Paraplejia mental

Hay un capítulo de los Simpson («Le encanta volar», 19×1) en el que Homer acepta a un tal Colby Kraus como asesor, como terapeuta, o algo así. Este gurú le ayuda a superar sus complejos, los de Homer, mediante el uso, en todo lugar y momento, de los zapatos que el propio Homer utiliza en la bolera. El Homer-de-la-bolera es un tipo seguro, competente, querido y respetado. Kraus quiere que Homer, fuera de la bolera, siga siendo un tipo seguro, competente, querido y respetado.

Lo consigue, Kraus, durante algún tiempo, y esto se comprueba al ver la cara de satisfacción de Marge después de una apasionada noche de sexo con su marido, siempre calzado, claro, incluso en la cama.

El inconsciente, ese hijo de puta

Luis Cencillo de Pineda, antropólogo, psicólogo, filósofo, escritor, erudito investigador, decía con frecuencia -según personas de su entorno más íntimo- que «el inconsciente es muy hijo de puta». Lo retrataba -al inconsciente- como esa realidad que está siempre controlando, sin que nos demos cuenta, nuestras conductas, a través de deseos, miedos, complejos, delirios… A través de nuestras emociones más profundas. Innatas, unas. Construidas, otras.

El siglo del Yo

Así, hoy os traemos una serie documental producida por la BBC en el año 2002 con el título genérico de «El siglo del Yo«. Son cuatro capítulos, de una hora cada uno, en los que se profundiza en temas tan cercanos para nosotros como la manipulación de eso a lo que se ha denominado «las masas», es decir, la manipulación que nosotros, como masa, sufrimos. Control absoluto sobre la sociedad a través de la propaganda. Qué sentir, qué creer, qué hacer o decir, todo viene, según el documental, dirigido por una élite poderosa que se encuentra en el origen de la información que consumimos. Élite ésta a la que el documental pone nombre y apellidos. Caras. Fechas. Y élite, además, a la que entrevista con profusión.

Se puede recorrer, desde que Freud hablara sobre esas pulsiones inconscientes, el camino que trazaron los manipuladores globales: eso hace el documental, señalar momentos históricos, acciones concretas, que demuestran que la conspiración existe, que los esfuerzos por controlarnos han sido muchos… y efectivos.

Despotismo ilustrado

Porque si en el individuo subyacen pasiones que ni él mismo reconoce, las agencias que se ocupan del orden social deberían tener en cuenta esas pasiones y regularlas, canalizarlas en un derrotero común, por el bien de todos. O eso pensaban estos clarividentes déspotas. Ya Macchiavello puso las cosas en su sitio: «Los hombres juzgan más con los ojos que con la inteligencia, pues todos pueden ver, pero pocos pueden comprender lo que ven». Y así es. El hombre culto es aquél que está preparado para juzgar con criterio. El inculto se deja llevar por lo que parece evidente.

El debate es largo, extenso, delicado y peligroso. ¿Es la democracia, como sistema de gobierno, algo legítimo? Alguien que no conoce cómo funciona el sistema, ¿está capacitado para decidir sobre él? ¿Es el sufragio una verdadera herramienta de control? ¿De quién? ¿Del pueblo sobre los gobernantes? ¿O de las élites sobre «las masas»?

De todo esto habla el documental.

Universo propaganda

Y desgraciadamente no podemos analizar la serie completa, todo lo que en ella se apunta, pero podemos asegurar que es un documento de primer nivel, dirigido a aquellos que aún quieren hacer el esfuerzo de pensar con libertad. Los «medios de comunicación de masas» nos han convertido en «masas», y conviene darse cuenta de ello lo antes posible, ahora, mientras aún podamos. Y podemos -todavía- porque ha surgido un nuevo medio de comunicación que ya no es tanto «de masas», como «entre individuos»: Internet. Pero también en Internet se deja sentir el influjo de los grandes manipuladores. También en Internet rigen los mismos principios, la asociación irracional, la simplicidad de los mensajes, la imitación, lo insidioso. Y los pensadores del pueblo, nosotros, los que no tenemos a nuestra disposición grandes herramientas propagandísticas, los que queremos haceros pensar, a vosotros, a los que consideramos nuestros iguales -en lugar de haceros tragar más de lo mismo-, tenemos todo en nuestra contra. Porque el propio sistema se ocupa de hacernos aparecer como una amenaza. Porque demandamos esfuerzo a una población habituada a ser cómodamente manipulada. Porque casi nadie lee este texto hasta aquí.

Falsa democracia, consumismo, prosperidad vacía, existencia esquizofrénica… Creemos que los temas son lo suficientemente importantes como para divulgarlos. Y creemos que vosotros también los reconoceréis así.

Para concluir, os planteamos un último interrogante, a modo de ejemplo: ¿Por qué las drogas siguen estando prohibidas, en su uso recreativo? Su consumo, su posesión, su tráfico. Si nos atrae lo prohibido -y esto se sabe- y conseguir lo prohibido implica un esfuerzo -el de ocultarse, el de desenvolverse entre forajidos, el de pagar-, quizás haya alguien interesado en que consumamos drogas, pero también en que no estén a nuestro alcance inmediato. Para mantenernos ocupados. Para que nos sintamos realizados tras su obtención (qué traviesos, nosotros, qué listillos). Y para que la recompensa a nuestro «saltarse las reglas» sea una buena dosis de incapacidad, de paraplejia mental, de inmovilidad inducida, que siempre viene bien. Pensad sobre ello.

Ver «El siglo del Yo» Capítulo 1

Ver «El siglo del Yo» Capítulo 2

Ver «El siglo del Yo» Capítulo 3

Ver «El siglo del Yo» Capítulo 4

Mátalo

“¡Mátalo! ¡Mátalo!”, grita la monitora de Kick Boxing. Ella golpea el saco con sus puños, con los pies… Está cansada, está sudada, pero también reconfortada. Ella centra su atención en la voz que tiene detrás, en la que le grita que lo mate. ¿Quién es? ¿Qué hace ahí, dándole patadas y puñetazos a un saco? No lo sabe bien, pero siente alivio porque, con cada patada, con cada puñetazo, se deshace de un recuerdo doloroso.

Hace poco, quiso quitarse la vida; suicidarse. Tomó todas las pastillas que encontró y las engulló. Paracetamol, calmantes, lo que fuera. Al despertar, estaba en una sala de urgencias, rodeada de médicos y de enfermeras. Una luz blanca le cegaba los ojos. Quería hablar, pero no podía.

Cuando lo conoció, pensó que era un chico agradable y simpático. Él comenzó a colmarla de atenciones. La llamaba constantemente, diciéndole lo maravillosa que era. Y ella, se dejó querer. Y, poco a poco, fue cayendo en las garras de su peor enemigo.

El maltratador no corresponde a una escala social concreta. El maltratador no es una persona agresiva en su vida cotidiana, sino que ejerce la violencia de una forma selectiva. El maltratador tiene una enorme capacidad de simulación, hace creer a todo su entorno que las quejas de su pareja –de su víctima- son infundadas. La retrata como una histérica, incapaz de controlarse.

El maltratador es capaz de convencerla –incluso- para que acuda a terapia. De esta forma, puede controlarla mejor. Muchas veces, se muestra preocupado y dispuesto a colaborar en la mejora de su pareja, pero el maltratador sabe muy bien lo que tiene que hacer en cada momento. Se cree con el derecho natural de someter y degradar a su víctima. Es celoso, posesivo, controlador.

Pese a lo que pueda parecer, el maltratador no es un enfermo mental. Quizás por ello mismo, lamentablemente, la posibilidad de recuperar a un maltratador es muy baja. La causa fundamental es que éste carece de todo sentimiento de culpa.

Ella lo justificaba una y otra vez. Justificaba lo injustificable. Pedía perdón por existir. Él había sido metódico y, sistemáticamente, la había apartado de todos: amigos, familia… La agresividad iba en aumento. Ella estaba cada vez más aislada… Había aceptado el sufrimiento como forma de vida, se sentía incapaz de contar a nadie su dolor.

A cada golpe de puño, le seguía un “mira lo que me obligas a hacer”. A cada patada, un “te quiero, perdóname”. A cada tirón de pelo, él le susurraba al oído “la próxima vez, te lo arrancaré”. Regalos con falsos arrepentimientos. Besos amargos que acababan en violación. La progresión de la crueldad era imparable. La ataba a la cama. Le rodeaba el cuello con el cable del teléfono mientras le repetía sin parar: “O mía o de nadie”. Intercalaba periodos de extrema violencia física con otros de extrema violencia psíquica. Los insultos y las críticas acabaron con su autoestima.

Sin querer afirmar que todo maltratador es hombre, lo cierto es que las estadísticas (frías cifras), aseguran que la mayoría de las veces, la violencia es ejercida por hombres sobre mujeres. Y, entre otros muchos factores, hay algo en común a la mayoría de las mujeres maltratadas: un gran número de ellas han sido educadas para asumir responsabilidades a edades muy tempranas.

Una mañana, después de haber pasado toda la noche sufriendo vejaciones, decidió que tenía que acabar con esa situación. Se armó de valor y lo dejó. Lo abandonó a pesar del miedo y de las dudas. A pesar de las amenazas. A pesar de sí misma.

Él pareció aceptarlo, no sin antes intentar el chantaje emocional. Pero ella permaneció firme en su decisión. Y una noche, caminando por una calle solitaria, él la estaba esperando, con un gran cuchillo en su mano, dispuesto a matarla. Ella no pudo gritar. Apenas consiguió hablarle con un hilillo de voz. Estaban frente a frente. Él le repetía sin parar que iba a matarla. Ella no quería perder de vista aquel cuchillo. Ya ni sabía qué decía.

Todo sucedió muy rápido. No sintió dolor cuando el cuchillo, directo hacia su corazón, se clavó en su brazo. Décimas de segundo que le parecieron una eternidad, a cámara lenta, ella girando sobre sí misma, él alrededor de ella. Algo tibio le bajaba por el brazo, gotas rojas teñían el suelo. Alguien gritó desde una ventana…

No consiguió matarla, pero sí sumergirla en un horror.

Ahora, cuando le da un puñetazo al saco, se lo da a él. Es a él a quien van dirigidas sus patadas. Ahora, tras seis, siete -quizás ocho- largos años atenazada, ya puede gritar. Ahora, tras las pastillas y el hospital, ya puede hablar de su dolor. Ahora, tras los golpes, tras los gritos de su monitora –tras haberlo matado con sus propias manos-, ya puede –por fin- ser feliz.

Evitar el sexo

La evitación sexual por miedos y fobias irracionales no constituye un trastorno en sí, por cuanto es probable que no haya anomalía alguna en la respuesta sexual. En todas las disfunciones sexuales se halla presente en cierto grado la evitación sexual, pero en las fobias de referencia constituye el rasgo esencial de las mismas.

Es imposible disminuir la ansiedad ante la ejecución sexual del varón impotente con la prescripción de ejercicios sexuales moderados sin solucionar previamente la angustia que experimenta cada vez que su compañera se aproxima.

Según el DSM-III  ( Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales), el rasgo esencial de una fobia sexual es el miedo persistente e irracional y el deseo compulsivo de evitar sensaciones y/o experiencias sexuales. El propio individuo reconoce este miedo como excesivo. Las personas fóbicas intentan evitar por completo el sexo, pero esto les genera ansiedad, que concentran en aspectos concretos de la sexualidad: fracaso sexual, genitales, secreciones y olores sexuales, fantasías sexuales, beso profundo, sexo oral o anal, etc.

La vida social y emocional de estas personas puede limitarse progresivamente, como resultado de la evitación de situaciones sexuales.

Cuando la persona se encuentra en una situación que no le permite evitar el sexo -porque ello supondría perder a la persona querida, o por el sentimiento de culpa que le genera la frustración de los impulsos de una persona por la que siente cariño-, la experiencia puede llegar a ser muy dolorosa. Las personas fóbicas manifiestan que sienten profunda angustia o revulsión -a veces rabia- durante el acto sexual. Las parejas de estas personas fóbicas, en muchas ocasiones, dan muestras de una comprensión sorprendente. Otras, por el contrario, se enfurecen.

Hay personas que evitan las situaciones sexuales porque no les producen placer. Otras sufren ansiedad anticipatoria. Otras evitan el coito porque resulta físicamente doloroso o incómodo.

Hay personas fóbicas que presentan síntomas físicos de ansiedad y angustia. Estas molestias deben analizarse minuciosamente desde una perspectiva médica ya que pueden ser producto de determinadas enfermedades graves (hipoglucemia, fallo cardíaco, hipertiroidismo, abuso de estimulantes o síndrome de abstinencia en el caso del alcohol o los barbitúricos).

Las personas con un umbral de miedo o angustia normal también pueden ser víctimas de fobias sexuales.

La distinción entre fobia simple y fobia derivada de un trastorno por angustia es un factor de primordial interés en el curso de la evaluación, dado que las personas que sufren crisis de angustia requieren, además de tratamiento psicológico, de una medicación adecuada. Los afectos de fobias sexuales simples responden a gran variedad de enfoques psicoterapéuticos, por lo que las fobias simples son muy susceptibles de aplicación de la terapia sexual. El pronóstico de las disfunciones sexuales generadas por fobias es muy favorable si se da la adecuada combinación entre terapia sexual y farmacología.

A una persona con múltiples fobias y evitaciones, presentando crisis de angustia agorafóbica, así como ansiedad ante la separación del compañero y/o una historia familiar con la presencia de síndromes de ansiedad fóbica, parece lógico administrarle ansiolíticos, pero si la fobia sexual se da como síntoma aislado es improbable que la medicación produzca efecto alguno. (Kaplan, 1982).

Es necesario hacer un detallado análisis de las circunstancias específicas que movilizan la angustia y de las contingencias que refuerzan la conducta evitacional. La evitación sexual puede tener un significado simbólico inconsciente y/o cumplir una función de mecanismo de defensa. La identificación y comprensión de esta dinámica facilita el enfrentarse con las resistencias a la extinción de la respuesta temerosa.

Las causas que llevan a la evitación del sexo pueden ser múltiples: coito doloroso, la contemplación de la pareja como un ser repulsivo, un conflicto neurótico en torno al placer o al disfrute sexual, patrón evitatorio en función de un síndrome de ansiedad fóbica… La evitación fóbica de la sexualidad que deriva de estas etiologías tiene un pronóstico bastante favorable, siempre y cuando se identifique correctamente el agente patógeno y se prescriba la terapia y/o medicación adecuadas.

Psiquiatría, cienciología y mala vida

«Odio ser bipolar: es una experiencia maravillosa» (Chascarrillo popular)

La CCHR (Comisión Ciudadana en Defensa de los Derechos Humanos) es un «grupo de presión» -o «lobby», si se prefiere- vinculado a la Iglesia de la Cienciología. Su objetivo, desde su constitución en 1969, es investigar y denunciar violaciones de los Derechos Humanos en el campo de la Psiquiatría. Cuenta con unas 300 sucursales en todo el mundo.

En el año 2006, este grupo de presión publicaba el documental propagandístico «Psiquiatría: una industria de la muerte» el cual, como su nombre indica, ataca a esta rama de la Medicina. CCHR tacha a la Psiquiatría de pseudo-ciencia, la alinea con el nazismo, con las peores dictaduras y guerras de la Historia, con el asesinato, el genocidio y la tortura; acusa a los psiquiatras de narcotraficantes… Y lo peor de todo es que tiene motivos para ello.

Desde sus primeros orígenes, vinculados a los manicomios y casas de orates, la Psiquiatría no sólo se ha mostrado altamente ineficaz para sanar a los pacientes, sino que además sus técnicas han estado estrechamente vinculadas al dolor físico, a la mutilación y a la merma de capacidades del individuo -electro-shock y lobotomía son dos buenos ejemplos de esto-. Por otra parte, la reclusión y el tratamiento forzosos del enfermo -como consecuencia de su falta de juicio- la convierten en una disciplina autoritaria e ineluctable.

Si, después de esos primeros años -o siglos- de «tanteo», la Psiquiatría se hubiera convertido en lo que anhelamos que sea, es decir, en una Ciencia que diagnostica, trata y cura enfermedades reales, quizás podría disculparse su desmañado origen. Pero, desgraciadamente, no es así. Y ya no es porque lo diga esta película, que denuncia una «invención» continua de nuevas enfermedades sin más fundamento que el de la venta de narcóticos (por intereses comerciales y de control social), sino porque la Psiquiatría está, aún hoy, absolutamente desorientada. Y es muy peligrosa.

En esta entrevista, el psiquiatra gijonés Guillermo Rendueles denuncia con contundencia la actual situación de la Psiquiatría. Asegura, basándose en sus 30 años de ejercicio, que hoy en día se prescriben toneladas de narcolépticos para males que no tienen base médica, sino social, económica, o existencial. La desintegración del tejido familiar y de las redes sociales -y no nos referimos precisamente a Facebook, sino más bien al grupo de amigos de toda la vida- han provocado que las personas acudamos al médico, al psiquiatra, en busca de un apoyo que no le corresponde prestarnos. Y el psiquiatra, motivado por diferentes intereses -entre los que destaca el económico- prescribe antidepresivos y ansiolíticos a mansalva. El paciente no se cura -pues no hay cura médica contra la infelicidad-, pero afronta su cruda situación personal con una distancia que le permite sobrellevarla.

No incurriremos aquí en el mismo error que el «documental» al que nos referimos. Ni se nos ocurriría afirmar que la enfermedad mental no existe y tampoco demonizaremos a un sector completo, respetable, como el de los psiquiatras, porque no lo merecen. Muchos de ellos se esfuerzan por sanar a sus pacientes del mejor modo posible, investigan las causas de sus males, son íntegros, competentes, cabales. Los trastornos mentales son una realidad muy dura que afecta no solo a los pacientes, sino muy especialmente a sus familiares. Y negar que estos trastornos existen, o que muchos especialistas están comprometidos en su cura, sería tremendamente injusto. Pero hay que poner las cosas en su contexto. Y para ello, la entrevista a Rendueles -cuya lectura recomendamos enfáticamente- y este documental -cuyo visionado recomendamos con menos énfasis- pueden resultar útiles, siempre y cuando no nos volvamos locos y nos dé por hacernos cienciólogos.