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- 21/12/2012 - 20:22
- Autor: Mariano Aguirre
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- Audio / Video, Colaboraciones, El ojo de Polifemo, Opinión
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«Ágora», de Amenábar, no es una película anticristiana
El Señor atestigua un rechazo radical de toda forma de odio y de violencia a favor de la primacía absoluta del ágape. Por tanto, si en la Historia ha habido o hay formas de violencia en nombre de Dios, no deben ser atribuidas al monoteísmo, sino a causas históricas, principalmente a los errores de los hombres. Es el olvido de Dios el que lleva a una forma de relativismo, que inevitablemente genera violencia.
(Benedicto XVI, “Fe y violencia”, 7/12/2012)
1.
En su crítica de “La dolce vita”, Pasolini argumenta cómo, según él, esa película de Fellini es católica, a pesar de las apariencias y de las opiniones que en su contra vierten el órgano del Vaticano, “L´osservatore romano”, así como personas ligadas a la Iglesia. “Soltanto delle goffe persone senza anima -come quelle che redigono l´organo del Vaticano-, soltanto i clerico-fascisti romani, soltanto i moralistici capitalisti milanesi, possono esser così ciechi da non capire che con La dolce vita si trovano davanti al più alto e al più assoluto prodotto del cattolicesimo di questi ultimi anni: per cui i dati del mondo e della società si presentano come dati eterni e immodificabili, con le loro bassezze e abbiezioni, sia pure, ma anche con la grazia sempre sospesa, pronta a discendere: anzi, quasi sempre già discesa e circolante di persona in persona, di atto in atto, di immagine in immagine.”
Sin participar de la banderiza belicosidad de Pasolini, vamos a intentar rebatir y mostrar lo contrario que lo proclamado desde los “púlpitos” más o menos oficiales del catolicismo y por parte de esos católicos que más ofendidos se han sentido por la última película de Alejandro Amenábar. Quizá no probemos nada; tómese entonces lo que sigue como una interpretación.
Se nos podría reprochar que tardemos tanto en “dar la cara” ya que la dicha película se estrenó hará ya poco más de tres años. A ello puede replicarse, por una parte, que esta sección, “El ojo de Polifemo”, tiene tan sólo algo más de un año de existencia, pero sobre todo que en ella no se trata de hacer crítica de actualidad, sino que, por el contrario, se persigue una reflexión que sólo una perspectiva dilatada en el tiempo puede proporcionar; por otra parte, y esto redunda en honor de la película en cuestión, si a pesar del tiempo transcurrido, la recordamos aún -y mucho-, ello significará que el tal filme es de calado, que no es uno más de tantísimos productos cinematográficos actuales, españoles o hollywoodenses, que se disuelven como nube de verano, más o menos insustanciales, más o menos ruidosos y molestos, pero tan efímeros como una mariposa, o, por decirlo con palabras de Jorge Manrique, que no son “sino verdura de las eras” que muy pronto ve fenecer sus días, más aún que no son “sino rocío de los prados”.
2.
Cuando se estrena en España “Ágora”, numerosas fueron las voces católicas que se alzaron en su contra, obsequiándola con el remoquete de furibundamente antirreligiosa y motejándola de tópicamente anticristiana. En mi opinión, sin embargo, dicha percepción corresponde a una visión bastante miope y a un juicio asaz somero, limitados ambos a las apariencias “más aparentes”, evitándose así el profundizar y el discurrir. Se trataría de un nuevo ejemplo de aquel inefable “lejos de nosotros, Majestad, la funesta manía de pensar”.
Ciertamente, en “Ágora”, se narra, teniendo a la Alejandría de inicios del siglo V de nuestra era -y por tanto bajo dominación romana- como decorado arquitectónico y como contexto cultural, la sustitución virulenta y cruenta del paganismo por el cristianismo, así como, posteriormente, la exclusión de la vida pública de los anatemizados judíos. En la película, ciertamente, los cristianos son presentados como tipos fanatizados, feroces e implacables, de esos que quieren ganar siempre y además ganar “como sea”, y cuya victoria representa o la eliminación intelectual del otro (asimilándoselo, aunque el asimilado lo haga por dentro a regañadientes), o su eliminación física; o, en el mejor de los casos, su marginación e incluso exclusión, o aun la expulsión. Se podría echar en cara a Amenábar el no haber presentado a cristianos bondadosos, respetuosos, tolerantes, realmente fraternales (a pesar de esos actos de ayuda respecto a los pobres, que son en realidad más estrategia socio-política y ejecución mecánica de obligaciones, a la manera farisea, que conductas realmente motivadas por la caridad), dotados de esas virtudes que debieran informar y adornar a todo cristiano. Ahora bien, ¿es esto realmente reprobable? Sólo en apariencia ya que si bien sea cierto que no aparece ni un solo cristiano santo, ni siquiera bueno, esto es ningún cristiano que sea o quiera ser cristiano en definitiva, Cristo está presente de principio a fin de la película. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo?
“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra…Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia porque suyo es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira…” (Mateo 5, “Bienaventuranzas” o “Sermón de la montaña”).
En efecto, aunque no se le vea, Cristo está encarnado, a lo largo de la película, en muchos sufrientes, e incluso mártires, mas también y sobre todo en la propia protagonista, la filósofa Hipatia, que es personaje cristológico y que hace que este filme quede todo él tinto en cristología. ¿No es Hipatia mansa, pacífica y misericordiosa, muy limpia de corazón? ¿No llora y padece hambre y sed de justicia por padecer persecución, insultada y ultrajada como será, hasta tener que apurar las heces del martirio? No olvidemos que Cristo está en todos y cada unos de los que padecen y que el amor a Cristo desemboca necesariamente en amor al prójimo.
“Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba denudo y me vestisteis… En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mateo 25, 35-40).
Recordemos que todos somos “hermanos”, no sólo los “nuestros”, sino también el samaritano, la mujer cananea e incluso el enemigo, representando esto último uno de los aspectos más escandalosos del cristianismo. Por ello, cabe presumir que Cristo diría a aquellos cristianos que tanto vociferan en Alejandría y a lo largo de la película: “Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de iniquidad.” (Mateo 7, 23). Por el contrario, Hipatia “no disputará ni gritará, nadie oirá su voz en las plazas” (Mateo 12, 19). Hipatia es silencio estudioso y genésico. Mas sobre la Hipatia cristológica volveremos más adelante.
En cualquier caso es innegable que Amenábar muestra a la perfección, de manera seria y sin dramatismos superfluos, cómo una idea, o un ideal, ya sea religioso, político, racial, etc. puede imponerse desde la violencia y con la aquiescencia o cobardía de los tibios y los medrosos, esto es de la inmensa mayoría, aprovechando que la autoridad o el poder responsables de velar por la seguridad y libertad de sus súbditos o ciudadanos, hace dejación de sus obligaciones, esto es se muestra tibia también, contemporiza y, de esta manera, alimenta al monstruo hasta que el tal monstruo acabe por engullirlo todo. “Ágora” narra aquellas circunstancias históricas, sí, pero que son también las del nacionalsocialismo en la Alemania de entreguerras o las de nuestro tristísimo País Vasco actual, por citar tan sólo dos ejemplos próximos en el tiempo y que se presentan en el seno mismo de nuestra cultura, si bien no sean de índole religiosa.
En nuestra época tan cursi y tan falseadora de la historia, que erige “a toro pasado” determinados períodos de la historia como pináculos de la tolerancia, es bueno que un Amenábar agarre el toro por los cuernos y muestre cómo la coexistencia pacífica no era posible en aquella Alejandría pretérita, dado que los cristianos quieren imponer su religión, forzar a la conversión a los paganos y eliminar a quienes rechacen la cruz como única guía de sus vidas y así hasta proclamarla religión de Estado, en detrimento de las otras, condenadas a la desaparición. Se habrían de esta manera invertido los términos. Ya no serán los paganos quienes den suplicio, por ejemplo, a Santa Catalina, sino que serán, desventuradamente, los partidarios y herederos victoriosos de ésta quienes, ignorando todo del espíritu cristiano, se dediquen ahora a eliminar idólatras. Nuestro director muestra una realidad: el fanatismo. ¿Se le puede tachar de anticristiano por ello? Obviamente no; es más, presentando lo que no debiera ser, denuncia una falta y una traición al auténtico cristianismo; poniendo en evidencia lo que fue, expresa lo que no debiera haber sido y resalta, por contraste, lo que debiera ser y que se ha mancillado, tergiversado, olvidado y despreciado. Quizá alguno se sienta con autoridad para reprocharle el no haber mostrado ni un mínimo elemento positivo y esperanzador, de haber reducido a los cristianos a una turbamulta, pero es que, además de ser ello harto difícil en aquellos tiempos históricos, no puede hablarse de ocultación sino de una realidad que el director no quiere falsear. ¿Se le puede acusar de anticristiano por mostrar las conductas anticristianas de los propios cristianos? Hay más: por no mostrar a los santos, a los hombres de paz, por no hacer una hagiografía, ¿se le puede motejar de antirreligioso? Amenábar rueda una película sobre las circunstancias históricas que envuelven a Hipatia, no sobre Francisco de Asís y, en este hipotético caso mucho me temo que los mismos acusadores de hoy le censurarían por hacer una película “contra Roma” o “contra el Papa”. En cualquier caso, no es negando u ocultando una carencia o un problema o una falta cómo se alcanza una solución, sino que precisamente el percatarse de ella, definirla y acotarla es primer paso y paso necesario, si no suficiente, para no incurrir en el mismo error.
“¿Cómo callar tantas formas de violencia perpetradas también en nombre de la fe? Guerras de religión, tribunales de la Inquisición y otras formas de violación de los derechos de las personas… Es preciso que la Iglesia, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, revise por propia iniciativa los aspectos oscuros de su historia, valorándolos a la luz de los principios del Evangelio.” (Juan Pablo II, 1994)
En definitiva, que no sólo no cabe atacar a Alejandro Amenábar, sino más bien agradecerle el que nos ayude a reflexionar y a limpiar…
3.
Los hechos narrados en la película nos remiten a la Antigüedad, a las postrimerías del poder de Roma. ¡Si no habrá diluviado desde entonces! Y desde que se quemara a Giordano Bruno, ¡si no habrá llovido a mares! Hoy en día el poder temporal del Papa es inexistente; la herejía -¿pero existe eso aún?- no es susceptible ni tan siquiera de un benévolo capón y, además y sobre todo, la cristiana es la confesión más hostigada en el mundo y así, a pesar de la escasa cobertura mediática que se da a la persecución contra los cristianos, muchos son los acosados e incluso también los martirizados por sus creencias evangélicas en países no sólo de mayorías musulmanas, sino también por parte de hindúes y de comunistas imperantes. Egipto, Irak, Siria, Sudán y Nigeria son candente y triste actualidad por cuanto aquí denunciamos, mas asimismo se debe recordar cuanto ocurre en Pakistán (con su triste “ley de la blasfemia”), la India, Vietnam y China, sin silenciar tampoco la horrenda decapitación de los monjes trapenses del Atlas a manos de la milicia fundamentalista argelina en 1996, tal y como refleja la magnífica y reciente película de Xavier Beauvois, “De dioses y hombres”.
Así, en la realidad mundial actual, los cristianos serían lo que en el mundo antiguo, cuando la religión del crucificado acabará por imponerse, fueran los paganos: unas víctimas del fanatismo, de la fe única, de la intolerancia más feroz… allí quedan, para dar fe de ello, las persecuciones y martirios de cristianos a manos de Diocleciano y tantas otras en que los victimarios eran quienes luego serían víctimas, configurándose así una rueda infernal de alternancias en un brutal toma y daca de agresiones. Hecha esta aclaración, podemos preguntarnos quiénes son, hoy en día, los “cristianos” del entonces narrado en la película, esto es quiénes son los peligrosos fanáticos. La respuesta es bien fácil: los islamistas (que no los islámicos), desde el talibán hasta el hermano musulmán, pasando por el salafista. No sólo Bin Laden y sus malhechores secuaces de Al Qaeda conminaban y apremiaban a Obama y a Sarkozy a abrazar la fe de Mahoma, sino que el coronel Gadafi, ¡en la misma Roma!, instaba a la vieja Europa a hacerse, ¡toda ella!, mahometana. Y mil un lamentables ejemplos más que no caben aquí y que le erizan a uno los cabellos.
Así pues, aun siendo el fanatismo religioso uno, puede adoptar distintos rostros y pelajes. Ahora es el turno del islamismo. Y así, qué ingenua resuena en nuestros oídos la voz del buen Ramón Lulio, desconsolado por predicar en el desierto la conversión de los sarracenos:
“Aquest es lo “Desconhort” que mestre Ramon Llull féu en sa vellesa, com viu que lo Papa ne los altres senyors del món, no volgueren metre orde en convertir los infeels, segons que ell los requerí moltes e diverses vegades… se donàs de nostra fe tan gran exalçament / que els infeels venguessen a convertiment.”
Todo occidental acepta hoy en día con total indiferencia, por otra parte, que el proselitismo no islámico está prohibido y severamente castigado en los países musulmanes. ¿Qué cristiano, actualmente, empuña o empuñaría siquiera las armas por, pongamos por caso, reconquistar el Santo Sepulcro?
“… les malheurs de la Terre Sainte. / … / Même si un homme vivait cent ans, / il ne pourrait gagner autant de gloire / qu´en allant, plein de repentir, / reconquérir le Sépulcre.”
¿Qué cristiano cree, hoy en día, que empuñándolas y teniendo la fortuna de morir en la refriega, ganará el cielo?
“On peut actuellement gagner le Paradis / facilement, grâce à Dieu! (tomando parte en la cruzada que el rey San Luis de Francia está organizando, en la que éste morirá y que será la última de la historia) /… / heureux celui qui outre-mer mourra! / … / Pour moi, pourvu que mon corps puisse sauver mon âme, / peu m´importe ce qui peut arriver, / prison, bataille, / ni de laisser femme et enfants.” (Rutebeuf, “La desputizions dou croisie et dou descroisie”, siglo XIII).
Ningún cristiano, ni siquiera los cismáticos de monseñor Lefèbvre, conceden el mínimo crédito a lo que hoy en día no podemos llamar más que locura. En el otro lado, sin embargo, son bastantes -y da la impresión de que cada vez son más- quienes no sólo la persiguen sino que incluso se vanaglorian y hacen alarde de esta creencia y de sus actos, incluyendo el acto terrorista, claro está. Amenábar pone el dedo en la llaga y nos advierte de un peligro actual, mas trasladándolo a un período en que los bestiales fanáticos éramos nosotros mismos. A esto se le llama honradez intelectual y todo cristiano debiera agradecérselo.
Abundando más en la cuestión, cabría plantearse entonces, con pesimismo, si la historia de las religiones no sería más que un sucederse de imposiciones y de violencias, hasta preguntarse si la religión lleva en sí el fanatismo, así como lo que entendemos hoy en día por totalitarismo; y si éstos no son los mensajes del propio Amenábar. Desde luego puede interpretarse de esta manera; otra visión, sin embargo, distinta y cuando menos tan válida y plausible como la anterior, sería que la película nos previene de un peligro real como pueda serlo el de un islamismo iluminado, muy musculado, dotado de una fe inquebrantable e indoblegable en su absoluta e inconmovible verdad, irredentista y dotado de arma poderosísima, como es un terrorismo de autoinmolación cuyo precedente histórico no sería otro que el de los secuaces del Viejo de la Montaña y que nos deja absolutamente a su merced.
“Quiconque aura sa vie à mespris, se rendra toujours maistre de celle d´autruy – Quienquiera que desprecie su propia vida, se hará dueño de la de los otros. (Montaigne, “Essais 1”)
Y todo ello frente a una sociedad -y una cultura- occidental, descreída, pigre, apoltronada e inerme.
Los sucios, ignorantes, barbudos, desarrapados y entrapajados cristianos toman y saquean la biblioteca de Alejandría y la convierten en muladar. ¿Qué cristiano haría hoy tal cosa? Sin embargo, ¿no es esto cuanto haría un talibán? (y a las pruebas de tantos ejemplos nos podemos remitir). A este respecto se puede recordar el chiste gráfico de Plantu en “Le Monde”, en que, tras el asesinato más arriba mencionado de aquellos trapenses sabios en la Argelia librada a la guerra civil entre el Ejército y los muhaidines, se veía a un fraile frente a un ulema; tras del monje, estanterías colmadas a reventar de volúmenes, mientras que tras del clérigo mahometano, estanterías vacías, pues eso es cuanto pretenden aquéllos que, proclamándose sus defensores, no hacen más que dar baldón permanente a su religión y a la religión en general.
4.
En un momento determinado de la película, cuando en la cúspide del enfrentamiento religioso, los paganos, viendo que llevan claramente las de perder, refugiándose tras los muros protectores de su templo del saber, que es la celebérrima biblioteca de Alejandría, se encuentran haciendo guardia, un muy raudo, portentoso y cósmico zoom out empequeñece hasta lo microscópico no sólo Alejandría y sus habitantes -ya sean gentiles, cristianos o judíos-, sino el Mare Nostrum, el planeta entero e incluso el sistema solar. ¿Quiénes somos y qué somos? Nada. Y sin embargo morimos, y lo que es peor matamos, con la convicción de ser algo, mucho, muchísimo; esa creencia es la que nutre nuestro derecho y sacrosanta obligación de acabar con el infiel y éste es siempre quien no es fiel como nosotros lo somos, a nuestra manera única e intransferible. Más de uno ha querido ver en este zoom out que concluye en plano más que general, pues en realidad es “universal”, una especie de manifiesto ateísta, o cuando menos agnosticista, en formato visual, por la imagen, por parte de Amenábar, esto es una nueva y cinematográfica “Apología de Raymond Sebond” del escéptico Montaigne, expresada en una sola toma de límites inabarcables. Quizá. Modestamente, percibo yo más bien una denuncia de nuestra vanidad, de nuestra ridícula presunción, de nuestra prepotente petulancia de rana hinchándose -y reventando- en buey. Por otra parte, no olvidemos cómo el verdadero cristiano insiste siempre en la apabullante pequeñez material del hombre… contrarrestada por el hecho de que nuestra alma participa de la naturaleza de Dios y, de esta guisa, nos hace inmortales e inconmensurables, sustrayéndonos a lo endeble y a lo pigmeo de nuestra condición. Sí, es bien cierto, pero a esta convicción se llega tras insistir y poner en evidencia lo mortal, corruptible, efímero y frágil del suspiro de nuestra existencia. Esta insignificancia en lo físico o material se ve aumentada por nuestra situación de desamparo, expuestos como estamos al sufrimiento, a la decrepitud y a la posterior desaparición, como magníficamente refleja el monólogo de Hamlet, pero también los versos de la Salve, tan certeros, tan descarnados, tan dolientes: “… los desterrados hijos de Eva… gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”. En definitiva que somos lo ínfimo y lo grandioso a la vez. Creo sinceramente que este alejamiento de vértigo por parte de la cámara de Amenábar, desde nuestra irrisoria escala hasta la abrumadora cósmica, habría hecho las delicias de Pascal, quien describiera como pocos la situación del hombre mortal entre “esos dos abismos del infinito y de la nada”.
“L´homme dans la nature est… un néant à l´égard de l´infini, un tout à l´égard du vivant, un milieu entre rien et tout. Infiniment éloigné de comprendre les extrêmes, la fin des choses et leur principe sont invinciblement cachés dans un secret impénétrable, également incapable de voir le néant d´où il est tiré, et l´infini où il est englouti.”
No en vano el pensador y físico francés aspiraba con sus “Pensées” a atraer a los hijos pródigos que abandonaron la religión y le dieron la espalda, para que volvieran a la casa del Padre.
“… era preciso hacer fiesta y alegrarse porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado.” (Parábola del hijo pródigo, Lucas 15, 32)
y “Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de ella.” (Lucas 15, 7).
Los medios a los que recurre Pascal para lograr su fin no son otros que la razonada humillación de la ensoberbecida razón humana y el espanto puesto en la imaginación impresionable y generosa del hombre. Ya no recuerdo en cuál de sus “Romances”, Zorrilla, tras evocar un humilladero en el claro de un bosque, por una noche incierta y desabrida de invierno, pregunta que quién sería capaz de blasfemar en esas circunstancias. Espanto en la imaginación… Recuerdo -si bien esto no sea en definitiva más que un recuerdo personal y por tanto algo prescindible en estas reflexiones- cómo, durante mi adolescencia, durmiendo al raso en un prado de la Sierra, por una noche estival sin luna, contemplando escalofriado la bóveda nocturna, “espantado” y sobrecogido, me preguntaba si fuera posible negar la existencia de la divinidad. Algo parecido puede adivinarse en esa imagen de la película que desemboca en un estremecimiento.
Dicho esto qué duda cabe que hay en ella una gran ambigüedad. ¿Se trata de un estremecimiento emparentado con el que uno recibe extasiándose ante la Capilla Sixtina y más concretamente ante el Juicio Final y la bóveda miguelangelescas…
(“ (En) la Capilla Sixtina… es la luz de Dios la que ilumina los frescos … aquella luz que, con su potencia, vence el caos y la oscuridad para dar vida en la Creación y en la Redención, para decir, con evidencia, que el mundo no es producto de la oscuridad, del azar, del absurdo, sino que procede de una Inteligencia, de una Libertad, de un supremo acto de amor” (Benedicto XVI, 8-11-2012, en la conmemoración del quinto centenario de la Capilla Sixtina)
… o por el contrario ese estremecimiento se da precisamente ante la evidencia, o desembocando en la evidencia, de que el mundo y el Cosmos son oscuridad, azar y absurdo y de que no hay Salvación?, ¿o incluso ambas cosas a la vez?… Amenábar plantea una pregunta que atemoriza y cuya respuesta es incierta. Amenábar no adoctrina, como un Eisenstein o un Renoir, estomagantes cuando nos señalan clarísimamente, sin interpretación, desviación o ambigüedad posibles, lo que tenemos que pensar. Se ve que Amenábar cree en el libre albedrío y eso es bueno, ¿o no?
De todo lo anterior creo que se desprende meridianamente, no sólo que la película en cuestión no es plana, unívoca, adocenada, sino además que no sólo no es anticristiana, sino tampoco antirreligiosa. “Ágora” se abre al misterio, está penetrada toda ella de misterio sacro. Por otra parte digamos que Papas tan actuales como Pablo VI o Benedicto XVI demandan permanentemente interlocutores inteligentes e inquietos, no meapilas acríticos que digan amén a todo.
Ya puestos, incluso algo embalados, permítaseme seguir ejerciendo no sé bien si de abogado del diablo, a secas, o si de abogado del diablo ultracatólico. En otra secuencia de la película, mediante otro ejemplo, cinematográfico obviamente, de titánica “perspectiva de Dios” (en palabras del historiador del Arte, Miguel Etayo), a partir de un nuevo, y también vertiginoso, distanciamiento vertical de la imagen, los cristianos que transitan por entre los corredores de la biblioteca, se antojan, vistos desde tan alto y tan aplanados cenitalmente, auténticas cucarachas. Y volvemos a lo de antes: ¿es que Amenábar está explícitamente asemejando el cristiano al repugnante bicho? Sería, creo, tomar el rábano por las hojas. Lo que sí está evidenciando nuestro director es que la ignorancia y el odio nos vuelven nocivos y pestilentes, rebajándonos desde lo que debiera ser trono de la razón y afán de racionalidad (“complemento necesario de la fe”, en palabras de Benedicto XVI) a la condición de insecto de sentina y desagüe, defección palpable de esa “a imagen y semejanza de Dios”. “Ágora” es película que espeja el triste fanatismo, religioso en el caso que nos ocupa, del hombre y la desolación de la Historia.
“Es tanto el furor de sus espíritus turbados y fuera de madre que creen apaciguar a los dioses sobrepasando las crueldades de los hombres” (San Agustín, “Ciudad de Dios”, VI, 10).
5.
Ignoro si Amenábar recibió en su infancia y su adolescencia una educación cristiana, ya fuese familiar, ya fuese escolar, o ambas. Me inclinaría a pensar que sí pues en esta película suya se percibe ese aliento de cultura religiosa que -al margen de que se crea o no- configura junto con otras, el rasgo del hombre occidental; también me inclino a pensar que sí a juzgar por su edad de cuarenta años, si no voy errado, pues hace unas décadas, el laicismo aún no lo impregnaba prácticamente todo -incluso el ámbito religioso-, como sucede hoy en día.
La filósofa Hipatia es Cristo. Me explico: Hipatia persigue la Verdad, contra viento y marea. No se trata de una verdad religiosa, sino científica. Y la búsqueda de esta Verdad alienta y guía insobornablemente su existencia. Mundo, demonio y carne no la apartarán ni un ápice de la recta senda que ha tomado, a pesar y a sabiendas de que su rectitud y su empeño molestan a muchos, pues sus pasos no discurren por el “derecho” camino impuesto que pisan todos los demás, y es por ello por lo que se verá abocada indefectiblemente al martirio.
Hipatia da al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios y su dios es la ciencia. Sabe que la existencia en sociedad exige de nosotros contrahacer al menos hasta cierto punto un sometimiento y un mimetismo, que ella acata, mas que para ella son de puro carácter externo y que ni siquiera comprometen al cuerpo consciente, pues sencillamente obligan a unos rituales socialmente estereotipados. Como Cristo, Hipatia paga sus impuestos. Aun siendo, como lo es, consciente de todo ello, Hipatia, por conocer, en su honradez profesional y personal, que la auténtica libertad es la de la conciencia y que la recompensa mayor en un ser libre es precisamente el disponer de una conciencia libre, y puesto que no cree en lo que es ya la religión oficial, mas también porque sus intereses van por otros derroteros, y todo ello a pesar de saber con certeza que el aceptarla la salvaría, Hipatia, digo, rechaza en todo momento la farsa de bautizarse. Hipatia no está dispuesta a ceder en su creencia interior pues ése es el dominio de su libertad y en él cifra todo su interés vital y su auténtica fe. Ella sabe también que, de alguna manera, como buena filósofa que es, su “reino no es de este mundo”.
Hipatia es, además, de una inalienable largueza espiritual. No sólo instruirá y manumitirá a su joven esclavo, sino que, de manera absolutamente sincera, natural y espontánea, como iluminada por la Gracia, le perdonará de todo corazón la grave ofensa que le infligió. Y ello en un contexto de odio religioso en que no se excusa nada y en que el más nimio pretexto o descuido es motivo de condena y posterior ejecución.
Hipatia tiene también, como Cristo, su traidor. Cabe imaginar a un Judas ambivalente, admirador a la par que envidioso de Jesús, atraído por él y a la vez rechazándolo e incluso odiándolo. Son exactamente los sentimientos encontrados que hallamos en su joven esclavo, con la particularidad de que en el caso del esclavo el amo es ama. Él hace caudal de su ama, deslumbrado por su ciencia, pero también la desea con motivo de su belleza. Sin embargo, y de consuno, se muestra celoso de su superior inteligencia y, codiciándola, le duele sobremanera su espíritu tan libre pues él nunca podrá, no ya sólo alcanzarlo, sino rozarlo siquiera, mezquino y cobarde como es, bellaco que está permanentemente al “viva quien venza”, cediendo su independencia al fanatismo triunfante de turno. “… para fundar el imperio temporal, donde Judas espera ser uno de los amos. Es envidioso además de avaro; envidioso como todos los avaros…” (Giovanni Papini, “Historia de Cristo”: capítulo “Ha amado mucho”).
Judas traiciona a Hipatia, despojándola, besándola y restregándose licenciosa y abusivamente contra ella. Hipatia, tras ser escarnecida groseramente por aquellos execrables cristianos al igual que Cristo lo fuera por soldadesca y sayones, también entregará su alma, no crucificada sino descuartizada, sin oponer resistencia alguna, sin pleitear como Cristo mudo en el Sanedrín ante sus inicuos acusadores y luego ante el juez-prefecto romano de Judea, Poncio Pilatos. En la muerte de Hipatia está la propia muerte de Cristo, como en la de tantos otros en los que Él sufre primero y luego expira.
“Y yo, sin estar libre de pecado, no dejo de tirar piedras a mis hermanos desde mi particular juzgado, y cuando así hago, en ellos te alcanzo y te hiero a Ti (Cristo)” (Arzobispo de Oviedo, abril 2012).
Cristo se retira frecuentemente a orar, sabe de lo necesario que es el silencio y de sus virtudes genésicas, que en silencio y en el silencio, tras de morir, ya sea la semilla de sus parábolas, ya sea su propio cuerpo, se germina y se vuelve a la vida. Escuchemos de nuevo a Blaise Pascal, en sus “Pensées”:
“(l´être humain) tremblera dans la vue de ces merveilles (de la Nature); et je crois que sa curiosité se changeant en admiration, il sera même plus disposé à les contempler en silence qu´à les regarder avec présomption.”
Es el silencio respetuoso y admirado de Hipatia ante lo inmenso, lo desconocido, lo inabarcable. Es, qué duda cabe, un silencio penetrado de sacralidad.
6.
No es baladí señalar que Amenábar renunció a la producción y distribución americano-hollywoodiense para zafarse de la imposición de una historia de amor al uso que hubiera pervertido y banalizado el sentido de la película. Dejó así, él de ganar dinero, y su película, de adquirir celebridad. No se traicionó. Como su protagonista, ¿no es cierto?
Y ya para rematar la faena, y como último argumento, preguntémonos si Alejandro Amenábar busca la polémica por la polémica, si va de enfant terrible, de progre, de estrella rutilante de la gauche divine, si le agrada “salir en los papeles”, si es gratuita y dogmáticamente anticlerical, un mangiapreti, un miliciano “apiolador” de curas. La respuesta es que Amenábar no es Almodóvar.
“Encuentro unas declaraciones de Pedro Almodóvar cargando contra el papa y el conservadurismo de la Iglesia católica… (Almodóvar) pertenece a un grupo de gente previsible en el terreno de las opiniones porque trabaja para una clientela de inclinaciones sectarias con principios inalterables desde mayo del 68. Existe un automatismo irrefrenable entre la “inteligencia” izquierdista que les hace estar pendientes constantemente de lo que dicen las jerarquías católicas para así poder mostrar públicamente su oposición… (se trata) de crear espectáculo en su propio beneficio a base de disparar contra un adversario que, de antemano, ya se sabe lo que va a decir… Esta clase de pretorianos del poder intelectual izquierdoso buscan siempre la publicidad de sus inventos lanzándose sobre un adversario fácil en nuestros tiempos… El asunto no tiene la mínima emoción frente a una doctrina que manda poner la otra mejilla. Claro que una cosa muy distinta hubiera sido hace sólo un par de siglos. Ahora, casi resultan enternecedores… La imagen de campeones de la solidaridad, la tolerancia, la alianza de las civilizaciones… Vamos, lo de siempre.” (Albert Boadella, “Diarios de un francotirador”, 7 de agosto del 2009).
¡Hombre, que Amenábar es persona seria! Busca, ateniéndonos a su producción artística y a su discreción, expresar unas convicciones cinematográficas, en primer lugar, y luego unas ideas, una verdad, que es la suya, que es lo que ha de intentar todo artista. Sí, repitámoslo, como su heroína. Que no se le lapide ni descuartice (metafóricamente, claro está) desde el ultracatolicismo, que se aclare éste la vista primero para juzgar mejor después.