Un cadáver exquisito

Estamos bastante tocados, en general. Y queremos estar bien.

Antaño, locos y cuerdos estaban perfectamente diferenciados. El «loco» era «disfuncional» (no trabajaba, se dedicaba a hacer el loco, o se le encadenaba) y los cuerdos eran, por eliminación, todos los demás.

Ahora la cosa ha cambiado. Los considerados «cuerdos» a menudo nos hartamos de ansiolíticos, o desembolsamos sumas astronómicas en la consulta del psicoterapeuta, y no por ello se nos considera «locos». Ahora ya no hay blanco o negro (loco o cuerdo), sino una infinita gama de grises, una relativización de la salud mental que tiene su base en la evolución científica, en los descubrimientos que sobre la psique humana se han venido realizando.

Freud

Freud fue ese eminente loco que puso las cartas sobre la mesa (de hecho, aún hoy, muchos consideran que sus conclusiones son «una locura»). Contra viento y marea, Freud fue capaz de articular una teoría que colocase al «Inconsciente» en el centro del estudio, lo cual, evidentemente, no es tarea fácil. No es fácil porque del «Inconsciente», por definición, no somos conscientes. Y además, en el «Inconsciente» residen todos esos recuerdos olvidados, los deseos reprimidos, los miedos, las envidias, que a duras penas aceptaremos, ni siquiera ante nosotros mismos.

Ocuparse de esos deseos reprimidos, de esa dimensión inconsciente, es -según esta rama del conocimiento- beneficioso para el individuo, ya que identificar lo que íntimamente deseamos -o tememos- es el primer paso para afrontarlo.

Surrealistas

El Inconsciente habla el lenguaje de los sueños, y así se comunica con «nosotros»: a través de sensaciones, de imágenes, de breves destellos, de símbolos. Y es que el humano es un ser esencialmente simbólico.

Los surrealistas, aquellos niños terribles, se propusieron indagar en el Inconsciente para aprovechar -en sus obras de arte- los símbolos que éste maneja. Consideraban, con verdad, que en el Inconsciente se encuentran los símbolos más puros, más virginales, aquellos que no han pasado por el tamiz de la razón, así que emplearon mil herramientas para acceder a él, al Inconsciente: desde los estupefacientes -¡¡absenta!!-, hasta la escritura automática; pasando por la hipnosis, o el popular «cadáver exquisito».

De este tipo de experimentos surgieron imágenes tan poderosas como el ojo de Buñuel o los relojes de Dalí.

Un perro andaluz. Luis Buñuel.la-persistencia-de-la-memoria-dali2

Psicomagia

Llegamos a Jodorowsky. Se trata de un artista chileno que, en un determinado momento de su vida, decide emplear su arte para sanar a la gente. Así, emprende el viaje de la Psicomagia, una disciplina que él mismo inventa y que traza una ruta inversa a la de los surrealistas.

Los surrealistas, con sus juegos y brebajes, traían al Consciente lo que había quedado sepultado en el Inconsciente, lo que estaba oculto, para aprovecharlo. Jodorowsky intenta en cambio llevar al Inconsciente símbolos creados conscientemente: depositar allí, en la profundidad del pozo, imágenes que sirvan para sanar a la persona, para sosegar al monstruo interior.

Las críticas a esta perspectiva son muchas. Pero los casos de éxito también lo son.

Pintarse los testículos de rojo, abofetear al padre, robar la ropa interior de la madre… Los rituales psicomágicos son así de extremos, porque tratan de llegar al Inconsciente, penetrar en él, modificarlo. Y el Inconsciente no se anda con medias tintas, necesita emociones fuertes.

Ritos de paso

De manera que estos rituales se convierten para los «pacientes» en ritos de paso, de una edad a otra, de un grupo a otro, de una perspectiva a otra.

Los ritos de paso son una constante en las culturas. Tatuar la piel de un niño significa para los maoríes su acceso a la adolescencia, su abandono definitivo de la infancia. El matrimonio es asimismo un rito de paso para multitud de culturas, que suele aparejar un cambio de residencia, de estatus social, etc. El Brit Mila de los judíos, el Donga de los surma…

En la Europa contemporánea, los ritos de paso han perdido interés. O, mejor dicho, los ritos de paso prescritos por un grupo, por una cultura determinada, gozan cada día de menor seguimiento, en favor de otros ritos de paso con [aparente] carácter individual. El adolescente que se pone un pendiente a espaldas de sus padres, la niña que se tatúa un delfín en el hombro… son ritos de paso que los separan de sus progenitores y los igualan a sus pares. Esto es lo que hace Jodorowsky: proporcionar al individuo un rito de paso «a la carta», especialmente diseñado para él, para que avance, libremente, de una edad a otra.

Carta blanca

Televisión Española también ha asistido a numerosos ritos de paso en los últimos años. Allá por 2009 creó el canal «Cultural.es», en una decidida apuesta por la televisión de calidad. No duró mucho tiempo, su apuesta, ya que en junio de 2010 Cultural.es desapareció. Sin embargo, algunos de los contenidos que este canal albergó pueden aún verse en Internet.

Es el caso de «Carta blanca», aquel programa que en 2006 ideara Santiago Tabernero: misma apuesta por la televisión de calidad, semejante fracaso (sólo se grabaron 13 programas).

El capítulo número dos de «Carta blanca» le daba la palabra a Alejandro Jodorowsky.

Ver «Carta blanca» (Jodorowsky) en la web de TVE – completo

Ver entrevista de Sánchez Dragó a Jodorowsky

10 recetas para ser feliz de Jodorowsky

Automatismos y esencias

Los documentales que hoy os traemos podrían cambiaros la vida, así que cuidado. Si, por ejemplo, en tu trabajo tienes que sentarte a negociar, descubrirás al verlos que la dureza de la silla es más importante que el precio que ofrezcas. Si buscas novio -o novia- sabrás que, para ligar, es mejor compartir un caldo de pollo que un refresco. Y si lo que quieres es caer bien a alguien, probablemente renuncies a ello, porque esas decisiones se toman en menos de un segundo. Pero dejad que nos expliquemos.

«El cerebro automático»

Es el título de esta mini-serie documental, dirigida por Francesca d’Amicis en el año 2011. Compuesta por dos capítulos, la serie se adentra en las maravillas del pensamiento inconsciente y revela que éste se ocupa de tomar por nosotros el 90 por ciento de las decisiones. Y es que casi todo lo que hacemos es fruto de nuestro inconsciente, o eso dicen…

La lógica del ahorro es la que se impone. Razonar consume muchos recursos (será por eso que algunos nunca lo hacen), así que nuestro cerebro intenta automatizarlo todo, al máximo, para que no tengamos que pensar conscientemente en ello.

El amor (casto) y otras cosas (innombrables)

Porque al parecer, si hacemos caso a lo que nos dice la serie, estamos vendidos. Un sinfín de decisiones inconscientes, basadas en la separación de los ojos, en la forma del mentón, en la actitud del otro, en la situación, en el trance, determinarán con quién nos quedamos a vivir de por vida. De manera que elegir pareja, lo que se dice elegir -libre, racional y voluntariamente-, no elegimos.

Se hace pesada la serie, demasiado ñoña. Los protagonistas de la parte dramatizada son unos personajes angelicales, blancos, casi asexuados, que se dedican a jugar con las plumas de las almohadas, a hacer pompitas de jabón, y que han nacido -tan eslavos ellos, tan rubitos- el uno para el otro. Y además, todos los descubrimientos sobre nuestro inconsciente terminan con un ejemplo de casto amor monógamo.

Esencialismo

Y por esto, hay que decir: «Pues no». No mezclemos churras con merinas (que son dos tipos de ovejas, por si alguien no lo sabe). Está bien claro que muchas de las cosas que hacemos, las hacemos de forma automática. También está bien saber que cuando pagamos con una tarjeta de crédito, por ejemplo, el área de alarma de nuestro cerebro se activa únicamente hasta que nos la devuelven (no así cuando pagamos en efectivo, que salimos de la tienda cabizbajos y dolidos, con menos peso en el bolsillo). Pero estos detalles, que tienen su importancia, no permiten concluir que estemos absolutamente determinados por nuestro inconsciente. Ni aún por la química de nuestros cerebros.

La Antropología -o al menos una cierta rama de la Antropología– se ocupa de prevenirnos contra estos enfoques a los que denomina «esencialistas». Y es que la sexualidad (nada angelical en ocasiones), al igual que otras manifestaciones humanas, está cargada de sociedad, está cargada de cultura -entendida como construcción simbólica, semiótica-, y por ese motivo ahora se llevan tísicas y en el Renacimiento rechonchas. Si todo fuera biología, secreción hormonal, transfusión de sustancias químicas, no habría lugar para el alma. Y el alma, indiscutiblemente, existe. Aunque sólo sea en el imaginario colectivo.

Así que podéis ver la serie, sacar algunas cosas en claro, divertiros con los juegos que propone, pero no os la creáis a pies juntillas, que hay mundo más allá del submundo.

 

 

Paraplejia mental

Hay un capítulo de los Simpson («Le encanta volar», 19×1) en el que Homer acepta a un tal Colby Kraus como asesor, como terapeuta, o algo así. Este gurú le ayuda a superar sus complejos, los de Homer, mediante el uso, en todo lugar y momento, de los zapatos que el propio Homer utiliza en la bolera. El Homer-de-la-bolera es un tipo seguro, competente, querido y respetado. Kraus quiere que Homer, fuera de la bolera, siga siendo un tipo seguro, competente, querido y respetado.

Lo consigue, Kraus, durante algún tiempo, y esto se comprueba al ver la cara de satisfacción de Marge después de una apasionada noche de sexo con su marido, siempre calzado, claro, incluso en la cama.

El inconsciente, ese hijo de puta

Luis Cencillo de Pineda, antropólogo, psicólogo, filósofo, escritor, erudito investigador, decía con frecuencia -según personas de su entorno más íntimo- que «el inconsciente es muy hijo de puta». Lo retrataba -al inconsciente- como esa realidad que está siempre controlando, sin que nos demos cuenta, nuestras conductas, a través de deseos, miedos, complejos, delirios… A través de nuestras emociones más profundas. Innatas, unas. Construidas, otras.

El siglo del Yo

Así, hoy os traemos una serie documental producida por la BBC en el año 2002 con el título genérico de «El siglo del Yo«. Son cuatro capítulos, de una hora cada uno, en los que se profundiza en temas tan cercanos para nosotros como la manipulación de eso a lo que se ha denominado «las masas», es decir, la manipulación que nosotros, como masa, sufrimos. Control absoluto sobre la sociedad a través de la propaganda. Qué sentir, qué creer, qué hacer o decir, todo viene, según el documental, dirigido por una élite poderosa que se encuentra en el origen de la información que consumimos. Élite ésta a la que el documental pone nombre y apellidos. Caras. Fechas. Y élite, además, a la que entrevista con profusión.

Se puede recorrer, desde que Freud hablara sobre esas pulsiones inconscientes, el camino que trazaron los manipuladores globales: eso hace el documental, señalar momentos históricos, acciones concretas, que demuestran que la conspiración existe, que los esfuerzos por controlarnos han sido muchos… y efectivos.

Despotismo ilustrado

Porque si en el individuo subyacen pasiones que ni él mismo reconoce, las agencias que se ocupan del orden social deberían tener en cuenta esas pasiones y regularlas, canalizarlas en un derrotero común, por el bien de todos. O eso pensaban estos clarividentes déspotas. Ya Macchiavello puso las cosas en su sitio: «Los hombres juzgan más con los ojos que con la inteligencia, pues todos pueden ver, pero pocos pueden comprender lo que ven». Y así es. El hombre culto es aquél que está preparado para juzgar con criterio. El inculto se deja llevar por lo que parece evidente.

El debate es largo, extenso, delicado y peligroso. ¿Es la democracia, como sistema de gobierno, algo legítimo? Alguien que no conoce cómo funciona el sistema, ¿está capacitado para decidir sobre él? ¿Es el sufragio una verdadera herramienta de control? ¿De quién? ¿Del pueblo sobre los gobernantes? ¿O de las élites sobre «las masas»?

De todo esto habla el documental.

Universo propaganda

Y desgraciadamente no podemos analizar la serie completa, todo lo que en ella se apunta, pero podemos asegurar que es un documento de primer nivel, dirigido a aquellos que aún quieren hacer el esfuerzo de pensar con libertad. Los «medios de comunicación de masas» nos han convertido en «masas», y conviene darse cuenta de ello lo antes posible, ahora, mientras aún podamos. Y podemos -todavía- porque ha surgido un nuevo medio de comunicación que ya no es tanto «de masas», como «entre individuos»: Internet. Pero también en Internet se deja sentir el influjo de los grandes manipuladores. También en Internet rigen los mismos principios, la asociación irracional, la simplicidad de los mensajes, la imitación, lo insidioso. Y los pensadores del pueblo, nosotros, los que no tenemos a nuestra disposición grandes herramientas propagandísticas, los que queremos haceros pensar, a vosotros, a los que consideramos nuestros iguales -en lugar de haceros tragar más de lo mismo-, tenemos todo en nuestra contra. Porque el propio sistema se ocupa de hacernos aparecer como una amenaza. Porque demandamos esfuerzo a una población habituada a ser cómodamente manipulada. Porque casi nadie lee este texto hasta aquí.

Falsa democracia, consumismo, prosperidad vacía, existencia esquizofrénica… Creemos que los temas son lo suficientemente importantes como para divulgarlos. Y creemos que vosotros también los reconoceréis así.

Para concluir, os planteamos un último interrogante, a modo de ejemplo: ¿Por qué las drogas siguen estando prohibidas, en su uso recreativo? Su consumo, su posesión, su tráfico. Si nos atrae lo prohibido -y esto se sabe- y conseguir lo prohibido implica un esfuerzo -el de ocultarse, el de desenvolverse entre forajidos, el de pagar-, quizás haya alguien interesado en que consumamos drogas, pero también en que no estén a nuestro alcance inmediato. Para mantenernos ocupados. Para que nos sintamos realizados tras su obtención (qué traviesos, nosotros, qué listillos). Y para que la recompensa a nuestro «saltarse las reglas» sea una buena dosis de incapacidad, de paraplejia mental, de inmovilidad inducida, que siempre viene bien. Pensad sobre ello.

Ver «El siglo del Yo» Capítulo 1

Ver «El siglo del Yo» Capítulo 2

Ver «El siglo del Yo» Capítulo 3

Ver «El siglo del Yo» Capítulo 4

Las lágrimas de San Lorenzo

He olvidado mi primer recuerdo de niña feliz. Mis recuerdos comienzan con una borrachera de mi madre. Sí, mi madre. La que se supone que debía protegerme y cuidarme. A la que se supone que debía acudir cuando me fuera mal en el colegio. Con diez años, cuidaba de ella. Iba a la compra y limpiaba la casa. Sí, también limpiaba sus vómitos. A los catorce años, trabajaba limpiando coches, para ayudar a pagar el alquiler. Y me esforzaba mucho, porque estaba cansada de dar tumbos.

Yo no soy alcohólico

Esta es la frase que cualquier alcohólico te dirá si le preguntas. Siempre pondrá ejemplos cercanos de personas que, según él, sí tienen un problema con el alcohol. Una persona alcohólica ha perdido su libertad.

Esta enfermedad se caracteriza por la imposibilidad de frenar los impulsos para la ingesta de alcohol. El alcohólico pierde el control después de dos o tres copas. Ya no es capaz de parar. A esto se suma la costumbre social de celebrarlo todo con alcohol.

Según la OMS (Organización Mundial para la Salud):

  • El consumo de bebidas nocivas produce 2’5 millones de muertes al año.
  • Unos 320.000 jóvenes de entre 15 y 29 años mueren cada año por causas relacionadas con el consumo de alcohol, lo que representa un 9% de las defunciones en ese grupo etario.
  • El consumo de alcohol ocupa el tercer lugar entre los factores de riesgo de la carga mundial de morbilidad; es el primer factor de riesgo en el Pacífico Occidental y las Américas, y el segundo en Europa.
  • El consumo de alcohol está relacionado con muchos problemas graves de índole social y del desarrollo, en particular la violencia, el descuido y maltrato de menores y el absentismo laboral.

 Las drogas

El alcohol me robó la niñez. Pero las drogas, a las que me acerqué con quince años, me robaron mi adolescencia.

Comencé siendo consumidora ocasional para acabar siendo consumidora diaria. Abandoné los estudios. Y me sentí abandonada por los adultos que se suponía que debían cuidar de mí. Me refugié en un grupo reducido de jóvenes como yo.

Y esa era mi vida: pasaba de cuidar de mi madre a drogarme. Mi forma de vestir hablaba por mí. Ropas anchas, gorra calada hasta las cejas. Era mi forma de reclamar a los adultos una atención que me había sido negada desde niña. Porque necesitaba cariño, y no lo tenía. Necesitaba mimos y era yo la que mimaba. Necesitaba comprensión y era yo quien la daba. ¿Por qué cuidaba de mi madre? Porque ella cuidó de mí cuando era un bebé. Porque, aunque se esforzó, no encontró los suficientes motivos para luchar. Porque su fracaso personal la llevó al mismísimo centro de la autodestrucción. Además, ella fue la única que me quiso desde algún recóndito lugar de su cerebro. De mi padre, ni hablo, porque desapareció antes de que yo naciera.

Y yo iba por el mismo camino…

El cuerpo, ese desconocido

Nuestro cuerpo posee una enzima llamada aldehído deshidrogenasa. Esta enzima se encuentra en el estómago de todos los hombres y en el hígado de hombres y mujeres. Por esta razón, las mujeres son más vulnerables al alcohol. Cuando el alcohol llega al hígado, éste lo metaboliza y lo convierte en otras sustancias igualmente nocivas. Si el hígado no es capaz de metabolizar todo el alcohol, pasa al torrente sanguíneo. Y así es como llega al cerebro, afectando al sistema nervioso central.

Mi esperanza

Sentada frente a mi madre, viéndola sufrir después de haber vomitado, me di cuenta de que debía cambiar mi estilo de vida. Y el de mi madre.

Comencé en ese momento el largo y duro camino de la recuperación. Me dejé querer –por primera vez- por personas desconocidas. Me recondujeron hacia el camino de la libertad. Porque las drogas no son libertad. Las drogas son las cadenas que te atan y hacen que pierdas la perspectiva de las cosas. Hacen que pierdas momentos de vida. Porque siempre puedes optar por no tomarlas, pero cuando tu decisión es la de hacerlo, cuando crees que lo decides libremente, es cuando tus cadenas son más pesadas.

La nueva vida

Las Perseidas, o Lágrimas de San Lorenzo, son ese milagro que sucede cada año en el mes de agosto. Se llaman así porque esta lluvia de meteoritos alcanza su zenit en el día de San Lorenzo –santo mártir que murió en la hoguera-, recordando las lágrimas que vertió al ser quemado.

Ahora, ya no vivo de historias contadas. Ahora salgo al encuentro de la vida. Por eso, estoy dispuesta a pedir un deseo por cada lágrima que vea en el firmamento. Ahora quiero ser la protagonista de mi existencia. Quiero ser yo quien tome las decisiones, acertadas o erradas, y responsabilizarme de mi felicidad. Quiero que mi pequeño Universo esté lleno de deseos y esperanzas. Aunque sea a costa del martirio. Aunque, para ello, haya que llorar.

Los objetos perdidos

Un portazo puso fin a la discusión. Ella, asustada, se escondió debajo de la cama. Con sus pequeñas manos, se tapó los ojos. Se hizo un ovillo y quiso desaparecer. Después de lo que a ella le pareció una eternidad, oyó los gemidos de su madre. Seguía llorando… Nada le parecía tan horrible como el llanto de su madre. Poco a poco, el miedo fue desapareciendo. Tímidamente, fue saliendo de su escondite en busca de su madre. Ella –su madre- estaba recostada en el sofá, mirando, sin ver, la televisión. “¿Mamá? –dijo con un hilillo de voz- tengo hambre”.

Su madre la miró con ternura, acarició su pelo y le dio un beso en la mejilla. Le aseguró que todo estaba bien y una gran sonrisa le devolvió la serenidad.

Al día siguiente, fueron a visitar a una amiga. Mientras las madres charlaban, ellas jugaban –entre risas- con todos los juguetes esparcidos por el suelo.

Llegó la hora de la despedida, con la promesa de volver a jugar y reír. Cuando llegaron a casa, fue corriendo a su habitación, desoyendo las palabras. Una vez allí, a salvo de la mirada de su madre, sacó del bolsillo de su chaqueta un pequeño perrito de cristal. Lo miró con los ojos muy abiertos, lo puso junto a la luz y observó en él los destellos mágicos, un maravilloso arco iris que salía de aquel pedacito de cristal.

Esa fue la primera vez…

La cleptomanía es la tendencia a robar pertenencias ajenas. No son robos premeditados y ésta es la diferencia con el ladrón. El cleptómano obedece a impulsos. Entrar en una tienda le suele provocar estados de ansiedad que solo remiten cuando roba algo. Solo entonces se siente liberado. Generalmente, estos individuos disponen de dinero y lo que sustraen es de escaso valor. El cleptómano es consciente del acto. Sabe que está mal y tiene miedo de ser pillado. Esto le genera sentido de culpa y ansiedad.

Por tanto, podríamos decir que la cleptomanía es la respuesta a un conflicto emocional que se mitiga con los pequeños hurtos.

El perro de cristal estaba a buen recaudo. Una caja grande, roja, con una pequeña cerradura –regalo de su padre-, era el lugar perfecto para guardar aquella figurita de la que salía un maravilloso arco iris.

Al pequeño perro le siguió un coletero brillante. Un lápiz con dibujos de hadas. Una libreta de color rosa… Llegó un momento en que aquella caja roja estaba llena de objetos. Cosas que había ido “robando” a sus amigas.

Ahora, pasado el tiempo, los portazos le dan menos miedo. Ya no se esconde debajo de la cama. Ahora se va a la tienda más próxima y roba.

Pero no sólo roba. Su relación con la comida es caótica. Sabe que lo que hace no está bien, pero es su forma de compensar pérdidas. Y esa sensación de transgresión le resulta casi agradable, aunque después llegue el arrepentimiento.

La cleptomanía es un trastorno grave -como lo son todos los trastornos del desarrollo cognitivo y afectivo-. Las personas que lo padecen no roban por placer, sino por un impulso que no pueden refrenar. Podríamos decir que la cleptomanía es una adicción primaria (el significado de “primaria” se refiere a que no es un síntoma).

En el DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), la cleptomanía está encuadrada en el apartado “Trastornos del control de los impulsos no clasificados”, junto con:

  • Trastorno Explosivo Intermitente
  • Piromanía
  • Tricotilomanía
  • Juego Patológico

Le sudaban las manos. Miraba de reojo. Cogía una y otra vez ese monedero que había llamado su atención. Lo dejaba y se alejaba a otra sección. Pero su corazón latía fuertemente. Su ansiedad iba en aumento. Tenía que llevárselo. Sentía el pulso en las sienes y la adrenalina navegando por todo su cuerpo. Desde el otro extremo, miraba el mostrador donde estaba aquel maravilloso objeto de deseo.

Una vocecita interior le repetía que no debía hacerlo. Lo argumentaba. Pero sus piernas comenzaron a moverse sin su permiso. Pensaba en sus padres. En su novio. Pero se vio guardándose el monedero en un bolsillo de su abrigo. Le embargaba una mezcla de victoria y miedo. “Me van a pillar”. Se tocaba el bolsillo y se aseguraba de que su trofeo seguía ahí. Despacio, se dirigió hacia la puerta de salida. Dos metros: el corazón se le salía por la boca. Un metro: gotas de sudor caían por su frente. Medio metro: el aire de la calle refrescaba su cara.

De pronto, una voz de hombre la hizo detenerse en seco. Por un momento, pensó que sus venas se habían vaciado de sangre. Que el corazón, de tanto latir, se le había parado. Se dio la vuelta y vio a un guardia de seguridad que, con una sonrisa, le daba el guante que se le había caído. “Muchas gracias” -balbuceó-. El frío de la calle la devolvió a la vida.

Caminaba sin rumbo, pensando en lo sucedido. Era la primera vez que había sentido terror. Era la primera vez que el robo no era placentero. Se sentó en un banco del parque, cerca de su casa. Pensó en aquel perrito de cristal del que salía el arco-iris. De su caja roja. De todas las cosas que había robado desde entonces. Y, en ese momento, reconoció ante sí misma que tenía un grave problema. Se dio cuenta de que trataba de “reponer” afectos perdidos.

El cleptómano desconoce la razón por la que roba. El cleptómano maneja mal la angustia. Esta angustia, en muchas ocasiones –y en su origen-, es debida a la falta de afecto y atención en la infancia.

No hay que buscar culpables. Ni señalar como único responsable al cleptómano. En realidad, todo el entorno familiar ha de comprender que la persona que más sufre es él.

Buscar ayuda profesional y el apoyo de las personas cercanas es fundamental para superar el trastorno. Ayudar al cleptómano, por otra parte, es bastante útil para conservar pertenencias propias.

Peter Pan no es feliz

No es una enfermedad. La vida tampoco se ve amenazada. Pero otra cosa es la salud mental y, en ese terreno, supone algo más que una incomodidad.

Un síndrome es un conjunto de síntomas que expresan una pauta social. El síndrome de Peter Pan es un complicado laberinto de causas y efectos. Estos hombres se entregan de una forma impetuosa, son narcisistas, se encierran dentro de sí mismos y sufren de una exaltación del ego que les convence de ser capaces de realizar cualquier cosa que su mente pueda imaginar.

La cruda realidad, el paso de los años, los convierte en inadaptados y van cambiando su “yo quiero” por un “yo debería”. Buscan la aceptación de los demás, como si fuera el único camino que tienen para encontrar la aceptación propia. Sus rabietas temperamentales se confunden con afirmaciones viriles. Entienden el amor como algo que se da por sentado –que se les debe-, sin aprender nunca a darlo como compensación. Saben fingir que son adultos pero, en realidad, su comportamiento es de niños consentidos.

Para superar su mal, ellos deben recorrer la distancia más larga: la que hay entre la boca y los oídos.

Ser un niño por acciones y un hombre por edad es algo triste. Porque el hombre quiere tu amor, pero el niño quiere tu compasión. El hombre necesita estar cerca, pero el niño teme que lo toquen. Si miras más allá de su orgullo, verás que es vulnerable y hasta podrás sentir su miedo.

Ilustraciones Trina Schart Hyman

Para poder ayudarle, hay que entender su complejidad. Hay que tratar de entender que es un hombre que sufre y que tiene dificultades para reconocerlo. Descubrir la ubicación de su espacio vital es tan confuso como comprender esta indicación: “tercer piso a la izquierda y después, todo recto hasta la noche”.

Ya sé, ya sé, las mujeres pueden identificar esta conducta en muchos de los hombres que conocen. Pero hay que ser muy cuidadoso a la hora de etiquetar a un hombre bajo este síndrome. Primero, porque se corre el riesgo de “negativos verdaderos” (el síndrome parece que se cumple, pero no) y segundo, porque se corre el riesgo de los “positivos falsos” (el síndrome parece que no está, pero sí).

Todo esto se puede complicar aún más, porque muchos hombres tienen uno o más de los síntomas del síndrome, sin sufrirlo en realidad. Un hombre sensible, con una gran imaginación y capaz de luchar por mantenerse joven, puede confundirse con un Peter Pan. Pero no olvidemos que estas cualidades son caminos hacia la serenidad inteligente. Sería como confundir a una persona inconsciente con una que está muerta.

Un hombre es víctima de este síndrome cuando éste le impide desarrollar relaciones con otras personas e interfiere en su funcionamiento diario.

Creo que todos conocemos la historia del despreocupado Peter Pan. Fue este personaje el que nos mostró lo maravilloso de la eterna juventud. Fue él quien enfureció al Capitán Garfio. Fue él quien, con sus juegos, rompió el corazón del Capitán, y por eso, fue lanzado, por la borda del barco, a las fauces del cocodrilo que se había tragado un reloj.

Él simboliza la esencia de la juventud. La alegría y la presencia de ánimo. Infatigable, nos tiende la mano de un eterno compañero de juegos. Cuando permitimos que él toque nuestros corazones, nuestras almas son alimentadas.

Hasta ahí, el maravilloso cuento de J.M. Barrie, nos toca la fibra y es como si Campanilla hubiera esparcido sobre nosotros su “polvo de hadas” y pudiéramos volar. Volar con la imaginación de un niño. Sentir la brisa acariciando nuestra piel. Volar hacia el país de Nunca Jamás, donde no existe el tiempo y todo se puede “arreglar” de forma sencilla. Porque hasta perseguir nuestra sombra resulta algo divertido.

Crecer es duro, y Peter Pan se resiste con rabia. Pero si miramos atentamente al personaje, descubriremos que, en realidad, Peter Pan es un joven muy triste. Su vida está repleta de contradicciones, conflictos y confusión. Porque sentirse atrapado entre el hombre que uno no quiere ser y el niño que ya no se puede seguir siendo, es duro, muy duro y triste.

El neutralizante de los polvos mágicos es la realidad. Tratar de comprender a estos hombres y ayudarles a superar el síndrome es cosa de todos. Comenzando por las madres que -guiadas por el amor y sentido de protección- impiden el normal desarrollo de los hijos varones. Los convierten en inútiles cuando, sin mala intención, les impiden realizar tareas cotidianas. Frases como “ya tendrá tiempo de aprender que la vida es dura”, forman parte de la educación de muchos niños. Actitudes permisivas se han colado en muchas facetas de nuestra vida: literatura, filosofía educativa, comunicación… Ellas les han dado a nuestros padres la idea de que, al criar a los hijos, hay que evitar la autoridad y el castigo, y nunca implementar límites al espacio de crecimiento.

Al adoptar esta forma de educación se fomenta la irresponsabilidad. No estoy hablando de ser vago, sino de ser absolutamente irresponsable, donde el niño cree que las reglas no se le aplican. Cuando se llega a esos límites, donde la irresponsabilidad no es contraatacada, los niños dejan de aprender los necesarios hábitos de cuidarse ellos mismos.

El niño ha de aprender, desde su más tierna infancia, las cosas básicas, como el aseo personal, o a ser ordenado. De no hacerlo, se convertirá, sin duda, en un adulto perezoso que ha enterrado la confianza en sí mismo.

Los hombres víctimas de este síndrome están llenos de ansiedad. Ansiedad que aprendieron siendo niños. Y la aprendieron de sus padres. Porque la ansiedad es el resultado de la infelicidad. Padres que no supieron disimular su agónica tristeza provocada por la insatisfacción.

El padre disimula su dolor con una imagen de “hombre duro” que todo lo puede. Y la madre, a menudo, hace gala de la batalla contra el martirio, bajo el velo del sacrificio. La frase más típica de una madre así es “Solo quiero la felicidad de mis hijos” o “Todos nuestros esfuerzos son para que nuestros hijos tengan lo mejor”. El resultado de estos mensajes es que los hijos no aprendan a comunicarse bien con los adultos de referencia. Esto provoca un sentimiento de culpa. Este sentimiento produce ansiedad. Y esta ansiedad es como un ruido ensordecedor que impide al niño escuchar sus propias necesidades y verbalizarlas.

En muchos casos, los padres, erróneamente, fingen ser felices. Tienen miedo de enfrentar sus sentimientos con la verdad. Esto sucede porque se sienten desdichados. Así, ponen falsas sonrisas en sus caras y se fuerzan a salidas familiares fingiendo, nuevamente, satisfacción.

Aparentemente, son una familia bien adaptada y hasta parecen felices. Dan a sus hijos dinero en vez de tiempo. De esta guisa, los hijos aceptan la comida, la vivienda y la seguridad como algo que se da por sentado, y se concentran en la búsqueda de nuevas formas de placer. Después, al disponer de demasiado tiempo y muy poca seguridad en casa, buscan identidad en el grupo. Con demasiada frecuencia, buscan desesperadamente un lugar al que pertenecer.

En un estado que podríamos denominar de “pánico”, los niños son atraídos por los medios de publicidad que les aseguran que la clave del éxito es hacer lo mismo que hacen los demás. Como consecuencia, la presión a la que son sometidos, invade cada aspecto de sus vidas.

Si eres mujer y conoces a un hombre con este síndrome, no te rindas. Con amor y paciencia, él puede solucionarlo. Si eres madre, no conviertas a tu hijo en un Peter Pan, guíalo para que encuentre su propio espacio y llegue a ser un adulto responsable y comprometido con su felicidad. Ayúdale a desarrollar sus habilidades y nunca finjas ni tristeza ni alegría.

Si crees que eres Peter Pan, sal de la prisión de la soledad. Deja de mentirte a ti mismo. Y recuerda que ese mundo -ese que pertenece a tu infancia- se llama –y no en vano- el País de Nunca Jamás.

Mátalo

“¡Mátalo! ¡Mátalo!”, grita la monitora de Kick Boxing. Ella golpea el saco con sus puños, con los pies… Está cansada, está sudada, pero también reconfortada. Ella centra su atención en la voz que tiene detrás, en la que le grita que lo mate. ¿Quién es? ¿Qué hace ahí, dándole patadas y puñetazos a un saco? No lo sabe bien, pero siente alivio porque, con cada patada, con cada puñetazo, se deshace de un recuerdo doloroso.

Hace poco, quiso quitarse la vida; suicidarse. Tomó todas las pastillas que encontró y las engulló. Paracetamol, calmantes, lo que fuera. Al despertar, estaba en una sala de urgencias, rodeada de médicos y de enfermeras. Una luz blanca le cegaba los ojos. Quería hablar, pero no podía.

Cuando lo conoció, pensó que era un chico agradable y simpático. Él comenzó a colmarla de atenciones. La llamaba constantemente, diciéndole lo maravillosa que era. Y ella, se dejó querer. Y, poco a poco, fue cayendo en las garras de su peor enemigo.

El maltratador no corresponde a una escala social concreta. El maltratador no es una persona agresiva en su vida cotidiana, sino que ejerce la violencia de una forma selectiva. El maltratador tiene una enorme capacidad de simulación, hace creer a todo su entorno que las quejas de su pareja –de su víctima- son infundadas. La retrata como una histérica, incapaz de controlarse.

El maltratador es capaz de convencerla –incluso- para que acuda a terapia. De esta forma, puede controlarla mejor. Muchas veces, se muestra preocupado y dispuesto a colaborar en la mejora de su pareja, pero el maltratador sabe muy bien lo que tiene que hacer en cada momento. Se cree con el derecho natural de someter y degradar a su víctima. Es celoso, posesivo, controlador.

Pese a lo que pueda parecer, el maltratador no es un enfermo mental. Quizás por ello mismo, lamentablemente, la posibilidad de recuperar a un maltratador es muy baja. La causa fundamental es que éste carece de todo sentimiento de culpa.

Ella lo justificaba una y otra vez. Justificaba lo injustificable. Pedía perdón por existir. Él había sido metódico y, sistemáticamente, la había apartado de todos: amigos, familia… La agresividad iba en aumento. Ella estaba cada vez más aislada… Había aceptado el sufrimiento como forma de vida, se sentía incapaz de contar a nadie su dolor.

A cada golpe de puño, le seguía un “mira lo que me obligas a hacer”. A cada patada, un “te quiero, perdóname”. A cada tirón de pelo, él le susurraba al oído “la próxima vez, te lo arrancaré”. Regalos con falsos arrepentimientos. Besos amargos que acababan en violación. La progresión de la crueldad era imparable. La ataba a la cama. Le rodeaba el cuello con el cable del teléfono mientras le repetía sin parar: “O mía o de nadie”. Intercalaba periodos de extrema violencia física con otros de extrema violencia psíquica. Los insultos y las críticas acabaron con su autoestima.

Sin querer afirmar que todo maltratador es hombre, lo cierto es que las estadísticas (frías cifras), aseguran que la mayoría de las veces, la violencia es ejercida por hombres sobre mujeres. Y, entre otros muchos factores, hay algo en común a la mayoría de las mujeres maltratadas: un gran número de ellas han sido educadas para asumir responsabilidades a edades muy tempranas.

Una mañana, después de haber pasado toda la noche sufriendo vejaciones, decidió que tenía que acabar con esa situación. Se armó de valor y lo dejó. Lo abandonó a pesar del miedo y de las dudas. A pesar de las amenazas. A pesar de sí misma.

Él pareció aceptarlo, no sin antes intentar el chantaje emocional. Pero ella permaneció firme en su decisión. Y una noche, caminando por una calle solitaria, él la estaba esperando, con un gran cuchillo en su mano, dispuesto a matarla. Ella no pudo gritar. Apenas consiguió hablarle con un hilillo de voz. Estaban frente a frente. Él le repetía sin parar que iba a matarla. Ella no quería perder de vista aquel cuchillo. Ya ni sabía qué decía.

Todo sucedió muy rápido. No sintió dolor cuando el cuchillo, directo hacia su corazón, se clavó en su brazo. Décimas de segundo que le parecieron una eternidad, a cámara lenta, ella girando sobre sí misma, él alrededor de ella. Algo tibio le bajaba por el brazo, gotas rojas teñían el suelo. Alguien gritó desde una ventana…

No consiguió matarla, pero sí sumergirla en un horror.

Ahora, cuando le da un puñetazo al saco, se lo da a él. Es a él a quien van dirigidas sus patadas. Ahora, tras seis, siete -quizás ocho- largos años atenazada, ya puede gritar. Ahora, tras las pastillas y el hospital, ya puede hablar de su dolor. Ahora, tras los golpes, tras los gritos de su monitora –tras haberlo matado con sus propias manos-, ya puede –por fin- ser feliz.

Evitar el sexo

La evitación sexual por miedos y fobias irracionales no constituye un trastorno en sí, por cuanto es probable que no haya anomalía alguna en la respuesta sexual. En todas las disfunciones sexuales se halla presente en cierto grado la evitación sexual, pero en las fobias de referencia constituye el rasgo esencial de las mismas.

Es imposible disminuir la ansiedad ante la ejecución sexual del varón impotente con la prescripción de ejercicios sexuales moderados sin solucionar previamente la angustia que experimenta cada vez que su compañera se aproxima.

Según el DSM-III  ( Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales), el rasgo esencial de una fobia sexual es el miedo persistente e irracional y el deseo compulsivo de evitar sensaciones y/o experiencias sexuales. El propio individuo reconoce este miedo como excesivo. Las personas fóbicas intentan evitar por completo el sexo, pero esto les genera ansiedad, que concentran en aspectos concretos de la sexualidad: fracaso sexual, genitales, secreciones y olores sexuales, fantasías sexuales, beso profundo, sexo oral o anal, etc.

La vida social y emocional de estas personas puede limitarse progresivamente, como resultado de la evitación de situaciones sexuales.

Cuando la persona se encuentra en una situación que no le permite evitar el sexo -porque ello supondría perder a la persona querida, o por el sentimiento de culpa que le genera la frustración de los impulsos de una persona por la que siente cariño-, la experiencia puede llegar a ser muy dolorosa. Las personas fóbicas manifiestan que sienten profunda angustia o revulsión -a veces rabia- durante el acto sexual. Las parejas de estas personas fóbicas, en muchas ocasiones, dan muestras de una comprensión sorprendente. Otras, por el contrario, se enfurecen.

Hay personas que evitan las situaciones sexuales porque no les producen placer. Otras sufren ansiedad anticipatoria. Otras evitan el coito porque resulta físicamente doloroso o incómodo.

Hay personas fóbicas que presentan síntomas físicos de ansiedad y angustia. Estas molestias deben analizarse minuciosamente desde una perspectiva médica ya que pueden ser producto de determinadas enfermedades graves (hipoglucemia, fallo cardíaco, hipertiroidismo, abuso de estimulantes o síndrome de abstinencia en el caso del alcohol o los barbitúricos).

Las personas con un umbral de miedo o angustia normal también pueden ser víctimas de fobias sexuales.

La distinción entre fobia simple y fobia derivada de un trastorno por angustia es un factor de primordial interés en el curso de la evaluación, dado que las personas que sufren crisis de angustia requieren, además de tratamiento psicológico, de una medicación adecuada. Los afectos de fobias sexuales simples responden a gran variedad de enfoques psicoterapéuticos, por lo que las fobias simples son muy susceptibles de aplicación de la terapia sexual. El pronóstico de las disfunciones sexuales generadas por fobias es muy favorable si se da la adecuada combinación entre terapia sexual y farmacología.

A una persona con múltiples fobias y evitaciones, presentando crisis de angustia agorafóbica, así como ansiedad ante la separación del compañero y/o una historia familiar con la presencia de síndromes de ansiedad fóbica, parece lógico administrarle ansiolíticos, pero si la fobia sexual se da como síntoma aislado es improbable que la medicación produzca efecto alguno. (Kaplan, 1982).

Es necesario hacer un detallado análisis de las circunstancias específicas que movilizan la angustia y de las contingencias que refuerzan la conducta evitacional. La evitación sexual puede tener un significado simbólico inconsciente y/o cumplir una función de mecanismo de defensa. La identificación y comprensión de esta dinámica facilita el enfrentarse con las resistencias a la extinción de la respuesta temerosa.

Las causas que llevan a la evitación del sexo pueden ser múltiples: coito doloroso, la contemplación de la pareja como un ser repulsivo, un conflicto neurótico en torno al placer o al disfrute sexual, patrón evitatorio en función de un síndrome de ansiedad fóbica… La evitación fóbica de la sexualidad que deriva de estas etiologías tiene un pronóstico bastante favorable, siempre y cuando se identifique correctamente el agente patógeno y se prescriba la terapia y/o medicación adecuadas.

Gorda

Se mira en el espejo. Contiene el aliento. El espejo le devuelve su figura distorsionada, una vez más.

Su niñez, llena de amor y calidez, envuelta de ternura, transida de historias de brujas malvadas y de príncipes encantadores, no ha podido salvarla del monstruo de la cultura que rinde culto a la estética.

Aunque sus sueños siguen aún esperando, en algún rincón de su memoria, para saltar hacia la libertad… Quiere gritar, pero no puede. La soledad le atenaza la garganta. Está sola. Sola frente a un mundo al que no ha sabido entender. Sola frente a sí misma, con esa soledad profunda que emerge del miedo y se derrama por los ojos.

Vomita, y con cada vómito, su vida se aleja y ella se acerca más a la muerte. Porque esta sociedad es implacable. Castiga severamente a los que no cumplen con los requisitos. Todos somos culpables…

La bulimia –del griego bous (buey) y limos (hambre)- es un trastorno que se caracteriza por la obsesión hacia la comida y el consiguiente aumento de peso. Las personas bulímicas son contradictorias, depresivas y con sentimientos de culpa.

A la bulimia, en su caso, se añade otro trastorno, el TLP (Trastorno Límite de la Personalidad). Este trastorno conduce a la autolesión.

¿Qué lleva a una persona joven, sana e inteligente, a lesionarse? Dañarse a uno mismo es enfrentarse a las emociones estresantes de ira, frustración, angustia. Con cada centímetro de piel de donde brota sangre, se siente alivio. Son como lágrimas. Lágrimas de sangre que se derraman por cualquier parte del cuerpo.

Después viene el arrepentimiento, la culpa, y otra vez a empezar. Es difícil de advertir por las personas alrededor, porque es una conducta secreta.

La conozco. Sus ojos negros son profundos, como la bóveda celeste. Si la miras con atención, hasta puedes ver los destellos de los astros. Constantemente, juega con su larga melena negra. Algo tímida, su sonrisa oculta una carcajada que, por miedo, no consigue aflorar. Sus dedos tamborilean nerviosos sobre cualquier superficie.

Sí, la conozco. Muchas noches la oigo llorar, lamentarse.

Por la mañana sale de la habitación e intenta poner su mejor sonrisa. No es una sonrisa para los demás –que también-, es una sonrisa para sí misma. Y, aunque al acabar el día haya fracasado en algunas de las cosas que se había propuesto, ella intenta poner el acento en aquello que ha logrado.

Entonces el miedo ataca por todas las partes del ser. Ha de tener el poder. Quiere lo que es suyo. Y ella cede, y deja de tener miedo y ya no es débil ni vulnerable.

La fría distancia de los suyos hace que sienta el dolor de una mordedura. Pero en ese dolor se siente a salvo, porque lo conoce y lo reconoce como propio. Si lo contara, se expondría a los demás, dejaría de estar a salvo. Porque alejándose se acerca y, cuando crees que se acerca, se aleja. Y escondida en su interior, intenta ser quien cree que es.

En un segundo, toda la rabia surge de ninguna parte apoderándose de ella. Y detrás de ese despliegue de dolor, está su sentimiento de soledad -de desamparo- que la acompaña cada segundo de cada minuto de cada hora que está despierta.

Parece una isla en medio del océano. Pero no es una isla inaccesible. Has de acercarte a ella sabiendo que rocas profundas la bordean. Has de acercarte sabiendo que es ella quien tiene el poder. Y que te lo dará sólo si eres capaz de rendirte. Porque quiere ser rescatada, pero dejándola en paz. Porque no te dejará entrar en un lugar que ella todavía ha de conquistar. Porque quiere que te acerques y que te alejes al mismo tiempo. Porque quiere ser ella la que controle pero, al mismo tiempo, quiere que la controles tú. Quiere que estés en su vida, pero lejos. Porque ahora ya no quiere lejanía, ahora quiere que te acerques y la abraces, pero sin tocarla.

Los recuerdos son como gritos que todo lo inundan. Ahora imagina que cada recuerdo es una pieza de un gran puzzle. Ella quiere juntar piezas que no encajan entre sí. Mira una y la reconoce. En esa pieza, siente que te quería. Pero luego, coge otra en la que también estás, y siente que no confía en ti, que no te quiere igual. Y así, con todas sus piezas. Y en conjunto, no es capaz de ver la realidad como los demás.

Es como el “patito feo” del cuento. Tiene tan arraigado en su interior que es diferente, que se aparta de todos, aunque posea excelentes habilidades y sea brillante en los estudios o en el trabajo. Sólo tiene que darse cuenta de que es un cisne.

Y lucha. Lucha por cambiar su vida porque ya no sabe quién es. Y necesita averiguarlo. Y su recuperación es responsabilidad de todos. Y todos tenemos que tratar de entender su dolor, su aislamiento, nuestro trastorno.

Culpables

A lo largo de la segunda mitad del siglo pasado se ha tratado de sistematizar los trastornos de la personalidad en grandes síndromes y en más de una ocasión se ha hablado de la depresión -o de la ansiedad- como la «enfermedad» mental -o emocional- más importante del momento. A esto se han añadido estadísticas para hacernos ver que nadie está a salvo de cualquiera de esos cuadros conflictivos.

Cada vez hay más personas que caen en un estado depresivo importante, o que entran en crisis agudas de ansiedad, sin conocer el motivo de los mismos. Pero siempre hay un motivo. A veces es consciente o reactivo de una situación concreta, pero otras su etiología es inconsciente.

La mayoría de los conflictos de personalidad, estados depresivos, o crisis de ansiedad, provienen de la capacidad que algunas personas tienen para sentirse culpables, lo cual genera una tendencia inconsciente al auto-castigo.

Vivimos en una sociedad de la que no podemos sustraernos. En esta sociedad hemos nacido, hemos sido criados, educados y condicionados, y por tanto, todo lo que ha influido en nuestra biografía también lo ha hecho en nuestra personalidad.

El hombre es culpable de lo que le ocurre -enfermedad, sufrimiento,  muerte-, por haber contravenido las leyes que imperaban en el Paraíso. Eso -de manera inconsciente- es algo que llevamos adherido a nuestra existencia y potencia -sin darnos cuenta- y –en muchas ocasiones- se traduce en un sentimiento de culpabilidad.

Por otro lado, subliminalmente, existe la lectura relacionada con el tabú sexual. Esta lectura dice que el mal que ha generado el hombre al privarse de la vida eterna -y de su morada en un continuo paraíso- es su deseo sexual. De ahí la cantidad de conflictos de esta índole y los frecuentes sentimientos de culpabilidad y frustración que muchos padecemos respecto a nuestros propios deseos y necesidades en este ámbito tan natural del ser humano.

¿Quién no conoce el mito de Adán y Eva, la Serpiente y el Paraíso? La cultura cristiana ha generado una sensación de desfondamiento precisamente con este mito. Ambos conceptos –sexo y culpa- están siempre presentes en el mundo en que vivimos y han sido ampliamente tratados, tanto por la filosofía, como por la teología, o incluso la literatura.

El sentimiento de culpabilidad inconsciente se encuentra encerrado en esa zona de la personalidad que Sigmund Freud llamó el “Ello”, y con frecuencia tiene una réplica en la conciencia en forma de autocastigo. Pensemos, como ejemplo, en algunas situaciones que viven muchos seres humanos y que con frecuencia nos resultan inexplicables desde el punto de vista de la lógica: Personas que -sin desearlo- continuamente se implican en situaciones que les acarrean cientos de problemas; personas que se niegan el éxito, teniendo todo a favor para conseguirlo; personas con una actitud negativa hacia la pareja, a la que aman con fervor… Son reacciones aparentemente contradictorias, que llevan en la mayoría de las ocasiones al individuo a una negación de la felicidad –o al menos de una felicidad temporal: la única forma de felicidad posible para los seres humanos-.

Existe otro factor que suele generar sentimientos inconscientes de culpa: el chantaje emocional. Con frecuencia, este chantaje es involuntario y producto de una necesidad de protección exagerada hacia la persona a la que se chantajea; o bien consecuencia de una actitud egoísta del que chantajea. Por ejemplo, esas madres que -para que los hijos tengan los comportamientos deseados- se quejan de sufrimiento moral o físico cuando esos mismos hijos no ceden a sus requerimientos. O esa mujer -o ese marido- que entran en estado de melancolía cuando la pareja es capaz de disfrutar de su propio espacio.

Pero también existen los chantajes conscientes, voluntarios, muy sutiles y contaminantes. Estos se realizan con plena actitud, casi maquiavélica, por parte del chantajista y siempre para tener dominado al chantajeado. Suele ocurrir con más frecuencia en relaciones de pareja y en relaciones laborales. En estos casos, el chantajeado, si es persona de carácter débil, acaba por crearse sentimientos de culpa que le llevan a debilitarse todavía más y a manifestar comportamientos auto-punitivos.

Descubrir los propios sentimientos de culpabilidad inconsciente lleva a la persona a lograr una autonomía de pensamiento y acción, a alcanzar la confianza en sí misma, a aumentar su autoestima y -sobre todo- a dejar para siempre la tendencia al autocastigo, lo cual generará una calidad de vida emocional que le permitirá dirigir su propia existencia.