; así la nobleza sería, en primera instancia, una virtud personal e intransferible, muy apreciable e inalienable, que, en segunda instancia, desde esa base acomete una acción admirable en beneficio de la colectividad u obtiene un triunfo útil, importante y saturado de emoción para un pueblo entero. El primer noble es ante todo un héroe. No obstante, dicha nobleza heroica o noble heroicidad, para adquirir naturaleza oficial, habrá de ser sancionada explícitamente por la más alta de las autoridades. Como nos señala Madramant, «la nobleza pasa a la clase de civil o política cuando el Príncipe la confirma con expresa gracia y declaración». En definitiva, que el Príncipe no hace más que consagrar al oficializar, otorgando «ejecutoria de nobleza» y recompensando así simbólicamente el mérito o los servicios personales, esto es una virtud y una acción extraordinaria, sustentada en esa virtud, que por sí misma y porque así lo ha percibido el pueblo, eran «nobles». Así define el término la Real Academia: «Preclaro, ilustre, generoso / Principal en cualquier línea, excelente o aventajado en ella / Aplicado a lo irracional e insensible, singular o particular en su especie, o que aventaja a los demás individuos de ella / Honroso, estimable, como contrapuesto a deshonrado y vil». Alfonso X el sabio establece que la nobleza que «nuevamente se gana (lo es) por las virtudes o hechos militares y políticos del que da principio al esplendor de su casa y familia». Así pues la nobleza es siempre, en su primer momento, adquirida y otorgada u «oficializada» por el Príncipe; luego se transmite a los descendientes y por ello se llama «de linaje». «La nobleza heredada se debe a la dicha y a la casualidad; la personal sólo al mérito y a los servicios: el que la adquiere honra a sus ascendientes; el que degenera, los afrenta», asevera Madramant.
El dogma de la Inmaculada Concepción, esto es que María estaba exenta de pecado original, se remonta tan sólo a 1854 y al Papa Pío IX. Sin embargo, desde hacía muchos siglos, y sobre todo en España, esta «singularidad o particularidad», esta excepcionalidad sobrenatural, esta «nobleza» era creencia popular arraigadísima, certeza para las gentes; el Sumo Pontífice no vino más que a sancionarla al «confirmarla con expresa gracia y declaración». El pueblo es siempre el primero. Es aquello de «Voz del pueblo, voz del Cielo». El pueblo necesitaba de la pureza de la Virgen, a quien ha llamado «Purísima». Como reza una letra de «campanilleros»: «Dos pastores corrían pa un árbol / huyendo´e una nube que se alevantó. / Cayó un rayo, a nosotros nos libre / y a uno de ellos lo acarbonizó, / pero al otro no, / que llevaba la estampa y reliquia / de la Virgen Pura de la Concepción». La prez es término muy empleado en el lenguaje medieval y, por ende, en las novelas de caballerías («caballero de alta prez»). Por «prez» se entiende la fama y la consideración que se ganan con una acción gloriosa, que sólo alguien muy virtuoso puede acometer y de la cual salir honroso. «Paladín», «hombre de pro», esto es el íntegro, leal, virtuoso y noble, «de ley» (del latín probus) y también el bravo y denodado, en una sociedad de esencia aristocrático-teocrática como es la medieval, con una división y compartimentado tan rigurosos y rígidos en sólo tres clases, de las cuales queda exenta la burguesía por llegar tarde y no tener ya cabida en el reparto; «de pro» puede serlo tanto el guerrero batallador como el hombre de religión, tanto el que toma una fortaleza al enemigo y al infiel como, por ejemplo, el santo ermitaño que ora y hace ayuno riguroso y orienta las almas de sus semejantes. Corresponde al «preux» de los franceses. Existen distintos tipos de proezas, esto es de acciones heroicas llevadas a cabo por la persona «de pro». La mayor, sin duda, para una persona será la de dar a luz al mismo Dios. Dicha proeza se sustenta sobre otra, la de la humildad, la aceptación y la fe: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». Y dicha proeza, suma, posibilitará proezas menores, como la de salvar la vida al pastor devoto de la Purísima que lleva colgada «la estampa de la Virgen Pura de la Concepción».
¿Qué son beatificaciones y canonizaciones sino ennoblecimientos religiosos, el «pendant» espiritual del ennoblecimiento, que es político? Porque San Saturio, pongo por caso, el de la ermita cantada por Antonio Machado, lleva vida de santo, forma a San Prudencio, obra prodigios y hace milagros, el pueblo de Soria le otorga oficiosamente ejecutoria de santidad; luego, aunque sea con siglos de retraso (pero es que la Iglesia, al trabajar para la eternidad, nunca tiene prisa), vendrá la oficialización de esa santidad por parte de Roma e incluso San Saturio se convertirá en patrón de la ciudad y dará nombre a unas excelentes yemas y a un pastel que, imagino, estará también buenísimo.
Hoy en día en que en Europa se ha ahuyentado el fantasma de la guerra, los triunfos y desfiles de la Victoria corresponden a victorias deportivas, ya sean éstas de clubs o de selecciones. El pueblo aclama a los soldados-deportistas victoriosos, quienes desfilan por las vías principales, para ser luego recibidos por las autoridades civiles e incluso luego por las religiosas con motivo de la ofrenda y acción de gracias a la divinidad, ya sea ésta local o nacional. En Roma, el general victorioso era vitoreado por el pueblo entusiasta y recibido con toda la pompa requerida por la nobleza y el Senado. Como esos triunfos podían encender en el corazón del vencedor así aclamado la vanidad rayana en el ensoberbecimiento, para impedir su endiosamiento, al pie del carro triunfal iba un esclavo representándole la condición humana, sujeta al decaimiento, la corrupción y la desaparición, así como la caprichosa inconstancia de la mudable fortuna. Que ese esclavo, el vencido, el desheredado de la fortuna, el humillado, le inspire la modestia.
¿Quién posee un palmarés como el de Vicente del Bosque, con un Mundial y una Eurocopa de selecciones nacionales y, ya en competiciones de clubs, una Copa Intercontinental, una Supercopa de Europa, dos Ligas de Campeones («Champions»), dos Supercopas de Europa y dos Ligas españolas? Y, a pesar de ello, don Vicente sigue siendo la modestia misma. ¿Por qué? En parte, creo yo, porque en sus triunfos siempre está presente su hijo Álvaro, afectado del síndrome de Down, y Álvaro es, a guisa de símbolo barroco como esas calaveras que adornan los antros de santos y santas penitentes, permanente recordatorio de la fragilidad de la gloria, del carácter voluble y veleidoso de la diosa Fortuna, de nuestra, en definitiva y a la postre, miserable condición y de que todo habrá de pasar. Como reza la letra de una célebre saeta: «Toítas las mares tienen penas…» Nosotros añadimos: «… y los pares también».
En la perspectiva personalista de la personalidad, resultaría claro que si Vicente del Bosque es como es, se deba ello a sus características intrínsecas, independientemente de sus circunstancias vitales y de las situaciones y vicisitudes personales, sociales y políticas que le hayan tocado vivir o en las que se haya hallado inmerso. En la perspectiva situacionista de la personalidad, sin embargo, serían las circunstancias, las situaciones vitales, quienes hubieran conformado su patrón de reacciones, respuestas y conducta. Ahora bien, esto de situacionismo versus personalismo recuerda en parte a la dicotomía platonicismo – aristotelismo, con el filósofo atleta señalando con el índice hacia arriba y el peripatético, al revés, mostrando el suelo o la tierra, tal y como los representa Rafael en el célebre fresco «La escuela de Atenas» de las Estancias Vaticanas. Más aún, nos lleva a la evocación del chiste aquel en que un estudiante que ha estudiado poco y sabe aún menos, se presenta al examen de filosofía con dos enormes pilas de libros sobre cada palma de la mano; a cada pregunta que se le hace, contesta que, «según los platónicos» y señala con la cabeza los libros de la izquierda, es «tal cosa», pero que «según los aristotélicos» y señala con el mentón los de la derecha es «tal otra». Cuando se harta ya el catedrático, le espeta que «lo que pasa es que usted no tiene ni idea», a lo cual responde el estudiante: «En eso están de acuerdo tanto los platónicos como los aristotélicos».
Con todo ello quería decir que, si bien el temperamento de del Bosque sea indudablemente el del flemático y entre sus características se halle la santa paciencia y el no encalabrinarse, el del sosiego y la templanza y, aunque entre sus virtudes «naturales» se cuente la de la modestia, ajena a endiosamientos, vanidades y excentricidades egocéntricas, no es menos cierto que la realidad informa y forma (o deforma) nuestra personalidad. Del Bosque sabe no sólo que en cualquier momento se puede fracasar, sino además que el fracaso puede presentarse inmediatamente después del triunfo como bien nos advierte el dicho de «Pan para hoy, hambre para mañana», que algunas victorias, por pírricas, llegan a ser derrotas y que el ejemplo de Aníbal no es el único en la Historia; además, que incluso triunfando, la memoria es flaca, las personas somos injustas e irracionales y que la apariencia es lo que más cuenta en nuestra sociedad de mercadotecnia, consumo rápido, escándalo y bulimia de noticias tontas. De ahí que a del Bosque no le renueve el contrato Florentino Pérez, un hombre de negocios obsesionado con la «imagen», tiranía hodierna, y la «beautiful people» pues, a pesar de la lealtad y en especial de los inmejorables resultados obtenidos por el Madrid bajo su batuta, del Bosque le resulta demasiado «de casa», cazurro, feo y viejo (representa del Bosque más edad de la que realmente tiene), con un cráneo demasiado a la vista; es además muy serio, sesgo incluso, ¡si casi parece un retrato del Greco!, amén de formal, honrado, buen burgués, conciliador, razonable, trabajador… Hay que echarle y sustituirle por alguien con un ego descomunal, que proporcione titulares, creando conflictos, encizañando, un «mediático» en definitiva, a la manera de una Miley Cyrus o de un Nicolás Maduro.
Porque Mario, igual que el historiador Salustio, quien narrara sus avatares políticos y militares, es de origen humilde, se queja de cuán injustamente pueden llegar a comportarse los que se atribuyen la nobleza a sí mismos por la virtud ajena, la de sus antepasados, esto es la nobleza heredada, negándosela a él, merecedor como es de ella por su propia virtud. La «nobleza heredada», en el caso de don Florentino Pérez tiene un nombre: fortuna personal o riqueza. Los «florentinos» constituyen la «nobleza de linaje» actual. En «Jugurtha», de Salustio, se lamenta así Mario: «Desprecian en mí la falta de nobleza; yo en ellos la sobra de flojedad. A mí se me echa en cara mi nacimiento; a ellos sus maldades. Bien que, según entiendo, la calidad es una y general en todos y el que tiene más valor, ése es el más noble… Si tienen pues razón para despreciarme a mí, desprecien también a sus antepasados, cuya nobleza, así como la mía, comenzó en ellos por su valor. Si me envidian el honor que tengo, envidien también mis trabajos, mi conducta y los peligros en que me he visto, pues por tales medios lo he adquirido…puedo referir mis hazañas… Ved, pues, cuán injustos son los que se atribuyen ellos a sí por la virtud ajena, no quieren concedérmelo a mí por la propia». Claro está que luego Mario acabará bastante mal, víctima de su ambición, su envidia, sus malas artes y su violencia, pero eso ya es harina de otro costal. «El destino del hombre es su carácter», según nos dice Heráclito. El carácter, frente al temperamento que depende de nuestra disposición orgánica y de nuestro aparato o sistema endocrino, resulta de una decisión o de una formación psíquica, y el de del Bosque, siendo como es cabal, no dará nunca en esos excesos.
Otra «situación» vital de del Bosque que es también un revés y que asimismo, posiblemente, le haya enseñado a no engreírse, sea la de su paso por el Besiktas de Estambul. El 27 de enero del 2005, después de que le «echaran» del Madrid y antes de que se hiciera cargo de la selección nacional, tras ocho meses como entrenador del equipo turco, del Bosque fue relevado en el cargo. El Besiktas no sólo fue eliminado de la Copa Uefa, sino además del campeonato de Copa de Turquía y se hallaba ya a catorce puntos de distancia del primer clasificado en la Liga. Tras los triunfos sonados con el Madrid, del Bosque recibía un jarro de agua fría en Constantinopla. Yo creo que ese fracaso se debió no tanto a errores técnicos o falta de conocimientos futbolísticos -la cosa resulta bastante obvia-, sino sobre todo a lo que podríamos llamar carácter «reciamente local» de nuestro personaje y que explica en parte la desairada decisión de Florentino Pérez. Vicente del Bosque pertenece a una generación de españoles que todavía no sale fuera, que es pobre y bastante provinciana, que no habla idiomas, que se siente a disgusto y fuera de lugar en tierras extrañas. Guardiola, en esta perspectiva, sería todo lo contrario, perteneciente ya a una España que ha cambiado mucho, plenamente integrada en Europa, que va al extranjero, que procura hablar idiomas, que tiene labia y que, habiendo aprendido de los otros países, ha asimilado la importancia de la «imagen» y sabe venderse.
No, del Bosque es de una hornada que sólo puede desenvolverse en España. Obtiene triunfos internacionales, los más encumbrados, los más importantes, sí, pero trabajando en casa y desde casa, en un contexto, en un ambiente, en una realidad tozuda y genuinamente españolas. Posiblemente el fracaso de del Bosque , allí en Turquía, se debiera a falta de sentido práctico a la hora de aplicar conocimientos y conceptos en tierras forañas. Florentino Pérez lo tacharía de «paleto» y Florentino Pérez requiere de «internacionalidad» al máximo, si bien luego -y hasta ahora, al menos- en el pecado haya llevado siempre la penitencia y, a este respecto, recuerdo unas declaraciones de Beckham en que afirmaba que le «gustaría ganar algo con el Madrid». Para justificar y argumentar la salida del club de del Bosque, Florentino dijo: «Cada técnico tiene su librillo. Del bosque tiene uno más bien clásico. Es muy tradicional. Buscaremos algo más moderno». Son palabras rezumantes de desprecio y eso que empleó «técnico» en lugar de «maestrillo», sin atenerse a la ortodoxia formal del refrán. Resulta claro que nunca se hubiera atrevido a usar esos términos para describir, pongamos por caso, a un Mourinho o a un Ancelotti, a pesar de no poder presentar unos CVs tan ricos cuantitativa y cualitativamente. Es el lenguaje que emplea el mundo -y no olvidemos que el Diablo es el Príncipe del Mundo- a la hora de juzgar la disciplina, la laboriosidad y la virtud.
Creo que del Bosque y Guardiola sean en este sentido antitéticos, no tanto por características personales, sino por ser ambos productos o reflejos de dos Españas, histórica y socialmente, distintas. Ya es significativo que Guardiola, tras dejar el Barcelona como jugador, militara en el extranjero (en el Brescia, la Roma y Qatar), mientras que del Bosque colgara las botas dentro del Madrid y permaneciera dentro del club, en labores técnicas. Posiblemente le resultara estrambótica cualquier otra posibilidad. Guardiola triunfa, inigualable e inmejorable, en el banquillo del Barça y luego se concede un año sabático. Marcha a Nueva York. Eso del «año sabático» resulta muy moderno y reciente. En la España de la infancia y juventud de don Vicente, no se concebía, si bien no sea menos cierto que hoy hemos vuelto a dejar de concebirlo de nuevo. Se trabajaba duro para salir adelante. Se era un país pobre y aislado y además dado de lado por el entorno, que sólo nos visitaba el rey Faiçal y nuestro Jefe del Estado sólo salió de España en una ocasión… ¡a Portugal! «Año sabático… ¿qué es eso?», se hubiera preguntado del Bosque a la edad de Guardiola otorgándoselo a sí mismo. Y con él, un Amancio o un Pirri y, si se le hubiera forzado a ello, no habría ido desde luego a Nueva York (como en el schotis del señor Macario, se hubiera preguntado: «¿Y qué haces tan temprano en Nueva York?») a ver, por ejemplo, las mamarrachadas del MOMA, sino que, como alma en pena o como licántropo noctívago, hubiera vagado por su Salamanca o por los pasillos de su piso tan próximo a la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid, tachando, como un preso de penal o un recluso del Purgatorio, los días que le faltasen para recobrar la perdida libertad del trabajo y zafarse de la condena de la libertad absoluta. Buen proletario. Como esos obreros españoles de toda la vida que llegan a la fábrica o a la obra treinta o cuarenta minutos antes y, los domingos o en vacaciones, o bien hacen chapuzas remuneradas o bien las hacen en casa, a destajo casi, y, como presos en un penal o reclusos del Purgatorio, van tachando con ansiedad los días que les faltan para alcanzar de nuevo la ansiada libertad, la auténtica para ellos, y no el señuelo de la jubilación, bostezo condenatorio a la tristeza de la inactividad improductiva, más triste que la propia muerte.
Alfonso X el sabio, nuevamente en sus «Partidas», establece que las cualidades necesarias en un buen caudillo son: la sabiduría, el valor y el buen seso. Veamos:
- Buen seso: «fiel a su imagen de hombre alejado de escándalos y polémicas, de la boca de del Bosque no sale en público ni una sola palabra sobre el presidente (Florentino Pérez) ni sobre su club (el Real Madrid) en el que tiene una hoja de servicios de más de treinta años» (Jorge A. Moreno, ABC – 14/10/2013); «un estilo de coaching sereno y equilibrado, razonable y maduro» («La fuerza tranquila» – Ignacio Camacho, ABC – 20/1/2013)
- Sabiduría: «del Bosque representa el paradigma del jefe que todo el mundo desearía tener; sensato, moderado, apacible, discreto, cooperativo, juicioso, integrador… un líder moral sosegado que emana la jerarquía intangible del prestigio e inspira con su temple una confortante, alentadora confianza» (Ignacio Camacho, ABC – 20/1(1013)
- Valor: Como siempre se ha insistido en la modestia, flema y temple torero de don Vicente, cabe preguntarse por su valor. ¿O es que tan sólo «se le supone», como figura en la cartilla de todo soldado español? Quizá resida éste precisamente, pues no debemos dejarnos engañar por las apariencias, en que sin bravatas, ni arbitrariedades, ni exabruptos, sino con absoluta naturalidad, cree, mantenga o mejore un estilo de juego basado en la técnica individual -de altísimos vuelos, como nunca se había dado antes en España- , toque y posesión casi obsesiva del balón, así como una elegancia de juego, una estética innegable asentada en el talento y en la coordinación del conjunto en el que afortunadamente no destaca nadie por encima de los demás ni hay ningún figurón.
Valor ha sido el, a pesar de las críticas, mantener ese estilo hasta la fecha, con las mejores estadísticas que nunca se hayan dado anteriormente con otros seleccionadores nacionales. «Toda la vida hablando de que no tenemos estilo y cuando encontramos uno, despotricamos» (ABC – 1/7/2012)
A Vicente del Bosque se le ha llamado «anti-héroe». Es que el valor de del Bosque es tranquilo. Recuerdo que, cuando era jugador, del Bosque podía llegar a desesperar. Era centrocampista, cerebro, organizaba el juego con su visión de conjunto, pero si perdía el balón, lejos de replegarse raudo o disputarlo, parecía desentenderse entonces. Era muy frío. Era muy cerebral. Era, por contraponerlo a otro jugador de su mismo club y equipo, el opuesto de Pirri, «purisito corasón», que diría un mexicano. Qué duda cabe que esa «sangre gorda» es también en gran medida la de la selección española, lo cual unido a que ejecuta pocos tiros -poquísimos desde fuera del área-, observa con frecuencia el «gili-córner», galopa raramente al contraataque y que, salvo en raras ocasiones como en la final contra Italia en la última Eurocopa en que se ganó por goleada, las victorias son exiguas (en general por un solo gol de diferencia), puede desesperar ella también a más de uno. Dicho esto, si a los hechos y a los datos y no sólo a los resultados, sino también al juego nos remitimos, habrá que dar la razón al míster. «… el triunfo se ha ido extendiendo de año en año, sin mermas y sin bajar un ápice. Por el contrario, y después del partido ante Italia (1/7/2012, final de la Eurocopa), da la sensación de que la máquina va más engrasada cada año» (José Manuel Cuéllar, ABC – 3/7/2012). Éste es el valor de del Bosque: el trabajo, la perseverancia, la disciplina y la regularidad. Como decía Hernán Cortés: «El sufrimiento, ese segundo valor». De la explosión, del brote vehemente, virulento o audaz, del golpe de genio, todos, en un momento determinado y en mayor o menor medida, somos capaces. De mantenerlo, a fuerza de tiempo y sacrificios, de «sufrimientos», eso es otro cantar. ¡Dios nos libre de las inspiraciones del momento! Como dice el refrán: «Ya se levantó el perezoso. Prendió fuego al palomar». El valor de del Bosque no será nunca temeridad. No va con él cantar eso de «Nadie sabía en el Tercio / quién era aquel legionario / tan valiente y temerario…»
Recientemente se quejaba, con sorna, el entrenador de la selección española de hockey sobre patines, Carlos Feriche, de que, a pesar de su palmarés ¡invicto siempre! y de la conquista de todo cuanto una selección pueda apetecer, a él no se le hubiera hecho marqués. A pesar del tono de soca de sus palabras, qué duda cabe que lleva razón. Como razón habría que conceder a quien denunciara que, por ejemplo, a Amaya Valdemoro (o incluso a Marta Domínguez antes de que saltara el escándalo) no se le haya concedido ni nunca se le concederá el Premio Príncipe de Asturias del deporte. Sin embargo, la realidad bien poco sabe de justicias y de equiparaciones. Hay un deporte que encandila a todos y ése es el fútbol, y los demás, todos sin excepción, a él confrontados, se convierten en minoritarios, muy minoritarios o mediáticamente inexistentes ( y por ende inexistentes), de tal manera que, indefectiblemente, serán siempre más rápidos y sensibles los afectos futbolísticos que cualesquiera otros aciertos o frutos cogidos u obtenidos en otras lides.
Hay sabios que se escandalizan de que se admire a del Bosque, a Iniesta o a Xavi Hernández y se tenga en bien poco, al menos frente a ellos, a un Arsuaga o a un Barbacid o al hispanoamericano Patarroyo. No pidamos peras al olmo, entre otras cosas porque como decía Tono «estará prohibido». Don Mariano Madramant argumenta con razón que «el beneficio de las victorias nos hace más pronta y más viva impresión que el que se origina de las sabias leyes, de la administración de justicia y de la buena política porque los progresos de su utilidad son más lentos y para conocerlos es menester recurrir a las reflexiones en que por lo común no suelen detenerse los hombres». Claro está que Madramant, del siglo XVIII, no se refiere al fútbol, sino a la guerra y a la vida militar, pero es que nosotros sabemos ya, gracias a Konrad Lorenz, que el deporte, y por encima de todos el fútbol, es guerra pacífica, enfrentamiento incruento, con vencedores y derrotados, con países que ganan y países que pierden, y también sabemos que el fútbol es deporte de masas en que éstas vuelcan sus afectos.
En su prudencia y reflexión de los avatares y cosas de la vida, del Bosque es consciente de lo aleatorio y caprichoso que es todo, amén de lo arbitrario que también pueda llegar a ser. Tras ser jugador del Real Madrid, pasa al equipo técnico del club merengue, donde se dedica a las categorías inferiores. El primer equipo no obtiene los resultados requeridos o apetecidos. Se despide al míster, Toshack, y se echa mano del personal de la casa. Del Bosque es nombrado entrenador. Llegan entonces, sin apelación, los éxitos, pero uno se pregunta qué hubiera ocurrido si no hubieran despedido a su predecesor o si hubieran recurrido a otro de relumbrón y, a ser posible, extranjero. Del Bosque hubiera proseguido en el anonimato, desarrollando su labor sorda, de limitados sufragios populares y sin eco mediático alguno. A la Ocasión, ya se sabe, la pintan calva, pero con un exiguo mechón de cabellos que hay que agarrar con fuerza y decisión y no soltar ya. No obstante, se puede seguir cavilando e hipotetizando: ¿y si, a pesar de todo, por las circunstancias que fuesen, su trabajo al frente del primer equipo del Madrid no hubiera cuajado?… Del Bosque habría permanecido en su oscura labor, eso sí sin queja alguna por su parte, y tan sólo los madridistas o los no madridistas dotados de memoria crítica, le hubieran recordado, pero con moderación, sin grandes entusiasmos, como se recuerda, por ejemplo, a un Grosso o a un Velázquez, jugadores importantes, sí, pero que no marcan una época y que se achican en la perspectiva del tiempo ante un Pirri o un Amancio.
Del Bosque, por otra parte, lleva en la sangre el escepticismo y sabe cuán «presto se va el placer» y «como después de acordado, da dolor»; cuán pronto, con cuánta celeridad, y más en el mundo tan competitivo del fútbol, ávido de éxitos y de frutos inmediatos, en que nadie puede ni quiere esperar a que el árbol crezca y madure, se pasa de la aclamación a la indiferencia o al vituperio. Un entrenador no sólo ha de ser bueno, sino mejor que los demás y ha de ganar siempre. Si ya es difícil ser mejor que los otros, ¡cuán no será serlo de forma permanente! Ahora bien, nada es para siempre; todo responde a ciclos. Sí, es bien cierto que un entrenador reputado gana mucho dinero y es admirado; no es menos cierto, sin embargo, que trabaja en unas condiciones de ansiedad y agobio, sólo comparables, creo yo, a las que haya de afrontar un Presidente de Gobierno, con la ventaja para éste de que acabará, salvo circunstancias excepcionales, su mandato, o casi en el caso de que convoque elecciones anticipadas. Por otra parte, la intensidad, frecuencia y recurrencia de los episodios ansiógenos es mayor, con dos y a veces incluso tres ocasiones por semana, para el míster.
Si del Bosque fuera filósofo, abrazaría el estoicismo. Sólo el desprendimiento y la ataraxia nos tornan inmunes a los rudos y desconsiderados golpes de la diosa Fortuna y garantizan nuestro equilibrio mental y afectivo.
Alharacas, ringorrangos, extroversiones, delirios y emotividad o labilidad le son ajenos, afortunadamente, a del Bosque. Hemos hablado de estoicismo a propósito de del Bosque. Vamos a establecer un ligamen entre el maestro salmantino y Séneca, a través de S.M. el Viti y Manolete. A Vicente del Bosque le gusta la tauromaquia y, al parecer, según he leído, su torero preferido es su paisano Santiago Martín «Viti». Desde luego ambos se asemejan: semblante serio, cuando no adusto, temple y templanza, valor desde la técnica sin temeridades ni heterodoxias. Sobriedad. Me decía mi padre que quien hubiera conocido a Manolete, como era su caso, sin llegar a minusvalorarlo, relativizaría la valía del diestro de Vitigudino; o, a la inversa, que quien hubiera visto torear al Viti, podría hacerse cabal idea de cómo toreaba Manolete. El Viti representó el clasicismo castellano reinterpretando el hieratismo y la prestancia del cordobés. Córdoba no es Sevilla; Córdoba no es Cádiz. «Córdoba. Lejana y sola», tal y como la describiera Lorca. «La muerte me está mirando / desde las torres de Córdoba». Reza un aserto andaluz: «De Sevilla, señoritos; de Córdoba, señores; de Málaga, gente». Córdoba, en su estoicismo, es senequista como Cordobés fuera Séneca. Córdoba es la más castellana de las ciudades andaluzas. «Y como Cuauhtemoc, cuando estoy sufriendo, / en vez de rajarme, me aguanto y me río», canta el mexicano de «Yo soy mexicano» de Esperón y Cortázar, lo cual no deja de ser extroversión y orgullo, explicitado éste con su punto de histrionismo. Séneca, el estoico, y Vicente del Bosque, «cuando están sufriendo», tan sólo aguantan, procurando que no se les tuerza el gesto ni se les demude el semblante. «J´aime la majesté des souffrances humaines» («Amo la majestad de los sufrimientos humanos»), escribe Alfred de Vigny, romántico estoico donde los haya. Su lobo así se expresa:
… Si tu peux, fais que ton âme arrive,
À force de rester studieuse et pensive,
Jusqu´à ce haut degré de stoïque fierté
Où, naissant dans les bois, j´ai tout d´abord monté.
Gémir, pleurer, prier est également lâche.
Fais énergiquement ta longue et lourde tâche
Dans la voie où le Sort a voulu t´appeler,
Puis après, comme moi, souffre et meurs sans parler» (La mort du loup)
(Si puedes, haz que tu alma alcance,
A fuerza de permanecer estudiosa y reflexiva,
Ese alto grado de estoico orgullo
Al que yo, naciendo en los bosques, presto subí.
Gemir, llorar, rezar es igualmente cobarde.
Haz con energía tu larga y pesada tarea
En la vía en que la Suerte dispuso ponerte.
Luego, como yo, sufre y muere sin hablar») (La muerte del lobo)
Como bien se ve, acabamos de demostrar científicamente la relación directa entre Séneca y nuestro personaje. Y desafío a cualquier universidad americana, por muchos dólares con que cuente, a poder hacer otro tanto.
Don Vicente, charro de nacimiento, es muy castellano. Dice Cela, gallego, en «Viaje a la Alcarria» que «el pueblo de Castilla es institucional y sacramental y hay dos cosas que no perdona ni por error: el que los ricos se salten los mandamientos de la ley de Dios (y esto va por Florentino Pérez) y el deleite de llamar siempre, con toda crueldad, al pan, pan y al vino, vino». Por una conciencia aguda que sabe distinguir lo negro del blanco y lo justo de lo injusto, a del Bosque se le atraganta el baldón que le dieron el poder y la riqueza, entronizados en la presidencia del club merengue y encarnados en el plutócrata Florentino Pérez. Lorenzo Sanz, quien fuera antes que él presidente de la entidad blanca, refiriéndose a aquel desaire con que se despreció su figura y su trabajo en el Madrid, afirma: «… aunque no es rencoroso, Vicente está muy dolido porque nunca se le ha valorado lo que hizo en su momento (en el Real Madrid)». Todo ello porque, a toro pasado, la directiva del Real Madrid, en marzo del 2011, menos de un año más tarde de la obtención del Campeonato del Mundo por parte de la selección española bajo la égida de del Bosque, acordó por unanimidad concederle la medalla de oro del club, la más alta distinción que pueda otorgar el Real Madrid. Resulta evidente que si del Bosque no hubiera triunfado con el conjunto nacional o, tras dejar el Madrid y su infructuosa estancia en el Besiktas, hubiera caído en el ostracismo, el Madrid lo habría olvidado para siempre.
No era la única concesión. Junto a él se confería aquella distinción a Plácido Domingo y a Rafa Nadal, lo cual diluía en gran medida el reconocimiento a su persona, a su figura y a su trabajo. Lo suyo, lo propio, lo realmente justo, ético y estético, hubiera sido un homenaje en el Bernabéu, con él y con su inseparable equipo técnico de ayudantes (Toni Grande, Javier Miñano y Francisco Jiménez), como el matador homenajeado, rodeado de su cuadrilla, compartiendo generosamente con sus subalternos las mieles del triunfo y del afecto de los aficionados, en el centro del campo, recibiendo la condecoración, dando luego la vuelta al ruedo y propinando la patada de honor que da inicio a ese partido festivo que enfrenta al Madrid y a otro buen equipo, o a una selección o a un buen combinado internacional. No es para menos. Como dijo Toni Grande, mozo de espadas y hombre de confianza del maestro: «El homenaje debiera ser sólo a Vicente; llega demasiado tarde y es frío… merecía el aplauso individual en el centro del Santiago Bernabéu y no en un salón de actos». Sentenció del Bosque diplomáticamente, achacando a sus «rarezas» el no recoger esa medalla y, por tanto, su rechazo: «Entiendo perfectamente el cariño del club y de la gente hacia mí, pero yo también tengo mis rarezas, entonces que me permitan tomar una decisión que llevo en lo más profundo de mí». En «El Economista.es», del 16/2/2012, puede leerse: «Una salida fea: La decisión en lo más profundo de su ser llega tras su distanciamiento con Florentino Pérez, presidente del club blanco entonces y, tras una pausa, también ahora. Después de dos Champions ganadas y un día después de ganar su última Liga, el Real Madrid comunica a del Bosque que no le renovaría el contrato en busca de un «nuevo estilo»… La medida que ya había sido aireada por todos los medios de comunicación, dolió al míster blanco que fue el último en enterarse de manera oficial de la medida y cuando su sustituto, Carlos Queiroz, estaba casi en la sala de prensa».
¿Rencor? No, Lorenzo Sanz lleva razón al afirmar que del Bosque no es un resentido. De serlo, qué fácil no le hubiera sido, con sus declaraciones, cuestionar y mancillar al presidente blanco. No, como el lobo de Vigny, del Bosque sufre y calla. Imagino que tras largas deliberaciones consigo mismo y tras sopesar ponderosa y sesudamente la cuestión, habrá tenido que dolerle su decisión final por, además y sobre todo, temor a que la afición, siempre manipulable, pudiera tomarla como desprecio al club y a ella misma. No, no se trata de resentimiento, sino de la sensatez y la coherencia de que del Bosque hace gala pues, de aceptar la distinción, se estaría plegando y sancionando la hipocresía, el cálculo interesado y el oportunismo. Que yo sepa, Cristo nunca se acomodó ni a las camándulas de los fariseos y saduceos, ni se avino jamás a las seducciones de filisteos con sus becerros de oro. Cristo no tuvo acepción de personas. ¡La verdad por delante, siempre, señores cristianos!
Esto por lo que hacía a la primera de las cosas que, según Cela, no perdona ni por asomo ni se salta un castellano. En cuanto a la segunda… aquí no podemos ser tan categóricos con respecto a del Bosque pues, debido a su profesión y a su cargo, la sinceridad descarada le queda vetada. Y del Viti habrá aprendido a tener mano izquierda. El duelo deportivo entre Madrid y Barça, convertido en trifulca y azuzado por quien acostumbra a pescar en río revuelto y por un periodismo amarillista e irresponsable o sencillamente porque, careciendo de toda vida interior, el encizañador sólo puede vivir hacia afuera, curioseando impertinentemente o malquistando a unos con otros porque eso es cuanto estimula su anodino decurso vital, ese duelo o trifulca, digo, es peligroso toro a que agarrar por los cuernos. Ayudado por la buena voluntad de Casillas y Xavi Hernández, a del Bosque tocó enderezar una situación torcida y con su triaca limpiar la ponzoña y ligar las llagas. Sólo alguien con autoridad suficiente y respetado por los jugadores, entre otras cosas por ser él mismo el primero en respetar, puede desbastar, limar, pulir y hacer que las piezas encajen de nuevo. Algebrista era llamado antaño el práctico que encajaba los huesos dislocados o rotos. Del Bosque es algebrista.
A propósito de Castilla, cabe citar aquí a don Antonio Machado, andaluz en la meseta más áspera. «Hay un breve aforismo castellano, que yo lo oí por primera vez en Soria, que decía así: «Nadie es más que nadie». Nunca olvido al viejo pastor de cuyos labios oí ese magnífico proverbio, donde, a mi juicio, se condensa toda el alma de Castilla, su gran orgullo y su gran humildad, su experiencia de siglos y el sentido imperial de su pobreza. Esa magnífica frase que yo me complazco en traducir así: Por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre».
Del Bosque sabe, o cuando menos intuye, que cuanto nos diferencia y jerarquiza son disfraces y que, una vez quitados, todos nosotros, en nuestra desnudez radical y desvalimiento, somos iguales. Qué duda cabe que el proverbio expresa a nuestro personaje y que la glosa del poeta también puede aplicársele. Donde dice «siglos» léase «años» y donde dice «sentido imperial», pues… la verdad, yo lo dejaría porque, espero haya quedado ya suficientemente claro, el fútbol es guerra en la paz y sustituto pacífico de la guerra, así como, por tanto, política y, por ende, la selección que triunfa, allana reinos y funda imperios, si bien el dicho imperio sea relativamente efímero y haya de intentar renovarse cada cuatro años.
Este «nadie es más que nadie» tiene un genial estrambote acuñado por Rafael Ortega, el Gallo, el Divino Calvo, y es el de «que naide se meta con naide«, que también informa y expresa a del Bosque, hombre pacífico y respetuoso.
Y entramos así en la cuestión de los valores, un tema excesivamente manoseado en nuestra sociedad, lo cual es prueba de su crisis, de su mengua o incluso de su ausencia. Del Bosque ha insistido hasta la saciedad en que el juego había de ser limpio y de que era menester la humildad. En prácticamente todas las entrevistas, del Bosque manifiesta que «el día en que nos lo creamos, dejaremos de ganar». Recordemos también que a nuestra selección se le ha reconocido oficialmente su fair play al concedérsele el Premio Fifa Mundial 2010 al Juego Limpio y, si no voy errado, bajo del Bosque, tanto en la Eurocopa como en el Mundial, España ha sido el conjunto con menos tarjetas y creo no errar al decir que nunca ha sufrido el baldón de una expulsión, que es algo que ha de mancillar siempre a todo equipo y más aún a uno ganador. Frente a aquel famoso «ganar como sea» de di Stefano, del Bosque, en su hidalga censura de ratimagos, fullerías y trampas, se alinearía con las tradicionales formas militares de vencer de que blasonaban los romanos, opuestos, como nos dice Montaigne, «à la Grecque subtilité et (à l´) astuce Punique, où le vaincre par force est moins glorieux que par fraude» (a la sutileza griega y a la astucia púnica, en que el vencer por fuerza es menos glorioso que por fraude). No, del Bosque hace suya la afirmación del pensador gascón por la que «celuy seul se tient pour surmonté, qui sçait l´avoir été ny par ruse ny de sort, mais par vaillance, de troupe à troupe, en une loyalle et juste guerre» (sólo se sabrá vencedor quien haya obtenido la victoria por valentía, y no mediante ardides o por buena fortuna, sino de ejército a ejército, en una guerra leal y justa). Vencer lealmente, ganar en buena lid.
Cuando Benedicto XVI, antes de ser Papa, era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, escribió sobre el fútbol considerándolo «acto universal que une a los hombres de todo el orbe en un mismo estado de ánimo», aproximándolo así, en cierta medida, a la eucaristía. Prosigue: «Esto pone de manifiesto que se debe estar tocando algo originariamente humano», lo cual no significa más que el fútbol, como diría Peter Brook, es «teatro sacro», religión por tanto, en el sentido más lato de la palabra. En cuanto a los valores propiamente dichos, el Cardenal Ratzinger se expresa así: «El fútbol obliga al hombre, ante todo, a disciplinarse a sí mismo. También le enseña a colaborar con los demás; por último, a enfrentarse con ellos limpiamente». (Joseph Ratzinger: «Cooperadores de la verdad») Ciertamente no es ello privativo del fútbol puesto que puede aplicarse a todo deporte de grupo, sí, pero, lo repetimos, el fútbol es deporte universal, de masas, y cargado de afectividad. Por otra parte, cabe preguntarse si puede producirse «transferencia» desde el fútbol y desde la actividad deportiva en general a otros campos de la vida; en cualquier caso, dudo que esa «transferencia» se opere de manera automática.
Del Bosque es consciente de la admiración que, tanto en niños y chicos de ambos sexos, suscitan los futbolistas de la selección y de cómo se erigen en modelos de conducta. En una entrevista previa a la final de la Eurocopa 2012, que ganara el primero de julio frente a Italia, Vicente del Bosque se expresa así en el ABC: «Este grupo (los jugadores de la selección) disfrutan de una corriente de simpatía grande en la sociedad española… Tenemos que aprovechar eso, que estos chicos son modelos para los chavales jóvenes y deben ser ejemplares». Esta ejemplaridad ha de sustentarse en el talento individual y colectivo, la labor de conjunto y conjunción de los jugadores, el juego limpio y el respeto al rival. El otrora cardenal Ratzinger concluye esperanzado: «Tal vez sea posible aprender nuevamente a vivir a partir del juego: la libertad del hombre se nutre de reglas y de disciplina». Sus palabras, llenas de buena voluntad, nos resultan, por desgracia, seráficas y utópicas. Entre otras cosas, el fútbol, amén de ser deporte, es también (¿sobre todo?, ¿únicamente?) negocio…
También del Bosque aspira a que el fútbol sea escuela de bellos valores. Recuerdo un documental que rememoraba de forma bastante crítica el Mundial de Argentina, jugado en 1978, en que el país anfitrión se alzó con la Copa ante Holanda. Menotti, autodefinido como «filósofo del fútbol», seleccionador argentino, justo antes de la final, en los vestuarios, aleccionaba a los suyos (ese excelente equipo de Marito Kempes, Ardiles, Villa, Bertoni, etc.) a exhibir juego limpio. Las cámaras y los micrófonos estaban tomando acta de aquel acontecimiento y había que causar buena impresión. Ese mismo documental mostraba luego, tras la arenga en el vestuario, las marrullerías y suciedades disimuladas a que recurrieron los vencedores. Creo que en del Bosque no se da esta contradicción, tan farisea, en definitiva esta hipocresía, entre palabras y hechos. Letra y espíritu van en él de la mano. A del Bosque, además, le han de asquear profundamente esos grupos violentos de hinchas, alimentados ¡y financiados! por más de uno y más de dos presidentes de club. Kevin Keegan, capitán de la selección inglesa en el Mundial de 1982, mostró su rechazo sin ambages y expresó su condena sin excusas al hooliganismo nacional que mancillaba el nombre de su selección y de su país.
Ahora bien, si del Bosque suscribiría sin pestañear las palabras de quien fuera luego Papa, no incurre en su ingenuidad pues, aunque Benedicto sea bastante mayor que él, del Bosque lleva en el fútbol desde niño y es perro viejo y, por tanto, ladra echado, y más sabe el diablo por viejo que por diablo. Del Bosque es consciente de que sólo puede ser modelo para los demás quien triunfa porque esto es fútbol y no vida espiritual y nadie va a indagar móviles o a reconocer victorias sobre uno mismo o sobre el mundo. En el fútbol nadie triunfa como Cristo, clavado en una cruz. El fútbol, espectáculo mundano, rechaza ese escándalo. Se admirará y querrá ser como el mejor, como el que gana y alza la copa frente a la hinchada. Por ello insiste del Bosque en que sus chicos hayan de ser humildes y solidarios («caritativos», diría Ratzinger) pues él, hombre escéptico, hombre estoico, hombre desengañado, sabe mejor que nadie, y así lo afirma, que «lo que pasa es que ya sabemos que dicha ejemplaridad va relacionada con el triunfo. Cuando se pierde…» Mejor que nadie lo sabe él que, incluso triunfador, ¡ aun así!, recibió una patada en el trasero.
«Este equipo es el reflejo de la España ideal», ha dicho del Bosque y, por si la cosa no quedara lo suficientemente clara, añade: «Aquí no se nota que hay catalanes, vascos, madrileños…» (ABC – 1/7/2012). Lo bello y lo propio hubiera sido acabar la frase con un «sólo españoles» o con «pues, a la postre, son todos españoles», pero del Bosque ha de ser conciliador por obligación, amén de serlo por carácter, y, a tal punto hemos llegado en «este país» nuestro que, en determinadas, muchas , demasiadas circunstancias, es mejor, tristemente mejor, no usar el término «español» o «España». Sí, para no ofender. En cualquier caso, don Vicente tiene el valor de mentar a España, hablando incluso de «España ideal». Claro, diría un extranjero de un país normal, cómo no nombrarla si es precisamente su entrenador. Lo que posiblemente no sepa ese extranjero, dada su normalidad, es que Francia es Francia, sin problemas, y Alemania también es Alemania, pero que España… ya se lo dijo Arzallus a Mayor Oreja, que España nunca sería Francia o Alemania, queriéndole representar así, como acertadamente lo interpretó el antiguo ministro del Interior, que ya se encargarían él y todos los nacionalistas de toda laya de lastrar lo suficientemente a nuestro país para que nunca sobresaliera.
Es evidente, aunque sólo sea por sensatez, que a del Bosque esto de los nacionalismos, con las mediocridades, odios y conflictos, ¡y guerras!, que genera, le tiene que repatear, que él querría una España unida y respetuosa con todos porque, también por sensatez, guste o no guste, los regionalismos son, en comparación con otras naciones, cuestión insoslayable en nuestro país desde bien atrás. «Siamo tutti una sola famiglia», canta emocionado el coro de conspiradores hispánicos en «Ernani» de Verdi, invocando y reclamando la unión de Iberia.
Pero, claro, una cosa es el deseo y otra la realidad. Y para no divorciarlos hasta romperlos ambos, está y se impone el sentido práctico. Un mes entero y más han de convivir los jugadores de la selección española en un país extranjero, compartiendo entrenamientos, hotel, mesa y ocio. Son chicos procedentes, profesionalmente, de distintos clubs y, por origen, de distintas regiones. Muchos de ellos militan en el Barcelona -pues no en vano se trata del mejor equipo español actual- y son catalanes de origen, se han criado dentro de una enseñanza oficial que busca crear y suscita el odio a España, y se ven sometidos a un asedio nacionalista que no da tregua -¿hay algo más terco que un nacionalista?- y que exige una madurez y un espíritu críticos casi sobrehumanos para permanecer, no ya ajeno, sino inmune o casi a sus insidias, mentiras, manipulaciones e inquinas obsesivas. Aquí reside, en mi opinión, un auténtico mérito de del Bosque al que nunca se aludirá, para no «molestar» a nadie y que es el de saber neutralizar la insensatez y la peligrosísima vesania de nuestra sociedad en el seno de la selección, llegando a crear, asentándola en esa neutralización previa, un conjunto de iguales y de hermanos en que todos juegan para todos y para el triunfo sin apelación del grupo. A ese grupo, algunos le dirán «España», otros «el Estado», otros incluso la «cosa»… como el jugador vasco del Athletic, Susaeta, quien dijo, el 14 de noviembre de 2012, que «representamos a … una cosa». No se atrevió a decir «España». Aunque lamentable, es excusable. De vuelta a su pueblo, a su club, se le hubiera mirado mal. Por otra parte, cómo extrañarse de ello cuando en la televisión vasca, al menos bajo mandato del PNV, se prohíbe la palabra «España» y su derivado, «español». Por ello, cuando en la televisión,tras la derrota frente a Brasil en la última Copa Confederaciones, se le pidió una valoración, a pie de campo, de lo que había supuesto aquel campeonato, del Bosque contestó que «se quedaba con lo positivo: un mes de muy buena convivencia entre todos»
Así están las cosas… pero, acotados y dirigidos por la sabiduría del veterano del Bosque, los jugadores someterán sus talentos al conjunto. ¡Cuántas tonterías y despropósitos no habrá tenido que escuchar el pobre del Bosque, sin poder replicar, tragando, como buen lidiador que es, para ir sacando pases y hacer faena, buena faena, con un toro que salió abanto, pero que luego rompió en el caballo de su santa paciencia, se hizo bueno y embistió como un bravo. En fin, la mano izquierda de que hablamos anteriormente. La influencia charra de Su Majestad el Viti…
Si ya se mostrara admirable Luis Aragonés a quien tocó trabajar, con sus chicos, en una época de plan Ibarretxe, tripartitos, pactos de Perpiñán, un botarate intelectual y badulaque moral como presidente del gobierno central que llega a cuestionar su propia nación, Oleguers independentistas que no quieren jugar en la selección española, etc. ¡Cómo no maravillarse pues ante el temple y tesón y entereza, dignas de un Santo Job, de del Bosque, que ha ostentado el cargo durante los últimos cinco años y medio de creciente tensión y amenazas nacionalistas, de clima irrespirable que, lejos de remitir, va a más. No sólo eso sino que se ha atrevido a firmar su renovación que le llevará al frente de la selección hasta el 2016. Y es que en los últimos meses las cosas han ido tan a peor con un Mas desquiciado, una burguesía catalana furiosamente enloquecida que desmiente un día sí y otro también aquello que resulta ya tan falso del seny, una Esquerra que es odre purulento de odio y maldad y que no cabe en sí de gozo exacerbando con éxito los conflictos por ella misma creados, y una sociedad ahogándose en delirio colectivo, vilmente manipulada desde la escuela y los medios de comunicación, con una corriente de opinión que es un crecido torrente de totalitarismo llevándose consigo y por delante todo cuanto encuentra a su paso, y un larguísimo etcétera, que es como para desalentar al más bravo. En estas circunstancias, uno se pregunta hasta qué punto del Bosque será capaz esta vez de domeñar hercúleamente hidras de Lerna, toros de Creta, canes Cerbero del Hades y demás monstruos.
Sin ir más lejos, hoy, día 8 de enero del 2014, oigo las declaraciones del diputado general de Vizcaya, el nacionalista peneuvista José Luis Bilbao a propósito de la posibilidad de que San Mamés acoja la Eurocopa de naciones del año 2020. En ellas se muestra contrario a que la selección española juegue en Bilbao. Me viene a la memoria cómo, con la constitución del gobierno autonómico vasco no nacionalista, con Patxi López como presidente, tras las elecciones regionales de marzo del 2009, esperanzada y esperanzadoramente se consideró la celebración de algún partido de la selección en el País Vasco, cosa que no ocurría desde 1967. Incluso el alcalde socialista de Baracaldo ofreció para ello el estadio de su ciudad. Sí, pero ahora han vuelto a gobernar los de Arzalluz… Tras manifestar con el gesto ulcerado propio de los nacionalistas que España no debe jugar en San Mamés, el señor Bilbao escupe unas, más que avinagradas, emponzoñadas palabras, por las cuales insiste en su obsesión, pero matizando que nuestra selección sí podría hacerlo siempre y cuando se enfrentara a Euskadi y que, así las cosas, como visitante, incluso sería tan bien recibida como Alemania o Francia, por ejemplo. Sabedor de la dificultad que entraña la materialización de su deseo, esto es el rechazo y la censura futbolística a España, arroja entonces biliosamente por la boca que «si eso supone que San Mamés no es sede de la Eurocopa 2020, pues que no lo sea, porque hay cosas más importantes que salvaguardar». Son palabras inefablemente incalificables, ¿no es cierto?¿Qué habrá pensado del Bosque, no ya sólo como español y como seleccionador campeón del mundo, sino sencillamente como ser humano? ¿Cabe algo similar en el presidente de, por ejemplo, Baviera, negando a Alemania la celebración de un partido en Múnich, o en el de la Provenza hurtándole el estadio de Marsella a la selección francesa y de paso insultando a la propia nación? ¡Cuantísimo odio! Si hasta resulta imposible pensar que sea cierto…¡Qué difícil se lo ponen a del Bosque! Es algo mucho peor que la frivolidad de Florentino. Es algo peligrosísimo.
El reflejo de la España ideal… Desde luego cuántos del Bosque no harían falta en nuestro país para poder sentirnos tranquilos y satisfechos y que la zanja entre ideal y realidad menguara y se cerrara como se liga la carne sajada.
Dentro de seis meses, y estando así las cosas, España y del Bosque tienen ante sí un auténtico reto: tras dos Eurocopas y un Mundial, volver a alzarse con este último campeonato. Es harto difícil. El grupo clasificatorio en el que se encuentra España es de armas tomar, si bien del Bosque, con razón declare que eso «es bueno para la mentalidad. Cuando hay rivales más flojos, nos cuesta concentrarnos» (El País, 7/12/2013). Del Bosque ya advirtió, hace algo más de un mes, que es descabellado pensar que España vaya a ganar, lo cual no significa ni por asomo que España no pueda volver a ganar. La derrota por 4 a 1 ante Brasil, en la final del 15 de junio de la Copa Confederaciones y los dos últimos partidos amistosos en tierras africanas, no son como para echar las campanas al vuelo. Se dice que nadie puede mantener un ritmo de victorias por tiempo indefinido, que castillos más altos acabaron por caer, que los jugadores van acusando ya la edad, que llegarán cansados a la cita del Mundial…
Yo confío en el, este sí auténtico, seny de don Vicente.
Hago votos, como español, para que venza mi selección. Además ello consagraría a del Bosque, no ya como oficialmente noble, pues ya lo es, no ya como mito, pues también lo es, sino como auténtico santo (milagroso) o semi-dios, que para el caso es lo mismo. Créanme, don Vicente se lo merece.
En la piazza del Popolo
«La ciudad no está fuera del hombre, sino en él,
impregnando su mirada, su oído y todos los demás sentidos»
(«Elogio del caminar», David Le Breton)
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Símbolos y ofensas
El símbolo, divino tesoro. Tan difícil de definir, tan etéreo, es para los humanos la ventaja evolutiva, lo que nos ha permitido crecer, medrar, organizarnos, llegar hasta aquí. Manejamos el símbolo mejor que cualquier otra especie en la Tierra, y trabajamos en él a diario, continuamente, como si nuestra única tarea fuera la de definir y redefinir sus significados. La adolescente que juega con el maquillaje ante el espejo -rojo pasión, verde esperanza-; el agente que activa la sirena de su coche patrulla…
¿Pero qué es el símbolo?
Como se trata de un concepto complejo de analizar, para no liarnos mucho, os proponemos que os acerquéis a él de manera intuitiva… ¿Qué es un «símbolo» para vosotros?
Peirce fue un pensador que dedicó buena parte de su vida al estudio de los signos y curiosamente, su definición es bastante intuitiva también. Sin ser del todo literales, para él, un signo sería «algo» que para un grupo de personas se refiere a «otra cosa». ¿No es genial?
Pues así, intuitivamente, nos hemos acercado mucho a lo que la ciencia entiende por «símbolo». Y es que un símbolo es un tipo de signo, es decir, algo que, para las personas, se refiere a otra cosa. Por ejemplo, la letra «a», para los españoles, simboliza el sonido /a/ (para los ingleses la misma letra representa el sonido /ei/). Un semáforo en rojo significa para los conductores la obligación de detener el vehículo. Un escote muy pronunciado, o una corbata, o un determinado perfume, significan también, para ciertas personas, ciertas cosas.
Así que, para que un símbolo sea símbolo, hacen falta al menos tres ingredientes: el propio símbolo (la señal de tráfico), el grupo de «interpretantes» (los conductores) y la realidad a la que hace referencia, el «referente» (detén el vehículo).
Una bandera
Quizás una de las claves de la supremacía económica de Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX haya sido su magistral dominio de los símbolos. Han tenido a su disposición la mayor fábrica de signos que jamás se haya construido (Hollywood), y la han sabido aprovechar, qué duda cabe.
En Estados Unidos, conviven gentes de toda edad y condición. Es un pastiche tremendo, con personas de múltiples razas, credos, orientaciones, de muy diferentes poderes adquisitivos… Y sin embargo, la bandera de los Estados Unidos, en cierta manera, les une a todos. Es rarísimo ver a un estadounidense mancillar su bandera, quemarla o tratarla sin reverencia, porque por lo general, el estadounidense se siente representado en esa bandera: quemarla, deshonrarla, sería como deshonrarse a sí mismo.
¿Es esta adhesión algo natural? ¿Es voluntaria? ¿Está razonada? Son interrogantes que podríamos plantearnos, pero en este caso dirigiremos la atención a lo que acaba de suceder en España, que nos toca más de cerca.
La bandera
El Ministro del Interior anunciaba recientemente que la nueva Ley de Seguridad Ciudadana sancionará las ofensas contra los símbolos españoles con multas de hasta 30.000 euros (equivalentes al sueldo íntegro de dos años de un asalariado medio). Es decir que, si en el curso de una manifestación -de las muchas que se producen en una España indignada-, a alguien se le ocurre atentar de alguna manera contra el escudo, el himno, o la bandera de España, de sus comunidades autónomas, de sus ayuntamientos y/o demás instituciones, podrá ser condenado a dos años -valga la expresión- de «trabajos forzados» -expresión metafórica, claro, ya que muchos ni siquiera tendrán trabajo con el que asumir la deuda-.
Un pequeño excursus: A propósito del himno, uno recuerda cómo en los colegios, durante los años ochenta, se cantaba eso de «Franco, Franco, que tiene el culo blanco…». Era pegadiza, la canción, pero sin mayor malicia. Ahora, probablemente supondrá una grave ofensa a la nación, sancionable por tanto (¿escribir «nación» con minúscula será también objeto de sanción?)
Mi bandera
Así que en éstas estamos… Los gobernantes pretenden conseguir nuestra adhesión a los símbolos patrios mediante el miedo, mediante la represión, adueñándoselos, pero no es así como funciona. Los españoles, el pueblo español, soberano, tiene derecho a decidir sobre sus símbolos. Si la bandera, como símbolo, ha dejado de significar lo que significaba -ese estado social, democrático y de derecho que define nuestra constitución-, si la bandera ha dejado de representarnos, los españoles tenemos derecho a reivindicar una vuelta al significado original, tenemos derecho a una bandera en la que proyectarnos como pueblo, como comunidad, con orgullo.
E incluso a mostrar nuestra rabia públicamente –significar nuestra decepción en esa bandera-, como se hace con el padre, o con Dios, cuando sentimos que nos han abandonado y renegamos de ellos.
No dejemos que nadie se apropie nuestros símbolos, especialmente los gobernantes. Mejor que quemar la bandera, o sustituirla por otra, ondearla bien alto. Mejor que componer un nuevo himno, corear el que ya tenemos. Mejor que atentar contra el signo, construir, entre todos, su significado. Y así, al final, convertirnos en el pueblo soberano que nos dijeron que seríamos, y en el pueblo unido que nunca llegamos a ser.
Mira aquí
La Torre pendente de Pisa, vista desde el Museo de las obras de la Catedral.
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