C´est un accident qui se présente souvent dans les oeuvres d´un de nos peintres les plus en vogue, dont les défauts d´ailleurs sont si bien appropriés aux défauts de la foule, qu´ils ont singulièrement servi sa popularité. La même analogie se fait deviner dans la pratique de l´art du comédien, art si mystérieux, si profond, tombé aujourd´hui dans la confusion des décadences…
Charles Baudelaire («Le peintre de la vie moderne»)(Es un accidente que se presenta a menudo en las obras de uno de nuestros pintores más a la moda, cuyos defectos por otra parte se adecuan tan bien a los defectos de la multitud que han servido particularmente a su popularidad. La misma analogía se adivina en la práctica del arte del cómico, arte tan misterioso, tan profundo, caído hoy en día en la confusión de las decadencias…)
Es lástima asistir con el tiempo a la degradación profesional de un artista. Uno recuerda con satisfacción y con emoción al Brujo de «El lazarillo» y de «La sombra de don Juan» y eleva un lamento tras asistir a sus últimos trabajos, culminados (más bien habría que decir «abismados») por «El Quijote».
La representación de «El Quijote» dura más de una hora y media, con un falso final que en realidad es pausa tras de la cual abordar la última parte del espectáculo. Como en la obra no se da progresión alguna ni desarrollo, por carecer de un destino o meta y de unos objetivos -ni precisos ni imprecisos-, la duración se hace excesiva y poco menos que insoportable.
En realidad, ese destino (o meta) y esos objetivos de que carecen obra y representación son más bien contra-destino y contra-objetivos pues, como todo gira exclusivamente en torno al Brujo como actor -que no como personaje-, la única finalidad es mostrar y demostrar las inauditas capacidades escénicas de Rafael Álvarez; en definitiva, puro virtuosismo que sacrifica la obra en aras de la exaltación narcisista del artista.
La representación se (contra-)configura como una interminable sucesión de chistes supuestamente hilvanados en torno al Quijote; y esto, aun sin ser teatro, podía ser eficaz y divertido tal y como lo eran las actuaciones de Gila, soberbias. La cuestión, y el problema, es que ni siquiera esos chistes responden a un plan, a una argumentación, sino que se nos presentan inconexos entre sí, saltando, como se dice en francés, «del gallo al burro» (sauter du coq à l´âne), caprichosamente, sin lógica, sin concepción de redondez del espectáculo, con el único cometido de hacer reír. Y ello, claro está, tan sólo puede generar liviandad e inconsistencia, acercándose, muy peligrosamente, al espíritu de los mal llamados «monologuistas» (los de la «Paramount», los del «Club de la Comedia» que también exhibe un abuso del término por no hablar de auténtica usurpación o impostura), pues esos son monólogos como yo soy turco, por emplear expresión cervantina.
La risa, en el «Club de la Comedia», queda siempre garantizada por ese público acrítico, adocenado y empapado de sub-cultura televisiva. Hay series que participan del mismo espíritu y tras el gag o la broma activan la risa enlatada. El Brujo, tras sus chanzas, ríe él mismo y ya se sabe que la risa es contagiosa, mas ¿es honrado este recurso? Para vergüenza suya, tras haberlo asociado al «Club de la Comedia» aproximémoslo ahora a Ángel Garó. Sí, sí, ¡a Ángel Garó!, el humorista protagonista de los shows más necios que en el mundo haya habido. Tras cada pobre cuchufleta de su caletre, Garó ríe histéricamente y a continuación, en relación causa-efecto, ríen convulsivamente los espectadores, sin saber exactamente el porqué.
No conozco obra de teatro alguna sin título; eso es algo que queda reservado al arte abstracto. El título, en primer lugar, marca una senda que tomar y que culminar. En esta obra el espectador espera legítimamente una aproximación teatral al Quijote y, sin embargo, no se da tal cosa pues ni hay desarrollo cronológico de la novela en clave juglaresca, ni selección cabal de episodios, ni auténtica compenetración o encarnación del personaje del Quijote que se sustente más allá de unos pocos y paupérrimos minutos. No, créanme, no hay Quijote; hay tan sólo Rafael Álvarez. En buena lógica, la obra no debiera ostentar título para no inducir, como aquí ocurre, al espectador de buena fe (todo espectador lo es a priori) a error; o debiera llamarse: «Yo, el Brujo».
En un determinado momento de la obra, bastante arbitrario como lo es casi todo en la representación, Rafael Álvarez, para hacer reír, menciona el capítulo LXXI de la segunda parte, donde el Quijote cita el caso del pintor Orbaneja, tan mal pintor que «cuando le preguntaban qué pintaba, respondía: «Lo que saliere»; y si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo: «Éste es gallo», porque no pensasen que era zorra». Se pregunta uno también si el Brujo no habrá procedido de idéntica manera, esto es dando un título a su obra para que el espectador sepa que todo ese caos, ese enmarañadísimo mar de los Sargazos de bromas, ese infernal «huis clos» de humoradas, es el Quijote. Sin el cartel a lo Orbaneja, probablemente no lo hubiera sospechado, por mucho que sobre las tablas se invoque a Cervantes y se cite su novela.
Desde hace ya tiempo las actuaciones del Brujo son una ostentación de amaneramientos, de fuegos artificiales, más o menos espectaculares, sí, pero efímeros y sin calado. El artista que se amanera, se rinde a la facilidad más inmediata y renuncia a la creación auténtica. Al final, ¿qué ha quedado?… Tan cierto es esto que -aseguro que ni invento ni exagero- el verano pasado asistí a la representación de otro monólogo del Brujo y, por más que me estrujo el cerebro, no logro recordar ni el título y ni siquiera el tema, el argumento, de qué iba la obra. No acierta, no me alcanza la memoria. ¡Qué triste! Mas, eso sí, tanto en aquélla como en esta del Quijote, el público reía a mandíbula batiente. A propósito de un cómico contemporáneo suyo, Bouffé, escribe Baudelaire: «En lui tout éclate, mais rien ne se fait voir, rien ne veut être gardé par la mémoire». (En él todo estalla, pero nada se muestra, nada quiere ser guardado por la memoria)
Los árboles, tan excesivamente numerosos y espectaculares, no dejan ver el bosque. No hay bosque, no hay conjunto, no hay obra.
Además, prodiga tanto el Brujo el excursus y las ocurrencias extemporáneas, sin reorientarlos luego en el cauce de la obra que ésta, necesariamente, se deshilacha y los espectadores, convertidos en mero coro reidor y lisonjero del ego del Brujo, pierden, desnortados, el hilo conductor, inexistente por otra parte. Un ejemplo de «ocurrencia» desplazada e incluso perturbadora: las recurrentes menciones al Grial quedan siempre injustificadas por inexplicadas.
Cabe hablar también de estatismo de la representación, de falta de ritmo y dinamismo, de ausencia de vida auténtica (emoción, pasión y evolución). Se impone, desde el principio, lo aburridamente plano y carente de relieve dramático, sacrificado en el penoso y populachero altar idólatra de la risa fácil.
Tras toda esta exposición de motivos, desde luego nada halagüeña para el Brujo, procede volver a la pregunta inicial: «¿A qué se debe su decadencia?»
Rafael Álvarez es actor. Rafael Álvarez no es autor, escritor o dramaturgo; como mucho es adaptador de obras ajenas, generalmente clásicas. Bien dirigido, Rafael Álvarez es no sólo bueno y capaz, sino muy buen actor, un inigualable monologuista. Dicho esto, el Brujo al abordar una obra, aunque buen lector, no sabe verterla al teatro con lo que ello implica: capacidad de síntesis, ritmo, objetivos claros, final justificado por los acontecimientos, variedad y evolución del personaje y de la acción. Y así, incluso su capacidad de actor se resiente puesto que, falto de una buena elaboración de la materia prima sobre la que trabajar, como ni sabe muy bien qué pretende, ni adónde llegar ni qué vereda tomar, ha de recurrir forzosamente a trucos y ventajismos.
Rafael Álvarez conoció hace años a Dario Fo, llevando a cabo su adaptación propia de «San Francisco, juglar de Dios». Rafael Álvarez quedó, como no podía ser menos, cautivado por el italiano, que no sólo es actor y juglar de una técnica, de una variedad de recursos y de un talento escénico más que encomiables, sino además persona de vastísima cultura y dramaturgo. Rafael Álvarez ha querido ser como él: dramaturgo también y ahí ha errado, comprometiendo su buen hacer de actor. ¡Zapatero, a tus zapatos! El Brujo se ha perdido en esta nueva senda, que no era la suya. Y así, si bien va sobrado de técnica escénica, se halla huérfano de técnica literaria.
A pesar de su buena voluntad, se halla falto de criterios sólidos a la hora de elaborar sus espectáculos. Va dando palos de ciego. Apunta muy alto, pero no llega a disparar y, si dispara, o el tiro se le va muy desviado, amén de exhibir un vuelo gallináceo, o incluso le explota en manos y cara. Toca muchos aspectos, más bien los roza, pero sin concluir o cerrar ninguno y sobre todo sin profundizar jamás. Buena prueba de su falta de criterios nos la da, en esta obra, su vestuario magrebí, tan inadecuado, por mucho que nos hable de moriscos que iban por España declamando romances.
Por todo lo señalado anteriormente, el Brujo se ve condenado a repetirse hasta el hastío; claro que mientras se le rían las gracias, él irá tirando, aunque ya no ofrezca nada fresco, nada nuevo, nada realmente culto a pesar de los títulos falaces, nada interesante.
¡Pobre Cervantes así banalizado, reducido y bárbaramente utilizado! Es el peor homenaje que se le pueda tributar; más que de homenaje, cabe hablar de oprobio a su memoria.
El Brujo, desprovisto de criterios sólidos e hinchándose como una rana narcisista queriendo ser buey dariofesco, por mucho que escoja títulos de fuste (El Corbacho, El asno de oro, el Quijote), por su impotencia, se ve reducido y condenado a tirar de lo que podríamos llamar «demagogia escénica». Sin embargo, el auténtico artista es, quiéralo o no, propóngaselo o no, un educador. Siente con mayor sensibilidad, ve con mayor elevación, propone con grandiosa generosidad nuevas emociones, nuevas perspectivas, nuevas visiones. Abre el futuro. Por ello es con frecuencia incómodo e incomprendido; por ello incluso habrá de luchar, en ocasiones a brazo partido, contra el mismo público; y no olvidemos que quien se mete a redentor suele salir crucificado. El Brujo, por el contrario, por sus deficiencias se ve condenado a adular los gustos más ramplones e incluso chabacanos de unas audiencias cada vez más ignorantes y mediatizadas por la mercadotecnia, crecientemente ignorantes y groseras.
En su «pequeño poema en prosa», «El perro y el frasco», Baudelaire da a oler a su perro un magnífico perfume que acaba de adquirir en la mejor perfumería de París; el perro, tras olisquearlo, se echa afuera con repugnancia y ladra en tono de reproche. Exclama entonces el dolido poeta: «¡Ah, perro miserable, si te hubiera regalado un paquete de excrementos, lo habrías olido con deleite e incluso quizá devorado. Así, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca deben presentársele perfumes delicados que lo exasperen, sino basuras cuidadosamente escogidas».
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