Damas y caballeros de Nueva York
Más que ninguna brilla, contra el cielo todavía pálido, su fantástica cimera, alta y puntiaguda, engastada de espejos como una tiara robada al mismísimo emperador de la China. Refulgen al amanecer las águilas de plata que adornan los hombros del gentil caballero vestido de blanco, eternamente joven. No, no se trata de Lohengrin. Se le adivina más listo, simpático y hasta travieso para hablar a las damas aunque doliente cuando toma su laúd y canta, tan alegre en la francachela como al formar en la batalla…
Otros cien guerreros en pie como cien torres guardan la ciudad acostada en la sombra y la salida del sol arranca destellos irisados de sus labradas defensas, del oro y la plata, de las perlas y cristales de sus ricos ropajes. Se encienden al rojo vivo las lisas corazas y concitan rayos amenazadores los filos y puntas de las armas.
Hay alguien que destaca en medio de todos: alto y robusto, no adorna su austero atavío sino con un casco acabado en punta, como el del Káiser. Vigila serio los cuatro vientos desde el centro de la ciudad, recorre con la mirada las islas vecinas y la tierra firme, el horizonte proceloso de las movedizas olas. Reconoce uno a uno a sus valientes en los puestos asignados.
Varias generaciones nutren las filas de los defensores y, cuando alguno desfallece por la edad, ya se están incorporando dos o tres, recién armados. Por eso encontramos entre ellos todavía, escrutando los cielos y lejanías, viejos caballeros de caladas celadas góticas, filigranas verdosas al cabo de los años, hombres flacos pero aún firmes, envueltos en sus anticuados ropajes prolijos en bordados.
A su lado otros veteranos pletóricos de vigor, los compañeros de armas del soberano, imponentes en sus lisas armaduras tachonadas aquí y allá de geométricos remaches dorados. Hay uno tan recto, tan estirado, tan exagerado en su rigidez, que despliega tras de sí el rectángulo almidonado de su capa wagneriana, como si el viento hubiera de agotarse.
Pero los más numerosos son algo más jóvenes y exhiben sus ágiles cuerpos en curiosas escafandras de cristal, siempre con la espada-láser prevenida.
Los más se agrupan cerca del emperador, atentos desde una respetuosa distancia, en la parte central de la ciudad,
pero otro nutrido grupo se adelanta en apretada batalla a la punta que enfrenta el mar, que es como el castillo de proa de este alargado reino en forma de nave, protegido por las aguas que lo rodean, que solo de ellas recela un ataque y acaso de los vientos que la envuelven.
Últimamente viene creciendo tanto el número de caballeros que parece que quieran cercar la isla entera. Los más nuevos no saben ya cómo distinguirse por la novedad de sus arreos y se da en ellos abigarrada mezcla de quienes se acorazan en cristales oscuros, quienes emulan pétreas reciedumbres de antaño, quien se estira cual junco de metal o quien luce en el sombrero una larga pluma que cambia de color, ora verde ora encarnada.
Tantos van siendo que parece que llegará el día en que no dejen espacio para otros estamentos que son necesarios al sustento. Según va escalando el sol empiezan a distinguirse otros numerosísimos habitantes que se aprietan y azacanan entre las piernas de los anteriores, y su variedad no es menor que entre los nobles. Los más fáciles de ver son algunos ricos burgueses, tan gruesos y remontados como para hacer sombra a algunos de los más antiguos caballeros.
Pero la mayoría se sujeta al decoro que le cumple y guarda las formas en medio de la prosperidad general, alineándose en largas avenidas.
En las calles que hay entre éstas y en barrios enteros de la ciudad predomina una muchedumbre de menestrales tan baja que, hasta bien avanzada la mañana, apenas si la alcanza el sol y deja ver sus pobres y gastados atavíos.
Pero entonces es cuando reparamos en las grandes damas. Recostadas en el centro de aquella corte, el mediodía es el mejor momento para hallarlas luciendo, blancas y altivas, sus perfiles de diosa, realzados por aquella moda antigua que, sin restarles majestad, descubre la perfecta redondez de sus hombros y otras redondeces. Severos son los ornamentos de sus vestidos. Los pliegues caen a veces sueltos, rectos, pero otras se arrugan y siguen las tersas curvas de mármol tendidas en amplísimos lechos.
Si a los caballeros les miramos de lejos, como a estatuas, las damas nos atraen junto a ellas, como a colarnos entre los arcos que ondulan los bordes de sus peplos. Queremos recorrer esos grandes cuerpos relajados, acogernos bajo la maternal amplitud de sus bóvedas, encerrarnos en su seno polícromo.
Es cierto que hay otras, muy religiosas, vestidas a la manera gótica, como corresponde, pero ni siquiera los altos capirotes de dama medieval desmienten su hospitalaria horizontalidad.
Y es que no hay más que una mujer que esté de pie, una sola, fanática, adelantada con su antorcha dentro del mar como la más temeraria torre albarrana.
Dama extraña de duro ceño, más varona en sus rasgos que aquel blanco caballero de la alta cimera, porque él todavía conserva un fino rostro de muchacha, aunque la mirada la tiene ya de hombre.
Miguel Etayo
Que viene el Awakening
A lo mejor alguien no se ha enterado todavía: los mayas hicieron no sé qué y el 21 de diciembre hay que agarrarse los machos. O algo así.
Muchas son las doctrinas que se adhieren a este pronóstico maya, que al parecer habla de un cambio brusco en 2012; cambio que unos han interpretado como el Apocalipsis puro y duro (se acabó lo que se daba) y que otros han visto como un «despertar» o, en su versión inglesa, un «Awakening». Todo va a ser diferente, dicen que dicen los mayas.
La cosa ha servido como excusa a feligreses de toda tribu para refrescar sus rituales más rocambolescos. Desde el «Señora, que vienen los marcianos» hasta el «¿Dónde guardaste la cartilla de los ahorros, Manolo?, que te me has muerto y ya no vienes ni a cenar», los médiums y los ufólogos tienen nicho de mercado.
Pero, oportunistas aparte, esta amenaza de «awakening» ha facilitado también que estudiosos de perfil serio hayan encontrado el terreno no sólo abonado para la investigación, sino sobre todo para la divulgación de un cierto tipo de sabiduría ancestral que al parecer nos había sido vedada y que ahora se echa en falta para explicar no sé qué relacionado con el Bosón de Higgs. O algo así. El caso es que los científicos ahora necesitan a Dios.
Energía
O llamémoslo «energía», una palabra con la que parece que nos sentimos más cómodos. La energía «permite que tengas luz, agua caliente, y que no pases frío ni calor en casa, en el colegio…» Así que la energía es algo chachi.
Como se sabe, la energía «no se crea y tampoco se destruye, sino que se transforma«, y además la propia materia es energía en un cierto estado (de superconcentración Fairy), por lo que podemos concluir que nosotros mismos somos energía en plena transformación.
Y esta afirmación debería bastar para que dirigiéramos la mirada hacia nuestro interior y nos viéramos como una bombilla gigante (eso creo que los mayas no lo decían) que necesita ser alimentada por múltiples vías. La comida, el reposo, el juego, la meditación, el deporte. Son actividades que alimentan nuestra longitud de onda. Como tantas otras. Y nos hacen brillar. Y nosotros, al brillar, alimentamos a otros en este flujo de perpetua recarga mutua. Nuestra bombilla luce gracias a las ovejitas que despellejamos, descuartizamos, y asamos a fuego lento, para Navidad. Sí, también.
Canalizando
Y los científicos buscan esos canales por los que la energía se transforma, se propaga, se comparte y arrebata, y la verdad es que descubren cosas interesantes. Como por ejemplo que la energía está íntimamente unida a las distintas emociones de la persona. Y que con esas emociones podemos cambiar el mundo, en tanto en cuanto intervenimos en el gran flujo energético que nos une a todos.
Practicando la canalización consciente de energía, según parece, se vive mejor. De hecho, se puede sanar a otros, o incluso tener telepatía con ellos, y también crear tormentas cuando se te ponen los ojos en blanco, y doblar metales con la mente… Y tener garras de Adamantium…. Ah, eso no, que era de otra película. Bueno, pero canalizando se vive mejor.
Visualización
Y así llegamos al documental de la famosa ex-modelo, maltratada en su infancia, que ahora se ha convertido en una de las autoras de mayor éxito en el gremio de la autoayuda: Louise L. Hay. Dice esta señora que debemos visualizar el mundo (y a nosotros mismos) como quisiéramos que fuera y así contribuiremos a convertirlo en eso. Porque la energía, basada en nuestras emociones, se ocupará de imbricarnos en la dimensión correspondiente, de entre esas infinitas que los científicos dicen que hay.
Suena también rocambolesco, qué duda cabe, sobre todo a la luz de una mente consumista que quisiera tener millones de euros y que no los tiene y que por mucho que se concentre nada; pero tras el tamiz de la incredulidad condescendiente, después de la mofa ridiculizante, queda el deseo de que eso sea verdad. Y también la sospecha de que algo de eso hay.
Mundo bombilla
Así que el mundo se convierte en un mar energético, en un pulpo luminiscente, en una red de bombillas navideñas que si se funde una se apagan muchas. Y uno quiere brillar y hacer brillar, con fuerza, para siempre. Y llegar lejos en el camino de la luz.
Y la Muerte
Es ese estado de dispersión. La energía se pierde por los cuerpos, se transforma, y volvemos a ser lo que éramos antes de nacer: una nada energética, unida a todo, sí, pero sin el álbum de cromos guardado en el trastero. Somos -muertos- fuerza a disposición del apasionado que, en su éxtasis lascivo, crea vida.
Y la meditación
Se convierte en un modo de recordar nuestra mismidad, nuestra nada energética, nuestra condición de bombillas. Si lucimos mucho, ya sea en el eje del tiempo, ya sea en el de la intensidad, nos apagamos. Y si -extáticos ya- despreciamos nuestro chasis material, si nos convertimos en pura luz trascendente, es que nuestro cuerpo ha muerto. Por lo que conviene acercarse a la luz, atraerla hacia uno mismo (porque es bueno: nos recarga, nos recompensa), pero no irse del todo, no dejarse llevar por completo hacia ese estado imperecedero, porque para «imperecer», para ser luz, primero hay que desprenderse de la materia, hay que perecer.
Por todo lo anterior, y como dice Nacho Vegas, «entre el dolor y la nada, elegí el dolor».
Y el famoso awakening, si va a traer felicidad para todos, que venga. Pero si va a convertirnos en un reflejo perdido de todo lo que una vez sentimos, en un destello que se olvida, que se quede en mito maya, la verdad.
Dejamos aquí algunos vídeos que pueden resultar de interés. La documentación al respecto es abundante (y heterogénea). Y es que, no en vano, ésta -la «New Age»- es la religión mayoritaria en nuestro floreciente siglo XXI.
Entusiastas
El entusiasmo es ese furor, esa exaltación, que sentimos cuando nos topamos con algo que nos maravilla. Decía el doctor Marañón que «la capacidad de entusiasmo es signo de salud espiritual». Y no seremos nosotros quienes le contradigamos.
Para el entusiasta, el Universo entero se apaga y emerge entonces, como unidad brillante, su objeto entusiástico. Puede ser cualquier cosa, un árbol en la estepa, la risa de un niño, los colores de una pluma, el sello impreso a dos tintas, o una idea revolucionaria. El entusiasmo es libre, infinito, y cada uno es atrapado por él a través de objetos diferentes.
Mirado sin entusiasmo, el mundo parece, en cambio, «vengarse de nosotros volviéndose mudo, erial e inhóspito» (Ortega y Gasset). Aquello que nos entusiasma es lo que nos permite vivir, lo que nos da fuerzas, porque «siempre es más fecunda una ilusión que un deber». Movidos por el entusiasmo, somos capaces de cualquier cosa, no hay responsabilidad ni mandato que se le compare: el sacrificio deja de ser tal y se convierte en minucia. Y sin él, no somos nada.
Al entusiasta, sin embargo, se le confunde con el loco. Quizás sea por esto mismo, porque, preso de excitación, el entusiasta no repara en peligros o dificultades; el miedo no existe para él, como tampoco el dolor o el pesar. El entusiasmo es éxtasis puro -en su definición etimológica-, es trascendencia.
Treadwell
Timothy Treadwell era un entusiasta. En su caso, fueron los enormes osos grizzly de Alaska quienes consiguieron «arrebatarle». Durante 13 años convivió con ellos en su territorio, sin armas, solo, en estado salvaje. Este «guerrero amable» -como él se denominaba-, supo imponer su presencia pacífica a unos animales a los que adoraba -en el sentido estricto de la palabra- y por los que habría muerto sin dudar.
Durante el invierno, Treadwell viajaba por escuelas de Estados Unidos impartiendo charlas a los niños y cuando se aproximaba el verano, instalaba su campamento en Alaska -compuesto por poco más que una tienda de campaña- y se dedicaba a convivir con los osos. Sus propósitos no quedaban del todo claros, ya que no era un biólogo que estudiara el comportamiento de la especie, no era un director de cine que editara sus propios documentales, y tampoco era, en el sentido estricto, un activista que presionara para modificar las políticas de conservación. No era nada de esto, y sin embargo, lo fue todo, porque creó una fundación llamada «Grizzly People» -que se dedica a la defensa y preservación de los osos-, porque se convirtió en un importante referente para la Etología -nadie como él había realizado semejante trabajo de campo- y porque durante los últimos tres años documentó en vídeo -minuciosamente- sus estancias en Alaska.
Treadwell era, como decimos y ante todo, un entusiasta. No sabía muy bien por qué o para qué, pero sabía que quería estar allí. Lo deseaba tanto, que su propia vida se convirtió en un precio asequible. Y no es que no conociera los peligros de vivir con osos. No es que no tuviera miedo. Es, simplemente, que el miedo no le impidió hacer lo que quería hacer.
Treadwell murió en el año 2003, devorado por un oso. Pero, durante sus últimos trece años de vida -no antes-, llevado por el entusiasmo, entregado a él -rendido- fue, a pesar de dolores y desdichas, frente a miedos, penurias, calamidades y agonías, lo que popular, sencillamente se conoce como una persona feliz.
Herzog
Werner Herzog es uno de los directores de cine más importantes del mundo. Con decenas de películas a sus espaldas, es difícil que alguien no haya visto alguna de sus obras. «Aguirre, o la cólera de Dios» y «Nosferatu» -con el polémico Klaus Kinski como protagonista en ambas- quizás sean las más célebres, pero su extensa producción de documentales es verdaderamente remarcable.
«Grizzly Man», rodado en el año 2004, analiza la figura de nuestro entusiasta. Narrado con voz en off por el propio Herzog, el documental se adentra en la historia personal de Treadwell a través de sus propias grabaciones de campo. Las imágenes de Treadwell son -ni que decir tiene- impresionantes. Constituyen un documento único de contacto con los osos y un verdadero elogio a la grandeza de lo salvaje.
En cuanto a entrevistas y declaraciones, éstas son sencillas, pero decisivas: amigos y familiares de Treadwell, profesionales de diverso corte y un inquietante médico forense que, en conjunto, ofrecen un contexto moral para la actividad del «guerrero amable». Pero Herzog no se limita -y esto es muy característico en este documental- a utilizar los «cortes finales», es decir, las declaraciones limpias, sino que también incluye imágenes de los entrevistados -y del propio Treadwell- en los momentos de preparación antes de la entrevista, en las tomas falsas, etc. De este modo, lo que consigue es crear una película desnuda y honesta, que busca comprender en profundidad, sin juzgar, dialogando.
El espectador
Y el espectador reacciona. Lo excesivo de la conducta de Treadwell es interpretado como demencia y rechazado, su éxtasis criticado, denostado, y toda su figura cuestionada. Parece que, al buscar justificación racional a sus acciones, nosotros, adultos pragmáticos, perdemos la posibilidad de entenderlo. Porque el entusiasmo no se entiende. No se justifica. No se razona o argumenta. El entusiasmo se experimenta.
Treadwell entusiasmado era un niño: insolente, imprudente, radical. Y como el niño que todos fuimos, pura vida.