Un paso atrás ni para coger impulso (Hydra de Lerna)

He leído en la prensa que el Teniente del Ejército de Tierra Luis González Segura pasó varios meses en la cárcel por escribir una novela…

En el año 2012, el teniente realizó, vía militar, denuncias sobre el “despilfarro en el ejército”. Consciente de que estas denuncias caerán en el olvido, decidió dejar constancia de ello en un libro porque, y cito palabras textuales, “es una obligación moral para con los ciudadanos”.

Afirma que ha manejado una gran cantidad de información desde que entró en la Jefatura de los Sistemas de Telecomunicaciones y Asistencia Técnica (JCISAT), encargada de gestionar y mantener todas las redes de comunicaciones del Ejército. Ha dirigido grupos de trabajo con personas a su cargo y le han ordenado la cancelación de trabajos de inventariado realizados durante meses y que han costado millones de euros.
“A punto de terminarlo, el informe ya reflejaba desfases de hasta un 35% en materiales informáticos. Al pedir explicaciones me he encontrado con silencio y más silencio”.

El teniente afirma que compañeros suyos están siendo presionados para que no le brinden su apoyo.

El vicepresidente de la Asociación Unificada de Militares Españoles (AUME), Iñaki Unibaso, afirma que le constan esas presiones. La AUME y las principales asociaciones de España apoyan el testimonio del teniente, ya que se sienten plenamente identificados.

VIS PACEM PARA BELLUM

En mi familia ha habido militares. Mi abuelo pasaba “revista” a todos los niños congregados en su casa. Con disciplina militar, pronunciaba nuestros nombres. A la voz de “un paso al frente”, nos revisaba las manos, las orejas, la boca, la vestimenta, etc. etc.

Pensábamos, en nuestra inocencia, que todos los niños tenían un abuelo como el nuestro. No quiero que penséis que lo pasábamos mal, al contrario, era hasta divertido. Cambiábamos la disciplina de nuestros padres por otra distinta que nos hacía gracia. Y nos hacía gracia porque nuestro abuelo no era un ogro. Porque nos contaba historias del ejército. Historias adaptadas a nuestras edades. Historias fabulosas llenas de héroes que salvaban no solo vidas, también imperios, naciones. Historias de personas que dedicaban su vida a salvaguardar la vida de los demás. Historias de abnegación, de respeto, de CASTA.

Según el sociólogo británico Anthony Giddens, la casta es un sistema social en el que el estatus personal se adjudica de por vida.  Por tanto, en las sociedades organizadas por castas, los diferentes estratos son cerrados y el individuo debe permanecer en el estrato social que se le ha asignado.

Durante el Jubileo del año 2000, el Papa Juan Pablo II, en el Documento de la Doctrina para la Paz expresó: «La función del militar no es exclusivamente de agresión. Es una fuerza al servicio exclusivo de la defensa de la seguridad y de la libertad de los pueblos».

Ya están unidos: ejército e iglesia. No podía ser de otra manera. Como la Iglesia no es objeto del presente escrito, me ceñiré al Ejército que sí lo es.

El Ejército de Tierra español es uno de los ejércitos en actividad más antiguos del mundo. Fue creado en el siglo XV.

El artículo octavo de la Constitución Española asigna a los tres ejércitos la misión de garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.

¿QUÉ ES ESPAÑA?

“Aquí yace media España, murió de la otra media”.
Mariano José de Larra (1836)

Esta tierra siempre ha sido de dos: el que llegaba y el que tenía que irse. El conquistador y el conquistado. Peor todavía: el vencedor y el vencido. Cuando se alzan voces patrioteras vociferando por la unidad de España ¿a qué España se refieren? ¿A aquello que dicen los astures de que Asturias es España y lo demás tierra conquistada?

“Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón” .
Antonio Machado

Pero hay otra España. La España solidaria. La España que se moviliza para impedir desahucios. La España que no perdona a los que abusan. La España que se une para enfrentarse a la CASTA. Porque los españoles no toleraremos que el poder de unos pocos amordace a todo el pueblo. Porque los españoles estamos cansados de tanta humillación…

Y España es todo eso. Pero España también es mucho más. España está llena de buena gente con buenas intenciones.

Y, precisamente ese sentimiento, es el que me lleva a comprender por qué ha escrito el teniente su novela. Entiendo cuando dice que “ama el ejército” porque es precisamente por eso por lo que denuncia los abusos. Porque entiende la esencia. La vive. La siente. Porque ¿cómo no amar una “sociedad” a la que ha dedicado 12 años de su vida? Claro que le entiendo… Y le respeto por ello. Porque la democratización de las instituciones es fundamental para el desarrollo de un país. La transparencia de la gestión ha de ser absoluta, porque hay mucho en juego.

Otros verán “oportunismo” donde yo veo lealtad.

¡Gracias, mi teniente!

Un paso al frente (Carmen Cereña)

He leído en la prensa que, por haber escrito una novela como pretexto para mostrar y denunciar la corrupción dentro del ejército, un oficial ha sido condenado por la justicia militar. El libro en cuestión se llama «Un paso al frente». Este título me trae a la memoria aquel chiste de mi infancia en que el recluta Martínez había perdido a la madre y había que comunicárselo, pero como el tal turuta Martínez resultaba ser una persona muy sensible, no se sabía a ciencia cierta cómo hacérselo saber, sin que su delicado corazón se resintiera. El sargento, personaje bronco por antonomasia, dice haber dado con la solución. Forma a todos los soldados y les dice: «Quien no tenga madre, que dé un paso al frente». Martínez, desconocedor aún de su desgracia, no se ha movido. Le grita entonces el sargento: «Martínez, dé un paso al frente».

Mi padre es militar, retirado ya desde hace muchos años. Me dice no estar al tanto de la cuestión, pero que no obstante existen unas vías perfectamente legales para que cualquier miembro del ejército pueda denunciar cualquier irregularidad que perciba y que siempre obtendrá respuesta por parte de las autoridades competentes, abriéndose una investigación cuando se estime oportuno. El recurso a la novela, asegura, es un ejercicio de deslealtad y un enmascaramiento cobarde de la indisciplina.

¡La indisciplina! «Disciplina» es un término apestado en nuestra lengua, por haber quedado asociado a represión y a autoritarismo. Sin embargo, la disciplina es la base de todo trabajo bien hecho. La perseverancia, la continuidad y el progreso se basan en la disciplina y quien no sea disciplinado, por mucho talento que posea, producirá destellos, fogonazos, sí, pero no se mantendrá y ni siquiera mejorará o evolucionará. Es aquello de «Se levantó el perezoso. Prendió fuego al palomar».

En una España tan pigre, tan laxa, tan egoísta, me admira la disciplina militar y el espíritu de sacrificio y, en general, los dos cuerpos más vilipendiados y despreciados, esto es el Ejército y la Iglesia, despiertan en mí un gran respeto, a pesar de sus inevitables lados oscuros y escándalos; por ello, insisto, he escrito «en general». Además, contra-argumentando al militar autor de la novela, digamos que aquellos tiempos pretéritos del caso Dreyfus o de los abusos de, por ejemplo, un Papa Borgia, son historia, pasado.

El oficial castigado dice amar el ejército; sin embargo el recurso a la novela me resulta poco gallardo y sospecho que su finalidad no es otra que hacerse notar… mediante el escándalo. Sin embargo mala cosa es denunciar el escándalo con la misma arma, el escándalo también. Es puro infantilismo… pero, claro está, se crea una polémica, se sale en la prensa y en la televisión, en las redes sociales se toma partido, a favor o en contra, se hacen declaraciones suficientemente hipócritas, se da la réplica y la contrarréplica, la indignación, se mima la expresión del villano ofendido y, así, todo habrá merecido la pena pues uno se ha hecho famoso. Es nuestra triste España actual conformada por «yoes» muy débiles pero agitados por la manía de figurar como sea y aparecer donde sea, «yoes» espasmódicos incapaces de someterse a una disciplina o de integrarse en un proyecto común útil a todos los demás, a la colectividad. Son los «yoes» estériles y sandios de la más necia vanidad y de la fragmentación más erizada.

Caballos (versión Carmen Cereña)

He leído en la prensa que en una finca de la provincia de Madrid han detenido al dueño de una cuadra por maltrato animal. No daba de comer a los caballos y nueve habían ya visto definitivamente el fin de sus desdichas.

Las fotos son desgarradoras: caballos, yeguas y potros ramoneando un cardo casi tan trasijado como ellos; a otro muerto, tendido en la tierra reseca, abotagado, se le comienza a hinchar descomunalmente la panza; en todos, unas expresiones trasojadas y una mirada de una tristeza infinita.

Al parecer, desde que comenzó la crisis, cada vez son más los caballos a quienes se deja morir literalmente de hambre. En el poema de Kavafis, contemplando el cuerpo yerto del bello Patroclo, el amigo efébico de Aquiles, los inmortales caballos de Zeus «se entregan al llanto». Ahora han cambiado las tornas y somos nosotros, los seres humanos, mortales como somos y sujetos a corrupción, quienes nos compadecemos de la nefanda suerte de estos caballos maltratados y abandonados a su suerte, como en los calabozos medievales de las novelas góticas se olvida al prisionero. En francés estos pozos que enclaustran hasta la muerte al condenado se llaman «oubliettes». El término, en su realismo cruel, lo dice todo.

Acuden a mi mente dos ejemplos literarios equinos, conmovedores ambos y devastador moralmente, podríamos decir, el segundo. Se trata, en primer lugar, del cuento «Vidas paralelas» de José de Roure, escrito en las postrimerías del siglo XIX: Dantzer fue un magnífico caballo de circo, aplaudidísimo artista, con más sentido del ritmo que un negro o un gitano y una elegancia propia de una Paulova… al cual, un mal día, le llegó la decadencia y lo pusieron a tirar de un coche en la gran ciudad. Iba «flaco, desmedrado, sucio, viejo». Bajó un peldaño más en su decrepitud y sirvió de montura a un picador en el tercio de varas. Y el toro se ceba en él. «Cae el caballo infeliz arrojando caños de sangre por una espantosa herida. ¡Era Dantzer, el célebre Dantzer, uno de los brutos más hermosos, más ágiles, más artistas que han nacido. Manotea, se desploma… ¡Es infame, verdaderamente infame!» (Primo de Rivera no había impuesto aún el peto protector para evitar las repugnantes carnicerías)

El segundo ejemplo nos lo da la pluma naturalista de Maupassant. Coco es un viejo caballo muy apreciado por su dueña, la acaudalada señora Lucas, quien por ese motivo no decide sacrificarlo sino que encomienda a los criados su cuidado hasta que muera, advirtiéndoles de que lo han de tratar siempre bien y prodigarle las atenciones. Confiando en que sus órdenes y recomendaciones serán observadas, la señora se desentiende del bruto que decía querer tanto. En su arrogancia y segura de su autoridad, como tantas veces sucede con los grandes de este mundo, renuncia a llevar a cabo lo que, en nuestros días, llamaríamos un «seguimiento» del caso. Delegando unos criados en otros, el cuidado de Coco recae en manos de Zidore, un mozo zarrapastroso y retrasado, rencoroso y cruel, que venga su desventura y las burlas de que es objeto en otro aún más indefenso que él: el buen caballo Coco, que es viejo, obediente, que no da coces y que ni sabe ni puede hablar. Animado por un sadismo diabólico, lo saca cada mañana de la cuadra y lo lleva al prado, pero lo ata muy corto, echándole como se dice otro nudo al dogal, en un terreno de sólo tierra batida. Cuando Coco tensa el ronzal al máximo, sus ollares y su hocico rozan la hierba vecina, pero sin llegar a tocarla. En cuanto al agua contenida en el abrevadero, ocurre otro tanto. El caballo estira el ramal queriendo romperlo y el cuello como para desgajárselo casi; se arrodilla incluso… ¡y todo es en vano! ¡Oh, si ni siquiera Tántalo sufrió tanto y a Cristo le dieron vinagre cuando tuvo sed! Y así Coco aparece cada día más desmazalado hasta ser sólo un montón de huesos que una mañana se desploma y exhala el último suspiro frisando la hierba fresca, tan apetitosa.

¡Pobres caballos, tan sacrificados que revientan exhaustos bajo la espuela del jinete antes que detenerse a cobrar huelgo! Tan sólo un humano, Filípides, fue capaz de algo semejante: alentado por la victoria de Maratón ante los persas, corrió hasta Atenas la distancia de cuarenta y dos quilómetros y una vez en Atenas, como pudo, sin resuello, anunció la buena nueva. No pudo decir aquello de «¡Dadme albricias!» antes de dar la noticia porque tenía que ahorrar las palabras pues acezaba agónicamente y tampoco pudo tras la última palabra porque se desplomó muerto.

Pegaso y Belerofonte, Bucéfalo y Alejandro, Babieca y el Cid… hasta llegar a Jolly Jumper y Lucky Luke.

Es tan bello el caballo que una tarde, en la plaza de Córdoba, habiendo saltado al ruedo un miura alto, galgueño, cimbreante casi, exclamó mi padre: «Qué miura tan hermoso… ¡si parece un caballo!»

Recuerdo, divertida, el caballo gascón, pariente de Rocinante, que Cantinflas monta como d´Artagnan en su propia versión cinematográfica de «Los tres mosqueteros». Es tan flaco que Cantinflas-d´Artagnan le cuelga de los ijares el sombrero emplumado.

José Alfredo Jiménez sabe de la importancia del caballo para el charro mexicano. En uno de sus sentimentales corridos -el término y el género musical son ya todo un homenaje al galope- un caballo blanco parte a la carrera desde Guadalajara camino del Norte y exhala el alma en Rosarito, al alba, a la vista de Ensenada, tras haber llevado a buen puerto su hazaña. «¡No te rajes, blanco!» Y el blanco, mexicano puro, no se rajó.

Mi tierra cordobesa es tierra de doma y de buenos jinetes; tanto es así que Cervantes pone en boca de Sancho, tras haberla visto subir de un salto a su asno y huir como alma que lleva el diablo, que Dulcinea «puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mexicano».

«Mi alazán, te estoy nombrando», gime Atahualpa por la pérdida de su flete, despeñado en un barranco. «¿Qué estrella andabas buscando?… Mi caballo, mi caballo». Y concluye, esperanzado: «Si como dicen algunos hay cielo pal buen caballo, por allí andará mi flete, galopando, galopando».

Hace ya años puso el IRA una bomba en Londres no recuerdo ya bien si durante una parada militar o incluso durante el relevo de la guardia real, causando muchas muertes entre los soldados y también entre los caballos militares. A la sazón me hallaba yo en Londres precisamente y comprobé con perplejidad y enojo no disimulado cómo eran bastantes los ingleses que lamentaban más la muerte de los pobres caballos que la de los pobres soldados. Tanto es así que me arrepiento de haber recordado este hecho porque es casi como si esa sensiblería llegara a desvirtuar y casi a invalidar todo lo bueno que hasta ese momento se había dicho del buen caballo, tan contraproducente y estomagante puede llegar a ser la cursilería anglo-sajona y puritana.

Alberto Sordi, tan denostado por Pasolini quien, arbitrariamente, lo moteja de malvado y de encarnar todas las ruindades del italiano hasta el punto de que llega a afirmar, falsamente como han demostrado los hechos, que a los extranjeros no nos hace reír ni nos hace gracia alguna, ese Alberto Sordi, que es todo lo contrario de cuanto afirma Pasolini, se apiada con auténtico corazón de oro, que no con pucheritos anglicanos, del pobre caballo machucho, y funda, con su pecunia, un hospital-residencia de ancianos para esos caballos que tiraron, pimpantes, de los simones para turistas en Roma, pero que son carne de desolladero cuando ya sus músculos no dan para esa labor, cuando ya no puedan tirar del carro. Que no sufran la triste suerte de un Dantzer.

Alberto Sordi murió ya, desgraciadamente. Quiero creer que en Roma sus asilos equinos le han sobrevivido.

Caballos (versión Hydra de Lerna)

He leído en la prensa que en una finca de Madrid han detenido al dueño de una cuadra por maltrato animal. No daba de comer a los caballos y para nueve de ellos, la ayuda llegó tarde.

Imágenes desgarradoras: caballos, yeguas, potros…

«Carne de yugo ha nacido
 más humillado que bello,
 por el cuello perseguido
por el yugo para el cuello».

Así comienza el poema de Miguel Hernández «El niño yuntero». Lo escribió cuando en España se pasaba hambre. Hambre de verdad, de la de comer. Y también hambre de libertad.

Madres llorando por sus hijos muertos. Hombres luchando y muriendo. Primero, amigos, luego enemigos. La España de la guerra civil y de la posguerra.

Pensábamos que todo esto pertenecía al pasado. Que una vez conseguidas las libertades, nos habríamos vuelto más «humanos», más compasivos porque habríamos aprendido la lección.

Pero la vida, una vez más, nos viene a demostrar que el hombre es capaz de las mayores aberraciones…

Aristóteles decía que el ser humano se diferenciaba del animal por el lenguaje. Bueno, y por su capacidad para aprender, progresar, inventar, etc, etc.

Pues no. Queda claro que no. Porque ni progresamos, ni pensamos, ni aprendemos, ni tenemos capacidad de comunicación.

Porque somos caprichosos y, en época de bonanza económica, por puro esnobismo, adquirimos no solo cosas, también vidas. Nos creemos «todopoderosos» y, queridos lectores, no lo somos. Somos finitos. Somos menos que finitos. Somos infinitamente estúpidos y superficiales.

Desde que comenzó esta crisis programada, estos humanos esnobs han dejado morir de hambre -literalmente- a los «animales» que un día consideraron bellos.

Por un instante, un breve instante, pensad en la lealtad de esos animales.

Hay un texto de Calístenes, sobrino de Aristóteles, en el que cuenta la historia de Bucéfalo. Decía que era un caballo de hermosa figura y que se alimentaba de hombres. Por eso, Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno, decidió encerrarlo en una jaula dorada donde arrojaba a todos aquellos que desobedecían sus leyes.

Siendo Alejandro adolescente, descubrió la celda de Bucéfalo, y cuando se acercó, el animal extendió sus patas delanteras y relinchó suavemente, como si lo reconociera.

Plutarco nos cuenta una versión menos romántica del encuentro entre el gran conquistador y su célebre compañero. Bucéfalo, que en griego significa «cabeza de buey», tenía una estrella blanca en su frente y un ojo azul. Pero lo cierto es que nadie consiguió montarlo, solo Alejandro.

Durante casi 30 años, Bucéfalo acompañó a Alejandro en todas sus batallas. Cuando murió el caballo, fue tal la tristeza de Alejandro, que le rindió honores y hasta le puso su nombre a una ciudad.

También recuerdo con cariño y nostalgia al hermoso caballo con el que, siendo una niña, aprendí equitación. Éramos «uno» en el galope. Era un caballo de gran alzada. Aprendí a cepillarlo, peinarle las crines, limpiarle los cascos… Y así comenzamos a querernos. Él me seguía a todas partes. Se paraba si yo me paraba. Me empujaba con la cara cuando quería jugar. Cuando íbamos al galope, le soltaba las riendas porque sabía que él me conduciría por lugares seguros para mí.

Por él, por Bucéfalo y por todos los caballos que han sido compañeros leales del hombre, quiero ser su voz. Quiero devolverles la dignidad y el respeto que merecen. Quiero que se castigue a quien castiga sin piedad al que todo se lo da por lealtad.

«Adiós, hermanos, camaradas y amigos.
 Despedidme del Sol y de los trigos».

Miguel Hernández, 28 de marzo de 1942, escrito en la pared de la celda donde murió.