«Amy», largometraje de Asif Kapadian, rehúye afortunadamente todo sentimentalismo. Es una aproximación un tanto distante a la carrera de Amy, a su ascenso, coronación y desplome final. El documental nos hace ver además cómo ese desplome resulta inevitable y asoma ya inexorablemente desde el principio. Documental distante pues se trata de no caer en dengues ñoños o en fútiles encomios e impostadas apologías a posteriori de la artista. Distancia, sin embargo, no significa necesariamente frialdad; la película despide y transmite calor humano, bestialmente humano en ocasiones. Contempla y trata a Amy Winehouse con cordial admiración, compensando así el desasosiego en aumento que el espectador va sintiendo a medida que asiste a la progresiva degradación de la artista. Las letras de determinadas canciones van dando la pauta de esa triste evolución.
Este documental, en definitiva, podría definirse como la crónica afectuosa, y nunca cursi, de un muy doloroso naufragio.
Amy Winehouse no nace en un ambiente musical ni por asomo; por «raza» nada tampoco la aproxima al jazz, dada su condición de judía londinense; no sigue estudios musicales ni toma clases de canto. Ella se inicia en el arte escuchando los discos de los grandes del jazz y por sí sola va desarrollando un portentoso talento vocal, una capacidad poética muy narcisista y desgarrada, así como un gran sentido del ritmo que volcará en sus personales composiciones. Amy es una self-made woman. Incontestablemente. Es sorprendente ver en un vídeo casero, en que una adolescente Amy y sus amigos festejan un cumpleaños, cómo, alrededor de la tarta, mientras se canta el un tanto anodino y plano «Happy birthday», la jovencísima Amy juega con la canción, dándole unas insospechadas y poderosas inflexiones jazzísticas.
Amy comienza a dar sus primeros conciertos y graba su primer disco, «Frank». Un disco de jazz. Amy puede entonces realizar su sueño de emancipación, algo con lo que soñaba, nos dice, desde los trece años de edad. En el barrio de Candem comparte apartamento con una amiga. Independencia, pereza y consumo masivo de maría.
Amy tiene todos los mimbres para triunfar comercialmente y además para ser muy valorada por los entendidos. Como una obra de Shakespeare, Amy se dirige a todos sin excepción y todos sin excepción la han de apreciar, desde la adolescente que suspira por una famosa con quien identificarse, dada su extravagancia y apariencias rebeldes, hasta el más sesudo crítico de jazz, pasando por el amante del buen pop, del buen soul y de la buena música negra.
Sin embargo, a su talento lo va a combatir, ¡y con qué fuerza!, su propia personalidad. El peor enemigo de Amy es ella misma.
Su padre fue el gran ausente. Tenía una amante y durante el día no hacía acto de presencia en la casa familiar. Tan sólo llevaba a Amy al colegio y luego volvía al lecho conyugal muy tarde, cuando Amy dormía ya. Durante muchos años, hasta que el señor Winehouse se decidiera al fin a abandonar a su familia, se prolongó la mascarada. Amy sufrió enormemente por esta ausencia, tanto por la semi-ausencia primera como por la definitiva, después. Amy, en todos los hombres que irá conociendo, va buscando al padre que le faltó desde el principio y que luego huyó. La postura de Amy frente al hombre, será la de dependencia y deseo de protección, tal y como se expresa en «Stronger than me», en que Amy reprocha a su novio la debilidad y el hecho de que sea ella quien haya de «ejercer de hombre» o de «marido». Subyace el menosprecio; tanto que Amy le llegará a preguntar, incorrectamente, «are you gay?»
En un momento determinado, al principio de la relación amorosa más larga de Amy -tanto que acabó en boda-, su pareja, Blake, le reprocha su promiscuidad. En efecto, Amy quiere encontrar en sus novios al padre que la esquivó. Necesita un hombre que le ofrezca amor incondicional, seguridad, amparo, defensa, guardia y custodia. Mas como no lo encuentra, Amy se ve condenada a desechar y a seguir buscando. Sí, también ella, como Diógenes el cínico, podría pasear por las calles (de Londres en su caso), a plena luz del día, con un candil en la mano «buscando un hombre».
En la búsqueda, Amy irá dejando jirones de su alma y de su cuerpo en cada zarza masculina en que se detenga. «Love is a losing game».
El padre de Amy. Vuelve a asomarse a la vida de su hija cuando ésta adquiere celebridad. La hija como tal, como persona sufriente, sigue sin interesarle. La artista de éxito, eso ya es otro cantar… El señor Winehouse va a aprovecharse descaradamente de la nueva situación de la hija, no ya tanto económicamente como sobre todo psícológicamente. Su vacua, vaporosa e inconsistente personalidad va a vivir vicariamente de los éxitos de la hija, instalándose en su vida y desbaratándola una vez más. Tanta es su irresponsabilidad que desaconsejará a Amy ingresar en una clínica donde llevar a cabo su limpieza y desintoxicación («my daddy thinks I´m fine». «Rehab»). Amy, infantilizándose, le pedirá su opinión sentándose en sus rodillas. El señor Winehouse es una de estas personas que pululan y pueblan los programas televisivos actuales de cotilleo, que viven de parasitar las vidas ajenas y se nutren de escándalos. Mister Winehouse necesita que Amy siga siendo excéntricamente especial, dé que hablar por sus extravagancias, sus despropósitos y sus problemas. Su inmadura insustancialidad le imposibilita orientar adecuadamente a la hija tanto en lo personal como en lo artístico. Para él su hija es un medio de satisfacer su pueril necesidad de que se le nombre, de que se le pregunte por su parecer, de opinar, de ofrecer su versión de los hechos y, en definitiva, de que se hable de él, de ser algo y alguien. Si su ausencia pretérita generó permanente congoja en Amy, su presencia ulterior abundará en la desgraciada degradación de la hija. Nefasto señor. Nefasta su influencia.
Prueba irrefutable de todo lo anterior son las imágenes en que Amy descansa por unos días en la isla caribeña de Santa Lucía, confiando en anclar su desintoxicación. El padre se desplaza también a la isla (suponemos que con el dinero de su hija), pero no solo, no como padre, sino con un equipo de grabación profesional con que acosar a Amy durante su estancia. Lamentable. Se trata de lo que podríamos llamar un padre-paparazzo.
En un momento determinado de esa estancia, cuando lo que requiere, y quiere además, la propia Amy, es tranquilidad y anonimato, el padre azuza a unos turistas británicos para que se hagan la foto con ella. Amy cede con reticencias y desgana. El padre se lo reprocha luego. Amy replica que su propia reacción, el haber posado a regañadientes, ni los afecta ni los incomoda pues su único objetivo es la foto, denunciando así la indiferencia de esos turistas frente a la persona que hay tras la celebridad ya que el único móvil de la foto de marras es ceder a la compulsión de aproximarse, posar y aparecer junto al famoso sancionando así una obligada conducta comercial, banal y somerísima que acaba deshumanizando tanto a la celebridad o ídolo como al fiel co-oficiante de la foto. En realidad la defensa de Amy es un reproche inconsciente a su progenitor, ¿no es cierto?
Parece que tanto cualitativa como cuantitativamente ese Blake que acabará por convertirse en su marido, fue el hombre más importante en la vida de Amy. No se entiende muy bien cuál es su ocupación, pero se nos aparece como un ser bastante frívolo, muy pagado de sí mismo y fanfarrón, que se precia de ser un conquistador. La pareja, primero, y el matrimonio, después, no pueden ser más destructivos, aunque sólo sea porque su consumo de alcohol y drogas no sólo vaya en aumento, sino además y sobre todo porque al cabo de un tiempo Blake inicia a Amy en el consumo de heroína y ello representa una pronunciadísima y muy deslizante cuesta abajo que es prácticamente imposible remontar luego. Cuando, tras algunas indecisiones, ingresan ambos en la misma clínica (lo cual, como muy bien señala en la película una especialista, es una auténtica insensatez) para llevar a cabo una terapia de desintoxicación, como al parecer, al cabo de un tiempo, han culminado con éxito el proceso, para festejarlo, se dan un antológico atracón de estupefacientes…
Amy, tan temperamental en el escenario y tan bravía en sus composiciones, es, en lo vital, sumamente frágil y se nos muestra siempre desvalida y carente de ideas propias y sanas. Amy hará cuanto haga y diga el hombre amado, sustituto del padre que hizo dejación de sus deberes y de su amor para con su hija. Amy idealiza al padre proyectándolo en el amante, disociando inconscientemente todo sentimiento agresivo y de rabia frente a él por su incuria y su abandono. Esta disociación, esta alienación de la cólera reprimida en el subconsciente, como no puede desaparecer, se manifiesta sibilina y subrepticiamente en forma de síntomas y de conductas desajustadas -bulimia, alcoholismo, drogadicción, etc.- que convierten la vida en un calvario. Porque el padre queda idealizado y ascendido a una suerte de olimpo de consideración respetuosa y amor, porque el cuarto mandamiento impera en todos nosotros desde la noche de los tiempos, desde que el hombre se convierte en animal de cultura, inconscientemente Amy reorienta la agresión hacia él contra sí misma. La necesidad de hacer daño, atacar y odiar se vuelve auto-agresión y auto-lesión.
Por otra parte, el comportamiento de Blake respecto a Amy reproduce el del padre. Blake la tiene seducida, hechizada y la va llevando por donde quiere y siempre por caminos torcidos que no son en realidad más que callejones sin salida. Dead end streets. Y si empleo el inglés no es por esnobismo, sino porque en esa lengua está el término «dead«. Death. Son trochas de muerte. Blake está con Amy porque Amy es famosa y poderosa; goza de ese poder fáctico que la estrella ejerce en la sociedad aunque no se lo proponga, así como de ese poder de fascinación en las masas. Blake, también, está con ella por un dinero que le está llegando a espuertas y que les otorga una vida de regalo y un poder adquisitivo ilimitado, sobre todo por lo que hace a la compra y al consumo de drogas. Cuando Blake es enviado a prisión y Amy inicia un romance con otro hombre, la reacción de Blake es inequívocamente egoísta, la de una persona que nunca amó realmente a su pareja. Se duele por la infidelidad de Amy, pero no intenta nada por remediar la situación desfavorable para él, por persuadir y convencer a la desafecta y ganársela de nuevo. No, pues su orgullo puede más que el afecto. Ante la cámara Blake declara tácitamente su definitivo repudio de Amy, afirmando presuntuosamente que él es guapo, joven y que va al gimnasio, representando ello una manera implícita e inequívoca de desprecio a Amy, situándola en sus antípodas, por fea y torpe, por avejentada prematuramente, por enferma y podre. Y es que, claro, ya no puede seguir manipulándola y extrayendo beneficios de ella. El padre sí persistirá pues podrá siempre seguir manejándola y aprovecharse de ella.
Amy, el documental, es el relato de una degradación, como queda dicho en las primeras líneas de este texto. Relacionando esta degradación con su prestación artística dentro del marco de unas coordenadas cartesianas en que el eje de abscisas discurre de cero a diez, siendo cero el mínimo y diez el máximo, y el eje de ordenadas va desde el año 1988 en que Amy iniciara su carrera hasta el 2011, año de su famosa espantá, a lo Rafael el Gallo, en Belgrado que sella su final artístico y es heraldo de su desaparición, que se produciría poco tiempo después, obtendríamos el siguiente gráfico aproximativo, sin ánimo de precisión absoluta.
Como se puede apreciar, en un momento determinado, prestación artística y degradación física y moral coincidirán en lo más alto por un breve espacio de tiempo, precipitándose inmediatamente después, e inexorablemente, la prestación artística.
Tras la lectura psicologista del documental, aventuremos ahora otra en clave más sociológica.
Amy es cantante de jazz. Sin embargo, su segundo disco, el que la catapulta a la fama, sin traicionar esas raíces y ese espíritu, y siendo como es por otra parte una obra maestra en su conjunto, presenta unos rasgos más pop e incluso más comerciales, muy dignamente comerciales, y populares por quedar al alcance de todos los públicos.
Tony Bennett declara en el documental que el cantante de jazz actúa en salas relativamente pequeñas y ante públicos que nunca son multitudinarios. Y que ante éstos se azora por falta de una mínima intimidad y de un mínimo recogimiento.
En Amy se va a dar la circunstancia de que, comenzando a trabajar en pequeños locales, el éxito enorme de «Back to black» la convierte en estrella de la música juvenil y la obliga a afrontar los públicos de los macro-conciertos, esto es siendo como es ella una artista de jazz, se verá obligada, por la evolución de los hechos y las necesidades irrefragables del negocio del espectáculo, a comportarse profesionalmente y a trabajar en la misma línea de una Madonna o una Beyoncé, o una Rihanna. Enorme contradicción. Y enorme desazón también. Sí, porque Amy no coreografía sus canciones -es cantante y no es además pseudo-bailarina-; su voz -que Tony Bennett equipara a las de Elia Fitzgerald y Billie Holiday-, descomunal, nada tiene que ver con la ratonera de Madonna, la inaudible de gatita melosa de Kilye Minogue o la ñoñamente mocosa e infantil de Rihanna; sus desgarradas letras son lacerantes, ¡cuán alejadas de las edulcoradas o comercialmente sexuales (ese «sesso come obbligo» que denunciara Pasolini) de las trivialmente rutilantes stars del sistema!
¿Y qué decir de los públicos masificados? Gente que acude muy «colocada», que muchas veces ni escucha y desde luego que no atiende a matiz alguno de interpretación por parte de los artistas, que exige quedar deslumbrado por decibelios insostenibles, luces cegadoras, rayo laser, efectos especiales y unas coreografías procaces que culminen en algún gesto soez por parte del ídolo como cima del desmadre y de una supuesta agresión y rebelión radical contra el establishment social y moral, pero que no es en definitiva más que humo, rutina, convencional servidumbre, acto romo que ni siquiera llega a arañar. Se trata de ese público que suspira por las discotecas ibicencas Amnesia o Ushuaïa, manipulable, maleable en manos de la buena mercadotecnia, infantil, infantilizado y acrítico. Y ello a tal punto que se pregunta uno qué pinta el talento de Amy en ese mundo falaz que encarna, por ejemplo, Madonna.
Hay más; y es que el sufrimiento de Amy y su degradación, incluso en su ambivalencia, sí que, profunda, auténtica y sinceramente, ponen en tela de juicio no ya sólo el mundo del espectáculo tal y como se concibe actualmente, sino la propia existencia. Amy doliente y doliéndose es cuestionamiento religioso, antropológico y filosófico.
Causa estupor y vergüenza ver a Amy participar en la gala de los Grammy del 2008, en la que arrasó y en la que tan bien interpretó, habiendo de compartir escenario social y habiendo de rivalizar para la obtención de los premios con una Beyoncé, una Rihanna o un Timberlake. Sólo faltaba ya que también estuvieran allí Shakira, Paulina Rubio y Ricky Martin con su «un pasito p´alante, María, un pasito p´atrás».
Es bien triste la descontextualización denigrante de los verdaderos artistas. En el arte, como en todo, hay géneros y hay categorías y aunque, como muy bien denuncia Albert Boadella «se va al Reina Sofía como quien va al Prado», las jerarquías y las priorizaciones, asentadas sobre el buen criterio y la selección documentada, debieran imperar siempre. De no proceder de esta forma, la cultura queda gravemente amenazada y todo vale y, además, todo vale igual.
Es muy triste asimismo ver cómo aquella jovencita que declara en el documental que ni la música ni las letras del momento le dicen nada, que le resultan insulsas y que por ello decide ella misma escribir sus propios textos tan personales y componer sus propias músicas, acabe siendo una pieza más del star system y del consumo de masas.
Creo firmemente que esta fuerte contradicción hubo de sumir a Amy en la perplejidad. Su malestar, incluso estupefacción, ante una situación que era irreversible, el comprobar que ya nada podría hacer por reconducir su vida artística por los cauces que le eran naturales, su impresión vital de artificialidad, ese verse condenada por formar parte ahora de un sistema y un engranaje que lo fagocita todo, incluso el riesgo de acabar convertida en una más, tan despersonalizada, chabacana y banalmente repetitiva como las otras, como las chicas típicas de los Grammy, tuvo que abocarla a la desesperanza, alimentando su alcoholismo y su drogadicción, esto es su destrucción. Por otra parte, para escapar a esta situación que traicionaba su auténtica esencia de artista, sólo cabía el suicidio. Sólo la muerte podría echar abajo las puertas condenadas y reventar las ventanas herméticamente cerradas; sólo ella podía traer el aire fresco que se iba haciendo cada vez más escaso y que Amy tanto necesitaba para no agostarse… o para agostarse definitivamente.
En relación con lo anterior, cabe llevar a cabo también una lectura mediática de la vida de Amy, tal y como queda reflejada en la película. Desde el momento en que vende discos como churros, triunfa en los Grammy, etc., Amy queda expuesta al amarillismo tipo «The Sun» y a la ruindad trivializada de las redes sociales, esto es entra de lleno como protagonista en el mundo del escándalo. Y así una Amy cada vez más «tirada», que va dando tumbos tanto en sentido literal como figurado, que se desploma física y vitalmente, que es arrestada por tenencia y consumo de drogas y también, para que no falte de nada, por agresión, que es «empapelada» por la justicia, cuyo marido ingresa en la cárcel, que, con todo listo y con la expectación al máximo, no da finalmente el concierto porque su lengua es de trapo y no le rigen las piernas… ¡qué filón, señores! Ya tenemos el perfecto bufón grotesco de quien reírnos y hacer chistes en los muy mal llamados «monólogos» tipo la «Paramount» o «El club de la comedia», en las entregas de premios (tal y como muestra en ambos casos el documental), en las redes sociales con alma de portera de la más baja ralea moral donde se exhiben cuchufletas degradantes del estilo de aquel concejal de Madrid cuyo nombre he olvidado. Se la compara en el «monólogo» a un «escuálido caballo» y el público se desternilla. En la entrega de ya no sé qué premio que se le ha otorgado, el presentador dice que se lo comuniquen «cuando se despierte», suscitando las risas, y, tras una pausa, añade en alusión a la misma Amy Winehouse: «¡qué esponja!». Los asistentes se tronchan de risa.
Amy, esa portentosa cantante, esa letrista de desgarrado naturalismo equiparable en su espíritu y su desnuda sinceridad al de una Édith Piaf o al de las coplas más descarnadas del cante jondo, queda reducida a permanente objeto de mofa y escarnio. Amy como Rigoletto. Con la diferencia de que éste sabe ser malvado y morder haciendo mucho daño («Io, la lingua; lui, il pugnale»), mientras que Amy es una auténtica infeliz, una cándida, desamparada e inerme, sin capacidad alguna de reacción. Sus largas uñas ni arañan siquiera (antes se quebrarían) y sus tatuajes de malota («you know that I´m no good») no ponen espanto ni en un niño de teta.
Una de sus amigas describe la casa donde Amy vive poco antes de morir como la de un okupa: suciedad por doquier, absoluto desorden, hedor… y ello a pesar de que, según se dice, Amy Winehouse llega a cobrar un millón de dólares por actuación. Sin embargo, si Amy logra recomponerse, subirá al escenario y allí esplenderá. Amy parece ilustrar el relato de Jean Genet titulado «El funámbulo», que representa toda una alegoría del artista y en especial del malditismo. «No se es artista sin una gran desgracia». El funámbulo vive una vida miserable y torpe, su habitáculo es una zahúrda, cría piojos y miseria, es un criminal, un rechazado, un «desviante», un lobo estepario, casi una suerte de licántropo, mas ello es la condición para que luego, transformado en oficiante luminoso durante la actuación, pueda elevar al público, desde su talento innato y desde su manejo de las emociones («No vienes a divertir al público, sino a fascinarlo»), hasta ese mundo privilegiado ajeno a las terrenales y corruptibles coordenadas del tiempo y del espacio.
De ecos rimbaldianos, la tesis de Genet es que, desde el Infierno, ese «oscuro bosque», el artista resurgirá en la actuación como auténtico maestro de su arte.
Todo ello es muy bello, ciertamente, románticamente bello, mas uno llega a preguntarse si es inevitable, si no existen otras fórmulas y si ese malditismo no es, en el fondo, una convención que responde a un estereotipo. «El suelo te hará tropezar», le dice Genet al funámbulo, quien sólo puede brillar y respirar en las alturas, sobre su encumbrado alambre, contraponiendo así la tosca y áspera realidad al artificio superior del arte. Con Baudelaire se podría afirmar que Amy, como todo poeta, es un albatros cuya envergadura le permite volar muy alto, aun por encima de las tormentas, pero lo imposibilita para caminar en la tierra. Los marineros que lo han capturado, zafios y groseros como son, burlándose, lo torturan. Y, dando traspiés, el albatros, tan majestuoso él en el aire, se torna grotesco pajarraco. «El poeta se asemeja al príncipe de las alturas / Que desafía a las tempestades y se ríe del arquero; / Exiliado en el suelo, presa de los abucheos, / Sus alas de gigante le impiden caminar». De lo anterior parece deducirse que no hay otras opciones, que Amy obedece a un requerimiento psíquico y cultural que la supera y al que no puede sustraerse.
Sí, en definitiva, malditismo, ese molde para el artista desde el romanticismo, el post-romanticismo y la bohemia, en el que encaja también a la perfección el llamado «Club 27», ese grupo de artistas que desaparecieron a esa temprana edad de los veintisiete años: Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison y, por último, la propia Amy Winehouse.
Vida breve. Muerte en la cima de la energía vital cuando se es bello aún. El ideal griego de muerte. «Cuando a Patroclo vieron muerto, / tan joven, fuerte y audaz» (Kavafis, «Los caballos de Aquiles»). Morir a tiempo «antes que el tiempo airado cubra de nieve la hermosa cumbre».
No hay comentarios