Mátalo

“¡Mátalo! ¡Mátalo!”, grita la monitora de Kick Boxing. Ella golpea el saco con sus puños, con los pies… Está cansada, está sudada, pero también reconfortada. Ella centra su atención en la voz que tiene detrás, en la que le grita que lo mate. ¿Quién es? ¿Qué hace ahí, dándole patadas y puñetazos a un saco? No lo sabe bien, pero siente alivio porque, con cada patada, con cada puñetazo, se deshace de un recuerdo doloroso.

Hace poco, quiso quitarse la vida; suicidarse. Tomó todas las pastillas que encontró y las engulló. Paracetamol, calmantes, lo que fuera. Al despertar, estaba en una sala de urgencias, rodeada de médicos y de enfermeras. Una luz blanca le cegaba los ojos. Quería hablar, pero no podía.

Cuando lo conoció, pensó que era un chico agradable y simpático. Él comenzó a colmarla de atenciones. La llamaba constantemente, diciéndole lo maravillosa que era. Y ella, se dejó querer. Y, poco a poco, fue cayendo en las garras de su peor enemigo.

El maltratador no corresponde a una escala social concreta. El maltratador no es una persona agresiva en su vida cotidiana, sino que ejerce la violencia de una forma selectiva. El maltratador tiene una enorme capacidad de simulación, hace creer a todo su entorno que las quejas de su pareja –de su víctima- son infundadas. La retrata como una histérica, incapaz de controlarse.

El maltratador es capaz de convencerla –incluso- para que acuda a terapia. De esta forma, puede controlarla mejor. Muchas veces, se muestra preocupado y dispuesto a colaborar en la mejora de su pareja, pero el maltratador sabe muy bien lo que tiene que hacer en cada momento. Se cree con el derecho natural de someter y degradar a su víctima. Es celoso, posesivo, controlador.

Pese a lo que pueda parecer, el maltratador no es un enfermo mental. Quizás por ello mismo, lamentablemente, la posibilidad de recuperar a un maltratador es muy baja. La causa fundamental es que éste carece de todo sentimiento de culpa.

Ella lo justificaba una y otra vez. Justificaba lo injustificable. Pedía perdón por existir. Él había sido metódico y, sistemáticamente, la había apartado de todos: amigos, familia… La agresividad iba en aumento. Ella estaba cada vez más aislada… Había aceptado el sufrimiento como forma de vida, se sentía incapaz de contar a nadie su dolor.

A cada golpe de puño, le seguía un “mira lo que me obligas a hacer”. A cada patada, un “te quiero, perdóname”. A cada tirón de pelo, él le susurraba al oído “la próxima vez, te lo arrancaré”. Regalos con falsos arrepentimientos. Besos amargos que acababan en violación. La progresión de la crueldad era imparable. La ataba a la cama. Le rodeaba el cuello con el cable del teléfono mientras le repetía sin parar: “O mía o de nadie”. Intercalaba periodos de extrema violencia física con otros de extrema violencia psíquica. Los insultos y las críticas acabaron con su autoestima.

Sin querer afirmar que todo maltratador es hombre, lo cierto es que las estadísticas (frías cifras), aseguran que la mayoría de las veces, la violencia es ejercida por hombres sobre mujeres. Y, entre otros muchos factores, hay algo en común a la mayoría de las mujeres maltratadas: un gran número de ellas han sido educadas para asumir responsabilidades a edades muy tempranas.

Una mañana, después de haber pasado toda la noche sufriendo vejaciones, decidió que tenía que acabar con esa situación. Se armó de valor y lo dejó. Lo abandonó a pesar del miedo y de las dudas. A pesar de las amenazas. A pesar de sí misma.

Él pareció aceptarlo, no sin antes intentar el chantaje emocional. Pero ella permaneció firme en su decisión. Y una noche, caminando por una calle solitaria, él la estaba esperando, con un gran cuchillo en su mano, dispuesto a matarla. Ella no pudo gritar. Apenas consiguió hablarle con un hilillo de voz. Estaban frente a frente. Él le repetía sin parar que iba a matarla. Ella no quería perder de vista aquel cuchillo. Ya ni sabía qué decía.

Todo sucedió muy rápido. No sintió dolor cuando el cuchillo, directo hacia su corazón, se clavó en su brazo. Décimas de segundo que le parecieron una eternidad, a cámara lenta, ella girando sobre sí misma, él alrededor de ella. Algo tibio le bajaba por el brazo, gotas rojas teñían el suelo. Alguien gritó desde una ventana…

No consiguió matarla, pero sí sumergirla en un horror.

Ahora, cuando le da un puñetazo al saco, se lo da a él. Es a él a quien van dirigidas sus patadas. Ahora, tras seis, siete -quizás ocho- largos años atenazada, ya puede gritar. Ahora, tras las pastillas y el hospital, ya puede hablar de su dolor. Ahora, tras los golpes, tras los gritos de su monitora –tras haberlo matado con sus propias manos-, ya puede –por fin- ser feliz.

Evitar el sexo

La evitación sexual por miedos y fobias irracionales no constituye un trastorno en sí, por cuanto es probable que no haya anomalía alguna en la respuesta sexual. En todas las disfunciones sexuales se halla presente en cierto grado la evitación sexual, pero en las fobias de referencia constituye el rasgo esencial de las mismas.

Es imposible disminuir la ansiedad ante la ejecución sexual del varón impotente con la prescripción de ejercicios sexuales moderados sin solucionar previamente la angustia que experimenta cada vez que su compañera se aproxima.

Según el DSM-III  ( Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales), el rasgo esencial de una fobia sexual es el miedo persistente e irracional y el deseo compulsivo de evitar sensaciones y/o experiencias sexuales. El propio individuo reconoce este miedo como excesivo. Las personas fóbicas intentan evitar por completo el sexo, pero esto les genera ansiedad, que concentran en aspectos concretos de la sexualidad: fracaso sexual, genitales, secreciones y olores sexuales, fantasías sexuales, beso profundo, sexo oral o anal, etc.

La vida social y emocional de estas personas puede limitarse progresivamente, como resultado de la evitación de situaciones sexuales.

Cuando la persona se encuentra en una situación que no le permite evitar el sexo -porque ello supondría perder a la persona querida, o por el sentimiento de culpa que le genera la frustración de los impulsos de una persona por la que siente cariño-, la experiencia puede llegar a ser muy dolorosa. Las personas fóbicas manifiestan que sienten profunda angustia o revulsión -a veces rabia- durante el acto sexual. Las parejas de estas personas fóbicas, en muchas ocasiones, dan muestras de una comprensión sorprendente. Otras, por el contrario, se enfurecen.

Hay personas que evitan las situaciones sexuales porque no les producen placer. Otras sufren ansiedad anticipatoria. Otras evitan el coito porque resulta físicamente doloroso o incómodo.

Hay personas fóbicas que presentan síntomas físicos de ansiedad y angustia. Estas molestias deben analizarse minuciosamente desde una perspectiva médica ya que pueden ser producto de determinadas enfermedades graves (hipoglucemia, fallo cardíaco, hipertiroidismo, abuso de estimulantes o síndrome de abstinencia en el caso del alcohol o los barbitúricos).

Las personas con un umbral de miedo o angustia normal también pueden ser víctimas de fobias sexuales.

La distinción entre fobia simple y fobia derivada de un trastorno por angustia es un factor de primordial interés en el curso de la evaluación, dado que las personas que sufren crisis de angustia requieren, además de tratamiento psicológico, de una medicación adecuada. Los afectos de fobias sexuales simples responden a gran variedad de enfoques psicoterapéuticos, por lo que las fobias simples son muy susceptibles de aplicación de la terapia sexual. El pronóstico de las disfunciones sexuales generadas por fobias es muy favorable si se da la adecuada combinación entre terapia sexual y farmacología.

A una persona con múltiples fobias y evitaciones, presentando crisis de angustia agorafóbica, así como ansiedad ante la separación del compañero y/o una historia familiar con la presencia de síndromes de ansiedad fóbica, parece lógico administrarle ansiolíticos, pero si la fobia sexual se da como síntoma aislado es improbable que la medicación produzca efecto alguno. (Kaplan, 1982).

Es necesario hacer un detallado análisis de las circunstancias específicas que movilizan la angustia y de las contingencias que refuerzan la conducta evitacional. La evitación sexual puede tener un significado simbólico inconsciente y/o cumplir una función de mecanismo de defensa. La identificación y comprensión de esta dinámica facilita el enfrentarse con las resistencias a la extinción de la respuesta temerosa.

Las causas que llevan a la evitación del sexo pueden ser múltiples: coito doloroso, la contemplación de la pareja como un ser repulsivo, un conflicto neurótico en torno al placer o al disfrute sexual, patrón evitatorio en función de un síndrome de ansiedad fóbica… La evitación fóbica de la sexualidad que deriva de estas etiologías tiene un pronóstico bastante favorable, siempre y cuando se identifique correctamente el agente patógeno y se prescriba la terapia y/o medicación adecuadas.