Amy, el documental

«Amy», largometraje de Asif Kapadian, rehúye afortunadamente todo sentimentalismo. Es una aproximación un tanto distante a la carrera de Amy, a su ascenso, coronación y desplome final. El documental nos hace ver además cómo ese desplome resulta inevitable y asoma ya inexorablemente desde el principio. Documental distante pues se trata de no caer en dengues ñoños o en fútiles encomios e impostadas apologías a posteriori de la artista. Distancia, sin embargo, no significa necesariamente frialdad; la película despide y transmite calor humano, bestialmente humano en ocasiones. Contempla y trata a Amy Winehouse con cordial admiración, compensando así el desasosiego en aumento que el espectador va sintiendo a medida que asiste a la progresiva degradación de la artista. Las letras de determinadas canciones van dando la pauta de esa triste evolución.

Este documental, en definitiva, podría definirse como la crónica afectuosa, y nunca cursi, de un muy doloroso naufragio.

Amy Winehouse no nace en un ambiente musical ni por asomo; por «raza» nada tampoco la aproxima al jazz, dada su condición de judía londinense; no sigue estudios musicales ni toma clases de canto. Ella se inicia en el arte escuchando los discos de los grandes del jazz y por sí sola va desarrollando un portentoso talento vocal, una capacidad poética muy narcisista y desgarrada, así como un gran sentido del ritmo que volcará en sus personales composiciones. Amy es una self-made woman. Incontestablemente. Es sorprendente ver en un vídeo casero, en que una adolescente Amy y sus amigos festejan un cumpleaños, cómo, alrededor de la tarta, mientras se canta el un tanto anodino y plano «Happy birthday», la jovencísima Amy juega con la canción, dándole unas insospechadas y poderosas inflexiones jazzísticas.

Amy comienza a dar sus primeros conciertos y graba su primer disco, «Frank». Un disco de jazz. Amy puede entonces realizar su sueño de emancipación, algo con lo que soñaba, nos dice, desde los trece años de edad. En el barrio de Candem comparte apartamento con una amiga. Independencia, pereza y consumo masivo de maría.

Amy tiene todos los mimbres para triunfar comercialmente y además para ser muy valorada por los entendidos. Como una obra de Shakespeare, Amy se dirige a todos sin excepción y todos sin excepción la han de apreciar, desde la adolescente que suspira por una famosa con quien identificarse, dada su extravagancia y apariencias rebeldes, hasta el más sesudo crítico de jazz, pasando por el amante del buen pop, del buen soul y de la buena música negra.

Sin embargo, a su talento lo va a combatir, ¡y con qué fuerza!, su propia personalidad. El peor enemigo de Amy es ella misma.

Su padre fue el gran ausente. Tenía una amante y durante el día no hacía acto de presencia en la casa familiar. Tan sólo llevaba a Amy al colegio y luego volvía al lecho conyugal muy tarde, cuando Amy dormía ya. Durante muchos años, hasta que el señor Winehouse se decidiera al fin a abandonar a su familia, se prolongó la mascarada. Amy sufrió enormemente por esta ausencia, tanto por la semi-ausencia primera como por la definitiva, después. Amy, en todos los hombres que irá conociendo, va buscando al padre que le faltó desde el principio y que luego huyó. La postura de Amy frente al hombre, será la de dependencia y deseo de protección, tal y como se expresa en «Stronger than me», en que Amy reprocha a su novio la debilidad y el hecho de que sea ella quien haya de «ejercer de hombre» o de «marido». Subyace el menosprecio; tanto que Amy le llegará a preguntar, incorrectamente, «are you gay?»

En un momento determinado, al principio de la relación amorosa más larga de Amy -tanto que acabó en boda-, su pareja, Blake, le reprocha su promiscuidad. En efecto, Amy quiere encontrar en sus novios al padre que la esquivó. Necesita un hombre que le ofrezca amor incondicional, seguridad, amparo, defensa, guardia y custodia. Mas como no lo encuentra, Amy se ve condenada a desechar y a seguir buscando. Sí, también ella, como Diógenes el cínico, podría pasear por las calles (de Londres en su caso), a plena luz del día, con un candil en la mano «buscando un hombre».

En la búsqueda, Amy irá dejando jirones de su alma y de su cuerpo en cada zarza masculina en que se detenga. «Love is a losing game».

El padre de Amy. Vuelve a asomarse a la vida de su hija cuando ésta adquiere celebridad. La hija como tal, como persona sufriente, sigue sin interesarle. La artista de éxito, eso ya es otro cantar… El señor Winehouse va a aprovecharse descaradamente de la nueva situación de la hija, no ya tanto económicamente como sobre todo psícológicamente. Su vacua,  vaporosa e inconsistente personalidad va a vivir vicariamente de los éxitos de la hija, instalándose en su vida y desbaratándola una vez más. Tanta es su irresponsabilidad que desaconsejará a Amy ingresar en una clínica donde llevar a cabo su limpieza y desintoxicación («my daddy thinks I´m fine». «Rehab»).  Amy, infantilizándose, le pedirá su opinión sentándose en sus rodillas. El señor Winehouse es una de estas personas que pululan y pueblan los programas televisivos actuales de cotilleo, que viven de parasitar las vidas ajenas y se nutren de escándalos. Mister Winehouse necesita que Amy siga siendo excéntricamente especial, dé que hablar por sus extravagancias,  sus despropósitos y sus problemas. Su inmadura insustancialidad le imposibilita orientar adecuadamente a la hija tanto en lo personal como en lo artístico. Para él su hija es un medio de satisfacer su pueril necesidad de que se le nombre, de que se le pregunte por su parecer, de opinar, de ofrecer su versión de los hechos y, en definitiva, de que se hable de él, de ser algo y alguien. Si su ausencia pretérita generó permanente congoja en Amy, su presencia ulterior abundará en la desgraciada degradación de la hija. Nefasto señor. Nefasta su influencia.

Prueba irrefutable de todo lo anterior son las imágenes en que Amy descansa por unos días en la isla caribeña de Santa Lucía, confiando en anclar su desintoxicación. El padre se desplaza también a la isla (suponemos que con el dinero de su hija), pero no solo, no como padre, sino con un equipo de grabación profesional con que acosar a Amy durante su estancia. Lamentable. Se trata de lo que podríamos llamar un padre-paparazzo.

En un momento determinado de esa estancia, cuando lo que requiere, y quiere además, la propia Amy, es tranquilidad y anonimato, el padre azuza a unos turistas británicos para que se hagan la foto con ella. Amy cede con reticencias y desgana. El padre se lo reprocha luego. Amy replica que su propia reacción, el haber posado a regañadientes, ni los afecta ni los incomoda pues su único objetivo es la foto, denunciando así la indiferencia de esos turistas frente a la persona que hay tras la celebridad ya que el único móvil de la foto de marras es ceder a la compulsión de aproximarse, posar y aparecer junto al famoso sancionando así una obligada conducta comercial, banal y somerísima que acaba deshumanizando tanto a la celebridad o ídolo como al fiel co-oficiante de la foto. En realidad la defensa de Amy es un reproche inconsciente a su progenitor, ¿no es cierto?

Parece que tanto cualitativa como cuantitativamente ese Blake que acabará por convertirse en su marido, fue el hombre más importante en la vida de Amy. No se entiende muy bien cuál es su ocupación, pero se nos aparece como un ser bastante frívolo, muy pagado de sí mismo y fanfarrón, que se precia de ser un conquistador. La pareja, primero, y el matrimonio, después, no pueden ser más destructivos, aunque sólo sea porque su consumo de alcohol y drogas no sólo vaya en aumento, sino además y sobre todo porque al cabo de un tiempo  Blake inicia a Amy en el consumo de heroína y ello representa una pronunciadísima y muy deslizante cuesta abajo que es prácticamente imposible remontar luego. Cuando, tras algunas indecisiones, ingresan ambos en la misma clínica (lo cual, como muy bien señala en la película una especialista, es una auténtica insensatez) para llevar a cabo una terapia de desintoxicación, como al parecer, al cabo de un tiempo, han culminado con éxito el proceso, para festejarlo, se dan un antológico atracón de estupefacientes…

Amy, tan temperamental en el escenario y tan bravía en sus composiciones, es, en lo vital, sumamente frágil y se nos muestra siempre desvalida y carente de ideas propias y sanas. Amy hará cuanto haga y diga el hombre amado, sustituto del padre que hizo dejación de sus deberes y de su amor para con su hija. Amy idealiza al padre proyectándolo en el amante, disociando inconscientemente todo sentimiento agresivo y de rabia frente a él por su incuria y su abandono. Esta disociación, esta alienación de la cólera reprimida en el subconsciente, como no puede desaparecer, se manifiesta sibilina y subrepticiamente en forma de síntomas y de conductas desajustadas -bulimia, alcoholismo, drogadicción, etc.- que convierten la vida en un calvario. Porque el padre queda idealizado y ascendido a una suerte de olimpo de consideración respetuosa y amor, porque el cuarto mandamiento impera en todos nosotros desde la noche de los tiempos, desde que el hombre se convierte en animal de cultura, inconscientemente Amy reorienta la agresión hacia él contra sí misma. La necesidad de hacer daño, atacar y odiar se vuelve auto-agresión y auto-lesión.

Por otra parte, el comportamiento de Blake respecto a Amy reproduce el del padre. Blake la tiene seducida, hechizada y la va llevando por donde quiere y siempre por caminos torcidos que no son en realidad más que callejones sin salida. Dead end streets. Y si empleo el inglés no es por esnobismo, sino porque en esa lengua está el término «dead«. Death. Son trochas de muerte. Blake está con Amy porque Amy es famosa y poderosa; goza de ese poder fáctico que la estrella ejerce en la sociedad aunque no se lo proponga, así como de ese poder de fascinación en las masas. Blake, también, está con ella por un dinero que le está llegando a espuertas y que les otorga una vida de regalo y un poder adquisitivo ilimitado, sobre todo por lo que hace a la compra y al consumo de drogas. Cuando Blake es enviado a prisión y Amy inicia un romance con otro hombre, la reacción de Blake es inequívocamente egoísta, la de una persona que nunca amó realmente a su pareja. Se duele por la infidelidad de Amy, pero no intenta nada por remediar la situación desfavorable para él, por persuadir y convencer a la desafecta y ganársela de nuevo. No, pues su orgullo puede más que el afecto. Ante la cámara Blake declara tácitamente su definitivo repudio de Amy, afirmando presuntuosamente que él es guapo, joven y que va al gimnasio, representando ello una manera implícita e inequívoca de desprecio a Amy, situándola en sus antípodas, por fea y torpe, por avejentada prematuramente, por enferma y podre. Y es que, claro, ya no puede seguir manipulándola y extrayendo beneficios de ella. El padre sí persistirá pues podrá siempre seguir manejándola y aprovecharse de ella.

Amy, el documental, es el relato de una degradación, como queda dicho en las primeras líneas de este texto. Relacionando esta degradación con su prestación artística dentro del marco de unas coordenadas cartesianas en que el eje de abscisas discurre de cero a diez, siendo cero el mínimo y diez el máximo, y el eje de ordenadas va desde el año 1988 en que Amy iniciara su carrera hasta el 2011, año de su famosa espantá, a lo Rafael el Gallo, en Belgrado que sella su final artístico y es heraldo de su desaparición, que se produciría poco tiempo después, obtendríamos el siguiente gráfico aproximativo, sin ánimo de precisión absoluta.

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Como se puede apreciar, en un momento determinado, prestación artística y degradación física y moral coincidirán en lo más alto por un breve espacio de tiempo, precipitándose inmediatamente después, e inexorablemente, la prestación artística.

Tras la lectura psicologista del documental, aventuremos ahora otra en clave más sociológica.

Amy es cantante de jazz. Sin embargo, su segundo disco, el que la catapulta a la fama, sin traicionar esas raíces y ese espíritu, y siendo como es por otra parte una obra maestra en su conjunto, presenta unos rasgos más pop e incluso más comerciales, muy dignamente comerciales, y populares por quedar al alcance de todos los públicos.

Tony Bennett declara en el documental que el cantante de jazz actúa en salas relativamente pequeñas y ante públicos que nunca son multitudinarios. Y que ante éstos se azora por falta de una mínima intimidad y de un mínimo recogimiento.

En Amy se va a dar la circunstancia de que, comenzando a trabajar en pequeños locales, el éxito enorme de «Back to black» la convierte en estrella de la música juvenil y la obliga a afrontar los públicos de los macro-conciertos, esto es siendo como es ella una artista de jazz, se verá obligada, por la evolución de los hechos y las necesidades irrefragables del negocio del espectáculo, a comportarse profesionalmente y a trabajar en la misma línea de una Madonna o una Beyoncé, o una Rihanna. Enorme contradicción. Y enorme desazón también. Sí, porque Amy no coreografía sus canciones -es cantante y no es además pseudo-bailarina-; su voz -que Tony Bennett equipara a las de Elia Fitzgerald y Billie Holiday-, descomunal, nada tiene que ver con la ratonera de Madonna, la inaudible de gatita melosa de Kilye Minogue o la ñoñamente mocosa e infantil de Rihanna; sus desgarradas letras son lacerantes, ¡cuán alejadas de las edulcoradas o comercialmente sexuales (ese «sesso come obbligo» que denunciara Pasolini) de las trivialmente rutilantes stars del sistema!

¿Y qué decir de los públicos masificados? Gente que acude muy «colocada», que muchas veces ni escucha y desde luego que no atiende a matiz alguno de interpretación por parte de los artistas, que exige quedar deslumbrado por decibelios insostenibles, luces cegadoras, rayo laser, efectos especiales y unas coreografías procaces que culminen en algún gesto soez por parte del ídolo como cima del desmadre y de una supuesta agresión y rebelión radical contra el establishment social y moral, pero que no es en definitiva más que humo, rutina, convencional servidumbre, acto romo que ni siquiera llega a arañar. Se trata de ese público que suspira por las discotecas ibicencas Amnesia o Ushuaïa, manipulable, maleable en manos de la buena mercadotecnia, infantil, infantilizado y acrítico. Y ello a tal punto que se pregunta uno qué pinta el talento de Amy en ese mundo falaz que encarna, por ejemplo, Madonna.

Hay más; y es que el sufrimiento de Amy y su degradación, incluso en su ambivalencia, sí que, profunda, auténtica y sinceramente, ponen en tela de juicio no ya sólo el mundo del espectáculo tal y como se concibe actualmente, sino la propia existencia. Amy doliente y doliéndose es cuestionamiento religioso, antropológico y filosófico.

Causa estupor y vergüenza ver a Amy participar en la gala de los Grammy del 2008, en la que arrasó y en la que tan bien interpretó, habiendo de compartir escenario social y habiendo de rivalizar para la obtención de los premios con una Beyoncé, una Rihanna o un Timberlake. Sólo faltaba ya que también estuvieran allí Shakira, Paulina Rubio y Ricky Martin con su «un pasito p´alante, María, un pasito p´atrás».

Es bien triste la descontextualización denigrante de los verdaderos artistas. En el arte, como en todo, hay géneros y hay categorías y aunque, como muy bien denuncia Albert Boadella «se va al Reina Sofía como quien va al Prado», las jerarquías y las priorizaciones, asentadas sobre el buen criterio y la selección documentada, debieran imperar siempre. De no proceder de esta forma, la cultura queda gravemente amenazada y todo vale y, además, todo vale igual.

Es muy triste asimismo ver cómo aquella jovencita que declara en el documental que ni la música ni las letras del momento le dicen nada, que le resultan insulsas y que por ello decide ella misma escribir sus propios textos tan personales y componer sus propias músicas, acabe siendo una pieza más del star system y del consumo de masas.

Creo firmemente que esta fuerte contradicción hubo de sumir a Amy en la perplejidad. Su malestar, incluso estupefacción, ante una situación que era irreversible, el comprobar que ya nada podría hacer por reconducir su vida artística por los cauces que le eran naturales, su impresión vital de artificialidad, ese verse condenada por formar parte ahora de un sistema y un engranaje que lo fagocita todo, incluso el riesgo de acabar convertida en una más, tan despersonalizada, chabacana y banalmente repetitiva como las otras, como las chicas típicas de los Grammy, tuvo que abocarla a la desesperanza, alimentando su alcoholismo y su drogadicción, esto es su destrucción. Por otra parte, para escapar a esta situación que traicionaba su auténtica esencia de artista, sólo cabía el suicidio. Sólo la muerte podría echar abajo las puertas condenadas y reventar las ventanas herméticamente cerradas; sólo ella podía traer el aire fresco que se iba haciendo cada vez más escaso y que Amy tanto necesitaba para no agostarse… o para agostarse definitivamente.

En relación con lo anterior, cabe llevar a cabo también una lectura mediática de la vida de Amy, tal y como queda reflejada en la película. Desde el momento en que vende discos como churros, triunfa en los Grammy, etc., Amy queda expuesta al amarillismo tipo «The Sun» y a la ruindad trivializada de las redes sociales, esto es entra de lleno como protagonista en el mundo del escándalo. Y así una Amy cada vez más «tirada», que va dando tumbos tanto en sentido literal como figurado, que se desploma física y vitalmente, que es arrestada por tenencia y consumo de drogas y también, para que no falte de nada, por agresión, que es «empapelada» por la justicia, cuyo marido ingresa en la cárcel, que, con todo listo y con la expectación al máximo, no da finalmente el concierto porque su lengua es de trapo y no le rigen las piernas… ¡qué filón, señores! Ya tenemos el perfecto bufón grotesco de quien reírnos y hacer chistes en los muy mal llamados «monólogos» tipo la «Paramount» o «El club de la comedia», en las entregas de premios (tal y como muestra en ambos casos el documental), en las redes sociales con alma de portera de la más baja ralea moral donde se exhiben cuchufletas degradantes del estilo de aquel concejal de Madrid cuyo nombre he olvidado. Se la compara en el «monólogo» a un «escuálido caballo» y el público se desternilla. En la entrega de ya no sé qué premio que se le ha otorgado, el presentador dice que se lo comuniquen «cuando se despierte», suscitando las risas, y, tras una pausa, añade en alusión a la misma Amy Winehouse: «¡qué esponja!». Los asistentes se tronchan de risa.

Amy, esa portentosa cantante, esa letrista de desgarrado naturalismo equiparable en su espíritu y su desnuda sinceridad al de una Édith Piaf o al de las coplas más descarnadas del cante jondo, queda reducida a permanente objeto de mofa y escarnio. Amy como Rigoletto. Con la diferencia de que éste sabe ser malvado y morder haciendo mucho daño («Io, la lingua; lui, il pugnale»), mientras que Amy es una auténtica infeliz, una cándida, desamparada e inerme, sin capacidad alguna de reacción. Sus largas uñas ni arañan siquiera (antes se quebrarían) y sus tatuajes de malota («you know that I´m no good») no ponen espanto ni en un niño de teta.

Una de sus amigas describe la casa donde Amy vive poco antes de morir como la de un okupa: suciedad por doquier, absoluto desorden, hedor… y ello a pesar de que, según se dice, Amy Winehouse llega a cobrar un millón de dólares por actuación. Sin embargo, si Amy logra recomponerse, subirá al escenario y allí esplenderá. Amy parece ilustrar el relato de Jean Genet titulado «El funámbulo», que representa toda una alegoría del artista y en especial del malditismo. «No se es artista sin una gran desgracia». El funámbulo vive una vida miserable y torpe, su habitáculo es una zahúrda, cría piojos y miseria, es un criminal, un rechazado, un «desviante», un lobo estepario, casi una suerte de licántropo, mas ello es la condición para que luego, transformado en oficiante luminoso durante la actuación, pueda elevar al público, desde su talento innato y desde su manejo de las emociones («No vienes a divertir al público, sino a fascinarlo»), hasta ese mundo privilegiado ajeno a las terrenales y corruptibles coordenadas del tiempo y del espacio.

De ecos rimbaldianos, la tesis de Genet es que, desde el Infierno, ese «oscuro bosque», el artista resurgirá en la actuación como auténtico maestro de su arte.

Todo ello es muy bello, ciertamente, románticamente bello, mas uno llega a preguntarse si es inevitable, si no existen otras fórmulas y si ese malditismo no es, en el fondo, una convención que responde a un estereotipo. «El suelo te hará tropezar», le dice Genet al funámbulo, quien sólo puede brillar y respirar en las alturas, sobre su encumbrado alambre, contraponiendo así la tosca y áspera realidad al artificio superior del arte. Con Baudelaire se podría afirmar que Amy, como todo poeta, es un albatros cuya envergadura le permite volar muy alto, aun por encima de las tormentas, pero lo imposibilita para caminar en la tierra. Los marineros que lo han capturado, zafios y groseros como son, burlándose, lo torturan. Y, dando traspiés, el albatros, tan majestuoso él en el aire, se torna grotesco pajarraco. «El poeta se asemeja al príncipe de las alturas / Que desafía a las tempestades y se ríe del arquero; / Exiliado en el  suelo,  presa de los abucheos, / Sus alas de gigante le impiden caminar».  De lo anterior parece deducirse que no hay otras opciones, que Amy obedece a un requerimiento psíquico y cultural que la supera y al que no puede sustraerse.

Sí, en definitiva, malditismo, ese molde para el artista desde el romanticismo, el post-romanticismo y la bohemia, en el que encaja también a la perfección el llamado «Club 27», ese grupo de artistas que desaparecieron a esa temprana edad de los veintisiete años: Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison y, por último, la propia Amy Winehouse.

Vida breve. Muerte en la cima de la energía vital cuando se es bello aún. El ideal griego de muerte. «Cuando a Patroclo vieron muerto, / tan joven, fuerte y audaz» (Kavafis, «Los caballos de Aquiles»). Morir a tiempo «antes que el tiempo airado cubra de nieve la hermosa cumbre».

«Ocho apellidos vascos» a la luz de El Roto, Mingote… y Sabino Arana

«Envenena la sangre de otros, en tanto que conserva incontaminada la suya propia… Esto lo sabe el judío muy bien y practica por eso sistemáticamente este modo de «desarmar» a la clase dirigente de sus adversarios de raza… Para disimular sus manejos y adormecer a sus víctimas, no cesa de hablar de la igualdad de todos los hombres, sin diferencia de raza ni color. Los imbéciles se dejan persuadir»

«La pérdida de la pureza de la sangre destruye para siempre la felicidad interior: degrada al hombre definitivamente y son fatales sus consecuencias físicas y morales»

«¡UN ESTADO GERMÁNICO DE LA NACIÓN ALEMANA!»

(Adolfo Hitler, «Mein Kampf»)

 

«Etnográficamente hay diferencia entre ser español y ser euskeriano; la raza euskeriana es sustancialmente distinta a la raza española»

«¡Cuándo llegarán todos los bizkainos a mirar como enemigos suyos a todos los que les hermanan con los que son extranjeros y enemigos naturales suyos!»

«¡Ya lo sabéis, Euzkeldunes, para amar el Euzkera tenéis que odiar a España!»

(Sabino Arana, fundador del Partido Nacionalista Vasco)

 

A) Sin que pueda recordar los términos exactos, en su catecismo nacionalista, Sabino Arana pregunta cómo se reconoce al vasco (lo que él designa como «vizcaíno» o «bizkaitarra») o quién es realmente vasco. La respuesta es que vasco es aquél que tiene los cuatro apellidos vascos, haciéndose así eco y constituyéndose en epígono de la limpieza de sangre del cristiano viejo español («… y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos…», declara Sancho Panza en el capítulo VIII, segunda parte del Quijote). España, Portugal e Hispanoamérica son, si no yerro, los únicos en que al nombre de pila acompañan los dos apellidos, paterno y materno (invirtiendo el orden en Portugal y Brasil); como la condición o identidad o «esencia» judía se transmite matrilinealmente, era importante conocer también el de la progenitora. Y así, hoy en día, aunque ya de manera inocua, mantenemos aquella ignominia que, digo, ya no lo es y que incluso es realmente práctica puesto que en nuestro país -y especialmente en el antiguo reino de Castilla-, a diferencia de otros, los nombres familiares se repiten demasiado y el disponer de dos nos individualiza mejor.

Había que identificar, para marcarlo, denigrarlo, explotarlo, expulsarlo y, si fuera menester, abatirlo, al intruso, al extraño a la raza. Así, el Roto en su viñeta de El País de 12 de octubre de 1999 dibuja una especie de Guzmán el Bueno que se exclama perplejo: «Hace años, en España, celebrábamos el día de la Raza… ¡Como si fuéramos vascos!»

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En su viñeta del martes 2 de febrero de 1999 aparecen dos paisanos con boina. Al fondo un áspero paisaje castellano-viejo o alavés. Dice uno de ellos: «Pronto a los no nacionalistas nos llamarán antisociales». Contesta el otro: «Y nos pondrán una estrella».

2

Afirma sabino Arana: «Es preciso aislarnos de los maketos». («Bizkaitarra», nº 19) y «Nosotros, los vascos, evitemos el mortal contagio … de los venidos de fuera». («La Patria», nº 39)

Así pues, si los cuatro apellidos vascos garantizan la esencia y la pureza, ¿qué no será cuando pueda uno ufanarse de nada menos que del doble, esto es de ocho? Exageración: recurso cómico por excelencia. Hay quien se lo ha reprochado a la película, pero es que Martínez Lázaro y su equipo no han elaborado un documental.

El título, ya de por sí, es todo un acierto y promete sarcasmo y diversión. Queda además muy bien sustentado por el cartel con los colores de la ikurriña y humanizado, lejos de toda abstracción, por los cuatro retratos de los cuatro protagonistas, en el que se adivina que el señor del rectángulo superior izquierdo (Koldo, interpretado por Karra Elejalde) no puede ser más que nacionalista por lo hosco, sañudo, receloso y ulcerado, a lo Arzalluz o a lo Egibar, de su gesto. La muchacha del rectángulo superior derecho (Amaia interpretada por Clara Lago) ostenta flequillo banderizo, «como peinado de un hachazo» o consecuencia del «mordisco de un burro», como lo describirá en la película Rafa, el galán de ella enamorado; sin embargo su gesto dubitativo y ansioso presagian un conflicto interno, un dilema, una contradicción en definitiva que anuncian comicidad. La señora del rectángulo inferior izquierdo (la sedicente Anne interpretada por Carmen Machi) y el muchacho de rectángulo inferior izquierdo (Rafa-Antxon interpretado por Dani Rovira) expresan, contrastando con el piso de arriba, alegría y mucha guasa.

cartel

Cuando Rafa llega a las Vascongadas, en expresión propia, esto es cuando es todavía Rafa tout court, antes de que Amaia le persuada a que finja ser su ex-novio y ex-prometido Antxon para no defraudar y tener engañado a su padre, Koldo el arrantzale (pescador), aquél, Rafa, sevillano por los cuatro costados, intuye enseguida que para sobrevivir, ya que no puede alcanzar la invisibilidad, ha de contrahacer el vasco-vasco. Es cuanto expresa El Roto (El País, 8 de octubre de 1999) en aquella viñeta en que una mujer coloca en la coronilla de un señor que se dispone a salir a la calle un plumero, mientras le dice: «¡No salgas sin plumas, no sea que piensen que no eres de la tribu!»

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Más cáustica aún aquella otra viñeta (El País, 23 de marzo del 2001) en que un individuo de una cierta edad y con boina, tendido en un suelo erizado de púas y con una como fábrica chiriquiana -por más aumentar el clima de desazón e inquietud- al fondo, dice: «Para sobrevivir en el País Vasco, hay que saber hacerse el muerto».

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Y así, Rafa, una vez en el calabozo, rodeado de jóvenes pro-etarras de catadura patibularia («Gran número de ellos -se refiere, claro está a los españoles o maquetos- parece testimonio irrecusable de la teoría de Darwin, pues más que hombres semejan simios poco menos bestias que el gorila: no busquéis en sus rostros la expresión de la inteligencia humana ni de virtud alguna; su mirada sólo revela idiotismo y brutalidad». Sabino Arana en «Bizkaitarra», nº 27), para disimular, para «hacerse el muerto», como tan bien expresa El Roto, y no pasar a ser muerto de verdad, fingirá ser un etarra, Iñaki Metralletas, pero que se ha disfrazado de sevillano para mejor llevar a cabo su cometido terrorista. Y, a continuación, adoptará el acento vasco (Dice Arana: «Oídle hablar a un bizkaíno, y escucharéis la más eufórica, moral y culta de las lenguas; oídle a un español y si sólo le oís rebuznar, podéis estar satisfechos, pues el asno no profiere voces indecentes ni blasfemias». «Bizkaitarra», nº 29 -sabido es que el vascuence es la única lengua en que no caben palabrotas ni blasfemias-) e inventará una nueva identidad. Cuando uno lee los apellidos de los etarras, no deja de sorprender el grandísimo número de apellidos maketos que ostentan, en ocasiones mezclados con uno genuinamente vasco, esto es vasco-vasco, y en otras ocasiones contradiciendo ambos el catecismo araniano. Que la Eta acepte a maquetos en sus filas es, ciertamente, un progreso frente al rabioso racismo de Sabino Arana y también, por ejemplo, frente a un nacional-socialismo alemán que nunca aceptaría entre sus filas a un muchacho de «raza inferior», por muy útiles que le resultaran, como a la Eta -bastante más práctica-, para amedrentar, expulsar y matar. Porque Hitler, cabeza cuadrada, no se avino a conferir determinado poder a los ucranianos, por considerarlos inferiores en su condición de eslavos, durante la ocupación alemana del país, redujo sus posibilidades de sujetar a Rusia más tarde; un etarra o un nacionalista vasco, siempre pragmáticos, no le hubieran hecho ascos a una colaboración de este tipo si de ello se siguieran beneficios. Esto es cierto e indudable, y no estoy ironizando, pero no debe hacernos perder de vista que si es así es porque tristemente se ha persuadido a esos jóvenes -y no tan jóvenes- que el único remedio para no ser parias, sospechosos o futuros asesinados, es borrar sus orígenes familiares, abominar de ellos y ser más papista que el Papa. «El roce de nuestro pueblo con el español causa inmediata y necesariamente en nuestra raza ignorancia y extravío de la inteligencia, debilidad y corrupción de corazón» (Sabino Arana, «Baserritarra», nº 11)

Ahora bien, ¿hay algo más desolador que un descastado?

Que me entierren con espuelas
y el barbuquejo en la barba,
que siempre fue mal nacido
quien renegó de su casta…
(Fernando Villalón, «Romances del 800»)

Por otra parte, difícil sería mantener la pureza de sangre terrorista. Actualmente tan sólo uno de cada cinco vascos tiene los dos apellidos vascos (El País,  5 de julio de 1998,»Juntos y revueltos», artículo de Francisco Peregil)

B) En la película la transformación física de Rafa se lleva a cabo cuando Amaia ha de presentarlo a su padre; entonces Rafa habrá de renunciar, con desgarro de corazón, a su gomina,  a su polo y a su rebeca para cortarse el pelo a lo tiñoso, perforarse la oreja para ostentar un piercing y vestir camiseta sin mangas y pantalones vaqueros avejentados. El Roto, en su viñeta de El País del 25 de septiembre de 1998, presenta, bajo una lámpara circular de quirófano, a un cirujano que, tirando de una cara cadavérica, como de atlas de anatomía, y tocada de boina, dice: «A los que no parezcan muy vascos se les hará gratis la cirugía étnica».

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Declara Sabino Arana: «Nosotros, los vascos, evitemos el mortal contagio, mantengamos firme la fe de nuestros antepasados y la seria religiosidad que nos distingue, y purifiquemos nuestras costumbres, antes tan sanas y ejemplares, hoy tan infestadas y a punto de corromperse por la influencia de los venidos de fuera». («La Patria», nº 39)

Mordaz, el Roto, en su viñeta del 23 de septiembre de 1998 en El País, ilustra el aserto sabiniano como sigue: en un desolado paisaje invernal, como de campas alavesas, tres individuos montaraces y primarios, simiescos a lo Gutiérrez Solana, y con aire desafiante, de aspecto vagamente carlista, ocupan en plano general la derecha del dibujo; uno de ellos, a caballo, enarbola una ikurriña mientras que otro de los dos de a pie, sujeta no se sabe muy bien si un sable o un palo. A la izquierda, un cartel reza: «Reserva nacionalista de razas autóctonas».

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Porque, por ejemplo, tomándole prestado a Iñaki Arteta el título de su documental, ciñéndonos a uno entre mil, Zamarreño no quiso mimetizarse ni se hizo el muerto como le aconsejaba el instinto de supervivencia consustancial a toda persona, acabó ejemplificando con su parietal esa lección de anatomía comparada que nos brinda El Roto en su viñeta de El País: a la izquierda aparece de espaldas un cráneo incólume. Reza la leyenda: «Cráneo vasco». A la derecha aparece otro idéntico, pero perforado, El texto que le corresponde es ahora: «Cráneo no vasco».

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Cuando en una de las primeras secuencias de la película, Rafa, desplazándose en autobús rumbo a la tierra de Amaia para declararle su amor y llevársela a Sevilla, y ya en las postrimerías del viaje, dejando las tierras del sol, penetra en un túnel, al fondo del cual se columbra una fenomenal tormenta, propia de una película de terror, y de muy mal agüero,  como si del divertidísimo y a la par escalofriante túnel del horror de las ferias de nuestra infancia se tratase, a la vez que se percibe un cartel que da la bienvenida al País Vasco, el espectador entiende que, desde ese momento, se va a jugar con lo doloroso y sangrante para hacer befa de ello y, en definitiva, catarsis; pero de catarsis se hablará más tarde. Lo que sí interesa resaltar ahora es que, cómica, la película pone el dedo en la llaga y no será, ciertamente, la última vez. En efecto la burocratización autonómica, en España, se ha desarrollado como un cáncer de los más funestos. En todas las mentes está la reciente muerte de la niñita de la Puebla de Arganzón, en el Condado de Treviño, y las palabras del senador nacionalista Olabarría al respecto, según las cuales la criatura no habría muerto de estar integrado el condado de Treviño en Euskadi. Igualmente absurdo e increíble, si bien no trágico esta vez, este post-it que conservo como muestra de la irracionalidad de las actuales Taifas hispánicas: «No se visan recetas de otra comunidad. Debe acudir a su médico de cabecera en Madrid», 9 de diciembre del 2005 – Comunidad de Madrid. Consejería de Sanidad y Consumo, etc.

Puede uno recurrir ahora a la viñeta de Mingote, en el ABC del 17 de febrero del 2012, para ilustrar cuanto se ha afirmado al respecto. En ella se ve cómo una pareja motorizada atraviesa un puente sobre un río, dejando atrás unas tierras mesetarias. El pie reza así: «El ansia viajera y la curiosidad por lo exótico nos impulsan a cruzar por el puente hasta la otra autonomía: otras leyes, otros reglamentos, otra documentación, otras autorizaciones, otro parlamento…

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Rafa es ya, por obra y gracia del amor, por contentar a Amaia en la farsa que quiere llevar a cabo ante su padre, un vasquísimo vasco. Se van a suceder entonces los tópicos regionales como desencadenantes de hilaridad. Defendamos el tópico. Es elemento fundamental en lo cómico. Defendamos el tópico regional y nacional. Tópicos, y muy divertidos cuando no desternillantes, son, en Shakespeare, el capitán irlandés Mc Morris, un paleto fanfarrón, así como -¡no podían faltar tampoco!- los capitanes escocés y galés, siendo elemento clave de su comicidad sus respectivos acentos («Henry V»); cautivador en su ridícula desmesura es el «fantastical Spaniard», don Adriano de Armado, cuyo nombre es todo un programa y una mofa hiriente a España, nación enemiga por excelencia («Love´s labour´s lost»); encandila también Monsieur Parolles, cuyo nombre ya denuncia la verborrea gala, en su frivolidad y sus falaces argumentaciones hedonistas («All´s well that ends well»); epidérmicamente tópico e hilarante el fingido turco de El Burgués Gentilhombre de Molière, así como los obtusos otomanos en Mozart; magníficos en su delirante jactancia los capitanes españoles de la Commedia dell´Arte… Claro que sí, ¡tópicos! Quien critique a una comedia, sea ésta más o menos satírica, por recurrir al tópico, se equivoca. El tópico es tradición, cultura pues, y es conocimiento e intuición populares.

Veamos algunos de estos tópicos, en los vascos primero y en los andaluces, después. En los vascos encontraremos en primer lugar la frialdad afectiva. A este respecto recuerdo que la señora Goicoechea, de Azcoitia, en la provincia de Guipúzcoa, me refirió cómo, habiendo emigrado uno de sus familiares al estado de Utah, en los EEUU, donde se encuentran, dedicados al pastoreo, tantos descendientes de vascos, al llegar allí, envió un telegrama a su madre con el siguiente texto: «Llegué bien» y ya nunca más volvió a escribir. Así, en la película, han de ocurrir mil y una peripecias para que al final padre e hija, vascos, se abracen y ella llore en el hombro del progenitor. Cuando el sedicente Antxon conoce a su futuro suegro, le da un caluroso abrazo, lo cual genera temor en Amaia a que se descubra el ardid y en Koldo, el padre, una cierta sospecha e incomodidad. Un vasco es más comedido. Además, según la película, por muy extremo que se sea políticamente, en cuestiones sexuales, el vasco se alinearía con la más pura ortodoxia católica en lo referente a la exigencia de virginidad previa al matrimonio.

«Si hubieran estudiado una miaja de geografía política y hubiesen tenido una pizca de sentido común, sabrían que al norte de Marruecos hay un pueblo cuyos bailes peculiares son indecentes hasta la fetidez, y que al norte de este segundo pueblo hay otro cuyas danzas son honestas y decorosas hasta la perfección; y entonces les chocaría que el alcalde de un pueblo euskeriano prohibiese bailar al uso maketo, como es hacerlo abrazado a la pareja, para restaurar en su lugar el baile nacional de Euskeria. (Sabino Arana: «Baserritarra», nº 11). «Con esa invasión maketa… la impiedad, todo género de inmoralidad, la blasfemia, el crimen, el libre pensamiento, la incredulidad, el socialismo, el anarquismo, todo es obra suya». (Sabino Arana: «Bizkaitarra», nº 19)

El vasco no es delicado; su ternura se expresa a la manera de los osos, como cuando Koldo golpea el hombro de Antxon-Rafa, con riesgo de dislocárselo. La vasca es arisca, zahareña, erizada. Antxon-Rafa, irónicamente, cuando ya comienza a estar realmente estomagado de la farsa a que le obliga el amor, pues entre otras cosas no obtiene nada a cambio, dirá que lo que más le atrae en Amaia es «su dulzura».

La comida. El vasco come pantagruélicamente. Come y bebe y nunca parece quedar ahíto. Tanto es así que Rafa no dará crédito al menú, muy largo y muy ancho, del restaurante donde Koldo les invita, a él y a Amaia, y que al final, tras la cena, la indigestión le obligará a arrojar todo cuanto devoró. Koldo y Amaia, sin embargo, ¡como el que lava! y mira que es delgadita la muchacha.

A propósito de la inveterada glotonería vasca, cabe traer a colación la viñeta de El Roto en El País del 6 de junio del 2000 en que un mofletudo hombretón, mientras lee el diario titulado «Euskadi», se desayuna con unas enormes porras con forma de tibias.

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Tópico es también pensar que vasco es sinónimo de excelente cocinero y que en todo vasco -y vasca-, hay un Arzak. Citemos aquí la viñeta de El Roto, publicada en El País con fecha de 22 de septiembre del 2000, en que se presenta un libro de cocina con el perfil de Arzalluz tocado de un gorro de cocinero y que lleva por título: «Cocinar con desperdicios»; bajo el perfil se lee: » Arzakllus & otros»

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Frente a la frialdad vasca, se nos muestra a un sevillano Rafa, caluroso, muy simpático, gracioso y guasón, que, en cuestiones amorosas, gusta de ir al grano y de no dilatar la consecución del placer pues, como un Giacomo Casanova, vive para el placer, y, por otra parte, sus experiencias amorosas están hechas de relaciones efímeras y fáciles. Al parecer, como la vasquita le sale respondona, por ser ello algo inédito e incomprensible para él, Rafa, por contraste, quedará prendado de ella hasta las cachas. Me viene a la memoria esa canción de los sesenta en que los Sirex cantaban : «Con todas las muchachas soy tremendo. / Las beso cuando quiero / y estoy contento. / Si alguna se resiste, / no lo comprendo / y ésa eres tú…. Eres más tremenda que yo», versión española de «Sono tremendo» de Rocky Roberts. El andaluz, español oriental, es ante todo hedonista.

Frente al feísmo del radical vasco, la elegancia gomosa del sureño, afeminada para Sabino Arana: «El bizkaíno es de andar apuesto y varonil; el español o no sabe andar o, si es apuesto, es tipo femenino» («Bizkaitarra nº 29).

A propósito de estos tópicos y, tras su confrontación o comparación, su posterior oposición, citemos el poema de Gabriel Celaya, que lleva por título «De Norte a Sur», escrito en 1960. En él replica a un poeta andaluz que le amonesta («admoniza», como escribe Celaya), aunque bastante cortésmente, la verdad, por practicar la poesía comprometida. El bate sureño presenta a los suyos como indolentes orientales que rinden culto a la belleza: «Nosotros, andaluces milenarios… Lo nuestro es sólo mirar que todo pasa y es inútil la prisa». Celaya carga entonces, en su airada respuesta, contra el hombre del Sur:

«¡Que los pájaros canten! ¡Que en el Sur, los tartesos
se tumben panza arriba
creyéndose de vuelta de todo, acariciando
una melancolía!»,
al que contrapone el hombre del Norte, el vasco:
«Los vascos somos hombres de verdad, no chorlitos
que hacen sus monerías».

Así, frente a la haronía, frivolidad y fatalismo andaluces, el vasco de hierro golpeando a porfía, esforzado siempre, obstinado, erizado, metido en su bandería:

«Los vascos somos serios. Serio es nuestro trabajo.
Seria es nuestra alegría…
declaro altanería … el rayo me rubrica… etc.

Como Rafa, en el calabozo, cautivó con sus bravatas a los otros detenidos, activistas de la kale borroka, no le cabrá otro remedio que tomar parte en una manifestación y además verse compelido a dirigirla y a improvisar, megáfono en mano, un pequeño discurso que encrespe a las masas, así como unos cuantos eslóganes que amedrenten a los españoles, surgiendo así ese memorable «¡Gora Euskadi manque pierda!» (Rafa es hincha del Betis). Escribe Sabino Arana: «Les aterra oír que a los maketos se les debe despachar de los pueblos a pedradas. ¡Ah la gente amiga de la paz!… Es la más digna del odio de los patriotas».

En su viñeta del 16 de marzo de 1999, en El País, el Roto dibuja un incendio propio de un infierno de pintura flamenca. Las llamas revientan las ventanas e invaden las calles; dos siluetas negras de agitadores se destacan contra ellas. Un cartel proclama: «Ámbito vasco de destrucción», remedando la reivindicación nacionalista del «ámbito vasco de decisión»

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La viñeta del 8 de mayo del 2001 nos muestra a un encapuchado que es a la vez un temible perro regañando los dientes y que ladra «La existencia de un conflicto se demuestra armándolo». En un segundo plano, a la izquierda, aparece un montículo sembrado de cruces de cementerio.

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Montículo también, pero éste formado de calaveras amontonadas, como si del osario franciscano de la iglesia romana de Santa María de la Concepción se tratara, auténtico túmulo macabro pues, el que dibuja el Roto en su viñeta de El País de 25 de enero de 1999. La calavera que corona el teso, dice: «Sólo somos matanza, nos falta un cráneo para constituir un genocidio»; a lo cual responde otra de las cabezas: «¡Otra vez será!»

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Uno de los golpes más graciosos de la película es el que toca la cuestión de la lengua, el vascuence. En la herriko taberna, se insta a Rafa-Antxon a ensayar en euskera, aunque sólo sea brevemente, la arenga que habrá de llevar a cabo en la inminente «manifa». El pobre Rafa no tiene ni idea.  Recordé aquella anécdota que me refirió también la señora Goicoechea: en los primeros años de la autonomía vasca, para cubrir no sé qué puesto en la administración, se preguntó a uno de los candidatos que qué palabras conocía en lengua vernácula, con su correspondiente traducción. El examinando dijo que «ongi etorri», que significaba «felpudo».

Antxon- Rafa no sabe cómo reaccionar. Zozobra. Amaia roza el deliquio. Ansiedad en grado sumo… ¿Se descubrirá la impostura? Todo parece entonces que comenzará a hacer agua, pero… ¡no!, que Rafa es un tío de recursos. Acierta a ver en la pared un cartel en vascuence. Lo lee entonces, aun desconociendo su significado. Todos quedan perplejos y le preguntan qué relación tiene el que esté prohibido fumar con la proclama independentista que se esperaba de él. Y aquí, también Rafa-Antxon, con su respuesta, sabrá nadar y guardar la ropa.

El Roto, en su viñeta del 9 de junio del 2001, muestra a un venerable romano destacado contra un acueducto. Dice: «¿Qué sentido encontráis en abandonar griegos y latines y proteger los bables?»

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A propósito de romanos y latines, cabe citar aquí de nuevo a Sabino Arana: «Nosotros odiamos a España con nuestra alma, mientras tenga oprimida a nuestra Patria con las cadenas de la esclavitud. No hay odio que sea proporcionado a la enorme injusticia que con nosotros ha consumado el hijo del romano». («Bizkaitarra», nº 16)

Sigamos con griegos, romanos y latines. En su viñeta del ABC del 29 de julio del 2011, Mingote, en una bellísima acuarela, bajo el título de «La semana nacionalista», nos muestra una cerca separando un mismo paisaje; a la derecha del muro divisorio pasea una pareja romántica que mira con curiosidad y un punto de asombro también al personaje que queda a la izquierda de la frontera: un aizcolari cortando a hachazos, no un árbol, sino una columna acanalada jónica. En el imaginario nacionalista se pretende siempre exaltar todo lo pre-romano, así como lo mitológico pre-cristiano, lo supuestamente genuino y autóctono, lo prehistórico y lo bárbaro, como lo prueba, por ejemplo, la exaltación pagano-romántico-wagnerista del germanismo nacional-socialista alemán.

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En su viñeta de El País del 17 de mayo del 2000, unos niñitos, siniestros y compungidos, que parecen huerfanitos de una película de terror, se encuentran bajo el dintel de una ikastola. A la izquierda reza un cartel: «Prohibido hablar en español y pensar en cualquier idioma. La dirección».

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No podían faltar los curas vascos. El padre Ignaxio es amigo de Koldo y, a instancias de éste, será quien haya de casar a Amaia con Rafa-Antxon. Antes de la boda, el buen padre tiene un coloquio con ambos, previo a la confesión a cada uno. En ella, a Rafa le resulta ya insostenible su impostura y revela al cura la verdad. Éste queda horrorizado, no ante la farsa que Rafa, conchabado y a instancias de Amaia, está perpetrando, sino ante el hecho de que no sea vasco y de que Amaia, con DOC, pueda unir su vida a él… ¡ante Dios y por su ministerio como sacerdote oficiante de la boda! Casi le da un telele. Posiblemente resuenen en su cabeza las palabras de Sabino Arana: «Ya hemos indicado, por otra parte, que el favorecer la irrupción de los maketos es fomentar la inmoralidad en nuestro país; porque si es cierto que las costumbres de nuestro Pueblo han degenerado notablemente en esta época, débese sin duda alguna a la espantosa invasión de los maketos, que traen consigo la blasfemia y la inmoralidad». («Bizkaitarra», nº 10). O estas otras: «Si fuese moralmente posible una Bizcaya foral y euzkeldun, pero con raza maketa, su realización sería la cosa más odiosa del mundo, la más rastrera aberración de un pueblo». («Bizkaitarra», nº 4), heraldos de las siguientes: «Conste que desde luego que de ese roce del maketo con el bizkaíno sólo brotan en este país irreligiosidad e inmoralidad». («Bizkaitarra», nº 6 bis)

De la falta de cristianismo de tanto sacerdote vasco, antes nacionalistas que cristianos, en definitiva de su contumaz celotismo,                                                                                                                                                                       se hace eco Mingote en la siguiente viñeta de ABC:

En otro momento de la película, durante una cena familiar en que Koldo se halla más que achispado, declara mascullando que eso de la independencia, con Franco, pues que sí, que él lo veía, pero que en los tiempos actuales… sí, pero todo menos retractarse explícitamente o instar al inminente yerno a deponer su actitud belicosa. Acude a la mente la viñeta de El Roto, de El país del 28 de junio de 1998, en la que Arzalluz, alzando el dedo índice (¿amenaza, afirmación, admonición a España?), dice: «La gente de ETA son unos hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta». La pertenencia, la adscripción, la sangre, por encima de la razón y de la caridad. (Arzalluz quizá, superando a otros destacados nacionalistas, sea el más despiadado de los políticos no terroristas de la historia reciente de España) Todo un programa político preclaro, ilustrado, ¿no es cierto?

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En cualquier caso, qué duda cabe que el PNV es maestro consumado en la ambigüedad jesuítica; tanto que eso de, por ejemplo, la «dirección de intención», que tan bien atacara Pascal en sus «Provinciales» pues es un medio de justificar los pecados al hallarles una intención pura, o que las monjas de «Boule de Suif» de Maupassant esgrimen ante la prostituta para persuadirla a acostarse con el rijoso prusiano y así poder proseguir su viaje la caravana repleta de buenos franceses -entre los cuales se cuentan ellas-, parece un invento del partido… Así lo expresa Mingote en ABC, por boca de Ibarretxe:

C) Se quiera o no, por muy poco que agrade, al País vasco se asocia indefectiblemente el terrorismo, cifrado en la ETA. Nuestros políticos, mayormente preocupados por la macro-economía, por ser mediáticos y por captar votos, y secundados por sus coros turiferarios de la prensa y los medios de comunicación, repiten siempre eso tan bonito de que el terrorismo no ha conseguido nada y que de nada, políticamente, ha servido, más que para enrarecer y dañar la convivencia con su reguero de muertos y heridos y hogares deshechos por el camino. Señores, ¡qué falacia! El terrorismo ha conseguido mucho, muchísimo y, si no todo, como pretende y tan magníficamente expresa la viñeta de El Roto de 30 de noviembre de 1998, está cerca de alcanzar la victoria total.

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Sí, ciertamente, nuestras sufridísimas fuerzas de seguridad, con la colaboración de Francia, han derrotado -creamos y esperemos que definitivamente- el terrorismo, pero la guerra política y social la estamos perdiendo.

Sabino Arana es epígono vasquista del delirio paranoide-racista del francés Gobineau, teorizador, en 1853, del ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas y estableciendo -científicamente, claro- la supremacía de la blanca y dentro de ésta, la germánica, por encima de celtas, eslavos, mediterráneos y, obviamente, judíos. Dentro de esa perspectiva han de inscribirse los errores, nunca malintencionados, del doctor Down, investigador del mongolismo, así como la teoría racial pangermanista de Chamberlain y, evidentemente, el racismo nacional-socialista del ministro hitleriano Rosemberg. No es creíble que el actual PNV y los de Josu Ternera sostengan, hoy en día, tamañas barbaridades, que han quedado arrinconadas en el Occidente en grupúsculos de extrema-derecha. Ya se ha dicho cómo el terrorismo vasco y los partidos nacionalistas vascos aceptan en sus filas apellidos maquetos. Y es que el Eje perdió la guerra y, con ello, se desvaneció la ilusión de raza dominadora, en una Alemania o en un Japón, pero ¿y si hubiera triunfado Hitler, como pareció ser en el inicio? A ese respecto recuérdese ese intento del primer lehendakari, José Antonio Aguirre, por crear un protectorado alemán en Euskadi, desgajado de España. Ya puede el PNV disimular, edulcorar, contextualizar, de forma comprensiva, socio-cronológicamente la paranoia sabiniana, que en su base teórica, como prueban hemerotecas y bibliografías, late el odio al español y la exaltación de la pureza racial vasca. «La fisionomía del bizkaíno es inteligente y noble; la del español inexpresiva y adusta. El bizkaíno es nervudo y ágil; el español es flojo y torpe. El bizkaíno es inteligente y hábil para toda clase de trabajos; el español es corto de inteligencia y carece de maña para los trabajos más sencillos. Preguntádselo a cualquier contratista de obras y sabréis que un bizkaíno hace en igual tiempo tanto como tres maketos juntos… El bizkaíno es laborioso; el español, perezoso y vago». («Bizkaitarra», nº 29)

En el País vasco, por parte de algunos, se ha fijado un objetivo: la independencia, y unos medios para obtenerla: la acción directa, esto es el terrorismo como eje central, apoyado por hostigamiento permanente a los distintos e invasores, extorsiones como medio de financiación, amedrentamiento, disturbios y violencia callejeras, asalto a las instituciones, penetración en las instituciones, adoctrinamiento de la infancia y juventud, envenamiento de la vida social mediante la creación de un clima de silencio mafioso, de temor, de delación, de recelo permanentes, etc. Es esto último lo que tan bien expresó Mingote en aquella célebre viñeta del ABC en que se ve, junto a un cadáver, a un niño llorando que dice: «Han matado a papá». Dos individuos le oyen y uno dice al otro: «Hay que ver, tan pequeño y ya chivato»

Por desistimiento crónico del Estado, ese objetivo y esos medios han ido cobrando mayor importancia y mayor apoyo social hasta el punto de que cabe una toma de poder y una secesión por la vía de las urnas. El terrorismo ha cumplido su cometido. El terrorismo ha servido.

Matar a uno, amedrentar a mil, reza un proverbio chino. Mediante el asesinato, ya sea selectivo, ya sea atentado indiscriminado, se genera el miedo, entre los miembros de una población, a ser la próxima víctima y entonces uno se achanta y no se pronuncia y opta, de forma pancista, por pasar desapercibido y hacerse invisible; o decide dejar la tierra, emigrar en busca de nuevos pagos donde su vida no corra peligro y donde exista la libertad de opinión real; o se adhiere al proyecto, con mayor o menor entusiasmo, pues es siempre más incómodo defender lo hostigado y lo que lleva las de perder que militar en el bando agresor, que esgrime la razón tiránica de la fuerza, como hace el lobo que bebe del mismo río que el corderito en la fábula de La Fontaine: «La raison du plus fort est toujours la meilleure… il faut que je me venge» («La razón del más fuerte es siempre la mejor… (dice el lobo:) «tengo que vengarme» y se come al corderito).  «Entre el cúmulo de terribles desgracias que afligen a nuestra amada Patria, ninguna tan terrible y aflictiva, juzgada en sí misma cada una de ellas, como el roce de sus hijos con los hijos de la nación española». («Baserritarra», nº 11) Así las cosas, habrá que evitar el roce o intentar ocultarlo por todos los medios, pues nos puede ir en ello la mismísima vida.

En la viñeta de El Roto (El País de 20 de octubre de 1999), un personaje barbudo y con turbante, de muy siniestra catadura, con unos templos griegos al fondo, dice: «Ya os dijimos que la democracia no funcionaría si votasen los esclavos y los maquetos». Los talibanes se han apropiado la democracia y pontifican ahora. Sabino Arana lo expresa así: «En pueblos tan degenerados como el maketo y maketizado, resulta el sufragio universal un verdadero crimen, un suicidio». («Bizkaitarra», nº 27)

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Y así, matando y poniendo en fuga, estableciendo un riguroso control mafioso de la omertà en el pueblo, van quedando tan sólo los que piensan lo que se ha de pensar, llegándose al triunfo electoral y a la conquista del poder municipal, primero, en las Diputaciones y provincias, después, y en toda la autonomía (las autonomías pues desde luego Navarra es tierra irredenta) luego hasta, pasando por la desobediencia civil, proclamar unilateralmente la independencia y confiar que, a la postre, poco a poco, las naciones, España incluida, vaya aceptando el nuevo estado de cosas, irreversible ya.

Las viñetas de El Roto ilustran el proceso:

1) 3o de septiembre de 1998: rechazo de la Constitución y de la nación común española: Arzalluz, como un hombre del saco, abre y muestra un gran talego. Dice: «No cabéis en la Constitución, pero no os preocupéis, que yo os llevaré en mi zurrón».

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2) 23 de octubre de 1998: se hace campaña psicológica reivindicando la pureza e incitando al recelo, cuando no al odio, contra los elementos extranjeros perturbadores y contra los traidores, que siendo nuestros, no piensan como nosotros: Un individuo lee un cartel que reza: «Defiéndete de los intrusos. Vota Cromagnon».

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3) 24 de octubre de 1998: la campaña política se apoya en la violencia para ser realmente efectiva: una pistola de marca «Cromañón» queda convertida en urna electoral. Recuérdese la necesidad, invocada por los etarras, de implantar la «socialización del sufrimiento».

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4) 1 de diciembre de 1999: «El muerto al hoyo y el vivo al voto», dice una gigantesca cabeza magrittiana sin cuerpo que causa una parecida desazón a la  del Coloso de Goya. Abajo, de espaldas, se encuentra una figura algo encorvada tocada de chapela. El muerto, el expulsado o el exiliado (o el timorato que, aun no convencido, vota con la mayoría) no cuentan pues no votan. Vota tan sólo el vivo, que es nacionalista y que por eso ha quedado vivo. ¡Hemos ganado! Y además por las urnas, democráticamente. Nuestra victoria es legítima.

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5) Si surge algún conato de oposición, cada vez más improbable y apagado, cada vez además menos numeroso, se vuelven a empuñar las armas un poquito, de forma disuasoria, para tirotear a unos cuantos, pocos esta vez, tan sólo para que baste, sin levantar ampollas en la opinión internacional y en las instituciones supranacionales(viñeta de 2 de diciembre de 1999).

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6) Ya está creado definitivamente el ámbito etarra, llamado «vasco», de decisión (viñeta de 8 de diciembre de 1999). Ha costado mucho, pero ha merecido la pena y, en cualquier caso, nos ha costado infinitamente menos que a los enemigos, a quienes hemos dado matarile o amargado la existencia en caso de haberlos dejado vivos. Ya gobernamos en los municipios. (recuérdese al respecto lo que supuso la Asamblea de Municipios Vascos, agitación secesionista desde la base de los gobiernos locales y cuya cerrazón y fanatismo tan bien describe el Roto en su viñeta de El País del 26 de enero de 1999)

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Ya gobernamos también en las diputaciones y en el parlamento autonómico, con mayorías inapelables. El censo ha quedado depurado de todo elemento de raza inferior, así como de traidores. ¿Que algunos no nos apoyan sinceramente? No importa pues, como a nadie le agrada ser perdedor, se subirán al carro de la apoteosis nacionalista  y el miedo, la propaganda oficial y la corriente de opinión harán el resto. Es el momento soñado de convocar ese referéndum por la independencia, ganado de antemano. Resplandecerá un «sí» abrumador.

«Ese camino del odio al maketismo es mucho más directo y seguro que el que llevan los que se dicen amantes de los Fueros, pero no sienten rencor hacia el invasor» (Sabino Arana: «Bizkaitarra», nº 22)

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En definitiva, que sólo votarán los nuestros, que es cuanto expresa Mingote en la viñeta en la que aparece Ibarretxe enarbolando una ikurriña y afirmando que: «El pueblo vasco ejercerá su derecho a decidir en cuanto yo ejerza mi derecho a decidir quiénes son el pueblo vasco y quiénes no».

7) No debemos olvidar tampoco que el terrorismo ha conseguido además obtener la comprensión de importantes sectores de la izquierda nacional y, en concreto, de todo un presidente del Gobierno, dispuesto a negociar en términos de igualdad con aquellos que quieren destruir la nación común, el mismo presidente que dice aquello de que «el concepto de nación es discutido y discutible» frente a unos nacionalistas para los cuales el concepto de su nación no sólo no se discute, sino que a aquél que lo discute se le neutraliza o se le quita de en medio. Nunca llegó tan alto el terrorismo ni se mostró tan satisfecho el terrorismo como con el «talante» pactista (reservado por otra parte a izquierdas y nacionalistas) de Zapatero, bajo cuyo mandato el Pacto Antiterrorista y la Ley de Partidos se volatilizaron. «La negociación era para ellos (algunos socialistas como Zapatero), no tanto una solución pragmática o el fruto de su obsesión por la paz, sino el reflejo de la comprensión histórica de las razones del terrorismo antifranquista y ultranacionalista de ETA». (Edurne Uriarte, «Culpadas, difamadas, silenciadas», ABC-10 de abril del 2011).

Haciéndose eco de tanta bajeza moral y de tanto despropósito «buenista», Mingote resume la situación en su viñeta de ABC el 6 de mayo del 2011, en que un guardia civil acaba de detener a un etarra encapuchado y le apunta con su pistola; el etarra, envalentonado por las circunstancias y la actitud del gobierno nacional, le espeta: «¡Usted no sabe con quién está hablando!».

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Pero ¡eso sí!, no ha conseguido nada el terrorismo… Miles son los casos concretos en que el terrorismo se salió con la suya, doblegó al Estado imponiendo lo que quería y defendía con las bombas y los disparos, en definitiva en que obtuvo y consiguió, satisfaciendo su voluntad: para empezar, que Guipúzcoa sea ahora «Gipuzkoa»; que no se instalara una central nuclear en suelo patrio (que los maquetos generen energía para nosotros); la imposibilidad y desvío consiguiente de autopistas programadas, previstas e iniciadas; la supresión del servicio militar obligatorio pues el Estado no puede hacer ya frente a una insumisión desbocada que le dejaba demasiado en evidencia, denunciando su debilidad y manifestando el hecho de que dentro de él se había enquistado y creado otro Estado que quería expulsarlo de sus dominios ; que el por entonces obispo de Bilbao, ese «tal Blázquez» en palabras de Arzalluz -pues no era vasco- y actualmente presidente de la Conferencia Episcopal Española, consultara a los sacerdotes de su diócesis, en un intento por adaptarse a las circunstancias y al «hecho diferencial vasco», si veían oportuno que asistiera a los funerales de las víctimas del terrorismo; que los diputados y concejales no nacionalistas, amén de empresarios, profesores, periodistas, deportistas, etc. hayan de llevar permanentemente escolta y se muevan por sus pueblos y ciudades como los conquistadores españoles en tierras ignotas y amenazantes, «la barba sobre el hombro» (que es cuanto denuncia Mingote en aquella viñeta en que un niño y una niña, escolares ambos, están hablando. Le dice la niñita al niñito: «Eso de que ahora todos los vascos vamos a ser iguales, ¿quiere decir que mi padre llevará como lo lleva el tuyo, un escolta para que no lo maten?»); y, porque la enumeración se haría interminable, un larguísimo etcétera.

Pero el terrorismo no consigue nada… No, ¡quia!, tan sólo, poco a poco, la ansiada secesión y ahora, además, ya de maneras democráticas, sin bombas y con el aval inatacable de las urnas.

La sedición, no sólo no va a encontrar auténtica oposición por parte del Estado, sino  además unas ciertas facilidades         , porque los políticos y medios de comunicación han asumido y hecho propios, legitimándolos así, los enunciados y dogmas nacionalistas cuya base y meta es el desprestigio, aislamiento y eliminación de España y que ésta y los españoles no sólo no deban ni puedan oponerse  a los planteamientos nacionalistas, sino ni tan sólo opinar sobre ellos y aceptarlos siempre y ceder y ceder y ceder ante ellos hasta que se consume su inanidad propia como españoles, paso previo a su desaparición. El vacío que deje España y los vacíos de los ciudadanos españoles irán siendo ocupados sistemática y organizativamente por Euskadi, Catalunya, etc. Es cuanto expresa Mingote en su viñeta en que el vasco y el catalán, sentados esperando su turno para la apertura inminente de la secesión, ven cómo, satisfecho, se les acerca el gibraltareño, preguntándoles quién da la vez.

Zapatero se prestó a ello con entusiasmo, contribuyendo activamente con su «talante». «El socialismo y el nacionalismo volvían a confluir tras aquella unidad antiterrorista del PP y del PSOE que dio lugar al Pacto antiterrorista y la Ley de Partidos, dos de los mayores logros políticos de la movilización social. Pero algunos socialistas como Zapatero, herederos de la izquierda antifranquista que apoyó a ETA, nunca creyeron, en realidad, en su derrota (de la ETA)». (Edurne Uriarte, «Culpadas, difamadas, silenciadas» ABC 10 de abril del 2011)

Que los terroristas llevan las de ganar ante las víctimas, queda perfectamente ilustrado por la viñeta de El Roto en El País del 9 de septiembre de 1999 en que una sombra, caminando por la calle y paralelamente a un coche de la policía, dice: «Esperemos que en el día del Juicio Final, los criminales no resuciten antes que sus víctimas»

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Efectivamente, el relato del pasado se tergiversa y se manipula la historia para consolidar la patraña del conflicto como consecuencia inevitable de la opresión de una nación sobre otra. Y el antiguo terrorista, liberado o amnistiado u obtenida su libertad por mor de la conquistada independencia, se consagra como héroe y, porque ha vencido y ostentará ya el poder para siempre, puede incluso mostrarse condescendiente con sus víctimas, que en realidad eran sus agresores y que le forzaron a él a defenderse matando. Ilustrativa es al respecto la viñeta de Mingote del ABC del 25 de noviembre del 2011, en que una pareja, sentada en una roca, contempla el Cantábrico; dice uno de ellos: «Hoy he coincidido en el ascensor con el que asesinó a mi padre. Me ha dicho que si prefiero subir por la escalera, lo comprenderá»; entre otros casos acude a la mente el de Pilar Elías, viuda de Ramón Baglietto, obligada a ver cómo el asesino de su marido instala una cristalería en los bajos del edificio en que ella vive, o más bien sobrevive a amenazas e intentos de que deje de molestar.

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¿De quién aprendería Zapatero ese arte envidiable que consiste en proyectar en el rival o enemigo las propias intenciones arteras y modificar  la percepción de las personas haciéndoles ver que es así, como él dice, esto es que lo que no es a todas luces, acaba por serlo, es. ¿De la sibilina y jesuítica hipocresía del PNV, quizás?… Dice Jon Juaristi, hablando del caldo gordo que el PNV hace a la ETA y al terrorismo: «… como el flamante cretino Josu Jon Imaz (no olvidaré las acusaciones de terrorismo que repartía entre los fundadores del Foro Ermua)… indeseables como el consejero Balza, el valedor de ETA…» (Jon Juaristi: «Contra el nacionalismo vasco», El País-22 de septiembre del 2000), si bien creo errado el término de «cretino» aplicado a Imaz, al cual conviene mejor  la expresión de, por mantenernos dentro de los límites de los buenos modales, «arteramente protervo» o «protervamente artero».

En la viñeta de El Roto del 1 de marzo del 2000, Arzalluz se dirige en un mitin a los fieles. Su micrófono es el hueso largo de, sin duda, un muerto.

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Cuando el asesinato de Miguel Ángel Blanco, cuando parecía que se tambaleaba la sinrazón, cuánto no se apresurarían y afanarían Ardanza y Setién, poder político y espiritual, para afeitarle los cuernos al toro de Ermua. «Que todo vuelva  a ser como antes», algo así dijo el por aquel entonces obispo de San Sebastián.

Lo que sí que dijo, desde luego, Iturgaiz, tras uno de tantos atentados, antes de ser secretario general del PP vasco, fue: «¡Nos están matando como a conejos!». Había que erradicar a la UCD primero, luego al PP y, por último, convencer mediante el miedo a los socialistas. En cuanto a las fuerzas de seguridad, había que ¡desmembrarlas!

En la viñeta de El Roto del País de 27 de septiembre de 1998, una señora, a quien falta una pierna, frente al televisor, con las manos en posición de oración, dice: «Yo, antes de ver los telediarios, siempre rezo por las víctimas».

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En la del 29 de noviembre de 1998, se ve a un hombre y una mujer de espaldas. Dice él: «¡Ojalá sea posible la liberación de los presos…»; a lo cual ella responde: «… y la resurrección de los muertos!»

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La ETA y los nacionalistas todos nos han hecho la vida imposible al resto de los españoles con sus atentados, con sus caprichos de nenes mimados y sanguinarios, carentes de escrúpulos, con su victimismo saca-perras, con sus mentiras, con su adoctrinamiento de la juventud y manipulación de la Historia, con su odio visceral y vesánico a España. «Ya lo sabéis, Euzkeldunes, para amar el Euzkera tenéis que odiar a España» («Bizkaitarra», nº 31)

Reveladora la viñeta de Mingote en ABC, del 18 de enero de 1997, en que un exaltado blande una antorcha mientras corre y vocifera «¡Libertad para Euskadi!». Bajo él, bajo tierra, dentro de un diminuto cubo que le impide erguirse, está Ortega Lara, sentado en el suelo sujetándose las rodillas y hundiendo la cara en los antebrazos. A la izquierda, un tocón como un muñón; a la derecha una culebra, la de la ETA, horadando la tierra como un gusano de pudridero.

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D) Siendo y estando así las cosas, puede decirse que esta sociedad nuestra necesitaba una auténtica catarsis como la que le brinda la película que aquí se comenta. Que en cuatro fines de semana, casi cuatro millones y medio de espectadores la hayan visto, que lleve recaudadas ya casi 25 millones en ese período de tiempo, que sea la película en español más taquillera de la historia y que, internacionalmente, se halle en el puesto quince de filmes más vistos (una hazaña teniendo en cuenta lo que son los mercados angloparlantes e hindú), sólo se explica por esta necesidad de limpieza y de purificación a través de la risa, frente al miedo que durante tantos años nos tuvo atenazados.

El miedo es ambivalente; por una parte, es instrumento de supervivencia por cuanto que detecta el peligro y permite la reacción que conserva la integridad del individuo y del grupo; pero, por otra parte, es causa de angustia y cuando ésta se hace mayúscula, dificulta y pone en peligro esa misma supervivencia. Se trata pues de eliminar esa angustia y, como hablamos tanto de supervivencia como de angustia colectivas, la solución también habrá de ser colectiva. Nos dice Antonio Fava: «La representación de los temores lleva a la solución momentánea de las angustias, tanto privadas como colectivas, generadas por el propio temor» y añade: «La repetición y sistematización de las representaciones de los miedos generan un régimen de equilibrio entre «ineluctabilidad/continuo retorno» de los miedos y el «modo de gestionar/soportar» esos mismos miedos». Es así como nacen las artes escénicas. «Ocho apellidos vascos» tiende a la catarsis, a la superación de las angustias. Aunque refiriéndose al teatro cómico en general, cabe aplicarle a la película (cómica al fin y al cabo) este comentario de Fava: «libera de angustias con una eficacia y una rapidez ignotas a los otros géneros (tragedia, drama, épica, etc.)»

En las salas de proyección de nuestra película, se desencadena una risa que quiere sacudirse de encima, ¡por fin y para siempre!, el temor a los asesinos, el temor a defender España, el temor a decir la verdad. La risa es llave que abre al espectador las puertas de la libertad de opinión y de la libertad de conciencia, amordazadas hasta entonces por los asesinos, los matones y los beatíficos hipócritas. Qué bellas se nos aparecen estas palabras de Fava: «Il comico sbriciola letteralmente le paure scatenando la gioia della comunità espressa nella fragorosa risata liberatoria collettiva. L´attore comico (léase aquí, la comedia, esta película) non suscita emozioni né solleva problematiche ma: esponendole alla loro destruzione, le risolve. Lo spettatore che ride è rasserenato. È salvo» (Lo cómico desmiga literalmente los temores desencadenando la alegría de la comunidad expresada en la estrepitosa risa (carcajada) liberatoria colectiva. El actor cómico -léase aquí, la comedia, esta película- no suscita emociones ni eleva problemáticas sino que, exponiéndolas a su destrucción, las resuelve. El espectador que ríe queda serenado. Es salvo»· (todas las citas de Antonio Fava han sido tomadas de su libro «La maschera comica nella Commedia dell´Arte»).

El espectador español puede, al fin, reírse de lo vasco, del nacionalismo y del terrorismo, sin temor a que le tachen de reaccionario o de anti-vasco. ¡Si hasta parece un milagro: me río del vasco como de cualquier otra persona!

El espectador percibe inconscientemente la conquista, su conquista, y se siente feliz, sí, pues ha ido incluso más allá de lo meramente apotropaico, que es la conjura de una amenaza. Ha conquistado su libertad de ciudadano.

Éste, y no otros meramente coyunturales o incluso peregrinos, es el motivo del éxito de «Ocho apellidos vascos». Lo que ocurre es que los lodos de los rubores que nos asaltan a los españoles, y sobre todo a periodistas, pensadores, intelectuales y políticos, pesan mucho aún y el tabú nacionalista es, cuando menos, ponderoso. El propio director, Martínez Lázaro, a quien no hay sólo que felicitar sino además agradecer profundamente el regalo que nos ha hecho a los desgarrados españoles con su película, incurre en estos sonrojos: «… me gustaría ver si por parte de los españolistas más exaltados se admitiría una parodia así. Me da la sensación de que no». (entrevista en El País, de 6 de abril del 2014. Autor: Jesús Rey Montilla) ¡Ya salió aquello del españolismo!… Como nuestro director padece del ruborizante temor de que, por reírse del nacionalismo, le motejen de franquista, ha de recurrir a esa especie de nefasta «equidistancia». ¡Españolismo!… Pero si en España, por no haber, no hay ni patriotismo. A los no nacionalistas y a los maquetos los han arrojado a las tinieblas exteriores del fútbol cuando no les han pegado un tiro en la nuca. Creo que, aunque tan sólo en parte, Jon Juaristi  («Vasco-andaluza», en el ABC de 30 de marzo del 2014) acierte al afirmar a propósito de la película: «Es cierto que ha cosechado el favor de la inmensa mayoría que no está con las víctimas ni con Bildu, pero eso no supone coincidir con la moral de la democracia, sino con la amoralidad de la equidistancia, algo a lo que el cine español nos tiene acostumbrados en tu tratamiento del terrorismo etarra desde los orígenes mismos de la transición». Y digo en parte pues creo que atañe sobre todo a los creadores de opinión (artistas e intelectuales en general) y no tanto al espectador ingenuo. Si en el espectador se diera equidistancia -otra cosa es que nuestro compromiso cívico no sea siempre el que debiera ser-, la película no desataría tales carcajadas ni habría obtenido tamaño éxito.

Una última cuestión. Afirmaba Iñaki Arteta, autor entre otros del documental «Trece entre mil»,  mucho antes de la realización de esta película, que la herida del terrorismo sigue muy viva aún en el País Vasco y en el resto de España como para convertirla en comedia; que era algo que él, hoy por hoy, veía difícil de llevar a cabo. De la misma opinión es Jon Juaristi, tal y como expresa en el mismo artículo previamente citado: «La tragedia de ETA sigue formando parte del paisaje cotidiano del País Vasco, y se resiste a su transformación en comedia. El tiempo no ha empezado a desgastarla». Sin embargo, y quizá me equivoque, la realidad parece desmentir sus apreciaciones.

Añade Juaristi que «muy significativamente, la película de Martínez lázaro ha irritado tanto a las víctimas del terrorismo como a la izquierda abertzale por un mismo motivo -la visión cómica de la kale borroka-, aunque por razones distintas, evidentemente».  Con respecto a las víctimas, creo que han de hacerse a la idea de que no se trata de un documental, sino de una comedia tout court, esto es no es comedia satírica, y que por tanto no moraliza tanto ni condena tan abiertamente, sino que lo que persigue es crear situaciones de quid pro quo, circunstancias ridículas, enredos, que susciten la risa. Creo sinceramente que la película (otra cosa es lo que declare su autor toreando, según cree él conveniente, para la galería en la entrevista de El País) no es equidistante, sino de clara mofa de lo irracional, insensato, absurdo, injustificado, feo y mezquinamente tribal del nacionalismo y que esta clara mofa acaba por diluir esa primera oposición cómica de tópicos entre el andaluz y el vasco. Está claro que la película, afortunadamente, va mucho más allá. La película se va decantando y toma partido por la razón. Si no, no podría darse esa catarsis de la que se habló anteriormente y que me resulta innegable. No debe confundirnos el hecho de que, aunque el objetivo de la película cómica sea la purificación y por tanto se trate de un elevado objetivo, la obtención de esta catarsis se lleva a cabo en niveles psicológicos bajos mediante personajes y situaciones ridículas, pero ello no supone trivializar, por ejemplo, la violencia, sino rebajarla, desvestirla de su envoltorio y argumentaciones falaces, desmitificarla, mostrarla en su auténtica faceta absurda y profundamente ridícula, desposeerla de cuanto nos atemoriza.

En cualquier caso, esta comedia observa el precepto, cómico, de que, tras del caos in crescendo, la realidad y la vida vuelvan a sus cauces naturales: que triunfe la primavera, que triunfe el amor de todo obstáculo. En esta película, esa traba no viene dada por un pretendiente viejo que impida el emparejamiento de la juventud, sino por unos prejuicios -más que viejos, decrépitos-, los prejuicios nacionalistas, que son vencidos al final, anunciada ya esta victoria por la aceptación por parte de Koldo de tener nietecitos del Betis y culminada por la aparición de Amaia en Sevilla montada en un simón y jaleada por las sevillanas de los del Río. Amaia acaba, aunque mucho haya costado, por sacudirse las pieles viejas de Euskal Herria y del antiespañolismo, como una serpiente mudando de piel en primavera, y vestirse de libertad.

El balance pues, en mi opinión, es más que positivo. No obstante, creo que hay algo que lastra la película y que hace que, con el transcurso de los días, en lugar de aumentar su atractivo, su interés y su recuerdo, éstos vayan menguando. Creo que ello se deba a que su planteamiento, por lo que al guión se refiere, remite más a la teleserie que al auténtico cine y así se resienta posiblemente de una visión un tanto miope frente a la mirada de halcón o de águila del largometraje genuino y dé, además, en una cierta inconsistencia de los actores que atiendan quizá más al gag o golpe que a una auténtica construcción maciza del personaje, etc. Ya dijo Fellini que la televisión carece de estilo y nunca podrá poseerlo.

«Todas las mañanas del mundo»: ¿Cabe el arte estéril?

No quiero ser poeta para los otros… Me nutro de mi propia poesía y es esto mi único alimento.

Kierkegaard, «Diario del seductor»

En mi diario, con fecha de mayo de 1995, anoto las siguientes reflexiones a propósito de la película de Alain Corneau, «Tous les matins du monde»:

«Sobre el arte estéril o arte perfecto, por egoístamente generoso

1) El arte perfecto es el arte estéril, del que nadie participar pueda nunca, tan sólo su autor en el momento de la creación, de forma efímera. Un arte sin espectadores, sin contempladores, sin auditores u oyentes, sin lectores. El arte de Sainte-Colombe, encerrado en su torre de marfil y acariciando su viola, celoso y rabioso de soledad, altanero y soberbio en sus creaciones condenadas, por voluntad propia, a la esterilidad: nadie nunca ha de escucharle; nunca ha de escribir cuanto componga. Nada ha de ser legado a los demás porque lo mancillarían.

2) Imagino un mundo perfecto y mágico (lo que acontecería, creo, si viniera a explotar esa bomba de neutrones que acaba con toda vida, pero respeta, dejándolas incólumes, las construcciones): un mundo desierto de toda vida humana y animal -tan sólo un ruiseñor lastimero-, pero con sus palacios y museos intactos, siempre pulcros y resplandecientes, eternamente lozanos, como aquellos castillos encantados de las novelas de caballerías en que todo refulge y en que todo se renueva por arte de encantamiento.

3) Sólo es perfecto el arte estéril, que eyacula hacia dentro o que, como Onán, vierte el semen en el suelo y niega, orgulloso, toda limosna a los mendigos tullidos de la escalinata de la catedral y todo donativo al gazofilacio del Gran Templo de la Farsa» (fin de cita)
 

A) ¿Cabe un creador que sólo piense en la creación, en la perfección de su creación, sin tener en cuenta un destinatario… es más, no sólo ignorándolo sino incluso negándolo? Es cuanto parece ateniéndonos a cómo en «Tous les matins du monde», tanto novela de Pascal Quignard como película de Alain Corneau, el violista Monsieur de Sainte-Colombe se comporta.

Monsieur_de_Sainte-Colombe

Monsieur de Sainte-Colombe es, ya de por sí, un individuo de lo más adusto, muy próximo a los Solitarios de Port-Royal, simpatizante del jansenismo y, por tanto, de una forma de vida muy austera, disciplinada, rigurosa y meditativa, expresada magníficamente en una vestimenta a la española, severamente negra y privada de adornos, en las antípodas de la moda versallesca de su tiempo, tan aparatosa, sobreabundante y extrovertida. Monsieur de Sainte-Colombe es ya, externamente, un anacrónico. Y en gran medida, por su proximidad a la doctrina de Jansenio, un gran pesimista, un soturno carácter. El jansenismo, como veremos ahora, sin renegar nunca de Roma, osará plantar uno de sus pies en la herejía, aproximándose peligrosamente al calvinismo en su consideración de la Gracia.

He aquí un primer dato para la explicación del desinterés manifestado por Sainte-Colombe hacia el conocimiento, propagación y aplauso de sus composiciones: si las obras no cuentan, ¿a qué concederles importancia?, ¿no es pura vanidad injustificada el buscar que los demás las aplaudan?

Cristo murió para redimirnos del pecado original. La pregunta que el cristiano se formuló luego es si esa redención depende del hombre, únicamente del hombre. Así lo sostuvo Pelagio en el siglo V. Pelagio fue un fraile existencialista avant la lettre, podríamos decir: el hombre se hace a sí mismo; el hombre son sus obras; su salvación depende de sus obras y de sí mismo. Pelagio fue declarado hereje. San Agustín formuló contra él la doctrina ortodoxa: nadie puede salvarse sin la Gracia, que Dios concede o niega por un decreto de su voluntad soberana e inescrutable, que el hombre, en su cortedad, no puede comprender. Santo Tomás, en el siglo XIII, y el tomismo subsiguiente luego, suavizarán esta visión, situándose a medio camino entre Agustín y Pelagio. Así quedarán las cosas hasta la irrupción de Calvino que imprime al péndulo un feroz movimiento proclamando la terrible predestinación, a la que los teólogos españoles, en especial el jesuita Luis de Molina, opondrán el libre albedrío: toda persona, mediante sus obras y méritos, se atrae la Gracia de Dios, otorgada por el Creador a todos los hombres ¡Para que luego digan que los españoles no somos racionales y conciliadores!

La cosa, al menos para el catolicismo, hubiera debido quedar así, pero no pudo ser. El espíritu inquieto y rigorista de Jansenius (o Jansenio) se rebeló contra lo que él consideraba laxitud y así quiso restaurar la tesis de Agustín en toda su pureza, sosteniendo que la salvación no queda asegurada a todos los hombres de buena voluntad, sino que se requiere la Gracia para resistirse a pecar y que esta Gracia, Dios la otorga o no; es más, puede concederla a un criminal y hurtársela a un justo. ¿Por qué, cómo? Sus razones se nos escapan por ser, como ya se ha dicho, inescrutables.

En definitiva, todas estas disputas responden al difícil equilibrio de la balanza teológica que exhibe sus dos platillos: en el primero reposa el principio  del poder de Dios; en el segundo, el de la responsabilidad moral del hombre. La cuestión no es baladí pues se trata del destino escatológico del hombre.

En cualquier caso, frente al molinismo de los jesuitas, el jansenismo, magníficamente defendido en «Las Provinciales» por Pascal, llevaba razón en la denuncia de la casuística propia de la Compañía, por la cual los actos han de explicarse y juzgarse siempre en sus circunstancias, contextualizándolos -diríamos actualmente-, lo cual, sin negarle su parte de razón, puede conducir a una relativización excesiva de la moral evangélica, comprometiéndola en sus exigencias y auténtica responsabilidad en aras de un acomodo a las maneras y vicios del siglo, del mundo en definitiva; como, escandalosamente se producirá con la «dirección de intención», puro maquiavelismo; o con las prácticas de la devoción aisée (fácil, cómoda), puro fariseísmo; o con el sistema de la restricción mental, que es negación de la sinceridad y desnudez evangélicas (recuérdese al respecto ese imperativo «sí, sí; no, no» de Cristo).

Por lo que hace a Sainte-Colombe, cabe extraer de esta cuestión dos consecuencias:

1. la relativización de las obras del hombre.

2. la firmeza frente al mundo; el compromiso bien anclado con y en la moral cristiana frente a una visión acomodaticia, más humana e incluso moralmente pancista.

Su actitud, conducta y destino como autor-compositor e intérprete se explican desde estas dos consideraciones.

Sainte-Colombe se recluye en su torre de marfil, que es en este caso una modestísima cabaña de madera en el jardín de su propiedad, como un ermitaño en su cueva. No se trata, sin embargo, de un eremita bondadoso como, por ejemplo un Ogrín en los relatos de «Tristán e Iseo» o cualquiera de los que aparecen en las novelas de caballerías, siempre dispuestos a cobijar, ayudar al prójimo y «apretar las llagas» a los caballeros heridos. Sainte-Colombe es de una hosquedad que pone espanto y que además puede tornarse en violencia contra quienes turben su erizada soledad de puerco espín. «Cuando se sorprende a un puerco espín fuera de su guarida levanta la cabeza con ademán amenazador, eriza sus púas y hace un ruido particular frotándolas unas con otras… lo cual produce una especie de crujido capaz de asustar…» (Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano, Montaner y Simón). Así, al enviado del mismo Rey Sol dirá que «siente asco por el mundo» y se definirá a sí mismo como «salvaje». Sabedor de su arte excepcional, el Rey desea escucharlo, mas Sainte-Colombe odia la corte pues desconfía de la pompa, la frivolidad y la huera vanidad de que alardea el poder mundano. Ante el segundo enviado de Luis XIV, quien le reprocha «ocultar su nombre entre los puercos, las gallinas y los pececitos y de sepultar en el polvo y en la pobreza orgullosas un talento que le viene de Dios», Sainte-Colombe le replicará que es que «él está pasado de moda» como su anacrónica vestimenta y, luego, furioso en su impaciencia ante quienes, con sus adulaciones, corrompen su silencio, su rutina y su paz, enarbolando una silla, dispuesto a rompérsela en la crisma, le gritará fuera de sí: «¡Vuestro palacio es más pequeño que una cabaña (la suya) y vuestro público, menos que una persona!»

Sainte-Colombe, ¡por dos veces!, ha rechazado desde sus firmes -y feroces- convicciones el ofrecimiento del mismísimo Rey. En él el artista se iguala al monje en su deseo y necesidad de anonimato y condena de la vanidad. Muy pocos son, sin embargo, los artistas que se niegan a un premio o a un reconocimiento. Y cuando lo hacen es movidos más por cuestiones políticas que por vocación de modestia. Sartre renuncia al Nobel. Ahora bien, ¿podría renunciar a su papel de filósofo comprometido, admirado y jaleado por pensadores, lectores y personas de izquierdas -y no necesariamente de izquierdas-?, ¿seguiría escribiendo artículos y libros si nadie le leyese? Cómo condenar tal cosa. El amor propio es necesario a la vida y tan sólo el flojo, el melancólico o el deprimido aquejados de acedia o el santo pueden prescindir de él.

Sainte-Colombe se niega a publicar sus composiciones, alegando que son meras improvisaciones sin sustancia. Sin embargo, mediante ellas, se aseguraría la inmortalidad artística, mas ¿qué es eso para él? Nada. La impresión de sus obras, con su interpretación posterior, representa su banalización y contaminación al caer en unas manos y unos oídos llenos del viento vacuo de la soberbia, la envidia y la ostentación. Su música se convertiría en motivo de fiesta liviana, frívola y trivial, de cuanto odia. El público las juzgaría, aprobaría y se las apropiaría con alborozo; pero es que él desprecia al público, no se le da un adarme de lo que el público pueda pensar y opinar. Recordemos que, según sus palabras, ese público «es menos que una persona». ¿El público? Una masa informe, anónima, mudable y hedonista.

En su soneto «Les montreurs» (La farándula), el parnasiano Leconte de Lisle, dirigiéndose en tono de desprecio a la «plebe carnicera», tras comparar al artista librándose en espectáculo al público a un  pobre y lastimado animal de feria para, obligándose a «desgarrar el vestido de luz del pudor y de la voluptuosidad», encender en la estúpida mirada  de los espectadores «un fuego estéril» o mendigar de ellos la risa o la piedad grosera, concluye con estos dos altaneros tercetos:

«Dans mon orgueil muet, dans ma tombe sans gloire,

Dussé-je m´engloutir pour l´éternité noire,

Je ne te vendrai pas mon ivresse ou mon mal,


Je ne livrerai pas ma vie à tes huées,

Je ne danserai pas sur ton tréteau banal,

Avec tes histrions et tes prostituées».

(«¿Qué importa si para toda la eternidad / hubiera de sumergirme en mi mudo orgullo, en mi tumba sin gloria? No te venderé mi embriaguez o mi dolor, / no expondré mi vida a tus abucheos, / no bailaré en tus banales tablas / con tus histriones y tus prostitutas.»)

Contrapunto, tanto en la novela como en la película, a Sainte-Colombe es el joven Marin Marais. Quiere triunfar, quiere ser violista del Rey, quiere celebridad y oro. Es un gran intérprete y un gran compositor y conseguirá cuanto se proponga. Su apariencia física, su indumentaria, tan versallescas, contrastan grandemente, tanto como su espíritu, con las del maestro Sainte-Colombe. Aunque con reparos («Vuesa merced hace música, pero no es músico», le dirá al jovencito), Sainte-Colombe acabará por aceptarlo como discípulo, mas mostrándole siempre su disgusto ante su necesidad de reconocimiento social y así se lo reprochará: «Podréis ayudar a bailar a la gente que baila. Podréis acompañar a los actores que cantan en el escenario. Ganaréis vuestro pan. Viviréis rodeado de música, mas no seréis músico».

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No está de más preguntarse por qué, aun con tanta reticencia, Sainte-Colombe accedió a convertirse en maestro del joven ambicioso. Porque «vuestra voz quebrada me emocionó. Os acepto por vuestro dolor, no por vuestro arte». El dolor en el artista; luego volveremos sobre ello.

Cuando ese dolor parezca desvanecerse ante la consecución de la gloria, pues Marin Marais ha obtenido al fin interpretar ante el Rey y brillar en la corte, Sainte-Colombe, con cajas más que destempladas, colérico hasta casi reventársele la hiel en el cuerpo, lo expulsará motejándolo de saltimbanqui y de titiritero.


B) Dejemos por unos instantes al señor de Sainte-Colombe y su vida y sus ideas extremas, y saltemos dos siglos hacia adelante para considerar la enigmática e ignota figura de Isidore Ducasse, auto-rebautizado como Conde de Lautréamont. ¿Qué se sabe de él? Prácticamente nada y cuanto se conoce ha sido a su pesar, podríamos decir, por contumaz necesidad intrusa de violar su ceñudo aislamiento. Algunos frutos se han obtenido, como, por ejemplo, el descubrimiento de un retrato suyo fotográfico. Mayormente, sin embargo, con él se ha procedido siempre por conjeturas e hipótesis. Lautréamont no participa de ningún cenáculo, no tiene amigos literatos, no aspira a darse a conocer; sin embargo, escribe tan apasionadamente que es difícil negar que no viva para la literatura, en una ascesis similar a la que Sainte-Colombe lleva a cabo en la música. Ambos crean para sí mismos, rehuyendo toda vanidad, toda «pirueta ante el Rey». Ambos saben que el mundo interior lo es todo. Cuando Sainte-Colombe diga a su hija Madeleine y a Marin Marais que «lleva una vida apasionada», éstos quedan atónitos, pues pasa la vida, solitario, en su cabaña, pulsando su viola y tan sólo en contadísimas ocasiones, abandona su hacienda. Sin embargo, ¿hay vida con mayor pasión que la del espíritu, la del verdadero monje, la del eremita genuino, la del artista volcado en su arte? La psique tendida toda ella, como un arco a punto de liberar la flecha o un leopardo disponiéndose a saltar, en pos de una nota, de una rima, de una expresión; la exaltación embriagadora suministrada por el hallazgo; la soledad encendida y arrebatadora; el estro que, robándonos, nos eleva y proyecta en el mundo ideal, sustrayéndonos a las mil y una mezquinas impertinencias de la vida social y de la carne… ¿no es ello auténtica pasión? ¿Cabe acaso mayor intensidad? Sólo la del deliquio místico, pero es que ambas son hermanas. Ambos, por otra parte, Sainte-Colombe y Lautréamont, son, por tomarle prestadas las palabras a Ramón Gómez de la Serna «integérrimos y animosos».

Dice Ramón a propósito de Lautréamont: «¡Qué bello vivir de una riqueza propia en el contraste de la pobreza! ¡Eso no lo consigue nadie más que el escritor!» Añade: «Isidore tenía la mirada que domeña el verbo… y domeñando el verbo, tenía domeñada la vida». «En ese cuarto pequeño, ahogado, atufado de sí mismo, fraguó Ducasse la refutación elocuente -si no la más fundamental-, la refutación magnífica y gratuita del mundo y de Dios». Ese cuarto, tabuco, es la cabaña de Sainte-Colombe. «Gran hombre -prosigue Ramón a propósito de Lautreamont- encerrado para siempre en la habitación número tantos de cualquier hotel, sin éxito ni repercusión alguna!»

Y, por si quedara aún alguna duda sobre el hermanamiento psíquico de ambos artistas, citemos una última vez (de momento) a Ramón: «Este libro («Los cantos de Maldoror»)… está hecho en el fondo del refugio humano e independiente, en el alma sencilla y en la habitación simple, ¿para qué más?…» Fondo del refugio humano. Independencia. (Las citas de Ramón Gómez de la Serna proceden de «Isidore Ducasse», en «Otros retratos»)

C) A estas alturas del discurso puede uno preguntarse si un artista puede plantearse una creación privativamente por sí misma y decididamente para nadie. Se trataría de crear una obra que nadie pudiera contaminar luego con sus proyecciones, con sus interpretaciones, con sus apreciaciones o con sus juicios. Una obra absolutamente encerrada en sí misma, como una monja de clausura frente a aquellas otras que viven en el siglo, es más como una única monja de clausura, única habitante del convento. Un arte solipsista.

¿Un arte solipsista?… Es difícilmente concebible. En primer lugar, porque «el ser de los versos es ser comunicados» por muy íntimos y herméticos que se presenten o se pretendan. La intención de comunicación excluye la soledad absoluta; hay un interlocutor, por muy lejano que se encuentre en el tiempo o el espacio, ya sea este interlocutor virtual, potencial, onírico, latente, imaginado, fingido o con existencia propia de carne y hueso en la vida consciente de la vigilia. En segundo lugar, porque en toda creación artística debe darse una mínima elaboración sintáctica que haga comprensible el mensaje, observando las normas lingüísticas de una colectividad y de su lengua, así como una mínima elaboración artística que distinga lo creado con visos de arte de la mera crónica, con intención, esta última, meramente denotativa; o que lo distinga también del diario, al cual le basta con ser comprensible para quien lo elabora por ser el mismo que lo lee (y un diario no siempre se lee; con frecuencia sólo se escribe).

Por tanto no es cierto que uno escriba -o haga arte- para sí mismo o, cuando menos, no es cierto que uno se despreocupe totalmente de lo formal -por muy informal que se pueda llegar a ser-, que es condición del arte. Incluso concibiendo una poesía absolutamente impenetrable y aun irrespetuosa con la sintaxis, en algunas ocasiones podrá el lector, ajeno al autor, encontrar en su obra «resonancias» emotivas, un eco del inconsciente.

¿Cómo sería la obra de un loco total, que escapara absolutamente a la lógica? Originalísima y personalísima, pero al no poder compartirse, carente de inteligibilidad; y, por tanto, no aportaría realmente nada de interés y ni siquiera nada nuevo. Sería como una lengua nueva hablada tan sólo por su creador, que en definitiva no sería tal. La tal lengua no sería más que el revés del mutismo. Para que se dé creatividad, amén de originalidad, la obra o el producto nuevos han de ser comprensibles, poder compartirse. Es lo que el psicólogo Guilford, que tanto ha estudiado la creatividad, llama «pertinencia».

Hölderlin acabó loco, mas sus textos siempre respondieron a parámetros de cordura, al menos en lo formal; otro tanto puede decirse de Nerval y de Lautréamont (si es que alguna vez estuvo loco) o de textos y productos gestados durante una fiebre, o de una alucinación inducida por estupefacientes, o de una visión, o de los textos surrealistas, etc. Románticos y surrealistas exaltaron la locura y la irracionalidad, ciertamente, pero mediante una retórica, una argumentación y unas formas necesariamente racionales; en definitiva, adoptando el punto de vista nietzscheano: por muy dionisíacos que sean intenciones, mensaje y contenido, las formas habrán de ser mínimamente apolíneas y, conteniendo esas intenciones, ese mensaje y ese contenido, estas formas los perfilan y extraen formalmente del caos.

Un arte de contenido y formas de absoluto orate «incomunicador» no puede ser arte, al menos literariamente (quizá, plásticamente -y musicalmente-, sí quepa más o mejor esa posibilidad). Lo anterior no debe hacernos perder de vista, sin embargo, que toda innovación en el arte surge precisamente de la aportación por parte de un artista de un elemento nuevo, extraño, que pone en crisis lo anterior a él. Dicho esto, puede afirmarse, en definitiva, que sigue viva y actual aquella proclama de Víctor Hugo: «Guerre à la rhétorique et paix à la syntaxe!» («¡Guerra a la retórica y paz a la sintaxis!»). Innovemos, «déraisonnons» («desrazonemos») incluso, como propuso Musset, pero dentro de los cauces formales de la lógica racional.

Y sin embargo, uno no sabe bien… quizá quepa una demencia total en la poesía. Aparecerían resonancias, emociones, reacciones animales y «entrañables»… Quién sabe… ¿No era ello, por otra parte y en gran medida, en el campo teatral, cuanto buscaba el «Living Theater» en su experimentación por disolver la «cuarta pared»?

En cualquier caso, si bien, tácitamente, no puede no crearse para el otro, sí puede concebirse un artista que no exhiba ni muestre nunca a nadie sus creaciones, sustrayéndose a la otra necesidad psíquica de toda creación, que es el reconocimiento por la sociedad o, al menos, por un grupo de iniciados que sepan y puedan valorar. Todo ello, obviamente, siempre y cuando el «artista de clausura» tenga la subsistencia asegurada por otros medios (fortuna personal; familia que lo mantenga; otro trabajo remunerado del que, si no vivir, sí al menos comer; alguna institución -casa de reposo, casa de orates-, etc. que le proporcione el sustento mínimo), permitiéndose así el no mostrar ni tener que vender su obra.

Contra esta melancolía nos previene Eugenio d´Ors: «son enfermizos ocio y soledad. Que cada cual cultive lo que de angélico le agracia, en amistad y diálogo» (los subrayados son nuestros). Aristóteles afirma que el aislamiento cabe tan sólo en el bruto o en el dios. Lo primero que le ocurre al loco y lo primero por lo que se infiere su locura es por su aislamiento: habla una lengua que los otros no pueden compartir. Consideremos, por otra parte, la arquitectura de nuestra civilización, que nos singulariza como occidentales herederos de Grecia, y veremos que la polis se organiza en torno a un ágora (foro en Roma), lugar abierto donde platicar, intercambiar y filosofar en compañía, como animales sociales que somos.

La oda a la vida retirada de nuestro fray Luis de León o el «Misántropo» de Molière, serían, con otros, bellos ejemplos de este aislamiento consciente y voluntario de los desengañados del mundo. Citemos, no obstante, por la consabida intensidad de cuanto acomete, a Shakespeare en su «Timón de Atenas». Timón, dolido de la ingratitud de sus conciudadanos, befado por quienes se declararon sus amigos cuando la fortuna le sonrió, se retira al desierto y, como Cristo y el Bautista, se alimenta de raíces: «Earth, yield me roots!» («¡Tierra, cédeme tus raíces!») La hiel le asoma en sus acibaradas maldiciones contra sus semejantes: «… be abhorr´d / All feasts, societies, and throngs of men!» («… sed de mí aborrecidas / Fiestas todas, sociedades y  muchedumbres!») (escena 3, acto IV). Quien mucho ha sufrido, llevado del resentimiento, busca la áspera soledad, pudiendo incluso llegar a enloquecer, como Lanzarote asilvestrado y desnudo vagando cual licántropo por los bosques o los pastores del Quijote extraviados entre las peñas de las sierras.

D) Ya es hora de que volvamos a Sainte-Colombe. Nuestro violista, más que para sí mismo, compone y pulsa su instrumento para la Muerte y para los muertos. «Mis amigos son los recuerdos». Y en ello radica su singularidad. Quizá debiéramos haber comenzado por ello, pero digamos ahora que el encierro voluntario del maestro Sainte-Colombe sigue a la muerte de su esposa, a quien tanto amaba. Y que siempre se lamentará -ése será su principal «regret»- por no haber estado presente y a la vera de su lecho de muerte.

En la hipótesis de Ramón, los «cantos (de Maldoror) están cantados desgarradoramente bajo el apremio y la amenaza de la muerte».

Los artistas que, de una u otra manera, tratan con la muerte, no pueden ser complacientes ni buscar el aplauso fácil del mundo. Dice Sainte-Colombe, en tono de reproche, a Marin Marais: «Señor, vuesa merced gusta a un rey visible. Complacer no me es dado. Yo  llamo, os lo juro, llamo con la mano a un algo invisible». Por ese motivo, por esa disparidad en la actitud, el sobrio y sesgo violista, por un lado, y el engalanado y versallesco violista, por el otro, han de divergir necesariamente. Sentencia Sainte-Colombe: «Yo pertenezco a las tumbas». De hecho su composición más célebre, en honor de su difunta esposa, lleva por título: «Le tombeau des regrets» («La tumba de los lamentos»).

Puede decirse que, de hecho, tanto la película como la novela comienzan con el fallecimiento de la esposa, cuando Sainte-Colombe decide alejarse para siempre del mundanal ruido recluyéndose cual ermitaño en la cabaña que ha mandado construir en su jardín, donde puede llegar a tocar hasta quince horas al día.

Su esposa lo ligaba al mundo y a la vida y así, habiendo desaparecido su mujer, Sainte-Colombe nutre hacia la existencia y la sociedad un resentimiento sordo que a veces puede manifestarse en violenta explosión. Encerrado en un cuasi mutismo absoluto, expresa su dolor por medio de su viola. De uñas contra la vida, vive volcado hacia su interior hecho de recuerdos y añoranzas de aquélla a quien tanto amó. Esquivo, zahareño, hosco, grosero incluso ¡y cuánto!, pero es que su adusta prisión voluntaria no admite la mínima distracción. «Cuanto hago no es más que la disciplina de una vida en que no hay ni un solo día de fiesta». Mediante la música invoca a la ausente y, como Orfeo, llega incluso a recuperarla, mediante la música que le faculta para adentrarse en el reino de los muertos, y lo hará además por más tiempo y con mayor fortuna que el héroe mitológico. Su esposa se le aparece, escucha sus creaciones, incluso platica con él, pero sin que pueda llegar a darse contacto físico alguno pues ella no es más que apariencia, espíritu, aire, y el aire -contradiciendo a aquella canción popular francesa en que el donoso hijo del rey lo va recogiendo y guardando en sus guantes- se desvanece y es inaprehensible.

Como en el soneto de Verlaine en el que el poeta invoca a la Muerte bajo la apariencia de una mujer amada, Sainte-Colombe podría también decir:

«Car elle me comprend, et mon coeur transparent

 Pour elle seule, hélas!, cesse d´être un problème.

 Pour elle seule, et les moiteurs de mon front blême,

 Elle seule les sait rafraîchir en pleurant» (Paul Verlaine, «Mon rêve familier»)

(«Pues ella me comprende y mi corazón transparente / Para sólo ella, ¡ay de mí! deja de ser un problema. / Para sólo ella y los sudores fríos de mi frente pálida / Ella sólo sabe refrescarlos llorando»)

La esposa difunta es , así pues, en gran medida, una Eurídice, mas también y más probablemente sea una Proserpina por cuanto no siempre está en el mundo de los muertos, sino que ambos reinos, el efímero de los vivos y el eterno de los difuntos, comparten su presencia. Si, permanentemente, Madame de Sainte-Colombe acompañara a su marido, o ella seguiría viva o su marido estaría muerto y, como en la relación entre ambos se da la malhadada circunstancia de que la anhelada coincidencia fue destruida por la muerte, no cabe más que la melancólica añoranza por la pérdida, que es impaciente ansia, y en cierta medida alivio también, por esos seis meses de vuelta a la tierra de los vivos desde las profundidades del Tártaro.

La música, en los dedos, el arco y las cuerdas de Sainte-Colombe y en su viola, vuelve a cumplir su función mágica de comunicación con el Más Allá y de conjuro de los muertos. Desde este punto de vista, nuestro músico es un «primitivista», al ser su arte «funcional» más que estético pues lo estético sólo puede darse cuando las artes se emancipan de sus cometidos mágico-religiosos. Sólo su terco y pertinaz aislamiento, impidiendo su «distracción», pueden, mediante el cultivo de su instrumento, arrancarle a la muerte, al menos por unas horas, al menos algunos días, al menos algunas veces, a su esposa.

Sainte-Colombe no crea para los vivos. Sainte-Colombe ha intuido y colegido a la vez que la vida no es más que engaño, no es sino apariencia, delirio físico y racional. La verdad se halla en la Muerte y más que en ella, en la no existencia. El XVII es el siglo barroco por excelencia, ¿no es cierto? Además, por otra parte, muy influido por Freud, Pascal Quignard pone en boca de Sainte-Colombe y de su discípulo Marin Marais, en el emocionante diálogo del final, la idea freudiana de que el estado ideal del ser es la no existencia, ese estado de absoluto reposo del que se nos arrancó en el momento de la concepción. Para Quignard la humanidad vive inmersa en el delirio de la razón pues, en realidad, la realidad es algo, un no sé sabe bien qué, húmedo, viscoso, oscuro, cavernoso, caliginoso, como dicen es el Tártaro o el Hades, el mundo de los muertos. Creo que Ramón vuelve a acertar cuando afirma que «los cantos de Maldoror… tienen la rijosidad de una adolescencia pálida, nocturna, perezosa». Y mucho de ello se da también en esa locura -que quizá no lo sea tanto- manifestada en «La metamorfosis» de Kafka.

La obra de Sainte-Colombe, su recluida y apasionada vida es, por una parte, una invocación a los muertos y una evocación de los difuntos; por otra parte, es a la vez, y ambivalentemente, una rabiosa rebelión, consciente además de su irremediable fracaso ante la injusticia de la muerte, de la que se abomina pues, sí, y, sin embargo, es también y a la postre una celebración apoteósica de ella, a la que así se reivindica. Rechazo y exaltación al unísono, pero con victoria final de lo así ensalzado.

«… tiene su obra una cosa sagrada, ímproba, de rebelión sensata, de revolución por el insulto, que le hace aparecer el segundo redentor que aún está en los infiernos», sentencia Ramón sobre el conde de Lautréamont.

Mediante su música, Sainte-Colombe mantiene vivo su amor. «Il vivait un amour que rien ne diminuait» («Vivía un amor que nada menguaba»). Por ese sencillo motivo, porque compone para los muertos, para el Más Allá, Sainte-Colombe no quiere que el oído de los vivos mancille su obra. «Y así (Madelaine) le (a Marais) confesó que su padre había compuesto las más bellas músicas del mundo y que no las interpretaba para nadie: «Los llantos» y «La barca de Caronte». Añadamos a estos títulos estos otros de «Los Infiernos» y «La sombra de Eneas». Junto al que ya conocemos de «La tumba de los lamentos», todos estos nombres están diciéndolo todo.

«Son nom? Je me souviens qu´il est doux et sonore,

Comme ceux des aimés que la vie exila.

Son regard est pareil au regard des statues,

Et pour sa voix, lointaine et calme, et grave, elle a

L´inflexion des voix chères qui se sont tues.» (Paul Verlaine, «Mon rêve familier»)

(«¿Su nombre? Recuerdo que es suave y sonoro, / Como aquéllos de los amados que la vida exilió. / Su mirada se asemeja a la mirada de las estatuas, / Y para su voz, lejana y pausada, y grave, tiene / La inflexión de las voces amadas que callaron»)

Cuando Sainte-Colombe pregunte al espectro de  su esposa si habla «a pesar de la muerte», ésta contestará que sí. Entonces «se estremeció porque había reconocido su voz. Una voz baja, de contralto»

E) La obra de Sainte-Colombe, dada la manera de pensar de su autor, parece condenada a morir con él. «Nunca Monsieur de Sainte-Colombe publicaría lo que había compuesto» y por ello «Marin Marais sufría al pensar que estas obras se perderían para siempre cuando muriera el señor de Sainte-Colombe». Como Marin Marais no se resigna a ello, decide conocer esa obra antes de que sea demasiado tarde, con la intención, entre otras, suponemos, de poder transcribirla, y salvarla de la desaparición definitiva  a que la obcecación de su autor la tiene condenada.

Sin embargo, en el maestro Sainte-Colombe, a pesar de todo, late la vida y la exigencia del arte por propagarse, darse a conocer, alegrar la existencia cautiva de los vivos. La vida, a su pesar, ha hecho mella en él: el arte, por esencia, es comunicativo. Sainte-Colombe sabe próximo su fin y en la noche se exclama, él que rechazó al prójimo y a todo espectador: «¡Ah, si fuera de mí hubiera en el mundo alguien vivo que apreciara la música! ¡Hablaríamos! ¡Se la confiaría y entonces podría yo morir!»  Porque acude allí noche tras noche y permanece a la intemperie para escuchar al maestro, Marin Marais puede responder, presentándose además ahora, al cabo de los años, como un auténtico hermano espiritual de Sainte-Colombe pues dice: «(Soy) un hombre que huye de los palacios y que busca la música». ¡Por fin Marin Marais ha comprendido! Las admoniciones de viejo cascarrabias del maestro Sainte-Colombe han dado fruto. Por ello, «Monsieur de Sainte-Colombe comprendió de qué se trataba y se congratuló por ello». Cuanto Marin Marais, ese Marin Marais, vano, atildado y relamido, representara en su antítesis del maestro, viviendo en y para el mundo, ávido de gloria, consideración social, distinción y oro, aspirando a ser músico del Rey Sol y brillar en la rutilante corte de Versalles, asomando todo su espíritu hacia afuera, hacia la vida, lo fatuo y la mentira, todo ello daba un vuelco ahora pues Marais miraba, por fin, hacia dentro, volvía su mirada hacia la Muerte y anhelaba ahora pulsar su vida y su arte para los difuntos, tanto que, antes de entrar en la cabaña, dirá al maestro: «Busco los lamentos y el llanto».

Entonces tiene lugar un escueto diálogo, casi telegráfico, entre ambos, hecho de preguntas y respuestas a partir de la observación del maestro de que «la música es para hablar de aquello que la palabra no puede», esto es lo inefable y desconocido, la muerte. La música no es para el Rey, ni para Dios, ni para obtener con ella riquezas o la gloria… la música es «un vaso dejado a los muertos», libación y ofrenda al Más Allá, «un pequeño abrevadero para aquellos a quienes el lenguaje abandonó», bálsamo, trago de Leteo para las sombras del Hades. La música se hace «para la sombra de los niños», indefensos como los muertos, «para los estadios que preceden a la infancia, cuando se estaba sin luz», más allá de la vida intrauterina, en la primera muerte de que se nos arrancara inopinada y violentamente.

Tras ello, ambos atacan «Los llantos». «En el momento en que el canto de las dos violas ascendía, se miraron. Lloraban. La luz que penetraba en la cabaña por la tronera se había tornado amarilla. Mientras sus lágrimas rodaban lentamente por sus narices, sus mejillas, sus labios, se dirigieron a la vez una sonrisa. Tan sólo al alba Marin Marais se volvió para Versalles». Únicamente, tras haberse despojado de la vida aparente, únicamente tras haberse hecho espectro él también, puede el discípulo penetrar el secreto del maestro. «Habláis mediante enigmas. Nunca habré entendido bien lo que queríais decir», dijo en una ocasión el joven discípulo al maestro y éste respondió: «Por ello no contaba con que caminaseis a mi lado, por mi pobre senda de hierbas y pedruscos». Ahora, sin embargo, con el transcurrir del tiempo  y con los desengaños, Marais da la mano al maestro, incluso puede guiar al viejo como un lazarillo por los pedregosos caminos, llenos de abrojos. Sí, pues ahora ambos «pertenecen a las tumbas». Ahora Marais, superadas ya las «artes de volatinero» de la corte de Versalles, que le han dado renombre y riqueza, es por fin músico.

F) Otra cuestión: el sufrimiento. Dice Sainte-Colombe que, cuando maneja su arco, «desgarra un trocito de su corazón vivo». Existe en el Bestiario medieval un pájaro que es símbolo de Cristo. Con su pico se lacera y abre el pecho, del cual mana entonces sangre con la que alimenta a sus polluelos. El auténtico Sainte-Colombe nace con la muerte de su esposa. Rehuyendo toda diversión sacrílega que le aparte de sus recuerdos, se sumerge en la ascesis profunda del recuerdo y de la evocación del pasado, bajo, por citar a Nerval, el «sol negro de la melancolía». ¿Puede haber arte sin dolor? En esta perspectiva, se revela difícil contestar afirmativamente.

Porque Sainte-Colombe, como ya se dijo anteriormente, percibe sufrimiento en Marais, acaba por aceptarlo. Su desgracia (ha perdido, por su llegada a la pubertad, la voz blanca que le daba su sustento y sobre todo que le hacía especial como cantor infantil que era de la chantrerie (escolanía) real del Louvre; ahora, si Dios y Sainte-Colombe no lo remedian habrá de hacerse zapatero como el padre y es ello gran humillación para él) ha conmovido al maestro pues sabe bien éste que las raíces del arte beben ansiosas de las ofensas de la vida («la ultrajante Fortuna… piélago de calamidades… dolencias del afecto y los mil y un tormentos con que la carne nos azota… las lacerantes burlas del tiempo, el abuso del opresor, las mofas altivas de los soberbios, las ansias del amor desairado, las demoras pertinaces de la justicia, las insolencias del poder, y el vilipendio con que al mérito replica la inverecundia…», nos recuerda Hamlet). Por ello, en el diálogo final, Marais, recordando la pérdida del estado de Gracia, la expulsión del Paraíso que supuso su pubertad, añadirá a la lista de motivos para crear música el de «los martillazos de los zapateros», queriendo expresar con ello que el arte alivia y es lenitivo para las humillaciones. Es aquello de los surrealistas -Wagner, por cierto, expresa idéntica idea- de que en un mundo feliz no habría arte.

Ahora bien, el arte no puede limitarse a ser terapia o bálsamo o válvula de escape de un dolor o abatimiento del ánimo. El arte es, en primer lugar, una técnica que se aprende y va desarrollándose con una experiencia que a la vez genera unos criterios propios bien contrastados y un gusto personal asentado sobre conocimientos e intuiciones, no sobre modas y caprichos. ¿Y el talento? No lo puede dar Salamanca.

La cuestión estriba pues en saber si en estado de felicidad personal y de plenitud, puede hacerse arte. Creo que no debemos dejarnos extraviar por la visión romántica (y el Barroco es un romanticismo avant la lettre, mientras que la Bohemia y el surrealismo son post-romanticismos) que exalta toda desviación y divergencia (locura, malditismo, satanismo, extrañeza, dolor sumo, etc.). El arte puede manifestarse en muchas circunstancias y bajo modos y personalidades muy distintas e incluso opuestas. Consideremos por un momento el tiempo y el espacio de mayor belleza y de mayor calidad artística de nuestro Occidente cristiano, el Quattrocento florentino. Allí todo es armonía, medida, neo-platonismo, belleza clásica y solar. Sí, pero bien pronto -y la evolución artística y psíquica de Boticelli es al respecto reveladora- se nublará ese cielo diáfano y se turbarán esas formas prístinas con el sufrimiento del manierismo; y además, nos advierte Hauser, los períodos clásicos de equilibrio son la excepción en la Historia del Arte y de la Humanidad, si bien, precisamente porque sus características nos deslumbran y porque a ese equilibrio, anhelantes, aspiramos, nos confundimos y tomamos lo que es excepcional por la norma. Una ilusión.

G) «Entonces Judá dijo a Onán: «Cásate con la mujer de tu hermano y cumple como cuñado con ella, procurando descendencia a tu hermano». Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y, así, si bien tuvo relaciones con su cuñada, derramaba a tierra, evitando el dar descendencia a su hermano. Pareció mal a Yahveh lo que hacía y le hizo morir a él también». (Génesis 38, 8-10). Onán, quien diera nombre al onanismo, es personaje bíblico maldito por practicar el «coitus interruptus», evitando así la concepción; de lo cual puede deducirse que se han confundido las cosas pues si por onanismo se entiende masturbación, el término no es muy acertado y, sin embargo, en esa acepción se ha consagrado y es que en la perspectiva moral, como ambas prácticas dan voluntariamente en la esterilidad y son por tanto reprehensibles, acaban por confundirse.

En gran medida, un artista que hurtase al mundo sus creaciones se estaría comportando de forma auténticamente onanista. Onán crea, sí, pero al eyacular fuera del entorno adecuado, «derramando a tierra», su obra queda condenada a la esterilidad, a agotarse y morir en sí misma. Sólo contando con el prójimo, comunicando, entregando, Onán sería auténtico creador, completando así todas las  fases de la creación que le han sido encomendadas. Un artista que niega la última fase a su creación, que es la de darla a los demás, está comportándose como el nibelungo celoso de su tesoro, que para sí exclusivamente guarda y que con nadie comparte. ¿Egoísmo u orgullo exacerbado, en el caso del artista? En cualquier caso se niega la generosidad que ha de caracterizar al artista, obligado a regalar, por mucho que quizá su entorno, no preparado o desfasado, rechace abiertamente su regalo o incluso llegue a castigarlo por ello.

Todo creador remite al Criador Universal, al Sumo Hacedor. Éste no necesita de nada que no sea a sí mismo; a sí mismo basta. Sin embargo, en un acto de largueza, de amor, creó. «Y vio Dios todas las cosas que había hecho; y eran en gran manera buenas». (Génesis I, 31) Magnánimo, concede al hombre su creación, el disfrute de lo creado: «Creó pues Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le crió; criólos varón y hembra» «Y echóles Dios su bendición y dijo: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y enseñoreaos de ella, y dominad a los peces del mar y a las aves del cielo y a todos los animales que se mueven sobre la tierra» (Génesis I, 27-28) Por ello, porque no se multiplica, peca Onán. El artista que sepulta su tesoro, pecará pues también.

H) Y aquí pensé en poner punto final a estas reflexiones, hoy día de jueves santo, pero acabo de leer una frase de la catequesis de ayer del Papa Francisco. Dice así, refiriéndose obviamente, por las fechas, a la Pasión: «Y todo esto es para mí. Él lo hizo por mí. Aunque fuese la única persona del mundo, lo habría hecho por mí», pues toda vida humana no es ni más ni menos que las otras vidas, es tanto como toda otra vida, posee un valor incalculable y nunca tiene precio. Aunque en el mundo sólo quedaran dos personas, el creador y un potencial espectador, e incluso siendo este último ciego, sordo y mudo, el artista debiera mostrarle su obra. En el absurdo de que Cristo muriera en la Cruz por nadie puesto que nadie hubiera en la Tierra, de todas formas habría de morir para que en él se cumplieran las Escrituras. En el supuesto de que tan sólo quedara en el mundo una persona, si ésta fuera artista, tendría la obligación moral, imperativo categórico, de sacar su obra del taller y enseñarla al sol o sonar su instrumento para el eco o declamar sus versos y que los acunara el aura. En la ascesis y oblación de uno mismo que es la creación, en la eucaristía a escala humana, «mini-eucaristía», que es la ofrenda a los demás de lo creado, de la creación, no caben excusas ni elusión de responsabilidad. Se crea para los otros. La transubstanciación es un acto de caridad.

Por todo ello, al final, Sainte-Colombe, tocado por la Gracia, se apea de su soberbia y su necrofilia y se brinda a sus hermanos, al prójimo. Mira a los ojos a Marin y Marin lo mira a él. Lloran ambos. Se sonríen ambos. Se ha redimido. Se han redimido.

Éric Rohmer y el catecismo

Parole, parole, parole; parole, parole, parole; parole, parole, parole; soltanto
parole; parole fra di noi… parole, parole, parole…

Mina

Cuando en España, antaño, claro está, se proyectaba una película de Rohmer en un cine que no fuera de aquéllos reservados a los inteligentes, las célebres salas de «arte y ensayo», sino que se daba en un recinto convencional cualquiera, ¡había que oír las reacciones del público una vez se encendían las luces y los espectadores iban levantándose de sus asientos! Al respetable le incomodaba profundamente la falta de acción de la película, pero le dolía aún más la locuacidad de los personajes. El público se sentía estafado y mascullaba improperios o incluso a plena voz acres denuestos contra Rohmer, en particular, y contra los gabachos, en general. Bastante de eso hay en la siguiente afirmación, bastante frívola y efectista por otra parte, de Juan Manuel de Prada, que leo hoy, lunes 20 de enero del 2014, en su artículo «El adulterio en Francia», dentro de su sección «El ángulo oscuro», en el diario ABC: «Más recientemente la burguesía francesa se sacó del magín la nouvelle vague, para endosarnos -a modo de psicoterapia- sus tabarrones de adúlteros provincianos que disfrazan su compulsión (del contexto del artículo se entiende que la tal compulsión es al adulterio) con una facundia agotadora (Rohmer) o incluso con accesos homicidas (Chabrol)».

Y es que, en efecto, el cine de don Éric es muy poco espectacular y no da en lo trágico. Al espectador ordinario, que es siempre «epidérmico», no puede más que aburrirle y disgustarle. Rohmer es el cineasta de lo cotidianamente normal. Tanto por lo que hace a los personajes como a las situaciones dramáticas.

Personajes: Son personas sencillas, desprovistas de toda heroicidad y de toda excepcionalidad. Se trata de gente de clase media, preocupaciones medias y vidas medias. Es gente ni extremadamente pobre ni extremadamente rica; gente que trabaja y que vive de su trabajo, sin robar, sin matar, sin extorsionar, sin embaucar o engañar, desde un cartero a un pequeño empresario, pasando por un político de pueblo o un profesor. Es gente normal, ni excesivamente bella, pero tampoco exacerbadamente fea; incluso ni demasiado alta ni demasiado baja. Es gente generalmente urbana; podría ser del medio rural, pero es que, en un país de economía moderna, el sector primario es minoritario, y a Rohmer le interesan las mayorías… ¿silenciosas? Pues sí, claramente, las mayorías silenciosas y discretas, que no hacen aspavientos y que evitan los terremotos. Es gente generalmente joven o madura y, si bien es cierto que en nuestras sociedades occidentales los viejos son cada vez más numerosos, no lo es menos que, precisamente debido a su provecta edad, son los menos dados a cambios sentimentales y por tanto a expresarlos y, como veremos y ya hemos apuntado, el verbo es de extrema importancia en la producción de Rohmer.

En definitiva, que se trata de gente común, «gens du commun», el común de los mortales, el 90% o más de la población, con las características, las relaciones y los problemas que nos afectan a todos. No se trata, como en tantas otras películas «espectaculares», de asesinos, terroristas, activistas, víctimas de la violencia o de las guerras, secuestrados, damnificados de catástrofes naturales, drogadictos, enfermos terminales, locos, delincuentes, etc., esto es personas límite en situaciones límite, como enfrentamientos étnicos, revoluciones, tsunamis o tramas rocambolescas o inquietantemente kafkianas.

Situaciones: Son las propias de cualquier persona común: enamoramientos, bodas, infidelidades, hijos, relaciones de amistad y de trabajo, sin vehemencias extremas, amenazas insostenibles, etc. No, tan sólo contratiempos, tribulaciones o, por el contrario, alegrías y goces compartidos. Todo ello en ambientes ordinarios, sin exoticismos, sin romanticismos a ultranza.

Foto: SMDL (Wikipedia)

Como afirma el propio Rohmer en una entrevista concedida a Olivia de Lamberterie y Michel Palmieri para la revista Elle en el año 2000: «Me gusta hablar de la gente, de la vida».

En esto de «hablar de la gente», de la gente normal, y de la «vida», de la vida también normal, reside una de las características de Rohmer frente a otros cineastas que construyen sus películas sobre gente como ellos mismos, esto es artistas, y asentándolas en situaciones vitales que son trasunto o remedo o fantasías sobre las que ellos viven. No  todas, evidentemente, ni mucho menos, pero sí son muchas (¿demasiadas?) las películas de autor de calidad suficiente que reflejan las preocupaciones, dilemas y cuitas del propio realizador, en las que el personaje principal es o un escritor, o un pintor, o un actor, o incluso un director de cine, muchas veces alcoholizados o desnortados o habiendo de soportar un período de esterilidad creativa que los acongoja. Y aquí tenemos, nos guste o no, a un Bergman, a un Antonioni, a un Fellini, a un Truffaut, a un Godard, etc. De ahí que Rohmer, con respecto a sus colegas, pueda afirmar: «Tengo con la vida una relación más íntima y más directa, haciendo como hago un cine que no es narcisista, sino personal». Y lleva más razón que un santo. Generalmente, quién osa dudarlo, el director es narcisista o, cuando menos, egotista, y consagra con su hacer la declaración del personaje de Dostoievski en el inicio de «El hombre del sótano»: «Y, por otra parte, ¿de qué puede hablar una persona como Dios manda para extraer de ello el máximo placer? De sí mismo… así pues, yo hablaré de mí mismo, claro está».

No es que Rohmer reproche ni se sienta en absoluto mejor o superior («No me estimo superior, pero sí algo diferente»), sino que sencillamente busca el definirse y el definir mejor su espacio y su arte, y para ello no le queda otra opción que compararse y, así, diferenciarse. Como quiere retratar «la gente y la vida», sus películas habrán de ser naturales y, aquí sí, reprochará por ello a sus colegas su vida artificial, compuesta de rodajes, festivales, entrevistas, amistades con actores, productores y otros directores, conversaciones monotemáticas sobre el oficio… vidas que, como satélites, giran en torno al astro rey del Cine con mayúsculas. «Je ne veux pas … ne parler que de cinéma avec des gens de cinéma. Je ne dis pas que ce n´est pas bien de le faire, je dis que cela ne m´intéresse pas. Cet été, par exemple, je n´ai pas vu un seul film ni dit un mot de cinéma. D´ailleurs, j´ai oublié «L´Anglaise et le Duc» en particulier et le cinéma en général!» (No quiero… no hablar más que de cine con gente de cine. No digo que no esté bien, digo que no me interesa. Este verano, por ejemplo, no he visto una sola película ni dicho una palabra de cine. Es más, he olvidado «La inglesa y el Duque» (su película que se proyectó en el 2000, que es cuando tiene lugar la entrevista mencionada).

Así, sin negarle su grandísimo valor pues, entre otras cosas, sería como blasfemar, Rohmer recriminará al gran Fellini el haberse distanciado de lo cotidiano y de lo real, de la realidad diaria. «A fuerza de rodar películas sobre los rodajes y de poner en escena directores de cine («mettre en scène des metteurs en scène»), el cine acaba por morderse la cola». Denuncia así Rohmer cómo el cine de calidad puede acabar por convertirse en «metacine» y, por ende, sus autores y hacedores varios en personajes sofisticados, vanos y amanerados. Como Narciso, pueden acabar sumergiéndose y ahogándose en la propia contemplación de la propia belleza o interés. «(El cine) tiene que ser algo más que contemplarse a sí mismo. El cine no está hecho para mirarse, sino para mirar la vida… no me gusta el mundo del cine. Llevo una vida muy sencilla y es en ella, por otra parte, de donde extraigo mi inspiración». ¡Aire, aire fresco!, parece decir Rohmer para así escapar a la monomanía del artista obsesionado consigo mismo y con su propio arte.

Dicho esto, aclaremos que Rohmer tampoco es naturalista pues ya hemos visto cómo le repelen los extremos y el naturalismo recrea los espacios sociales fronterizos de bajos fondos, determinismo social y conductas enfermizas o claramente patológicas. Rohmer es y quiere ser, sencillamente, natural. Clase media, burguesía, razón y sensatez, como ya se ha señalado, si bien esta razón y esta sensatez, sedicentes ambas, quedarán bien pronto desde el inicio de la película y ya permanentemente hasta el final, en entredicho, constituyendo el drama propiamente dicho; pero de esto se hablará más tarde. Afirma Rohmer con campechanía que «mi cine queda fuera del cine». Rohmer evita las extravagancias y, como Diderot, podría afirmar que «il n´aime pas les originaux», que le disgustan los excéntricos, los estrafalariamente originales, amén de pícaros y granujas.

Ahora bien, por mucha naturalidad, sentido común, clase media, etc. que busque reflejar y recrear, en ausencia de conflicto, no puede haber trama ni drama y por tanto no se puede construir una película, a menos que no sea ésta un documental o una muestra de cine puro-purísimo asentado exclusivamente en la imagen en movimiento, desprovisto de argumento. Por tanto habrá drama, sí, pero nunca tragedia. Tragedia será la de las películas de los otros cineastas: como ya se dijo, un suicidio, un asesinato, un naufragio en la droga, el alcohol o la demencia, un accidente, un incendio, un naufragio, etc., en fin lo que nutre la sección de sucesos de un diario. Los dramas de Rohmer no salen en «los papeles» pues son achares, son cuitas de amor, son peleas incruentas, son enamoriscamientos, son juegos galantes, en ellos no llega la sangre al río. Son esas «depres» que nos toman y cuyo relato, pelmazo, le largamos a un sufrido amigo o a una sufrida amiga por teléfono (y ojalá haya tarifa plana si no queremos añadir a la congoja sentimental la inquietud económica), o en el rincón más recoleto (si ello es posible) de una fiesta, o en una cafetería; ese relato de posma que, además, con gran frecuencia, es narración mutua, de posma a posma, que nos acude a los labios cuando el alcohol nos proporciona la desinhibida locuacidad, o incluso verborrea, requerida. En la plasmación de esta mediocridad de nuestras vidas, en la mezquindad de nuestros dolores, brilla nuestro autor y cómo no reconocer el mérito de hacer arte con esos tan, al menos a priori, paupérrimos mimbres.

Bla, bla, bla. Rohmer es tan inteligente que es capaz de exhibir «mirada extranjera» en su propio país, que es Francia, esto es observar las cosas de los franceses como si viniera de tierras forañas, como un persa de Montesquieu, sí, pero un persa que se guardara su opinión y sus juicios de valor o al menos que no los hiciera explícitos. Si bien, como se verá más adelante, pueda encontrarlos excesivamente estéticos, al espectador francés no le repatean los diálogos de las películas de Rohmer ni el fundamento psíquico y social que sustenta esa dialéctica, puesto que constituyen su «pain quotidien». Rohmer, insisto en ello, es capaz de considerarlos en la perspectiva del forastero; Rohmer es capaz de inducirse a sí mismo el «dépaysement», intraducible término que expresa la desorientación, el desnorte de quien se halla en tierra desconocida. Extrañándose en la propia tierra, evidenciará la extrema facundia del francés, su desenvoltura verbal, su argumentación intelectualoide, lo cuantitativa y cualitativamente abrumador de su labia. Cuantísimas veces, en sus películas, los personajes envuelven la nada en una verbosidad que es ricos ropajes, «estudio de paños» como se dice en el cine, abrumadoras escenografías, espectáculos de «son et lumière», enmascarando el vacío. En, creo no ir errado pues hablo de memoria, «Conte d´hiver», durante un buen rato, se oye la radio. Un individuo, un intelectual, imagino, está hablando sobre lo «imponderable». Es de no creer su mágica capacidad, sobrehumana cuando menos, para lucubrar sobre algo tan etéreo e inaprehensible, sin titubeo alguno, con un aplomo, una riqueza de vocabulario, una facilidad de palabra, un don de la expresión, una dicción, una oratoria tan admirables y además durante tanto tiempo. Tanto es así que, recuerdo, mi mujer, entre desconcertada y dubitativa, se inclinaba a pensar que Rohmer había creado aquella intervención radiofónica ex profeso, que era ficción pues, que nadie podía expresarse así, máxime sobre cuestión tan aérea y volátil, que ninguna emisora, en cualquier caso, emitiría tal cosa, que aquello era chanza. Yo, sin embargo, modestamente, pues claro está que puedo equivocarme, soy de la opinión de que se trataba de la pura realidad, que ese soliloquio radiado era más que plausible en Francia y que, precisamente, por su carácter tan absurdo, el guasón de Rohmer, habiéndolo oído en algún momento, lo habría seleccionado como «fondo musical» del diálogo y la situación dramática de aquel momento, caricaturizándolos, reflejándolos jocosa y monstruosamente como hacen los espejos de la madrileña calle del Gato con todo aquél que se mire en ellos.

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Rohmer, con la pobreza de medios que le caracteriza, se limita a trasladar a la pantalla lo que se dicen los franceses, sin exagerar, sin recurrir a efectos especiales, o a intensos primeros planos, o a «chachachachanes», o a músicas incidentales desbordantes de pathos.

A Rohmer los franceses, curiosamente, le han reprochado sus diálogos demasiado literarios. Él lo niega. En sus películas, los personajes hablan como se habla en la realidad. Y lo prueba: antes de rodar, platica con los actores, sobre todo con las actrices, sobre los personajes y el argumento; luego recoge muchas de las expresiones, giros y aproximación dialéctica al problema, en los diálogos que escribe para la película. «Il est curieux qu´on m´ait souvent reproché mon style trop écrit, trop littéraire, alors qu´il est empreint de conversations. Un jour quelqu´un m´a dit; «Une fille de cet âge ne dirait pas ça», alors que c´était précisément une phrase que j´avais empruntée à une jeune fille. «Le rayon vert» est entièrement composé d´improvisations de Marie Rivière». (Es curioso que a menudo se me haya reprochado mi estilo demasiado escrito, demasiado literario, cuando en realidad está impregnado de conversaciones. Un día alguien me dijo: «Una chica de esa edad no diría tal cosa» y se trataba precisamente de una frase que había tomado de una jovencita. «El rayo verde» está completamente compuesto de improvisaciones de (la actriz) Marie Rivière). Les ocurre pues a los franceses lo que a todo cristiano que oye su voz en una grabación, no sólo que no se reconoce, sino que además le «suena» horrible, mientras que quienes le conocen, no ven en ello nada que les sorprenda.

Llegamos así a la justificación del título de este ensayo, que no se debe a que nuestro cineasta sea católico. El catecismo de la Iglesia Católica, a la pregunta de «¿Qué relación existe entre las acciones y las palabras en la celebración sacramental?» (238), contesta: «En la celebración sacramental, las acciones y las palabras están estrechamente unidas. En efecto, aunque las acciones simbólicas son ya por sí mismas un lenguaje, es preciso que las palabras del rito acompañen y vivifiquen estas acciones. Indisociables en cuanto signos y enseñanza, las palabras y las acciones litúrgicas lo son también en cuanto realizan lo que significan«.

Y es que, denunciando la ornamentada facundia de la sociedad francesa, Rohmer pone también de manifiesto la contradicción. Entre el discurso y la conducta. Lo que decimos -lo que tan bien dicen los franceses- no se corresponde con lo que hacemos. Y el desfase puede ser, de tan grande, infranqueable; a pesar de ello, no lo acusamos, ni lo vemos por aquello de que no hay mejores o mayores sordos y ciegos que quienes no quieren ver u oír. Nuestras palabras son pura racionalización en el sentido psicoanalítico de la palabra (la «racionalización» como mecanismo de defensa), esto es una justificación inconsciente y a posteriori de unos actos que nos disgustan o que no le cuadran a nuestra economía psíquica pues reflejan una personalidad que rechazamos o que nos incomoda o inquieta; en definitiva, que se trata de una filfa.

Desde lo local, Francia y los franceses, Rohmer ha pasado a lo universal, el género humano.

Creemos ser lo que decimos cuando en realidad somos lo que hacemos (o no hacemos) y cuando, además, este «hacemos» no es precisamente para extraer de él vanagloria alguna, sino todo lo contrario. Lo curioso, no obstante, es que nos lo creemos nosotros mismos y, además, si bien generalmente sin mala intención ni afán consciente de dolo, logramos que se lo crean los demás.

«Entre el dicho y el hecho, hay mucho trecho». Con ello se manifiesta cuantísimo media entre la formulación de un propósito y su efectiva realización, y cómo, con frecuencia, nos faltan las fuerzas o la voluntad y todo queda en mera declaración. La intención no se materializa y, en muchos casos, es tan sólo bravata que no se sostiene. Rohmer evidencia ese trecho entre dicho y hecho, pero en otra perspectiva; no ya en el de la volición, sino en el de la coherencia psíquica. ¡Cuánto y cómo no nos engañaremos! Rohmer hace bueno el equivalente italiano de nuestra expresión, «Fra il dire e il fare, c´è in mezzo il mare» (Entre el decir y el hacer, en medio está el mar), llevándolo al terreno del encaje psicológico. Es un tan grande «mare», que es más bien océano.

De ahí que seamos todos, en general, unos malos oficiantes en las celebraciones sacramentales de nuestras existencias puesto que «acciones y palabras» se hacen la guerra, distan de ser «indisociables» y bien raramente «realizan lo que significan».

Se trata ahora, como ya se ha dicho, de cuestión antropológica y no ya de socio-psicología diferencial de los pueblos; ya no estamos ante un rasgo privativo del francés. Lo que ocurre es que, contra el fondo galo, la figura de la contradicción humana destaca más y mejor. Contra, por ejemplo, el cazurrismo, brusquedad, zafiedad y casi afasia del español, el contraste hubiera sido mucho menos dramático y por tanto menos aprovechable artísticamente.

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A pesar de su absoluta falta de espectacularidad y a despecho de su gran normalidad, el cine de Rohmer es rentable, tanto más cuanto que no goza de subvenciones, lo cual otorga al maestro una gran libertad de pensamiento, concepción y acción. «Soy comercial», dice con sorna Rohmer, quien cuenta con un público, restringido, sí, ciertamente, pero insobornablemente fiel.

Su cine es, además, ejemplo de buena economía. Una obra bastante complicada como pueda ser «L´Anglaise et le Duc», rodada en el 2000, costó sólo poco más de 6 millones de Euros. Hasta ese momento, las películas de Rohmer solían manejar un presupuesto de unos 600.000 Euros. En ese aspecto también habrá de residir el carácter rentable de su cine. Su ausencia de megalomanía le favorece y preserva su libertad creativa. Rohmer, coherente en sus planteamientos, nunca cuenta con estrellas, que desequilibren las posibilidades financieras. Le disgusta claramente el «star system», lo cual dice mucho a su favor. Tan sólo una excepción clara: Jean-Louis Trintignant en «Ma nuit chez Maud». De ello, además, no sólo se extraen beneficios económicos, sino artísticos, tales como una mayor frescura y ductilidad en los actores y una mayor proximidad al espectador.

Para concluir, tan sólo una cuestión: la problemática presencia en sus películas de la actriz Arielle Dombasle, por cuanto, debido a su sofisticación y amaneramiento sumos, parece estar contradiciendo cuanto más arriba se haya expresado a propósito de la naturalidad y normalidad del cine de Rohmer. Creo que la explicación pueda residir en que, precisamente a través de la personalidad tan afectada de la actriz, tan artificial ella, Rohmer quiera poner de manifiesto lo artificioso de las relaciones humanas, fatuas, falsas y mendaces, lo que vendría a reforzar la idea central de la famosa y dichosa contradicción humana.

«Ágora», de Amenábar, no es una película anticristiana

El Señor atestigua un rechazo radical de toda forma de odio y de violencia a favor de la primacía absoluta del ágape. Por tanto, si en la Historia ha habido o hay formas de violencia en nombre de Dios, no deben ser atribuidas al monoteísmo, sino a causas históricas, principalmente a los errores de los hombres. Es el olvido de Dios el que lleva a una forma de relativismo, que inevitablemente genera violencia.

(Benedicto XVI, “Fe y violencia”, 7/12/2012)

1.

En su crítica de “La dolce vita”, Pasolini argumenta cómo, según él, esa película de Fellini es católica, a pesar de las apariencias y de las opiniones que en su contra vierten el órgano del Vaticano, “L´osservatore romano”, así como personas ligadas a la Iglesia. “Soltanto delle goffe persone senza anima -come quelle che redigono l´organo del Vaticano-, soltanto i clerico-fascisti romani, soltanto i moralistici capitalisti milanesi, possono esser così ciechi da non capire che con La dolce vita si trovano davanti al più alto e al più assoluto prodotto del cattolicesimo di questi ultimi anni: per cui i dati del mondo e della società si presentano come dati eterni e immodificabili, con le loro bassezze e abbiezioni, sia pure, ma anche con la grazia sempre sospesa, pronta a discendere: anzi, quasi sempre già discesa e circolante di persona in persona, di atto in atto, di immagine in immagine.”

Sin participar de la banderiza belicosidad de Pasolini, vamos a intentar rebatir y mostrar lo contrario que lo proclamado desde los “púlpitos” más o menos oficiales del catolicismo y por parte de esos católicos que más ofendidos se han sentido por la última película de Alejandro Amenábar. Quizá no probemos nada; tómese entonces lo que sigue como una interpretación.

Se nos podría reprochar que tardemos tanto en “dar la cara” ya que la dicha película se estrenó hará ya poco más de tres años. A ello puede replicarse, por una parte, que esta sección, “El ojo de Polifemo”, tiene tan sólo algo más de un año de existencia, pero sobre todo que en ella no se trata de hacer crítica de actualidad, sino que, por el contrario, se persigue una reflexión que sólo una perspectiva dilatada en el tiempo puede proporcionar; por otra parte, y esto redunda en honor de la película en cuestión, si a pesar del tiempo transcurrido, la recordamos aún -y mucho-, ello significará que el tal filme es de calado, que no es uno más de tantísimos productos cinematográficos actuales, españoles o hollywoodenses, que se disuelven como nube de verano, más o menos insustanciales, más o menos ruidosos y molestos, pero tan efímeros como una mariposa, o, por decirlo con palabras de Jorge Manrique, que no son “sino verdura de las eras” que muy pronto ve fenecer sus días, más aún que no son “sino rocío de los prados”.

2.

Cuando se estrena en España “Ágora”, numerosas fueron las voces católicas que se alzaron en su contra, obsequiándola con el remoquete de furibundamente antirreligiosa y motejándola de tópicamente anticristiana. En mi opinión, sin embargo, dicha percepción corresponde a una visión bastante miope y a un juicio asaz somero, limitados ambos a las apariencias “más aparentes”, evitándose así el profundizar y el discurrir. Se trataría de un nuevo ejemplo de aquel inefable “lejos de nosotros, Majestad, la funesta manía de pensar”.

Ciertamente, en “Ágora”, se narra, teniendo a la Alejandría de inicios del siglo V de nuestra era -y por tanto bajo dominación romana- como decorado arquitectónico y como contexto cultural, la sustitución virulenta y cruenta del paganismo por el cristianismo, así como, posteriormente, la exclusión de la vida pública de los anatemizados judíos. En la película, ciertamente, los cristianos son presentados como tipos fanatizados, feroces e implacables, de esos que quieren ganar siempre y además ganar “como sea”, y cuya victoria representa o la eliminación intelectual del otro (asimilándoselo, aunque el asimilado lo haga por dentro a regañadientes), o su eliminación física; o, en el mejor de los casos, su marginación e incluso exclusión, o aun la expulsión. Se podría echar en cara a Amenábar el no haber presentado a cristianos bondadosos, respetuosos, tolerantes, realmente fraternales (a pesar de esos actos de ayuda respecto a los pobres, que son en realidad más estrategia socio-política y ejecución mecánica de obligaciones, a la manera farisea, que conductas realmente motivadas por la caridad), dotados de esas virtudes que debieran informar y adornar a todo cristiano. Ahora bien, ¿es esto realmente reprobable? Sólo en apariencia ya que si bien sea cierto que no aparece ni un solo cristiano santo, ni siquiera bueno, esto es ningún cristiano que sea o quiera ser cristiano en definitiva, Cristo está presente de principio a fin de la película. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo?

“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra…Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia porque suyo es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira…” (Mateo 5, “Bienaventuranzas” o “Sermón de la montaña”).

En efecto, aunque no se le vea, Cristo está encarnado, a lo largo de la película, en muchos sufrientes, e incluso mártires, mas también y sobre todo en la propia protagonista, la filósofa Hipatia, que es personaje cristológico y que hace que este filme quede todo él tinto en cristología. ¿No es Hipatia mansa, pacífica y misericordiosa, muy limpia de corazón? ¿No llora y padece hambre y sed de justicia por padecer persecución, insultada y ultrajada como será, hasta tener que apurar las heces del martirio? No olvidemos que Cristo está en todos y cada unos de los que padecen y que el amor a Cristo desemboca necesariamente en amor al prójimo.

“Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba denudo y me vestisteis… En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mateo 25, 35-40).

Recordemos que todos somos “hermanos”, no sólo los “nuestros”, sino también el samaritano, la mujer cananea e incluso el enemigo, representando esto último uno de los aspectos más escandalosos del cristianismo. Por ello, cabe presumir que Cristo diría a aquellos cristianos que tanto vociferan en Alejandría y a lo largo de la película: “Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de iniquidad.” (Mateo 7, 23). Por el contrario, Hipatia “no disputará ni gritará, nadie oirá su voz en las plazas” (Mateo 12, 19). Hipatia es silencio estudioso y genésico. Mas sobre la Hipatia cristológica volveremos más adelante.

En cualquier caso es innegable que Amenábar muestra a la perfección, de manera seria y sin dramatismos superfluos, cómo una idea, o un ideal, ya sea religioso, político, racial, etc. puede imponerse desde la violencia y con la aquiescencia o cobardía de los tibios y los medrosos, esto es de la inmensa mayoría, aprovechando que la autoridad o el poder responsables de velar por la seguridad y libertad de sus súbditos o ciudadanos, hace dejación de sus obligaciones, esto es se muestra tibia también, contemporiza y, de esta manera, alimenta al monstruo hasta que el tal monstruo acabe por engullirlo todo. “Ágora” narra aquellas circunstancias históricas, sí, pero que son también las del nacionalsocialismo en la Alemania de entreguerras o las de nuestro tristísimo País Vasco actual, por citar tan sólo dos ejemplos próximos en el tiempo y que se presentan en el seno mismo de nuestra cultura, si bien no sean de índole religiosa.

En nuestra época tan cursi y tan falseadora de la historia, que erige “a toro pasado” determinados períodos de la historia como pináculos de la tolerancia, es bueno que un Amenábar agarre el toro por los cuernos y muestre cómo la coexistencia pacífica no era posible en aquella Alejandría pretérita, dado que los cristianos quieren imponer su religión, forzar a la conversión a los paganos y eliminar a quienes rechacen la cruz como única guía de sus vidas y así hasta proclamarla religión de Estado, en detrimento de las otras, condenadas a la desaparición. Se habrían de esta manera invertido los términos. Ya no serán los paganos quienes den suplicio, por ejemplo, a Santa Catalina, sino que serán, desventuradamente, los partidarios y herederos victoriosos de ésta quienes, ignorando todo del espíritu cristiano, se dediquen ahora a eliminar idólatras. Nuestro director muestra una realidad: el fanatismo. ¿Se le puede tachar de anticristiano por ello? Obviamente no; es más, presentando lo que no debiera ser, denuncia una falta y una traición al auténtico cristianismo; poniendo en evidencia lo que fue, expresa lo que no debiera haber sido y resalta, por contraste, lo que debiera ser y que se ha mancillado, tergiversado, olvidado y despreciado. Quizá alguno se sienta con autoridad para reprocharle el no haber mostrado ni un mínimo elemento positivo y esperanzador, de haber reducido a los cristianos a una turbamulta, pero es que, además de ser ello harto difícil en aquellos tiempos históricos, no puede hablarse de ocultación sino de una realidad que el director no quiere falsear. ¿Se le puede acusar de anticristiano por mostrar las conductas anticristianas de los propios cristianos? Hay más: por no mostrar a los santos, a los hombres de paz, por no hacer una hagiografía, ¿se le puede motejar de antirreligioso? Amenábar rueda una película sobre las circunstancias históricas que envuelven a Hipatia, no sobre Francisco de Asís y, en este hipotético caso mucho me temo que los mismos acusadores de hoy le censurarían por hacer una película “contra Roma” o “contra el Papa”. En cualquier caso, no es negando u ocultando una carencia o un problema o una falta cómo se alcanza una solución, sino que precisamente el percatarse de ella, definirla y acotarla es primer paso y paso necesario, si no suficiente, para no incurrir en el mismo error.

“¿Cómo callar tantas formas de violencia perpetradas también en nombre de la fe? Guerras de religión, tribunales de la Inquisición y otras formas de violación de los derechos de las personas… Es preciso que la Iglesia, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, revise por propia iniciativa los aspectos oscuros de su historia, valorándolos a la luz de los principios del Evangelio.” (Juan Pablo II, 1994)

En definitiva, que no sólo no cabe atacar a Alejandro Amenábar, sino más bien agradecerle el que nos ayude a reflexionar y a limpiar…

3.

Los hechos narrados en la película nos remiten a la Antigüedad, a las postrimerías del poder de Roma. ¡Si no habrá diluviado desde entonces! Y desde que se quemara a Giordano Bruno, ¡si no habrá llovido a mares! Hoy en día el poder temporal del Papa es inexistente; la herejía -¿pero existe eso aún?- no es susceptible ni tan siquiera de un benévolo capón y, además y sobre todo, la cristiana es la confesión más hostigada en el mundo y así, a pesar de la escasa cobertura mediática que se da a la persecución contra los cristianos, muchos son los acosados e incluso también los martirizados por sus creencias evangélicas en países no sólo de mayorías musulmanas, sino también por parte de hindúes y de comunistas imperantes. Egipto, Irak, Siria, Sudán y Nigeria son candente y triste actualidad por cuanto aquí denunciamos, mas asimismo se debe recordar cuanto ocurre en Pakistán (con su triste “ley de la blasfemia”), la India, Vietnam y China, sin silenciar tampoco la horrenda decapitación de los monjes trapenses del Atlas a manos de la milicia fundamentalista argelina en 1996, tal y como refleja la magnífica y reciente película de Xavier Beauvois, “De dioses y hombres”.

Así, en la realidad mundial actual, los cristianos serían lo que en el mundo antiguo, cuando la religión del crucificado acabará por imponerse, fueran los paganos: unas víctimas del fanatismo, de la fe única, de la intolerancia más feroz… allí quedan, para dar fe de ello, las persecuciones y martirios de cristianos a manos de Diocleciano y tantas otras en que los victimarios eran quienes luego serían víctimas, configurándose así una rueda infernal de alternancias en un brutal toma y daca de agresiones. Hecha esta aclaración, podemos preguntarnos quiénes son, hoy en día, los “cristianos” del entonces narrado en la película, esto es quiénes son los peligrosos fanáticos. La respuesta es bien fácil: los islamistas (que no los islámicos), desde el talibán hasta el hermano musulmán, pasando por el salafista. No sólo Bin Laden y sus malhechores secuaces de Al Qaeda conminaban y apremiaban a Obama y a Sarkozy a abrazar la fe de Mahoma, sino que el coronel Gadafi, ¡en la misma Roma!, instaba a la vieja Europa a hacerse, ¡toda ella!, mahometana. Y mil un lamentables ejemplos más que no caben aquí y que le erizan a uno los cabellos.

Así pues, aun siendo el fanatismo religioso uno, puede adoptar distintos rostros y pelajes. Ahora es el turno del islamismo. Y así, qué ingenua resuena en nuestros oídos la voz del buen Ramón Lulio, desconsolado por predicar en el desierto la conversión de los sarracenos:

“Aquest es lo “Desconhort” que mestre Ramon Llull féu en sa vellesa, com viu que lo Papa ne los altres senyors del món, no volgueren metre orde en convertir los infeels, segons que ell los requerí moltes e diverses vegades… se donàs de nostra fe tan gran exalçament / que els infeels venguessen a convertiment.”

Todo occidental acepta hoy en día con total indiferencia, por otra parte, que el proselitismo no islámico está prohibido y severamente castigado en los países musulmanes. ¿Qué cristiano, actualmente, empuña o empuñaría siquiera las armas por, pongamos por caso, reconquistar el Santo Sepulcro?

“… les malheurs de la Terre Sainte. / … / Même si un homme vivait cent ans, / il ne pourrait gagner autant de gloire / qu´en allant, plein de repentir, / reconquérir le Sépulcre.”

¿Qué cristiano cree, hoy en día, que empuñándolas y teniendo la fortuna de morir en la refriega, ganará el cielo?

“On peut actuellement gagner le Paradis / facilement, grâce à Dieu! (tomando parte en la cruzada que el rey San Luis de Francia está organizando, en la que éste morirá y que será la última de la historia) /… / heureux celui qui outre-mer mourra! / … / Pour moi, pourvu que mon corps puisse sauver mon âme, / peu m´importe ce qui peut arriver, / prison, bataille, / ni de laisser femme et enfants.” (Rutebeuf, “La desputizions dou croisie et dou descroisie”, siglo XIII).

Ningún cristiano, ni siquiera los cismáticos de monseñor Lefèbvre, conceden el mínimo crédito a lo que hoy en día no podemos llamar más que locura. En el otro lado, sin embargo, son bastantes -y da la impresión de que cada vez son más- quienes no sólo la persiguen sino que incluso se vanaglorian y hacen alarde de esta creencia y de sus actos, incluyendo el acto terrorista, claro está. Amenábar pone el dedo en la llaga y nos advierte de un peligro actual, mas trasladándolo a un período en que los bestiales fanáticos éramos nosotros mismos. A esto se le llama honradez intelectual y todo cristiano debiera agradecérselo.

Abundando más en la cuestión, cabría plantearse entonces, con pesimismo, si la historia de las religiones no sería más que un sucederse de imposiciones y de violencias, hasta preguntarse si la religión lleva en sí el fanatismo, así como lo que entendemos hoy en día por totalitarismo; y si éstos no son los mensajes del propio Amenábar. Desde luego puede interpretarse de esta manera; otra visión, sin embargo, distinta y cuando menos tan válida y plausible como la anterior, sería que la película nos previene de un peligro real como pueda serlo el de un islamismo iluminado, muy musculado, dotado de una fe inquebrantable e indoblegable en su absoluta e inconmovible verdad, irredentista y dotado de arma poderosísima, como es un terrorismo de autoinmolación cuyo precedente histórico no sería otro que el de los secuaces del Viejo de la Montaña y que nos deja absolutamente a su merced.

“Quiconque aura sa vie à mespris, se rendra toujours maistre de celle d´autruy – Quienquiera que desprecie su propia vida, se hará dueño de la de los otros. (Montaigne, “Essais 1”)

Y todo ello frente a una sociedad -y una cultura- occidental, descreída, pigre, apoltronada e inerme.

Los sucios, ignorantes, barbudos, desarrapados y entrapajados cristianos toman y saquean la biblioteca de Alejandría y la convierten en muladar. ¿Qué cristiano haría hoy tal cosa? Sin embargo, ¿no es esto cuanto haría un talibán? (y a las pruebas de tantos ejemplos nos podemos remitir). A este respecto se puede recordar el chiste gráfico de Plantu en “Le Monde”, en que, tras el asesinato más arriba mencionado de aquellos trapenses sabios en la Argelia librada a la guerra civil entre el Ejército y los muhaidines, se veía a un fraile frente a un ulema; tras del monje, estanterías colmadas a reventar de volúmenes, mientras que tras del clérigo mahometano, estanterías vacías, pues eso es cuanto pretenden aquéllos que, proclamándose sus defensores, no hacen más que dar baldón permanente a su religión y a la religión en general.

4.

En un momento determinado de la película, cuando en la cúspide del enfrentamiento religioso, los paganos, viendo que llevan claramente las de perder, refugiándose tras los muros protectores de su templo del saber, que es la celebérrima biblioteca de Alejandría, se encuentran haciendo guardia, un muy raudo, portentoso y cósmico zoom out empequeñece hasta lo microscópico no sólo Alejandría y sus habitantes -ya sean gentiles, cristianos o judíos-, sino el Mare Nostrum, el planeta entero e incluso el sistema solar. ¿Quiénes somos y qué somos? Nada. Y sin embargo morimos, y lo que es peor matamos, con la convicción de ser algo, mucho, muchísimo; esa creencia es la que nutre nuestro derecho y sacrosanta obligación de acabar con el infiel y éste es siempre quien no es fiel como nosotros lo somos, a nuestra manera única e intransferible. Más de uno ha querido ver en este zoom out que concluye en plano más que general, pues en realidad es “universal”, una especie de manifiesto ateísta, o cuando menos agnosticista, en formato visual, por la imagen, por parte de Amenábar, esto es una nueva y cinematográfica “Apología de Raymond Sebond” del escéptico Montaigne, expresada en una sola toma de límites inabarcables. Quizá. Modestamente, percibo yo más bien una denuncia de nuestra vanidad, de nuestra ridícula presunción, de nuestra prepotente petulancia de rana hinchándose -y reventando- en buey. Por otra parte, no olvidemos cómo el verdadero cristiano insiste siempre en la apabullante pequeñez material del hombre… contrarrestada por el hecho de que nuestra alma participa de la naturaleza de Dios y, de esta guisa, nos hace inmortales e inconmensurables, sustrayéndonos a lo endeble y a lo pigmeo de nuestra condición. Sí, es bien cierto, pero a esta convicción se llega tras insistir y poner en evidencia lo mortal, corruptible, efímero y frágil del suspiro de nuestra existencia. Esta insignificancia en lo físico o material se ve aumentada por nuestra situación de desamparo, expuestos como estamos al sufrimiento, a la decrepitud y a la posterior desaparición, como magníficamente refleja el monólogo de Hamlet, pero también los versos de la Salve, tan certeros, tan descarnados, tan dolientes: “… los desterrados hijos de Eva… gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”. En definitiva que somos lo ínfimo y lo grandioso a la vez. Creo sinceramente que este alejamiento de vértigo por parte de la cámara de Amenábar, desde nuestra irrisoria escala hasta la abrumadora cósmica, habría hecho las delicias de Pascal, quien describiera como pocos la situación del hombre mortal entre “esos dos abismos del infinito y de la nada”.

“L´homme dans la nature est… un néant à l´égard de l´infini, un tout à l´égard du vivant, un milieu entre rien et tout. Infiniment éloigné de comprendre les extrêmes, la fin des choses et leur principe sont invinciblement cachés dans un secret impénétrable, également incapable de voir le néant d´où il est tiré, et l´infini où il est englouti.”

No en vano el pensador y físico francés aspiraba con sus “Pensées” a atraer a los hijos pródigos que abandonaron la religión y le dieron la espalda, para que volvieran a la casa del Padre.

“… era preciso hacer fiesta y alegrarse porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado.” (Parábola del hijo pródigo, Lucas 15, 32)

y “Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de ella.” (Lucas 15, 7).

Los medios a los que recurre Pascal para lograr su fin no son otros que la razonada humillación de la ensoberbecida razón humana y el espanto puesto en la imaginación impresionable y generosa del hombre. Ya no recuerdo en cuál de sus “Romances”, Zorrilla, tras evocar un humilladero en el claro de un bosque, por una noche incierta y desabrida de invierno, pregunta que quién sería capaz de blasfemar en esas circunstancias. Espanto en la imaginación… Recuerdo -si bien esto no sea en definitiva más que un recuerdo personal y por tanto algo prescindible en estas reflexiones- cómo, durante mi adolescencia, durmiendo al raso en un prado de la Sierra, por una noche estival sin luna, contemplando escalofriado la bóveda nocturna, “espantado” y sobrecogido, me preguntaba si fuera posible negar la existencia de la divinidad. Algo parecido puede adivinarse en esa imagen de la película que desemboca en un estremecimiento.

Dicho esto qué duda cabe que hay en ella una gran ambigüedad. ¿Se trata de un estremecimiento emparentado con el que uno recibe extasiándose ante la Capilla Sixtina y más concretamente ante el Juicio Final y la bóveda miguelangelescas…

(“ (En) la Capilla Sixtina… es la luz de Dios la que ilumina los frescos … aquella luz que, con su potencia, vence el caos y la oscuridad para dar vida en la Creación y en la Redención, para decir, con evidencia, que el mundo no es producto de la oscuridad, del azar, del absurdo, sino que procede de una Inteligencia, de una Libertad, de un supremo acto de amor” (Benedicto XVI, 8-11-2012, en la conmemoración del quinto centenario de la Capilla Sixtina)

… o por el contrario ese estremecimiento se da precisamente ante la evidencia, o desembocando en la evidencia, de que el mundo y el Cosmos son oscuridad, azar y absurdo y de que no hay Salvación?, ¿o incluso ambas cosas a la vez?… Amenábar plantea una pregunta que atemoriza y cuya respuesta es incierta. Amenábar no adoctrina, como un Eisenstein o un Renoir, estomagantes cuando nos señalan clarísimamente, sin interpretación, desviación o ambigüedad posibles, lo que tenemos que pensar. Se ve que Amenábar cree en el libre albedrío y eso es bueno, ¿o no?

De todo lo anterior creo que se desprende meridianamente, no sólo que la película en cuestión no es plana, unívoca, adocenada, sino además que no sólo no es anticristiana, sino tampoco antirreligiosa. “Ágora” se abre al misterio, está penetrada toda ella de misterio sacro. Por otra parte digamos que Papas tan actuales como Pablo VI o Benedicto XVI demandan permanentemente interlocutores inteligentes e inquietos, no meapilas acríticos que digan amén a todo.

Ya puestos, incluso algo embalados, permítaseme seguir ejerciendo no sé bien si de abogado del diablo, a secas, o si de abogado del diablo ultracatólico. En otra secuencia de la película, mediante otro ejemplo, cinematográfico obviamente, de titánica “perspectiva de Dios” (en palabras del historiador del Arte, Miguel Etayo), a partir de un nuevo, y también vertiginoso, distanciamiento vertical de la imagen, los cristianos que transitan por entre los corredores de la biblioteca, se antojan, vistos desde tan alto y tan aplanados cenitalmente, auténticas cucarachas. Y volvemos a lo de antes: ¿es que Amenábar está explícitamente asemejando el cristiano al repugnante bicho? Sería, creo, tomar el rábano por las hojas. Lo que sí está evidenciando nuestro director es que la ignorancia y el odio nos vuelven nocivos y pestilentes, rebajándonos desde lo que debiera ser trono de la razón y afán de racionalidad (“complemento necesario de la fe”, en palabras de Benedicto XVI) a la condición de insecto de sentina y desagüe, defección palpable de esa “a imagen y semejanza de Dios”. “Ágora” es película que espeja el triste fanatismo, religioso en el caso que nos ocupa, del hombre y la desolación de la Historia.

“Es tanto el furor de sus espíritus turbados y fuera de madre que creen apaciguar a los dioses sobrepasando las crueldades de los hombres” (San Agustín, “Ciudad de Dios”, VI, 10).

5.

Ignoro si Amenábar recibió en su infancia y su adolescencia una educación cristiana, ya fuese familiar, ya fuese escolar, o ambas. Me inclinaría a pensar que sí pues en esta película suya se percibe ese aliento de cultura religiosa que -al margen de que se crea o no- configura junto con otras, el rasgo del hombre occidental; también me inclino a pensar que sí a juzgar por su edad de cuarenta años, si no voy errado, pues hace unas décadas, el laicismo aún no lo impregnaba prácticamente todo -incluso el ámbito religioso-, como sucede hoy en día.

La filósofa Hipatia es Cristo. Me explico: Hipatia persigue la Verdad, contra viento y marea. No se trata de una verdad religiosa, sino científica. Y la búsqueda de esta Verdad alienta y guía insobornablemente su existencia. Mundo, demonio y carne no la apartarán ni un ápice de la recta senda que ha tomado, a pesar y a sabiendas de que su rectitud y su empeño molestan a muchos, pues sus pasos no discurren por el “derecho” camino impuesto que pisan todos los demás, y es por ello por lo que se verá abocada indefectiblemente al martirio.

Hipatia da al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios y su dios es la ciencia. Sabe que la existencia en sociedad exige de nosotros contrahacer al menos hasta cierto punto un sometimiento y un mimetismo, que ella acata, mas que para ella son de puro carácter externo y que ni siquiera comprometen al cuerpo consciente, pues sencillamente obligan a unos rituales socialmente estereotipados. Como Cristo, Hipatia paga sus impuestos. Aun siendo, como lo es, consciente de todo ello, Hipatia, por conocer, en su honradez profesional y personal, que la auténtica libertad es la de la conciencia y que la recompensa mayor en un ser libre es precisamente el disponer de una conciencia libre, y puesto que no cree en lo que es ya la religión oficial, mas también porque sus intereses van por otros derroteros, y todo ello a pesar de saber con certeza que el aceptarla la salvaría, Hipatia, digo, rechaza en todo momento la farsa de bautizarse. Hipatia no está dispuesta a ceder en su creencia interior pues ése es el dominio de su libertad y en él cifra todo su interés vital y su auténtica fe. Ella sabe también que, de alguna manera, como buena filósofa que es, su “reino no es de este mundo”.

Hipatia es, además, de una inalienable largueza espiritual. No sólo instruirá y manumitirá a su joven esclavo, sino que, de manera absolutamente sincera, natural y espontánea, como iluminada por la Gracia, le perdonará de todo corazón la grave ofensa que le infligió. Y ello en un contexto de odio religioso en que no se excusa nada y en que el más nimio pretexto o descuido es motivo de condena y posterior ejecución.

Hipatia tiene también, como Cristo, su traidor. Cabe imaginar a un Judas ambivalente, admirador a la par que envidioso de Jesús, atraído por él y a la vez rechazándolo e incluso odiándolo. Son exactamente los sentimientos encontrados que hallamos en su joven esclavo, con la particularidad de que en el caso del esclavo el amo es ama. Él hace caudal de su ama, deslumbrado por su ciencia, pero también la desea con motivo de su belleza. Sin embargo, y de consuno, se muestra celoso de su superior inteligencia y, codiciándola, le duele sobremanera su espíritu tan libre pues él nunca podrá, no ya sólo alcanzarlo, sino rozarlo siquiera, mezquino y cobarde como es, bellaco que está permanentemente al “viva quien venza”, cediendo su independencia al fanatismo triunfante de turno. “… para fundar el imperio temporal, donde Judas espera ser uno de los amos. Es envidioso además de avaro; envidioso como todos los avaros…” (Giovanni Papini, “Historia de Cristo”: capítulo “Ha amado mucho”).

Judas traiciona a Hipatia, despojándola, besándola y restregándose licenciosa y abusivamente contra ella. Hipatia, tras ser escarnecida groseramente por aquellos execrables cristianos al igual que Cristo lo fuera por soldadesca y sayones, también entregará su alma, no crucificada sino descuartizada, sin oponer resistencia alguna, sin pleitear como Cristo mudo en el Sanedrín ante sus inicuos acusadores y luego ante el juez-prefecto romano de Judea, Poncio Pilatos. En la muerte de Hipatia está la propia muerte de Cristo, como en la de tantos otros en los que Él sufre primero y luego expira.

“Y yo, sin estar libre de pecado, no dejo de tirar piedras a mis hermanos desde mi particular juzgado, y cuando así hago, en ellos te alcanzo y te hiero a Ti (Cristo)” (Arzobispo de Oviedo, abril 2012).

Cristo se retira frecuentemente a orar, sabe de lo necesario que es el silencio y de sus virtudes genésicas, que en silencio y en el silencio, tras de morir, ya sea la semilla de sus parábolas, ya sea su propio cuerpo, se germina y se vuelve a la vida. Escuchemos de nuevo a Blaise Pascal, en sus “Pensées”:

“(l´être humain) tremblera dans la vue de ces merveilles (de la Nature); et je crois que sa curiosité se changeant en admiration, il sera même plus disposé à les contempler en silence qu´à les regarder avec présomption.”

Es el silencio respetuoso y admirado de Hipatia ante lo inmenso, lo desconocido, lo inabarcable. Es, qué duda cabe, un silencio penetrado de sacralidad.

6.

No es baladí señalar que Amenábar renunció a la producción y distribución americano-hollywoodiense para zafarse de la imposición de una historia de amor al uso que hubiera pervertido y banalizado el sentido de la película. Dejó así, él de ganar dinero, y su película, de adquirir celebridad. No se traicionó. Como su protagonista, ¿no es cierto?

Y ya para rematar la faena, y como último argumento, preguntémonos si Alejandro Amenábar busca la polémica por la polémica, si va de enfant terrible, de progre, de estrella rutilante de la gauche divine, si le agrada “salir en los papeles”, si es gratuita y dogmáticamente anticlerical, un mangiapreti, un miliciano “apiolador” de curas. La respuesta es que Amenábar no es Almodóvar.

“Encuentro unas declaraciones de Pedro Almodóvar cargando contra el papa y el conservadurismo de la Iglesia católica… (Almodóvar) pertenece a un grupo de gente previsible en el terreno de las opiniones porque trabaja para una clientela de inclinaciones sectarias con principios inalterables desde mayo del 68. Existe un automatismo irrefrenable entre la “inteligencia” izquierdista que les hace estar pendientes constantemente de lo que dicen las jerarquías católicas para así poder mostrar públicamente su oposición… (se trata) de crear espectáculo en su propio beneficio a base de disparar contra un adversario que, de antemano, ya se sabe lo que va a decir… Esta clase de pretorianos del poder intelectual izquierdoso buscan siempre la publicidad de sus inventos lanzándose sobre un adversario fácil en nuestros tiempos… El asunto no tiene la mínima emoción frente a una doctrina que manda poner la otra mejilla. Claro que una cosa muy distinta hubiera sido hace sólo un par de siglos. Ahora, casi resultan enternecedores… La imagen de campeones de la solidaridad, la tolerancia, la alianza de las civilizaciones… Vamos, lo de siempre.” (Albert Boadella, “Diarios de un francotirador”, 7 de agosto del 2009).

¡Hombre, que Amenábar es persona seria! Busca, ateniéndonos a su producción artística y a su discreción, expresar unas convicciones cinematográficas, en primer lugar, y luego unas ideas, una verdad, que es la suya, que es lo que ha de intentar todo artista. Sí, repitámoslo, como su heroína. Que no se le lapide ni descuartice (metafóricamente, claro está) desde el ultracatolicismo, que se aclare éste la vista primero para juzgar mejor después.

La contradicción insoluble de Pier Paolo Pasolini

1.- La contradicción insoluble de Pasolini

Toda la obra de Pasolini (poesía, novela, cine, teatro, ensayos, artículos varios y declaraciones en múltiples entrevistas) reposa en una contradicción -vivida y sufrida conscientemente- entre, por un lado, el deseo y la visión de una nueva realidad, esto es la superación marxista de la “prehistoria” para inaugurar el mundo nuevo de la “Historia”; y, por otro lado, la apasionada y regresiva adhesión vital e incondicional, la adherencia absoluta a los valores naturales e incontaminados del hombre, considerados en una dimensión metahistórica, ahistórica y mítica de la realidad.

2.- Pasolini, un “desviante”, una fuerza del pasado

Si una cínica, desafiante, extraviada y casi desesperada Harriett Andersson inaugura, con el cine de Bergman, el primer plano frontal dramático en que la actriz mira directamente al espectador, transgrediendo un tabú tácito y superando una barrera hasta entonces incuestionable, Pasolini irá aún más lejos y, discípulo y epígono aventajado en lo cinematográfico de la pintura de Caravaggio, mostrará en una frontalidad fílmica despiadada los rasgos marcadísimos y populares, las arrugas, la piorrea, los maxilares desdentados de actores y personajes, en definitiva el rostro enfermo de la belleza, el mal como epifanía de las zonas oscuras y abismales del cuerpo; a partir de ello Pasolini produce poesía visual, al igual que el citado Caravaggio y los barrocos que le sucedieron.

Y es que los personajes de Pasolini viven en la periferia de la historia, son las islas en que sobrevive el mundo antiguo, las “asas” de la historia, la “vida” que resiste al progreso: campesinos, subproletariado y mujeres.

En efecto, es voluntad de Pasolini el dar vida visual a aquello que no se ve por estar excluido, por excesivamente periférico, por innombrado. Así, Pasolini expresa la realidad de una vida auténtica en progresiva extinción, relegada a un pasado oculto y desplazada por la irrealidad del presente.
Esa voluntad y constatación casi franciscana lleva a Pasolini a una radicalización ética basada en la irreconciliable división que él establece de la realidad, a saber “real” (vida auténtica) e “irreal” (vida inauténtica). Lo “real” queda ejemplificado por el mundo arcaico, el mundo agrícola, la “edad del pan”, pero también por el mundo del subproletarido (prostitutas, chulos, maricones, vendedores ambulantes, chabolistas, pícaros, ladronzuelos, vagos de distinto pelaje, mendigos, el mundo del arte bribiática en definitiva) y también por el mundo mítico, aquél que queda más allá de las coordenadas espacio-temporales y que no es otro que el mundo repetitivo, cíclico, ritual, sacro y trascendente de los héroes, vg el reflejado en “Medea”: el país de la Cólquida opuesto al refinado y “avanzado” de Corinto con el que entrará en contradicción, tras topar literalmente con él. Y de ahí el cruel parricidio de los niños habidos por la “periférica” Medea de su amante, Jasón, requerido al fin por su mundo y extracción histórica, cifrados en la distinguida y elevada civilización de la ciudad del istmo en que ha ido a recalar con su familia.

Lo “irreal” es la actual cultura del consumo, del “usar y tirar”, de la mercadotecnia, de la hipervaloración del resultado crematístico, de la necia confusión entre “valor” y “precio” por parafrasear a Antonio Machado, de la invasión de la economía y los economistas en todas las esferas vitales, de la degradación de la tradición, de la desaparición de la cultura popular, de la transformación del pueblo en masa, de la simplificación y empobrecimiento vital de la lengua (interesantísimo es a este respecto el artículo pasoliniano en que opone el italiano toscano-romano, culto y popular, vivo, al italiano milanés de la televisión, de los tecnócratas y de los hombres de negocios, en definitiva italiano-verdad frente a italiano-mentira -y eso que nuestro artista murió mucho antes del berlusconianismo-; para abreviar, “irreal” es todo cuanto cabe en lo que Pasolini llama la “violencia genocida del nuevo poder, el del consumo”.

No en vano Pasolini se definirá como “una forza del passato”, subrayando así el deber para todo artista de ser inactual, molesto, diferente, incomprendido. Declara nuestro autor: “Si un hacedor de versos, de novelas, de películas” -nótese que no dice “poeta, escritor, director de cine”, desacralizando así estos menesteres y desproveyéndoles de toda esencia y carácter trascendental, “humillándolos” y remitiéndolos al mundo más espontáneo, “real” y “auténtico” del artesano; y artesanos, a pesar de su genialidad, eran y se consideraban sus admirados artistas renacentistas y manieristas (Piero della Francesca, Mantegna, Caravaggio), que nunca se exhibieron en festivales, certámenes, conferencias y revistas del corazón – “halla encubrimiento, connivencia o comprensión en la sociedad en que trabaja, no puede llamarse autor. Un autor tan sólo puede ser forastero en tierra hostil y debe vivir la muerte al igual que vive la vida”. Y así llegará a decir: “Dobbiamo essere reazionari” (más lejos se explicará algo más esta afirmación)

Recordemos que Pasolini murió en 1975, hace casi ya cuarenta años, y no dejaremos de pensar con asombro en su clarividencia y la sangrante actualidad de su denuncia.

3.- El cine-añoranza de Pasolini

“Algo de lo humano se ha acabado irremediablemente”, declara nuestro director. En nuestra esfera occidental, una vez desaparecida la cultura y el mundo agrícola-ritual, cíclico, intemporal y sacro, una vez sometido y aburguesado (“consumizado”) el mundo subproletario, universalizados y uniformizados ambos -“globalizados”, diríamos en nuestros días- en tal modo que la diferencia queda abolida, al cine de Pasolini tan sólo le queda añorar, extrañar.

Así, en su tragedia en verso “Pilade”, Pasolini afirma por boca del personaje de Orestes: “Por lo que hace al pasado, nosotros debemos sólo soñarlo”. Y es que este pasado no ha existido nunca, es un pasado idealizado, una “edad de oro” que denuncia, con su sola ensoñación y por contraste, nuestra mísera “edad del hierro” y de la violencia. Por otro lado, el sueño es uno de los senderos -privilegiados- que toma la verdad y en ello reside la fuerza de la utopía, precisamente en su poder de contrastación del presente, amén de señalarnos caminos nuevos, metas nuevas e inalcanzables, ciertamente, pero hacia las que tender, esto es lo que se ha llamado el “progreso regresivo” de la utopía.

Desde la conciencia -desnuda y sin lenitivos- de la pérdida de realidad del mundo, de lo que nuestro artista llama “cataclismo consumista”, ya sea en su “degradación antropológica”, ya sea en su “profanación de la autenticidad de la vida”, Pasolini levantará un cine que es añoranza poética pura de cuanto esta ausencia produce, un lacerante y muy doloroso vacío.

Y así tres serán los mundos privilegiados de su producción cinematográfica:

  • El mundo de los suburbios romanos -“Accatone”, “Mamma Roma”, mas también “Uccellacci e uccellini” con el popular Totò-, herederos de su novela “Ragazzi di vita”, encarnado en los actores-personaje Franco Citti y Ninetto Davoli. De estos submundos suburbiales dice Pasolini en 1975: “eran entornos degradados y atroces, pero conservaban un código de vida y lingüístico, al cual nada ha reemplazado. Hoy los chavales de los suburbios van en moto y ven la televisión, pero no saben hablar, como mucho esbozan una miserable mueca”, resultado de lo que él llama la “entropía burguesa”. A este respecto, el mundo en que vive el subproletariado, cabe citar aquí, por ilustrativas, algunas de las afirmaciones que Pasolini vierte sobre el director de cine Sergio Citti, de origen y de vocación subproletarias romanas, en el artículo: “Sergio Citti non è un naïf”: “Sergio Citti no cree en nada”, “(Sergio Citti) ha asumido como ideología la ideología subproletaria típica de las clases pobres romanas (y con mayor viveza aún, napolitanas): esta ideología consiste sustancialmente en una disociación: aquí estoy yo, pobre, conocedor del verdadero mundo, el mundo de los malandrines, de la mala vida, del honor; y ahí estás tú, rico, ¡pobre hombre!, que no sabes nada del mundo, que eres un lila, susceptible de ser robado en cuanto se tercie… en realidad tú no existes, eres un personaje del destino”, “Esta ideología del subproletariado urbano es una especie de religión, laica, que destruye los fundamentos de la sociedad y de la lucha de clases: anarquía viviente, ascesis viviente”, “Los subproletarios no esperan absolutamente nada de la sociedad. Se buscan la vida como pueden, toman de la vida cuanto pueden lograr. Su absoluto y total pesimismo explica y permite su alegría… gozar en total abandono los momentos particularmente iluminados de la existencia, los que llegan casualmente, por voluntad de un destino tan idiota como la historia. Si valen la pena, se disfrutan y, si no, se arrojan fuera de la vista” En este mundo, como vemos, impera el “principio de placer”; el de “realidad” no aparece ni por asomo. Es además un mundo a-revolucionario: “Acepto que tú seas mi patrón, pero como tal te ignoro. Vivimos en dos esferas distintas. Si quieres, yo te considero un rey incluso y te sirvo, pero en realidad no existes…” Se trata de parasitar y por tanto de eludir toda responsabilidad humanista, o de caridad, o de solidaridad, o de fraternidad e igualdad. Quizá por ello, como cuenta en sus memorias, porque el día 18 de julio de 1936, vio cómo uno del bronce arrastraba un cañón hasta el Cuartel de la Montaña, Buñuel, estomagado de repente, dejó de creer en la, tan anhelada por él, revolución pues veía cómo un gitano, un subproletario, un auténtico paria, un auténtico marginal despreciador del trabajo y del beneficio y de la racionalidad social, un ser fuera de la historia, que ni intuye lo que es eso, un pícaro en definitiva, arrimándose así, tan activamente, a la violencia socialista, se traicionaba, se prostituía, se diluía, se convertía en agente social activo. ¡El fin del mundo, el fin de un mundo con formas propias! pues “la gioia è gioia, il dolore dolore” y cuando “dolor y alegría” son algo más, sirven un fin, son utilitarios, son políticos, revolucionarios, dejan, han dejado ya de ser “dolor y alegría” y, como la sal del Evangelio de san Mateo (“pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?”), tan sólo valdrá “para tirarla y que la pisen los hombres”.
  • El mundo subdesarrollado o primitivo – “La flor de las mil y una noches”, “Edipo rey”, parte de “Medea”-, donde resiste la belleza de la pobreza, contradiciendo así la “irrealidad” instituida socialmente, el “desarrollo sin progreso” y oponiendo al presente nuestro la naturaleza, la infancia social de la humanidad, la felicidad del recuerdo.
  • El cuerpo, aún no cosificado, libre, fuente de placer y de asombro sacro, continente y receptáculo del amor, no comercializado todavía, el sexo puro frente al “sesso come obbligo”, esto es el sexo obligatorio y obligado, banalizado en suma y por tanto pervertido y muerto, el cuerpo-mercancía envenenado por los mercachifles y desde luego mucho más envilecido y explotado que aquel otro que, vendiéndose y exhibiéndose, atrae a los romanos “verso le terme di Caracalla”, “in un mondo che non ha altri varchi / che verso il sesso el il cuore, / altra profondità che nei sensi.”

En la “Trilogía de la Vida” (Decamerón, Cuentos de Canterbury, La flor de las 1001 noches), revive la memoria inmemorial de la sangre, se celebra la resurrección de los cuerpos y en el cuerpo (que no es sólo sexo y que va más allá del sexo) se exalta la epifanía de lo sacro. Además, en los mil y un juegos del sexo se manifiesta la felicidad de la vida. La fuerza del amor es la fuerza de la Creación y no existe un deber más alegre y sano que el de festejar los útiles del amor, que el de servir al amor.

El cuerpo es la fuente donde nace y reside el deslumbramiento ante el poder del amor y su belleza, la sorpresa de vernos expuestos a la luz, calentados por el sol tras de salir de la sombra insondable.

4.- El escándalo de su cine

Pasolini obra el prodigio de asimilar en sus primeras películas las conquistas del neorrealismo para inmediatamente después superarlas, dándoles una dimensión sacra, absolutamente trascendental, en que el problema social es tan sólo una parte y un primer peldaño.

Partiendo de cualquier medio (música, pintura, literatura, etc.) del patrimonio artístico humano, Pasolini crea un estilo que transfigura líricamente el relato de base.

Además y sobre todo, a medida que va aumentando su producción, se impone en su cine una pasión sin concesiones y sin ningún afán o talante conciliador: la pasión por lo “real” – tal y como quedó definido más arriba- y su denuncia descarnada de lo “irreal”. Surge así la faceta más conocida y popular de nuestro autor, multiplicada por los mayores impacto y proyección que en nuestra sociedad posee el cine frente al teatro y la poesía, y que se afirma en su carácter batallador, belicoso, aguerrido, tremendamente viril (no hay contradicción alguna del término con su condición de homosexual), en su rechazo de todo compromiso pacificador, en su desesperado amor de la vida y del cuerpo, en su propio eros doloroso y doliente, en su voluntad ilimitada de libertad, hasta tal punto que se ha hablado de su cine como de “espléndido manierismo” o de “fúnebre, barroca y desesperada pasión”.

Por su “autenticidad”, por su agudísimo sentido de la “realidad” y de la rabiosa dignidad del hombre, el cine de Pasolini suscitó numerosos escándalos intelectuales y una sucesión inacabable hasta su muerte de denuncias, de las cuales muchas fueron gratuitas, injustificadas o absolutamente fantasiosas, cuando no obtusamente incultas.

¿En qué reside la “autenticidad” de Pasolini? En que, fuera cual fuera el tema abordado, Pasolini se desnudaba y buscaba el absoluto, la “moral” en el sentido más alto de la palabra y esta actitud tan sincera y apasionada, desconcertaba, irritaba y soliviantaba. La vehemencia de Pasolini era la de un Leónidas, consciente de su destino de perdedor ineluctable, pero que quiere defender, a pesar de todo, aquello en lo que cree aun cuando lo sepa condenado a desaparecer -si es que no lo ha hecho ya- y que es la inocencia primigenia, no perturbada, no pervertida, frente al verdadero escándalo: la violencia de la hipocresía, la falsa tolerancia, la demagogia, la cursilería.

La sinceridad sin ambages de Pasolini, su nunca deliberada y por tanto natural e “inocente” provocación eran interpretadas como impudicia aposta. A este propósito citemos a Jean Renoir, quien afirma a propósito de la película “Teorema”: “Lo que escandalizaba no era su obscenidad, absolutamente inexistente. El escándalo era más bien la sinceridad.”

No olvidemos las palabras vertidas en “Rogopog. La ricotta”, una de las primeras películas de nuestro autor: “L´uomo medio? Un mostro, un pericoloso delinquente. Conformista! Colonialista! Schiavista! Razzista!”

5.- Un ejemplo. El Decamerón

El Decamerón constituye, entre otras cosas, la revancha de los oprimidos frente al poder que los frena, limita y mutila: la mujer mal casada -casi siempre- que burla al marido; los jóvenes constreñidos que proclaman la fuerza del amor frente a prejuicios anquilosados que los apartan de la realización gozosa de sus deseos vitales inalienables; mujeres y hombres de religión que ensalzan y sirven a Amor frente a un poder injustificado que pretende impedírselo. Y todo ello, desde el vitalismo más optimista, febril, irreverente, desenfadado y alegre que quepa.

El Decamerón es el triunfo de la libertad, de la poesía, del amor y de la belleza.

El Decamerón es puro desquite, venganza, justicia del oprimido frente, no ya sólo al poder social basado sobre la opresión y la explotación, sino también y sobre todo frente a lo que Freud denominó el “malestar en la cultura”, la represión del sexo y los instintos, su sublimación y consiguientes patologías, en los que se asienta el edificio de la civilización y de la Historia. Amén de su dimensión social, el Decamerón posee indudablemente una proyección antropológica.

¿Cómo no iba a interesarse Pasolini por la obra de Boccaccio? Desde el libro del toscano, Pasolini crea una película jocosa y jocunda, de una -en sus propias palabras- “desobediencia total”; con ello quiere dar a entender Pasolini que su película es un juego, esto es una actividad lúdica y no reglada, espontánea, que exalta la vida y su plenitud. ¿No es esto el amor?

La película -cómo iba a ser si no- fue objeto de denuncias y secuestros, el triste sino de Pasolini, quien lo interpretó como las acciones de una mojigatería pequeño-burguesa escandalizada por la “verdad” con que se muestra la naturalidad de la vida expresada mediante su “símbolo culminante, el sexo”. Pasolini rechazó toda versión de Boccaccio “ad usum delphini” y el hecho de que mostrara al genio literario nacional en toda su verdad no era, claro está, tolerable.

Acabemos con una cita del propio autor, que no deja de ser una auténtica e interesante “boutade” que demuestra su carácter permanentemente inquieto, su voluntad inalienable e indomable de “no querer casarse con nadie” e incluso de su heroico compromiso de “bailar con la más fea”, su búsqueda desesperada de libertad individual frente a todo y a todos, frente a cualquier poder, condición sine qua non de la creación artística. Dice, a propósito de su Decamerón: “Gozar la vida (en el cuerpo) significa precisamente gozar una vida que históricamente ya no existe y el vivirla es por tanto reaccionario… ¿Cómo recuperar para la revolución algunas afirmaciones reaccionarias?” Con esta cita queremos también remitir a la contradicción insoluble con que se tituló e inició el presente texto.

Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”.

1.- La contradicción insoluble de Pasolini

Toda la obra de Pasolini (poesía, novela, cine, teatro, ensayos, artículos varios y declaraciones en múltiples entrevistas) reposa en una contradicción -vivida y sufrida conscientemente- entre, por un lado, el deseo y la visión de una nueva realidad, esto es la superación marxista de la “prehistoria” para inaugurar el mundo nuevo de la “Historia”; y, por otro lado, la apasionada y regresiva adhesión vital e incondicional, la adherencia absoluta a los valores naturales e incontaminados del hombre, considerados en una dimensión metahistórica, ahistórica y mítica de la realidad.

2.- Pasolini, un “desviante”, una fuerza del pasado

Si una cínica, desafiante, extraviada y casi desesperada Harriett Andersson inaugura, con el cine de Bergman, el primer plano frontal dramático en que la actriz mira directamente al espectador, transgrediendo un tabú tácito y superando una barrera hasta entonces incuestionable, Pasolini irá aún más lejos y, discípulo y epígono aventajado en lo cinematográfico de la pintura de Caravaggio, mostrará en una frontalidad fílmica despiadada los rasgos marcadísimos y populares, las arrugas, la piorrea, los maxilares desdentados de actores y personajes, en definitiva el rostro enfermo de la belleza, el mal como epifanía de las zonas oscuras y abismales del cuerpo; a partir de ello Pasolini produce poesía visual, al igual que el citado Caravaggio y los barrocos que le sucedieron.

Y es que los personajes de Pasolini viven en la periferia de la historia, son las islas en que sobrevive el mundo antiguo, las “asas” de la historia, la “vida” que resiste al progreso: campesinos, subproletariado y mujeres.

En efecto, es voluntad de Pasolini el dar vida visual a aquello que no se ve por estar excluido, por excesivamente periférico, por innombrado. Así, Pasolini expresa la realidad de una vida auténtica en progresiva extinción, relegada a un pasado oculto y desplazada por la irrealidad del presente.
Esa voluntad y constatación casi franciscana lleva a Pasolini a una radicalización ética basada en la irreconciliable división que él establece de la realidad, a saber “real” (vida auténtica) e “irreal” (vida inauténtica). Lo “real” queda ejemplificado por el mundo arcaico, el mundo agrícola, la “edad del pan”, pero también por el mundo del subproletarido (prostitutas, chulos, maricones, vendedores ambulantes, chabolistas, pícaros, ladronzuelos, vagos de distinto pelaje, mendigos, el mundo del arte bribiática en definitiva) y también por el mundo mítico, aquél que queda más allá de las coordenadas espacio-temporales y que no es otro que el mundo repetitivo, cíclico, ritual, sacro y trascendente de los héroes, vg el reflejado en “Medea”: el país de la Cólquida opuesto al refinado y “avanzado” de Corinto con el que entrará en contradicción, tras topar literalmente con él. Y de ahí el cruel parricidio de los niños habidos por la “periférica” Medea de su amante, Jasón, requerido al fin por su mundo y extracción histórica, cifrados en la distinguida y elevada civilización de la ciudad del istmo en que ha ido a recalar con su familia.

Lo “irreal” es la actual cultura del consumo, del “usar y tirar”, de la mercadotecnia, de la hipervaloración del resultado crematístico, de la necia confusión entre “valor” y “precio” por parafrasear a Antonio Machado, de la invasión de la economía y los economistas en todas las esferas vitales, de la degradación de la tradición, de la desaparición de la cultura popular, de la transformación del pueblo en masa, de la simplificación y empobrecimiento vital de la lengua (interesantísimo es a este respecto el artículo pasoliniano en que opone el italiano toscano-romano, culto y popular, vivo, al italiano milanés de la televisión, de los tecnócratas y de los hombres de negocios, en definitiva italiano-verdad frente a italiano-mentira -y eso que nuestro artista murió mucho antes del berlusconianismo-); para abreviar, “irreal” es todo cuanto cabe en lo que Pasolini llama la “violencia genocida del nuevo poder, el del consumo”.

No en vano Pasolini se definirá como “una forza del passato”, subrayando así el deber para todo artista de ser inactual, molesto, diferente, incomprendido. Declara nuestro autor: “Si un hacedor de versos, de novelas, de películas” -nótese que no dice “poeta, escritor, director de cine”, desacralizando así estos menesteres y desproveyéndoles de toda esencia y carácter trascendental, “humillándolos” y remitiéndolos al mundo más espontáneo, “real” y “auténtico” del artesano; y artesanos, a pesar de su genialidad, eran y se consideraban sus admirados artistas renacentistas y manieristas (Piero della Francesca, Mantegna, Caravaggio), que nunca se exhibieron en festivales, certámenes, conferencias y revistas del corazón – “halla encubrimiento, connivencia o comprensión en la sociedad en que trabaja, no puede llamarse autor. Un autor tan sólo puede ser forastero en tierra hostil y debe vivir la muerte al igual que vive la vida”. Y así llegará a decir: “Dobbiamo essere reazionari” (más lejos se explicará algo más esta afirmación)

Recordemos que Pasolini murió en 1975, hace casi ya cuarenta años, y no dejaremos de pensar con asombro en su clarividencia y la sangrante actualidad de su denuncia.

3.- El cine-añoranza de Pasolini

“Algo de lo humano se ha acabado irremediablemente”, declara nuestro director. En nuestra esfera occidental, una vez desaparecida la cultura y el mundo agrícola-ritual, cíclico, intemporal y sacro, una vez sometido y aburguesado (“consumizado”) el mundo subproletario, universalizados y uniformizados ambos -“globalizados”, diríamos en nuestros días- en tal modo que la diferencia queda abolida, al cine de Pasolini tan sólo le queda añorar, extrañar.

Así, en su tragedia en verso “Pilade”, Pasolini afirma por boca del personaje de Orestes: “Por lo que hace al pasado, nosotros debemos sólo soñarlo”. Y es que este pasado no ha existido nunca, es un pasado idealizado, una “edad de oro” que denuncia, con su sola ensoñación y por contraste, nuestra mísera “edad del hierro” y de la violencia. Por otro lado, el sueño es uno de los senderos -privilegiados- que toma la verdad y en ello reside la fuerza de la utopía, precisamente en su poder de contrastación del presente, amén de señalarnos caminos nuevos, metas nuevas e inalcanzables, ciertamente, pero hacia las que tender, esto es lo que se ha llamado el “progreso regresivo” de la utopía.

Desde la conciencia -desnuda y sin lenitivos- de la pérdida de realidad del mundo, de lo que nuestro artista llama “cataclismo consumista”, ya sea en su “degradación antropológica”, ya sea en su “profanación de la autenticidad de la vida”, Pasolini levantará un cine que es añoranza poética pura de cuanto esta ausencia produce, un lacerante y muy doloroso vacío.

Y así tres serán los mundos privilegiados de su producción cinematográfica:

  • El mundo de los suburbios romanos -“Accatone”, “Mamma Roma”, mas también “Uccellacci e uccellini” con el popular Totò-, herederos de su novela “Ragazzi di vita”, encarnado en los actores-personaje Franco Citti y Ninetto Davoli. De estos submundos suburbiales dice Pasolini en 1975: “eran entornos degradados y atroces, pero conservaban un código de vida y lingüístico, al cual nada ha reemplazado. Hoy los chavales de los suburbios van en moto y ven la televisión, pero no saben hablar, como mucho esbozan una miserable mueca”, resultado de lo que él llama la “entropía burguesa”. A este respecto, el mundo en que vive el subproletariado, cabe citar aquí, por ilustrativas, algunas de las afirmaciones que Pasolini vierte sobre el director de cine Sergio Citti, de origen y de vocación subproletarias romanas, en el artículo: “Sergio Citti non è un naïf”: “Sergio Citti no cree en nada”, “(Sergio Citti) ha asumido como ideología la ideología subproletaria típica de las clases pobres romanas (y con mayor viveza aún, napolitanas): esta ideología consiste sustancialmente en una disociación: aquí estoy yo, pobre, conocedor del verdadero mundo, el mundo de los malandrines, de la mala vida, del honor; y ahí estás tú, rico, ¡pobre hombre!, que no sabes nada del mundo, que eres un lila, susceptible de ser robado en cuanto se tercie… en realidad tú no existes, eres un personaje del destino”, “Esta ideología del subproletariado urbano es una especie de religión, laica, que destruye los fundamentos de la sociedad y de la lucha de clases: anarquía viviente, ascesis viviente”, “Los subproletarios no esperan absolutamente nada de la sociedad. Se buscan la vida como pueden, toman de la vida cuanto pueden lograr. Su absoluto y total pesimismo explica y permite su alegría… gozar en total abandono los momentos particularmente iluminados de la existencia, los que llegan casualmente, por voluntad de un destino tan idiota como la historia. Si valen la pena, se disfrutan y, si no, se arrojan fuera de la vista” En este mundo, como vemos, impera el “principio de placer”; el de “realidad” no aparece ni por asomo. Es además un mundo a-revolucionario: “Acepto que tú seas mi patrón, pero como tal te ignoro. Vivimos en dos esferas distintas. Si quieres, yo te considero un rey incluso y te sirvo, pero en realidad no existes…” Se trata de parasitar y por tanto de eludir toda responsabilidad humanista, o de caridad, o de solidaridad, o de fraternidad e igualdad. Quizá por ello, como cuenta en sus memorias, porque el día 18 de julio de 1936, vio cómo uno del bronce arrastraba un cañón hasta el Cuartel de la Montaña, Buñuel, estomagado de repente, dejó de creer en la, tan anhelada por él, revolución pues veía cómo un gitano, un subproletario, un auténtico paria, un auténtico marginal despreciador del trabajo y del beneficio y de la racionalidad social, un ser fuera de la historia, que ni intuye lo que es eso, un pícaro en definitiva, arrimándose así, tan activamente, a la violencia socialista, se traicionaba, se prostituía, se diluía, se convertía en agente social activo. ¡El fin del mundo, el fin de un mundo con formas propias! pues “la gioia è gioia, il dolore dolore” y cuando “dolor y alegría” son algo más, sirven un fin, son utilitarios, son políticos, revolucionarios, dejan, han dejado ya de ser “dolor y alegría” y, como la sal del Evangelio de san Mateo (“pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?”), tan sólo valdrá “para tirarla y que la pisen los hombres”.
  • El mundo subdesarrollado o primitivo – “La flor de las mil y una noches”, “Edipo rey”, parte de “Medea”-, donde resiste la belleza de la pobreza, contradiciendo así la “irrealidad” instituida socialmente, el “desarrollo sin progreso” y oponiendo al presente nuestro la naturaleza, la infancia social de la humanidad, la felicidad del recuerdo.
  • El cuerpo, aún no cosificado, libre, fuente de placer y de asombro sacro, continente y receptáculo del amor, no comercializado todavía, el sexo puro frente al “sesso come obbligo”, esto es el sexo obligatorio y obligado, banalizado en suma y por tanto pervertido y muerto, el cuerpo-mercancía envenenado por los mercachifles y desde luego mucho más envilecido y explotado que aquel otro que, vendiéndose y exhibiéndose, atrae a los romanos “verso le terme di Caracalla”, “in un mondo che non ha altri varchi / che verso il sesso el il cuore, / altra profondità che nei sensi.”

En la “Trilogía de la Vida” (Decamerón, Cuentos de Canterbury, La flor de las 1001 noches), revive la memoria inmemorial de la sangre, se celebra la resurrección de los cuerpos y en el cuerpo (que no es sólo sexo y que va más allá del sexo) se exalta la epifanía de lo sacro. Además, en los mil y un juegos del sexo se manifiesta la felicidad de la vida. La fuerza del amor es la fuerza de la Creación y no existe un deber más alegre y sano que el de festejar los útiles del amor, que el de servir al amor.

El cuerpo es la fuente donde nace y reside el deslumbramiento ante el poder del amor y su belleza, la sorpresa de vernos expuestos a la luz, calentados por el sol tras de salir de la sombra insondable.

4.- El escándalo de su cine

Pasolini obra el prodigio de asimilar en sus primeras películas las conquistas del neorrealismo para inmediatamente después superarlas, dándoles una dimensión sacra, absolutamente trascendental, en que el problema social es tan sólo una parte y un primer peldaño.

Partiendo de cualquier medio (música, pintura, literatura, etc.) del patrimonio artístico humano, Pasolini crea un estilo que transfigura líricamente el relato de base.

Además y sobre todo, a medida que va aumentando su producción, se impone en su cine una pasión sin concesiones y sin ningún afán o talante conciliador: la pasión por lo “real” – tal y como quedó definido más arriba- y su denuncia descarnada de lo “irreal”. Surge así la faceta más conocida y popular de nuestro autor, multiplicada por los mayores impacto y proyección que en nuestra sociedad posee el cine frente al teatro y la poesía, y que se afirma en su carácter batallador, belicoso, aguerrido, tremendamente viril (no hay contradicción alguna del término con su condición de homosexual), en su rechazo de todo compromiso pacificador, en su desesperado amor de la vida y del cuerpo, en su propio eros doloroso y doliente, en su voluntad ilimitada de libertad, hasta tal punto que se ha hablado de su cine como de “espléndido manierismo” o de “fúnebre, barroca y desesperada pasión”.

Por su “autenticidad”, por su agudísimo sentido de la “realidad” y de la rabiosa dignidad del hombre, el cine de Pasolini suscitó numerosos escándalos intelectuales y una sucesión inacabable hasta su muerte de denuncias, de las cuales muchas fueron gratuitas, injustificadas o absolutamente fantasiosas, cuando no obtusamente incultas.

¿En qué reside la “autenticidad” de Pasolini? En que, fuera cual fuera el tema abordado, Pasolini se desnudaba y buscaba el absoluto, la “moral” en el sentido más alto de la palabra y esta actitud tan sincera y apasionada, desconcertaba, irritaba y soliviantaba. La vehemencia de Pasolini era la de un Leónidas, consciente de su destino de perdedor ineluctable, pero que quiere defender, a pesar de todo, aquello en lo que cree aun cuando lo sepa condenado a desaparecer -si es que no lo ha hecho ya- y que es la inocencia primigenia, no perturbada, no pervertida, frente al verdadero escándalo: la violencia de la hipocresía, la falsa tolerancia, la demagogia, la cursilería.

La sinceridad sin ambages de Pasolini, su nunca deliberada y por tanto natural e “inocente” provocación eran interpretadas como impudicia aposta. A este propósito citemos a Jean Renoir, quien afirma a propósito de la película “Teorema”: “Lo que escandalizaba no era su obscenidad, absolutamente inexistente. El escándalo era más bien la sinceridad.”

No olvidemos las palabras vertidas en “Rogopog. La ricotta”, una de las primeras películas de nuestro autor: “L´uomo medio? Un mostro, un pericoloso delinquente. Conformista! Colonialista! Schiavista! Razzista!”

5.- Un ejemplo. El Decamerón

El Decamerón constituye, entre otras cosas, la revancha de los oprimidos frente al poder que los frena, limita y mutila: la mujer mal casada -casi siempre- que burla al marido; los jóvenes constreñidos que proclaman la fuerza del amor frente a prejuicios anquilosados que los apartan de la realización gozosa de sus deseos vitales inalienables; mujeres y hombres de religión que ensalzan y sirven a Amor frente a un poder injustificado que pretende impedírselo. Y todo ello, desde el vitalismo más optimista, febril, irreverente, desenfadado y alegre que quepa.

El Decamerón es el triunfo de la libertad, de la poesía, del amor y de la belleza.

El Decamerón es puro desquite, venganza, justicia del oprimido frente, no ya sólo al poder social basado sobre la opresión y la explotación, sino también y sobre todo frente a lo que Freud denominó el “malestar en la cultura”, la represión del sexo y los instintos, su sublimación y consiguientes patologías, en los que se asienta el edificio de la civilización y de la Historia. Amén de su dimensión social, el Decamerón posee indudablemente una proyección antropológica.

¿Cómo no iba a interesarse Pasolini por la obra de Boccaccio? Desde el libro del toscano, Pasolini crea una película jocosa y jocunda, de una -en sus propias palabras- “desobediencia total”; con ello quiere dar a entender Pasolini que su película es un juego, esto es una actividad lúdica y no reglada, espontánea, que exalta la vida y su plenitud. ¿No es esto el amor?

La película -cómo iba a ser si no- fue objeto de denuncias y secuestros, el triste sino de Pasolini, quien lo interpretó como las acciones de una mojigatería pequeño-burguesa escandalizada por la “verdad” con que se muestra la naturalidad de la vida expresada mediante su “símbolo culminante, el sexo”. Pasolini rechazó toda versión de Boccaccio “ad usum delphini” y el hecho de que mostrara al genio literario nacional en toda su verdad no era, claro está, tolerable.

Acabemos con una cita del propio autor, que no deja de ser una auténtica e interesante “boutade” que demuestra su carácter permanentemente inquieto, su voluntad inalienable e indomable de “no querer casarse con nadie” e incluso de su heroico compromiso de “bailar con la más fea”, su búsqueda desesperada de libertad individual frente a todo y a todos, frente a cualquier poder, condición sine qua non de la creación artística. Dice, a propósito de su Decamerón: “Gozar la vida (en el cuerpo) significa precisamente gozar una vida que históricamente ya no existe y el vivirla es por tanto reaccionario… ¿Cómo recuperar para la revolución algunas afirmaciones reaccionarias?” Con esta cita queremos también remitir a la contradicción insoluble con que se tituló e inició el presente texto.

Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”.

Las fascinantes mujeres de Bergman

¿Cómo habría sido la película “Persona” si Bibi Andersson no hubiese interpretado a Alma *, y cómo habría sido mi vida si Liv Ullman no se hubiera hecho cargo tanto de mí como de Elisabeth Vogler *? ¿O “Un verano con Mónica” sin Harriett Andersson?

(*personajes de “Persona”)

En el cine de Ingmar Bergman, la mujer deja de ser receptáculo de fantasmas masculinos y proyección de deseos masculinos; deja de ser, y para siempre, la prostituta psíquica –obligada, servil, mantenida- para ser la mujer. Liv Ullman, Bibi Andersson, Harriett Andersson, Ingrid Thulin, Gunnel Lindblom, Eva Dahlbeck, son bellas por y para sí mismas, no para los hombres, ya sean éstos guionistas, directores, productores o la vastedad de los espectadores.

Habla con acentos platonizantes y baudelairianos el paradigmático bohemio español Alejandro Sawa: “Yo miro con infinita ansia hacia la mujer porque de su colaboración aguardo la arribada a la plenitud de los tiempos, la santa Pascua de la dignificación humana. El hombre, en su egoísmo vesánico, ha lisiado el ideal cortándole un ala, la mujer. Yo clamo a ti.” Reverberantes se dejan oír los ecos del mito aristofanesco, expuesto con poesía y también con ironía en “El banquete”, del ser primigenio y completo, esférico –y por tanto perfecto-, mas demediado luego por Zeus en castigo a su impiedad y soberbia y condenado así a la desgracia y a la búsqueda eterna de la parte que le fuera arrancada y hurtada.

Bergman ve en la mujer el igual mental y social del hombre. En sus películas los diálogos –verbales, corporales y simbólicos- entre mujer y hombre son diálogos de iguales en derechos y deberes, mas distintos en sus percepciones y en sus roles y esto desde la realidad innegable de que sus carnes y sus sexos son distintos, en sentido literal y figurado, y por ende de que lo han de ser también sus psiques.

La mujer de Bergman trabaja generalmente; es por tanto dueña económica de su destino pues la primera emancipación, en nada quimérica o simbólica, es la tangible independencia pecuniaria. La mujer de Bergman es consciente de sus derechos y de su valor; no está supeditada al hombre, no se rebaja ante él, no es mero decorado, contorno o aliño. Se sabe su igual y se quiere compañera, la que comparte. Comparte espacio, decisiones, autoridad, cariño. No es la fámula del hombre, degradada. Posee un proyecto de vida propio, que obviamente no ha de estar reñido con querer compartirlo con un hombre, mas, insistamos en ello, es propio y puede existir y desarrollarse por sí solo. Ahora bien, todo lo anterior no sería posible si esta mujer no gozara de una buena formación que le facilitaran la plática y el trato intelectual y afectivo con el hombre. La mujer de Bergman, en definitiva, ha logrado hacerse con la “habitación propia” por que abogara Virginia Woolf. La mujer libre.

De todo lo anterior puede deducirse que el sistema educativo escandinavo tendrá que haber sido francamente bueno, al menos desde principios del siglo XX, por haber hecho posibles unas féminas de estas características. Ya por aquel momento, en varios vibrantes pasajes de “Cartas a un joven poeta”, Rilke expresa su fe en estos países y cifra en ellos su esperanza en lo tocante a la dignificación de la condición femenina. A este respecto no estaría de más recordar que Sacher-Masoch, creador del masoquismo en literatura, pendant del sadismo, concluye en su paradigmática novela “La Venus de las pieles” que la igualdad efectiva entre los sexos, social y sobre todo emocional -que es la que a él más interesa-, sólo podrá venir de la educación. Y él, desde su sensibilidad extrema, enferma y perversa, es perfecto conocedor de lo que es la desigualdad y cuánto sufrimiento genera.

Ingmar Bergman hace teatro en invierno y cine en verano. Los actores y actrices de sus películas son los que él mismo ha dirigido previamente en el escenario hiemal. Paremos mientes en que el teatro ha sido, desde que la Commedia dell´Arte italiana subiera a las tablas y consagrara a la actriz -esa mujer que interpreta papeles femeninos-, hasta bien entrado el siglo XX, el único campo profesional en que mujeres y hombres han compartido trabajo, sueldo, celebridad y dignidad (o indignidad, cabría decir, las más veces, en siglos pretéritos), en absoluta igualdad. El teatro es en Occidente, desde la edad moderna, auténtica escuela de equiparación de sexos, de igualdad en la libertad. Luego vendrán la ópera -que es teatro, como siempre se encarga de recordarnos el maestro Alfredo Kraus-, la danza y por último el cine.

En esta perspectiva, Bergman aporta al drama unos personajes femeninos, no ya sólo con hondura psíquica y filosófica -que eso ya lo habían hecho los griegos-, sino con igual dignidad social e igual poder decisorio que el personaje masculino. La mujer independiente en definitiva, como ya se ha dicho. El arte como trasunto de una realidad social nueva que toma conciencia de sí misma y que tuvo su arranque en Escandinavia.

Monsieur Thomas, pensador ilustrado francés que medita de forma crítica sobre las costumbres, escribe en 1773 su tratado “Del carácter, costumbres y talento de las mujeres” (el título es ya prometedor pues les atribuye talento). Allí, entre otras cosas, escribe lo siguiente: “Sus virtudes son forzadas, sus satisfacciones tristes e involuntarias; y después de algunos años se hallan con una vejez larga y horrorosa.” Monsieur Thomas habla de las mujeres esclavizadas del Extremo Oriente y del mundo mahometano. Ahora bien, en toda sinceridad, ¿no cabe pensar que la tal descripción pueda aplicarse a la mujer en general, a toda mujer, independientemente de tiempo, espacio y cultura? Es más, concretando, podría corresponderse a la perfección con la mujer española, a falta de la mezquindad, tal y como la describe Blanco White o tal y como se halla en las novelas de Galdós o de Clarín. ¿No es también la mujer que puebla el cine negro americano –excelente por otra parte-, condenada a amar o a hacer que ama a un gángster, violento y sanguinario, o a un duro, machote y justiciero detective, o por el contrario mujer fatal que arrastra al hombre a su perdición y condenación? Mujer siempre dependiente… Incluso en el cine de Buñuel, espléndido, la mujer es tan sólo el objeto de sus fantasmas; es siempre mujer referida a él como hombre que es.

En el imaginario masculino la mujer es o bien infantil y desvalida o bien fatal; o tontita o muy peligrosa.

Bergman emancipa resueltamente a la mujer en el cine, rescatándola de esa auténtica maldición bíblica de la mujer-serpiente, tentadora, la que ofrece la manzana y con ello pierde al hombre; la mujer que es una “lagarta”, otro reptil; la mujer-mantis religiosa que, tras seducirlo arteramente, devora al macho durante la cópula; la mujer-sirena cuyo canto cautivador atrae al hombre para destrozarlo; la mujer-hechicera a imagen de Circe que convierte al varón en cerdo; prototipos y símbolos todos ellos que tan bien han cuadrado al otro sexo para justificar sus demasías, injusticia y sometimiento de la fémina. A propósito de la mujer-bruja, oigamos al siempre interesante Cervantes en “El coloquio de los perros”: “… porque lo que se dice de aquellas antiguas magas, que convertían los hombres en bestias, dicen los que más saben, que no era otra cosa sino que ellas con su mucha hermosura y con sus halagos atraían a los hombres de manera a que las quisiesen bien, y los sujetaban de suerte sirviéndose dellos en todo cuanto querían que parecían bestias.” Y, haciéndole pendant, Mateo Alemán, por boca del áspero y montaraz Guzmán de Alfarache, nos cuenta que “Dicen de Circes, una ramera que con sus malas artes volvía en bestias los hombres con quien trataba cuales convertía en leones, otros en lobos, jabalíes, osos o sierpes, y en otras formas de fieras; pero juntamente con aquello quedábales vivo y sano su entendimiento de hombre, porque a él no les tocaba. Muy al revés lo hace agora estotra ramera, nuestra ciega voluntad, que dejándonos las formas de hombres, quedamos con entendimiento de bestias”.

Tras este leve excursus por nuestro Siglo de Oro, volvamos a las mujeres de Bergman.

“El silencio”. 1962. Gunnel Lindblom e Ingrid Thulin, como actrices principales. Habla el propio Bergman: “… habíamos decidido ser desenfrenadamente impúdicos. Ahí hay una voluptuosidad cinematográfica que aún contemplo con alegría… Además las actrices eran brillantes, disciplinadas y estuvieron casi siempre de buen humor… Que “El silencio”, en cierto modo, fuese su desgracia, eso es harina de otro costal. La película las convirtió en codiciados nombres en el mercado cinematográfico internacional. Y el mercado extranjero, como de costumbre, malinterpretó la peculiaridad de sus talentos.” No es necesario especificar cuál es ese “mercado extranjero”, ¿verdad? Gunnel Lindblom protagoniza una áspera secuencia de sexo con un desconocido en un país extranjero -¿una ficticia Yugoslavia o una ficticia Albania, quizá?- y en la oscuridad de un teatro, si no voy errado en mi recuerdo. El “mercado extranjero”, superficial, tan sólo retuvo de aquel largometraje el sexo, descontextualizándolo y, claro está, desacralizándolo. La gran belleza de ambas actrices hizo el resto en eso de “malinterpretar la peculiaridad de sus talentos”, posiblemente porque de ese talento, del auténtico, quería saber bien poco. A título de ejemplo ilustrativo pensemos, aunque se trate de un hombre, en el actor bergmaniano Max Von Sydow (“¿Cómo hubiera sido “El séptimo sello” sin Max Von Sydow?”, se pregunta Bergman con ánimo de elogiarlo). Tras cruzar el charco, ¿qué ha hecho que sea interesante, que valga la pena?, ¿”El exorcista”?

Preguntémonos cómo es la mujer hollywoodiense, obligándonos así a sintetizar quizá demasiado, a forzar y simplificar, ciertamente, pero esto es inevitable. En lo físico: rubia, sexy, bastante maquillada, belleza y medidas estándar, un ente bastante estereotipado. En lo psíquico: mujer generalmente urbana, más bien superficial, seductora, generalmente sofisticada; profesionalmente, secretaria o rica por herencia o artista o furcia (son muchos los personajes de prostitutas por la atracción que ejercen sobre el hombre, que es quien suele manejar los hilos del cine); un ente también aquí bastante estereotipado que, quizá esto que sigue sea lo más importante, cifra su razón de ser en la relación afectiva con el hombre, generalmente en términos de dependencia.

Ahora preguntémonos por la mujer bergmaniana. En lo físico: gran naturalidad, no es necesariamente rubia por muy escandinava que sea, atractiva y bella aun no siendo ni un bombonazo ni un sex symbol, pues precisamente esas belleza y atracción entroncan con su psique, no son meramente físicas. En lo psíquico: gran naturalidad aquí también; pudiendo ser urbana y siéndolo generalmente, se muestra no obstante cercana al campo, a la naturaleza; honestidad y coherencia afectivas; conciencia de los propios sentimientos; connivencia e incluso satisfacción con su ser más íntimo, aun en situaciones de sufrimiento; emparejado con ello, fortaleza moral e integridad; intelectual a veces y nunca intelectualoide -que eso se quede para las mujeres del cine francés-; laboralmente, la profesión liberal mayormente o empresarial o artística. En definitiva, autenticidad y aquí entronca lo físico con lo moral: es bella sobre todo “desde dentro” pues esa conciencia íntima de su dignidad personal irradia al cuerpo. En la relación afectiva con el otro sexo, sobresale el deseo de complementariedad, el afecto sincero y la igualdad.

Perdóneseme el tono, pero la cosa no es baladí ni frívola a pesar de las apariencias y es como sigue: que de una actriz bergmaniana nunca se dirá que “está buena” pues ello las reduciría a tan sólo un cuerpo y, por tanto, las cosificaría, cuando ellas son mucho más.

Dicho todo lo anterior, es el momento de hacer una aclaración y es que igualdad no es sinónimo de armonía; es más puede incluso ser motivo de disonancia en tanto que dos voluntades libres pueden chocar y aun repelerse. El cine de Bergman no presenta precisamente situaciones, relaciones o vínculos de entendimiento y paz, sino más bien, en su intimismo y penetración en las relaciones entre los sexos, de lucha, conflicto y guerra. Sí, pero en ese enfrentamiento, incluso a cara de perro, la relación dramática se establece entre un hombre y una mujer libres e iguales, no entre un varón y su criada. Esto es lo que importa a nuestro discurso.

Hay algo muy significativo y que abunda en cuanto llevamos dicho, que es el gran número de películas de Bergman en que ellas, o bien son las únicas protagonistas y ellos quedan en un segundo plano, relegados y casi extranjeros, o bien, cuando menos, ellas son las protagonistas indiscutibles. Se trata de: “Tres mujeres”, 1952; “Un verano con Mónica”, 1952; “Sueños”, 1954-55; “En el umbral de la vida”, 1957; “Como en un espejo”, 1960; “El silencio”, 1962; “Persona”, 1965; “Gritos y susurros”, 1971; “Cara a cara…al desnudo”, 1975. Todo ello constituye la quinta parte de la prolija producción de Ingmar Bergman. Incluso en largometrajes que no encajan dentro de estas características, como puedan ser “Fanny y Alexander”, se recrea, en palabras del autor, “un mundo en que hay un dominio masivo de las mujeres”.

En la recensión crítica que Pasolini lleva a cabo de “Gritos y susurros”, describe así el físico y las circunstancias vitales de sus personajes femeninos, que, por otra parte, como él mismo declara, aun sintiéndolos ajenos, le cautivan: “…de glúteos, senos, pantorrillas monumentales, y sin embargo tan débiles, como elefantes heridos que buscan desorientados su cementerio…” Sus palabras pueden inducir a confusión; entre otras cosas tanto Bibi Andersson como Harriett Andersson, presente ésta en la película en el papel de hermana enferma, son menuditas y, en cualquier caso, nunca una actriz de Bergman es gruesa o hercúlea, salvo la excepción de Kari Sylwan, en el papel de criada, precisamente en este largometraje. Mujer corpulenta donde las haya, exhibe en un determinado momento esos senos y esas pantorrillas monumentales que parecen obnubilar a Pasolini y llevarle a tomar una parte -excepcional- por el todo –habitual-. Otra explicación posible es que Pasolini proyecte en lo físico las virtudes interiores que tanto atraen en esas actrices, en esos personajes femeninos, en esas mujeres, revistiendo simbólicamente sus cuerpos de medidas titánicas. En lo psíquico, habla de “debilidad”, de “herida”. Y es que el cine de Bergman, como hombre de teatro que es, no lo olvidemos, es heredero de esas obras con esos personajes de la burguesía decimonónica, dolientes e insatisfechos, que pueblan la dramaturgia de Strindberg, Ibsen y también Chéjov.

Oigamos al propio Bergman glosando la presencia femenina en la película “En el umbral de la vida”, por ser sus palabras válidas y aplicables a toda su producción: “Lo más importante seguirán siendo las actrices. Cómo en la mayoría de las situaciones tensas, las actrices mostraron presencia de ánimo, imaginación y una inquebrantable lealtad. Capacidad para reír en la aflicción. Fraternidad. Consideración.” Y añade, con respecto a los actores: “Los actores son por cierto un capítulo aparte y no sé si soy lo bastante competente para aclarar su influencia en el nacimiento y el aspecto final de mis películas.”

Liv Ullman: maternal, acogedora, lúcida, sensata, íntima. Es el vientre.

Bibi Andersson: solar, alegre, cordial, cariñosa, fraternal, fresca, alígera, gran sentido del humor. Los senos.

Ingrid Thulin: adusta, parca, cerebral, severa, agobiada, clarividente, adivinatoria, prudente, rigor intelectual. La mirada. Como Atenea. Como su lechuza.

Harriett Andersson: frágil, lunar, inestable, solitaria, distante, misteriosa, impenetrable, arcánica. La nuca.

Gunnel Lindblom: sensual, saludable, frutal, carnal, curiosa, felina, arrogante, dominadora, retadora, satisfacción siempre insatisfecha. Los muslos.

Eva Dahlbeck: elegante, señera, irónica, estable, ponderada, respetable, organizadora, facilitadora, didáctica. El talle.

Para acabar, dejémonos hechizar por un exaltado Rimbaud en la “Segunda carta del vidente”: “Cuando se haya quebrado la infinita servidumbre de la mujer, cuando viva para ella y por ella… ¡la mujer también será poetisa! ¡La mujer encontrará lo desconocido! ¿Diferirá su mundo de ideas del nuestro? La mujer encontrará cosas extrañas, insondables, repugnantes, deliciosas; las tomaremos, las comprenderemos.”

Sin embargo, según Platón, en el proceso transmigratorio de las almas, quien haya vivido comportándose bien, alcanzará el astro que se le asignara; quien mal, se convertirá en mujer; y si se mostrara contumaz, en bestia. Nos cuenta Lévi-Strauss de una tribu de la áspera y árida Rondonia brasileña en que, cuando muere un hombre, su alma halla acomodo en las carnes de un animal noble y en que, cuando muere una mujer, su alma va ascendiendo por el aire, descomponiéndose poco a poco, volatilizándose, hasta desaparecer por completo.

Frente a ello, el poeta Louis Aragon proclama que “la mujer es el porvenir del hombre”, entendiendo por “hombre” tanto el sexo masculino como la especie humana.

Para Bergman es ya el presente. Y Rimbaud, el propio Bergman y la mujer se funden en un abrazo de tres, fraternal.

Mariano Aguirre

Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”.

La quimera del espacio cinematográfico

Hacia finales de los años cuarenta, el pintor “tubista” Fernand Léger afirma que el cine es una “invención enorme” (la truculencia de la expresión es hugoliana o surrealista) frenada en su desarrollo por objetivos comerciales, lo cual obliga (siempre según él) a la práctica y cultivo del cine de vanguardia y a la creación de un auténtico espacio cinematográfico; “mais comment et quand?”, acaba preguntándose.

Ya en el inicio del año dos mil, podemos afirmar que el cine, más que “séptimo arte”, es espectáculo de masas, negocio, frivolidad, convencionalismo. Las películas son “novelas rodadas” que el espectador ve “por distraerse” o por obligación inconsciente tras eficaces y machaconas campañas mercadotécnicas que agitan el fantasma de estar “out”, de quedar fuera y marcado socialmente -con la ansiedad que ello genera-, en caso de no haber visto la película que hay que ver. (Y, si bien esto es cierto en prácticamente todos los campos sociales, lo es sobre todo en el del cine, por su inmensa popularidad y su facilidad de “acceso intelectual”)

El cine al estado puro es sólo imagen en movimiento, sin soporte sonoro. Charlot, Harold Lloyd y Pamplinas realizaron un cine cómico insuperable y, desde este punto de vista (la imagen pura), el acompañamiento de piano era una adulteración y una concesión que aguaba el producto. Los surrealistas verán en el cine -mudo por aquel entonces-, un poderosísimo medio de expresión de las fuerzas inconscientes. Los trucos de cámara y montaje posibilitan dar vida, esto es movimiento, al misterio imposible de un Magritte, a la fantasía ingrávida de un Chagall, incluso al inquietante silencio de un de Chirico, detenidos inexorablemente por las imposiciones limitativas del lienzo. El cine, en cambio, escapa a los condicionantes de tiempo y espacio e introduce en una nueva dimensión, plena de potencialidades, que no es otra que la onírica. ¿Cómo no entusiasmarse? Y sin embargo, los resultados dejan mucho que desear. Los cortos y mediometrajes de Man Ray y sus correligionarios, vg “Le château du Dé”, son decepcionantes, al menos a unos sesenta años de distancia.

Los psicólogos estudiosos de la creatividad establecen dos criterios que todo producto debe observar para poder ser calificado de “creativo”: la originalidad y la relevancia (que inevitablemente condena todo subjetivismo a ultranza). Falta desde luego, en la obra cinematográfica de Ray y los suyos, la segunda condición; pero también carecen de “relevancia”, consideradas en su conjunto, las celebradas películas “Le chien andalou” y “Ĺâge d́or”, posiblemente de gran valor histórico, pero de mínimo valor intrínseco. Son solemnes mamarrachadas adolescentoides.

El Buñuel maduro sigue interesado en el cine por ser éste el medio que mejor recoge el mundo de los sueños y mejor traduce las pulsaciones ocultas, mágicas e inexplicables de los deseos reprimidos. Sus productos se hacen relevantes y auténticos en tanto que él es medium de otros mundos, y no actuando al revés, esto es imponiendo convencionalmente unas formas y unos objetivos -una moral en definitiva- al inconsciente, ese dios amoral, falseándolo pues indefectiblemente. En esta perspectiva, Buñuel es posiblemente el más genuino -¿el único?- de los cineastas y Bertrand Blier, entonces, un muy digno epígono.

Tras más de cien años de existencia, el espacio cinematográfico que reclama Léger aparece hoy más imposible que nunca. Recuérdese que hasta Eisenstein y quienes con él firmaron el manifiesto contra un nuevo cine desvirtuado por la incorporación de sonido y color, acaban cediendo a imperativos que son, en definitiva, comerciales. Quizá el poeta pueda ser un ermitaño; el cineasta, desde luego, está condenado a ser hombre de mundo, pesadísima tiranía para el artista pues, así, va siéndolo cada vez menos.

Polifemo sólo posee un ojo, como el cineasta tras de su cámara. Es sin embargo, en ambos casos, un ojo telúrico y etéreo a la vez, bestial y divino, amoral -al igual que el inconsciente, como ya se señaló-, que lo abarca todo, “sur-réaliste”, o sea “sobre-realista” o “super-realista” como certeramente traduce Octavio Paz; pero le hincan una estaca al rojo vivo y se lo revientan. Así al cine. Y de aquí el título de esta sección pesimista.

Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de «La Troupe del Cretino».