Del árbol caído (Carmen Cereña)
He leído en la prensa que últimamente, en Madrid, se caen muchos árboles o, cuando menos, ramas de considerable tamaño. Uno de esos árboles, una falsa acacia, llegó a matar a un pobre militar que sesteaba a su sombra en el Parque del Retiro. Desde luego que era falsa y traidora, más que el Iscariote. Otro, más tarde, chafó un coche estacionado sin, afortunadamente, nadie dentro. Una membruda y aleve rama de otro cayó encima de la terraza de un bar de la calle Montera hiriendo levemente a cinco personas. ¡Buena envergadura la de la ramita de marras! Un segundo brazo, bien cereño también, de pino piñonero se ha abatido hace unas horas nuevamente en el Retiro; felizmente no había nadie debajo. Parece que el problema, lejos de remitir, seguirá manifestándose en sucesivas ocasiones, en opinión de los expertos.
Volviendo a la rama que se desplomó sobre las mesitas exteriores del bar, se queja el dueño del establecimiento del perjuicio vegetal: los bomberos le tuvieron la terraza cerrada toda una hora con la consiguiente pérdida de ingresos y además algunos clientes, aprovechando la confusión, marcharon sin pagar. A río revuelto, como se dice, ganancia de pescadores, de pescadores pícaros, está claro. Tan claro como que «del árbol caído todo el mundo hace leña».
Es lo que más llama la atención, el cómo de la contrariedad ajena nos aprovechamos impunemente. En «La cabina», de Antonio Mercero, mientras el pobre José Luis López Vázquez se debate kafkianamente entre los asfixiantes cristales de la cabina telefónica como un pez dentro de estrechísima pecera, beneficiándose de que se arremolinan los curiosos para ver qué ocurre, un aprovechado le va hurtando al repartidor de una pastelería, de la bandeja que sujeta en alto, las apetitosas medias noches y se las va zampando.
Tras las batallas, antes que los buitres y los cuervos, llegaban los robamuertos, a ver qué podían sustraer de valor y en uno de los caprichos de Goya se ve cómo una moza, aunque temerosa, le arranca un diente a un ahorcado. ¿De oro? Para mercarlo o fundirlo. ¿Diente diente, diente de veras? Para algún conjuro o acto de magia negra.
No obstante, el más bello ejemplo de cómo reorientar en provecho propio la desgracia ajena, sirviéndose de ella, nos lo proporciona un delicioso relato medieval en verso, del siglo XIII, y en lengua provenzal, titulado «Flamenca», que es también el nombre de la heroína. En él, si mal no recuerdo, el monaguillo aprovecha la comunión de la amada para comunicarse con ella y concertar citas secretas. La comunión rememora la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo quien sufrió la humillación y las torturas de la cruz por redimirnos del pecado y para concedernos la vida eterna. Sus padecimientos son aprovechados por los enamorados para expresarse su amor terrenal. «Ama a tu prójimo» y amigo y amiga se toman en serio el mandamiento cristiano y lo aplican con éxito seguro. Tienen a Cristo de su parte.