Morir sobre las tablas y morir en la arena

La fiesta de los toros es un fenómeno religioso. Decir que los toros no son cultura es no tener ni idea de la idea de cultura. Gustavo Bueno, filósofo C´est une beauté qui dérive de la nécessité d´être prêt à mourir à chaque minute. (Es una belleza que deriva de la necesidad de estar dispuesto a morir […]

La fiesta de los toros es un fenómeno religioso. Decir que los toros no son cultura es no tener ni idea de la idea de cultura. Gustavo Bueno, filósofo

C´est une beauté qui dérive de la nécessité d´être prêt à mourir à chaque minute.
(Es una belleza que deriva de la necesidad de estar dispuesto a morir a cada minuto) Charles Baudelaire, poeta

Valle Inclán a Belmonte: «Juanito, ¡no le falta más que morir en la plaza!
Belmonte a Valle Inclán: «Se hará lo que se pueda, don Ramón» Recogido por Chaves Nogales en «Juan Belmonte, matador de toros: su vida y sus hazañas»

I)

En la prensa, leo con estupefacción en marzo del presente año 2016 que el actor italiano Raphael Schumacher fallece tras ahorcarse accidentalmente en el escenario de un teatro de Pisa. En la obra representada el personaje se suicida ahorcándose al final de un monólogo. Schumacher fue tan lejos en el realismo de su interpretación que la soga se le fue de las manos y acabó por morir estrangulado. Se ha especulado incluso con que se tratara de un auténtico suicidio, premeditado e intencionado… actuado hasta sus últimas consecuencias, fatales.

En el teatro no se muere; no se muere de verdad, queremos decir. En el cine, tampoco. A lo sumo se rompe la crisma o se retuerce el cuello el especialista («casse-cou» en francés, esto es «rompecuello»); el actor, jamás. En el teatro clásico francés, por una cuestión de decoro (la «bienséance»), no sólo no se muere de verdad -como, por otra parte, en todos los teatros de todas las culturas-, sino que incluso queda vetado el interpretar la muerte sobre las tablas: asesinatos y muertes, por ejemplo, en duelo acontecen fuera del escenario y son luego narradas por uno de los personajes; nunca son vistas. Los maestros de armas, en Francia, no podían vivir del teatro, ciertamente.

El teatro es, entre otras cosas, comunicación y el arte en general o, si se prefiere, en genérico, también lo es y, así, ambos interlocutores -autor o intérprete, por un lado y, por otro, espectador) han de estar vivos (en las artes plásticas, el autor puede haber fallecido, mas no así su obra que hablará por él). Por otra parte, si el actor muriera en escena, tan sólo podría representar una vez, en el día del estreno (siempre y cuando no lo hubiera hecho ya en el pre-estreno, o en el primer ensayo o incluso durante la memorización) y, así, su carrera profesional se revelaría fenomenalmente corta. Para que la obra pudiera mantenerse en cartel, el empresario habría de contar con una tropa de suicidas, tan numerosa como funciones se dieran. Más que de representación cabría hablar de ejecución. Y sin embargo…

En «Astérix y el caldero», aparece un actor-autor de vanguardia que, tras haber enrolado en su compañía a Astérix y Obélix y por culpa de la actuación de este último, es enviado a la cárcel y condenado a ser devorado por los leones en Roma, posiblemente ante la autoridad máxima, el propio César. Lejos de apenarse por ello, se muestra exultante de dicha. «Me acaban de contratar para actuar en Roma, en el circo. Una única representación. ¡pero qué representación!, ¡con leones y todo! ¡Será algo auténtico!», exclama radiante de felicidad.

¡Si el apego instintivo a la vida no fuera tan poderoso!… El auténtico actor debiera dejarse de stanislawskismos y no sólo estar dispuesto a morir, sino a desear fervientemente, «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lucas 10, 27), como se ha de amar a Dios, inmolarse en el escenario, que no es otra cosa que el altar primigenio ampliado para dar mayor cabida y más libertad de movimiento a los actores-oficiantes de la liturgia representada. El amor del teatro, el religioso amor del teatro, así debiera exigirlo, como se exige el morir por la Patria. Ya lo dice nuestro himno de infantería: «Contentos tus hijos irán a la muerte». Las colas de voluntarios en los banderines de enganche de la Legión y las colas de actores -y actrices, claro- para castings y audiciones en nada diferirían. Todo Stanislawski debiera mantenerse, cultivarse y respetarse, claro está, hasta el momento de la muerte, que sería real y no, digámoslo claramente y sin eufemismos, fingida. ¡No se finge en el teatro! Y todo actor sería héroe, inmolándose en el ara universal del teatro.

¡Qué grandes no serían las artes escénicas si los actores murieran cuando muere el personaje, en absoluta comunión con él! Mientras esto no se dé, el teatro quedará irremediablemente cojo.

Por otra parte, el público más primitivo o primario no entiende de elaborados distingos. Para él el actor como tal no existe. Sólo existe el personaje. Es el público del Far West, ése que tan cómicamente retrata Morris, autor de Lucky Luke, en «El caballero blanco». Así, el actor que representa al malo corre permanentemente el riesgo de ser linchado y si ese público, tras la función, descubre que el  (o la) que murió en el escenario, sigue vivo (o viva), se sentirá profundamente engañado y humillado y ahí puede armarse la de Dios es Cristo.

Hay, sin embargo, un arte escénica en que si bien puede tanto darse la muerte como no darse, el actor-oficiante acepta voluntariamente la posibilidad de morir: la tauromaquia. En la plaza no cabe la ficción; en la plaza todo es real. Es más, la técnica, la capacidad de auténtica improvisación basada en el aprendizaje previo y en los conocimientos, la interpretación cabal y personal de las distintas suertes, todo ello quiere ser burla de la muerte. Los cuernos del toro no son un juguete. De ahí que el matador sea, sin discusión, un héroe y no de ficción precisamente puesto que no caben ni la ficción como tal ni la simulación de la muerte, ya sea del toro, ya sea del torero. Por ello quien propone una fiesta sin muerte (del toro, claro está, ya que el hombre puede proponer, mas nunca disponer, que no muera el torero), o si se prefiere una muerte simulada, a pesar de su innegable buena fe, no comprende el auténtico significado, mítico-religioso, de la tauromaquia y la despoja de su dimensión heroica y por tanto la reduce, sí «reduce, empequeñece, mengua, desvirtúa» a mero teatro.

Si el actor aceptara la muerte, o al menos como en una especie de ruleta rusa teatral, aceptara la posibilidad de morir, escapando así a la excesiva facilidad de la ficción, alcanzaría al torero en su dimensión heroica.

En su «pequeño poema en prosa» titulado «Una muerte heroica», de reminiscencias poenianas («Hop-Frog»), Baudelaire nos presenta el siguiente curioso caso: en la que se puede suponer legítimamente ciudad-Estado italiana, el bufón de corte Fancioulle, de irónico mote (de fanciullo, jovencito, doncel) ha sido condenado a muerte por conspirar contra el príncipe. No obstante, antes de que se proceda a su ejecución, habrá de actuar ante el señor y los cortesanos en lo que será su última representación. Todo responde a un experimento maquiavélico por parte del príncipe. «El Príncipe quería juzgar el valor de los talentos escénicos de un hombre condenado a muerte. Quería aprovechar la ocasión para llevar a cabo una experiencia fisiológica de interés capital y comprobar hasta qué punto las facultades habituales de un artista podrían alterarse o modificarse por la situación extraordinaria en que se encuentra». En realidad, el príncipe de Baudelaire, en gran medida habría podido ahorrarse el cruel experimento a expensas de su bufón de corte si en su ciudad hubiese habido toros y toreros. Cierto es que el torero no se sabe condenado a muerte indefectiblemente y a priori puesto que nadie ni nada lo ha condenado, pero cabe la posibilidad de que las circunstancias, los hados, la fatalidad o como quiera llamarse, mas también quizá su falta de pericia o su temeridad, lo condenen ¿inesperadamente? a muerte. ¿Quién podría pensar, por ejemplo, que Gallito fuese muerto por un toro, él, el mejor diestro de todos los tiempos, poseedor de una todopoderosa técnica, conocedor como ninguno de todos los secretos de la lidia; si hasta se decía de él que sólo podía cogerle un toro si le tiraba un cuerno. Y, sin embargo, lo mató Bailador, un burel burriciego.  Y remontándonos más atrás en el tiempo, también Pepe Hillo, el primer torero en teorizar sobre su arte, autor de la primera «Tauromaquia», fue corneado a muerte por un toro, de nombre Barbudo.

¿Qué siente el torero en el momento del paseíllo? «Un curieux mélange de peur et de fierté» (una curiosa mezcla de miedo y orgullo»); nadie, en mi opinión, lo ha descrito mejor que Charles Aznavour en su canción «Le toréador». Son célebres esas dos fotos que retratan, primero, a Manolete, Arruza y Gitanillo de Triana, vestidos aún de paisano en el vestíbulo de un hotel de Medellín, en Colombia, unas pocas horas  antes de salir para la plaza, sonrientes y distendidos, y, luego, revestidos ya del traje de luces, en el patio de cuadrillas, prontos ya a oficiar, unos segundos antes de cubrir el paseíllo: pálidos, con los rasgos crispados por la responsabilidad, la ansiedad y el temor.

¿Qué sería del actor al cual, en el camerino o en bambalinas, se le dijera que, arbitrariamente, podría ser muerto mientras actuara? Que saldría corriendo y abandonaría el oficio para siempre.

No sólo el torero no huye, sino que ese buido y astifino estoque de Damocles que pende sobre su montera (incluso en el caso del más ventajista, despegado y fueracachista de los matadores) es no sólo acicate para su arte y su vida, sino condición indispensable, sin la cual su arte y profesión, su vida toda, pierden el sentido. Como dice Luis Francisco Esplá: «… (cuando) el toro se cae o es bobo y hay que hacer de enfermero, entonces, cuando el toro da lástima, se acaba la fiesta y se llega al ballet… con lo mal que están actualmente las ganaderías en cuanto a casta y fuerza, llegará un día en que los espectadores no admirarán a los toreros por lo más fundamental, por ponerse delante de los toros; entonces ya no nos contemplarán como héroes, se verán ellos mismos capaces de adoptar posturitas como las nuestras y también se habrá acabado la fiesta» (El País, 14 mayo 1993). ¡Qué didáctico se muestra siempre Esplá! Así, sin riesgo, esto es sin posibilidad de muerte, la tauromaquia se convierte en puro esteticismo, en ballet, y, sin admiración por parte del público, no puede darse la heroicidad, que es el soporte psicológico de la fiesta de los toros.

¿Cómo no hablar entonces de superioridad profesional y moral del torero, de su indiscutible dimensión mítica, de la que carece toda otra manifestación artística, por respetable y admirable que sea?

Tierno Galván, el viejo profesor, afirma en «Los toros, acontecimiento nacional» que el español acude a la plaza, entre otras razones, a admirar al héroe, a sentirse, inconscientemente, inferior a aquel ser que acepta la posibilidad de la muerte y se erige, así, por tanto, en ser superior. «Todos los que sin riesgo miran al torero jugándose la vida son en ese momento, desde el punto de vista, español, inferiores a él… todos los hombres son iguales excepto en un caso: el de la actitud personal en el juego con la muerte. Todos y cada uno de los que contemplan la lidia están haciendo pública confesión de lo que en otro caso es inconfesable: que en hombría, el torero vale más… Ante los toros, los españoles revalidan la sabiduría irracional de que sólo el aventurero y burlador de la muerte vive de modo superior a los demás. Por esta razón el torero es símbolo de la hombría heroica…»

La simbología de la tauromaquia es casi inabarcable, como lo es el alma del ser humano, siempre de naturaleza religiosa, según Jung al menos; mas esa simbología reposa en dos realidades ineludibles que son en ambos casos ofensivas: la cornamenta del burel y el estoque del diestro, ambos instrumentos de muerte. Prosigue Tierno: «El diestro está condicionado por la emoción reinante en el coso que se adueña de él en los momentos de mayor tensión, y por su misma situación de lidiador de una fiera cuyo ímpetu y peligrosidad le persigue y envuelve. No obstante ha de mantenerse lúcido, pensando en lo que hace y cómo lo hace dentro de un clima de embriaguez… viviendo la vida elemental hasta agotar sus posibilidades con el alma invadida por la transparente claridad de una lucidez absoluta. Lucidez que se produce en presencia de la muerte; ante la parusía de la muerte… Que el torero conserve una embriagada clarividencia es lo que más admira de él el público… Estar sobre sí dentro del vértigo de la vida más intensa…» Y es que, claro está, el matador no es un loco que se arroje al ruedo de la muerte a ver qué ocurre, sino un auténtico profesional que, dentro de su pasión y de la pasión-comunión que embarga a la plaza toda, ha de hacer gala de sangre fría, de cálculo y de previsión; ha de desdoblarse y observarse, tanto para crear arte como para evitar ser muerto. La semejanza con la compenetración stanislawskiana es clara. «Dobladas por un eje ideal, pasión y razón coincidirían» y «…una persona auténtica, en el sentido de ser simétrica consigo misma» (Tierno Galván, «Los toros, acontecimiento nacional»). Ahora bien, y esto es lo admirable y lo auténticamente apasionante, el torero, a pesar de todo, puede morir y, aunque no muera, en cualquier caso y en palabras del profesor Tierno, «se aventura al límite de la vida».

No, Teseo no convino previamente con el Minotauro el diálogo y el desenlace simulado de la muerte. Teseo se adentró en el laberinto, dispuesto a dar muerte o a ser muerto.

Ya lo decía Cúchares al actor Julián Romea, que en los toros se muere de verdad y no de mentirijillas como en el teatro, vocabulario infantil propio de los juegos infantiles. En Cúchares hay reproche y hay desprecio, dolido como estaba ante las críticas del actor que, frívolamente, obviaba la dimensión heroica de la fiesta.

Jaime Ostos, al borde de la muerte tras una terrible cogida en 1963, afirma asimismo, con legítimo orgullo: «Ésta es la grandeza: jugamos con la muerte, pero con la muerte de verdad, no como en el teatro. Los toros matan» (ABC, 27 de abril de 2010)

¿Qué otro artista está dispuesto a ofrecer su propia vida al arte y al público?, o, si se prefiere, ¿qué otro sacerdote acepta inmolarse en el altar en el que oficia?, cuando, tradicionalmente, de sacrificar algo, animales o seres humanos, el sacerdote es, cómodamente, verdugo y nunca víctima. De ahí  que la tauromaquia sea superior en el orden moral a cualquier otra arte. Es cuanto han sabido, o intuido, cuantos artistas de otros campos se han rendido ante el toreo, desde Goya a Solana y Picasso o Miquel Barceló; desde Moratín a Manuel Machado, Gerardo Diego, Miguel Hernández, Lorca, Bergamín o Rafael Morales; desde Gautier hasta Hemingway, Bataille y Montherlant.

Buscar la abolición del toreo es aplanar la existencia, despojarla de una dimensión artística que es también mítica y heroica. En nuestra España actual el abolicionista es o un cursi o un ignorante, o un anti-español henchido de odio que ve en el anti-taurinismo un medio de expresión de su enfermedad del alma, un pretexto animalista para ir minando España.

En «Presente y porvenir», el psicólogo del inconsciente colectivo, de los arquetipos y de la dimensión religiosa del hombre, Jung, advierte del peligro que corre el occidental moderno alejándose de sus fuentes, de cómo la disolución de las tradiciones puede llevar a desórdenes irreversibles, abogando en consecuencia por el redescubrimiento de nuestras realidades arquetípicas, que presentan el esquema constitutivo de nuestra especie.

Prestemos también nuestra atención a Baudelaire: «Lo mecánico nos habrá mecanizado tanto, el progreso habrá atrofiado tan bien en nosotros la parte espiritual que nada de entre las ensoñaciones sanguinarias, sacrílegas o antinaturales de los utopistas podrá compararse a sus resultados positivos». (Mon coeur mis à nu, «Mi corazón al desnudo») ¡Ah, los utopistas, peligrosos seres que quieren imponer sus ideas a la realidad y a menudo consiguiéndolo a la postre y dejando pues así, en definitiva, de ser utopistas… tras haber dejado a la realidad para el arrastre.

Lord William Garel-Jones, diplomático y político inglés, gran amante de los toros, pone el dedo en la llaga con estas declaraciones a propósito de los toros y de su contestación actual: «… esa cultura unitaria de valores angloamericanos que rechaza la Fiesta. En el mundo anglosajón ya no somos capaces de mirar a la muerte a la cara. Era una certeza de la vida cotidiana, pero ahora huimos de ella». (ABC, 9 de abril de 2012)

Si España quedara huérfana de toros -Cataluña habría iniciado su abolición y ahora las Baleares, en sandio mimetismo, pretenden otro tanto-, España se aproximaría a la tristeza de un país cualquiera, sin relieve, desvitalizado, anémico. Decir España como quien dice «Luxemburgo» o «Eslovenia»…

II)

Víctor Barrio murió en la plaza de Teruel recientemente. Oigamos a Ignacio Sánchez-Mejías: «El torero no tiene más verdadera vida que la del peligro. Cuando uno se retira, se muere… Su muerte no está en la plaza, sino en su casa. Joselito está vivo. Más vivo que Belmonte y que yo, porque se murió valientemente en la plaza». No sabía el torero intelectual, el malogrado amigo de Federico García Lorca, que él también, no mucho más tarde, viviría como vivía Gallito. En la obra anteriormente citada, escribe el profesor Tierno Galván a propósito del espectador de corridas que «se siente perfeccionado, transbordado a la plenitud. Es, literalmente, la última plenitud de la pasión, tras la cual sólo caducidad puede haber». Si esto es así para el espectador, aunque -añadimos nosotros- esto sólo sea verdad en determinadas circunstancias en que confluyen el buen toro, bravo y encastado, y la lidia de arrojo y estética, si esto es así, decimos, para el espectador, ¿qué y cómo no será para el propio torero?… Por esa misma razón el Tato, tras  amputársele una pierna a consecuencia de una cogida en el año 1869, falta de pasión su vida, pretende volver a torear ¡con su pata de palo! Por esa misma razón, Nimeño II, jubilado ya de los toros pues un Miura en Arles le menguó las facultades físicas, se ahorcó. «Estaba enfermo, enfermo de un amor que vivía como una pasión cuando ésta ya no abraza nada y no es más que dolor y sufrimiento. El torero necesitaba los toros. Era su vida, lo decía él llanamente. Quitándole los toros, se le ha quitado la vida… Nimeño decía con sencillez: «Siempre hay que ir hasta el final de la propia pasión»…»Lo que devolvería el equilibrio a mi hermano, decía Alain su doble, sería que volviera a jugarse la vida ante los toros». Se esperaba su vuelta a los ruedos, una locura y un absurdo. A los treinta y siete años, Nimeño se había perdido para los toros. Su mano izquierda, la que traza los naturales, había quedado petrificada, inservible. Era el fin. Nimeño había acabado por comprenderlo. Fingió que se resignaba y luego se retiró del mundo los vivos. Sabía que nunca más podría plantarse al sol, con los pies en la arena de una plaza, alargando ante él la mano izquierda, citar al toro  templando  su embestida y mirar a la muerte desfilar ante él. Entonces ha preferido irse con ella» (Jean-Paul Mari, «Le Nouvel Observateur», noviembre 1991). Por ello también el desdichado Julio Robles, tetrapléjico tras una cogida, sueña con volver a vestirse de luces. «Naturalmente, no sé cuál va a ser mi futuro, pero sí le puedo afirmar que, ocurra lo que ocurra, yo no me quedo sin probarme como torero» (Joaquín Vidal, «El País», 16 de noviembre de 1990). «Tarde o temprano sé que Dios me ayudará a andar. Torear, no sé si torearé en una plaza de toros, pero ponerme delante, pienso que no me moriré sin ponerme delante». («Quince años de la muerte de Julio Robles», ABC Toros, 13 de enero de 2016)

Porque después de ser héroe, ¿cómo aceptar la vida reposada y burguesa, convertirse en récréant, que es el ofensivo término con que en la literatura medieval francesa se designa al caballero que ha dejado las armas y la errante caballería? Tras la «última plenitud de la pasión», «sólo caducidad puede haber».

El matador es también albatros baudelairiano. «Príncipe de las nubes», si, para su desgracia se viera «exiliado en la tierra», esto es, ya fuera por causa de vejez, accidente, etc., hubiera de renunciar a torear, «sus alas de gigante le impiden caminar».

Rafael Schumacher alcanzó, por su muerte, la dignidad del torero. Puede hablar de tú en la eternidad – y esto no es cursi retórica huera, sino auténtica mitología viva- a Pepe Hillo, a Pepete, a Espartero, a Granero, a Joselito, a Manolete, al Yiyo, a Paquiri, al Pana, a Víctor Barrio. Sir Lawrence Olivier, que murió en la cama, ¡pobrecillo!, les hablará siempre desde abajo y bajando la vista como un lacayo.

Una modestísima recomendación a quien, por su temple cordial, haya tenido el humor y la paciencia (¿habrá diez de ellos, cinco, uno o ninguno, como a la postre sucediera con el número de hombres justos en Sodoma?) de haber llegado hasta aquí: la lectura de «Llanto por Ignacio Sánchez-Mejías», de Lorca, la mejor elegía de nuestra lengua junto a la de Jorge Manrique («Coplas por la muerte de su padre»), con permiso de Bécquer («¡Qué solos se quedan los muertos!», rima LXXIII) y Miguel Hernández (Elegía a Ramón Sijé).

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