«Todas las mañanas del mundo»: ¿Cabe el arte estéril?
No quiero ser poeta para los otros… Me nutro de mi propia poesía y es esto mi único alimento.
Kierkegaard, «Diario del seductor»
En mi diario, con fecha de mayo de 1995, anoto las siguientes reflexiones a propósito de la película de Alain Corneau, «Tous les matins du monde»:
«Sobre el arte estéril o arte perfecto, por egoístamente generoso
1) El arte perfecto es el arte estéril, del que nadie participar pueda nunca, tan sólo su autor en el momento de la creación, de forma efímera. Un arte sin espectadores, sin contempladores, sin auditores u oyentes, sin lectores. El arte de Sainte-Colombe, encerrado en su torre de marfil y acariciando su viola, celoso y rabioso de soledad, altanero y soberbio en sus creaciones condenadas, por voluntad propia, a la esterilidad: nadie nunca ha de escucharle; nunca ha de escribir cuanto componga. Nada ha de ser legado a los demás porque lo mancillarían.
2) Imagino un mundo perfecto y mágico (lo que acontecería, creo, si viniera a explotar esa bomba de neutrones que acaba con toda vida, pero respeta, dejándolas incólumes, las construcciones): un mundo desierto de toda vida humana y animal -tan sólo un ruiseñor lastimero-, pero con sus palacios y museos intactos, siempre pulcros y resplandecientes, eternamente lozanos, como aquellos castillos encantados de las novelas de caballerías en que todo refulge y en que todo se renueva por arte de encantamiento.
3) Sólo es perfecto el arte estéril, que eyacula hacia dentro o que, como Onán, vierte el semen en el suelo y niega, orgulloso, toda limosna a los mendigos tullidos de la escalinata de la catedral y todo donativo al gazofilacio del Gran Templo de la Farsa» (fin de cita)
A) ¿Cabe un creador que sólo piense en la creación, en la perfección de su creación, sin tener en cuenta un destinatario… es más, no sólo ignorándolo sino incluso negándolo? Es cuanto parece ateniéndonos a cómo en «Tous les matins du monde», tanto novela de Pascal Quignard como película de Alain Corneau, el violista Monsieur de Sainte-Colombe se comporta.
Monsieur de Sainte-Colombe es, ya de por sí, un individuo de lo más adusto, muy próximo a los Solitarios de Port-Royal, simpatizante del jansenismo y, por tanto, de una forma de vida muy austera, disciplinada, rigurosa y meditativa, expresada magníficamente en una vestimenta a la española, severamente negra y privada de adornos, en las antípodas de la moda versallesca de su tiempo, tan aparatosa, sobreabundante y extrovertida. Monsieur de Sainte-Colombe es ya, externamente, un anacrónico. Y en gran medida, por su proximidad a la doctrina de Jansenio, un gran pesimista, un soturno carácter. El jansenismo, como veremos ahora, sin renegar nunca de Roma, osará plantar uno de sus pies en la herejía, aproximándose peligrosamente al calvinismo en su consideración de la Gracia.
He aquí un primer dato para la explicación del desinterés manifestado por Sainte-Colombe hacia el conocimiento, propagación y aplauso de sus composiciones: si las obras no cuentan, ¿a qué concederles importancia?, ¿no es pura vanidad injustificada el buscar que los demás las aplaudan?
Cristo murió para redimirnos del pecado original. La pregunta que el cristiano se formuló luego es si esa redención depende del hombre, únicamente del hombre. Así lo sostuvo Pelagio en el siglo V. Pelagio fue un fraile existencialista avant la lettre, podríamos decir: el hombre se hace a sí mismo; el hombre son sus obras; su salvación depende de sus obras y de sí mismo. Pelagio fue declarado hereje. San Agustín formuló contra él la doctrina ortodoxa: nadie puede salvarse sin la Gracia, que Dios concede o niega por un decreto de su voluntad soberana e inescrutable, que el hombre, en su cortedad, no puede comprender. Santo Tomás, en el siglo XIII, y el tomismo subsiguiente luego, suavizarán esta visión, situándose a medio camino entre Agustín y Pelagio. Así quedarán las cosas hasta la irrupción de Calvino que imprime al péndulo un feroz movimiento proclamando la terrible predestinación, a la que los teólogos españoles, en especial el jesuita Luis de Molina, opondrán el libre albedrío: toda persona, mediante sus obras y méritos, se atrae la Gracia de Dios, otorgada por el Creador a todos los hombres ¡Para que luego digan que los españoles no somos racionales y conciliadores!
La cosa, al menos para el catolicismo, hubiera debido quedar así, pero no pudo ser. El espíritu inquieto y rigorista de Jansenius (o Jansenio) se rebeló contra lo que él consideraba laxitud y así quiso restaurar la tesis de Agustín en toda su pureza, sosteniendo que la salvación no queda asegurada a todos los hombres de buena voluntad, sino que se requiere la Gracia para resistirse a pecar y que esta Gracia, Dios la otorga o no; es más, puede concederla a un criminal y hurtársela a un justo. ¿Por qué, cómo? Sus razones se nos escapan por ser, como ya se ha dicho, inescrutables.
En definitiva, todas estas disputas responden al difícil equilibrio de la balanza teológica que exhibe sus dos platillos: en el primero reposa el principio del poder de Dios; en el segundo, el de la responsabilidad moral del hombre. La cuestión no es baladí pues se trata del destino escatológico del hombre.
En cualquier caso, frente al molinismo de los jesuitas, el jansenismo, magníficamente defendido en «Las Provinciales» por Pascal, llevaba razón en la denuncia de la casuística propia de la Compañía, por la cual los actos han de explicarse y juzgarse siempre en sus circunstancias, contextualizándolos -diríamos actualmente-, lo cual, sin negarle su parte de razón, puede conducir a una relativización excesiva de la moral evangélica, comprometiéndola en sus exigencias y auténtica responsabilidad en aras de un acomodo a las maneras y vicios del siglo, del mundo en definitiva; como, escandalosamente se producirá con la «dirección de intención», puro maquiavelismo; o con las prácticas de la devoción aisée (fácil, cómoda), puro fariseísmo; o con el sistema de la restricción mental, que es negación de la sinceridad y desnudez evangélicas (recuérdese al respecto ese imperativo «sí, sí; no, no» de Cristo).
Por lo que hace a Sainte-Colombe, cabe extraer de esta cuestión dos consecuencias:
1. la relativización de las obras del hombre.
2. la firmeza frente al mundo; el compromiso bien anclado con y en la moral cristiana frente a una visión acomodaticia, más humana e incluso moralmente pancista.
Su actitud, conducta y destino como autor-compositor e intérprete se explican desde estas dos consideraciones.
Sainte-Colombe se recluye en su torre de marfil, que es en este caso una modestísima cabaña de madera en el jardín de su propiedad, como un ermitaño en su cueva. No se trata, sin embargo, de un eremita bondadoso como, por ejemplo un Ogrín en los relatos de «Tristán e Iseo» o cualquiera de los que aparecen en las novelas de caballerías, siempre dispuestos a cobijar, ayudar al prójimo y «apretar las llagas» a los caballeros heridos. Sainte-Colombe es de una hosquedad que pone espanto y que además puede tornarse en violencia contra quienes turben su erizada soledad de puerco espín. «Cuando se sorprende a un puerco espín fuera de su guarida levanta la cabeza con ademán amenazador, eriza sus púas y hace un ruido particular frotándolas unas con otras… lo cual produce una especie de crujido capaz de asustar…» (Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano, Montaner y Simón). Así, al enviado del mismo Rey Sol dirá que «siente asco por el mundo» y se definirá a sí mismo como «salvaje». Sabedor de su arte excepcional, el Rey desea escucharlo, mas Sainte-Colombe odia la corte pues desconfía de la pompa, la frivolidad y la huera vanidad de que alardea el poder mundano. Ante el segundo enviado de Luis XIV, quien le reprocha «ocultar su nombre entre los puercos, las gallinas y los pececitos y de sepultar en el polvo y en la pobreza orgullosas un talento que le viene de Dios», Sainte-Colombe le replicará que es que «él está pasado de moda» como su anacrónica vestimenta y, luego, furioso en su impaciencia ante quienes, con sus adulaciones, corrompen su silencio, su rutina y su paz, enarbolando una silla, dispuesto a rompérsela en la crisma, le gritará fuera de sí: «¡Vuestro palacio es más pequeño que una cabaña (la suya) y vuestro público, menos que una persona!»
Sainte-Colombe, ¡por dos veces!, ha rechazado desde sus firmes -y feroces- convicciones el ofrecimiento del mismísimo Rey. En él el artista se iguala al monje en su deseo y necesidad de anonimato y condena de la vanidad. Muy pocos son, sin embargo, los artistas que se niegan a un premio o a un reconocimiento. Y cuando lo hacen es movidos más por cuestiones políticas que por vocación de modestia. Sartre renuncia al Nobel. Ahora bien, ¿podría renunciar a su papel de filósofo comprometido, admirado y jaleado por pensadores, lectores y personas de izquierdas -y no necesariamente de izquierdas-?, ¿seguiría escribiendo artículos y libros si nadie le leyese? Cómo condenar tal cosa. El amor propio es necesario a la vida y tan sólo el flojo, el melancólico o el deprimido aquejados de acedia o el santo pueden prescindir de él.
Sainte-Colombe se niega a publicar sus composiciones, alegando que son meras improvisaciones sin sustancia. Sin embargo, mediante ellas, se aseguraría la inmortalidad artística, mas ¿qué es eso para él? Nada. La impresión de sus obras, con su interpretación posterior, representa su banalización y contaminación al caer en unas manos y unos oídos llenos del viento vacuo de la soberbia, la envidia y la ostentación. Su música se convertiría en motivo de fiesta liviana, frívola y trivial, de cuanto odia. El público las juzgaría, aprobaría y se las apropiaría con alborozo; pero es que él desprecia al público, no se le da un adarme de lo que el público pueda pensar y opinar. Recordemos que, según sus palabras, ese público «es menos que una persona». ¿El público? Una masa informe, anónima, mudable y hedonista.
En su soneto «Les montreurs» (La farándula), el parnasiano Leconte de Lisle, dirigiéndose en tono de desprecio a la «plebe carnicera», tras comparar al artista librándose en espectáculo al público a un pobre y lastimado animal de feria para, obligándose a «desgarrar el vestido de luz del pudor y de la voluptuosidad», encender en la estúpida mirada de los espectadores «un fuego estéril» o mendigar de ellos la risa o la piedad grosera, concluye con estos dos altaneros tercetos:
«Dans mon orgueil muet, dans ma tombe sans gloire,
Dussé-je m´engloutir pour l´éternité noire,
Je ne te vendrai pas mon ivresse ou mon mal,
Je ne livrerai pas ma vie à tes huées,
Je ne danserai pas sur ton tréteau banal,
Avec tes histrions et tes prostituées».
(«¿Qué importa si para toda la eternidad / hubiera de sumergirme en mi mudo orgullo, en mi tumba sin gloria? No te venderé mi embriaguez o mi dolor, / no expondré mi vida a tus abucheos, / no bailaré en tus banales tablas / con tus histriones y tus prostitutas.»)
Contrapunto, tanto en la novela como en la película, a Sainte-Colombe es el joven Marin Marais. Quiere triunfar, quiere ser violista del Rey, quiere celebridad y oro. Es un gran intérprete y un gran compositor y conseguirá cuanto se proponga. Su apariencia física, su indumentaria, tan versallescas, contrastan grandemente, tanto como su espíritu, con las del maestro Sainte-Colombe. Aunque con reparos («Vuesa merced hace música, pero no es músico», le dirá al jovencito), Sainte-Colombe acabará por aceptarlo como discípulo, mas mostrándole siempre su disgusto ante su necesidad de reconocimiento social y así se lo reprochará: «Podréis ayudar a bailar a la gente que baila. Podréis acompañar a los actores que cantan en el escenario. Ganaréis vuestro pan. Viviréis rodeado de música, mas no seréis músico».
No está de más preguntarse por qué, aun con tanta reticencia, Sainte-Colombe accedió a convertirse en maestro del joven ambicioso. Porque «vuestra voz quebrada me emocionó. Os acepto por vuestro dolor, no por vuestro arte». El dolor en el artista; luego volveremos sobre ello.
Cuando ese dolor parezca desvanecerse ante la consecución de la gloria, pues Marin Marais ha obtenido al fin interpretar ante el Rey y brillar en la corte, Sainte-Colombe, con cajas más que destempladas, colérico hasta casi reventársele la hiel en el cuerpo, lo expulsará motejándolo de saltimbanqui y de titiritero.
B) Dejemos por unos instantes al señor de Sainte-Colombe y su vida y sus ideas extremas, y saltemos dos siglos hacia adelante para considerar la enigmática e ignota figura de Isidore Ducasse, auto-rebautizado como Conde de Lautréamont. ¿Qué se sabe de él? Prácticamente nada y cuanto se conoce ha sido a su pesar, podríamos decir, por contumaz necesidad intrusa de violar su ceñudo aislamiento. Algunos frutos se han obtenido, como, por ejemplo, el descubrimiento de un retrato suyo fotográfico. Mayormente, sin embargo, con él se ha procedido siempre por conjeturas e hipótesis. Lautréamont no participa de ningún cenáculo, no tiene amigos literatos, no aspira a darse a conocer; sin embargo, escribe tan apasionadamente que es difícil negar que no viva para la literatura, en una ascesis similar a la que Sainte-Colombe lleva a cabo en la música. Ambos crean para sí mismos, rehuyendo toda vanidad, toda «pirueta ante el Rey». Ambos saben que el mundo interior lo es todo. Cuando Sainte-Colombe diga a su hija Madeleine y a Marin Marais que «lleva una vida apasionada», éstos quedan atónitos, pues pasa la vida, solitario, en su cabaña, pulsando su viola y tan sólo en contadísimas ocasiones, abandona su hacienda. Sin embargo, ¿hay vida con mayor pasión que la del espíritu, la del verdadero monje, la del eremita genuino, la del artista volcado en su arte? La psique tendida toda ella, como un arco a punto de liberar la flecha o un leopardo disponiéndose a saltar, en pos de una nota, de una rima, de una expresión; la exaltación embriagadora suministrada por el hallazgo; la soledad encendida y arrebatadora; el estro que, robándonos, nos eleva y proyecta en el mundo ideal, sustrayéndonos a las mil y una mezquinas impertinencias de la vida social y de la carne… ¿no es ello auténtica pasión? ¿Cabe acaso mayor intensidad? Sólo la del deliquio místico, pero es que ambas son hermanas. Ambos, por otra parte, Sainte-Colombe y Lautréamont, son, por tomarle prestadas las palabras a Ramón Gómez de la Serna «integérrimos y animosos».
Dice Ramón a propósito de Lautréamont: «¡Qué bello vivir de una riqueza propia en el contraste de la pobreza! ¡Eso no lo consigue nadie más que el escritor!» Añade: «Isidore tenía la mirada que domeña el verbo… y domeñando el verbo, tenía domeñada la vida». «En ese cuarto pequeño, ahogado, atufado de sí mismo, fraguó Ducasse la refutación elocuente -si no la más fundamental-, la refutación magnífica y gratuita del mundo y de Dios». Ese cuarto, tabuco, es la cabaña de Sainte-Colombe. «Gran hombre -prosigue Ramón a propósito de Lautreamont- encerrado para siempre en la habitación número tantos de cualquier hotel, sin éxito ni repercusión alguna!»
Y, por si quedara aún alguna duda sobre el hermanamiento psíquico de ambos artistas, citemos una última vez (de momento) a Ramón: «Este libro («Los cantos de Maldoror»)… está hecho en el fondo del refugio humano e independiente, en el alma sencilla y en la habitación simple, ¿para qué más?…» Fondo del refugio humano. Independencia. (Las citas de Ramón Gómez de la Serna proceden de «Isidore Ducasse», en «Otros retratos»)
C) A estas alturas del discurso puede uno preguntarse si un artista puede plantearse una creación privativamente por sí misma y decididamente para nadie. Se trataría de crear una obra que nadie pudiera contaminar luego con sus proyecciones, con sus interpretaciones, con sus apreciaciones o con sus juicios. Una obra absolutamente encerrada en sí misma, como una monja de clausura frente a aquellas otras que viven en el siglo, es más como una única monja de clausura, única habitante del convento. Un arte solipsista.
¿Un arte solipsista?… Es difícilmente concebible. En primer lugar, porque «el ser de los versos es ser comunicados» por muy íntimos y herméticos que se presenten o se pretendan. La intención de comunicación excluye la soledad absoluta; hay un interlocutor, por muy lejano que se encuentre en el tiempo o el espacio, ya sea este interlocutor virtual, potencial, onírico, latente, imaginado, fingido o con existencia propia de carne y hueso en la vida consciente de la vigilia. En segundo lugar, porque en toda creación artística debe darse una mínima elaboración sintáctica que haga comprensible el mensaje, observando las normas lingüísticas de una colectividad y de su lengua, así como una mínima elaboración artística que distinga lo creado con visos de arte de la mera crónica, con intención, esta última, meramente denotativa; o que lo distinga también del diario, al cual le basta con ser comprensible para quien lo elabora por ser el mismo que lo lee (y un diario no siempre se lee; con frecuencia sólo se escribe).
Por tanto no es cierto que uno escriba -o haga arte- para sí mismo o, cuando menos, no es cierto que uno se despreocupe totalmente de lo formal -por muy informal que se pueda llegar a ser-, que es condición del arte. Incluso concibiendo una poesía absolutamente impenetrable y aun irrespetuosa con la sintaxis, en algunas ocasiones podrá el lector, ajeno al autor, encontrar en su obra «resonancias» emotivas, un eco del inconsciente.
¿Cómo sería la obra de un loco total, que escapara absolutamente a la lógica? Originalísima y personalísima, pero al no poder compartirse, carente de inteligibilidad; y, por tanto, no aportaría realmente nada de interés y ni siquiera nada nuevo. Sería como una lengua nueva hablada tan sólo por su creador, que en definitiva no sería tal. La tal lengua no sería más que el revés del mutismo. Para que se dé creatividad, amén de originalidad, la obra o el producto nuevos han de ser comprensibles, poder compartirse. Es lo que el psicólogo Guilford, que tanto ha estudiado la creatividad, llama «pertinencia».
Hölderlin acabó loco, mas sus textos siempre respondieron a parámetros de cordura, al menos en lo formal; otro tanto puede decirse de Nerval y de Lautréamont (si es que alguna vez estuvo loco) o de textos y productos gestados durante una fiebre, o de una alucinación inducida por estupefacientes, o de una visión, o de los textos surrealistas, etc. Románticos y surrealistas exaltaron la locura y la irracionalidad, ciertamente, pero mediante una retórica, una argumentación y unas formas necesariamente racionales; en definitiva, adoptando el punto de vista nietzscheano: por muy dionisíacos que sean intenciones, mensaje y contenido, las formas habrán de ser mínimamente apolíneas y, conteniendo esas intenciones, ese mensaje y ese contenido, estas formas los perfilan y extraen formalmente del caos.
Un arte de contenido y formas de absoluto orate «incomunicador» no puede ser arte, al menos literariamente (quizá, plásticamente -y musicalmente-, sí quepa más o mejor esa posibilidad). Lo anterior no debe hacernos perder de vista, sin embargo, que toda innovación en el arte surge precisamente de la aportación por parte de un artista de un elemento nuevo, extraño, que pone en crisis lo anterior a él. Dicho esto, puede afirmarse, en definitiva, que sigue viva y actual aquella proclama de Víctor Hugo: «Guerre à la rhétorique et paix à la syntaxe!» («¡Guerra a la retórica y paz a la sintaxis!»). Innovemos, «déraisonnons» («desrazonemos») incluso, como propuso Musset, pero dentro de los cauces formales de la lógica racional.
Y sin embargo, uno no sabe bien… quizá quepa una demencia total en la poesía. Aparecerían resonancias, emociones, reacciones animales y «entrañables»… Quién sabe… ¿No era ello, por otra parte y en gran medida, en el campo teatral, cuanto buscaba el «Living Theater» en su experimentación por disolver la «cuarta pared»?
En cualquier caso, si bien, tácitamente, no puede no crearse para el otro, sí puede concebirse un artista que no exhiba ni muestre nunca a nadie sus creaciones, sustrayéndose a la otra necesidad psíquica de toda creación, que es el reconocimiento por la sociedad o, al menos, por un grupo de iniciados que sepan y puedan valorar. Todo ello, obviamente, siempre y cuando el «artista de clausura» tenga la subsistencia asegurada por otros medios (fortuna personal; familia que lo mantenga; otro trabajo remunerado del que, si no vivir, sí al menos comer; alguna institución -casa de reposo, casa de orates-, etc. que le proporcione el sustento mínimo), permitiéndose así el no mostrar ni tener que vender su obra.
Contra esta melancolía nos previene Eugenio d´Ors: «son enfermizos ocio y soledad. Que cada cual cultive lo que de angélico le agracia, en amistad y diálogo» (los subrayados son nuestros). Aristóteles afirma que el aislamiento cabe tan sólo en el bruto o en el dios. Lo primero que le ocurre al loco y lo primero por lo que se infiere su locura es por su aislamiento: habla una lengua que los otros no pueden compartir. Consideremos, por otra parte, la arquitectura de nuestra civilización, que nos singulariza como occidentales herederos de Grecia, y veremos que la polis se organiza en torno a un ágora (foro en Roma), lugar abierto donde platicar, intercambiar y filosofar en compañía, como animales sociales que somos.
La oda a la vida retirada de nuestro fray Luis de León o el «Misántropo» de Molière, serían, con otros, bellos ejemplos de este aislamiento consciente y voluntario de los desengañados del mundo. Citemos, no obstante, por la consabida intensidad de cuanto acomete, a Shakespeare en su «Timón de Atenas». Timón, dolido de la ingratitud de sus conciudadanos, befado por quienes se declararon sus amigos cuando la fortuna le sonrió, se retira al desierto y, como Cristo y el Bautista, se alimenta de raíces: «Earth, yield me roots!» («¡Tierra, cédeme tus raíces!») La hiel le asoma en sus acibaradas maldiciones contra sus semejantes: «… be abhorr´d / All feasts, societies, and throngs of men!» («… sed de mí aborrecidas / Fiestas todas, sociedades y muchedumbres!») (escena 3, acto IV). Quien mucho ha sufrido, llevado del resentimiento, busca la áspera soledad, pudiendo incluso llegar a enloquecer, como Lanzarote asilvestrado y desnudo vagando cual licántropo por los bosques o los pastores del Quijote extraviados entre las peñas de las sierras.
D) Ya es hora de que volvamos a Sainte-Colombe. Nuestro violista, más que para sí mismo, compone y pulsa su instrumento para la Muerte y para los muertos. «Mis amigos son los recuerdos». Y en ello radica su singularidad. Quizá debiéramos haber comenzado por ello, pero digamos ahora que el encierro voluntario del maestro Sainte-Colombe sigue a la muerte de su esposa, a quien tanto amaba. Y que siempre se lamentará -ése será su principal «regret»- por no haber estado presente y a la vera de su lecho de muerte.
En la hipótesis de Ramón, los «cantos (de Maldoror) están cantados desgarradoramente bajo el apremio y la amenaza de la muerte».
Los artistas que, de una u otra manera, tratan con la muerte, no pueden ser complacientes ni buscar el aplauso fácil del mundo. Dice Sainte-Colombe, en tono de reproche, a Marin Marais: «Señor, vuesa merced gusta a un rey visible. Complacer no me es dado. Yo llamo, os lo juro, llamo con la mano a un algo invisible». Por ese motivo, por esa disparidad en la actitud, el sobrio y sesgo violista, por un lado, y el engalanado y versallesco violista, por el otro, han de divergir necesariamente. Sentencia Sainte-Colombe: «Yo pertenezco a las tumbas». De hecho su composición más célebre, en honor de su difunta esposa, lleva por título: «Le tombeau des regrets» («La tumba de los lamentos»).
Puede decirse que, de hecho, tanto la película como la novela comienzan con el fallecimiento de la esposa, cuando Sainte-Colombe decide alejarse para siempre del mundanal ruido recluyéndose cual ermitaño en la cabaña que ha mandado construir en su jardín, donde puede llegar a tocar hasta quince horas al día.
Su esposa lo ligaba al mundo y a la vida y así, habiendo desaparecido su mujer, Sainte-Colombe nutre hacia la existencia y la sociedad un resentimiento sordo que a veces puede manifestarse en violenta explosión. Encerrado en un cuasi mutismo absoluto, expresa su dolor por medio de su viola. De uñas contra la vida, vive volcado hacia su interior hecho de recuerdos y añoranzas de aquélla a quien tanto amó. Esquivo, zahareño, hosco, grosero incluso ¡y cuánto!, pero es que su adusta prisión voluntaria no admite la mínima distracción. «Cuanto hago no es más que la disciplina de una vida en que no hay ni un solo día de fiesta». Mediante la música invoca a la ausente y, como Orfeo, llega incluso a recuperarla, mediante la música que le faculta para adentrarse en el reino de los muertos, y lo hará además por más tiempo y con mayor fortuna que el héroe mitológico. Su esposa se le aparece, escucha sus creaciones, incluso platica con él, pero sin que pueda llegar a darse contacto físico alguno pues ella no es más que apariencia, espíritu, aire, y el aire -contradiciendo a aquella canción popular francesa en que el donoso hijo del rey lo va recogiendo y guardando en sus guantes- se desvanece y es inaprehensible.
Como en el soneto de Verlaine en el que el poeta invoca a la Muerte bajo la apariencia de una mujer amada, Sainte-Colombe podría también decir:
«Car elle me comprend, et mon coeur transparent
Pour elle seule, hélas!, cesse d´être un problème.
Pour elle seule, et les moiteurs de mon front blême,
Elle seule les sait rafraîchir en pleurant» (Paul Verlaine, «Mon rêve familier»)
(«Pues ella me comprende y mi corazón transparente / Para sólo ella, ¡ay de mí! deja de ser un problema. / Para sólo ella y los sudores fríos de mi frente pálida / Ella sólo sabe refrescarlos llorando»)
La esposa difunta es , así pues, en gran medida, una Eurídice, mas también y más probablemente sea una Proserpina por cuanto no siempre está en el mundo de los muertos, sino que ambos reinos, el efímero de los vivos y el eterno de los difuntos, comparten su presencia. Si, permanentemente, Madame de Sainte-Colombe acompañara a su marido, o ella seguiría viva o su marido estaría muerto y, como en la relación entre ambos se da la malhadada circunstancia de que la anhelada coincidencia fue destruida por la muerte, no cabe más que la melancólica añoranza por la pérdida, que es impaciente ansia, y en cierta medida alivio también, por esos seis meses de vuelta a la tierra de los vivos desde las profundidades del Tártaro.
La música, en los dedos, el arco y las cuerdas de Sainte-Colombe y en su viola, vuelve a cumplir su función mágica de comunicación con el Más Allá y de conjuro de los muertos. Desde este punto de vista, nuestro músico es un «primitivista», al ser su arte «funcional» más que estético pues lo estético sólo puede darse cuando las artes se emancipan de sus cometidos mágico-religiosos. Sólo su terco y pertinaz aislamiento, impidiendo su «distracción», pueden, mediante el cultivo de su instrumento, arrancarle a la muerte, al menos por unas horas, al menos algunos días, al menos algunas veces, a su esposa.
Sainte-Colombe no crea para los vivos. Sainte-Colombe ha intuido y colegido a la vez que la vida no es más que engaño, no es sino apariencia, delirio físico y racional. La verdad se halla en la Muerte y más que en ella, en la no existencia. El XVII es el siglo barroco por excelencia, ¿no es cierto? Además, por otra parte, muy influido por Freud, Pascal Quignard pone en boca de Sainte-Colombe y de su discípulo Marin Marais, en el emocionante diálogo del final, la idea freudiana de que el estado ideal del ser es la no existencia, ese estado de absoluto reposo del que se nos arrancó en el momento de la concepción. Para Quignard la humanidad vive inmersa en el delirio de la razón pues, en realidad, la realidad es algo, un no sé sabe bien qué, húmedo, viscoso, oscuro, cavernoso, caliginoso, como dicen es el Tártaro o el Hades, el mundo de los muertos. Creo que Ramón vuelve a acertar cuando afirma que «los cantos de Maldoror… tienen la rijosidad de una adolescencia pálida, nocturna, perezosa». Y mucho de ello se da también en esa locura -que quizá no lo sea tanto- manifestada en «La metamorfosis» de Kafka.
La obra de Sainte-Colombe, su recluida y apasionada vida es, por una parte, una invocación a los muertos y una evocación de los difuntos; por otra parte, es a la vez, y ambivalentemente, una rabiosa rebelión, consciente además de su irremediable fracaso ante la injusticia de la muerte, de la que se abomina pues, sí, y, sin embargo, es también y a la postre una celebración apoteósica de ella, a la que así se reivindica. Rechazo y exaltación al unísono, pero con victoria final de lo así ensalzado.
«… tiene su obra una cosa sagrada, ímproba, de rebelión sensata, de revolución por el insulto, que le hace aparecer el segundo redentor que aún está en los infiernos», sentencia Ramón sobre el conde de Lautréamont.
Mediante su música, Sainte-Colombe mantiene vivo su amor. «Il vivait un amour que rien ne diminuait» («Vivía un amor que nada menguaba»). Por ese sencillo motivo, porque compone para los muertos, para el Más Allá, Sainte-Colombe no quiere que el oído de los vivos mancille su obra. «Y así (Madelaine) le (a Marais) confesó que su padre había compuesto las más bellas músicas del mundo y que no las interpretaba para nadie: «Los llantos» y «La barca de Caronte». Añadamos a estos títulos estos otros de «Los Infiernos» y «La sombra de Eneas». Junto al que ya conocemos de «La tumba de los lamentos», todos estos nombres están diciéndolo todo.
«Son nom? Je me souviens qu´il est doux et sonore,
Comme ceux des aimés que la vie exila.
Son regard est pareil au regard des statues,
Et pour sa voix, lointaine et calme, et grave, elle a
L´inflexion des voix chères qui se sont tues.» (Paul Verlaine, «Mon rêve familier»)
(«¿Su nombre? Recuerdo que es suave y sonoro, / Como aquéllos de los amados que la vida exilió. / Su mirada se asemeja a la mirada de las estatuas, / Y para su voz, lejana y pausada, y grave, tiene / La inflexión de las voces amadas que callaron»)
Cuando Sainte-Colombe pregunte al espectro de su esposa si habla «a pesar de la muerte», ésta contestará que sí. Entonces «se estremeció porque había reconocido su voz. Una voz baja, de contralto»
E) La obra de Sainte-Colombe, dada la manera de pensar de su autor, parece condenada a morir con él. «Nunca Monsieur de Sainte-Colombe publicaría lo que había compuesto» y por ello «Marin Marais sufría al pensar que estas obras se perderían para siempre cuando muriera el señor de Sainte-Colombe». Como Marin Marais no se resigna a ello, decide conocer esa obra antes de que sea demasiado tarde, con la intención, entre otras, suponemos, de poder transcribirla, y salvarla de la desaparición definitiva a que la obcecación de su autor la tiene condenada.
Sin embargo, en el maestro Sainte-Colombe, a pesar de todo, late la vida y la exigencia del arte por propagarse, darse a conocer, alegrar la existencia cautiva de los vivos. La vida, a su pesar, ha hecho mella en él: el arte, por esencia, es comunicativo. Sainte-Colombe sabe próximo su fin y en la noche se exclama, él que rechazó al prójimo y a todo espectador: «¡Ah, si fuera de mí hubiera en el mundo alguien vivo que apreciara la música! ¡Hablaríamos! ¡Se la confiaría y entonces podría yo morir!» Porque acude allí noche tras noche y permanece a la intemperie para escuchar al maestro, Marin Marais puede responder, presentándose además ahora, al cabo de los años, como un auténtico hermano espiritual de Sainte-Colombe pues dice: «(Soy) un hombre que huye de los palacios y que busca la música». ¡Por fin Marin Marais ha comprendido! Las admoniciones de viejo cascarrabias del maestro Sainte-Colombe han dado fruto. Por ello, «Monsieur de Sainte-Colombe comprendió de qué se trataba y se congratuló por ello». Cuanto Marin Marais, ese Marin Marais, vano, atildado y relamido, representara en su antítesis del maestro, viviendo en y para el mundo, ávido de gloria, consideración social, distinción y oro, aspirando a ser músico del Rey Sol y brillar en la rutilante corte de Versalles, asomando todo su espíritu hacia afuera, hacia la vida, lo fatuo y la mentira, todo ello daba un vuelco ahora pues Marais miraba, por fin, hacia dentro, volvía su mirada hacia la Muerte y anhelaba ahora pulsar su vida y su arte para los difuntos, tanto que, antes de entrar en la cabaña, dirá al maestro: «Busco los lamentos y el llanto».
Entonces tiene lugar un escueto diálogo, casi telegráfico, entre ambos, hecho de preguntas y respuestas a partir de la observación del maestro de que «la música es para hablar de aquello que la palabra no puede», esto es lo inefable y desconocido, la muerte. La música no es para el Rey, ni para Dios, ni para obtener con ella riquezas o la gloria… la música es «un vaso dejado a los muertos», libación y ofrenda al Más Allá, «un pequeño abrevadero para aquellos a quienes el lenguaje abandonó», bálsamo, trago de Leteo para las sombras del Hades. La música se hace «para la sombra de los niños», indefensos como los muertos, «para los estadios que preceden a la infancia, cuando se estaba sin luz», más allá de la vida intrauterina, en la primera muerte de que se nos arrancara inopinada y violentamente.
Tras ello, ambos atacan «Los llantos». «En el momento en que el canto de las dos violas ascendía, se miraron. Lloraban. La luz que penetraba en la cabaña por la tronera se había tornado amarilla. Mientras sus lágrimas rodaban lentamente por sus narices, sus mejillas, sus labios, se dirigieron a la vez una sonrisa. Tan sólo al alba Marin Marais se volvió para Versalles». Únicamente, tras haberse despojado de la vida aparente, únicamente tras haberse hecho espectro él también, puede el discípulo penetrar el secreto del maestro. «Habláis mediante enigmas. Nunca habré entendido bien lo que queríais decir», dijo en una ocasión el joven discípulo al maestro y éste respondió: «Por ello no contaba con que caminaseis a mi lado, por mi pobre senda de hierbas y pedruscos». Ahora, sin embargo, con el transcurrir del tiempo y con los desengaños, Marais da la mano al maestro, incluso puede guiar al viejo como un lazarillo por los pedregosos caminos, llenos de abrojos. Sí, pues ahora ambos «pertenecen a las tumbas». Ahora Marais, superadas ya las «artes de volatinero» de la corte de Versalles, que le han dado renombre y riqueza, es por fin músico.
F) Otra cuestión: el sufrimiento. Dice Sainte-Colombe que, cuando maneja su arco, «desgarra un trocito de su corazón vivo». Existe en el Bestiario medieval un pájaro que es símbolo de Cristo. Con su pico se lacera y abre el pecho, del cual mana entonces sangre con la que alimenta a sus polluelos. El auténtico Sainte-Colombe nace con la muerte de su esposa. Rehuyendo toda diversión sacrílega que le aparte de sus recuerdos, se sumerge en la ascesis profunda del recuerdo y de la evocación del pasado, bajo, por citar a Nerval, el «sol negro de la melancolía». ¿Puede haber arte sin dolor? En esta perspectiva, se revela difícil contestar afirmativamente.
Porque Sainte-Colombe, como ya se dijo anteriormente, percibe sufrimiento en Marais, acaba por aceptarlo. Su desgracia (ha perdido, por su llegada a la pubertad, la voz blanca que le daba su sustento y sobre todo que le hacía especial como cantor infantil que era de la chantrerie (escolanía) real del Louvre; ahora, si Dios y Sainte-Colombe no lo remedian habrá de hacerse zapatero como el padre y es ello gran humillación para él) ha conmovido al maestro pues sabe bien éste que las raíces del arte beben ansiosas de las ofensas de la vida («la ultrajante Fortuna… piélago de calamidades… dolencias del afecto y los mil y un tormentos con que la carne nos azota… las lacerantes burlas del tiempo, el abuso del opresor, las mofas altivas de los soberbios, las ansias del amor desairado, las demoras pertinaces de la justicia, las insolencias del poder, y el vilipendio con que al mérito replica la inverecundia…», nos recuerda Hamlet). Por ello, en el diálogo final, Marais, recordando la pérdida del estado de Gracia, la expulsión del Paraíso que supuso su pubertad, añadirá a la lista de motivos para crear música el de «los martillazos de los zapateros», queriendo expresar con ello que el arte alivia y es lenitivo para las humillaciones. Es aquello de los surrealistas -Wagner, por cierto, expresa idéntica idea- de que en un mundo feliz no habría arte.
Ahora bien, el arte no puede limitarse a ser terapia o bálsamo o válvula de escape de un dolor o abatimiento del ánimo. El arte es, en primer lugar, una técnica que se aprende y va desarrollándose con una experiencia que a la vez genera unos criterios propios bien contrastados y un gusto personal asentado sobre conocimientos e intuiciones, no sobre modas y caprichos. ¿Y el talento? No lo puede dar Salamanca.
La cuestión estriba pues en saber si en estado de felicidad personal y de plenitud, puede hacerse arte. Creo que no debemos dejarnos extraviar por la visión romántica (y el Barroco es un romanticismo avant la lettre, mientras que la Bohemia y el surrealismo son post-romanticismos) que exalta toda desviación y divergencia (locura, malditismo, satanismo, extrañeza, dolor sumo, etc.). El arte puede manifestarse en muchas circunstancias y bajo modos y personalidades muy distintas e incluso opuestas. Consideremos por un momento el tiempo y el espacio de mayor belleza y de mayor calidad artística de nuestro Occidente cristiano, el Quattrocento florentino. Allí todo es armonía, medida, neo-platonismo, belleza clásica y solar. Sí, pero bien pronto -y la evolución artística y psíquica de Boticelli es al respecto reveladora- se nublará ese cielo diáfano y se turbarán esas formas prístinas con el sufrimiento del manierismo; y además, nos advierte Hauser, los períodos clásicos de equilibrio son la excepción en la Historia del Arte y de la Humanidad, si bien, precisamente porque sus características nos deslumbran y porque a ese equilibrio, anhelantes, aspiramos, nos confundimos y tomamos lo que es excepcional por la norma. Una ilusión.
G) «Entonces Judá dijo a Onán: «Cásate con la mujer de tu hermano y cumple como cuñado con ella, procurando descendencia a tu hermano». Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y, así, si bien tuvo relaciones con su cuñada, derramaba a tierra, evitando el dar descendencia a su hermano. Pareció mal a Yahveh lo que hacía y le hizo morir a él también». (Génesis 38, 8-10). Onán, quien diera nombre al onanismo, es personaje bíblico maldito por practicar el «coitus interruptus», evitando así la concepción; de lo cual puede deducirse que se han confundido las cosas pues si por onanismo se entiende masturbación, el término no es muy acertado y, sin embargo, en esa acepción se ha consagrado y es que en la perspectiva moral, como ambas prácticas dan voluntariamente en la esterilidad y son por tanto reprehensibles, acaban por confundirse.
En gran medida, un artista que hurtase al mundo sus creaciones se estaría comportando de forma auténticamente onanista. Onán crea, sí, pero al eyacular fuera del entorno adecuado, «derramando a tierra», su obra queda condenada a la esterilidad, a agotarse y morir en sí misma. Sólo contando con el prójimo, comunicando, entregando, Onán sería auténtico creador, completando así todas las fases de la creación que le han sido encomendadas. Un artista que niega la última fase a su creación, que es la de darla a los demás, está comportándose como el nibelungo celoso de su tesoro, que para sí exclusivamente guarda y que con nadie comparte. ¿Egoísmo u orgullo exacerbado, en el caso del artista? En cualquier caso se niega la generosidad que ha de caracterizar al artista, obligado a regalar, por mucho que quizá su entorno, no preparado o desfasado, rechace abiertamente su regalo o incluso llegue a castigarlo por ello.
Todo creador remite al Criador Universal, al Sumo Hacedor. Éste no necesita de nada que no sea a sí mismo; a sí mismo basta. Sin embargo, en un acto de largueza, de amor, creó. «Y vio Dios todas las cosas que había hecho; y eran en gran manera buenas». (Génesis I, 31) Magnánimo, concede al hombre su creación, el disfrute de lo creado: «Creó pues Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le crió; criólos varón y hembra» «Y echóles Dios su bendición y dijo: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y enseñoreaos de ella, y dominad a los peces del mar y a las aves del cielo y a todos los animales que se mueven sobre la tierra» (Génesis I, 27-28) Por ello, porque no se multiplica, peca Onán. El artista que sepulta su tesoro, pecará pues también.
H) Y aquí pensé en poner punto final a estas reflexiones, hoy día de jueves santo, pero acabo de leer una frase de la catequesis de ayer del Papa Francisco. Dice así, refiriéndose obviamente, por las fechas, a la Pasión: «Y todo esto es para mí. Él lo hizo por mí. Aunque fuese la única persona del mundo, lo habría hecho por mí», pues toda vida humana no es ni más ni menos que las otras vidas, es tanto como toda otra vida, posee un valor incalculable y nunca tiene precio. Aunque en el mundo sólo quedaran dos personas, el creador y un potencial espectador, e incluso siendo este último ciego, sordo y mudo, el artista debiera mostrarle su obra. En el absurdo de que Cristo muriera en la Cruz por nadie puesto que nadie hubiera en la Tierra, de todas formas habría de morir para que en él se cumplieran las Escrituras. En el supuesto de que tan sólo quedara en el mundo una persona, si ésta fuera artista, tendría la obligación moral, imperativo categórico, de sacar su obra del taller y enseñarla al sol o sonar su instrumento para el eco o declamar sus versos y que los acunara el aura. En la ascesis y oblación de uno mismo que es la creación, en la eucaristía a escala humana, «mini-eucaristía», que es la ofrenda a los demás de lo creado, de la creación, no caben excusas ni elusión de responsabilidad. Se crea para los otros. La transubstanciación es un acto de caridad.
Por todo ello, al final, Sainte-Colombe, tocado por la Gracia, se apea de su soberbia y su necrofilia y se brinda a sus hermanos, al prójimo. Mira a los ojos a Marin y Marin lo mira a él. Lloran ambos. Se sonríen ambos. Se ha redimido. Se han redimido.
Las tres edades
«Las tres edades» de Klimt, siendo observadas por una cuarta y una quinta.
Museo de Arte Moderno de Roma (Italia).
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Éric Rohmer y el catecismo
Parole, parole, parole; parole, parole, parole; parole, parole, parole; soltanto
parole; parole fra di noi… parole, parole, parole…Mina
Cuando en España, antaño, claro está, se proyectaba una película de Rohmer en un cine que no fuera de aquéllos reservados a los inteligentes, las célebres salas de «arte y ensayo», sino que se daba en un recinto convencional cualquiera, ¡había que oír las reacciones del público una vez se encendían las luces y los espectadores iban levantándose de sus asientos! Al respetable le incomodaba profundamente la falta de acción de la película, pero le dolía aún más la locuacidad de los personajes. El público se sentía estafado y mascullaba improperios o incluso a plena voz acres denuestos contra Rohmer, en particular, y contra los gabachos, en general. Bastante de eso hay en la siguiente afirmación, bastante frívola y efectista por otra parte, de Juan Manuel de Prada, que leo hoy, lunes 20 de enero del 2014, en su artículo «El adulterio en Francia», dentro de su sección «El ángulo oscuro», en el diario ABC: «Más recientemente la burguesía francesa se sacó del magín la nouvelle vague, para endosarnos -a modo de psicoterapia- sus tabarrones de adúlteros provincianos que disfrazan su compulsión (del contexto del artículo se entiende que la tal compulsión es al adulterio) con una facundia agotadora (Rohmer) o incluso con accesos homicidas (Chabrol)».
Y es que, en efecto, el cine de don Éric es muy poco espectacular y no da en lo trágico. Al espectador ordinario, que es siempre «epidérmico», no puede más que aburrirle y disgustarle. Rohmer es el cineasta de lo cotidianamente normal. Tanto por lo que hace a los personajes como a las situaciones dramáticas.
Personajes: Son personas sencillas, desprovistas de toda heroicidad y de toda excepcionalidad. Se trata de gente de clase media, preocupaciones medias y vidas medias. Es gente ni extremadamente pobre ni extremadamente rica; gente que trabaja y que vive de su trabajo, sin robar, sin matar, sin extorsionar, sin embaucar o engañar, desde un cartero a un pequeño empresario, pasando por un político de pueblo o un profesor. Es gente normal, ni excesivamente bella, pero tampoco exacerbadamente fea; incluso ni demasiado alta ni demasiado baja. Es gente generalmente urbana; podría ser del medio rural, pero es que, en un país de economía moderna, el sector primario es minoritario, y a Rohmer le interesan las mayorías… ¿silenciosas? Pues sí, claramente, las mayorías silenciosas y discretas, que no hacen aspavientos y que evitan los terremotos. Es gente generalmente joven o madura y, si bien es cierto que en nuestras sociedades occidentales los viejos son cada vez más numerosos, no lo es menos que, precisamente debido a su provecta edad, son los menos dados a cambios sentimentales y por tanto a expresarlos y, como veremos y ya hemos apuntado, el verbo es de extrema importancia en la producción de Rohmer.
En definitiva, que se trata de gente común, «gens du commun», el común de los mortales, el 90% o más de la población, con las características, las relaciones y los problemas que nos afectan a todos. No se trata, como en tantas otras películas «espectaculares», de asesinos, terroristas, activistas, víctimas de la violencia o de las guerras, secuestrados, damnificados de catástrofes naturales, drogadictos, enfermos terminales, locos, delincuentes, etc., esto es personas límite en situaciones límite, como enfrentamientos étnicos, revoluciones, tsunamis o tramas rocambolescas o inquietantemente kafkianas.
Situaciones: Son las propias de cualquier persona común: enamoramientos, bodas, infidelidades, hijos, relaciones de amistad y de trabajo, sin vehemencias extremas, amenazas insostenibles, etc. No, tan sólo contratiempos, tribulaciones o, por el contrario, alegrías y goces compartidos. Todo ello en ambientes ordinarios, sin exoticismos, sin romanticismos a ultranza.
Como afirma el propio Rohmer en una entrevista concedida a Olivia de Lamberterie y Michel Palmieri para la revista Elle en el año 2000: «Me gusta hablar de la gente, de la vida».
En esto de «hablar de la gente», de la gente normal, y de la «vida», de la vida también normal, reside una de las características de Rohmer frente a otros cineastas que construyen sus películas sobre gente como ellos mismos, esto es artistas, y asentándolas en situaciones vitales que son trasunto o remedo o fantasías sobre las que ellos viven. No todas, evidentemente, ni mucho menos, pero sí son muchas (¿demasiadas?) las películas de autor de calidad suficiente que reflejan las preocupaciones, dilemas y cuitas del propio realizador, en las que el personaje principal es o un escritor, o un pintor, o un actor, o incluso un director de cine, muchas veces alcoholizados o desnortados o habiendo de soportar un período de esterilidad creativa que los acongoja. Y aquí tenemos, nos guste o no, a un Bergman, a un Antonioni, a un Fellini, a un Truffaut, a un Godard, etc. De ahí que Rohmer, con respecto a sus colegas, pueda afirmar: «Tengo con la vida una relación más íntima y más directa, haciendo como hago un cine que no es narcisista, sino personal». Y lleva más razón que un santo. Generalmente, quién osa dudarlo, el director es narcisista o, cuando menos, egotista, y consagra con su hacer la declaración del personaje de Dostoievski en el inicio de «El hombre del sótano»: «Y, por otra parte, ¿de qué puede hablar una persona como Dios manda para extraer de ello el máximo placer? De sí mismo… así pues, yo hablaré de mí mismo, claro está».
No es que Rohmer reproche ni se sienta en absoluto mejor o superior («No me estimo superior, pero sí algo diferente»), sino que sencillamente busca el definirse y el definir mejor su espacio y su arte, y para ello no le queda otra opción que compararse y, así, diferenciarse. Como quiere retratar «la gente y la vida», sus películas habrán de ser naturales y, aquí sí, reprochará por ello a sus colegas su vida artificial, compuesta de rodajes, festivales, entrevistas, amistades con actores, productores y otros directores, conversaciones monotemáticas sobre el oficio… vidas que, como satélites, giran en torno al astro rey del Cine con mayúsculas. «Je ne veux pas … ne parler que de cinéma avec des gens de cinéma. Je ne dis pas que ce n´est pas bien de le faire, je dis que cela ne m´intéresse pas. Cet été, par exemple, je n´ai pas vu un seul film ni dit un mot de cinéma. D´ailleurs, j´ai oublié «L´Anglaise et le Duc» en particulier et le cinéma en général!» (No quiero… no hablar más que de cine con gente de cine. No digo que no esté bien, digo que no me interesa. Este verano, por ejemplo, no he visto una sola película ni dicho una palabra de cine. Es más, he olvidado «La inglesa y el Duque» (su película que se proyectó en el 2000, que es cuando tiene lugar la entrevista mencionada).
Así, sin negarle su grandísimo valor pues, entre otras cosas, sería como blasfemar, Rohmer recriminará al gran Fellini el haberse distanciado de lo cotidiano y de lo real, de la realidad diaria. «A fuerza de rodar películas sobre los rodajes y de poner en escena directores de cine («mettre en scène des metteurs en scène»), el cine acaba por morderse la cola». Denuncia así Rohmer cómo el cine de calidad puede acabar por convertirse en «metacine» y, por ende, sus autores y hacedores varios en personajes sofisticados, vanos y amanerados. Como Narciso, pueden acabar sumergiéndose y ahogándose en la propia contemplación de la propia belleza o interés. «(El cine) tiene que ser algo más que contemplarse a sí mismo. El cine no está hecho para mirarse, sino para mirar la vida… no me gusta el mundo del cine. Llevo una vida muy sencilla y es en ella, por otra parte, de donde extraigo mi inspiración». ¡Aire, aire fresco!, parece decir Rohmer para así escapar a la monomanía del artista obsesionado consigo mismo y con su propio arte.
Dicho esto, aclaremos que Rohmer tampoco es naturalista pues ya hemos visto cómo le repelen los extremos y el naturalismo recrea los espacios sociales fronterizos de bajos fondos, determinismo social y conductas enfermizas o claramente patológicas. Rohmer es y quiere ser, sencillamente, natural. Clase media, burguesía, razón y sensatez, como ya se ha señalado, si bien esta razón y esta sensatez, sedicentes ambas, quedarán bien pronto desde el inicio de la película y ya permanentemente hasta el final, en entredicho, constituyendo el drama propiamente dicho; pero de esto se hablará más tarde. Afirma Rohmer con campechanía que «mi cine queda fuera del cine». Rohmer evita las extravagancias y, como Diderot, podría afirmar que «il n´aime pas les originaux», que le disgustan los excéntricos, los estrafalariamente originales, amén de pícaros y granujas.
Ahora bien, por mucha naturalidad, sentido común, clase media, etc. que busque reflejar y recrear, en ausencia de conflicto, no puede haber trama ni drama y por tanto no se puede construir una película, a menos que no sea ésta un documental o una muestra de cine puro-purísimo asentado exclusivamente en la imagen en movimiento, desprovisto de argumento. Por tanto habrá drama, sí, pero nunca tragedia. Tragedia será la de las películas de los otros cineastas: como ya se dijo, un suicidio, un asesinato, un naufragio en la droga, el alcohol o la demencia, un accidente, un incendio, un naufragio, etc., en fin lo que nutre la sección de sucesos de un diario. Los dramas de Rohmer no salen en «los papeles» pues son achares, son cuitas de amor, son peleas incruentas, son enamoriscamientos, son juegos galantes, en ellos no llega la sangre al río. Son esas «depres» que nos toman y cuyo relato, pelmazo, le largamos a un sufrido amigo o a una sufrida amiga por teléfono (y ojalá haya tarifa plana si no queremos añadir a la congoja sentimental la inquietud económica), o en el rincón más recoleto (si ello es posible) de una fiesta, o en una cafetería; ese relato de posma que, además, con gran frecuencia, es narración mutua, de posma a posma, que nos acude a los labios cuando el alcohol nos proporciona la desinhibida locuacidad, o incluso verborrea, requerida. En la plasmación de esta mediocridad de nuestras vidas, en la mezquindad de nuestros dolores, brilla nuestro autor y cómo no reconocer el mérito de hacer arte con esos tan, al menos a priori, paupérrimos mimbres.
Bla, bla, bla. Rohmer es tan inteligente que es capaz de exhibir «mirada extranjera» en su propio país, que es Francia, esto es observar las cosas de los franceses como si viniera de tierras forañas, como un persa de Montesquieu, sí, pero un persa que se guardara su opinión y sus juicios de valor o al menos que no los hiciera explícitos. Si bien, como se verá más adelante, pueda encontrarlos excesivamente estéticos, al espectador francés no le repatean los diálogos de las películas de Rohmer ni el fundamento psíquico y social que sustenta esa dialéctica, puesto que constituyen su «pain quotidien». Rohmer, insisto en ello, es capaz de considerarlos en la perspectiva del forastero; Rohmer es capaz de inducirse a sí mismo el «dépaysement», intraducible término que expresa la desorientación, el desnorte de quien se halla en tierra desconocida. Extrañándose en la propia tierra, evidenciará la extrema facundia del francés, su desenvoltura verbal, su argumentación intelectualoide, lo cuantitativa y cualitativamente abrumador de su labia. Cuantísimas veces, en sus películas, los personajes envuelven la nada en una verbosidad que es ricos ropajes, «estudio de paños» como se dice en el cine, abrumadoras escenografías, espectáculos de «son et lumière», enmascarando el vacío. En, creo no ir errado pues hablo de memoria, «Conte d´hiver», durante un buen rato, se oye la radio. Un individuo, un intelectual, imagino, está hablando sobre lo «imponderable». Es de no creer su mágica capacidad, sobrehumana cuando menos, para lucubrar sobre algo tan etéreo e inaprehensible, sin titubeo alguno, con un aplomo, una riqueza de vocabulario, una facilidad de palabra, un don de la expresión, una dicción, una oratoria tan admirables y además durante tanto tiempo. Tanto es así que, recuerdo, mi mujer, entre desconcertada y dubitativa, se inclinaba a pensar que Rohmer había creado aquella intervención radiofónica ex profeso, que era ficción pues, que nadie podía expresarse así, máxime sobre cuestión tan aérea y volátil, que ninguna emisora, en cualquier caso, emitiría tal cosa, que aquello era chanza. Yo, sin embargo, modestamente, pues claro está que puedo equivocarme, soy de la opinión de que se trataba de la pura realidad, que ese soliloquio radiado era más que plausible en Francia y que, precisamente, por su carácter tan absurdo, el guasón de Rohmer, habiéndolo oído en algún momento, lo habría seleccionado como «fondo musical» del diálogo y la situación dramática de aquel momento, caricaturizándolos, reflejándolos jocosa y monstruosamente como hacen los espejos de la madrileña calle del Gato con todo aquél que se mire en ellos.
Rohmer, con la pobreza de medios que le caracteriza, se limita a trasladar a la pantalla lo que se dicen los franceses, sin exagerar, sin recurrir a efectos especiales, o a intensos primeros planos, o a «chachachachanes», o a músicas incidentales desbordantes de pathos.
A Rohmer los franceses, curiosamente, le han reprochado sus diálogos demasiado literarios. Él lo niega. En sus películas, los personajes hablan como se habla en la realidad. Y lo prueba: antes de rodar, platica con los actores, sobre todo con las actrices, sobre los personajes y el argumento; luego recoge muchas de las expresiones, giros y aproximación dialéctica al problema, en los diálogos que escribe para la película. «Il est curieux qu´on m´ait souvent reproché mon style trop écrit, trop littéraire, alors qu´il est empreint de conversations. Un jour quelqu´un m´a dit; «Une fille de cet âge ne dirait pas ça», alors que c´était précisément une phrase que j´avais empruntée à une jeune fille. «Le rayon vert» est entièrement composé d´improvisations de Marie Rivière». (Es curioso que a menudo se me haya reprochado mi estilo demasiado escrito, demasiado literario, cuando en realidad está impregnado de conversaciones. Un día alguien me dijo: «Una chica de esa edad no diría tal cosa» y se trataba precisamente de una frase que había tomado de una jovencita. «El rayo verde» está completamente compuesto de improvisaciones de (la actriz) Marie Rivière). Les ocurre pues a los franceses lo que a todo cristiano que oye su voz en una grabación, no sólo que no se reconoce, sino que además le «suena» horrible, mientras que quienes le conocen, no ven en ello nada que les sorprenda.
Llegamos así a la justificación del título de este ensayo, que no se debe a que nuestro cineasta sea católico. El catecismo de la Iglesia Católica, a la pregunta de «¿Qué relación existe entre las acciones y las palabras en la celebración sacramental?» (238), contesta: «En la celebración sacramental, las acciones y las palabras están estrechamente unidas. En efecto, aunque las acciones simbólicas son ya por sí mismas un lenguaje, es preciso que las palabras del rito acompañen y vivifiquen estas acciones. Indisociables en cuanto signos y enseñanza, las palabras y las acciones litúrgicas lo son también en cuanto realizan lo que significan«.
Y es que, denunciando la ornamentada facundia de la sociedad francesa, Rohmer pone también de manifiesto la contradicción. Entre el discurso y la conducta. Lo que decimos -lo que tan bien dicen los franceses- no se corresponde con lo que hacemos. Y el desfase puede ser, de tan grande, infranqueable; a pesar de ello, no lo acusamos, ni lo vemos por aquello de que no hay mejores o mayores sordos y ciegos que quienes no quieren ver u oír. Nuestras palabras son pura racionalización en el sentido psicoanalítico de la palabra (la «racionalización» como mecanismo de defensa), esto es una justificación inconsciente y a posteriori de unos actos que nos disgustan o que no le cuadran a nuestra economía psíquica pues reflejan una personalidad que rechazamos o que nos incomoda o inquieta; en definitiva, que se trata de una filfa.
Desde lo local, Francia y los franceses, Rohmer ha pasado a lo universal, el género humano.
Creemos ser lo que decimos cuando en realidad somos lo que hacemos (o no hacemos) y cuando, además, este «hacemos» no es precisamente para extraer de él vanagloria alguna, sino todo lo contrario. Lo curioso, no obstante, es que nos lo creemos nosotros mismos y, además, si bien generalmente sin mala intención ni afán consciente de dolo, logramos que se lo crean los demás.
«Entre el dicho y el hecho, hay mucho trecho». Con ello se manifiesta cuantísimo media entre la formulación de un propósito y su efectiva realización, y cómo, con frecuencia, nos faltan las fuerzas o la voluntad y todo queda en mera declaración. La intención no se materializa y, en muchos casos, es tan sólo bravata que no se sostiene. Rohmer evidencia ese trecho entre dicho y hecho, pero en otra perspectiva; no ya en el de la volición, sino en el de la coherencia psíquica. ¡Cuánto y cómo no nos engañaremos! Rohmer hace bueno el equivalente italiano de nuestra expresión, «Fra il dire e il fare, c´è in mezzo il mare» (Entre el decir y el hacer, en medio está el mar), llevándolo al terreno del encaje psicológico. Es un tan grande «mare», que es más bien océano.
De ahí que seamos todos, en general, unos malos oficiantes en las celebraciones sacramentales de nuestras existencias puesto que «acciones y palabras» se hacen la guerra, distan de ser «indisociables» y bien raramente «realizan lo que significan».
Se trata ahora, como ya se ha dicho, de cuestión antropológica y no ya de socio-psicología diferencial de los pueblos; ya no estamos ante un rasgo privativo del francés. Lo que ocurre es que, contra el fondo galo, la figura de la contradicción humana destaca más y mejor. Contra, por ejemplo, el cazurrismo, brusquedad, zafiedad y casi afasia del español, el contraste hubiera sido mucho menos dramático y por tanto menos aprovechable artísticamente.
A pesar de su absoluta falta de espectacularidad y a despecho de su gran normalidad, el cine de Rohmer es rentable, tanto más cuanto que no goza de subvenciones, lo cual otorga al maestro una gran libertad de pensamiento, concepción y acción. «Soy comercial», dice con sorna Rohmer, quien cuenta con un público, restringido, sí, ciertamente, pero insobornablemente fiel.
Su cine es, además, ejemplo de buena economía. Una obra bastante complicada como pueda ser «L´Anglaise et le Duc», rodada en el 2000, costó sólo poco más de 6 millones de Euros. Hasta ese momento, las películas de Rohmer solían manejar un presupuesto de unos 600.000 Euros. En ese aspecto también habrá de residir el carácter rentable de su cine. Su ausencia de megalomanía le favorece y preserva su libertad creativa. Rohmer, coherente en sus planteamientos, nunca cuenta con estrellas, que desequilibren las posibilidades financieras. Le disgusta claramente el «star system», lo cual dice mucho a su favor. Tan sólo una excepción clara: Jean-Louis Trintignant en «Ma nuit chez Maud». De ello, además, no sólo se extraen beneficios económicos, sino artísticos, tales como una mayor frescura y ductilidad en los actores y una mayor proximidad al espectador.
Para concluir, tan sólo una cuestión: la problemática presencia en sus películas de la actriz Arielle Dombasle, por cuanto, debido a su sofisticación y amaneramiento sumos, parece estar contradiciendo cuanto más arriba se haya expresado a propósito de la naturalidad y normalidad del cine de Rohmer. Creo que la explicación pueda residir en que, precisamente a través de la personalidad tan afectada de la actriz, tan artificial ella, Rohmer quiera poner de manifiesto lo artificioso de las relaciones humanas, fatuas, falsas y mendaces, lo que vendría a reforzar la idea central de la famosa y dichosa contradicción humana.
Música para el pueblo
Il cello nel Pantheon,
tocando entre otras el Preludio de la Suite nº 1 de Bach.
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_ Sólo cuando nos nombró el Rey. Fui a una comida. Y lo de marqués, que se lo agradecí al Rey, sirve como ironía a mucha gente para llamarme «marquesito», y lo dicen con un retintín… Pero qué vamos a hacer.
(La Razón – 4/11/2013)
En España siempre ha apasionado el fútbol y nunca le han hecho sombra otros deportes, como si pudiera darse en cierta medida en el caso del Reino Unido y de Irlanda o en el de Francia, con el rugby; y, para probarlo, remitimos al entusiasmo que siempre ha suscitado, por ejemplo, un Torneo de las Cinco Naciones, hoy en día ampliado a seis con la incorporación de Italia. También podría ser el caso de Grecia con el baloncesto. Por otra parte, el Real Madrid es el club más importante de la Historia. Sin embargo, en lo tocante a las competiciones de selecciones nacionales, nuestro palmarés era más bien magro: un cuarto puesto en el Mundial de Brasil 1950, el del célebre gol de Zarra ante la «Pérfida Albión», glosado y celebrado por Matías Prats, así como un único Campeonato de Europa en 1964, con el gol de la victoria de Marcelino ante la Unión Soviética (o Rusia, como siempre se dijo), en el Bernabéu, en presencia del Jefe del Estado, Francisco Franco. El desfase entre afición por el fútbol en la sociedad española y los éxitos de nuestra selección era demasiado grande y, la verdad, difícil de explicar. Recuerdo al respecto cómo, tan sólo dos años antes de que muriera Franco en 1975, un francés me expresaba su sorpresa ante lo que acabamos de describir. Decía no comprender cómo, con el entusiasmo suscitado por el balón esférico y su práctica casi unánime por niños y jóvenes, España no fuera primera potencia y brillara tanto como un Brasil, una Italia, una Argentina o una Alemania, en lugar de ser potencia media que, por ejemplo, difícilmente pasaba de cuartos en un Campeonato del Mundo y por la que nadie, en su sano juicio, apostaría nunca para, no ya un título, sino tan siquiera una semifinal y menos aún, claro está, una final.
Era también triste ver cómo, en las cuatro últimas décadas del siglo XX, en un contexto de fútbol ya muy internacionalizado, contradiciendo ese entusiasmo generalizado entre la población, se contaban con los dedos de una mano los futbolistas españoles que descollaran internacionalmente y aún menos aquéllos que militaran con todos los honores de figura en algún club extranjero. Tan sólo Luis Suárez, que yo recuerde, brilló en el Inter milanés y, si tampoco aquí voy errado, únicamente Amancio, llamado por ello el «Fifo», jugó en una selección internacional ideal. España contaba con buenos jugadores, excelentes a veces, como, por poner tan sólo dos ejemplos, Gento, en el Madrid, y más tarde Gárate, en el Atleti de Madrid, pero España, sin embargo, no sólo no exportaba, sino que importaba jugadores, a los cuales recibía a bombo y platillo y llenaba de oro. Recuerdo a este respecto cómo el fichaje de Johan Cruyff, por parte del Barcelona, pulverizó todos los récords. Llegaron así a España, amén de numerosísimos argentinos, brasileños y uruguayos, Netzer, Stielike, el propio Cruyff, Krankl, Maradona luego, etc., que venían a reemplazar a los Kopa, Kubala, Puskas, di Stefano, etc. que los precedieron. Hay un chiste de Mingote, datado de 1958, revelador de aquella situación. En un paso de frontera español, por el arco de salida se ve abandonar el país a toreros y bailaoras (también hubieran podido ser obreros españoles, con su boinica, mano de obra barata para Europa); por el arco de entrada van desfilando futbolistas extranjeros. En España, desde luego, no valorábamos lo nuestro, tal y como lo probaban innumerables chistes en que, si bien podíamos salirnos con la nuestra a base de picaresca y de «mucha sal», quedábamos bastante mal parados con la exposición pública de nuestras deficiencias.
Antes de que Miguel Muñoz se hiciera cargo de la selección nacional y, con él, se produjeran buenos resultados, como por ejemplo el subcampeonato europeo de 1984, tras perder en la final ante el anfitrión, Francia (con un vibrante partido clasificatorio entre Alemania y España, de esos que crean afición), antes de Miguel Muñoz, digo, recuerdo las bochornosas andaduras de tres entrenadores nacionales:
- Santamaría, en los mundiales de 1982, celebrados precisamente en España, en que nuestra selección, a duras penas y con ayuda de los árbitros -como queda dicho, éramos país anfitrión- supera la primera fase para quedar eliminada en la siguiente. Al finalizar cada partido, el míster repetía hasta la saciedad que los nuestros «habían sudado la camiseta».
- Kubala, entre 1969 y 1980. Como di Stefano, es un caso de excelente jugador que luego pasa a ser mediocre entrenador. Con él, España nunca ganó nada. España jugaba, bajo su batuta, a empatar. Con eso lo hemos dicho todo.
- Doctor Toba, en 1968, predecesor del anterior. Aún peor. España jugaba a no perder. Por ello Kubala representó un innegable progreso.
Da la impresión en España, y esto al menos desde que tengo uso de razón, de que los clubs llegan a ser más importantes que la propia selección, no sólo por lo que se refiere a las finanzas y a los negocios, sino -siendo esto lo realmente grave- por lo que atañe a los sentimientos de la afición. Qué duda cabe que el gran problema de España, por encima de circunstancias económico-sociales, es la de la desnacionalización progresiva. Regionalismos y nacionalismos son, necesariamente, fuerzas centrífugas. Hace años, antes de que Luis aragonés, el «sabio de Hortaleza» o «Zapatones» como le conocía la afición colchonera debido a su forma de caminar y correr por lo plano de sus pies, tomara las riendas de la selección y España pasara a dominar el fútbol internacional, el diario «El País» preguntaba a una serie de «entendidos», profesionales del fútbol todos ellos, por qué, en su opinión, España no triunfaba como selección cuando parecía tenerlo todo a favor para ello (dinero, gran afición, infraestructuras, calidad de sus jugadores, etc.). Frente a razones retóricas como las expuestas por Valdano u otras cerriles o acríticas o sencillamente simplonas y anodinas, del Bosque argumentaba que la falta de una auténtica conciencia nacional alimentaba la calidad y la adhesión a los distintos clubs de las distintas ciudades, provincias o regiones, mientras lastraba a la selección, ayuna, muy posiblemente, de una verdadera voluntad colectiva. Es cuando menos curioso que precisamente cuando arrecian las exigencias nacionalistas y las desafecciones a España, nuestra selección se alce con la Copa del Mundo (y luego con la de Europa de nuevo, tras la obtenida con Luis Aragonés). La sabiduría y la templanza de del Bosque tendrá mucho que ver con ello.
Recuerdo cómo bajo Franco se decía, en los círculos opuestos al régimen, que el fútbol era el opio del pueblo y que, arrojándonos carnaza futbolística, se nos adormecía e impedía reflexionar y criticar la situación política. La progresía era anti-fútbol. Sin embargo, si se fuera sincero, habría de reconocerse que en esto sí que Franco ha ganado la batalla después de muerto o, si se prefiere, que sus sucesores al frente de España lo han hecho mucho mejor, superando con creces al maestro, y rizando el rizo los nacionalistas con sus clubs que son, no ya sólo selección, sino nación, sustituyendo aquello del partido único por el único club. Nunca olvidaré cómo en la tarde del 23 de febrero de 1982, encendí la radio y ¡estaban dando fútbol! No sólo eso sino que además estaban comentando la Segunda B. Aquello fue aún más triste, si cabe, que el propio acontecimiento del golpe de Estado. Hoy en día, el desapego hacia la casta política es tan grande, la desconfianza tan inmensa y el hastío, esa mezcla de estómago levantado y desesperanza, tan poderosa que, cuando leo los diarios, lo primero que hago es ir a las páginas del fútbol y creo, ¡que me estoy viendo venir!, que acabaré por comprar exclusivamente el «Marca». Desde 1990 no veía un partido de fútbol televisado (fue la final del Mundial Argentina – Alemania, en que se impuso esta última) y, desde 1985, uno en directo, la final de la Copa del Rey que enfrentó a los dos Athletics en el Bernabéu y en que los colchoneros se impusieron a los leones por 2 a 1. Ahora procuro no perderme ninguno de España, aunque sea contra Bielorrusia o incluso Tahití.
Que hoy en España todo va muy mal, es algo tan evidente que no nos detendremos en ello. Que todos, salvo quizá uno o dos sin estrenar aún, nuestros políticos están desprestigiados y que no se espera nada de ellos ni de la «partitocracia» que representan, manipulan a su antojo y conveniencia y parasitan, es algo obvio también. Que todos los personajes públicos españoles chapoteen en la charca mezquina y sucia de la indiferencia o en la ciénaga del desprecio e incluso odio de la ciudadanía, también lo es. Qué poquitos se libran de ello. El más representativo y de mayor nombre es Vicente del Bosque. Es de lo poquísimo que nos queda. Y por ello, por valor intrínseco y por contraste, del Bosque es admirable y queremos admirarlo.
En España, hoy, se juega al fútbol mejor que nadie. España cuenta con jugadores de grandísima calidad y son muchos los que juegan también en clubs extranjeros de postín y en las mejores ligas de Europa. Es más, tengo la impresión de que en colegios, patios y parques, niños y jóvenes juegan mejor que antes, son más técnicos y más cerebrales. Aquello de la «furia española» pasó a mejor vida. Afortunadamente, pues no era más que el consuelo (falaz) del pobre.
Según San Isidoro de Sevilla, «noble» significa «insigne, famoso, célebre, muy conocido o nombrado». Nos dice a su vez don Mariano Madramant, en 1740, en su «Discurso sobre la nobleza de las armas y las letras» que «cuando se iban formando las sociedades civiles, agradecidos los hombres a los que en su obsequio hicieran algún bien político, o extraordinarios servicios en la guerra (el subrayado es nuestro), les correspondieron por lo regular con su respeto y veneración, y los miraron… como Nobles». «Extraordinarios servicios en la guerra»… El etólogo Konrad Lorenz insiste en cómo el deporte en general, y el fútbol en particular, constituyen símbolos y prolongaciones por vías pacíficas, esto es son sustitutivos, de las luchas cruentas y de las guerras. Es más: son, podríamos decir, «sublimaciones» de la guerra. Qué duda cabe que la selección que triunfa en la Copa del Mundo es, en gran medida, como si hubiera ganado la guerra, una guerra, además, absolutamente mundial, a la que no se sustrae ninguna nación puesto que hay una fase clasificatoria que abarca a todos los países de los cinco continentes. Son, por otra parte, numerosos los anuncios publicitarios en que los futbolistas aparecen como guerreros o paladines. Y así el entrenador no podrá ser otro que su general o rey, que hasta Carlos V, inclusive, los monarcas tomaban parte en las batallas y las dirigían; eran «entrenadores-jugadores». Así pues, por sus victorias, a del Bosque se le profesa «respeto y veneración».
Prosigue don Mariano: «Por la experiencia que tenían de su probidad y valor, depositan en ellos su confianza, encargándoles la felicidad común, que consiste principalmente en la buena administración de justicia y en la defensa contra los enemigos de la patria». Porque a del Bosque se le considera «probo» y «valeroso», la sociedad deposita en él su confianza y le encomienda la felicidad común que, en su caso, consistirá en «la defensa contra los enemigos (futbolísticos) de la patria», esto es los rivales en las lides deportivas, trasunto de las marciales. Concluye al respecto Madramant: «Esta celebridad y opinión del pueblo fue el común origen de la nobleza». Y es que la nobleza, en su origen, es «nobleza moral» y ésta «tiene su cuna sólo en la virtud del que la adquiere»; así la nobleza sería, en primera instancia, una virtud personal e intransferible, muy apreciable e inalienable, que, en segunda instancia, desde esa base acomete una acción admirable en beneficio de la colectividad u obtiene un triunfo útil, importante y saturado de emoción para un pueblo entero. El primer noble es ante todo un héroe. No obstante, dicha nobleza heroica o noble heroicidad, para adquirir naturaleza oficial, habrá de ser sancionada explícitamente por la más alta de las autoridades. Como nos señala Madramant, «la nobleza pasa a la clase de civil o política cuando el Príncipe la confirma con expresa gracia y declaración». En definitiva, que el Príncipe no hace más que consagrar al oficializar, otorgando «ejecutoria de nobleza» y recompensando así simbólicamente el mérito o los servicios personales, esto es una virtud y una acción extraordinaria, sustentada en esa virtud, que por sí misma y porque así lo ha percibido el pueblo, eran «nobles». Así define el término la Real Academia: «Preclaro, ilustre, generoso / Principal en cualquier línea, excelente o aventajado en ella / Aplicado a lo irracional e insensible, singular o particular en su especie, o que aventaja a los demás individuos de ella / Honroso, estimable, como contrapuesto a deshonrado y vil». Alfonso X el sabio establece que la nobleza que «nuevamente se gana (lo es) por las virtudes o hechos militares y políticos del que da principio al esplendor de su casa y familia». Así pues la nobleza es siempre, en su primer momento, adquirida y otorgada u «oficializada» por el Príncipe; luego se transmite a los descendientes y por ello se llama «de linaje». «La nobleza heredada se debe a la dicha y a la casualidad; la personal sólo al mérito y a los servicios: el que la adquiere honra a sus ascendientes; el que degenera, los afrenta», asevera Madramant.
El dogma de la Inmaculada Concepción, esto es que María estaba exenta de pecado original, se remonta tan sólo a 1854 y al Papa Pío IX. Sin embargo, desde hacía muchos siglos, y sobre todo en España, esta «singularidad o particularidad», esta excepcionalidad sobrenatural, esta «nobleza» era creencia popular arraigadísima, certeza para las gentes; el Sumo Pontífice no vino más que a sancionarla al «confirmarla con expresa gracia y declaración». El pueblo es siempre el primero. Es aquello de «Voz del pueblo, voz del Cielo». El pueblo necesitaba de la pureza de la Virgen, a quien ha llamado «Purísima». Como reza una letra de «campanilleros»: «Dos pastores corrían pa un árbol / huyendo´e una nube que se alevantó. / Cayó un rayo, a nosotros nos libre / y a uno de ellos lo acarbonizó, / pero al otro no, / que llevaba la estampa y reliquia / de la Virgen Pura de la Concepción». La prez es término muy empleado en el lenguaje medieval y, por ende, en las novelas de caballerías («caballero de alta prez»). Por «prez» se entiende la fama y la consideración que se ganan con una acción gloriosa, que sólo alguien muy virtuoso puede acometer y de la cual salir honroso. «Paladín», «hombre de pro», esto es el íntegro, leal, virtuoso y noble, «de ley» (del latín probus) y también el bravo y denodado, en una sociedad de esencia aristocrático-teocrática como es la medieval, con una división y compartimentado tan rigurosos y rígidos en sólo tres clases, de las cuales queda exenta la burguesía por llegar tarde y no tener ya cabida en el reparto; «de pro» puede serlo tanto el guerrero batallador como el hombre de religión, tanto el que toma una fortaleza al enemigo y al infiel como, por ejemplo, el santo ermitaño que ora y hace ayuno riguroso y orienta las almas de sus semejantes. Corresponde al «preux» de los franceses. Existen distintos tipos de proezas, esto es de acciones heroicas llevadas a cabo por la persona «de pro». La mayor, sin duda, para una persona será la de dar a luz al mismo Dios. Dicha proeza se sustenta sobre otra, la de la humildad, la aceptación y la fe: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». Y dicha proeza, suma, posibilitará proezas menores, como la de salvar la vida al pastor devoto de la Purísima que lleva colgada «la estampa de la Virgen Pura de la Concepción».
¿Qué son beatificaciones y canonizaciones sino ennoblecimientos religiosos, el «pendant» espiritual del ennoblecimiento, que es político? Porque San Saturio, pongo por caso, el de la ermita cantada por Antonio Machado, lleva vida de santo, forma a San Prudencio, obra prodigios y hace milagros, el pueblo de Soria le otorga oficiosamente ejecutoria de santidad; luego, aunque sea con siglos de retraso (pero es que la Iglesia, al trabajar para la eternidad, nunca tiene prisa), vendrá la oficialización de esa santidad por parte de Roma e incluso San Saturio se convertirá en patrón de la ciudad y dará nombre a unas excelentes yemas y a un pastel que, imagino, estará también buenísimo.
Hoy en día en que en Europa se ha ahuyentado el fantasma de la guerra, los triunfos y desfiles de la Victoria corresponden a victorias deportivas, ya sean éstas de clubs o de selecciones. El pueblo aclama a los soldados-deportistas victoriosos, quienes desfilan por las vías principales, para ser luego recibidos por las autoridades civiles e incluso luego por las religiosas con motivo de la ofrenda y acción de gracias a la divinidad, ya sea ésta local o nacional. En Roma, el general victorioso era vitoreado por el pueblo entusiasta y recibido con toda la pompa requerida por la nobleza y el Senado. Como esos triunfos podían encender en el corazón del vencedor así aclamado la vanidad rayana en el ensoberbecimiento, para impedir su endiosamiento, al pie del carro triunfal iba un esclavo representándole la condición humana, sujeta al decaimiento, la corrupción y la desaparición, así como la caprichosa inconstancia de la mudable fortuna. Que ese esclavo, el vencido, el desheredado de la fortuna, el humillado, le inspire la modestia.
¿Quién posee un palmarés como el de Vicente del Bosque, con un Mundial y una Eurocopa de selecciones nacionales y, ya en competiciones de clubs, una Copa Intercontinental, una Supercopa de Europa, dos Ligas de Campeones («Champions»), dos Supercopas de Europa y dos Ligas españolas? Y, a pesar de ello, don Vicente sigue siendo la modestia misma. ¿Por qué? En parte, creo yo, porque en sus triunfos siempre está presente su hijo Álvaro, afectado del síndrome de Down, y Álvaro es, a guisa de símbolo barroco como esas calaveras que adornan los antros de santos y santas penitentes, permanente recordatorio de la fragilidad de la gloria, del carácter voluble y veleidoso de la diosa Fortuna, de nuestra, en definitiva y a la postre, miserable condición y de que todo habrá de pasar. Como reza la letra de una célebre saeta: «Toítas las mares tienen penas…» Nosotros añadimos: «… y los pares también».
En la perspectiva personalista de la personalidad, resultaría claro que si Vicente del Bosque es como es, se deba ello a sus características intrínsecas, independientemente de sus circunstancias vitales y de las situaciones y vicisitudes personales, sociales y políticas que le hayan tocado vivir o en las que se haya hallado inmerso. En la perspectiva situacionista de la personalidad, sin embargo, serían las circunstancias, las situaciones vitales, quienes hubieran conformado su patrón de reacciones, respuestas y conducta. Ahora bien, esto de situacionismo versus personalismo recuerda en parte a la dicotomía platonicismo – aristotelismo, con el filósofo atleta señalando con el índice hacia arriba y el peripatético, al revés, mostrando el suelo o la tierra, tal y como los representa Rafael en el célebre fresco «La escuela de Atenas» de las Estancias Vaticanas. Más aún, nos lleva a la evocación del chiste aquel en que un estudiante que ha estudiado poco y sabe aún menos, se presenta al examen de filosofía con dos enormes pilas de libros sobre cada palma de la mano; a cada pregunta que se le hace, contesta que, «según los platónicos» y señala con la cabeza los libros de la izquierda, es «tal cosa», pero que «según los aristotélicos» y señala con el mentón los de la derecha es «tal otra». Cuando se harta ya el catedrático, le espeta que «lo que pasa es que usted no tiene ni idea», a lo cual responde el estudiante: «En eso están de acuerdo tanto los platónicos como los aristotélicos».
Con todo ello quería decir que, si bien el temperamento de del Bosque sea indudablemente el del flemático y entre sus características se halle la santa paciencia y el no encalabrinarse, el del sosiego y la templanza y, aunque entre sus virtudes «naturales» se cuente la de la modestia, ajena a endiosamientos, vanidades y excentricidades egocéntricas, no es menos cierto que la realidad informa y forma (o deforma) nuestra personalidad. Del Bosque sabe no sólo que en cualquier momento se puede fracasar, sino además que el fracaso puede presentarse inmediatamente después del triunfo como bien nos advierte el dicho de «Pan para hoy, hambre para mañana», que algunas victorias, por pírricas, llegan a ser derrotas y que el ejemplo de Aníbal no es el único en la Historia; además, que incluso triunfando, la memoria es flaca, las personas somos injustas e irracionales y que la apariencia es lo que más cuenta en nuestra sociedad de mercadotecnia, consumo rápido, escándalo y bulimia de noticias tontas. De ahí que a del Bosque no le renueve el contrato Florentino Pérez, un hombre de negocios obsesionado con la «imagen», tiranía hodierna, y la «beautiful people» pues, a pesar de la lealtad y en especial de los inmejorables resultados obtenidos por el Madrid bajo su batuta, del Bosque le resulta demasiado «de casa», cazurro, feo y viejo (representa del Bosque más edad de la que realmente tiene), con un cráneo demasiado a la vista; es además muy serio, sesgo incluso, ¡si casi parece un retrato del Greco!, amén de formal, honrado, buen burgués, conciliador, razonable, trabajador… Hay que echarle y sustituirle por alguien con un ego descomunal, que proporcione titulares, creando conflictos, encizañando, un «mediático» en definitiva, a la manera de una Miley Cyrus o de un Nicolás Maduro.
Porque Mario, igual que el historiador Salustio, quien narrara sus avatares políticos y militares, es de origen humilde, se queja de cuán injustamente pueden llegar a comportarse los que se atribuyen la nobleza a sí mismos por la virtud ajena, la de sus antepasados, esto es la nobleza heredada, negándosela a él, merecedor como es de ella por su propia virtud. La «nobleza heredada», en el caso de don Florentino Pérez tiene un nombre: fortuna personal o riqueza. Los «florentinos» constituyen la «nobleza de linaje» actual. En «Jugurtha», de Salustio, se lamenta así Mario: «Desprecian en mí la falta de nobleza; yo en ellos la sobra de flojedad. A mí se me echa en cara mi nacimiento; a ellos sus maldades. Bien que, según entiendo, la calidad es una y general en todos y el que tiene más valor, ése es el más noble… Si tienen pues razón para despreciarme a mí, desprecien también a sus antepasados, cuya nobleza, así como la mía, comenzó en ellos por su valor. Si me envidian el honor que tengo, envidien también mis trabajos, mi conducta y los peligros en que me he visto, pues por tales medios lo he adquirido…puedo referir mis hazañas… Ved, pues, cuán injustos son los que se atribuyen ellos a sí por la virtud ajena, no quieren concedérmelo a mí por la propia». Claro está que luego Mario acabará bastante mal, víctima de su ambición, su envidia, sus malas artes y su violencia, pero eso ya es harina de otro costal. «El destino del hombre es su carácter», según nos dice Heráclito. El carácter, frente al temperamento que depende de nuestra disposición orgánica y de nuestro aparato o sistema endocrino, resulta de una decisión o de una formación psíquica, y el de del Bosque, siendo como es cabal, no dará nunca en esos excesos.
Otra «situación» vital de del Bosque que es también un revés y que asimismo, posiblemente, le haya enseñado a no engreírse, sea la de su paso por el Besiktas de Estambul. El 27 de enero del 2005, después de que le «echaran» del Madrid y antes de que se hiciera cargo de la selección nacional, tras ocho meses como entrenador del equipo turco, del Bosque fue relevado en el cargo. El Besiktas no sólo fue eliminado de la Copa Uefa, sino además del campeonato de Copa de Turquía y se hallaba ya a catorce puntos de distancia del primer clasificado en la Liga. Tras los triunfos sonados con el Madrid, del Bosque recibía un jarro de agua fría en Constantinopla. Yo creo que ese fracaso se debió no tanto a errores técnicos o falta de conocimientos futbolísticos -la cosa resulta bastante obvia-, sino sobre todo a lo que podríamos llamar carácter «reciamente local» de nuestro personaje y que explica en parte la desairada decisión de Florentino Pérez. Vicente del Bosque pertenece a una generación de españoles que todavía no sale fuera, que es pobre y bastante provinciana, que no habla idiomas, que se siente a disgusto y fuera de lugar en tierras extrañas. Guardiola, en esta perspectiva, sería todo lo contrario, perteneciente ya a una España que ha cambiado mucho, plenamente integrada en Europa, que va al extranjero, que procura hablar idiomas, que tiene labia y que, habiendo aprendido de los otros países, ha asimilado la importancia de la «imagen» y sabe venderse.
No, del Bosque es de una hornada que sólo puede desenvolverse en España. Obtiene triunfos internacionales, los más encumbrados, los más importantes, sí, pero trabajando en casa y desde casa, en un contexto, en un ambiente, en una realidad tozuda y genuinamente españolas. Posiblemente el fracaso de del Bosque , allí en Turquía, se debiera a falta de sentido práctico a la hora de aplicar conocimientos y conceptos en tierras forañas. Florentino Pérez lo tacharía de «paleto» y Florentino Pérez requiere de «internacionalidad» al máximo, si bien luego -y hasta ahora, al menos- en el pecado haya llevado siempre la penitencia y, a este respecto, recuerdo unas declaraciones de Beckham en que afirmaba que le «gustaría ganar algo con el Madrid». Para justificar y argumentar la salida del club de del Bosque, Florentino dijo: «Cada técnico tiene su librillo. Del bosque tiene uno más bien clásico. Es muy tradicional. Buscaremos algo más moderno». Son palabras rezumantes de desprecio y eso que empleó «técnico» en lugar de «maestrillo», sin atenerse a la ortodoxia formal del refrán. Resulta claro que nunca se hubiera atrevido a usar esos términos para describir, pongamos por caso, a un Mourinho o a un Ancelotti, a pesar de no poder presentar unos CVs tan ricos cuantitativa y cualitativamente. Es el lenguaje que emplea el mundo -y no olvidemos que el Diablo es el Príncipe del Mundo- a la hora de juzgar la disciplina, la laboriosidad y la virtud.
Creo que del Bosque y Guardiola sean en este sentido antitéticos, no tanto por características personales, sino por ser ambos productos o reflejos de dos Españas, histórica y socialmente, distintas. Ya es significativo que Guardiola, tras dejar el Barcelona como jugador, militara en el extranjero (en el Brescia, la Roma y Qatar), mientras que del Bosque colgara las botas dentro del Madrid y permaneciera dentro del club, en labores técnicas. Posiblemente le resultara estrambótica cualquier otra posibilidad. Guardiola triunfa, inigualable e inmejorable, en el banquillo del Barça y luego se concede un año sabático. Marcha a Nueva York. Eso del «año sabático» resulta muy moderno y reciente. En la España de la infancia y juventud de don Vicente, no se concebía, si bien no sea menos cierto que hoy hemos vuelto a dejar de concebirlo de nuevo. Se trabajaba duro para salir adelante. Se era un país pobre y aislado y además dado de lado por el entorno, que sólo nos visitaba el rey Faiçal y nuestro Jefe del Estado sólo salió de España en una ocasión… ¡a Portugal! «Año sabático… ¿qué es eso?», se hubiera preguntado del Bosque a la edad de Guardiola otorgándoselo a sí mismo. Y con él, un Amancio o un Pirri y, si se le hubiera forzado a ello, no habría ido desde luego a Nueva York (como en el schotis del señor Macario, se hubiera preguntado: «¿Y qué haces tan temprano en Nueva York?») a ver, por ejemplo, las mamarrachadas del MOMA, sino que, como alma en pena o como licántropo noctívago, hubiera vagado por su Salamanca o por los pasillos de su piso tan próximo a la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid, tachando, como un preso de penal o un recluso del Purgatorio, los días que le faltasen para recobrar la perdida libertad del trabajo y zafarse de la condena de la libertad absoluta. Buen proletario. Como esos obreros españoles de toda la vida que llegan a la fábrica o a la obra treinta o cuarenta minutos antes y, los domingos o en vacaciones, o bien hacen chapuzas remuneradas o bien las hacen en casa, a destajo casi, y, como presos en un penal o reclusos del Purgatorio, van tachando con ansiedad los días que les faltan para alcanzar de nuevo la ansiada libertad, la auténtica para ellos, y no el señuelo de la jubilación, bostezo condenatorio a la tristeza de la inactividad improductiva, más triste que la propia muerte.
Alfonso X el sabio, nuevamente en sus «Partidas», establece que las cualidades necesarias en un buen caudillo son: la sabiduría, el valor y el buen seso. Veamos:
- Buen seso: «fiel a su imagen de hombre alejado de escándalos y polémicas, de la boca de del Bosque no sale en público ni una sola palabra sobre el presidente (Florentino Pérez) ni sobre su club (el Real Madrid) en el que tiene una hoja de servicios de más de treinta años» (Jorge A. Moreno, ABC – 14/10/2013); «un estilo de coaching sereno y equilibrado, razonable y maduro» («La fuerza tranquila» – Ignacio Camacho, ABC – 20/1/2013)
- Sabiduría: «del Bosque representa el paradigma del jefe que todo el mundo desearía tener; sensato, moderado, apacible, discreto, cooperativo, juicioso, integrador… un líder moral sosegado que emana la jerarquía intangible del prestigio e inspira con su temple una confortante, alentadora confianza» (Ignacio Camacho, ABC – 20/1(1013)
- Valor: Como siempre se ha insistido en la modestia, flema y temple torero de don Vicente, cabe preguntarse por su valor. ¿O es que tan sólo «se le supone», como figura en la cartilla de todo soldado español? Quizá resida éste precisamente, pues no debemos dejarnos engañar por las apariencias, en que sin bravatas, ni arbitrariedades, ni exabruptos, sino con absoluta naturalidad, cree, mantenga o mejore un estilo de juego basado en la técnica individual -de altísimos vuelos, como nunca se había dado antes en España- , toque y posesión casi obsesiva del balón, así como una elegancia de juego, una estética innegable asentada en el talento y en la coordinación del conjunto en el que afortunadamente no destaca nadie por encima de los demás ni hay ningún figurón.
Valor ha sido el, a pesar de las críticas, mantener ese estilo hasta la fecha, con las mejores estadísticas que nunca se hayan dado anteriormente con otros seleccionadores nacionales. «Toda la vida hablando de que no tenemos estilo y cuando encontramos uno, despotricamos» (ABC – 1/7/2012)
A Vicente del Bosque se le ha llamado «anti-héroe». Es que el valor de del Bosque es tranquilo. Recuerdo que, cuando era jugador, del Bosque podía llegar a desesperar. Era centrocampista, cerebro, organizaba el juego con su visión de conjunto, pero si perdía el balón, lejos de replegarse raudo o disputarlo, parecía desentenderse entonces. Era muy frío. Era muy cerebral. Era, por contraponerlo a otro jugador de su mismo club y equipo, el opuesto de Pirri, «purisito corasón», que diría un mexicano. Qué duda cabe que esa «sangre gorda» es también en gran medida la de la selección española, lo cual unido a que ejecuta pocos tiros -poquísimos desde fuera del área-, observa con frecuencia el «gili-córner», galopa raramente al contraataque y que, salvo en raras ocasiones como en la final contra Italia en la última Eurocopa en que se ganó por goleada, las victorias son exiguas (en general por un solo gol de diferencia), puede desesperar ella también a más de uno. Dicho esto, si a los hechos y a los datos y no sólo a los resultados, sino también al juego nos remitimos, habrá que dar la razón al míster. «… el triunfo se ha ido extendiendo de año en año, sin mermas y sin bajar un ápice. Por el contrario, y después del partido ante Italia (1/7/2012, final de la Eurocopa), da la sensación de que la máquina va más engrasada cada año» (José Manuel Cuéllar, ABC – 3/7/2012). Éste es el valor de del Bosque: el trabajo, la perseverancia, la disciplina y la regularidad. Como decía Hernán Cortés: «El sufrimiento, ese segundo valor». De la explosión, del brote vehemente, virulento o audaz, del golpe de genio, todos, en un momento determinado y en mayor o menor medida, somos capaces. De mantenerlo, a fuerza de tiempo y sacrificios, de «sufrimientos», eso es otro cantar. ¡Dios nos libre de las inspiraciones del momento! Como dice el refrán: «Ya se levantó el perezoso. Prendió fuego al palomar». El valor de del Bosque no será nunca temeridad. No va con él cantar eso de «Nadie sabía en el Tercio / quién era aquel legionario / tan valiente y temerario…»
Recientemente se quejaba, con sorna, el entrenador de la selección española de hockey sobre patines, Carlos Feriche, de que, a pesar de su palmarés ¡invicto siempre! y de la conquista de todo cuanto una selección pueda apetecer, a él no se le hubiera hecho marqués. A pesar del tono de soca de sus palabras, qué duda cabe que lleva razón. Como razón habría que conceder a quien denunciara que, por ejemplo, a Amaya Valdemoro (o incluso a Marta Domínguez antes de que saltara el escándalo) no se le haya concedido ni nunca se le concederá el Premio Príncipe de Asturias del deporte. Sin embargo, la realidad bien poco sabe de justicias y de equiparaciones. Hay un deporte que encandila a todos y ése es el fútbol, y los demás, todos sin excepción, a él confrontados, se convierten en minoritarios, muy minoritarios o mediáticamente inexistentes ( y por ende inexistentes), de tal manera que, indefectiblemente, serán siempre más rápidos y sensibles los afectos futbolísticos que cualesquiera otros aciertos o frutos cogidos u obtenidos en otras lides.
Hay sabios que se escandalizan de que se admire a del Bosque, a Iniesta o a Xavi Hernández y se tenga en bien poco, al menos frente a ellos, a un Arsuaga o a un Barbacid o al hispanoamericano Patarroyo. No pidamos peras al olmo, entre otras cosas porque como decía Tono «estará prohibido». Don Mariano Madramant argumenta con razón que «el beneficio de las victorias nos hace más pronta y más viva impresión que el que se origina de las sabias leyes, de la administración de justicia y de la buena política porque los progresos de su utilidad son más lentos y para conocerlos es menester recurrir a las reflexiones en que por lo común no suelen detenerse los hombres». Claro está que Madramant, del siglo XVIII, no se refiere al fútbol, sino a la guerra y a la vida militar, pero es que nosotros sabemos ya, gracias a Konrad Lorenz, que el deporte, y por encima de todos el fútbol, es guerra pacífica, enfrentamiento incruento, con vencedores y derrotados, con países que ganan y países que pierden, y también sabemos que el fútbol es deporte de masas en que éstas vuelcan sus afectos.
En su prudencia y reflexión de los avatares y cosas de la vida, del Bosque es consciente de lo aleatorio y caprichoso que es todo, amén de lo arbitrario que también pueda llegar a ser. Tras ser jugador del Real Madrid, pasa al equipo técnico del club merengue, donde se dedica a las categorías inferiores. El primer equipo no obtiene los resultados requeridos o apetecidos. Se despide al míster, Toshack, y se echa mano del personal de la casa. Del Bosque es nombrado entrenador. Llegan entonces, sin apelación, los éxitos, pero uno se pregunta qué hubiera ocurrido si no hubieran despedido a su predecesor o si hubieran recurrido a otro de relumbrón y, a ser posible, extranjero. Del Bosque hubiera proseguido en el anonimato, desarrollando su labor sorda, de limitados sufragios populares y sin eco mediático alguno. A la Ocasión, ya se sabe, la pintan calva, pero con un exiguo mechón de cabellos que hay que agarrar con fuerza y decisión y no soltar ya. No obstante, se puede seguir cavilando e hipotetizando: ¿y si, a pesar de todo, por las circunstancias que fuesen, su trabajo al frente del primer equipo del Madrid no hubiera cuajado?… Del Bosque habría permanecido en su oscura labor, eso sí sin queja alguna por su parte, y tan sólo los madridistas o los no madridistas dotados de memoria crítica, le hubieran recordado, pero con moderación, sin grandes entusiasmos, como se recuerda, por ejemplo, a un Grosso o a un Velázquez, jugadores importantes, sí, pero que no marcan una época y que se achican en la perspectiva del tiempo ante un Pirri o un Amancio.
Del Bosque, por otra parte, lleva en la sangre el escepticismo y sabe cuán «presto se va el placer» y «como después de acordado, da dolor»; cuán pronto, con cuánta celeridad, y más en el mundo tan competitivo del fútbol, ávido de éxitos y de frutos inmediatos, en que nadie puede ni quiere esperar a que el árbol crezca y madure, se pasa de la aclamación a la indiferencia o al vituperio. Un entrenador no sólo ha de ser bueno, sino mejor que los demás y ha de ganar siempre. Si ya es difícil ser mejor que los otros, ¡cuán no será serlo de forma permanente! Ahora bien, nada es para siempre; todo responde a ciclos. Sí, es bien cierto que un entrenador reputado gana mucho dinero y es admirado; no es menos cierto, sin embargo, que trabaja en unas condiciones de ansiedad y agobio, sólo comparables, creo yo, a las que haya de afrontar un Presidente de Gobierno, con la ventaja para éste de que acabará, salvo circunstancias excepcionales, su mandato, o casi en el caso de que convoque elecciones anticipadas. Por otra parte, la intensidad, frecuencia y recurrencia de los episodios ansiógenos es mayor, con dos y a veces incluso tres ocasiones por semana, para el míster.
Si del Bosque fuera filósofo, abrazaría el estoicismo. Sólo el desprendimiento y la ataraxia nos tornan inmunes a los rudos y desconsiderados golpes de la diosa Fortuna y garantizan nuestro equilibrio mental y afectivo.
Alharacas, ringorrangos, extroversiones, delirios y emotividad o labilidad le son ajenos, afortunadamente, a del Bosque. Hemos hablado de estoicismo a propósito de del Bosque. Vamos a establecer un ligamen entre el maestro salmantino y Séneca, a través de S.M. el Viti y Manolete. A Vicente del Bosque le gusta la tauromaquia y, al parecer, según he leído, su torero preferido es su paisano Santiago Martín «Viti». Desde luego ambos se asemejan: semblante serio, cuando no adusto, temple y templanza, valor desde la técnica sin temeridades ni heterodoxias. Sobriedad. Me decía mi padre que quien hubiera conocido a Manolete, como era su caso, sin llegar a minusvalorarlo, relativizaría la valía del diestro de Vitigudino; o, a la inversa, que quien hubiera visto torear al Viti, podría hacerse cabal idea de cómo toreaba Manolete. El Viti representó el clasicismo castellano reinterpretando el hieratismo y la prestancia del cordobés. Córdoba no es Sevilla; Córdoba no es Cádiz. «Córdoba. Lejana y sola», tal y como la describiera Lorca. «La muerte me está mirando / desde las torres de Córdoba». Reza un aserto andaluz: «De Sevilla, señoritos; de Córdoba, señores; de Málaga, gente». Córdoba, en su estoicismo, es senequista como Cordobés fuera Séneca. Córdoba es la más castellana de las ciudades andaluzas. «Y como Cuauhtemoc, cuando estoy sufriendo, / en vez de rajarme, me aguanto y me río», canta el mexicano de «Yo soy mexicano» de Esperón y Cortázar, lo cual no deja de ser extroversión y orgullo, explicitado éste con su punto de histrionismo. Séneca, el estoico, y Vicente del Bosque, «cuando están sufriendo», tan sólo aguantan, procurando que no se les tuerza el gesto ni se les demude el semblante. «J´aime la majesté des souffrances humaines» («Amo la majestad de los sufrimientos humanos»), escribe Alfred de Vigny, romántico estoico donde los haya. Su lobo así se expresa:
… Si tu peux, fais que ton âme arrive,
À force de rester studieuse et pensive,
Jusqu´à ce haut degré de stoïque fierté
Où, naissant dans les bois, j´ai tout d´abord monté.
Gémir, pleurer, prier est également lâche.
Fais énergiquement ta longue et lourde tâche
Dans la voie où le Sort a voulu t´appeler,
Puis après, comme moi, souffre et meurs sans parler» (La mort du loup)
(Si puedes, haz que tu alma alcance,
A fuerza de permanecer estudiosa y reflexiva,
Ese alto grado de estoico orgullo
Al que yo, naciendo en los bosques, presto subí.
Gemir, llorar, rezar es igualmente cobarde.
Haz con energía tu larga y pesada tarea
En la vía en que la Suerte dispuso ponerte.
Luego, como yo, sufre y muere sin hablar») (La muerte del lobo)
Como bien se ve, acabamos de demostrar científicamente la relación directa entre Séneca y nuestro personaje. Y desafío a cualquier universidad americana, por muchos dólares con que cuente, a poder hacer otro tanto.
Don Vicente, charro de nacimiento, es muy castellano. Dice Cela, gallego, en «Viaje a la Alcarria» que «el pueblo de Castilla es institucional y sacramental y hay dos cosas que no perdona ni por error: el que los ricos se salten los mandamientos de la ley de Dios (y esto va por Florentino Pérez) y el deleite de llamar siempre, con toda crueldad, al pan, pan y al vino, vino». Por una conciencia aguda que sabe distinguir lo negro del blanco y lo justo de lo injusto, a del Bosque se le atraganta el baldón que le dieron el poder y la riqueza, entronizados en la presidencia del club merengue y encarnados en el plutócrata Florentino Pérez. Lorenzo Sanz, quien fuera antes que él presidente de la entidad blanca, refiriéndose a aquel desaire con que se despreció su figura y su trabajo en el Madrid, afirma: «… aunque no es rencoroso, Vicente está muy dolido porque nunca se le ha valorado lo que hizo en su momento (en el Real Madrid)». Todo ello porque, a toro pasado, la directiva del Real Madrid, en marzo del 2011, menos de un año más tarde de la obtención del Campeonato del Mundo por parte de la selección española bajo la égida de del Bosque, acordó por unanimidad concederle la medalla de oro del club, la más alta distinción que pueda otorgar el Real Madrid. Resulta evidente que si del Bosque no hubiera triunfado con el conjunto nacional o, tras dejar el Madrid y su infructuosa estancia en el Besiktas, hubiera caído en el ostracismo, el Madrid lo habría olvidado para siempre.
No era la única concesión. Junto a él se confería aquella distinción a Plácido Domingo y a Rafa Nadal, lo cual diluía en gran medida el reconocimiento a su persona, a su figura y a su trabajo. Lo suyo, lo propio, lo realmente justo, ético y estético, hubiera sido un homenaje en el Bernabéu, con él y con su inseparable equipo técnico de ayudantes (Toni Grande, Javier Miñano y Francisco Jiménez), como el matador homenajeado, rodeado de su cuadrilla, compartiendo generosamente con sus subalternos las mieles del triunfo y del afecto de los aficionados, en el centro del campo, recibiendo la condecoración, dando luego la vuelta al ruedo y propinando la patada de honor que da inicio a ese partido festivo que enfrenta al Madrid y a otro buen equipo, o a una selección o a un buen combinado internacional. No es para menos. Como dijo Toni Grande, mozo de espadas y hombre de confianza del maestro: «El homenaje debiera ser sólo a Vicente; llega demasiado tarde y es frío… merecía el aplauso individual en el centro del Santiago Bernabéu y no en un salón de actos». Sentenció del Bosque diplomáticamente, achacando a sus «rarezas» el no recoger esa medalla y, por tanto, su rechazo: «Entiendo perfectamente el cariño del club y de la gente hacia mí, pero yo también tengo mis rarezas, entonces que me permitan tomar una decisión que llevo en lo más profundo de mí». En «El Economista.es», del 16/2/2012, puede leerse: «Una salida fea: La decisión en lo más profundo de su ser llega tras su distanciamiento con Florentino Pérez, presidente del club blanco entonces y, tras una pausa, también ahora. Después de dos Champions ganadas y un día después de ganar su última Liga, el Real Madrid comunica a del Bosque que no le renovaría el contrato en busca de un «nuevo estilo»… La medida que ya había sido aireada por todos los medios de comunicación, dolió al míster blanco que fue el último en enterarse de manera oficial de la medida y cuando su sustituto, Carlos Queiroz, estaba casi en la sala de prensa».
¿Rencor? No, Lorenzo Sanz lleva razón al afirmar que del Bosque no es un resentido. De serlo, qué fácil no le hubiera sido, con sus declaraciones, cuestionar y mancillar al presidente blanco. No, como el lobo de Vigny, del Bosque sufre y calla. Imagino que tras largas deliberaciones consigo mismo y tras sopesar ponderosa y sesudamente la cuestión, habrá tenido que dolerle su decisión final por, además y sobre todo, temor a que la afición, siempre manipulable, pudiera tomarla como desprecio al club y a ella misma. No, no se trata de resentimiento, sino de la sensatez y la coherencia de que del Bosque hace gala pues, de aceptar la distinción, se estaría plegando y sancionando la hipocresía, el cálculo interesado y el oportunismo. Que yo sepa, Cristo nunca se acomodó ni a las camándulas de los fariseos y saduceos, ni se avino jamás a las seducciones de filisteos con sus becerros de oro. Cristo no tuvo acepción de personas. ¡La verdad por delante, siempre, señores cristianos!
Esto por lo que hacía a la primera de las cosas que, según Cela, no perdona ni por asomo ni se salta un castellano. En cuanto a la segunda… aquí no podemos ser tan categóricos con respecto a del Bosque pues, debido a su profesión y a su cargo, la sinceridad descarada le queda vetada. Y del Viti habrá aprendido a tener mano izquierda. El duelo deportivo entre Madrid y Barça, convertido en trifulca y azuzado por quien acostumbra a pescar en río revuelto y por un periodismo amarillista e irresponsable o sencillamente porque, careciendo de toda vida interior, el encizañador sólo puede vivir hacia afuera, curioseando impertinentemente o malquistando a unos con otros porque eso es cuanto estimula su anodino decurso vital, ese duelo o trifulca, digo, es peligroso toro a que agarrar por los cuernos. Ayudado por la buena voluntad de Casillas y Xavi Hernández, a del Bosque tocó enderezar una situación torcida y con su triaca limpiar la ponzoña y ligar las llagas. Sólo alguien con autoridad suficiente y respetado por los jugadores, entre otras cosas por ser él mismo el primero en respetar, puede desbastar, limar, pulir y hacer que las piezas encajen de nuevo. Algebrista era llamado antaño el práctico que encajaba los huesos dislocados o rotos. Del Bosque es algebrista.
A propósito de Castilla, cabe citar aquí a don Antonio Machado, andaluz en la meseta más áspera. «Hay un breve aforismo castellano, que yo lo oí por primera vez en Soria, que decía así: «Nadie es más que nadie». Nunca olvido al viejo pastor de cuyos labios oí ese magnífico proverbio, donde, a mi juicio, se condensa toda el alma de Castilla, su gran orgullo y su gran humildad, su experiencia de siglos y el sentido imperial de su pobreza. Esa magnífica frase que yo me complazco en traducir así: Por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre».
Del Bosque sabe, o cuando menos intuye, que cuanto nos diferencia y jerarquiza son disfraces y que, una vez quitados, todos nosotros, en nuestra desnudez radical y desvalimiento, somos iguales. Qué duda cabe que el proverbio expresa a nuestro personaje y que la glosa del poeta también puede aplicársele. Donde dice «siglos» léase «años» y donde dice «sentido imperial», pues… la verdad, yo lo dejaría porque, espero haya quedado ya suficientemente claro, el fútbol es guerra en la paz y sustituto pacífico de la guerra, así como, por tanto, política y, por ende, la selección que triunfa, allana reinos y funda imperios, si bien el dicho imperio sea relativamente efímero y haya de intentar renovarse cada cuatro años.
Este «nadie es más que nadie» tiene un genial estrambote acuñado por Rafael Ortega, el Gallo, el Divino Calvo, y es el de «que naide se meta con naide«, que también informa y expresa a del Bosque, hombre pacífico y respetuoso.
Y entramos así en la cuestión de los valores, un tema excesivamente manoseado en nuestra sociedad, lo cual es prueba de su crisis, de su mengua o incluso de su ausencia. Del Bosque ha insistido hasta la saciedad en que el juego había de ser limpio y de que era menester la humildad. En prácticamente todas las entrevistas, del Bosque manifiesta que «el día en que nos lo creamos, dejaremos de ganar». Recordemos también que a nuestra selección se le ha reconocido oficialmente su fair play al concedérsele el Premio Fifa Mundial 2010 al Juego Limpio y, si no voy errado, bajo del Bosque, tanto en la Eurocopa como en el Mundial, España ha sido el conjunto con menos tarjetas y creo no errar al decir que nunca ha sufrido el baldón de una expulsión, que es algo que ha de mancillar siempre a todo equipo y más aún a uno ganador. Frente a aquel famoso «ganar como sea» de di Stefano, del Bosque, en su hidalga censura de ratimagos, fullerías y trampas, se alinearía con las tradicionales formas militares de vencer de que blasonaban los romanos, opuestos, como nos dice Montaigne, «à la Grecque subtilité et (à l´) astuce Punique, où le vaincre par force est moins glorieux que par fraude» (a la sutileza griega y a la astucia púnica, en que el vencer por fuerza es menos glorioso que por fraude). No, del Bosque hace suya la afirmación del pensador gascón por la que «celuy seul se tient pour surmonté, qui sçait l´avoir été ny par ruse ny de sort, mais par vaillance, de troupe à troupe, en une loyalle et juste guerre» (sólo se sabrá vencedor quien haya obtenido la victoria por valentía, y no mediante ardides o por buena fortuna, sino de ejército a ejército, en una guerra leal y justa). Vencer lealmente, ganar en buena lid.
Cuando Benedicto XVI, antes de ser Papa, era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, escribió sobre el fútbol considerándolo «acto universal que une a los hombres de todo el orbe en un mismo estado de ánimo», aproximándolo así, en cierta medida, a la eucaristía. Prosigue: «Esto pone de manifiesto que se debe estar tocando algo originariamente humano», lo cual no significa más que el fútbol, como diría Peter Brook, es «teatro sacro», religión por tanto, en el sentido más lato de la palabra. En cuanto a los valores propiamente dichos, el Cardenal Ratzinger se expresa así: «El fútbol obliga al hombre, ante todo, a disciplinarse a sí mismo. También le enseña a colaborar con los demás; por último, a enfrentarse con ellos limpiamente». (Joseph Ratzinger: «Cooperadores de la verdad») Ciertamente no es ello privativo del fútbol puesto que puede aplicarse a todo deporte de grupo, sí, pero, lo repetimos, el fútbol es deporte universal, de masas, y cargado de afectividad. Por otra parte, cabe preguntarse si puede producirse «transferencia» desde el fútbol y desde la actividad deportiva en general a otros campos de la vida; en cualquier caso, dudo que esa «transferencia» se opere de manera automática.
Del Bosque es consciente de la admiración que, tanto en niños y chicos de ambos sexos, suscitan los futbolistas de la selección y de cómo se erigen en modelos de conducta. En una entrevista previa a la final de la Eurocopa 2012, que ganara el primero de julio frente a Italia, Vicente del Bosque se expresa así en el ABC: «Este grupo (los jugadores de la selección) disfrutan de una corriente de simpatía grande en la sociedad española… Tenemos que aprovechar eso, que estos chicos son modelos para los chavales jóvenes y deben ser ejemplares». Esta ejemplaridad ha de sustentarse en el talento individual y colectivo, la labor de conjunto y conjunción de los jugadores, el juego limpio y el respeto al rival. El otrora cardenal Ratzinger concluye esperanzado: «Tal vez sea posible aprender nuevamente a vivir a partir del juego: la libertad del hombre se nutre de reglas y de disciplina». Sus palabras, llenas de buena voluntad, nos resultan, por desgracia, seráficas y utópicas. Entre otras cosas, el fútbol, amén de ser deporte, es también (¿sobre todo?, ¿únicamente?) negocio…
También del Bosque aspira a que el fútbol sea escuela de bellos valores. Recuerdo un documental que rememoraba de forma bastante crítica el Mundial de Argentina, jugado en 1978, en que el país anfitrión se alzó con la Copa ante Holanda. Menotti, autodefinido como «filósofo del fútbol», seleccionador argentino, justo antes de la final, en los vestuarios, aleccionaba a los suyos (ese excelente equipo de Marito Kempes, Ardiles, Villa, Bertoni, etc.) a exhibir juego limpio. Las cámaras y los micrófonos estaban tomando acta de aquel acontecimiento y había que causar buena impresión. Ese mismo documental mostraba luego, tras la arenga en el vestuario, las marrullerías y suciedades disimuladas a que recurrieron los vencedores. Creo que en del Bosque no se da esta contradicción, tan farisea, en definitiva esta hipocresía, entre palabras y hechos. Letra y espíritu van en él de la mano. A del Bosque, además, le han de asquear profundamente esos grupos violentos de hinchas, alimentados ¡y financiados! por más de uno y más de dos presidentes de club. Kevin Keegan, capitán de la selección inglesa en el Mundial de 1982, mostró su rechazo sin ambages y expresó su condena sin excusas al hooliganismo nacional que mancillaba el nombre de su selección y de su país.
Ahora bien, si del Bosque suscribiría sin pestañear las palabras de quien fuera luego Papa, no incurre en su ingenuidad pues, aunque Benedicto sea bastante mayor que él, del Bosque lleva en el fútbol desde niño y es perro viejo y, por tanto, ladra echado, y más sabe el diablo por viejo que por diablo. Del Bosque es consciente de que sólo puede ser modelo para los demás quien triunfa porque esto es fútbol y no vida espiritual y nadie va a indagar móviles o a reconocer victorias sobre uno mismo o sobre el mundo. En el fútbol nadie triunfa como Cristo, clavado en una cruz. El fútbol, espectáculo mundano, rechaza ese escándalo. Se admirará y querrá ser como el mejor, como el que gana y alza la copa frente a la hinchada. Por ello insiste del Bosque en que sus chicos hayan de ser humildes y solidarios («caritativos», diría Ratzinger) pues él, hombre escéptico, hombre estoico, hombre desengañado, sabe mejor que nadie, y así lo afirma, que «lo que pasa es que ya sabemos que dicha ejemplaridad va relacionada con el triunfo. Cuando se pierde…» Mejor que nadie lo sabe él que, incluso triunfador, ¡ aun así!, recibió una patada en el trasero.
«Este equipo es el reflejo de la España ideal», ha dicho del Bosque y, por si la cosa no quedara lo suficientemente clara, añade: «Aquí no se nota que hay catalanes, vascos, madrileños…» (ABC – 1/7/2012). Lo bello y lo propio hubiera sido acabar la frase con un «sólo españoles» o con «pues, a la postre, son todos españoles», pero del Bosque ha de ser conciliador por obligación, amén de serlo por carácter, y, a tal punto hemos llegado en «este país» nuestro que, en determinadas, muchas , demasiadas circunstancias, es mejor, tristemente mejor, no usar el término «español» o «España». Sí, para no ofender. En cualquier caso, don Vicente tiene el valor de mentar a España, hablando incluso de «España ideal». Claro, diría un extranjero de un país normal, cómo no nombrarla si es precisamente su entrenador. Lo que posiblemente no sepa ese extranjero, dada su normalidad, es que Francia es Francia, sin problemas, y Alemania también es Alemania, pero que España… ya se lo dijo Arzallus a Mayor Oreja, que España nunca sería Francia o Alemania, queriéndole representar así, como acertadamente lo interpretó el antiguo ministro del Interior, que ya se encargarían él y todos los nacionalistas de toda laya de lastrar lo suficientemente a nuestro país para que nunca sobresaliera.
Es evidente, aunque sólo sea por sensatez, que a del Bosque esto de los nacionalismos, con las mediocridades, odios y conflictos, ¡y guerras!, que genera, le tiene que repatear, que él querría una España unida y respetuosa con todos porque, también por sensatez, guste o no guste, los regionalismos son, en comparación con otras naciones, cuestión insoslayable en nuestro país desde bien atrás. «Siamo tutti una sola famiglia», canta emocionado el coro de conspiradores hispánicos en «Ernani» de Verdi, invocando y reclamando la unión de Iberia.
Pero, claro, una cosa es el deseo y otra la realidad. Y para no divorciarlos hasta romperlos ambos, está y se impone el sentido práctico. Un mes entero y más han de convivir los jugadores de la selección española en un país extranjero, compartiendo entrenamientos, hotel, mesa y ocio. Son chicos procedentes, profesionalmente, de distintos clubs y, por origen, de distintas regiones. Muchos de ellos militan en el Barcelona -pues no en vano se trata del mejor equipo español actual- y son catalanes de origen, se han criado dentro de una enseñanza oficial que busca crear y suscita el odio a España, y se ven sometidos a un asedio nacionalista que no da tregua -¿hay algo más terco que un nacionalista?- y que exige una madurez y un espíritu críticos casi sobrehumanos para permanecer, no ya ajeno, sino inmune o casi a sus insidias, mentiras, manipulaciones e inquinas obsesivas. Aquí reside, en mi opinión, un auténtico mérito de del Bosque al que nunca se aludirá, para no «molestar» a nadie y que es el de saber neutralizar la insensatez y la peligrosísima vesania de nuestra sociedad en el seno de la selección, llegando a crear, asentándola en esa neutralización previa, un conjunto de iguales y de hermanos en que todos juegan para todos y para el triunfo sin apelación del grupo. A ese grupo, algunos le dirán «España», otros «el Estado», otros incluso la «cosa»… como el jugador vasco del Athletic, Susaeta, quien dijo, el 14 de noviembre de 2012, que «representamos a … una cosa». No se atrevió a decir «España». Aunque lamentable, es excusable. De vuelta a su pueblo, a su club, se le hubiera mirado mal. Por otra parte, cómo extrañarse de ello cuando en la televisión vasca, al menos bajo mandato del PNV, se prohíbe la palabra «España» y su derivado, «español». Por ello, cuando en la televisión,tras la derrota frente a Brasil en la última Copa Confederaciones, se le pidió una valoración, a pie de campo, de lo que había supuesto aquel campeonato, del Bosque contestó que «se quedaba con lo positivo: un mes de muy buena convivencia entre todos»
Así están las cosas… pero, acotados y dirigidos por la sabiduría del veterano del Bosque, los jugadores someterán sus talentos al conjunto. ¡Cuántas tonterías y despropósitos no habrá tenido que escuchar el pobre del Bosque, sin poder replicar, tragando, como buen lidiador que es, para ir sacando pases y hacer faena, buena faena, con un toro que salió abanto, pero que luego rompió en el caballo de su santa paciencia, se hizo bueno y embistió como un bravo. En fin, la mano izquierda de que hablamos anteriormente. La influencia charra de Su Majestad el Viti…
Si ya se mostrara admirable Luis Aragonés a quien tocó trabajar, con sus chicos, en una época de plan Ibarretxe, tripartitos, pactos de Perpiñán, un botarate intelectual y badulaque moral como presidente del gobierno central que llega a cuestionar su propia nación, Oleguers independentistas que no quieren jugar en la selección española, etc. ¡Cómo no maravillarse pues ante el temple y tesón y entereza, dignas de un Santo Job, de del Bosque, que ha ostentado el cargo durante los últimos cinco años y medio de creciente tensión y amenazas nacionalistas, de clima irrespirable que, lejos de remitir, va a más. No sólo eso sino que se ha atrevido a firmar su renovación que le llevará al frente de la selección hasta el 2016. Y es que en los últimos meses las cosas han ido tan a peor con un Mas desquiciado, una burguesía catalana furiosamente enloquecida que desmiente un día sí y otro también aquello que resulta ya tan falso del seny, una Esquerra que es odre purulento de odio y maldad y que no cabe en sí de gozo exacerbando con éxito los conflictos por ella misma creados, y una sociedad ahogándose en delirio colectivo, vilmente manipulada desde la escuela y los medios de comunicación, con una corriente de opinión que es un crecido torrente de totalitarismo llevándose consigo y por delante todo cuanto encuentra a su paso, y un larguísimo etcétera, que es como para desalentar al más bravo. En estas circunstancias, uno se pregunta hasta qué punto del Bosque será capaz esta vez de domeñar hercúleamente hidras de Lerna, toros de Creta, canes Cerbero del Hades y demás monstruos.
Sin ir más lejos, hoy, día 8 de enero del 2014, oigo las declaraciones del diputado general de Vizcaya, el nacionalista peneuvista José Luis Bilbao a propósito de la posibilidad de que San Mamés acoja la Eurocopa de naciones del año 2020. En ellas se muestra contrario a que la selección española juegue en Bilbao. Me viene a la memoria cómo, con la constitución del gobierno autonómico vasco no nacionalista, con Patxi López como presidente, tras las elecciones regionales de marzo del 2009, esperanzada y esperanzadoramente se consideró la celebración de algún partido de la selección en el País Vasco, cosa que no ocurría desde 1967. Incluso el alcalde socialista de Baracaldo ofreció para ello el estadio de su ciudad. Sí, pero ahora han vuelto a gobernar los de Arzalluz… Tras manifestar con el gesto ulcerado propio de los nacionalistas que España no debe jugar en San Mamés, el señor Bilbao escupe unas, más que avinagradas, emponzoñadas palabras, por las cuales insiste en su obsesión, pero matizando que nuestra selección sí podría hacerlo siempre y cuando se enfrentara a Euskadi y que, así las cosas, como visitante, incluso sería tan bien recibida como Alemania o Francia, por ejemplo. Sabedor de la dificultad que entraña la materialización de su deseo, esto es el rechazo y la censura futbolística a España, arroja entonces biliosamente por la boca que «si eso supone que San Mamés no es sede de la Eurocopa 2020, pues que no lo sea, porque hay cosas más importantes que salvaguardar». Son palabras inefablemente incalificables, ¿no es cierto?¿Qué habrá pensado del Bosque, no ya sólo como español y como seleccionador campeón del mundo, sino sencillamente como ser humano? ¿Cabe algo similar en el presidente de, por ejemplo, Baviera, negando a Alemania la celebración de un partido en Múnich, o en el de la Provenza hurtándole el estadio de Marsella a la selección francesa y de paso insultando a la propia nación? ¡Cuantísimo odio! Si hasta resulta imposible pensar que sea cierto…¡Qué difícil se lo ponen a del Bosque! Es algo mucho peor que la frivolidad de Florentino. Es algo peligrosísimo.
El reflejo de la España ideal… Desde luego cuántos del Bosque no harían falta en nuestro país para poder sentirnos tranquilos y satisfechos y que la zanja entre ideal y realidad menguara y se cerrara como se liga la carne sajada.
Dentro de seis meses, y estando así las cosas, España y del Bosque tienen ante sí un auténtico reto: tras dos Eurocopas y un Mundial, volver a alzarse con este último campeonato. Es harto difícil. El grupo clasificatorio en el que se encuentra España es de armas tomar, si bien del Bosque, con razón declare que eso «es bueno para la mentalidad. Cuando hay rivales más flojos, nos cuesta concentrarnos» (El País, 7/12/2013). Del Bosque ya advirtió, hace algo más de un mes, que es descabellado pensar que España vaya a ganar, lo cual no significa ni por asomo que España no pueda volver a ganar. La derrota por 4 a 1 ante Brasil, en la final del 15 de junio de la Copa Confederaciones y los dos últimos partidos amistosos en tierras africanas, no son como para echar las campanas al vuelo. Se dice que nadie puede mantener un ritmo de victorias por tiempo indefinido, que castillos más altos acabaron por caer, que los jugadores van acusando ya la edad, que llegarán cansados a la cita del Mundial…
Yo confío en el, este sí auténtico, seny de don Vicente.
Hago votos, como español, para que venza mi selección. Además ello consagraría a del Bosque, no ya como oficialmente noble, pues ya lo es, no ya como mito, pues también lo es, sino como auténtico santo (milagroso) o semi-dios, que para el caso es lo mismo. Créanme, don Vicente se lo merece.
En la piazza del Popolo
«La ciudad no está fuera del hombre, sino en él,
impregnando su mirada, su oído y todos los demás sentidos»
(«Elogio del caminar», David Le Breton)
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Fotógrafo fotografiado
«Fotografiar es conferir importancia»
(«Sobre la fotografía», Susan Sontag)
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La Torre pendente de Pisa, vista desde el Museo de las obras de la Catedral.
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