De la industria farmacéutica se ha hablado ya bastante. Se ha dicho de ella que está mal montada porque, de la enfermedad, hace negocio: a más enfermos, más beneficios; y es cierto. Se ha dicho también con frecuencia que no se ocupa de investigar sino en productos rentables, como los cosméticos, en detrimento de medicamentos que de verdad constituyen la salvación para millones de personas. Y es cierto. Se ha señalado asimismo que dicha industria fija los precios de las medicinas, no basándose en costes de producción, sino en las leyes de la oferta y la demanda, en primer término, y en desproporcionados royalties derivados de sus patentes, en último. Y también es cierto. Y concluyen por tanto -estas voces que proscriben a la industria farmacéutica y tildan a sus empresarios de asesinos- que se trata de un negocio dirigido por el diablo. Y esto ya no es tan cierto.
Los empresarios, casi de cualquier ramo que provengan, no son más que agentes en un escenario mucho más amplio que los límites de su propia patronal, un escenario regulado -no lo olvidemos- por el cuerpo de instituciones civiles que conforman la sociedad y -más allá- por ese cuerpo simbólico que constituye la cultura, esa que todos compartimos.
Y no olvidemos tampoco que, al menos sobre el papel, en Europa el pueblo es soberano y decide sobre el funcionamiento de su dinámica social, incluyendo aquí a empresarios de toda procedencia.
Por tanto, en las democracias europeas, el empresario hace -al menos sobre el papel- lo que las instituciones dictan. Dirán que lobbies y demás grupos de presión controlan en definitiva el devenir de las políticas, y en parte es cierto, pero el pueblo soberano, representado en sus instituciones, tiene legitimidad -no lo negarán- y también una cierta capacidad para reorientarlas.
La farmacéutica del barrio no es ningún monstruo. Ella despacha las medicinas que los doctores recetan e intenta, día a día, ganarse el pan ayudando, atendiendo, a personas cuyas dolencias en su mayoría conoce, por su cotidiano trato con ellas. Al igual que ella, podemos imaginar a centenares de miles de trabajadores ganándose el pan en algún trabajo relacionado con la industria farmacéutica y tampoco verlos como a monstruos. Tomar la «industria farmacéutica» como un todo compacto y tildar a sus profesionales de «inmorales» y «asesinos» supone una gran injusticia que no debemos compartir. Tampoco el dueño de un laboratorio que fabrique crema anti-arrugas tiene por qué ser el demonio.
Otra cosa es que los empresarios incumplan las leyes, o que los recursos públicos se dilapiden en beneficio de unos pocos… Estaríamos ya ante otro fenómeno distinto, desgraciadamente frecuente y común a otros sectores: la prevaricación. Y la prevaricación, al menos sobre el papel, está penada.
I+D+iotas
Un idiota es, por definición, aquél que no se preocupa por los asuntos públicos. Y por idiotas nos han tomado los prevaricadores del gremio farmacéutico, los cuales, al parecer, son muchos. Pero, afortunadamente, la sociedad civil no está precisamente compuesta por idiotas, sino más bien todo lo contrario: aquí, cuando pasa algo en el foro, cuando nos meten la mano en el bolsillo, o intentan torearnos, nos enteramos todos. Quizás nos hagamos los locos, o no movamos un dedo para resolverlo pero, en general, nos falta tiempo para percibir y señalar la injusticia.
Hoy os traemos un documental que es precisamente eso y emerge directamente de la sociedad civil, de las personas que la sustentan, reunidas para denunciar el expolio de recursos públicos. Pues así debe ser entendido el aprovechamiento individual, en exclusiva, de aquello que es de todos. Como por ejemplo -y esto se dice en el documental- las medicinas creadas con dinero público. Producida por una fundación sin ánimo de lucro, «Investigación médica: Houston, tenemos un problema» es una película, lo veréis, muy austera en su realización, diríase casi franciscana, pero que pone el acento en lo verdaderamente esencial, en aquellos temas que, por dejación y también autocensura, apenas se tratan en los medios de comunicación. Universidades públicas al servicio de intereses privados, más que miopía, ceguera cultural hacia un «tercer mundo» agonizante, especulación desaforada de los brokers con el precio de los medicamentos, fortunas amasadas a costa de la salud del pobre… la lista es larga y bien nutrida.
Podría achacársele, al documental, que no incorpore mucha más documentación que las declaraciones de sus entrevistados y también que tampoco incluya la voz contraria, la de aquellos que encarnan el statu quo. Pero, al fin y al cabo, lo que defienden sus realizadores es bien legítimo: un acceso universal a los medicamentos, una orientación de la investigación pública hacia intereses públicos… Y por tanto, se trata de una iniciativa a reseñar. Porque es inteligente. Porque es pura. Y porque es necesaria.
Ver documental «Investigación médica: Houston, tenemos un problema»
No hay comentarios