Desde Greenwich

Querido primo Mariano:

El ferrocarril elevado que me ha traído hasta Greenwich este sábado de agosto serpea a toda velocidad entre torres de cristal, corriendo contra el reloj mientras sobrevuela un paisaje anfibio. Y es que los modernos edificios del Canary Wharf, los más altos de Londres, se congregan en torno a antiguas dársenas del puerto, vastas plazas inundadas que parecen salidas de un dibujo futurista de Sant’Elia.

Te escribo esta postal desde un mundo encantado donde el tiempo parece detenido y los blancos edificios del antiguo hospital siguen escoltando en rigurosa simetría la blanca casa de la reina Ana, como impecables jugadores de cricket sobre la más confortable pradera que pueda uno imaginarse. En esta finca real, fuera de Londres, pudo ensayar el rey lo que otros reyes hacían con sus capitales en el continente. De hecho, el frente que los edificios gemelos de Wren presentan al río bien pudiera sugerir una perspectiva de San Petersburgo. En cambio, la reforma del Londres incendiado se quedó en los planos. ¡Buenos se pusieron los propietarios! La época barroca apenas dejó en la ciudad, por tanto, indicios de grandes ejes ni aparente planificación urbanística, de modo que hoy todo –un todo inabarcable- parece un sinuoso agregado sin centro donde prima lo particular sobre lo general, lo pequeño sobre lo grande.

No es raro leer en los propios autores ingleses, tan autodestructivos a veces, que Londres es feo. Ciertamente, su arquitectura monumental carece de los méritos de otras ciudades europeas. Por más que la catedral de San Pablo sea una estructura enorme y equilibrada, erigida en un emplazamiento que la realza –todo lo cual no es poco decir-, tiene una fachada que es un horror, un despropósito carente de vida, adornado de una adusta fealdad contradictoria con  la pureza de la rotonda neoclásica que sostiene la altísima cúpula, adonde se van todas las miradas. Góticos arbotantes desmienten la nobleza de su pretendido clasicismo –escamoteados, eso sí, vergonzantemente a la vista- para apuntalar la proeza arquitectónica que nunca soñaron romanos ni bizantinos. En la misma hipocresía incurrió Soufflot en el Panteón de París, pero como ahora los visitantes subimos a todas partes, previo pago, el gran truco queda a la vista. Sé que me dirás –y te doy la razón- que tal disimulo no empaña la épica de la cúpula de San Pablo emergiendo entre el humo de los incendios durante los bombardeos.

Imaginativas en la combinación de sus elementos, distintas todas ellas pero ninguna bella tampoco, son las agujas de las iglesias que se levantaron como polluelos en torno a la nueva catedral en la reconstruida City del siglo XVIII. Solo adornaban de lejos, como se puede ver en la vista del Canaletto, cuando sobresalían sobre el caserío.

Empequeñecidas y feítas, como su madre, góticas de tan empinadas a pesar de sus pórticos a la romana, hoy ya no las mira nadie.

Pero una ciudad para vivir y hacer poco tiene que ver con una veduta veneciana ni con una postal: polvo dorado envuelve a los jinetes que trotan al sol por las pistas de arena de Hyde Park por la mañana y por la tarde miles de musulmanes procedentes de los suburbios llenan aquellas praderas para protestar por las matanzas en Gaza; las terrazas del decimonónico y cuidadosamente policromado mercado de Leadenhall, una cruz cubierta como la Galleria Vittorio Emmanuele pero en pequeño y con un brazo torcido -¡qué diría Wren!-, se llenan justo a mediodía de profesionales y viajeros que comen y charlan relajadamente; los turistas y provincianos rebosan a todas horas las aceras de Oxford Street, atraídos ingenuamente por los almacenes que allí ofrecen todo para el ornato de sus cuerpos, vestidos, abalorios, maquillajes y complementos; los teatros se llenan de un público habitual, acostumbrado a disfrutar, que canta entusiásticamente cada una de las canciones cuando se trata de un musical; los empleados surgidos de ñoños adosados de la abuelita neo-tudor, neo-isabelinos, neo-georgianos, neo-normandos, eduardianos de las calles cercanas se apresuran muy temprano hacia el metro de Shepherd’s Bush, ellos trajeados y ellas con falda y blusa; desde que son gratuitos, la gente entran en tromba en los grandes museos, en el Británico y en la Galería Nacional, imponentes palacios neoclásicos que parecen asaltados cada día por las masas en el curso de una jornada revolucionaria; ello no impide que otros dejen correr las horas pacientemente en la cola alrededor de los fosos de la Torre de Londres -que es de pago-, que estos días aparecen como ensangrentados por las 800.000 amapolas de cerámica que han plantado en homenaje a cada uno de los caídos británicos en la Gran Guerra; no bien un tren escapa por el estrecho tubo del metro, otro ya está entrando a toda velocidad -¡qué envidia!-, simultáneo y sordo pulso subterráneo de una máquina de colosales resortes, repetido constantemente en casi 300 estaciones a lo largo de 400 kilómetros de vías; babélicas estructuras se siguen añadiendo en plena City ensoberbecida, donde los poderosos nietos dejan cada día más pequeños a los orgullosos abuelos del centro financiero del mundo que, tocados con anticuados frontones y cúpulas, aguantan todavía apoyados en sus cachabas corintias; más vale, Mariano, que no te pares a pensar en las hazañas que en este mismo momento pueden estar perpetrándose desde aquellos altos ventanales, donde acaso una afortunada maniobra especulativa derrame montañas de oro sobre un grupo de inversionistas y condene de golpe a veinte años y un día de indigencia a un país entero.

Aquí, sobre la colina de Greenwich y con una semana a las espaldas, se me hace evidente que lo que trae algo de armonía a toda esta pintura desmesurada, donde los colores, por mezclados, se agrisan y pierden luz, son algunos toques generosos de verde. A mis pies, por ejemplo, cientos de grupos familiares o de amigos se despliegan holgadamente para el picnic sobre el enorme tapiz verde -¡ésta sí que es pradera, y no la de San Isidro!-, componiendo una gozosa vista dieciochesca en la que solo falta el balón empavesado de un mongolfiero ascendiendo hacia el cielo, mientras arriba el reloj del observatorio desengaña a quien quiera subir -el tiempo pasa, aunque ahí abajo no lo parezca- y proclama ante el mundo su diario decreto, que son las 12 GMT (Greenwich Mean Time). Nadie adivinaría desde este mirador la existencia de las grandes zonas verdes que dan calidad al lejano espacio urbano londinense que se asoma aguas arriba, empezando por Hyde Park, un trozo de la campiña inglesa que un día amanece rodeado por la ciudad –efecto acentuado porque a menudo es la preciosa campiña inglesa la que parece un parque-. El malencarado Palacio de Bukingham del sello que te voy a poner para tu colección no tiene más gracia ni otro realce que los tres parques que lo visten, igual que el Regent’s Park es el que justifica las magníficas residencias de su contorno, que dejan perder la mirada entre sus arboledas. Holland Park, al Oeste, tupido bosque de sombríos senderos, resulta más original en medio de una tradicional y apacible zona residencial. Por algo se han instalado ahí los Beckham.

Y además están los squares con su centro ocupado por un jardín cerrado con una verja. Los hay preciosos, con arbolado de gran porte dada su antigüedad, y el paseante se siente chasqueado, herido en su orgullo democrático por verse excluido de tales claustros, acostumbrado como está desde hace tantas generaciones a disfrutar de los parques reales que un día se nos  abrieron a todos. Como no faltan precisamente en Londres los parques públicos, no tenemos derecho a quejarnos, aunque uno se quede con las ganas de hacer como Hugh Grant y colarse para pasar la mañana allí emboscado, leyendo entre trinos de pájaros y aromas florales, y sonriéndose para sus adentros. Este cuadrado verde trasplantado a la ciudad, escoltado por los cuatro costados por la más recompuesta y gazmoña vecindad de casas victorianas, nos parece al fin y al cabo naturaleza que nos pertenece a todos como el aire, campo que no debe tener puertas, pero aquí cada vecino tiene su llave. ¿No es un poco como la historia tan repetida en la literatura inglesa de la señorita aristocrática y el rudo mozo de cuadra? Al final la señorita, por finísima que sea, es nada menos que una mujer, y hombre y mujer están hechos para entregarse sin respeto de barreras sociales ni de verjas. Especialmente atractivo, más que el monumental y tan palaciego de Bath, es el semicircular Royal Crescent de Kensington, blanco y elegante pero hogareño, e inevitablemente antipático el siempre vacío Belgrave, con sus embajadas pseudo-palladianas, pretencioso, estólido aristócrata.

Se reprocha a Londres que no tiene plazas, lo que no es cierto. La de Trafalgar funciona más o menos como la plaza mayor de los turistas, aunque sea tan destartalada. Algunos squares no ajardinados bullen de vida, como el de Leicester, animado además por la cola de quienes compran en el kiosco entradas para los teatros, o también el renacido Covent Garden, el antiguo mercado de verduras a espaldas de la Royal Italian Opera: lo sublime y lo ordinario, el canto spianato de un aria belliniana en boca de la prima donna y los desplantes desgarrados de la verdulera emitidos simultáneamente por  una deidad bifronte -privilegios de la gran ciudad-. La rehabilitación del Támesis y la gentrificación de la ribera sur han convertido sus puentes y orillas en agradables miradores, existen calles de innegable prestancia, como Regent’s Street o Whitehall, pero no le demos más vueltas, Mariano, la belleza de Londres, que la tiene, la pone su más apuesto invitado, el verde.

Roto en jirones perdidos en la nebulosa urbana, acaso este rústico y digno huésped añore el dulce país de donde fue arrancado. En vano: algo ha cambiado entretanto en aquellos lugares, por más que  conserven mucho de sus galas de antaño -¡hace tanto que se marchitó su alegría, la que solo puede dar la gente!-. Les pasó como a esa novia abandonada que envejecía junto a la mesa dispuesta para el banquete, ataviada todavía con el ajado vestido nupcial: no comparecido el novio, los invitados se fueron yendo y dejándola sola. Apenas queda hoy gente en la campiña: “¡Dios mío, qué feo es esto!”, hizo exclamar Hardy a Jude el Oscuro hace ya un siglo largo, ante el escenario de pobreza sin esperanza que le ofrecía el paisaje de Wessex, por lo demás digno de conmover los pinceles de un paisajista romántico. El campo es hoy bello pero triste.

En Londres hay caballos y Londres parece oler a caballo. ¿Tantos hay? Con la ambigüedad de esta urbe que levanta rascacielos a la vez que incorpora trozos de campo y entretiene escuadrones de caballería vestidos y adiestrados como para enfrentarse a Napoleón, uno no sabe si atribuir este olor a lo rural o a lo industrial. Es un tufo acre, como a mierda seca, como a cuero, como a vía férrea, como a abono, como a emisiones industriales, ¿tal vez a central térmica? Pero hoy día la industria se ha alejado y las centrales térmicas se convierten en salas de exposiciones, lo que, por cierto, recoge y quita de en medio bastantes horrores… Los turistas van y vienen a la Tate Modern por la pasarela de Norman Foster, que hace en pequeño el mismo papel de paseo-mirador del puente de Brooklyn. El museo se ha instalado en una central térmica que mira la catedral de San Pablo desde la otra orilla del Támesis, una enorme caja de ladrillo tostado con espacios adecuados para la más descomunal ‘instalación’ que uno pueda imaginar o para una de esas performances que tanto te gustan. Un engañabobos que funciona como elemento dinamizador y dignificador de la zona: la colección que atesora adolece de la indigencia habitual en los museos de arte reciente, aunque se ayude de exposiciones temporales anunciadas en letras gigantes.

Ahora está Malévich, el más radical y honrado de los vanguardistas, un santo fanático. Creyó en la transformación del mundo por el arte -lo cual está muy bien- y en que esa transformación futurista es más importante que el propio arte. Buscó la esencia simbólica de la pintura despreciando todos los peligros, como aquellos navegantes que se adentraron un día en el océano y perdieron de vista la costa. Navegó derecho al infinito, se fue desprendiendo de todo lastre hasta levantar el vuelo hacia el sol. Debió de llegar muy cerca porque al final de su viaje acabó alumbrando un cuadrado blanco sobre fondo blanco. Nada más. En adelante guardó los pinceles y se dedicó a escribir y a enseñar.  Su ejemplo debería movernos a reflexión.

Exiliada la industria, empujado el puerto aguas abajo más allá del meandro que tengo a la vista, todo se lo queda el comercio que, desde el más tirado al más caro, es aquí frecuentemente antiestético, cuando tan hospitalario y decorativo puede llegar a ser. Imagínate el mercado de Camden, muy visitado por los españoles, con unos tenderetes protegidos con plásticos y atestados de ropa como para vestir de una tacada, por su aspecto y cantidad, a todo un campo de refugiados, y con unos puestos mugrientos donde cocinan comida étnica recién transplantados de las aglomeraciones del tercer mundo. Pero si te tienta el otro extremo la cosa es mucho peor. Como te sé tan valiente me atrevo a proponerte que visites, aunque sea una vez en la vida -como quien hace un viaje a los infiernos-, los grandes almacenes Harrods. Dentro de su prolija carcasa modernista de ladrillo rojo hay un mundo de marmóreos y solemnes corredores tenuemente iluminados, que dan acceso a las tiendas de todas las grandes marcas internacionales. El colmo de este bazar de trapos y must  a la medida de los millonarios árabes es su escalera mecánica principal, el Egyptian Escalator, que asciende en  una penumbra como de mastaba de película de Indiana Jones, ofendiendo la vista con su profusa decoración de elementos arquitectónicos y motivos escultóricos ¡imitados del arte faraónico! Si todavía se tratara de un pastiche con ciento cincuenta años de antigüedad, pero no: esta emulación de Las Vegas constituye un atractivo recién estrenado.

Londres tiene tradición en esto del turismo de compras. Las familias de la clase media nos vemos obligadas hoy en día a consagrar buena parte del tiempo contratado a peregrinar, por ejemplo, hasta el estadio de Stamford Bridge, espartano y un poco a desmano como tantos estadios, para que el niño se pase una hora comprando en su macrotienda una camiseta del Chelsea –que solo podía ser azul y de su talla-, o a sacrificar el callejeo por el Soho para encerrarnos en la enorme exposición de caramelos de colores y cien mil artículos tontos ideados a propósito en m&m’s, que no es sino ¡un gran almacén de lacasitos! Con estos dos ejemplos te basta, que ya sabes de sobra cómo anda últimamente la clase media.

La ciudad que veo perfilarse a mi izquierda en el horizonte lo quiere todo. Insaciable, se apropia del espacio hasta donde no alcanza la vista, teje una red de caminos con que atrapar territorios cada vez más vastos hasta avasallar el país entero, llama y alista en sus filas a todos los desheredados, a los logreros y pretendientes, traba relaciones ultramarinas con otras ciudades hasta las mismas antípodas y con ellas compite -con ambiciones de metrópolis-, vende al mundo entero y compra cuando no roba, se apodera con rapacidad de las más codiciadas joyas que en el mundo existan. Cuando vengas no dejes, acaso aturdido en medio de esta permanente feria por la animación de sus calles, tentado por los que venden, distraído en el teatro, olvidado de todo ante una magnífica cerveza en un pub donde se interpreta –muy bien- música en directo, encantado de verte actor -simple comparsa-  en este decorado mítico cuyo telón reúne la torre del Parlamento y el puente de la Torre, la cúpula de San Pablo y la innecesaria cabina roja de teléfonos, no dejes de visitar, te digo, mejor que sus bazares, sus cuevas de Alí Babá.

Contienen tesoros como el de la Torre, apto para que los disfrute el mayor analfabeto porque allí se pueden admirar, después de cumplir dos horas de cola, las joyas de la Corona con el diamante más grande del mundo y otros muchos muy bien clasificados, la esmeralda más grande del mundo, aún más bella, coronas y cetros para gobernar varios continentes, pesadas mazas y candelabros preciosos y una historiada vajilla de oro macizo que incluye una pieza para mezclar el ponche tan grande como una bañera, con su cucharón ideal para dar de comer a Gargantúa.

Hay en Londres tesoros aún mejores. ¿Cómo no detenerse a cruzar la mirada con el desolado Diónisos, el único que conserva la cabeza entre las divinidades del frontón oriental del Partenón? Te helará la sangre. ¿Cómo no volver la vista hacia la leona herida por el rey asirio al sentir la vibración de su último rugido a tu espalda? ¿Cómo no animarse a descender los rápidos que visten el cuerpo ondulante de la Venus de Botticelli -Marte, que la acompaña, se ha quedado dormido por razones obvias-, maravillosa cascada de pliegues sutiles que tanto recuerda el peplo de la Dione recostada de Fidias? ¿Cómo renunciar a una breve audiencia privada o siquiera a ver pasar a caballo a Carlos I de Inglaterra, cuyos ojos siguen todavía vivos con su luz, su transparencia, su temblor  y su lágrima gracias a Van Dyck? Quédate un momento a espiar en esa mirada lo que fue la grandeza y la servidumbre de la dignidad real. ¿No habrás de espantarte con los discípulos de Emaús y con un Caravaggio metido a bambocciante avant-la-lettre, al reconocer a Cristo en carne y hueso en una taberna romana? –Zurbarán el grave: ¡qué paletito quedas al lado del italiano!-.

Cuando te veas ante la Madonna dei garofani -de Rafael, claro-, te vas a desarmar, te aniñarás y te convertirás, por más que la encuentres expuesta lejos del oratorio, cautiva y adocenada entre otros objetos de colección. Al que un día, cuando se ponía el sol, zarpó del Prado despedido por Claudio Lorena, le parece llegar a un puerto amigo aquí, en la National Gallery; cuando al desembarcar, curiosamente a la misma hora porque para algo compartimos el mismo meridiano, se cruza con Santa Úrsula, que se va no sé adónde. Encontrarás el mismo fresco azul del Tiziano con que La bacanal de los andrios iluminó siempre nuestra casa, envolviendo en esta orilla a Baco y a Ariadna. No acabaríamos… Si tienes tiempo se te abrirán, por añadidura, colecciones privadas y mansiones que son otros tantos placeres, como la Soane o la Wallace Collection, que se te va a parecer a sus primas, la neoyorkina Frick y la Camondo de París, las tres muy Rococo Revival a lo Goncourt.

Londres se ha ganado fama de ser una ciudad autodestructiva, dada a echar por tierra su patrimonio sin demasiados miramientos ante los apremios del desarrollo, un poco como Nueva York. Debe ser cierto, sobre todo en comparación con otras poblaciones del país. Dicen que ya se han reservado terrenos para la construcción de 200 rascacielos que pueden hacer de ella un nuevo Singapur, y que ni siquiera han de respetar la prohibición –no escrita, como se hace aquí con todo lo importante- de ocultar la cúpula de San Pablo: parece que llegó la hora y la ciudad no duda en seguir adelante. Uno ve grúas, barrios enteros recién estrenados, enormes centros comerciales de última generación al lado de otras dotaciones francamente vetustas, como la mayor parte del metro, que siguen en uso amortizándose sin complejos ni jubilaciones anticipadas a pesar de  su aspecto mostoso. Parece que se invierta bien y se crezca naturalmente, sacando todo el partido de lo que hay y pensando siempre en lo nuevo. Esto vale para lo público como para lo privado: ¿en qué otra ciudad del mundo desarrollado encuentra uno viviendas en pie y en uso, a la vez tan humildes y tan viejas? Y todo está habitado y remozado, aunque sea con una coquetería barata disfrazada de pintoresquismo: las traseras de Elsham Road, una bonita calle de Kensington, traseras donde se alinean los establos ahora reconvertidos en viviendas bajitas y repintadas, Russell Garden Mews, forman hoy un sonriente callejón como tantos otros.

Muchedumbre de procedencias diversas, el tejido social de Londres incluye la mayor concentración de millonarios del mundo, una numerosísima colonia detectable por su ostentoso parque automovilístico. Muchos, procedentes de Asia y del mundo árabe en especial, ven en esta ciudad y en ninguna otra la verdadera metrópolis donde quieren figurar. La gran ciudad a todos hace vecinos, a aristócratas y a inmigrantes pobres, a la clase media e incluso a la única reina europea que conserva el hierático boato de la monarquía. Las tapias que rodean por detrás los jardines de su palacio, con alambradas arriba, no son más elegantes que las de una cárcel.

A los reyes nunca les gustó vivir en sus capitales y con frecuencia se instalaron en una fortaleza separada del casco urbano, cuando no optaron directamente por hacerse una residencia alejada, rodeada de parques y servida por un simulacro de ciudad ideal a su medida. La ciudad real –real but not royal-, la de los negocios y los crímenes, la de la cultura y los motines, la que trae progreso al país y dinero a las arcas del Estado, tiene una vida propia e incontrolable. El espectáculo de Carlos I accediendo al cadalso desde una ventana de la italiana Banqueting House, para ser decapitado a la vista de los londinenses, lo dice todo. Hoy día la réplica se la da la interminable coreografía del relevo de la guardia bajo las ventanas de la reina que no gobierna: Dios la salve tras las tapias de su reducida ciudad prohibida y, si son necesarios, los fusiles de asalto de sus soldaditos de plomo.

El soldado que hace la guardia ante la garita es rojo y recrecido por un enorme morrión de granadero. En posición de firmes, mantiene una inmovilidad absoluta, como si de verdad fuera de plomo; pero cada cierto tiempo, de improviso, se anima como el muñequito de un carillón, se pone el fusil al hombro en tres tiempos sincopados, gira sobre sus talones y recorre veinte metros antes de volver sobre sus pasos, levantando mucho las rodillas y dando sonoros zapatazos, igual que haría un niño que juega a los soldados. En todo momento mantiene su mirada inconmoviblemente fija en el horizonte, cual estatua de faraón. Poco puede vigilar así, por mucho que lo hayan elegido entre los cuerpos de elite del ejército, pero ahora se trata de que sea el hombre quien imite al androide autómata. Cuando lo hacen muchos a la vez, desfilando y con música, resulta impresionante, pero uno solo…

El pobre centinela que está en la Torre de Londres, que es idéntico, se ve obligado a permitir, sin pestañear, que los turistas le rodeen para fotografiarse con él. Y lo mismo hacen los bobbies con chaleco antibalas que aguardan un ataque terrorista a las puertas del Parlamento, aunque a ellos sí se les permite moverse y hasta sonreír. ¿Puede haber mayor desnaturalización de lo que es una guardia? La consigna es la misma que la de los empleados de los parques temáticos: complacer al visitante. La ciudad no se avergüenza de fingirse una caricatura naíf de sí misma, hasta el punto de que no será raro que, con el tiempo, la familia real en pleno tenga que asomarse cada día, at twelve o’clock midday, a saludar al balcón revestida de pontifical.

Metrópolis más poderosa que su propio país, Londres parece conocer ella sola su rumbo y se la ve avanzar, ajena a las crisis de otros, a una velocidad de crucero sobrecogedora. Anterior al reino de Inglaterra y a su monarquía, superviviente a la desaparición del imperio colonial, como ciudad que es, Londres tiene vocación de perdurar sobre toda institución humana y se obstina en seguir marcando la hora del mundo. Desde lo alto de esta colina todavía podrás ver la cúpula de San Pablo si te animas y te das prisa. El reloj de Greenwich cabalga sobre su Meridiano, ordena a izquierda y derecha su corte de husos horarios, sus veinticuatro pares -doce a cada lado, señores de cada una de las veinticuatro horas del planeta-, mira hacia el norte y contempla cómo el cielo de este sábado, el cielo azul poblado de nubes de “una espléndida tarde de verano inglés” retratada por Constable, se va tornando cubista: sobre aquel horizonte bajo, familiar a los pintores de antaño, se amontona ahora la pujante geometría de reflejos y transparencias grises y azuladas del nuevo centro financiero, que amenaza con contagiar de su escalofriante fragmentación la entera bóveda celeste. ¡Greenwich, hora del planeta! Aunque desde acá no se pueda oír,  sabemos que allá lejos, en Westminster, el Big Ben estará pregonando para los londinenses los cuartos que dicta su señor con grave pompa, y que en millones de hogares de todo el mundo, un pretencioso reloj de péndulo repetirá su conocida cantinela como un eco.

Querría contarte algo de todo esto, Mariano, pero una postal no da para nada. No sé si voy a tener ni sitio para pegar el sello. Se me empieza a hacer tarde también. Antes que nada voy a aprovechar para ajustar la hora de mi reloj. Cuando te vea, lo primero que hemos de hacer es sincronizar nuestros relojes. Un abrazo muy fuerte.

Cuaderno de Vernon

Abril de 2014: Vernon, Giverny, Rouen y París

Los pueblos de esta Normandía interior se nos antojan ante todo, según nos salen al paso por la carretera que nos trae de París, pueblos franceses. ¡Cuánto se parece a sí misma la Francia rural! Cuánto se reitera, se conserva y amortiza mientras no se caiga a pedazos. No parece llamarle la vanidad de ostentar novedades, valora lo que heredó, ni siquiera enfosca las fachadas porque son antiguas y prefiere que se note.

1

Que las casas viejas, gastados cascarones, siguen siendo hogares lo proclaman a primera vista las flores que las adornan. Retenemos al pasar el retrato vivo de cuerpo entero o de busto de alguien que sale por una puerta o se acoda a una ventana, los mismos marcos que usaron cada día sus antepasados de varias generaciones.

De madrugada, cuando todavía no ha empezado a clarear, ya se oye el canto de los pájaros más allá de los tejados de Vernon. Entra frío y olor a hierba cortada por la ventana abierta de par en par y se deja ver el destello lejano de tres o cuatro estrellas microscópicas.

2

La habitación del hotel es cuadrada y simple, con unos pocos muebles baratos, pero un par de láminas de las Ninfeas de Monet nos asoman al estanque de Giverny donde florecen los nenúfares, alegre flotilla empavesada sobre aguas oscuras, eclosión de blancos y rosas en la laca insondable de una poesía oriental. Según una inscripción colocada tras el mostrador de la recepción, aquí se alojó muchas veces Balzac, en esta antigua Hostería del sol de oro, hoy Hotel Normandy, escrito a la inglesa como para los turistas de la otra orilla del canal, como para las tropas del desembarco. Bien está el letrero porque nada sugiere hoy el paso del novelista por este establecimiento, tantas veces reformado. Francia rinde culto a sus ancestros con la piedad de una antigua familia china.

El casco histórico de Rouen se inclina hacia el río, que atraviesan nada menos que seis puentes, todos nuevos, cada uno con el nombre de un ilustre personaje local, como está mandado. También es reciente buena parte de las casas de su casco histórico, aunque muchas sean facsímiles de las antiguas. Cosas de la guerra.

3

La nueva iglesia de Santa Juana de Arco, con sus volúmenes de carpa de circo, acampa con aires de provisionalidad en medio de la plaza del mercado. Aunque por dentro es un agradable salón de actos iluminado por hermosas vidrieras renacentistas salvadas a tiempo, por fuera empieza a quedarse más vieja que las empingorotadas iglesias de piedra blanca de la ciudad, tan altas y bien plantadas, tan enjaezadas y altivas como damas de antaño. El gran reloj del siglo XIV reluce armado de punta en blanco como para el torneo, caballero en un arco que vuela de lado a lado de la calle. Parece que no quieran estas calles de Rouen, con sus hileras de casas que enseñan el entramado de madera y exhiben tallas góticas en los quicios, con sus talleres de luthier y sus tiendas de anticuario, enterarse de la fecha del calendario; parece que se finjan enfermas de nostalgia mimando los gestos  y las galas de ayer. Riman sus fachadas, que ceden y se abomban, con aquellas redondas cocas que subían y bajaban el Sena, cargadas de mercancías. Todavía hoy es Rouen el principal puerto fluvial de Francia, con lo que sus remilgos medievales no deben engañar a nadie. Se la ve animada y activa, como lo fue siempre, próspera y tan de nuestro tiempo como la mugre petroquímica que maquilla hoy impropiamente de negro el rostro de sus bellezas góticas y cambia por carbones las perlas y cristales de sus vestidos recamados. Medio siglo llevan recomponiendo aquellos esplendores, que son algo así como las joyas de la familia: acaban de terminar la fachada del Palacio de Justicia, gótico-renacentista, tan impecable y adornado de filigranas y calados que sugiere un aristócrata de aquéllos de cuello y puños de holanda.

Tiene Rouen un museo de pintura muy bueno, sobre todo si tenemos en cuenta que no está en París. Es demasiado grande, como suelen serlo muchos museos, y exhibe un exceso de pintura francesa, dicho sea sin ánimo de ofender, porque es muy natural. ¿Dónde tenerla sino en museos como éste? Aunque la visita de la mayoría de sus salas sería prescindible, ¿cómo no peregrinar ante la impecable Resurrección del Perugino, ante esa escena del San Bernabé del Veronés, toda belleza, la Flagelación del Caravaggio o el Demócrito de Velázquez, todos ellos tan representativos de sus creadores? Y ya que estamos, reconozcamos cuán gustosamente nos ambientan unas ruinas de Hubert Robert, algún retrato de Ingres, una escena de historia de las mejores de Delacroix, La justicia de Trajano, varias cosas del pintor local Géricault, entre ellas esos muchachos con caballos que parecen revivir los frisos del Partenón, un Corot muy típico y varios cuadros impresionistas conocidos. Por haber hay hasta un par de modiglianis y varias esculturas, que siempre son de mucho efecto en el centro de una sala, sobre todo un Hércules de Puget muy berniniano y un yeso del caballo futurista de Duchamp-Villon.

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Alberga todo esto un edificio decimonónico erigido expresamente para ello, que no puede ser más francés ni más museo, ante un agradable square ajardinado.

El Sena desfila solemnemente, anchísimo, con la mirada al frente, pensando ya solo en el mar, partiendo en dos esta tierra conquistada. Ninguna perturbación, ningún gesto ni la menor concesión a lo pintoresco en ésta “la más bella avenida de Francia”, que proclamó Víctor Hugo. Pasa junto a Vernon sin remansarse un momento siquiera para pintar en sus aguas el desgarbado reflejo de su colegiata. ¡Cuántas veces la arquitectura gótica muestra más ingenio que gusto! En la proeza técnica de levantar una gigantesca jaula de piedra que deja colarse la luz del día transfigurada místicamente por las vidrieras pujan la creatividad y la desmesura del espíritu europeo. Semejante revolución estructural ni la soñaron los antiguos pero, desde el punto de vista estético, ¿hay disparate mayor que estas proporciones? La verticalidad que es consustancial a una torre, ¿cómo imponerla a un aula, a una basílica, por esencia apaisadas? El propio arco ojival, que es el resumen de estos principios, con su minimización de los empujes laterales en beneficio de los verticales, ¿acaso no es feo como un arco que se haya quebrado y no hayan acertado a empalmarlo correctamente? ¿A quién puede gustar el aspecto de un arco apuntado, y menos si se prodiga obsesivamente en un edificio que es todo vanos, una caja llena de agujeros? ¿Y qué decir de la decoración?

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Tanto se infatuaron aquellos arquitectos de que habían descubierto los secretos para prescindir del muro que se aplicaron a taladrar obsesivamente cada superficie.  Si las tracerías más o menos imaginativas llegan a ser decorativas, contenidas en el marco de un rosetón o de un ventanal, ¿a qué viene calar los gabletes, guardapolvos y ménsulas, las cresterías y las agujas? ¿A qué tantas galerías y balaustradas, santos encaramados como apariciones en los lugares más inverosímiles, gárgolas que se despeñan, pináculos erizados contra el cielo, monstruos de mal agüero anidando en torno a la máquina descomunal…? Nunca se torturó tanto la piedra ni nadie la desnaturalizó como aquellos visionarios. No es de extrañar que tales desvaríos no llegaran a cuajar en Italia y que el Renacimiento viniera a restaurar el imperio del buen gusto.

Vernon es un pueblo sin cuestas, absolutamente plano, con planta de capital, tal es la anchura y longitud de muchas de sus calles y plazas, aunque de construcción baja. Lo más notable son algunas viejas casas de hace quinientos años, de entramado oscuro, que se apoyan unas en otras con el aire de ancianas de piernas torcidas a las que cueste mantener la verticalidad.

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Hay en medio un donjon imponente, lo que queda del castillo del rey Felipe Augusto, el que amuralló París y mandó levantar el Louvre. Es un robusto cilindro muy parecido al que sirvió de prisión a Juana de Arco en Rouen. Afean el centro dos o tres bloques de viviendas como de ocho pisos, posteriores por desgracia a los bombardeos de los años 40 y 44, el de la Luftwafe y el de los aliados. Tiene mucho comercio, con mercado que llena plaza y avenida los miércoles y los sábados y numerosas tiendas, cervecerías y kebabs. Del otro lado del Sena se ve una elevación del relieve, baja y continua, que escolta el río de cerca, vestida por completo de terciopelo verde de modo que apenas algún leve frunce deja entrever la enagua blanca de su roquedo calizo: fina piedra blanca de Vernon, la que siempre se prefirió para las esculturas y ornamentaciones finas del gótico de la región.

En la orilla de enfrente un piquete de cuatro torres muy juntas, cada una con su casco cónico de pizarra, protege el acceso al valiente puente de piedra que, a sus espaldas, cruzaba otrora el caudaloso Sena.

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Allí las hizo formar hasta nueva orden el esforzado Felipe Augusto cuando disputaba esta llanura a Ricardo Corazón de León y nadie les ha dicho todavía que rompan filas, que su guardia ya no es necesaria, que solo aguantan entre las aguas los muñones de cuatro o cinco de los innumerables pilares de aquel puente larguísimo. Un viejo molino duerme encaramado en el tramo más próximo a aquella orilla. Melancolía del puente roto, añoranza de la orilla opuesta; Vernon, villa hace tantos años inalcanzable, que navega sobre el río, utopía ensimismada…

La carretera cruza hoy por un puente de vuelo muy largo, sobre dos pilares. Desde aquel lado se puede llegar a Giverny por una pista peatonal que va paralela al río. Jalonan el paseo coquetas villas con jardines que florecen al sol. Al llegar nos recibe, acostada en la ladera, una pequeña iglesia, parcialmente románica, con su cementerio detrás donde está entre otras la tumba de Monet y la de unos aviadores británicos, tripulantes de un bombardero Lancaster derribado el año 44.

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Alguien acababa de dejar la fotografía de aquella tripulación sobre la losa, con un guijarro en cada esquina: siete jóvenes de uniforme muy sonrientes, de una época en que todos se retrataban más felices que nosotros. Hay un par de hoteles muy sencillos, de la época de Monet y sus amigos, algunas terrazas agradables para comer y galerías abiertas en cocheras y viviendas, donde comprar cuadritos y esculturas. Merece la pena trepar un poco, ladera arriba, y almorzar sobre un prado, como los buenos impresionistas, dominando el ancho y suave valle, todo verde salvo las parcelas dedicadas al cultivo de colza, que dibujan en el llano rectángulos y trapecios amarillos.

La casa de Monet es una de las viviendas más agradables que se puedan conocer. Tiene solo la planta baja y un piso, y es larga y estrecha como una galería, de manera que varias piezas dan a la vez a la fachada del jardín y a la opuesta.

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Es clara y acogedora y se conserva completamente amueblada y decorada. Llama la atención la gran cantidad de estampas japonesas que adornan las paredes. El jardín está dividido en dos por una calle. Ante la casa forma un rectángulo enorme organizado como una parrilla donde millares de flores se abren al sol, tantas y tan variadas que no se acierta a entender con qué criterio se hayan combinado. Está muy bien cuidado y resulta más bello tramo a tramo, dado el exceso de colores. Diríase un vivero. Más allá está el jardín japonés con su estanque sinuoso, sus sombras y reflejos y el puente de madera. Solo faltan los nenúfares; ya se ve que hemos llegado en la estación equivocada. Dada la atracción que suscita todo esto, debiera desviarse la carretera que cruza al lado, porque el ruido de los coches estropea la banda sonora, que es muy importante en un escenario semejante. ¿Alguna vez nos libraremos del ruido del tráfico? Casa y jardín expresan el gozo sensual de la vida; todo está preparado para recibir el equipo de rodaje de Jean Renoir con ganas de francachela y una historia sonriente en el guión.

Unos bajos pabellones que se abren a dos patios desiguales cobijan hace muchos años el colegio César Lemaître (que fue un maestro, haciendo honor a su apellido) de Vernon. La parte más antigua data de la Tercera Répública, levantada en ladrillo oscuro con algunos sillares de caliza engastados en dinteles y arcos rebajados, y con tejados de 45 grados de inclinación, que son los que se llevan aquí. Como ampliación se adosaron algunos cubos de cemento “funcionales” en los años 60. Un siglo largo de escuela pública, gratuita, obligatoria y laica en tan austero conjunto, una adusta arquitectura a la que siguen dando vida el alegre rebaño de niños que irrumpe cada día por los patios, unos cuantos profesores muy educados y cordiales, el serio y hospitalario Principal y el comunicativo cocinero que lleva la cantina escolar.

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En la escalinata de la alcaldía de Vernon, que es en cambio masiva y pretenciosa, neobarroca nada menos, los nuevos concejales se hacen fotos en traje de domingo y con la banda tricolor cruzada sobre el pecho. Son un grupo de padres y madres de familia con sus niños, muy sonrientes el día de su fiesta, la constitución del nuevo ayuntamiento: para algo han obtenido el 45% de los votos aunque hoy ya no haya curiosos en la plaza ni nadie les haga caso. Desde abajo llaman la atención los altísimos ventanales de la planta noble, que mira por encima del hombro las casas del contorno y se enfrenta de igual a igual a la colegiata. Debe ser verdaderamente palaciega, toda una proclamación del concepto que de tan ilustre institución se tenía a finales del siglo XIX. Unos días más tarde resulta que nos reciben en esa sala magnífica, la de las bodas, con frescos en los techos (serán más bien lienzos pegados). Se pronuncian discursos europeístas, se hacen protestas de amor a la juventud, se ofrecen cestas con regalos gastronómicos a los profesores responsables de los alumnos italianos, alemanes y españoles de intercambio y se sirven sidras y refrescos según la edad. El nuevo alcalde, gaullista por supuesto, no tiene más que 28 años y exhibe el trato desenvuelto y cordialísimo de un ministro de asuntos exteriores. ¿Sigue estando entre la escuela y la alcaldía el ADN de un país identificado con toda naturalidad consigo mismo y con su forma de Estado?

El Centro Pompidou es un templo gótico. Que el interior sea totalmente diáfano y se envuelva en cristal justifica sacar al exterior las estructuras portantes, el andamiaje de un edificio en construcción, exactamente lo mismo que todo el lío de estribos y arbotantes que rodea la catedral de Notre-Dame, que allá abajo, junto al río, parece el casco de un navío todavía sin rematar por los carpinteros de ribera.

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No hay gárgolas en el Pompidou, ni santos ni galería de reyes, pero sí un bárbaro horror vacui que disimula la ausencia de fachada, un candoroso alarde de escaleras mecánicas y tuberías de distintos colores, para que se vean más, un color para cada contenido, ya sea agua potable, aire, gas, corriente eléctrica, calefacción, ¿también los desagües?… Cuando visitamos la exposición de Cartier-Bresson nos encontramos con que han tenido que crear, dentro de aquella gran urna transparente, el simulacro de un edificio: resulta que no hay nada mejor que las paredes para exponer fotografías. Cartier-Bresson es al principio surrealista, a menudo metafísico, es dadá, expresionista -¿quién no en el siglo XX?-, le llama la geometría, coquetea con lo mismo con la abstracción que con el realismo socialista… Todo lo conoce y lo ha hecho suyo. Es un  pintor de vanguardia que entiende que ya no tiene sentido pintar. Sus fotografías combinan la construcción de una composición y la violencia de un disparo, la sabiduría y la paciencia pero también la audacia y la puntería del buen cazador. Cartier-Bresson y el Centro Pompidou: ¡qué contraste entre los medios y los resultados! Misterio del Arte.

Es difícil creerse, cuando se entra en la Conciergerie, que nos vayamos a encontrar todavía, allí embutidas, algunas espléndidas salas góticas del desaparecido palacio real, que lo fue hasta el siglo XIV, cuando los reyes dejaron la Isla. Pero allí siguen, ahora con el aspecto de criptas oscurecidas y casi abrumadas por todo lo que tienen encima y a su alrededor.

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La Sala de los guardias, escenario en su tiempo de concurridos banquetes, es igualita que los sótanos del castillo de Moulinsart donde encierran a Tintín en El secreto del Unicornio. Sobre lo medieval se impone el morbo decimonónico. Aquel dédalo se convirtió casi en un santuario legitimista por aquello de los excesos del Tribunal revolucionario que allí tuvo su sede, la nómina de ilustres condenados que pasaron entre corredores y calabozos sus últimas horas –como aquellos diputados girondinos que emplearon en darse la gran cena la noche anterior a su ajusticiamiento- y, sobre todo, por la figura de la reina-mártir Maria Antonieta. Ahora que hasta los santuarios se convierten en parques temáticos, podemos espiarla en su celda, arrodillada en oración con sus tocas de viuda, como en el peor museo de cera.

Podría decirse que fue el cínico Enrique IV quien empezó a hacer de París una ciudad turística en torno al año 1600. Quería que la capital hablara de él, que fuera su escenario y expresara la grandeza del rey de Francia. Empezó a encargar “intervenciones urbanísticas” como las plazas de los Vosgos (Royale) y Dauphine pero, seguramente, su acierto más trascendental fue el nuevo puente que había de unir la punta de la Isla con ambas orillas, el Pont-Neuf, el primer puente de piedra que no llevaría adosadas casas a ambos lados sino que se pagaría de otra manera, con algún impuesto. Trazó así un estupendo mirador abierto sobre el río y puso la primera panorámica de la ciudad al alcance de todo el mundo y no solo del gremio de Quasimodo. Un punto de vista privilegiado para los parisinos y para los viajeros, que permitía identificar las torres góticas que emergían del apretado caserío y, sobre todo, recorrer con la mirada el avance de la interminable galería del Louvre, el palacio del rey, en busca del apartado palacio de las Tullerías.

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Por eso es muy propio que los bateaux-mouche recalen a los pies de su caballo. Desde el río uno asiste a la procesión de los gloriosos monumentos en contrapicado, como la puesta en escena de un manierista italiano. Llenos de empaque, los edificios miran al infinito sin vernos siquiera. Una fila de viviendas encaramadas sobre los muelles se aprieta como puede a los lados de estos colosos que se recortan contra el cielo. La ciudad se adivina tendida detrás de ellos pero no se ve. París leída y proyectada en el cine, París estudiada y monumental, París mitificada, recuerdos del adolescente que no daba abasto ante la que se le venía encima: la columnata de Perrault, el Instituto, la Galería al borde del agua, la estación de Orsay, el pabellón de Flora, el obelisco de la Concordia, el palacio Borbón, el puente de Alejandro III, los palacios de la Exposición de 1900, la cúpula de los Inválidos, la torre Eiffel y vuelta a empezar; ya llega otra vez la Isla, cualquiera de las ventanas del Quai des Orfevres podría ser la del comisario Maigret, la Sainte-Chapelle, Notre-Dame, la isla de San Luis; otra vez de vuelta, el ayuntamiento y su plaza, el Hôtel-Dieu

Desde el último piso del Centro Pompidou se ven las cosas de otra manera, como quien navega por un mar cubista de tejados grises y distingue aquí y allá, entre el oleaje, lo que semejan otras embarcaciones.

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Ahora somos nosotros los que podemos mirar el horizonte. Consideramos de igual a igual la catedral y la cúpula del Panteón, el frágil esqueleto de jirafa de la torre Eiffel o el blanco Sacré-Coeur que, allá lejos, parece plano, como pintado en un telón de ópera. Es como si la mirada hubiera adquirido madurez… Este año no hemos subido a la torre Eiffel. Recuerdo aquella vista como presentada por un científico, tan objetiva, tan analítica y ordenada. La pulcritud del cartógrafo está en cada pieza, la grande como la pequeña, en las relaciones geométricas entre ellas, en la espectacular organización del conjunto, ese tejido opulento. Pero uno se siente ajeno a esa ciudad desnaturalizada, delineada sobre la llanura, donde hasta las colinas se aplanan. ¿Cómo imaginarse viviendo en ella? Un punto de vista desazonante es el del Sacré-Coeur: desde allí arriba es imposible encontrar el menor orden; aquellas vigorosas individualidades se empequeñecen y naufragan anegadas por la urbe sin límites ni horizontes; no se distingue lo grande de lo pequeño porque nada está cerca; no se aprecian líneas ni figuras; todo parece volver a un caos primordial; la obra humana en nada se distingue de la naturaleza… Solo faltaría que, desde la altísima basílica que le hemos erigido, Dios nos viera así.

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