Instrucciones para ser un guerrero

Hace unas semanas, divagando con mi novio a propósito de los guerreros y sus funciones, me di cuenta de la pasión y enamoramiento que siento hacia el cine épico.

Me di cuenta de que, entre otras cosas, para ser un guerrero no es necesario ser una persona agresiva ni corpulenta. Que no importa la cultura, la raza o la religión, o si se es hombre o mujer. Que no importa la edad ni la posición social. Para ser un guerrero basta con tener un motivo.

La base es que el guerrero se enfrenta contra lo que considera injusto. Y se enfrenta con la mejor de las armas: la dignidad, la honestidad, la lealtad.

En las películas épicas, los guerreros, empujados por linaje y estirpe familiar, son entrenados desde niños para serlo. Pero en la vida real, no es la familia la que los somete a una férrea disciplina para curtirlos, sino que es la propia vida, con sus dificultades y demás, la que los impele a la lucha para que sigan adelante.

El sufrimiento ajeno, el daño a uno de los suyos –sea o no de su linaje-, será el detonante que haga estallar el valor y la gallardía que el verdadero guerrero guarda en su interior, aunque haya sido criado entre algodones.

El verdadero guerrero nunca empieza un ataque ni un enfrentamiento. Un guerrero se defiende y lucha a muerte si hace falta. Nunca ataca por la espalda. Siempre avisa primero y no se esconde detrás de sus camaradas para mantener a salvo su integridad física.

El guerrero siempre es el primero en pisar el campo de batalla y el último en abandonarlo. Jamás ataca a alguien que esté en inferioridad física o numérica. Eso es de cobardes.

El verdadero guerrero no es perfecto. Siempre tiene miedos y dudas e incluso puede sentirse inferior. Puede creer que no es un buen líder. Dudar de sus decisiones. Pero la lealtad de los suyos –a los que protegerá con su propia vida-, le demuestra que no está equivocado y su crepúsculo interior se torna en un renacer.

En su intención nunca estará el faltar el respeto a nadie. Y, aunque no ponga la otra mejilla, ante una ofensa nunca se hará el indiferente.

El buen guerrero busca la paz mental y el bienestar de los suyos, por eso nunca usará la violencia de forma gratuita.

Conoce el sufrimiento porque lo ha vivido en sus propias carnes. Por eso nunca dañará a nadie gratuitamente. Será hábil y diestro (tanto física como mentalmente). Sabe estar en soledad.

Por ser un guerrero, se sacrificará por los suyos y trabajará duramente para que no les falte alimento o un techo para guarecerse.

Los guerreros son seres fascinantes porque son vulnerables. Porque aman con la misma pasión que luchan. Porque son de una ternura arrebatadora. Porque en su sensibilidad está toda su fortaleza. Porque su magnanimidad está fuera de toda duda. Porque no sienten temor a pedir consejo. Porque respetan a sus mayores y tienen en consideración a los más jóvenes (sin ser condescendientes).

Pero lo más hermoso del guerrero es que no sabe que lo es.

Mátalo

“¡Mátalo! ¡Mátalo!”, grita la monitora de Kick Boxing. Ella golpea el saco con sus puños, con los pies… Está cansada, está sudada, pero también reconfortada. Ella centra su atención en la voz que tiene detrás, en la que le grita que lo mate. ¿Quién es? ¿Qué hace ahí, dándole patadas y puñetazos a un saco? No lo sabe bien, pero siente alivio porque, con cada patada, con cada puñetazo, se deshace de un recuerdo doloroso.

Hace poco, quiso quitarse la vida; suicidarse. Tomó todas las pastillas que encontró y las engulló. Paracetamol, calmantes, lo que fuera. Al despertar, estaba en una sala de urgencias, rodeada de médicos y de enfermeras. Una luz blanca le cegaba los ojos. Quería hablar, pero no podía.

Cuando lo conoció, pensó que era un chico agradable y simpático. Él comenzó a colmarla de atenciones. La llamaba constantemente, diciéndole lo maravillosa que era. Y ella, se dejó querer. Y, poco a poco, fue cayendo en las garras de su peor enemigo.

El maltratador no corresponde a una escala social concreta. El maltratador no es una persona agresiva en su vida cotidiana, sino que ejerce la violencia de una forma selectiva. El maltratador tiene una enorme capacidad de simulación, hace creer a todo su entorno que las quejas de su pareja –de su víctima- son infundadas. La retrata como una histérica, incapaz de controlarse.

El maltratador es capaz de convencerla –incluso- para que acuda a terapia. De esta forma, puede controlarla mejor. Muchas veces, se muestra preocupado y dispuesto a colaborar en la mejora de su pareja, pero el maltratador sabe muy bien lo que tiene que hacer en cada momento. Se cree con el derecho natural de someter y degradar a su víctima. Es celoso, posesivo, controlador.

Pese a lo que pueda parecer, el maltratador no es un enfermo mental. Quizás por ello mismo, lamentablemente, la posibilidad de recuperar a un maltratador es muy baja. La causa fundamental es que éste carece de todo sentimiento de culpa.

Ella lo justificaba una y otra vez. Justificaba lo injustificable. Pedía perdón por existir. Él había sido metódico y, sistemáticamente, la había apartado de todos: amigos, familia… La agresividad iba en aumento. Ella estaba cada vez más aislada… Había aceptado el sufrimiento como forma de vida, se sentía incapaz de contar a nadie su dolor.

A cada golpe de puño, le seguía un “mira lo que me obligas a hacer”. A cada patada, un “te quiero, perdóname”. A cada tirón de pelo, él le susurraba al oído “la próxima vez, te lo arrancaré”. Regalos con falsos arrepentimientos. Besos amargos que acababan en violación. La progresión de la crueldad era imparable. La ataba a la cama. Le rodeaba el cuello con el cable del teléfono mientras le repetía sin parar: “O mía o de nadie”. Intercalaba periodos de extrema violencia física con otros de extrema violencia psíquica. Los insultos y las críticas acabaron con su autoestima.

Sin querer afirmar que todo maltratador es hombre, lo cierto es que las estadísticas (frías cifras), aseguran que la mayoría de las veces, la violencia es ejercida por hombres sobre mujeres. Y, entre otros muchos factores, hay algo en común a la mayoría de las mujeres maltratadas: un gran número de ellas han sido educadas para asumir responsabilidades a edades muy tempranas.

Una mañana, después de haber pasado toda la noche sufriendo vejaciones, decidió que tenía que acabar con esa situación. Se armó de valor y lo dejó. Lo abandonó a pesar del miedo y de las dudas. A pesar de las amenazas. A pesar de sí misma.

Él pareció aceptarlo, no sin antes intentar el chantaje emocional. Pero ella permaneció firme en su decisión. Y una noche, caminando por una calle solitaria, él la estaba esperando, con un gran cuchillo en su mano, dispuesto a matarla. Ella no pudo gritar. Apenas consiguió hablarle con un hilillo de voz. Estaban frente a frente. Él le repetía sin parar que iba a matarla. Ella no quería perder de vista aquel cuchillo. Ya ni sabía qué decía.

Todo sucedió muy rápido. No sintió dolor cuando el cuchillo, directo hacia su corazón, se clavó en su brazo. Décimas de segundo que le parecieron una eternidad, a cámara lenta, ella girando sobre sí misma, él alrededor de ella. Algo tibio le bajaba por el brazo, gotas rojas teñían el suelo. Alguien gritó desde una ventana…

No consiguió matarla, pero sí sumergirla en un horror.

Ahora, cuando le da un puñetazo al saco, se lo da a él. Es a él a quien van dirigidas sus patadas. Ahora, tras seis, siete -quizás ocho- largos años atenazada, ya puede gritar. Ahora, tras las pastillas y el hospital, ya puede hablar de su dolor. Ahora, tras los golpes, tras los gritos de su monitora –tras haberlo matado con sus propias manos-, ya puede –por fin- ser feliz.