Amy Winehouse. Su muerte como paradigma (y 3)
Sweet union, Jamaica and Spain (I´m no good)
Bajo el título “La autopsia revela que Amy Winehouse no consumió drogas (a la hora de su muerte)”, en el ABC del 24 de agosto del 2011, a propósito de su óbito, tan reciente aún en aquella fecha, escribe Marcelo Justo lo siguiente: “El mito necesitaba drogas, alcohol y excesos: la fórmula popularizada hasta la muerte por el rock y los 60. Pero el informe de toxicología halló que la muerte de Amy Winehouse no se amoldaba a ese paisaje de talento y destrucción.”
Hoy, 27 de octubre, la prensa nos informa de que, como reza la noticia en El País, “el vodka mató a Amy Winehouse”. Firma desde Londres Walter Oppenheimer, quien asegura: “Ese trágico y temprano fallecimiento ha convertido a Amy Winehouse en un mito cultural.”
Hasta el Romanticismo eso de morir joven no es ningún mérito a la hora de enjuiciar a un artista. Tampoco lo es el que se quite la vida. Desde los albores del siglo XIX, sí, convirtiéndose en valores añadidos y, a veces, injustamente desde el punto de vista crítico, en valor, en valor tout court, en valor a secas.
El Romanticismo inaugura, en lo artístico, el mundo contemporáneo y el artista se convierte en un enfermo dentro de una nueva sociedad industrial, neurotizada, que vuelve la espalda al campo y a la tradición, aliena las transacciones sociales en modo extremo y enajena la producción de objetos así como las relaciones entre hacedor, producto y comprador. En este contexto, a partir del Romanticismo, desde muy dentro de él, nace el malditismo con su carga de marginalidad y de desviación de la norma, cifrándose en locura, homosexualidad, consumo de estupefacientes, rebelión, pobreza extrema o miseria moral, etc. como expresiones de la desazón y angustia vitales del artista, que es instrumento e intérprete de una civilización fuera de quicio. La bohemia y el suicidio, a ser posible temprano, son sus culminaciones, aquélla como forma de vida y éste como forma de muerte.
El creador, en cualquier caso, ha de sufrir mucho. Llora, se autocompadece y se quita de en medio. El joven Werther.
Así las cosas, retrospectivamente, se valorará en lo vital mas también indefectiblemente en lo artístico, a creadores de épocas pretéritas que se ajusten al nuevo patrón: Villon, delincuente y homicida, carne de horca; el Tasso, que murió en el manicomio de Reggio Emilia; Caravaggio, de vida airada, etc. Todo cuanto repugnó al siglo anterior, a los ilustrados, es ahora ensalzado. “Nous voulons déraisonner”, dirá un Alfred de Musset insurrecto ante las pelucas empolvadas, la Razón proclamada Universal y el ilusorio ídolo descarnado del Ser Supremo.
Somos aún partícipes de este, llamémosle así, prejuicio y, en mi opinión, si existe una cierta animadversión hacia Víctor Hugo es porque vivió mucho y disfrutó mucho también. Longevidad y felicidad. No se le perdona. Nerval, en cambio, su amigo, se ahorcó (eso está mejor) por una noche de invierno, con su corbata, en la calle de la Linterna de un París que ya no existe, tras abandonar la casa de orates en la que estuvo recluido y en la que, con ansia, esperaba cada noche el sueño para reencontrarse con sus seres queridos y creer en la vida eterna.
Picasso y Modigliani, o incluso, descabalando un tanto las cronologías, Picasso y Van Gogh. El italiano y el holandés, qué duda cabe, bañan en el aura romántica de dolor y desesperación. Picasso no tiene esa aura atormentada; tiene tras de sí el cielo inmenso y feliz de Juan-les- Pins.
Lo que hemos dado en llamar “prejuicio” genera un estereotipo. Todo estereotipo es un riguroso lecho de Procusto en que acostar y, aunque sea a fortiori, ajustar el objeto de nuestras preferencias para que la realidad se conforme como un guante con elastane a nuestros deseos, voluntades o ideas preconcebidas. Si el objeto, la persona, el artista en este caso, sobresalen, se les comprime o mutila hasta que encajen en el tálamo; si se quedan cortos, se los descoyunta para estirarlos y que cuadren, ocupando todo el espacio, sin holgura alguna. En la morgue del tópico literario y biográfico tumbamos el cadáver de Amy para que, dentro de las coordenadas malditistas, su vida y su muerte sean ejemplares. El cliché confirma nuestras creencias y nos tranquiliza.
Amy Winehouse. “Mito cultural” por su “trágico y temprano fallecimiento” (El País). “Mito” por “drogas, alcohol y excesos” (ABC). Bien. Está el patrón y están las reglas. Amy debe coincidir a la perfección con aquél y seguir éstas al pie de la letra. Ahora bien, escribe Marcelo Justo que, ya que al parecer no murió de sobredosis, “la muerte de Amy Winehouse no se amoldaba a ese paisaje de talento y destrucción.” Esta afirmación podría llevar a pensar a un lector ingenuo que “talento y (auto)destrucción” han de darse la mano e incluso colegir que quien se autodestruyera mediante la droga posee talento, es un artista. Dicho modo de ver las cosas está muy arraigado, máxime desde la irrupción del rock, en nuestra visión idealizada del artista y de su relación con las drogas y somos albaceas, por no decir reos, de las biografías turbias de un Hölderlin, de un Coleridge, de un Baudelaire, de un Verlaine, de un Rimbaud, de un Bécquer, de un Larra, del malditismo al fin y al cabo y de la literatura en definitiva.
Siguiendo con nuestro lector ingenuo, podría incluso pensar que bastaría con ser desgraciado para ser artista (“¿Quién no escribió un poema huyendo de la soledad?”, que certeramente cantaba Mari Trini) o que, para crear, haya que drogarse o beber mucho. El pintor y escritor-poeta Henri Michaux, sin embargo, experimentó en sus carnes, casi científicamente podría decirse, esto es en condiciones experimentales (con “grupo experimental” y “grupo de control”: él mismo en situaciones distintas y en tiempos distintos), la creación bajo los efectos del peyote mescalina y la creación exenta de estupefacientes, con objeto de compararlas y extraer deducciones. Llegó a la conclusión de que la droga no aportaba nada, como mucho exacerbaba algunos fenómenos o agudizaba la sensibilidad en algunos extremos y poco más y que en cualquier caso no creaba ex nihilo. En otras palabras la creación reside en el creador.
George Bernard Shaw manifiesta su opinión al respecto: “All the drugs, from tea to morphia, and all the drams, from beer to brandy, dull the edge of self-criticism and make a man content with something less than the best work of which he is soberly capable. He thinks his work better, when he is really only more satisfied with himself… To the creative artist stimulants are specially dangerous.” Así pues, según el autor irlandés, alcohol y drogas rebajan la auto-exigencia del artista y por tanto pueden rebajar la calidad de sus producciones. La droga sería una adulación peligrosa y subrepticiamente insidiosa que va en detrimento del empeño artístico.
Nadie como Thomas de Quincey ha llevado tan lejos ni con tanta fruición, ni de una manera tan regular, paciente y duradera, la introspección del drogadicto en su droga, hasta el punto de que cabría llamarlo el “Montaigne del opio”. Una de las conclusiones a las que llega, y que es la que aquí nos interesa, es aquélla que rebate el espejismo según el cual la droga nos tornará creadores. No, nunca. Y así, bajo los efectos del láudano el artista soñará con arte y el boyero con bueyes. La droga no obra milagros. No sólo no obra milagros, sino que más bien obra contra-prodigios. De ello nos advierte un Baudelaire depauperado por el abuso de paraísos artificiales, al decirnos cómo siente que el ala de la imbecilidad ha rozado su mente.
No, Amy no es mejor. Ni por el crack ni por el vodka, ni por sus desafueros. Por mucho que sus letras reflejen su vida, atroz, tristísima. Su sensibilidad, su sentido del ritmo, ¡su voz!, les son del todo ajenas. Es más: drogas, alcohol, desatinos y estragos le hurtaron la voz, cercenaron su espíritu creativo y menguaron su memoria ¡antes de haber cumplido los veintiocho años! La robaron a sí misma. La animalizaron, primero, y “vegetalizaron” después para postrarla, inerme, irremediable e irreversiblemente derrotada.
Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”.
Innovate is for innovatorsInnovar es de innovadores
They say that a pessimist is a well-informed optimist. But they also say that the optimist has a project and the pessimist, an excuse.
Innovate is a difficult task. It is necessary to analyze the environment, identify needs and find solutions, there is nothing. And if, besides this, is to have integrity, we will try to do good, both on the needs that are to be met, as the solutions to meet them.
Recall, for example, in «The Godfather» Ford Coppola, that a certain famous singer goes to Brando to ask a favor, since it has some business in hand. Brando identifies and puts your need-effective solution, to be sure, but perhaps not the most ethical way possible.
It is difficult, we said, innovate, and be whole, ‘especially in troubled times. To innovate means to allocate some resources to research that could be used for production. That is, innovation is «stop and think» and «stop and think» is stopped. Innovation also is «taking a path» whose end is unknown, no one knows how long it will be necessary to find an idea, so that, for all this, the innovator is to be a brave or adventurous, but borders on recklessness.
Still, in many cases, efforts to innovate are rewarded. And the benefits of innovation not only take advantage of the innovators themselves, but society as a whole. In fact, history tells us more of an innovator who, reviled by society of his time, suffered the scorn and even the stake on behalf of a valuable advance for all.
It seems that at present, however, innovation, progress-is better received by the public in those dark times. But the imperative of profitability depends on the innovator like Damocles sword. Perhaps now we burn the agents of innovation because it may no longer be necessary: it is easy for someone to steal your idea, that progress is not profitable, they do not find such an advance, or die of starvation by the wayside.
But there is something that ensures that innovation will continue to produce, however scrambled are the times: the peculiar character of the innovator. Like the artist, the innovator can not avoid being creative, way of living and relating with the world is created. And any artist knows, Van Gogh, that the first thing is to create and quite another to sell the building.Dicen que el pesimista es un optimista bien informado. Pero también dicen que el optimista tiene un proyecto y el pesimista, una excusa.
Innovar es una tarea difícil. Es preciso analizar el entorno, determinar necesidades y encontrar soluciones, ahí es nada. Y si, además de esto, se quiere ser íntegro, se intentará hacer el bien, tanto en las necesidades que se pretende satisfacer, como en las soluciones para satisfacerlas.
Recordemos, por ejemplo, en «El Padrino», de Ford Coppola, que un cierto cantante famoso acude a Brando para pedirle un favor, puesto que tiene algunos negocios entre manos. Brando identifica su necesidad y pone la solución -efectiva, por cierto-, pero quizás no del modo más ético posible.
Es difícil, decíamos, innovar -y ser íntegro-, sobre todo en tiempos revueltos. Innovar implica destinar unos recursos a investigación que se podrían utilizar para la producción. Es decir, innovar es «pararse a pensar» y «pararse a pensar» es pararse. Innovar, además, es «emprender un camino» cuyo final se desconoce: nadie sabe cuánto tiempo va a ser necesario para encontrar una idea, así que, por todo esto, el innovador no es que sea un valiente -o un aventurero- sino que roza la temeridad.
Aún así, en numerosas ocasiones, los esfuerzos por innovar encuentran recompensa. Y los beneficios de la innovación no sólo los aprovechan los propios innovadores, sino la sociedad en su conjunto. De hecho, la Historia nos habla de más de un innovador que, denostado por la sociedad de su tiempo, padeció el escarnio -e incluso la hoguera- en pro de un avance valioso para todos.
Parece que en la actualidad, no obstante, la innovación -el progreso- encuentra mejor acogida entre el público que en aquellos tiempos oscuros. Pero el imperativo de la rentabilidad pende sobre el innovador como sobre Damocles la espada. Quizás ahora no quememos a los agentes de la innovación porque quizás ya no sea necesario: es fácil que alguien les robe la idea, que el avance no sea rentable, que no encuentren tal avance, o que mueran de inanición por el camino.
Pero hay algo que garantiza que la innovación se va a seguir produciendo, por muy revueltos que estén los tiempos: el peculiar carácter del innovador. Al igual que el artista, el innovador no puede evitar ser creativo, su modo de vivir y de relacionarse con el mundo es crear. Y cualquier artista sabe -Van Gogh el primero- que una cosa es crear y otra muy distinta vender la creación.