El cuarto poder
«Ciudadano Kane» de Orson Welles, gratis y en pantalla grande, ¿qué más se puede pedir? El próximo viernes 3 de mayo, en el CMI El Llano.
«Rosebud»… Así comienza la película que marcó un antes y un después en la historia del cine. Detrás de esa misteriosa palabra se esconde la vida de Charles Foster Kane, un magnate de la prensa encarnado por el propio Welles e inspirado en la biografía de William R. Hearst, propietario en su día, por ejemplo, de «Cosmopolitan».
La entrada es libre hasta completar aforo.
Con F de fraude
Es el título de un documental dirigido en el año 1974 por Orson Welles. Narra la historia de Elmyr de Hory, un pintor húngaro radicado en Ibiza que supuestamente falsificó miles de cuadros de los pintores más famosos del mundo. Matisse, Modigliani, Goya, Picasso, ningún rubro estaba a salvo cuando de Hory andaba cerca. Dice el documental -quién sabe si será cierto- que los libros de cocina húngaros, cuando detallan la preparación de una receta, lo primero que indican es lo siguiente: «robe usted dos tomates».
Se trata de una película prodigiosa.
Narrada y conducida por el propio Welles, aborda tantos temas que resulta difícil resumirlos. Intentaremos, no obstante, trazar un par de líneas maestras.
La mercancía y el mago
En Economía se sabe bien: «Precio» es la cantidad que alguien está dispuesto a desembolsar por un bien o servicio. Nótese que el precio de algo no viene fijado por quien lo vende, sino por quien lo compra. Así, la Historia está repleta de transacciones sorprendentes. Aquel Esaú que vendió su primogenitura por un plato de lentejas. Aquel BBVA que compró Unnim por un euro (y recibió mil millones de recompensa). Y más.
De Hory también sabía esto, y rápidamente dedujo que un mismo cuadro podía venderse por dos cantidades muy diferentes, si simplemente se estampaba en él la firma adecuada. La causa de tan mágico fenómeno radica, según Clifford Irving -otro de los protagonistas del documental-, en la existencia de un «Mercado del Arte». Sin mercado, no hay mercancía, ni transacción, y por tanto tampoco lugar para el fraude. Así que la culpa es de los buhoneros, que se empeñan en poner precio al Arte.
Los así llamados «expertos» (galeristas, marchantes, etc.) constituyen para De Hory una casta que no sabe distinguir un original de una copia. Son timadores profesionales (como él, pero sin talento); gentes que han aprendido a decir lo que se esperaba de ellos cuando se esperaba que lo dijeran, y nada más. Y los museos serían esos lugares donde una copia -si la colgáramos el tiempo suficiente- se convierte en un original.
Desde este punto de vista, el mundo del Arte estaría poblado por prestidigitadores. Y precisamente así se presenta Orson Welles, ataviado con el uniforme del mago convencional -guantes blancos incluidos- y dispuesto a engañarnos cuanto sea posible -aunque siempre por nuestro propio bien-.
Mirarse el ombligo
Porque esa es su labor. Como cineasta, tiene la obligación de engañarnos, construir un mundo a nuestra medida, hacernos soñar.
Lo aprendió muy pronto, este Welles, pues ya en 1938 armó la que armó con esa «Guerra de los mundos» radiofónica. Y no se rindió: con esta «F de fraude» construye un gran caleidoscopio verosímil en el que uno no sabe qué creerse. Ni los personajes -demasiado caricaturescos para ser reales-, ni los escenarios -entre la España cruda y el ensueño bretoniano-, ni las historias narradas -Picasso erecto en su ventana- parecen verdaderos. Lo que sí hay es un despliegue de magia y sensualidad que no se ha visto en otros documentales. Asombra la sencillez con la que Welles lo ensambla todo, o mejor dicho, la facilidad con la que el espectador agrupa las ideas, descubre sus vínculos profundos y construye una visión propia -única, singular-, con la ayuda de Welles.
Considerarse timador supone establecer una distancia con respecto al resto del mundo. Uno ha de ser más astuto, más ágil y más encantador que nadie. Welles lo consigue. Quizás llevara años intentándolo -es posible- ya que dejó sin terminar las dos películas anteriores a la que nos ocupa (una de ellas era «Don Quijote», por cierto) -como dejó otros muchos proyectos en el aire a lo largo de su carrera-. Pero el caso es que lo consigue.
Parece que Welles buscaba la magia allí donde se encontrara, y si no la encontraba, desistía. La encontró en la «Guerra de los mundos» (¡qué duda cabe!), en su «Ciudadano Kane» (¡¡Rosebud!!), y también en su histriónico Falstaff («Campanadas a medianoche»). Probablemente, si buscamos, encontremos magia en toda su obra. Y probablemente, en ésta, que fue, para el caso, su última película, como por arte de magia, se explicó a sí mismo.
Trilero. Fulero. Genio colosal.