Que viene el Awakening

A lo mejor alguien no se ha enterado todavía: los mayas hicieron no sé qué y el 21 de diciembre hay que agarrarse los machos. O algo así.

Muchas son las doctrinas que se adhieren a este pronóstico maya, que al parecer habla de un cambio brusco en 2012; cambio que unos han interpretado como el Apocalipsis puro y duro (se acabó lo que se daba) y que otros han visto como un «despertar» o, en su versión inglesa, un «Awakening». Todo va a ser diferente, dicen que dicen los mayas.

La cosa ha servido como excusa a feligreses de toda tribu para refrescar sus rituales más rocambolescos. Desde el «Señora, que vienen los marcianos» hasta el «¿Dónde guardaste la cartilla de los ahorros, Manolo?, que te me has muerto y ya no vienes ni a cenar», los médiums y los ufólogos tienen nicho de mercado.

Pero, oportunistas aparte, esta amenaza de «awakening» ha facilitado también que estudiosos de perfil serio hayan encontrado el terreno no sólo abonado para la investigación, sino sobre todo para la divulgación de un cierto tipo de sabiduría ancestral que al parecer nos había sido vedada y que ahora se echa en falta para explicar no sé qué relacionado con el Bosón de Higgs. O algo así. El caso es que los científicos ahora necesitan a Dios.

Energía

O llamémoslo «energía», una palabra con la que parece que nos sentimos más cómodos. La energía «permite que tengas luz, agua caliente, y que no pases frío ni calor en casa, en el colegio…» Así que la energía es algo chachi.

Como se sabe, la energía «no se crea y tampoco se destruye, sino que se transforma«, y además la propia materia es energía en un cierto estado (de superconcentración Fairy), por lo que podemos concluir que nosotros mismos somos energía en plena transformación.

Y esta afirmación debería bastar para que dirigiéramos la mirada hacia nuestro interior y nos viéramos como una bombilla gigante (eso creo que los mayas no lo decían) que necesita ser alimentada por múltiples vías. La comida, el reposo, el juego, la meditación, el deporte. Son actividades que alimentan nuestra longitud de onda. Como tantas otras. Y nos hacen brillar. Y nosotros, al brillar, alimentamos a otros en este flujo de perpetua recarga mutua. Nuestra bombilla luce gracias a las ovejitas que despellejamos, descuartizamos, y asamos a fuego lento, para Navidad. Sí, también.

Canalizando

Y los científicos buscan esos canales por los que la energía se transforma, se propaga, se comparte y arrebata, y la verdad es que descubren cosas interesantes. Como por ejemplo que la energía está íntimamente unida a las distintas emociones de la persona. Y que con esas emociones podemos cambiar el mundo, en tanto en cuanto intervenimos en el gran flujo energético que nos une a todos.

Practicando la canalización consciente de energía, según parece, se vive mejor. De hecho, se puede sanar a otros, o incluso tener telepatía con ellos, y también crear tormentas cuando se te ponen los ojos en blanco, y doblar metales con la mente… Y tener garras de Adamantium…. Ah, eso no, que era de otra película. Bueno, pero canalizando se vive mejor.

Visualización

Y así llegamos al documental de la famosa ex-modelo, maltratada en su infancia, que ahora se ha convertido en una de las autoras de mayor éxito en el gremio de la autoayuda: Louise L. Hay. Dice esta señora que debemos visualizar el mundo (y a nosotros mismos) como quisiéramos que fuera y así contribuiremos a convertirlo en eso. Porque la energía, basada en nuestras emociones, se ocupará de imbricarnos en la dimensión correspondiente, de entre esas infinitas que los científicos dicen que hay.

Suena también rocambolesco, qué duda cabe, sobre todo a la luz de una mente consumista que quisiera tener millones de euros y que no los tiene y que por mucho que se concentre nada; pero tras el tamiz de la incredulidad condescendiente, después de la mofa ridiculizante, queda el deseo de que eso sea verdad. Y también la sospecha de que algo de eso hay.

Mundo bombilla

Así que el mundo se convierte en un mar energético, en un pulpo luminiscente, en una red de bombillas navideñas que si se funde una se apagan muchas. Y uno quiere brillar y hacer brillar, con fuerza, para siempre. Y llegar lejos en el camino de la luz.

Y la Muerte

Es ese estado de dispersión. La energía se pierde por los cuerpos, se transforma, y volvemos a ser lo que éramos antes de nacer: una nada energética, unida a todo, sí, pero sin el álbum de cromos guardado en el trastero. Somos -muertos- fuerza a disposición del apasionado que, en su éxtasis lascivo, crea vida.

Y la meditación

Se convierte en un modo de recordar nuestra mismidad, nuestra nada energética, nuestra condición de bombillas. Si lucimos mucho, ya sea en el eje del tiempo, ya sea en el de la intensidad, nos apagamos. Y si -extáticos ya- despreciamos nuestro chasis material, si nos convertimos en pura luz trascendente, es que nuestro cuerpo ha muerto. Por lo que conviene acercarse a la luz, atraerla hacia uno mismo (porque es bueno: nos recarga, nos recompensa), pero no irse del todo, no dejarse llevar por completo hacia ese estado imperecedero, porque para «imperecer», para ser luz, primero hay que desprenderse de la materia, hay que perecer.

Por todo lo anterior, y como dice Nacho Vegas, «entre el dolor y la nada, elegí el dolor».

Y el famoso awakening, si va a traer felicidad para todos, que venga. Pero si va a convertirnos en un reflejo perdido de todo lo que una vez sentimos, en un destello que se olvida, que se quede en mito maya, la verdad.

Dejamos aquí algunos vídeos que pueden resultar de interés. La documentación al respecto es abundante (y heterogénea). Y es que, no en vano, ésta -la «New Age»- es la religión mayoritaria en nuestro floreciente siglo XXI.

 

Amy Winehouse. Su muerte como paradigma (y 3)

Sweet union, Jamaica and Spain (I´m no good)

Bajo el título “La autopsia revela que Amy Winehouse no consumió drogas (a la hora de su muerte)”, en el ABC del 24 de agosto del 2011, a propósito de su óbito, tan reciente aún en aquella fecha, escribe Marcelo Justo lo siguiente: “El mito necesitaba drogas, alcohol y excesos: la fórmula popularizada hasta la muerte por el rock y los 60. Pero el informe de toxicología halló que la muerte de Amy Winehouse no se amoldaba a ese paisaje de talento y destrucción.

Hoy, 27 de octubre, la prensa nos informa de que, como reza la noticia en El País, “el vodka mató a Amy Winehouse”. Firma desde Londres Walter Oppenheimer, quien asegura: “Ese trágico y temprano fallecimiento ha convertido a Amy Winehouse en un mito cultural.”

Hasta el Romanticismo eso de morir joven no es ningún mérito a la hora de enjuiciar a un artista. Tampoco lo es el que se quite la vida. Desde los albores del siglo XIX, sí, convirtiéndose en valores añadidos y, a veces, injustamente desde el punto de vista crítico, en valor, en valor tout court, en valor a secas.

El Romanticismo inaugura, en lo artístico, el mundo contemporáneo y el artista se convierte en un enfermo dentro de una nueva sociedad industrial, neurotizada, que vuelve la espalda al campo y a la tradición, aliena las transacciones sociales en modo extremo y enajena la producción de objetos así como las relaciones entre hacedor, producto y comprador. En este contexto, a partir del Romanticismo, desde muy dentro de él, nace el malditismo con su carga de marginalidad y de desviación de la norma, cifrándose en locura, homosexualidad, consumo de estupefacientes, rebelión, pobreza extrema o miseria moral, etc. como expresiones de la desazón y angustia vitales del artista, que es instrumento e intérprete de una civilización fuera de quicio. La bohemia y el suicidio, a ser posible temprano, son sus culminaciones, aquélla como forma de vida y éste como forma de muerte.

El creador, en cualquier caso, ha de sufrir mucho. Llora, se autocompadece y se quita de en medio. El joven Werther.

Así las cosas, retrospectivamente, se valorará en lo vital mas también indefectiblemente en lo artístico, a creadores de épocas pretéritas que se ajusten al nuevo patrón: Villon, delincuente y homicida, carne de horca; el Tasso, que murió en el manicomio de Reggio Emilia; Caravaggio, de vida airada, etc. Todo cuanto repugnó al siglo anterior, a los ilustrados, es ahora ensalzado. “Nous voulons déraisonner”, dirá un Alfred de Musset insurrecto ante las pelucas empolvadas, la Razón proclamada Universal y el ilusorio ídolo descarnado del Ser Supremo.

Somos aún partícipes de este, llamémosle así, prejuicio y, en mi opinión, si existe una cierta animadversión hacia Víctor Hugo es porque vivió mucho y disfrutó mucho también. Longevidad y felicidad. No se le perdona. Nerval, en cambio, su amigo, se ahorcó (eso está mejor) por una noche de invierno, con su corbata, en la calle de la Linterna de un París que ya no existe, tras abandonar la casa de orates en la que estuvo recluido y en la que, con ansia, esperaba cada noche el sueño para reencontrarse con sus seres queridos y creer en la vida eterna.

Picasso y Modigliani, o incluso, descabalando un tanto las cronologías, Picasso y Van Gogh. El italiano y el holandés, qué duda cabe, bañan en el aura romántica de dolor y desesperación. Picasso no tiene esa aura atormentada; tiene tras de sí el cielo inmenso y feliz de Juan-les- Pins.

Lo que hemos dado en llamar “prejuicio” genera un estereotipo. Todo estereotipo es un riguroso lecho de Procusto en que acostar y, aunque sea a fortiori, ajustar el objeto de nuestras preferencias para que la realidad se conforme como un guante con elastane a nuestros deseos, voluntades o ideas preconcebidas. Si el objeto, la persona, el artista en este caso, sobresalen, se les comprime o mutila hasta que encajen en el tálamo; si se quedan cortos, se los descoyunta para estirarlos y que cuadren, ocupando todo el espacio, sin holgura alguna. En la morgue del tópico literario y biográfico tumbamos el cadáver de Amy para que, dentro de las coordenadas malditistas, su vida y su muerte sean ejemplares. El cliché confirma nuestras creencias y nos tranquiliza.

Amy Winehouse. “Mito cultural” por su “trágico y temprano fallecimiento” (El País). “Mito” por “drogas, alcohol y excesos” (ABC). Bien. Está el patrón y están las reglas. Amy debe coincidir a la perfección con aquél y seguir éstas al pie de la letra. Ahora bien, escribe Marcelo Justo que, ya que al parecer no murió de sobredosis, “la muerte de Amy Winehouse no se amoldaba a ese paisaje de talento y destrucción.” Esta afirmación podría llevar a pensar a un lector ingenuo que “talento y (auto)destrucción” han de darse la mano e incluso colegir que quien se autodestruyera mediante la droga posee talento, es un artista. Dicho modo de ver las cosas está muy arraigado, máxime desde la irrupción del rock, en nuestra visión idealizada del artista y de su relación con las drogas y somos albaceas, por no decir reos, de las biografías turbias de un Hölderlin, de un Coleridge, de un Baudelaire, de un Verlaine, de un Rimbaud, de un Bécquer, de un Larra, del malditismo al fin y al cabo y de la literatura en definitiva.

Siguiendo con nuestro lector ingenuo, podría incluso pensar que bastaría con ser desgraciado para ser artista (“¿Quién no escribió un poema huyendo de la soledad?”, que certeramente cantaba Mari Trini) o que, para crear, haya que drogarse o beber mucho. El pintor y escritor-poeta Henri Michaux, sin embargo, experimentó en sus carnes, casi científicamente podría decirse, esto es en condiciones experimentales (con “grupo experimental” y “grupo de control”: él mismo en situaciones distintas y en tiempos distintos), la creación bajo los efectos del peyote mescalina y la creación exenta de estupefacientes, con objeto de compararlas y extraer deducciones. Llegó a la conclusión de que la droga no aportaba nada, como mucho exacerbaba algunos fenómenos o agudizaba la sensibilidad en algunos extremos y poco más y que en cualquier caso no creaba ex nihilo. En otras palabras la creación reside en el creador.

George Bernard Shaw manifiesta su opinión al respecto: “All the drugs, from tea to morphia, and all the drams, from beer to brandy, dull the edge of self-criticism and make a man content with something less than the best work of which he is soberly capable. He thinks his work better, when he is really only more satisfied with himself… To the creative artist stimulants are specially dangerous.” Así pues, según el autor irlandés, alcohol y drogas rebajan la auto-exigencia del artista y por tanto pueden rebajar la calidad de sus producciones. La droga sería una adulación peligrosa y subrepticiamente insidiosa que va en detrimento del empeño artístico.

Nadie como Thomas de Quincey ha llevado tan lejos ni con tanta fruición, ni de una manera tan regular, paciente y duradera, la introspección del drogadicto en su droga, hasta el punto de que cabría llamarlo el “Montaigne del opio”. Una de las conclusiones a las que llega, y que es la que aquí nos interesa, es aquélla que rebate el espejismo según el cual la droga nos tornará creadores. No, nunca. Y así, bajo los efectos del láudano el artista soñará con arte y el boyero con bueyes. La droga no obra milagros. No sólo no obra milagros, sino que más bien obra contra-prodigios. De ello nos advierte un Baudelaire depauperado por el abuso de paraísos artificiales, al decirnos cómo siente que el ala de la imbecilidad ha rozado su mente.

No, Amy no es mejor. Ni por el crack ni por el vodka, ni por sus desafueros. Por mucho que sus letras reflejen su vida, atroz, tristísima. Su sensibilidad, su sentido del ritmo, ¡su voz!, les son del todo ajenas. Es más: drogas, alcohol, desatinos y estragos le hurtaron la voz, cercenaron su espíritu creativo y menguaron su memoria ¡antes de haber cumplido los veintiocho años! La robaron a sí misma. La animalizaron, primero, y “vegetalizaron” después para postrarla, inerme, irremediable e irreversiblemente derrotada.

Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”.

El horrorEl horror

«Terrícolas» es un documental que causa pesadillas. Quizás constituya la más dura crítica que se ha lanzado contra el ser humano y por eso verlo es un reto. A lo largo de su hora y media de duración, el espectador sentirá el impulso de apagar el televisor en no pocas ocasiones y sólo algunos valientes conseguirán visionarlo en su totalidad.

El tema de la película es el maltrato hacia los animales. Cientos de imágenes violentas se suceden en la pantalla: quemaduras,  mutilaciones, golpes y por supuesto matanzas. Las peores crueldades que se pueda imaginar encuentran su lugar en «Terrícolas». El dolor, el sufrimiento, la agonía de todos esos animales, producen en el espectador sentimientos de ira, impotencia, culpabilidad, angustia y unas incontenibles ganas de llorar.

Según se anuncia en la propia película, las imágenes reflejan la práctica cotidiana en las industrias alimentaria, textil y farmacéutica, aunque, ciertamente, cuesta creerlo. Que la muerte de los animales sea necesaria para una dieta carnívora resulta algo obvio, pero lo innecesario es la tortura, y precisamente es eso lo que «Terrícolas» documenta.

Sádicos o sin escrúpulos

Podría establecerse una distinción entre las personas que en la película infligen tales daños a los animales. Por una parte, el sádico, que sería aquél que disfruta causando dolor. El sádico se muestra apasionado y lleva a cabo todas esas crueldades por propia iniciativa. Quizás su oficio sea el de matancero, pero en su ejercicio trasciende los límites y se embarca en una guerra personal.

Por otra parte, tendríamos a personas sin escrúpulos, y aquí englobaríamos tanto a las que torturan directamente como a las que establecen los sistemas para que esa tortura sea efectiva. El dinero es el motor de estas personas.

Aprovechar el espacio al máximo, sin escrúpulos, implica -por ejemplo- hacinar a los animales. Hacinar en una nave a miles de reses implica -a su vez- cortarles los cuernos, castrarlas, etc. Hacerlo sin anestesia es mucho más barato que hacerlo con anestesia. Como se ve, el dolor ajeno, el respeto por los animales, no tienen ningún lugar en esta fórmula de mínima inversión – máximo beneficio.

Se ve a muchas personas sin escrúpulos en el documental, pero únicamente a quienes, por mandato superior, torturan como parte de un proceso industrial: no se ve a aquellos que fijan los pasos de ese proceso.

Espectadores y consumidores

Los espectadores, como consumidores de todo tipo de productos de origen animal, son cómplices de estas torturas y así queda dicho en la película. Se recalca una y otra vez que éstas son las prácticas habituales en la industria y que el hecho de desconocerlas no supone que no se produzcan.

El discurso de «Terrícolas», aunque quisiera ser neutral, es en realidad apasionado. Se percibe en el guión no sólo la indignación por estas vejaciones, sino el rencor hacia una sociedad compuesta por irresponsables que financian la actividad de sádicos y de personas sin escrúpulos. El documental es un puñetazo en la boca del espectador. Está editado sin ninguna piedad, no deja un momento de respiro, de tal modo que tras la primera media hora uno está deseando que termine, para poder volver a la cómoda ignorancia. Pero ya es demasiado tarde.

Y lo negamos. Nos resistimos a creer que las sociedades estén en manos de sádicos y de personas sin escrúpulos. Confiamos en que las autoridades, elegidas por nosotros, habrán establecido normas que impidan la tortura animal -¿cómo no van a establecerlas?-. Pero la película ni siquiera deja esa escapatoria. Nos señala, todo el tiempo, nosotros tenemos la culpa.

Ganado

Recordemos que el ser humano ha sido ganadero desde los tiempos del Neolítico, ha domesticado a los animales para obtener su propio beneficio, para aprovechar los recursos que le brindan, pero esta relación no siempre se ha basado (y queremos pensar que, aún hoy, no siempre se basa) en la violencia. Los seres humanos han alimentado y cuidado a los animales a lo largo de la Historia, les han proporcionado unas condiciones de vida más cómodas que las que ofrece el estado salvaje, y éste ha sido el modo de «ganárselos» (la etimología del término «ganado» es evidente: proviene de «ganar»).

Para las vacas, por ejemplo, pastar durante toda su vida en un terreno amplio y rico, libre de depredadores, habitado por miembros de su familia, dormir bajo techo, trashumar según la estación, ser asistidas en el parto, curadas de enfermedades, etcétera, es una situación muy cómoda que bien vale la pena aceptar. Para el ganadero tradicional, sus reses son su vida. Cuanto mejor las cuide, más leche producirán, más sanas estarán, mejor carne, mejor descendencia… Matar a una res se hace concienzudamente, en su momento y del mejor modo posible: existe una relación íntima entre el ganadero y su ganado.

«Terrícolas» muestra el horror de la violencia, esto no es ganadería. Y si la ganadería contemporánea, exhaustiva, industrial, es esto, que vaya la policía, que cierre las plantas, que libere a los animales y que meta en la cárcel a los responsables de por vida, porque lo merecen, porque han perdido cualquier noción de justicia.

O, como diría Kurtz en «El corazón de las tinieblas»: «Exterminate the brutes!!».

Porque… ¿quién es la bestia?

Ficha técnica

El horror

«Terrícolas» es un documental que causa pesadillas. Quizás constituya la más dura crítica que se ha lanzado contra el ser humano y por eso verlo es un reto. A lo largo de su hora y media de duración, el espectador sentirá el impulso de apagar el televisor en no pocas ocasiones y sólo algunos valientes conseguirán visionarlo en su totalidad.

El tema de la película es el maltrato hacia los animales. Cientos de imágenes violentas se suceden en la pantalla: quemaduras,  mutilaciones, golpes y por supuesto matanzas. Las peores crueldades que se pueda imaginar encuentran su lugar en «Terrícolas». El dolor, el sufrimiento, la agonía de todos esos animales, producen en el espectador sentimientos de ira, impotencia, culpabilidad, angustia y unas incontenibles ganas de llorar.

Según se anuncia en la propia película, las imágenes reflejan la práctica cotidiana en las industrias alimentaria, textil y farmacéutica, aunque, ciertamente, cuesta creerlo. Que la muerte de los animales sea necesaria para una dieta carnívora resulta algo obvio, pero lo innecesario es la tortura, y precisamente es eso lo que «Terrícolas» documenta.

Sádicos o sin escrúpulos

Podría establecerse una distinción entre las personas que en la película infligen tales daños a los animales. Por una parte, el sádico, que sería aquél que disfruta causando dolor. El sádico se muestra apasionado y lleva a cabo todas esas crueldades por propia iniciativa. Quizás su oficio sea el de matancero, pero en su ejercicio trasciende los límites y se embarca en una guerra personal.

Por otra parte, tendríamos a personas sin escrúpulos, y aquí englobaríamos tanto a las que torturan directamente como a las que establecen los sistemas para que esa tortura sea efectiva. El dinero es el motor de estas personas.

Aprovechar el espacio al máximo, sin escrúpulos, implica -por ejemplo- hacinar a los animales. Hacinar en una nave a miles de reses implica -a su vez- cortarles los cuernos, castrarlas, etc. Hacerlo sin anestesia es mucho más barato que hacerlo con anestesia. Como se ve, el dolor ajeno, el respeto por los animales, no tienen ningún lugar en esta fórmula de mínima inversión – máximo beneficio.

Se ve a muchas personas sin escrúpulos en el documental, pero únicamente a quienes, por mandato superior, torturan como parte de un proceso industrial: no se ve a aquellos que fijan los pasos de ese proceso.

Espectadores y consumidores

Los espectadores, como consumidores de todo tipo de productos de origen animal, son cómplices de estas torturas y así queda dicho en la película. Se recalca una y otra vez que éstas son las prácticas habituales en la industria y que el hecho de desconocerlas no supone que no se produzcan.

El discurso de «Terrícolas», aunque quisiera ser neutral, es en realidad apasionado. Se percibe en el guión no sólo la indignación por estas vejaciones, sino el rencor hacia una sociedad compuesta por irresponsables que financian la actividad de sádicos y de personas sin escrúpulos. El documental es un puñetazo en la boca del espectador. Está editado sin ninguna piedad, no deja un momento de respiro, de tal modo que tras la primera media hora uno está deseando que termine, para poder volver a la cómoda ignorancia. Pero ya es demasiado tarde.

Y lo negamos. Nos resistimos a creer que las sociedades estén en manos de sádicos y de personas sin escrúpulos. Confiamos en que las autoridades, elegidas por nosotros, habrán establecido normas que impidan la tortura animal -¿cómo no van a establecerlas?-. Pero la película ni siquiera deja esa escapatoria. Nos señala, todo el tiempo, nosotros tenemos la culpa.

Ganado

Recordemos que el ser humano ha sido ganadero desde los tiempos del Neolítico, ha domesticado a los animales para obtener su propio beneficio, para aprovechar los recursos que le brindan, pero esta relación no siempre se ha basado (y queremos pensar que, aún hoy, no siempre se basa) en la violencia. Los seres humanos han alimentado y cuidado a los animales a lo largo de la Historia, les han proporcionado unas condiciones de vida más cómodas que las que ofrece el estado salvaje, y éste ha sido el modo de «ganárselos» (la etimología del término «ganado» es evidente: proviene de «ganar»).

Para las vacas, por ejemplo, pastar durante toda su vida en un terreno amplio y rico, libre de depredadores, habitado por miembros de su familia, dormir bajo techo, trashumar según la estación, ser asistidas en el parto, curadas de enfermedades, etcétera, es una situación muy cómoda que bien vale la pena aceptar. Para el ganadero tradicional, sus reses son su vida. Cuanto mejor las cuide, más leche producirán, más sanas estarán, mejor carne, mejor descendencia… Matar a una res se hace concienzudamente, en su momento y del mejor modo posible: existe una relación íntima entre el ganadero y su ganado.

«Terrícolas» muestra el horror de la violencia, esto no es ganadería. Y si la ganadería contemporánea, exhaustiva, industrial, es esto, que vaya la policía, que cierre las plantas, que libere a los animales y que meta en la cárcel a los responsables de por vida, porque lo merecen, porque han perdido cualquier noción de justicia.

O, como diría Kurtz en «El corazón de las tinieblas»: «Exterminate the brutes!!».

Porque… ¿quién es la bestia?

Ficha técnica«Terrícolas» es un documental que causa pesadillas. Quizás constituya la más dura crítica que se ha lanzado contra el ser humano y por eso verlo es un reto. A lo largo de su hora y media de duración, el espectador sentirá el impulso de apagar el televisor en no pocas ocasiones y sólo algunos valientes conseguirán visionarlo en su totalidad.

El tema de la película es el maltrato hacia los animales. Cientos de imágenes violentas se suceden en la pantalla: quemaduras,  mutilaciones, golpes y por supuesto matanzas. Las peores crueldades que se pueda imaginar encuentran su lugar en «Terrícolas». El dolor, el sufrimiento, la agonía de todos esos animales, producen en el espectador sentimientos de ira, impotencia, culpabilidad, angustia y unas incontenibles ganas de llorar.

Según se anuncia en la propia película, las imágenes reflejan la práctica cotidiana en las industrias alimentaria, textil y farmacéutica, aunque, ciertamente, cuesta creerlo. Que la muerte de los animales sea necesaria para una dieta carnívora resulta algo obvio, pero lo innecesario es la tortura, y precisamente es eso lo que «Terrícolas» documenta.

Sádicos o sin escrúpulos

Podría establecerse una distinción entre las personas que en la película infligen tales daños a los animales. Por una parte, el sádico, que sería aquél que disfruta causando dolor. El sádico se muestra apasionado y lleva a cabo todas esas crueldades por propia iniciativa. Quizás su oficio sea el de matancero, pero en su ejercicio trasciende los límites y se embarca en una guerra personal.

Por otra parte, tendríamos a personas sin escrúpulos, y aquí englobaríamos tanto a las que torturan directamente como a las que establecen los sistemas para que esa tortura sea efectiva. El dinero es el motor de estas personas.

Aprovechar el espacio al máximo, sin escrúpulos, implica -por ejemplo- hacinar a los animales. Hacinar en una nave a miles de reses implica -a su vez- cortarles los cuernos, castrarlas, etc. Hacerlo sin anestesia es mucho más barato que hacerlo con anestesia. Como se ve, el dolor ajeno, el respeto por los animales, no tienen ningún lugar en esta fórmula de mínima inversión – máximo beneficio.

Se ve a muchas personas sin escrúpulos en el documental, pero únicamente a quienes, por mandato superior, torturan como parte de un proceso industrial: no se ve a aquellos que fijan los pasos de ese proceso.

Espectadores y consumidores

Los espectadores, como consumidores de todo tipo de productos de origen animal, son cómplices de estas torturas y así queda dicho en la película. Se recalca una y otra vez que éstas son las prácticas habituales en la industria y que el hecho de desconocerlas no supone que no se produzcan.

El discurso de «Terrícolas», aunque quisiera ser neutral, es en realidad apasionado. Se percibe en el guión no sólo la indignación por estas vejaciones, sino el rencor hacia una sociedad compuesta por irresponsables que financian la actividad de sádicos y de personas sin escrúpulos. El documental es un puñetazo en la boca del espectador. Está editado sin ninguna piedad, no deja un momento de respiro, de tal modo que tras la primera media hora uno está deseando que termine, para poder volver a la cómoda ignorancia. Pero ya es demasiado tarde.

Y lo negamos. Nos resistimos a creer que las sociedades estén en manos de sádicos y de personas sin escrúpulos. Confiamos en que las autoridades, elegidas por nosotros, habrán establecido normas que impidan la tortura animal -¿cómo no van a establecerlas?-. Pero la película ni siquiera deja esa escapatoria. Nos señala, todo el tiempo, nosotros tenemos la culpa.

Ganado

Recordemos que el ser humano ha sido ganadero desde los tiempos del Neolítico, ha domesticado a los animales para obtener su propio beneficio, para aprovechar los recursos que le brindan, pero esta relación no siempre se ha basado (y queremos pensar que, aún hoy, no siempre se basa) en la violencia. Los seres humanos han alimentado y cuidado a los animales a lo largo de la Historia, les han proporcionado unas condiciones de vida más cómodas que las que ofrece el estado salvaje, y éste ha sido el modo de «ganárselos» (la etimología del término «ganado» es evidente: proviene de «ganar»).

Para las vacas, por ejemplo, pastar durante toda su vida en un terreno amplio y rico, libre de depredadores, habitado por miembros de su familia, dormir bajo techo, trashumar según la estación, ser asistidas en el parto, curadas de enfermedades, etcétera, es una situación muy cómoda que bien vale la pena aceptar. Para el ganadero tradicional, sus reses son su vida. Cuanto mejor las cuide, más leche producirán, más sanas estarán, mejor carne, mejor descendencia… Matar a una res se hace concienzudamente, en su momento y del mejor modo posible: existe una relación íntima entre el ganadero y su ganado.

«Terrícolas» muestra el horror de la violencia, esto no es ganadería. Y si la ganadería contemporánea, exhaustiva, industrial, es esto, que vaya la policía, que cierre las plantas, que libere a los animales y que meta en la cárcel a los responsables de por vida, porque lo merecen, porque han perdido cualquier noción de justicia.

O, como diría Kurtz en «El corazón de las tinieblas»: «Exterminate the brutes!!».

Porque… ¿quién es la bestia?

Ficha técnica