Gatos (Carmen Cereña)

He leído en la prensa que el gato se está haciendo protagonista indiscutible de las redes sociales y que su «popularidad digital» va incluso a más. En You Tube, al parecer, hacen furor los vídeos en que los gatos prodigan saltos mortales, maullidos extravagantes, así como monerías y travesuras tiernas o desternillantes. Se nos dice que la página web iknowwhereyourcatlives.com es visitadísima y muy completa.
Hay más: a imitación de la lista Forbes o de la del Time, una empresa de artículos para mascotas ha elaborado una clasificación de los gatos más influyentes del mundo. lo cual no deja de ser una espuria contaminación de la inocente inconsciencia del mundo animal -un mundo que desconoce el pecado original- por parte de nuestra odiosa vanidad. «En el hombre existe / mala levadura. / Cuando nace viene con pecado. Es triste. / Mas el alma simple de la bestia es pura», le dice San Francisco al temible lobo de Gubbio en el poema de Rubén.
Según algunos autores, si el gato es protagonista de las redes sociales se debe ello a que constituye la imagen de cuanto querríamos ser: sensuales e independientes, unas cualidades en las que insiste machaconamente la publicidad.
Hablar de gatos conduce  inevitablemente a hablar de perros. Y a comparar. E, inevitablemente, surgen las filias y las preferencias subjetivas y difícilmente sostenibles o argumentables desde la razón. Como para todo enamoramiento, su explicación reside en las capas más profundas de nuestra psique, en los arcanos del mundo inconsciente.
La socióloga Françoise Héran define al gato, en contraposición al can, como «objetor de conciencia», animal emblemático de desapego y distanciamiento con respecto al poder. Subrayando su oposición estructural con respecto al perro, nos muestra cómo los dueños de gatos suelen ejercer labores intelectuales, artísticas o sociales, mientras que los amos de perro suelen pertenecer al mundo de las empresas, el comercio, la artesanía; en definitiva, que se trataría de los defensores del patrimonio económico y del orden. Todo ello, claro está, grosso modo y sin incidir en cada caso particular, siempre espinado de matices, de casuística privada y de condicionantes personales e intransferibles.
El perro guardián, como su nombre indica, vigila y guarda la propiedad, pudiendo llegar a valerse de la violencia legítima en la defensa de los bienes que custodia. El perro policía, ya sea de ataque, ya se trate del adiestrado para, por ejemplo, olfatear la droga, defiende el orden. El perro pastor representa una especie de policía militar que evita y reprime toda indisciplina en el rebaño de su responsabilidad. El mastín se enfrenta, con su carlanca, al lobo y su bandolerismo. «Aquí, perro el de los hierros / a correr la loba parda… Los perros tras de la loba las uñas se esmigajaban…» (romance de la loba parda). El perro cazador, a la carrera o guiándose del olfato, cobra o ayuda a cobrar las piezas. El perro lazarillo guía al ciego en su permanente oscuridad. El galgo corre tras del señuelo móvil y mueve las apuestas. En la conquista de las Indias Occidentales, los españoles se valen de los perros para descubrir al indio agazapado y al acecho. El perro, qué duda cabe, es útil y de él se saca rendimiento.
¿Y el gato? El gato, en esencia, salvo para mantener casas y monasterios limpios de ratones y ratas, no sirve para nada. Decía Ortega que el filósofo sólo pide que se le deje vivir en paz, pensar, soñar… en su inutilidad irrenunciable. Y otro tanto puede decirse del poeta, ¿no es cierto? Y, cómo no, ¡del gato! «Mientras tomemos lo útil como útil, nada hay que objetar. Pero si esta preocupación por lo útil llega a constituir el hábito central de nuestra personalidad, cuando se trate de buscar lo verdadero, tenderemos a confundirlo con lo útil. Y esto, hacer de la utilidad la verdad, es la definición de la mentira». («Verdad y perspectiva». José Ortega y  Gasset). Así, a riesgo de simplificar, digamos que el perro es animal totémico del burgués, del poseedor, del hombre de negocios. Es utilitarismo. El gato representa, por el contrario, la independencia, la ironía, el lujo de la existencia.
El gato es también aislamiento voluntario, soledad, meditación. En una ocasión cayó en mis manos un ensayo sobre Spinoza, que por cierto, que conste, nunca leí… que no quiero dármelas aquí de lista o de gran filósofa. La portada venía ilustrada por una pintura de Rembrandt, «El filósofo en meditación». Envuelto en una atmósfera de prodigiosos e inquietantes claroscuros, tan habituales en el maestro holandés, bajo una misteriosa escalera de piedra en caracol y junto a una ventana en que incide el sol, un filósofo, cogitabundo, está sentado. Sobre la mesa de estudio se halla un gato, como no podía ser menos, alter ego del pausado pensador. Así era mi recuerdo de la imagen. Sin embargo, cuando, años más tarde, contemplé el cuadro en vivo en el Louvre, observé con asombro que me habían robado el gato. Me explico. El tal gato nunca había existido, pero la memoria, como el sueño, aun falseando la realidad, expresa la verdad, al menos la verdad del soñante o de quien deforma el recuerdo. Y es que, en efecto, el filósofo reclama la presencia inexcusable del gato, y la pintura de Rembrandt permanece, así, incompleta… sin él… es el gato filósofo de Baudelaire, el animal preferido por los «sabios austeros».

A Baudelaire le cautivan los gatos. Son dioses, o diosas, de indolente voluptuosidad. Son «poderosos y suaves»; son «frioleros y sedentarios»; son de «nobles posturas»; son «esfinges acostadas en el fondo de las soledades»; «sus riñones fecundos están llenos de chispas mágicas». Elegancia, molicie, altivez.
Y también éxtasis: «como a los pies de una reina un gato voluptuoso» cuyos «ojos salpicados de oro» son «místicos». De ahí que el gato sea amado por los «férvidos amantes».
El gato, en la perspectiva baudelairiana, llega a no ser otra cosa que la mismísima mujer. «Ven, bello gato mío, a mi corazón amante… déjame sumergirme en tus bellos ojos,,, cuando mis dedos acarician a placer tu cabeza y tu elástica espalda y mi mano se embriaga del placer de palpar tu cuerpo eléctrico, veo a mi mujer en espíritu…». La fémina gata. «Un aire sutil, un peligroso perfume nadan torno a su cuerpo oscuro». Misterio, lo inaprensible, lo etéreo, la amenaza, el peligro que atrae como el abismo, el amor fatal…
Para nuestro poeta, el gato, también, puede llegar a ser él mismo. Y así «dentro de mi cerebro se pasea… un bello gato, fuerte, suave y cautivador» de voz «siempre rica y profunda… (que) me llena como un verso tupido y me regocija como un filtro» ¿No es esto la poesía?

Charles Aznavour, los tópicos y la canción de Maglia

Charles Aznavour, Aznamour, como se le llamaba en un espectáculo a él dedicado en el festival Off de Aviñón de 1987, sigue cantando a sus noventa y dos años. En la pasada temporada, en 2015, cantó en Madrid y en el presente año de 2016, con fecha de 29 de julio, lo ha hecho en Marbella. El 31 de enero de 2017, vuelve a Madrid. Ha declarado que, mientras viva, seguirá cantando las innumerables canciones, más de seiscientas cincuenta, que ha compuesto a lo largo de su fructífera existencia.

El presente estudio se divide en dos partes: en la primera se abordará la faceta de Aznavour como creador de canciones de éxito popular y gran difusión, basadas en el tópico literario (carpe diem, ubi sunt, el viaje como huida y descubrimiento o incluso odisea, la vuelta a Ítaca, la añoranza del amor perdido, etc.) y el arquetipo literario (el héroe vencido o imagen de Patroclo derribado, la madre como anima junguiana, la Bohemia y el bohemio, el cómico como símbolo de la libertad despreocupada a lo zíngaro, etc.).

En la segunda, se abordará la esencia del amor -con sus accidentes- que preside sus canciones (cómo es este amor, de qué tipo de amor se trata, cuál es su origen y cuál es su destino) tratando de justificar así el título de este estudio.

Obviamente, de esas más de seiscientas cincuenta canciones, sólo consideraremos unas cuantas, aquéllas que, en nuestra opinión, mejor reflejan el mundo aznavouriano cifrado, por un lado, en los tópicos y, por otro, en su concepción y experiencia narrada del amor.

I) AZNAVOUR Y EL TÓPICO EFICAZ:

«… nous causâmes tout d´abord de lieux communs, c´est à dire des questions les plus vastes et les plus profondes» (…charlamos en primer lugar de lugares comunes, es decir de las cuestiones más vastas y más profundas)

( Charles Baudelaire, «Salon de 1859»)

 a) Movimiento pendular del arte:

La literatura, y el arte en general, se mueve permanentemente, en movimiento pendular, entre la tradición – conservadora – y la innovación – originalidad, ruptura -. El arte que no innova, «academizándose», se anquilosa e inmoviliza, deja de fluir. El arte debe evolucionar, no sólo adaptándose ineluctablemente a los cambios sociales, sino proponiendo nuevos caminos.  Ahora bien, un arte excesivamente vanguardista, distanciando en exceso la comprensión popular del producto nuevo, puede generar el divorcio entre el espectador o el público, por una parte, y el creador, por otra. A este respecto, cabe citar al gran Eugenio d´Ors: «Lo que no es tradición, es plagio». El arte, so pretexto de revolucionario, no puede dar en lo ininteligible e inane y ha de tener presente que, le guste o no, el hombre es un ser mortal, sujeto a unos condicionantes biológicos y culturales que lo determinan, limitan, mas también exaltan. El arte no puede deshumanizarse, al menos no del todo.

Baudelaire define o caracteriza bien, con su clarividencia habitual en él y con su sentido musical de la poesía, esta ambivalencia del arte, esta tensión permanente, tanto en el creador como en el público, entre el estímulo securizante, por un lado, y el deseo de novedad, por otro lado: «…  le rythme et la rime répondent dans l´homme aux immortels besoins de monotonie, de symétrie et de surprise» (… el ritmo y la rima responden en el hombre a las inmortales necesidades de monotonía, de simetría y de sorpresa). Y en efecto los dos factores constitutivos de toda canción (ritmo y rima) se asientan tanto en la necesidad conservadora cifrada en la monotonía y la simetría, como en la necesidad innovadora cifrada en la sorpresa.

Charles Aznavour es cantante popular; canta ante muy nutridos auditorios; su música se difunde por radios, televisión, internet, etc., para las multitudes; su aspiración, legítima, es gustar, y también vender, y en ambos casos cuanto más, mejor. Aznavour no es, ni lo pretende, Schönberg – por citar a un compositor de acceso difícil, un autor sin estribillos, digámoslo de esta manera -, y así rehúye el arte de minorías.

Si aspira a llegar al mayor número posible de gentes, de espectadores o auditores potenciales, habrá de cantar las cosas «eternas», sin extravagancias o rupturas. ¿Convencional, facilón? No, tradicional. Aznavour va a moverse siempre dentro de los márgenes, bastante amplios por otra parte, de la tradición más clásica, sin ensanchar sus aguas hasta la personalísima y apasionada originalidad de un Jacques Brel o hasta el esprit paillard (espíritu popular y picante) sublimado tanto poética como cómicamente de un Brassens, pero, claro está, sin naufragar en los convencionalismos ramplones de un Julio Iglesias o las torpes pseudo-innovaciones sentimentaloides y lacrimógenas de un José Luis Perales. El diccionario recoge más de una acepción para la palabra «tópico»: «perteneciente o relativo a la expresión trivial o muy empleada», lo que popularmente se llama «topicazo», mas también «lugar común que la retórica antigua convirtió en fórmulas o clichés fijos y admitidos en esquemas formales o conceptuales de que se sirvieron los escritores con frecuencia» (diccionario de la RAE, 1992). Al «topicazo» quedan condenados los cantantes convencionales, cursis y romanticoides (que no románticos); por el contrario, el tópico en la segunda acepción citada es arte y en él se mueve nuestro Aznavour.

Hasta cierto punto, Aznavour, en esta perspectiva, podrá llegar a  mostrarse impersonal por necesidad de universalidad. Si acentuara el lado más personal, estrecharía su margen de acción y de intervención en el gran público. Podría incluso hablarse de un cierto parnasianismo en Aznavour respecto a los temas -universales- que tratan sus canciones, sin dar en lo subjetivo o en la visión acentuadamente personal. Eso sí, maticemos esto del parnasianismo: sus canciones, claro está, a diferencia de un poema, por ejemplo, de Leconte de Lisle, buscan emocionar, aspiran a una belleza en y de los sentimientos.

Afirma Jung que la literatura universal se funda en los arquetipos. Las canciones de Aznavour, también, y además abordan esos arquetipos con la calidez universal necesaria, con la necesaria equidistancia -repitámoslo- entre el subjetivismo y la originalidad, por un lado, y la facilidad rutinaria y banal.

b) Las canciones «universales» de Aznavour:

Pasemos a glosar algunas de esas canciones universales que abordan temas «de siempre».

Un par un (Uno a uno): Con su voz quebradiza y descolocada -que es como si acabara de despertarse de la siesta y anduviera aún buscando, sin encontrarlo nunca, el tono adecuado-, canta Julio Iglesias en «La vida sigue igual»: «Pocos amigos que son de verdad / Cuánto te halagan si triunfando estás / Y si fracasas, bien comprenderás / Los buenos quedan, los demás se van». Mensaje trivial y pobremente expresado, de apabullante inanidad. Aznavour es capaz, sin embargo, de infundir cuerpo y vigor al lugar común de la amistad aprovechada, de la lisonja que busca sacar partido al poderoso, de ese – por expresarlo mediante feliz ripio popular – «Por interés te quiero , Andrés». La canción narra la ruina y desahucio de un millonario que lo ha perdido todo en el juego de la noche a la mañana, y cómo aquellos que lo adulaban lo abandonan ahora a su triste suerte, «uno a uno» y «como las ratas de un barco en peligro» («tels les rats d´un navire en péril»); las mujeres que tanto decían amarlo huyen también pues lo que en él buscaban realmente, esos «diamantes de veinte quilates» («les diamants de vingt carats»), ya no lo pueden hallar. Y así, la canción, compuesta por un expresivo juglar, se llena de vida con la enumeración de las propiedades del acaudalado personaje antes de la catástrofe (ejército de criados, chófer, autos, joyas, caballos, etc.), con esos amigos y amigotes tan divertidos que se beben su whisky y que le piden prestado un dinero que nunca le devolverán, claro está, y con  ese coro de féminas compuesto de bailarina clásica, actriz, histéricas e ingenuas, que se le meten entre las sábanas.  Y uno ve cómo los agentes judiciales se llevan uno a uno sus Renoir, sus Derain, sus tapices, sus muebles, etc. Todo ello expresado, mediante chispeantes rimas, con un dinamismo y una energía que arrastran al espectador-oyente en la bulliciosa corriente de la canción.

Se trata, en definitiva, del eterno tema del ser y el poseer. Es cuanto plantea el lúcido e implacable Pascal: ¿dónde reside el ser?, ¿en qué se distingue del tener?, pues si te amo por tu belleza, la viruela picará tu rostro y así dejaré de amarte; si lo que amo en ti es, por el contrario, tu espíritu, y no ya la apariencia, una apoplejía derribará tu inteligencia, y entonces ¿qué quedará en ti que pueda yo apreciar y seguir amando?

La letra de esta canción, como prácticamente todas las suyas, es densa en expresión, rica en vocabulario, larga, evitando toda repetición. La repetición innecesaria es el recurso de todo letrista falto de inspiración. No es el caso de Charles Aznavour, que sabe escribir y sabe decir.

Reverberan en la memoria los versos del poeta medieval Rutebeuf: «Se sont ami que vens enporte, / Et il ventoit devant ma porte, / Ces emporta…)  (Son amigos que el viento lleva / Y soplaba ante mi puerta, / Se los llevó)

La Mamma: Todos tenemos en la mente la imagen de la mamma italiana, protectora, sacrificada, excelente cocinera, que incluso en familias divididas por las rencillas, es la única en concitar adhesiones y generar armonía. La madre elevada a divinidad pagana o a alter ego de la Virgen María, que se venera y que prodiga siempre favores y beneficios, cuando no obra incluso prodigios.

Manolo Escobar, en su conocida canción dedicada a «quien le dio el ser»,  cita a su propia madre, «marecita María del Carmen». Aunque plagada de topicazos, la canción está bien escrita y, si bien convencional, exhibe una muy andaluza (y eso es siempre algo bueno literariamente) riqueza en su expresión. Ahora bien, recurrir a la propia madre, usando el vocativo, se nos antoja algo demagógico y facilón que suscita en el público la sensiblería. Aznavour, sin embargo, y afortunadamente,  describe el drama-tragedia vital de la madre que agoniza, desde su posición de narrador empático, desde una distancia que sin embargo deja traslucir el calor humano y la piedad. Es esta posición, más objetiva – si bien no fría o indiferente – que subjetiva, lo que le permite arrancar a la canción ese grito final de dolor ajeno a toda sensiblería ratonera. «¡Nunca, nunca nos dejarás!»

Por otra parte, nada falta para lograr el «color local», otro tópico, tan estimado por los románticos: los acordes de guitarra y los punteos como de mandolinata; los hijos y nietos torno al lecho de muerte sin que falte -italianidad obliga- el hijo maldito, la oveja negra de la familia; la invocación a la Virgen – arquetipo del anima materna y maternal, al que se remite la figura de la mamma -; las canciones locales entonadas por las mujeres; el calor; el vino… sin que lleguen a aparecer los espaguetis, demasiado cómicos en este contexto; además, el beber es lirismo, mientras que el comer es animalidad y rompería el encanto de la atmósfera creada.

Un punto negro, a pesar de todo, un ripiazo insufrible: «Sainte Marie pleine de grâce / Dont la statue est sur la place» (Santa María llena de gracia / Cuya estatua está en la plaza). Y es que el mejor escribano echa un borrón.

La Bohème: No es fácil, después de «La Bohème» de Puccini o de «Bohemios» de Vives – quién sabe si Aznavour no la haya escuchado, al menos en parte -, recrear en una canción el Montmartre de los artistas libertarios, despreocupados, atolondrados incluso, idealistas. Juventud y amor. «Amor y libertad», como canta en la taberna el bajo de la zarzuela.

A propósito de tópicos, tanto la ópera de Puccini como la zarzuela del maestro Vives se basan y recrean hasta la saciedad el tópico de la vida bohemia, con absoluta eficacia, sin caer nunca en lo dengoso; de hecho podría decirse que el mundo de la ópera es el mundo del tópico, más que ninguna otra arte. Por ello, cuando un sedicente genio escenográfico pone la casa patas arriba en aras de la originalidad ultrancista, el tópico queda despanzurrado y la ópera -o la zarzuela- quedan no sólo desvirtuadas, sino saqueadas y para el arrastre, víctimas de la impostura y del narcisismo de un pseudo-artista que, para más inri, no gusta de la ópera y por ello se cree en el deber de destriparla. Por ello Alfredo Kraus ha tenido que proclamar y defender lo contrario: que el público va a la ópera, entre otras cosas, a soñar, a vivir por unas horas en un mundo mágico, fuera de la realidad; por tanto, esos montajes desajustados, brutales, chocantes, traicionan la ópera y burlan la buena fe del espectador.

Volvamos a nuestro cantante. Se hace evidente que Aznavour, cuyo objetivo es siempre llegar al gran público, evitará -como por otra parte también el maestro Vives y en gran medida Puccini- la sordidez bohemia de un Verlaine, de un Baudelaire, de un Henri Murger  o de nuestros Valle Inclán, Gómez Carrillo, Sawa o Emilio Carrere, en su crudeza y fatal miseria. Abundando en la idea de irrealidad de la ópera, sostiene también el maestro Kraus que los espectadores de ópera llevan al teatro la ilusión de presenciar un cuento de hadas, por mucho que éste se resuelva finalmente en tragedia. Otro tanto puede decirse del ballet y, en cierta medida, de quienes acuden a un concierto de Charles Aznavour. En definitiva, estilización e idealización.

Con la salvedad, por las razones ya expuestas, de los temas más crudos como, por ejemplo, la enfermedad y la muerte o el alcoholismo y las drogodependencias, todos los maravillosos lugares comunes de la Bohemia se hallan expresados en la canción: La Butte (Montmartre), el hambre crónica por falta de ingresos, la modelo que posa desnuda, la libertad y la felicidad en permanente relación dialéctica, el frío del invierno, las noches en blanco retocando un cuadro; el café y el bistrot parisienses, etc.

El acierto argumental de la canción reside en la sucesión de sus dos tiempos: el pasado juvenil evocado desde el presente, desde fuera, por un antiguo bohemio ya fatalmente aburguesado. ¿Ha triunfado en el mundo de la pintura? No lo sabemos; en cualquier caso ya no es bohemio. Aznavour suele cantar esta canción con un pañuelo blanco entre las manos, con el que parece limpiarse los dedos, tal y como hacen los pintores con sus extremidades fatalmente embadurnadas de colores. Al final de la canción, «La Bohème, la Bohème, ça ne veut plus rien dire du tout» (La Bohemia, la Bohemia, ya no quiere decir nada de nada), lo arroja al suelo con ademán que es a la vez rabia e impotencia. Entonces la música se acelera en forma de torbellino y esa espiral expresa el desolado vértigo del recuerdo.

«Volverán las oscuras golondrinas / en tu balcón sus nidos a colgar… Pero aquéllas que el vuelo refrenaban / tu hermosura y mi dicha al contemplar / aquéllas que aprendieron nuestros nombres, / ésas ¡no volverán!». Siempre habrá artistas jóvenes soñando ideales, pero nosotros ya no somos jóvenes y hemos dejado de soñar. Y nuestro pañuelo, nuestra bohemia, nuestras ansias…ubi sunt? ¿Qué fueron sino verduras de la eras?… como las lilas de Montmartre con que arranca la canción, que rozaban las ventanas de las casas y talleres de los bohemios, pero que, al final, en la última estrofa, se hallan ya marchitas. Como establece Loïc Clotard a propósito de la novela de Murger, «Escenas de la vida de Bohemia», el final de la Bohemia se corresponde con el final de la juventud y puede desembocar tanto en el fracaso y la muerte como en el éxito, pero este éxito representa una apostasía del ideal de juventud. «La Bohemia, la Bohemia, quería decir tenemos veinte años». En la ópera de Puccini, cuando Rodolfo se separa de Mimì, exclama: «Ah Mimì, mia breve gioventù!» (¡Ah, Mimì, mi breve juventud!).

«La Bohème» es una obra maestra de la canción popular, por sus virtudes musicales y por su valor literario y teatral – que es lo que estamos estudiando aquí -; efectivamente hallamos tensión dramática, sentimientos arrebatados pletóricos de juventud, progresión y giro argumentales, así como, cuestión clave que estamos tratando, la sinceridad con que se expresan sus tópicos.

Además, el espíritu bohemio y las condiciones de vida que le son propias se expresan con la rudeza terrenal que requiere el tema («Toi qui posais nue» (Tú, que posabas desnuda);  «Nous ne mangions qu´un jour sur deux» (Sólo comíamos un día de cada dos); «Et quand quelque bistrot / Contre un bon repas chaud / Nous prenait une toile» (Y cuando alguna taberna / pagándonos con una buena comida caliente / se quedaba con un lienzo), contrastando felizmente con la expresión del ideal, de lo celeste, no por implícita, menos presente en toda la canción.

El lenguaje de la canción es una inteligente mezcla de expresiones familiares («l´humble garni qui nous servait de nid, ne payait pas de mine»(la humilde casa que nos servía de nido, no era Jauja) con un vocabulario refinado («le galbe d´une hanche» (la curva o contorno de una cadera); es también esa crudeza expresada en «avec le ventre creux» (con la tripa vacía), contrastando con «Moi qui criais famine» (Yo que gritaba hambre), que expresa la misma idea, mas de un modo mucho más poético e incluso vanguardista. Esa oposición dota a la canción de relieve, de una gran flexibilidad y de esa auténtica elegancia, nunca hierática, que para Galdós no es otra cosa que el auténtico desgaire, ese descuido afectado en las maneras y la vestimenta, que es mucho más una elegancia desenfadada y un tanto provocadora que desaliño. Sí, el desgaire, tan propio, por otra parte, de los bohemios.

Una sombra en la canción. Con «Je vous parle d´un temps / Que les moins de vingt ans / Ne peuvent pas connaïtre» (Os hablo de un tiempo  /que los de menos de veinte años / No pueden conocer) arranca la canción; más tarde se dirá: «La Bohème, la Bohème, / ça voulait dire on a vingt ans» (La Bohemia, la Bohemia, / Quería decir que tenemos veinte años). Estrictamente hablando, no se da contradicción, pero, confrontando ambas frases, no puede uno por menos que sentirse molesto ante esa tosquedad y falta de cuidado. Bastaba con releer atentamente y qué duda cabe que se hubiera encontrado algo mejor…

Que c´est triste Venise (Venecia sin  ti): Junto con la anterior, constituye probablemente la canción más conocida de Aznavour en el mundo entero. A mí, personalmente, me resulta algo acartonada y encorsetada. Aun así, ostenta una gran calidad. En «Hasta Venecia», el letrista de la canción que canta Raphael nos va diciendo que para amar no es necesario revivir o poner en acto todos los topicazos romanticoides tales como la puesta de sol, el ruiseñor, las rosas trepando por el balcón, Venecia, etc., para rematar diciéndonos en tono de cursillo pre-matrimonial católico que «… en el amor / lo único que importa para no fallar / es la clemencia y saber entregar, / no exigir y evitar causar dolor, / no hace falta ya más, / no es preciso marchar / los dos hasta Venecia». Aznavour, claro está, no dará en la moralina de vuelo gallináceo, sino que se aproximará con mayor elegancia al tópico del tempus fugit (irreparabile) barriendo el tiempo feliz que, ¡ay!, ya no volverá, tal y como queda expresado en la Barcarola, canción de los gondoleros venecianos, de «Los cuentos de Hoffmann», de Offenbach. «Le temps fuit et sans retour / Emporte nos tendresses / Loin de cet heureux séjour / Le temps fuit sans retour» (Huye el tiempo y no vuelve atrás, / llevándose nuestras ternuras /Lejos de este feliz lugar / Huye el tiempo y no vuelve atrás). Atmósfera crepuscular y acuática en ambos casos, Offenbach y Aznavour. Melancolía. Nostalgia anticipada en Offenbach; añoranza a posteriori en Aznavour, mas en ambos casos, anunciado o constatado, se expresa el ocaso de la pasión, el naufragio del amor. Sobrevuela la canción de Aznavour el regret, ese lamento por lo que fue e irremediablemente se perdió para siempre. Todo baña en una luz de postrimerías, hastiada y desengañada, desahuciada, decadentista incluso en su triste exasperación, como en una novela de Gabrielle D´Annunzio.

Sin el amor, la belleza pierde su encanto y su brillo y deja incluso de ser bella pues nuestra percepción, siempre subjetiva, se ha teñido de dolor, tanto que incluso Venecia, por triste, ha dejado de ser hermosa. Lo que antes quedó asociado al estímulo embriagador del amor, ese marco incomparable de la ciudad de Venecia, ofrece ahora tan sólo vacío y, azuzando así la ausencia, nos incendia de dolor. Algo similar tiene lugar en «Madrid, de corte a checa», de Agustín de Foxá: el protagonista acaba de romper con su novia y entonces todo aquello que previamente  contemplara , diera marco alegre  o cobijara íntimamente sus amores, queda degradado y desmazalado y así las fuentes parecen no cantar ya, los pájaros enmudecen, los paseos y alamedas pierden todo sentido y tórnanse superfluos… «… pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres» (Mateo 5, 13)

Como letrista, Aznavour hace gala de su dominio de la lengua francesa con bellas imágenes abstractas y contraposiciones conceptuales tales como «lorsque les barcarolles ne viennent souligner que les silences creux» (cuando las barcarolas no subrayan más que los hueros silencios), o bien con ese dramático y casi cinematográfico «quand on cherche une main que l´on ne vous tend plus» (cuando se busca una mano que no se nos tiende ya). Y la lacerante ironía como refugio último del desengañado: «Et que l´on ironise /devant le clair de lune / pour tenter d´oublier / ce que l´on ne se dit pas» (Y cuando se ironiza / ante el claro de luna / para intentar olvidar / lo que no nos decimos). El enamorado, exultante y siempre ingenuo (o iluso) en su enamoramiento, nunca ironiza. Ama. La ironía, el sarcasmo son el desdichado desquite de quien amó mucho y se encuentra luego solo como un perro.

Obviamente, todo cuanto antecede se refiere al texto original; la traducción al español es bastante ratonera. Prueba de ello es que aparece el adjetivo ¡»romántico»!

Les comédiens (Los cómicos – en el sentido de actores -): En la canción de Víctor Manuel, «Cómicos», donde también se da un buen uso del tópico, hallamos un aparentemente digno equivalente de la canción de Aznavour; este «aparentemente» se justificará algo más lejos. En Víctor Manuel, los cómicos «beben la vida a tragos», bella expresión. Cómicos de la legua y zíngaros; el eterno viaje. Es cuanto Apollinaire expresa tan visualmente en «Mai» (Mayo): «Un ours un singe un chien menés par des tziganes / Suivaient une roulotte traînée par un âne» (Un oso un mono un perro que llevaban unos gitanos / Seguían una caravana que arrastraba un burro). Meláncolica libertad que compensa de la pobreza crónica. Hay mucho también de los artistas circenses de Picasso en todo ello, lejos del áspero realismo cervantino a la hora de describir los zafios actores que viajan de un pueblo a otro en el Quijote.

Como un sueño halagüeño que nos visitara una noche, llegan los cómicos junto a músicos y magos y crean un mundo casi sobrenatural, que, por un breve espacio de tiempo, nos arranca a la rutina y nos mete de lleno en una atmósfera  de fantasía y de asombro permanente.

Con su prudencia habitual y su gran intuición para gustar y no inquietar, Aznavour evita el crimen pasional, lugar común en obras protagonizadas por comediantes, ya sea el «Pagliacci» de Leoncavallo o «Las golondrinas» del maestro Usandizaga, y se limita a exponer lo agradable en una atmósfera de fiesta que, en gran medida, parece corresponder a un recuerdo de infancia, tal y como acontece en las películas de Fellini con respecto al circo; sólo que aquí sin el exuberante subjetivismo del italiano. En su poema «Saltimbanques» (Saltimbanquis), Apollinaire se hace eco de ello: se alejan los farsantes «…et les enfants s´en vont devant / Les autres suivent en rêvant» (… y los niños se van delante de ellos / Los otros los siguen, soñando).

Uno de los méritos de la canción es su cronológica descripción de los hechos: la llegada de los cómicos a la población, su instalación, su propaganda del espectáculo, la función y la partida, con esos dos bellísimos versos finales que inciden en el viaje: «… ils traversent dans la nuit / D´autres villages endormis» (… atraviesan en la noche / Otros pueblos dormidos). El estribillo, chispeante, refleja a las mil maravillas la vivacidad de los cómicos y del espectáculo nervioso que representan. Los versos de las estrofas son cortos, como aguzados; el ritmo tanto de la letra como de la música, apremiante. La impresión que de ello se desprende es la de vivacidad. Energía chispeante en los artistas y en cuanto representan o interpretan, así como carácter veloz y efímero de su presencia, como si de genios alados y halagüeños se tratara, que derramaran venturas sobre los mortales, mas pronto se partieran y con su ausencia sus beneficios anímicos, tales como la alegría, la despreocupación, la risa, la ensoñación, se desvanecieran.

Frente al orden y la claridad de Aznavour, encontramos el desarbolado caos del texto de Víctor Manuel, que procede como a sacudidas, por no decir a coces. La canción del asturiano, mucho más desgarrada, naturalista casi (pero esto no es ningún defecto; es tan sólo una opción) adolece de pesadez, de ser repetitiva, de letra farragosa, de tufillo marxistoide de facultad («Codo con codo se hará / la cultura popular»), amén de, precisamente por ese prurito progre, insertar en el argumento una confusa asamblea por parte de los cómicos, previa a la función, para decidir si se da o no la función. Triunfa el no, pero luego cuanto se dice es tan oscuro que el oyente duda de si ha habido representación o no, si la ha habido por imposición de la autoridad y si se ha escarnecido a los cómicos por parte de esa misma autoridad. Bien cierto es que la canción se compuso en 1975, año de la muerte de Franco, en apoyo a una huelga de actores y que, obviamente, hasta algo más tarde las cosas no se podrían decir ya a las claras, sino con sinuosidades, y el no querer verlo sería producto de la mala fe. Dicho esto, se podría componer y escribir mejor. Si la canción tuvo éxito, fue debido al contexto político (elemento ajeno al arte), a su música y a un estribillo eficaz, aunque ripioso. En cualquier caso, precisamente en gran medida por ese compromiso político, la canción del español ha envejecido frente a la del francés, que conserva su lozanía.

Emmenez- moi (Llevadme): Nadie como Baudelaire ha evocado los puertos del mágico y lejano, idealizado Oriente, donde «Todo no es más que orden y belleza, lujo, calma y vouptuosidad» («Là tout n´est qu´ordre et beauté, / Luxe, calme et volupté» – «L´invitation au voyage»). Tan hipnótico es el estribillo que aletarga placenteramente, como una adormidera. Es tan bello el poema que uno ha de hacer verdaderos esfuerzos por no transcribirlo en su totalidad; en un alarde de voluntad restrictiva, limitémonos a la última estrofa: «Vois sur ces canaux / Dormir ces vaisseaux / Dont l´humeur est vagabonde; / C´est pour assouvir / ton moindre désir / Qu´ils viennent du bout du monde. / Les soleils couchants /Revêtent les champs, / Les canaux, la ville entière, / D´hyacinthe et d´or; / Le monde s´endort / Dans une chaude lumière»  (Mira en estos canales / Dormir esos  bajeles / De vagabundo humor; / Es para saciar / Tu mínimo deseo / Que llegan del otro extremo del mundo. / Los soles de poniente / Revisten los campos, / Los canales, la ciudad entera, / De jacinto y oro: / El mundo se adormece / En una cálida luz), donde, por cierto, los últimos versos anuncian ya al grandísimo Verlaine.

Otro tópico: el europeo, paradójicamente adocenado por su industrialismo, su positivismo, su aceleración vital, extraña, desde el inconsciente colectivo, la indolencia y el fatalismo orientales sumidos en una naturaleza lánguida y húmeda. Según Dalí, se trataría de la añoranza atávica de la Era Terciaria (del Plioceno sobre todo), anclada en el hombre. Las boutades de Salvador Dalí, nada inocentes y bien lúcidas.

En la canción, un pobre descargador de muelles, que tan sólo ha conocido «el cielo del norte», anhela «desembadurnar ese gris / virando de bordo» («J´aimerais débarbouiller ce gris / En virant de bord») y suplica a esos barcos que «vienen de los extremos del mundo» («Ils viennent du bout du monde»), cargados de «ideas vagabundas»  («Apportant avec eux des idées vagabondes»), que traen «reflejos de cielo azul, de espejismos que arrastran el perfume salpimentado de países desconocidos y de veranos eternos, donde se vive casi desnudo, en las playas» ( «Aux reflets de ciel bleu , de mirages / Traînant un parfum poivré / De pays inconnus / Et d´éternels étés, / Où l´on vit presque nu, Sur la plage», que lo lleven con ellos. Desde el primitivismo de Gauguin, el occidental apresurado sueña con la Polinesia.

«Quand les bars ferment et que les marins / Rejoignent leurs bords, / Moi, je rêve jusqu´au matin, /Debout sur le port» (Cuando los bares cierran y cuando los marineros / vuelven a bordo, / Yo sueño hasta la mañana / De pie en el puerto). El soñador noctámbulo. Hay mucho de esa ansiedad, ingenuidad y ternura del pobre protagonista dostoievskiano de «Las noches blancas». Las ensoñaciones de quien suplanta la acción por la imaginación feraz y feliz. Sí, a pesar del vigor de las imágenes, tal y como se expresan en el siguiente párrafo: «Je perds la notion des choses / Et soudain ma pensée m´enlève et me dépose / Un merveilleux été, sur la grève / Où je vois, tendant les bras, / L´amour qui comme un fou, court au devant de moi / et je me pends au cou de mon rêve»  (Pierdo la noción de las cosas / Y de repente mi pensamiento me levanta y me deja, por un maravilloso verano, en la arena / donde veo, tendiéndome los brazos, / al amor que, como un loco, corre a mi encuentro / y yo me cuelgo al cuello de mi sueño», sabemos bien que el pobre obrero de los muelles nunca dejará su puerto gris, de cielos húmedos como en una tintada romántica. Como en un eco lejano se oye la voz sabia, por escéptica y desengañada, de La Fontaine: «Quel esprit ne bat la campagne / Qui ne fait châteaux en Espagne?» (¿Quién no sueña lo imposible? / ¿Quién no levanta castillos en el aire?).

Literariamente, esta canción es de una gran calidad, alimentada por un poderoso numen, robusta, con resonancias hugolianas y baudelairianas («Oú les filles alanguies», «Donde las muchachas languidecientes»; o bien «où le poids et l´ennui me courbent le dos», (donde el peso y el hastío me inclinan la espalda»). Además, porque Aznavour sabe escribir letras y domina la lengua, no hay repeticiones, sino que la gran longitud de la letra se desarrolla con gran fluidez e ímpetu. El ritmo de la canción es nervioso, traduciendo así a la perfección el anhelo, la ansiedad de este soñador; el estribillo ( «Emmenez-moi au bout de la terre / Emmenez-moi au pays des merveilles … «, «Llevadme a la otra punta de la tierra / Llevadme al país de las maravillas…) posee un vuelo arrebatado, pletórico de nervio.

«Ces beaux et grands navires, imperceptiblement balancés (dandinés) sur les eaux tranquilles, ces robustes navires, à l´air désabusé et nostalgique, ne nous disent-ils pas dans une langue muette: Quand partons-nous pour le bonheur?» (Estos bellos y grandes barcos, balanceándose ( contoneándose) imperceptiblemente en las aguas tranquilas, estos robustos barcos, de aspecto  desengañado y nostálgico, no nos están diciendo: ¿cuándo zarpamos para la felicidad?) (Baudelaire, «Mon coeur mis à nu»)

Le toréador (El torero): Al parecer, según me contó en su día un profesor de música de una escuela inglesa de arte dramático, cuando Bizet y su letrista idearon el personaje del torero Escamillo, con su aria de presentación pretendían suscitar la sonrisa irónica en el público, divertido supuestamente ante las fanfarronerías de un personaje bravucón. Y sin embargo, para su gran sorpresa, los espectadores tomaron en serio el personaje y en lugar de al matachín vieron al héroe viril.

Curiosamente no han sido numerosas las canciones españolas protagonizadas por el torero, posiblemente porque ese cometido y esa función las hayan asumido los pasodobles. Cuando sí se han dado esas canciones, nos han presentado una imagen esclerotizada en sandios lugares comunes cuya máxima expresión se halla en esa broma de mal gusto que representa el «Torero» cantado por Chayanne: «Torero / Poner el alma en juego … Me juego la vida por ti».

«Les taureaux», de Jacques Brel, en que los toros «se aburren el domingo cuando se trata de correr y luego de morir para nosotros», es una sabrosa y sarcástica canción que se pregunta, entre otras cosas, qué piensan los toros cuando en el ruedo levantan la vista y descubren los cuernos de los cornudos. La crítica social, cuasi omnipresente en las canciones del belga, y prácticamente ausente en las de Aznavour, ridiculiza las conductas sociales épicières (propias de tenderos), pequeño-burguesas y engreídas, que, por efecto mágico del redondel y de ese sol inmisericorde de las cinco de la tarde (hora solar)que embriaga y desinhibe, opera ridículas transformaciones psíquicas en los espectadores; y así, en esa progresión argumental acompañada en paralelo de otra de carácter psíquico y conductual , tan  característica de Brel, marcada por los tres tiempos de la corrida establecidos por su autor (inicio; aparición de picador y matador; muerte del toro), el tendero irá tomándose sucesivamente por Don Juan, Lorca y Nerón, mientras que las inglesas, también sucesivamente, se creerán Montherlant, la Carmencita y Wellington. Curiosamente, tras un mínimo acorde inicial de pasodoble, la canción «taurina» es un tango, ritmo y baile ajenos al mundo taurino, algo que sin duda Brel sabía. Quizá su elección se deba a lo desgarrado y pasional del tango, que, en la percepción de Jacques Brel, concuerde con el espíritu de la corrida. ¿Quién sabe?

Montherlant, Henri de Montherlant. A este autor y a su libro «Les Bestiaires» (Los Bestiarios), donde canta con pasión la fiesta de los toros, a Andalucía y también a la Francia taurina del Midi, hay que remitirse para comprender el «Toréador» de Aznavour, quien no busca desde luego la sátira ni se permite la liviandad del folklorismo más paleto, ni el repulsivo convencionalismo discotequero de un Chayanne.

Desde los románticos (Víctor Hugo, Musset y sobre todo Théophile Gautier con su «España» y Prosper Mérimée con su «Carmen», así como el pintor Manet – cuya Lola de Valencia entusiasmara a Baudelaire hasta el punto de que le dedicaría un cuarteto -, seguidos por el escritor Maurice Barrès, seducido por Toledo y la pintura de El Greco, así como por el gran hispanista Maurice Legendre, junto al ya mencionado Henry de Montherlant y luego los escritores franceses que combaten en nuestra Guerra Civil, tales como Malraux y Bernanos, la cultura francesa se impregna de un hispanismo romántico y novelesco, exoticista, primero, científico luego.  «… si jamais enfin je vous revois, / Beau pays dont la langue est faite pour ma voix, / Dont mes yeux aimaient les campagnes, / Bords oú mes pas enfants suivaient Napoléon, / Fortes villes du Cid! Ô Valence, Ô Léon, / Castille, Aragon, mes Espagnes!» (… si algún día volviera a veros, / Bello país cuya lengua está hecha para mi voz, / Cuyos campos tanto amaran mis ojos, / Orillas por donde mis pasos seguían a Napoleón, / ¡Plazas fuertes del Cid! ¡Oh Valencia, oh León! / ¡Castilla, Aragón, mis Españas!» («Laissez. _ Tous ces enfants sont bien là», «Dejad. _ Todos esos niños están bien allí», en «Les feuilles d´automne» , «Las hojas de otoño») – No olvidemos que el niño Victor Hugo llegó a España en compañía de su padre, el general Hugo, cuando las tropas del Emperador de los franceses ocuparon nuestro país –

Dada su grandísima afición a la tauromaquia, doblada de sólidos conocimientos técnicos -que, según el recientemente fallecido fotógrafo taurino Canito, sin embargo escaseaban en Hemingway- y dada su religiosa – en el sentido más lato de la palabra – comprensión del arquetipo del héroe que tan bien encarna el matador, Montherlant pone en bandeja a Aznavour su trágico relato, empapado en sangre.

Sí, claro está, en la canción de Aznavour se dan los elementos folkloricistas. También los hay en Lorca y también los hallamos en Julio Romero de Torres, por ejemplo, mas no se trata de charros protagonistas, sino de elementos que crean el decorado y esa atmósfera tan especial porque la sobrevuela la muerte. Nada de folklorista , por otra parte, se encuentra en esa sobrecogedora foto de Campúa en que Ignacio Sánchez- Mejías, consternado, contempla desde la cabecera del lecho mortuorio el cadáver de Gallito, que tan huérfano dejó al toreo.

La canción de Aznavour representa un bellísimo canto épico que describe magníficamente la figura del héroe divinizado y, a pesar de todo, porque la carne es débil, sujeto al tributo del miedo («C´est un curieux mélange de peur et de fierté» (Es una curiosa mezcla de miedo y de orgullo), inserto en el marco, idealizado y trágico, de una Andalucía viva que existe, y que pueblan «bailarinas en trance» («ces danseuses en folie») y cantaores de patéticas voces («ces chanteurs de flamenque aux pathétiques voix»). «No verás ya más» («Tu ne reverras plus») y «No sentirás ya más» («Tu n´éprouveras plus»), repetidos como mágico conjuro de maldición, conforman la creencia de lo fatalmente ineluctable, de lo trágico del destino escrito de antemano y al que el héroe, en su dimensión de protagonista de gesta, no puede sustraerse.

La canción, un pasodoble, se inicia con el torero tendido ya en la camilla de la enfermería de la plaza, expirante. Hasta él llegan los vítores que aclaman a otro matador, su  rival en la epopeya del ruedo y ello le duele aún más que su propio dolor. Entonces se evocan esos aspectos de la vida profesional y anímica del matador de toros que no comparte con ningún otro mortal (el sol inmisericorde requemando el ruedo, las aclamaciones de las encantadoras muchachas, el miedo parejo a la altanería mientras un pasodoble puntúa su paseíllo). Se vuelve luego a la agonía  del héroe, evocando la cogida del toro y la derrota del torero. La muerte se inclina ya sobre él: «Et seul, abandonné, / Tu vois venir la mort, / Cette fille d´amour / Qui te colle à la bouche / Pour mieux voler tes jours / En possédant ton corps» ( Y solo, abandonado, / Ves venir la muerte, / Esa muchacha de amor / Que te sella la boca / Por mejor robar tus días / Poseyendo tu cuerpo). En su vencimiento, el torero es inerte objeto de pasividad. Y nuevamente, con imágenes distintas a las de la primera evocación, se menciona lo que el muerto no verá ya ni disfrutará nunca más. Si la muerte es certera y fiel  en su contumacia, la gloria, sin embargo, es tornadiza y, con total displicencia y frivolidad inhumanas, desnudándose de lo que es ya tan sólo un cadáver, se reviste de un nuevo cuerpo, el cuerpo del rival.

La canción, como suele ser habitual en Aznavour, es larga. Se compone de ocho estrofas donde nada se repite, cuando lo habitual es que las canciones tengan un máximo de tres estrofas y un estribillo rengaine (machacón) con que rellenar una música que generalmente al letrista, alicorto de imaginación, de rimas, de vocabulario y de cultura, se le hace eterna. Desde luego no es, ni por asomo, el caso de Aznavour. Como muestra de su riqueza de vocabulario, citemos un tanto al azar los siguientes versos: (el traje de luces se halla) «avili de poussière et maculé de sang» (envilecido de polvo y con máculas de sangre); «La bête a eu raison de ta fière prestance» (La bestia pudo con tu altanera prestancia); «Ta merveilleuse allure et ta folle arrogance sont tombées dans la sciure et le sable rougi» (Tu porte maravilloso y tu loca arrogancia han caído en el serrín y el albero enrojecido); «Tu as perdu la face et soldé ton destin» ( Perdiste el prestigio y saldaste tu destino), etc.

Aunque, entre otras cosas por falta de conocimientos, no sea nuestro propósito analizar musicalmente las canciones de Charles Aznavour, digamos tan sólo que ésta basa su dramatismo sonoro en el acertado contraste entre las estrofas que describen al héroe derribado -aceleradas, ansiosas- que tan bien expresan las bascas de la muerte, y aquellas otras estrofas – de majestuoso vuelo y empaque lírico- en que se describe lo que el torero agonizante no verá ya nunca más.

Digamos algo de «La hora», interpretada por Raphael desde su falsete más cursi. Haciéndose eco de esos maletillas que, como el jovencísimo Belmonte, de noche, aprovechando la oscuridad, cruzaban a nado el Guadalquivir para torear, desnudos y solapadamente, toros en un predio, la canción comienza evocando los inicios de un torerillo que torea a la luz de la luna, bajo la protección del astro («La luna en el campo al chiquillo / Con quites de luz lo ayudó»); luego, con el chiquillo convertido ya en torero, llegará el día en que un mal presagio, expresado en el sonido agudo del clarín clavándosele como un puñal en el alma, inundará su ánimo de inquietud y zozobra; entonces el torero volverá su pensamiento a la luna que su corazón había olvidado, posiblemente porque el éxito, endiosándolo, lo volvió desmemoriado e ingrato; mas ¿dónde está la luna a las cinco de la tarde bajo un sol despiadado? (Recordemos a este propósito cómo, si no voy errado, en «Eloísa está debajo de un almendro», de Jardiel Poncela, dice uno de los personajes que la luna está siempre tan pálida porque sólo sale de noche) La luna no responde. Llega la noche. La luna contempla entonces la arena. «Tenía claveles de sangre» y luego «llorando se marchó». La canción narra de manera un tanto críptica, pero en general poéticamente, con una evocación muy misteriosa de la noche, la muerte del torero. Se presenta mucho más sintética que la de Aznavour, tan dilatada; es casi simbolista en sus planteamientos, aproximándose a los nocturnos oliváceos y arcánicos de un Romero de Torres. La música es envolvente, un tanto hipnótica, llena de presencias mágicas; sin embargo la letra, a pesar de aciertos, incurre en rimas muy pobres, tipo «ayudó – olvidó», «miró – dejó», así como en una sintaxis algo confusa al no distinguir con claridad los sujetos de dos acciones distintas («clavó» para el clarín frente a «buscó» para el torero), amén de caer en la contradicción: «Buscó (el torero) sin saber para qué /Bajo un cielo de sol a su luna de ayer»; ¿cómo que sin saber para qué?… ¡claro que sabe para qué! ¿Para qué ha de ser sino para invocar nuevamente de ella su protección frente al ominoso clarín, de tan mal agüero? Lo que ocurre es que el letrista buscaba una rima y, feliz por haberla encontrado – a pesar de lo miserable que es -, no dudó en crear un contrasentido; posiblemente, con las prisas, ni repararía en ello… Todas estas cosas son ajenas al buen hacer de don Charles Aznavour.

Sur le chemin du retour (En el camino de vuelta): Como en «Les berceaux» (Las cunas) de Sully Prud´homme, se expresa esa tensión propia del varón, desgarrado entre la tentación aventurera de lo ignoto, por una parte, y la necesidad de la estabilidad emocional cifrada en el hogar y la familia, por otra parte. «… car il faut que les femmes pleurent / Et que les hommes, curieux, / Tentent les horizons qui leurrent / Et ce jour-là les grands vaisseaux, / Fuyant le port qui diminue, / Sentent leur masse retenue / Par l´âme des lointains berceaux» (Pues han de llorar las mujeres / Y los hombres, curiosos, / han de zarpar hacia los horizontes engañosos / Y ese día los grandes bajeles, / Huyendo del puerto que disminuye, / Sienten su masa retenida / Por el alma de las lejanas cunas). Tópico. Tan real que ha creado grandes tensiones en las relaciones amorosas, cuando no las ha desgarrado. Por ello se admira a Don Juan pues ha sacrificado la necesidad de estabilidad afectiva a la conquista, a la aventura permanente y así a la juventud eterna. Decisión heroica.

«Peer Gynt», de Ibsen, no sería en definitiva más que la epopeya del varón, siempre inmaduro, en su eterna contradicción entre la necesidad del riesgo y la necesidad de la seguridad, entre el señuelo de la felicidad lejana, ese embeleco -Circe, la hechicera- y la felicidad, infravalorada por real y tangible, del hogar y de la esposa -Penélope-.

En la canción de Aznavour, de ritmo ansioso, con dejes casi de garbosa marcha militar sugerida por una muy marcial percusión, el héroe parte atraído por lo lueñe, abandonando un amor cierto; mas si junto a la amiga, le escocía la llamada de lo desconocido, sin ella, le duele la separación. Al final, decide volver junto a la amada, resuelto a no dejarla ya nunca más, pero ¿podemos creerle?

La canción, como suele ser habitual en Charles Aznavour, es larga. Se compone de veinte versos y estribillo; hay una intriga interior, psíquica, que posiblemente, por insoluble, no se resuelva nunca a pesar de la determinación del protagonista. Lo único que queda claro es que el corazón del hombre es nostalgia.

Son, y no es de extrañar en él, bellas muchas de las expresiones de la canción, en su exasperada desazón. Arranca la canción con «Pour tromper ma vie et rompre le temps / Avec mon chagrin pour fardeau / Fuyant ton sourire et tes vingt printemps / Qui me collent encore à la peau…» (Para engañar mi vida y romper el tiempo / Con mi pena por fardo / Huyendo de tu sonrisa y de tus veinte primaveras / Adheridas aún a mi piel…) El desengaño, omnipresente: «Croyant m´enrichir du sel et du miel / D´une vie au triple galop, / J´ai jeté mon âme à l´assaut du ciel; / Il ne m´a rendu qu´un sanglot. / Que me reste-t-il du temps gaspillé / À vaincre les monts et les mers? / Des années perdues à fuir un passé / Qui s´accroche à mon univers?» (Creyendo enriquecerme de la sal y la miel / De una vida al triple galope, / Arrojé mi alma al asalto del Cielo; / No me devolvió más que un sollozo /¿Qué me queda del tiempo dilapidado / En vencer los montes y los mares? / Años perdidos en huir de un pasado / Que se agarra a mi universo) Concluye con «Mais l´amour en moi brisera l´orgueil / Car je n´en peux plus de t´aimer / Et mon coeur vaincu franchira ton seuil / Pour ne plus jamais s´en aller» (Pero el amor en mí / Romperá el orgullo / Pues ya no puedo más de amarte tanto / Y mi corazón vencido / franqueará tu  umbral / Para no irse ya nunca más) Y preguntamos nosotros, escépticos: ¿cuánto tiempo durará ese «nunca más»?

«Sagesse», de Verlaine, es una colección de poemas que giran en torno al deseo de volver, que están permanentemente «sur le chemin du retour»; son los poemas de la nostalgia de la edad de oro personal, ontogenética, de la confiada infancia, de la madre protectora, de la religión bondadosa que junta las manos regordetas de los niños; es el hogar, esa llama que calienta a toda la familia, sentada torno al fuego benéfico y amparador de los penates. «Sagesse», «Sabiduría». El título lo dice todo; pero se trata no de una sabiduría que emerja del conocimiento, sino de una sabiduría de cordura, juiciosa, que conoce el Bien y lo procura. ¡Pobre Verlaine de vida tan airada, alcohólico, desheredado por insufrible, desleal e infiel, descabalado, rechazado, revolcándose en la ignominia, mas deseoso de volver a Cristo, volviendo (a su manera) y luego, bien pronto, volviendo a caer, alejándose de sus buenos propósitos de enmienda! En él se realiza aquel proverbio verdadero: «Volvióse el perro a su vómito, y la cerda, lavada, vuelve a revolcarse en el cieno» (San Pedro 2, 21). Sí, pero como escribiera Luis Alberto de Cuenca a propósito de las novelas de caballeros andantes, a quienes mueve la demanda de lo que se ha perdido, el Santo Grial, que no es más que el Paraíso, y cuyo esfuerzo sostiene el anhelo místico del mundo sin tacha y sin pecado: «Todo es nostalgia y parece plenitud»

«Mon Dieu, mon Dieu, la vie est là / Simple et tranquille . / Cette paisible rumeur-là vient de la ville. / Qu´as-tu fait, ô toi que voilà / Pleurant sans cesse, / Dis, qu´as-tu fait, toi que voilà, / De ta jeunesse?» (Dios mío, Dios mío, la vida está allí / Sencilla y tranquila. / Aquel apacible rumor viene de la ciudad. / ¿Qué has hecho, oh tú que estás aquí / Llorando sin cesar, / Di, qué has hecho, tú que estás aquí, / De tu juventud?)

Je m´ voyais déjà (Ya me veía yo):  El tópico del artista fracasado, un tema, por otra parte, tan bohemio… ¡La posteridad le hará justicia! Sí, pero en el caso que narra la canción, es a todas luces evidente que si el pasado y el presente se le mostraron esquivos, con mayor razón el porvenir no se le mostrará próvido. El olvido permanente es su magra pitanza del día  a día.

Este swing rebosa amargura, mitigada, eso sí, por el buen humor de un desengañado que se resiste a darse por vencido pues sabe que entonces estaría firmando su sentencia de muerte. Todo en él han sido ilusiones vanas. Soñó con la gloria, el dinero, la fama, el amor de las bellas mujeres y tan sólo ha conocido éxitos facilones, fondas de baja estofa, condumios, chachas de sorche… mientras que el éxito, ese éxito anhelado y al que es acreedor por su talento incomprendido ¡no llega, nunca llega! Mas él porfía, que, como el Quijote, «bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible».

Quizá nadie como Baudelaire haya expresado, con su soneto «Le guignon» (El gafe), la derrota en vida del artista, inspirándose doblemente en un poema de Longfellow, «A Psalme of life» (Un salmo de vida) y en una elegía de Thomas Gray, «Elegy written in a country churchyard» (Elegía escrita en un cementerio rural). «L´Art est long et le Temps est court…Loin des sépultures célèbres, / Vers un cimetière isolé, / Mon coeur… Va battant des marches funèbres. / Maint joyau dort enseveli / Dans les ténèbres et l´oubli… Mainte fleur épanche à regret / Son parfum doux comme un secret / Dans les solitudes profondes» (El Arte es largo y el Tiempo es corto… Lejos de las sepulturas célebres, / Hacia un cementerio aislado, / Mi corazón… Va batiendo marchas fúnebres, / Son muchas las preseas que duermen sepultadas / En las tinieblas y el olvido… Numerosas flores esparcen pesarosas / Su perfume suave como un secreto / En las profundas soledades».

En este punto el lector ingenuo podría preguntarse por qué Aznavour no compone unos textos, unos poemas tan bellos como los de Baudelaire y se vería tentado a valorar menos el hacer de nuestro cantante-compositor. La respuesta es bien sencilla. Baudelaire crea poemas por ser poeta, mientras que Aznavour crea canciones (letra y música) para ser cantadas. Los poemas de Baudelaire, por muy musicales que sean en general, se leen o se declaman, pero no se cantan (maticemos que numerosos poemas suyos han sido llevados a la música por compositores de talento, Fauré entre ellos; Léo Ferré también ha musicado «Les Fleurs du mal»; tan cierto es ello como que esto se ha hecho a posteriori pues Baudelaire no versificaba con intención de ser cantado, sino leído). Las letras sí se cantan; las letras no son poemas. Las letras se escriben con el doble propósito de que, primero, casen lo mejor posible con la música hasta el punto de que su maridaje las haga inseparables y, segundo, que puedan memorizarse con facilidad de tal manera que lleguen a ser cantadas, canturreadas o tarareadas por el pueblo, que es algo mucho más vasto, heterogéneo y simple que la minoría de lectores de poesía. Y por ser dos géneros distintos, aunque compartan más de un aspecto, sus técnicas, obviamente, variarán, así como sus objetivos.

Tu t´ laisses aller  (Te abandonas): Hay algo del espíritu del vodevil en esta canción y del teatro costumbrista; por ello se trata de una canción cómica, aunque con su deje amargo. No se trata de adulterio, sino del hastío de un marido frente a su mujer que envejece y que no sólo no hace nada por luchar contra la decrepitud, sino que se deja plácidamente llevar por la corriente de la edad. Claro está que hay mucho de proyección por parte del marido en los reproches que dirige a la esposa y ello hace a la canción más humana. Uno se pregunta cómo encararán la vejez en su convivencia cotidiana. Posiblemente con las mezquindades propias del ser humano, soportándose y nutriendo el uno respecto al otro una gran ambivalencia de sentimientos, una mezcla de amor y odio, así como una gran interdependencia alimentada por refuerzos intermitentes.

La situación planteada (el marido bebido que recrimina a la mujer su degradación física) es tan pedestre, las alusiones al aspecto físico que ella presenta en su dejadez («tes bas tombant sur tes chaussures», (con tus medias cayendo sobre tus zapatos), el odio marital («parfois je voudrais t´étrangler», (a veces querría estrangularte), los comentarios despreciativos («j´ai décroché le gros lot le jour où je t´ai rencontrée», me tocó la lotería el día en que te encontré) son tan zafios y naturalistas, que uno no puede por menos sonreír, si bien con algo de inquietud. Al final, quizá porque entrevea una cierta esperanza, aunque más bien por crear un nuevo embeleco que le permita seguir con ella, el marido recoge velas y, en aras de la preservación de su matrimonio, la invita, irrisoriamente, a esforzarse por mejorar su aspecto («fais un peu de sport», (haz algo de deporte).

Hasta con lo más feo y ridículo, Aznavour sabe hacer una buena canción, intensa y larga sin repeticiones. Comparémosle a nuestro José Luis Perales. Con su voz anémica, en «Y quién es él», quintaesencia musical de lo anodino e inane, y en «Me llamas», canción esta última hecha con una música de la más baja laya y exhibiendo una percusión machacona, hermana gemela de los coches tuneados, Perales, el «Lloros», como le motejan algunos, pesado, repetitivo, diciendo en cuatro minutos algo para lo que bastaría uno y medio, pregunta a su mujer con respecto a su amante que «a qué dedica el tiempo libre»… yo le hubiera preguntado que si es del Madrid o del Atleti… y luego le dice que, como puede llover, no olvide acudir a la cita amorosa provista de paraguas… sí, no vaya a coger una pulmonía y haya que ingresarla luego deprisa y corriendo en la UCI…; y la otra señora, la de «Me llamas», que se ve es su amiga de confidencias, sale a la calle «con el bolso que él te regaló» y además, porque no es eso todo, «aquel vestido que nunca estrenaste, lo estrenas hoy». ¡Y se creerá tan moderno por incorporar a la «poesía» los objetos y las situaciones más baladíes de nuestra existencia doméstica! ¡Que se quiten las más osadas vanguardias de en medio, que aquí llega José Luis Perales, un Malévich o un Lucio Fontana de la canción popular!

Ninguna ironía, necedad monolítica, edulcoración estomagante, empalagosa bondad, ¡a mí me da algo!…

Comme ils disent (Como dicen): La homosexualidad, en este caso doblada de travestismo. Con un Aznavour revestido de una chaqueta de mariquita, prietas las nalgas y bien juntitos los muslos, los brazos cruzados sobre el pecho, ademán melindroso y gesto madamo, Aznavour interpreta a un homosexual que vive solo con su mamá en una vieja casa, que tiene una tortuga, dos canarios y una gata, que cose a máquina, va  a la compra, guisa, limpia, lava y friega, que es un poco decorador y un poco estilista…pero es por la noche cuando se revela plenamente en una boîte, ejerciendo artísticamente de travesti en un número que finaliza en strip-tease con desnudo integral. Tras ello va a cenar a altas horas de la noche en cualquiera de esos «bar-tabac», tan numerosos en París, junto a sus amigos, que uno supone serán también, al menos en parte, de la cáscara amarga, y allí se dan al cotilleo, a la chanza y al sarcasmo contra aquellas personas que no tragan, pero, eso sí, siempre con humor: nótese bien la pulcritud, lo pulido de la expresión y la riqueza del vocabulario, «Mais on le fait avec humour / Enrobé dans des calembours / Mouillés d´acide» (Pero lo hacemos con humor / rebozado en retruécanos / Empapados de ácido). Topan con heterosexuales que se mofan de ellos, imitándolos desde la jactancia. Y luego la vuelta a casa de madrugada. La vuelta a la soledad. En el tocador, frente al espejo, «Comme un vieux clown malheureux / De lassitude» (Como un viejo payaso enfermo / De fastidio), se desprenderá de su falsa cabellera, de sus falsas pestañas, de su falsedad, que él querría fuera su verdad. Se acuesta luego, pero no logra conciliar el sueño. «Je me couche, mais ne dors pas. / Je pense à mes amours sans joie, / Si dérisoires, / À ce garçon beau comme un dieu / Qui, sans rien faire, a mis le feu / À ma mémoire» (Me acuesto, mas no duermo. / Pienso en mis amores sin alegría, / Tan irrisorios, / En ese muchacho bello como un dios / Que, sin pretenderlo, le ha prendido fuego / A mi memoria). Dice Proust, homosexual él también como el personaje de Aznavour, que el drama de los suyos consiste en que se enamoran de otros hombres heterosexuales y que por tanto no pueden verse correspondidos. Y esto, sin ser toda la verdad, sí que es parte de la verdad. Como haciéndose eco de esta constatación de Marcel Proust, prosigue Aznavour: «Ma bouche n´osera jamais / Lui avouer mon doux secret, / Mon tendre drame / Car l´objet de tous mes tourments / Passe le plus clair  de son temps / Aux lits des femmes» (Mi boca no osará jamás / Confesarle mi dulce secreto, / Mi tierno drama / Pues el objeto de todos mis tormentos / Pasa lo más granado de su tiempo / En las alcobas de las damas). Y concluye así: «Nul n´a le droit, en vérité, / de me blâmer, de me juger» (Nadie tiene derecho, en verdad, / A condenarme, a juzgarme). Le vienen a uno a la memoria las bellas palabras que el Papa Francisco pronunció hace poco tiempo a propósito de los homosexuales: «Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?» ¿Es insuficiente esta declaración? Sí, ciertamente, pero es mucho, muchísimo, pues no olvidemos que la Iglesia Católica es un auténtico mostrenco y que, como tal, no gusta de cambiar y tiende siempre a la inmovilidad.

Canción conmovedora, tristísima – de las más dolientes que hayan sido escritas jamás -, desgarradora y que revela con crudeza y en toda su crudeza la condición del homosexual: soledad, desprecio y marginalidad. Lo que en italiano se llama un deviante. Todo ello expresado en una música desolada y con una actuación tan eficaz y emocionante como parca en movimientos, escuetísima. La letra, como es habitual en nuestro artista, es larga: narra, sin repetición alguna -recurso de los que poco tienen que decir, mas han de llenar unos cuantos minutos, y del que Aznavour nunca tira- y con un muy sucinto estribillo («Je suis un homo, comme il disent», (Soy un homo, como dicen) la historia del travesti, un día entero de su vida, con sus hábitos domésticos, así como sus sentimientos.

Ésta es una de las pocas canciones de Aznavour capaces de suscitar en el espectador un cierto desasosiego, una cierta inquietud. Es mérito en un artista que no persigue la denuncia social ni el enfrentamiento a unas normas aceptadas, el que exponga valientemente un auténtico tabú, que suscita muchos temores, recelos y resquemores personales y sociales. En efecto Aznavour – frente a un Brel, un Brassens o un declarado comunista como Ferrat -, porque desde luego rehúye incomodar para no alienarse el favor de ningún espectador potencial, raramente apelará a la conciencia social del espectador. Aznavour nunca hará canción engagée, comprometida. Y estoy por decir: «¡Menos mal!».

El tópico de la homosexualidad es tan antiguo como la literatura y siempre el homosexual ha salido muy mal parado. Homosexuales y judíos, siempre escarnecidos, siempre despreciados, siempre agredidos y, como mucho, tolerados condescendientemente. Aristófanes, tan conservador, se burla cruelmente de ellos; en el «Satiricón» de Petronio (que Fellini convierte en el relato de una iniciación a la homosexualidad) y en «El asno de oro» de Apuleyo, son objeto de burla y por otra parte, son personas que evolucionan en ambientes de gueto. Así hasta nuestra época, hasta que André Gide se planta. Y entonces las cosas, muy poco a poco, van modificándose. Pasolini, desde el fenómeno de la proyección tan bien enunciado por Freud, explica cómo el individuo siente dentro de sí unos impulsos condenados por la moral imperante y, atemorizado ante ellos, los reprime y vuelca su energía en denunciar y perseguir con gran agresividad toda conducta que exprese esa realidad suya que se niega a aceptar. «Si aggrappano ferocemente alla norma, se ne fanno sacerdoti… contro l´anormalità  che è dentro di lui, inconscia, e che egli vede negli altri, facendone oggetto del suo odio, del suo rancore, della sua disperazione» (Se agarran con ferocidad a la norma, se convierten en sus sacerdotes… contra la anormalidad que está dentro él, inconsciente, y que él ve en los otros, convirtiéndolos en objeto de su odio, de su rencor, de su desesperación) (Pier Paolo Pasolini, «Razzismo» en la revista «Reporter», 8 marzo 1960). Aznavour escribe su canción en 1972.

Víctor Manuel ha tocado en dos canciones el tema de la homosexualidad («Quién puso más» y «Primavera es cuando llega abril») y en una el del travestismo, en la titulada «Como los monos de Gibraltar». Con su voz hincada en la garganta como un puñal, propia del paisanín asturiano (que tan bien le va a su repertorio más del terruño, pero tan inadecuada para lo demás), y repitiendo hasta la saciedad, machaconamente y a lo posma, la misma estrofa una y otra vez, nos regala estos versos de paupérrima rima, sincopados y dislocados: «Si es alta,  rubia y se llama Gaspar / Y está en edad de empezar a tontear, / A ver quién pone puertas al campo. / De pronto un día se quiere casar, / que si el registro, que su identidad, / Es una losa y la quiere cambiar. / Que alquilan piso, se meten dentro, / Y va a estudiar para oficial». Víctor Manuel, ¿qué nota sacaba usted en «Redacción» en el colegio?  Y, previamente, dice: «Cuando le ven cómo baja a la calle, / Agarrado del talle, hecho un brazo de mar». «Agarrado del talle»… pero ¿quién le agarra del talle? ,¿o es que quería usted decir «ceñido», «tan ceñido»?…

Podríamos seguir con muchos más ejemplos («Les émigrants», recreando en tercera persona, esto es sin personalizar, la lucha anónima del hombre que abandona su país, empujado por la necesidad, y que es la historia, también épica, de tantos españoles, irlandeses, italianos, etc. dando forma a nuevos países; «Pour faire une jam», descripción del mundo noctámbulo del jazz, con su improvisación, su libertad, el trance musical, en una perspectiva que se nos antoja de Boris Vian; «For me formidable», que juega felizmente con las lenguas inglesa y francesa, abordando el tópico de la confusión de lenguas que da lugar a equívocos e interpretaciones tan eficaces desde el punto de vista cómico, y que crea ingeniosos juegos de palabras – » Avec ton air canaille… How canaille love you?  – y que es precedente de la muy graciosa canción de Renaud  «It is not because you are, C´est pas parce que you are me»), pero ello nos alargaría demasiado y ya va siendo hora de que abordemos la segunda y última parte de este estudio.

d) Razones de un éxito:

Antes de ello, no obstante, a guisa de conclusión de esta primera parte, digamos que el éxito de Aznavour se debe, si no exclusivamente, sí en gran medida a la habilidad con que sabe abordar los grandes tópicos de la literatura, que corresponden a las grandes preocupaciones vitales y arquetípicas del hombre de todos los tiempos. El espectador se ve reflejado y expresado en ellos, cumpliendo así sus canciones la misión de liberarle catárticamente, amén de ofrecerle, sin suscitar en él recelo alguno, antes al contrario brindándoselos con amistosa confianza, sin inquietarle, unos temas universales tratados de forma dramática, mas ciertamente securizante.

Explican también su calidad y su éxito la versificación de sus canciones, así como lo acertado de imágenes y comparaciones.  La forma de versificar de nuestro autor y cantante será siempre clásica, nunca sorprendente (como pueda serlo en un Brassens con, por ejemplo, sus cortes arbitrarios de la oración, su ritmo y su prosodia, con los que consigue un efecto cómico indudable) o vanguardista. En ocasiones incluso se dará el ripio ágil y fluido que contribuye al ritmo del poema-canción. Por otra parte, ¿quién dijo que el ripio era necesariamente malo? Zorrilla construye su poesía asentándola en unas rimas fáciles, que se revelan siempre eficaces, por aportar, entre otras cosas, una gran vivacidad al relato y a los diálogos ( Lucía: ¿Sí?, ¿qué nombre usa el galán? / Don Juan: Don Juan. / Lucía: ¿Sin apellido notorio? / Don Juan: Tenorio. / Lucía: ¡Ánimas del Purgatorio!).

En «Plus bleu que tes yeux» – que se verá más adelante, en la segunda parte de este estudio -, las comparaciones no pueden ser de lo más convencional: «le bleu de tes yeux» (el azul de tus ojos) que es mayor que «le bleu des cieux» (el azul de los cielos); el rubio de tus cabellos, mayor que el rubio de los trigos, etc. El acierto de Aznavour consiste en repetir para ambos términos de la comparación (vg, los ojos de la amiga y el cielo) el adjetivo común («bleu», azul) y así: «Plus bleu que le bleu de tes yeux / Je ne vois rien de mieux  / Même le bleu des cieux» (Más azul que el azul de tus ojos / No veo nada mejor / Aun el azul de los cielos), que da casi en fórmula ritual encantatoria.

En «La increíble historia del doctor Floit y míster Pla», Boadella pone en boca de Josep Pla, a propósito de ya no recuerdo qué pintor catalán contemporáneo, la siguiente afirmación: «… un pintor que no aspira a la genialidad, que ya es mucho, eh, que ya es mucho…» Tampoco Aznavour aspira a la genialidad; no se pretenda hallar en él la sorpresa desconcertante, propia, por ejemplo, del surrealismo. Aznavour es orden y concierto. El gran público quiere reconocerse en sus canciones y exige lo esperable y lo cómodamente securizante desde el punto de vista psíquico. Conste que no hay censura alguna ni reproche en esta aseveración.

Preguntémonos antes de concluir esta primera parte, tras confrontar mentalmente, por un lado, a Édith Piaf, los Aznavour, Brel, Brassens, Ferré, Ferrat, Moustaki, con nuestros Perales, Víctor Manuel (compositores ambos de sus canciones), Raphael, Iglesias (tan sólo intérpretes), por otro lado, cómo es posible que unos sean tan buenos y los otros, los nuestros, tan malos en general, que ni para cantar sirven, cuando España, después de la fértil Italia, ha dado al mundo los mejores cantantes líricos. Creo que la respuesta está en la configuración política histórica de uno y otro país. Mientras que en Francia, desde la Tercera República, con Jules Ferry y el «petit père» Combes, que consagra una enseñanza laica, gratuita y obligatoria que conforma un país culto y sólido, en que los niños aprenden a leer y a escribir bien, a apreciar la buena literatura, en nuestra triste España, a pesar de la bienintencionada y sobre el papel benéfica ley Moyano, como la educación recae en manos de la Iglesia, que hace mangas y capirotes de la enseñanza y como la instrucción pública es tan endeble y en general tan minusvalorada por nuestros políticos… pues de esos polvos, estos lodos… eso de  escribir y componer medianamente bien una canción, se nos va a hacer muy cuesta arriba.

Si bien nos limitemos en este estudio, como ya se ha dicho, por falta de conocimientos musicales, a los aspectos literarios y psicológicos de la obra de Aznavour, cabe señalar la gran variedad de melodías,  ritmos y cadencias que caracterizan sus canciones. Frente a otros cantantes-compositores (Brel, Brassens, Ferrat, etc.) cuyas canciones se parecen bastante – y prueba de ello es que al tararearlas, se pasa con facilidad de una a otra -, las de Aznavour son bien distintas y difícilmente mezclables o confundibles, lo cual, obviamente, constituye un mérito musical indiscutible.

Ponemos punto final a esta primera parte citando de nuevo a Baudelaire y aplicando su cita a Charles Aznavour. «… existe-t-il quelque chose de plus charmant, de plus fertile et d´une nature plus positivement excitante que le lieu commun?… ma seule consolation es d´avoir peut-être su plaire, dans l´étalage de ces lieux communs, à deux ou trois personnes qui me devinent quand je pense à elles…» (… ¿existe algo más cautivador, más fértil y de una naturaleza más positivamente excitante que el lugar común?… mi único consuelo es haber sabido gustar, en la exposición de estos lugares comunes, a dos o tres personas que me adivinan cuando pienso en ellas…) (Baudelaire, «Salon de 1859). En lo que a vosotros dos se refiere, queridos Charles ambos, seguro que sí: a más de tres y a más de cuatro.

II) AZNAVOUR Y LA CANCIÓN DE MAGLIA

Vous êtes bien belle et je suis bien laid

(Victor Hugo, «La chanson de Maglia»)

a) El físico de Aznavour:

¿Cómo es físicamente Charles Aznavour? No es precisamente un varón muy agraciado: corta estatura, cabeza bastante grande, exoftalmia, cutis avellanado, dos grandes arrugas que le surcan perpendicularmente las comisuras de los labios y que avejentan su rostro, cejas excesivamente pobladas que no se depila, algo belfo, muy enteco. Un «petit chose» (un poquita cosa), como en la novela de Alphonse Daudet.

Aznavour, incluso el que fuera joven Aznavour, ofrece un aspecto provecto. Su origen armenio contribuye a su apariencia caucásico-orientalizante. Aznavour se nos antoja, en gran medida, uno de esos gitanos mal encarados y que parecen haber sido siempre viejos.

A ello va a contribuir su voz, una voz oriental, in gola, estrangulada incluso, que le constriñe los agudos, con una ronquera que raspa las notas y que lo asemeja, desde este punto de vista vocal, a un Porrina de Badajoz, si bien este último entone y matice mejor y maneje con maestría el falsete, algo a lo que Aznavour nunca recurre.

«Crispin et Scapin» es un magnífico óleo, con aspecto de acuarela por sus desvaídos colores, de Honoré Daumier. En él aparecen estos dos criados de la Commedia dell´Arte italiana. Creo no equivocarme al afirmar que Crispin es el personaje vestido de negro con puntilla blanca al cuello, que susurra algo al oído del compañero que da la cara al espectador y que no puede ser otro, aunque sólo sea por eliminación, que Scapin, quien por otra parte acabó por vestirse de blanco sobre las tablas. ¡Qué gran parecido entre esta máscara de la Commedia, Scapino en italiano o Scapin en francés, y nuestro Charles Aznavour! A excepción de la expresión, tan malévola, astuta y amoral en el criado frente al aspecto afligido y taciturno del cantante, ¡cómo se asemejan ambos rostros! Así pues, a Aznavour no le corresponde el aspecto del héroe, bello y bien agestado, sino el del siervo, más trabajado por las penalidades, más agraviado por las circunstancias adversas, más avellanado por la falta de comodidades, más castigado, en definitiva, por la existencia.

Todo lo anterior no es cuestión baladí. Al contrario, pues va a informar al personaje que Aznavour va a encarnar en sus canciones de amor, escritas y cantadas en primera persona; el «je» y el «moi», frente al «tu» y al «toi» de la amada.

Es un tópico hugoliano la oposición psíquica y fenomenológica entre, por una parte, el hombre, torpe, feo, monstruosos incluso, viejo, de líbido oscura y, por otra parte, la mujer, graziosa, accorta e bella (graciosa, sagaz y bella, ) tal y como reza el aria de Paisiello, de luminosa líbido. Quasimodo y su amo, Claude Frollo, frente a Esmeralda. Hades frente a Perséfone.

Llega el momento de exponer el poema de Víctor Hugo, «Chanson de Maglia» (Canción de Maglia), con su traducción correspondiente.

Vous êtes bien belle et je suis bien laid;

À vous la splendeur de rayons baignée,

À moi la poussière, à moi l´araignée.

Vous êtes bien belle et je suis bien laid,

Soyez la fenêtre et moi le volet.

 

Nous règlerons tout dans notre réduit.

Je protègerai la vitre qui tremble.

Nous serons heureux, nous serons ensemble.

Nous règlerons tout dans notre réduit.

Tu feras le jour, je ferai la nuit.

 

Vos sois bien bella y yo soy bien feo;

A vos el esplendor de rayos de luz bañado,

A mí el polvo, a mí la araña.

Vos sois bien bella y yo soy bien feo.

Sé tú la ventana y yo el postigo.

Todo lo arreglaremos en nuestro retiro.

Yo protegeré el vidrio que tiembla.

Seremos felices, estaremos juntos.

Todo lo arreglaremos en nuestro retiro.

Tú harás el día, yo haré la noche.

Pues bien, Aznavour va a insertar sus canciones y en ellas su protagonismo dentro de esta perspectiva hugoliana del amor, doblada de otra aún más cruel, la baudelairiana. En «El bufón y la Venus», de su colección de pequeños poemas en prosa, un afligido bufón de corte, apelotonado contra el pedestal de una colosal estatua de Venus, levanta la vista hacia ella y, llorando, le dice a «la Diosa inmortal»: «Je suis le dernier et le plus solitaire des humains, privé d´amour et d´amitié, et bien inférieur en cela au plus imparfait des animaux. Cependant je suis fait, moi aussi, pour comprendre et sentir l´immortelle Beauté! Ah! Déesse! Ayez pitié de ma tristesse et de mon délire!» (Soy el último y el más solitario de los humanos, privado de amor y de amistad, y bien inferior en ello al más imperfecto de los animales. No obstante, ¡yo también estoy hecho para comprender y sentir la inmortal Belleza! ¡ Oh, Diosa! ¡Apiadaos de mi tristeza y mi delirio!). Ante lo cual, «l´implacable Vénus regarde au loin je ne sais quoi avec ses yeux de marbre» (la implacable Venus mira en lontananza no sé qué con sus ojos de mármol). Frente al feo, también se eleva, con su fría indiferencia, la mujer de corazón de mármol.

En la película «À bout de souffle», traducida al español como «Al final de la escapada», aparece un ficticio alter ego del director, del propio Jean-Luc Godard: el escritor Parvulesco. Entre las chocantes afirmaciones y opiniones que va desgranando en la rueda de prensa que ofrece a pie de avión, citemos la que aquí nos interesa: «Dès que je vois une belle fille avec un type qui a du fric, on peut dire automatiquement qu´elle c´est une fille bien et lui, un salaud» (En cuanto veo a una muchacha bonita con un tipo que tiene parné, se puede decir automáticamente que ella es una buena chica y él, un cabrón). En general, los tipos con pasta tienen ya una cierta edad. Porque Aznavour se nos presenta desde un principio como viejo, ya sea viejo de nacimiento, ya sea viejo prematuro o ya sea viejo eterno, se ve condenado a la relación cronológicamente desigual en la que un maduro ama a una joven. Ahora bien, la máxima del escritor Parvulesco no le es aplicable a Aznavour en sentido estricto. Parvulesco se refiere al ricachón, al hombre de negocios que ve cómo se le escapa la juventud y que la recupera simbólicamente, mágicamente, despojándose de sus viejas ropas, a través y gracias a su joven mujer o pareja y, ahora también, a la cirugía estética y las clínicas de adelgazamiento. Berlusconi, más aún que Flavio Briatore, es el más claro y patético ejemplo del varón machucho que denuncia Godard por boca de Parvulesco. Los «berlusconi» requieren de mujeres jóvenes que los engañen respecto a la tristeza de su invenciblemente progresivo deterioro físico.

No, Aznavour no es un Berlusconi fanfarrón y pagado de sí mismo, pobre extroverso ajeno a toda vida interior, cuya pobre personalidad reposa exclusivamente en el dinero. Aznavour es, más que cronológicamente viejo o, como se dice, «de una cierta edad»- aunque también pueda serlo y lo es en determinadas canciones suyas -, un viejo psíquico, estribando su vejez en la inseguridad, la ansiedad permanente de no estar a la altura y el temor anticipatorio al futuro, con la espada de Damocles del abandono pendiendo permanentemente sobre su relación.

Aznavour se sabe viejo frente a la juventud de la amada, feo frente a su belleza, torpe frente a su desenvoltura, oscuro frente a su radiante esplendor, desplazado y arrumbado frente a la centralidad solar de la mujer-muchacha. Como el arpa de la rima de Bécquer, «del salón en el ángulo oscuro, /silenciosa y cubierta de polvo, / de su dueña tal vez olvidada». Como en la canción de Maglia, oscuridad y polvo.

Ello va a generar en Aznavour un permanente desasosiego, la desazón de quien se sabe o se cree víctima, mas nunca se atreve a rebelarse o a romper, la ansiedad que genera la convicción de saberse mucho más amador que amado en una relación, por ello, forzosamente desequilibrada, la tensión debilitante del pensamiento anticipatorio de la derrota final y de la condena a la soledad, de la depresión como epílogo fatal.

b) El amor en Aznavour:

Llegados a este punto, cabe preguntarse ahora por cómo es el amor en Aznavour.  Con excepciones como «Après l´amour» que expresa el cansancio pleno, la felicidad hipnótica que sigue a la relación sexual, o la alegre «Je te réchaufferai» donde el amor afortunado vence las inclemencias del invierno parisiense, en general el amor en nuestro artista es todo menos optimista, jocundo o vital. «El amor es un veneno de un poder fatal», afirma el padre prior de «La Dolorosa» del maestro Serrano.

No se dará en Aznavour ese amor juvenil, confiado, feliz incluso a pesar de sus enormes dificultades objetivas y aun en el infortunio.

En Aznavour el amor no es nunca triunfante. Parte derrotado de antemano. «Dans l´amour comme dans  presque toutes les affaires humaines, l´entente cordiale est le résultat d´un malentendu. Ce malentendu, c´est le plaisir. L´homme crie: «Oh, mon ange!». La femme roucoule: «Maman! Maman!» Et ces deux imbéciles sont persuadés qu´ils pensent de concert. _ Le gouffre infranchissable, qui fait l´incommunicabilité, reste infranchi.»  (En el amor como en tantos otros asuntos humanos, el entendimiento cordial es el resultado de un malentendido. Este malentendido, es el placer. El hombre grita: «¡O, ángel mío!». La mujer zurea: ¡Mamá! Mamá!» Y esos dos imbéciles están persuadidos de que piensan de concierto. _ El abismo infranqueable, que hace la incomunicabilidad, permanece sin ser franqueado)(Baudelaire, «Mon coeur mis à nu»)

Amor-veneno, amor-derrota… el amor es una enfermedad. El amor es un mal. La canción «Il fallait bien» (Tenía que ocurrir) es, en esta perspectiva, paradigmática.  «Il fallait bien / que me vienne un jour / Ce mal soudain / Qu´on appelle l´amour» (Algún día tenía  que llegar, ese  súbito mal, que se llama amor). El amor sería pues una suerte de ictus, esto es de golpe repentino e inesperado, que deja maltrecho, muy herido, menguado y enfermo. «Il me laisse meurtri» (Me deja magullado). Si en Víctor Hugo, «Et bien souvent on pleure avant qu´on ait eu le temps de sourire» (Y se suele llorar antes de haber tenido tiempo de sonreír)(en «Fuis l´éden des anges déchus», Huye el edén de los ángeles caídos), en Aznavour » … l´amour se meurt / À peine un rire et puis des pleurs» ( … el amor se muere / Apenas una risa y luego el llanto) ( en «Il fallait bien»).

Tras las lágrimas, se impone el ominoso silencio y en él surge el lacerante recuerdo, más de lo que hubiera podido ser o debido ser que de lo que realmente fue, esto es más que de recuerdo cabe hablar de «regret», de lamento.

«Le souvenir qui naît déjà / L´amour était si beau près de toi» (El recuerdo que nace ya / Era tan bello el amor junto a ti). «Était». Era. El pasado. El recuerdo que es aflicción.

El amor gratuito y espontáneo, el auténtico, único amor, el de Romeo y Julieta, queda abolido. No, por el amor hay que pagar un precio muy alto: la soledad y la cuita permanentes. «Il fallait bien / En payer le prix / Et mon chagrin / Vient de briser ma vie» (Había que pagar un precio por ello / Y mi tristeza / Acaba de romperme la vida). Desde el momento en que, para describir el amor, se recurre a términos financiero-económicos, tales como «precio» y «pagar», es que el amor está tocado y bastante enfermo.

Juan Pablo II definió magníficamente el Infierno como «ausencia de Dios», «ausencia de Dios en cada ser» para ser más precisos. Por tanto el Infierno es la ausencia de Amor. Ésa es la auténtica condena para el precito. Surge el lamento y el remordimiento que son la expresión dolida de esa carencia, terrible en su carácter de eternidad. «Tu ne m´as laissé que regrets / Et le remords de n´avoir fait / Peut-être pas tout ce qu´il fallait» (No me has dejado más que pesar / Y el remordimiento de no haber hecho quizá / Todo lo necesario). Por ello «Ils brûlent les feux de l´Enfer / Et dans mon âme et dans ma chair» (Arden los fuegos del Infierno / En mi alma y en mi carne).

El medievalista francés Georges Duby acuña la expresión «amor intoxicado» e «intoxicado de Lanzarote» para designar el amor atormentado, fatalmente infeliz e irrealizable, al menos en su totalidad, como el que protagonizaron la Reina Ginebra y el más célebre de los caballeros de la Tabla Redonda, y que informaría luego la concepción, junto a la fin´amor provenzal, del amor en Occidente. Sí, también nuestro Aznavour ha bebido en las fuentes emponzoñadas del amor cortés y se halla «intoxicado de Lanzarote». A propósito del Roman de la Rose, en la de Jean de Meung, Duby escribe lo siguiente con clarividente belleza: «El amor, el amor de corazón, de cuerpo, no necesita para nada las zalamerías, los interminables alardes, la fingida sujeción del galán a la amiga, ni las perturbaciones del deseo, ni los trastornos de la pasión. El amor verdadero se llama amistad, caridad. Ésta debe ser la franca inclinación de un alma que se ha dado libremente, en la fe, la justicia, la rectitud de los primeros tiempos de la edad de oro. Éste debe ser el impulso físico natural, liberado de las sofisticaciones eróticas y, al mismo tiempo, de las constricciones puritanas. El amor debe ser compartido… Para que el amor sea bien hecho naturalmente, con libertad e igualdad, para gozar juntos, éste es el premio, la recompensa.  Simplemente la felicidad en la tierra. Un poco de terreno ganado a la corrupción, reconquistado por Naturaleza, el «arte de Dios», como dirá Dante. Por fin la puerta cerrada tanto al contemptus mundi, a ese rechazo del mundo que los sacerdotes predicaban desde hacía diez siglos, como a la irrealidad en la que soñaban con aniquilarse los intoxicados de Lanzarote».

Ese amor, amor verdadero, tal y como lo caracteriza Duby es el de Romeo y Julieta, juvenil y espontáneo, libre, bello, exento de toda perversión, ya sea de orden físico o mental. Juliet: «Thou know´st the mask of night is on my face; / Else would a maiden blush bepaint my cheek.  /For that which thou hast heard me speak to-night. / Fain would I dwell on form, fain, fain deny / What I have spoke: but farewell compliment! / Dost thou love me? I know thou wilt say _ Ay; / And I will take thy word; yet, if thou swear´st, / Thou may´st prove false: at lovers ´s perjuries, / They say, Jove laughs. O gentle Romeo! / If thou dost love, pronounce it faithfully: / Or if thou think´st I am too quickly won, / I´ll frown, and be perverse, and say thee nay, / So thou wilt woo; but, else, not for the world. / In truth, fair Montague, I am too fond; / And therefore thou may´st think my haviour light: / But trust me, gentleman, I´ll prove more true / Than those that have more cunning to be strange. / I should have been more strange, I must confess, / But that thou overheard´st, ere I was ware, / My true love´s passion: therefore, pardon me; / And not impute this yielding to light love, / Which the dark night hath so discovered»  (Bien sabes que llevo la máscara de la noche en el rostro; sin ello, verías un virginal color sonrojar mi mejilla cuando pienso en las palabras que en esta misma noche me has oído decir. ¡Ah, quisiera contenerme dentro de las conveniencias! ¡Querría negar cuanto he dicho! Mas, ¡adiós las formalidades! ¿Me quieres? Sé que vas a decirme que sí y yo te creeré. No lo jures, pues podrías perjurar. Los perjurios de los enamorados, dicen, hacen reír a Júpiter… ¡Oh  amable Romeo, si me quieres, proclámalo lealmente: y si crees que fui yo  demasiado pronto ganada, frunciré el entrecejo, y seré cruel, y te diré que no para que así hayas de festejarme, pues si no fuera así, nada en el mundo me resolvería a ello! En verdad, bello Montesco, ¡estoy tan enamorada!… Quizá juzgues mi conducta ligera, mas créeme, gentilhombre, me mostraré más fiel que aquéllas que saben afectar la reserva. Más y mejor me habría contenido si no hubieras sorprendido, sin yo saberlo, la confesión apasionada de mi amor. Perdóname pues y no imputes a ligereza en el amor esta debilidad que la negra noche te permitió descubrir) («Romeo y Julieta», acto II, escena 3). ¡Bellísima ingenuidad la de Julieta, que no es otra que la confiada inocencia de todo amor verdadero, y por ello tan vulnerable! En su abierta declaración, proclama el amor verdadero, sin melindres, sin fingimientos, sin juegos psicológicos vanos y perversos, sin afectaciones ni endiosamientos. El amor no levanta fortalezas para que el otro haya de mostrarse poliorceta y tenga que ponerles cerco y tomarlas o derribarlas. El amor es campo abierto. No sólo Julieta enuncia el amor verdadero, sino que además denuncia el amor que no es tal.

Acabamos de decir que el amor verdadero es muy vulnerable. Pues bien, el amor de Aznavour, en su sinceridad y su arrebato, al no verse correspondido por otro también ingenua y espontáneamente encendido, sino por uno que juega, dengoso, coqueto, amanerado y en tantas ocasiones cruel en una perspectiva dominatoria y desequilibrada de la relación, por todo ello, digo, Aznavour se mostrará vulnerable y por tanto permanentemente ansioso y caviloso. La perpetua desconfianza va a amargarle el amor. Y Aznavour  va a representar siempre, o casi, el papel de la víctima inerme a merced de la mujer.

«Regret», palabra clave en la obra de Aznavour y difícilmente traducible con una sola palabra en español, viéndose uno obligado a la circunlocución. ¿Cómo traduce «regret» el magnífico diccionario bilingüe de Nemesio Fernández Cuesta, editado por Montaner y Simón en 1886? Dice «pesar, pena, sentimiento de haber perdido un bien que se poseía o de no haber obtenido lo que se deseaba / Pena, disgusto, pesar, incomodidad o contrariedad de cualquier género que altera la tranquilidad de espíritu de una persona / Arrepentimiento, pesar de haber hecho o dejado de hacer alguna cosa».  Habría que añadir también, creemos, «añoranza»,  «decepción» y también, por ser distinto al arrepentimiento, que es condición para no pecar más, el «remordimiento», que es estéril y sólo le lleva a uno a ahorcarse, como le ocurriera a Judas, recomido de remordimiento.

c) Características afectivas de sus canciones de amor:

Mediante algunos ejemplos significativos pertinentemente glosados – al menos es cuanto se pretende -, ilustraremos los siguientes ítems, que en nuestra opinión, son los que caracterizan y definen las canciones íntimas de Aznavour. Son los siguientes:

1) Luz y sombra

2) Desfase cronológico entre los miembros de la pareja

3) Temor anticipatorio y ansiógeno del futuro

4) La ansiedad sexual

5) Atribulada desconfianza del marido burlado (El «eterno marido» dostoievskiano)

6) Amenaza de la desaparición en la muerte

7) La juventud dilapidada

8) Los agravios

9)El «regret»

1) Luz y sombra: «Tu vis dans la lumière et moi, dans les coins sombres» (Vives en la luz y yo, en los rincones oscuros), reza la canción «Isabelle» en forma menos dramática que «La chanson de Maglia»: «À vous la splendeur de rayons baignée / À moi la poussière, à moi l´araignée … Tu feras le jour, / Je ferai la nuit» (A vos el esplendor de rayos bañado, / A mí, el polvo, a mí, la araña… Tú harás el día, / Yo haré la noche). No obstante, la idea es la misma.

Y esto es así, no sólo por la belleza intrínseca de la mujer, sino porque ella es juventud («tu te meurs de vivre» – «te mueres de vida»), mientras que él, provecto ya, tan sólo puede ser amor («et moi je meurs d´amour – «y yo muero de amor»). Y como es sombra, consciente de su inferioridad, habrá de rebajar sus aspiraciones hasta la propia humillación: «Je me contenterai de caresser ton ombre» (Me contentaré con acariciar tu sombra). Recuerda uno entonces aquel lamento de Brel en «Ne me quitte pas» (No me dejes), que va aún más lejos: «Laisse-moi devenir l´ombre de ton ombre, l´ombre de ta main, l´ombre de ton chien» (Deja que me convierta en la sombra de tu sombra, en la sombra de tu amo, en la sombra de tu perro).

En «Viens» (Ven), sobre una melodía garbosa, se expresa, como el caracol, un amor posibilitado por la lluvia y que tan sólo puede prosperar bajo las nubes descargándose. El mal tiempo es la araña hugoliana de «La chanson de Maglia». El mal tiempo es el otoño y el invierno, las estaciones viejas y feas. «Hiver, vous n´êtes qu´un vilain» (Invierno, no sois sino un villano), escribe el poeta medieval Charles d´Orléans. Y así, cuando brille de nuevo el sol, ella partirá para siempre: «Quand le soleil se lèvera, / Je le sais trop bien, / Comme la pluie tu partiras» (Cuando el sol se levante, / Demasiado bien lo sé, /  Como la lluvia partirás), pues ella es el sol, el buen tiempo, la primavera («For love is crowned with the prime» – «Pues el amor se corona con la primavera», dice Shakespeare en la canción «It was a lover and his lass» – «Érase un amante y su amiga»), la juventud. Aznavour, por otra parte, no se hace ilusiones: «Je le sais trop bien» (Demasiado bien lo sé).

La misma identificación hugoliana entre luz solar y juventud va a hacer acto de presencia en «Paris au mois d´août». Invirtiendo los términos con respecto a «Viens», aquí septiembre – que es ya el otoño, o cuando menos sus pródromos – barrerá el amor que sólo fue posible en agosto – sazón plena del fruto estival y de la exuberancia femenina -. Desde el momento en que se imponga la triste realidad del amor de él (el mes declinante de septiembre), el amor habrá de fenecer. También aquí Aznavour es plenamente consciente de la situación: «J´avais beau m´y attendre» (Por mucho que lo esperara). Se refiere, claro está, a la muerte de esa relación: «Notre amour d´un été… se meurt au passé» (Nuestro amor de un estío… se muere en pasado). Por ello, porque «Il redoutait le pire» (temía lo peor), «notre amour vivait au jour le jour» (nuestro amor vivía al día).

Dominado por la nostalgia de agosto, desde su septiembre actual, Aznavour padece la escisión afectiva del cuitado de amor que perdió la esperanza. «Une part de moi-même / Reste accrochée à toi / Et l´autre, solitaire, / Recherche de partout / L´aveuglante lumière / De Paris au mois d´août»  (Una parte de mí mismo / Queda prendida de ti / Y la otra, solitaria, / Busca por doquier / La cegadora luz / De París en el mes de agosto).

Detengámonos por unos momentos en lo que representa agosto y permítasenos un relativo excursus. La luz cegadora, creadora de espejismos, la suspensión ociosa del trabajo, el calor que aletarga y que, deprimiendo los miembros, adormece el cerebro, la alteración del ritmo social y vital, todo ello abre un paréntesis en el curso anual del tiempo, en que todo – siquiera casi todo – se hace posible. Empujados por un aire extraño y liberador, los seres, como hechizados o hipnotizados, como en un duermevela, osan, se atreven a hacer cosas impensables durante el resto del año. El verano es un vino fuerte que se sube a la cabeza; paradójicamente, ese sopor estival llega a exaltar. Surgen así relaciones amorosas desconcertantes, aunque sólo sea por inesperadas. El verano, como el sueño según Freud, nos brinda la realización de un deseo oculto. Es cuanto se expresa en la célebre frase de Francisco Silvela: «Madrid, en agosto y sin familia, Baden Baden», epígrafe con que Mario Camus abre su magnífica película «Los pájaros de Baden Baden», basada en el relato corto de Ignacio Aldecoa, de idéntico título.

Idéntica idea se expresa en «L´amour c´est comme un jour» (El amor es como un día): «Notre été s´en est allé / Et tes yeux m´ont oublié» (Nuestro verano marchó / Y tus ojos me han olvidado). El estío como posibilidad de libertad y amor.

2) Desfase cronológico entre los miembros de la pareja: «Fuis l´éden des anges déchus, / Ami, prends garde aux belles filles, / Redoute à Paris les fichus, / Redoute à Madrid les mantilles» (Huye el edén de los ángeles caídos, / Amigo, pon cuidado en las bellas muchachas, / Teme en París la pañoleta, / Teme en Madrid las mantillas). El ángel, por ser eterno, no tiene edad y es siempre joven. El ángel siempre vence pues su juventud confrontada nos envejece.

Comencemos con una variante del ítem en cuestión. En «Non, je n´ai rien oublié», el desfase no es cronológico, sino socio-económico. Y así «Ton père ayant pour toi bien d´autres ambitions / A brisé notre amour et fait jaillir nos larmes / Pour un mari choisi sur sa situation» (Tu padre, que abrigaba para ti otras bien distintas ambiciones, / Rompió nuestro amor y nos llenó de lágrimas / pues escogió un marido de posibles). En cualquier caso, no se da la deseable correspondencia, mas por el contrario se presenta el desnivel entre los estatus y con ello la imposibilidad de la relación.

 

En «Parce que» («Porque») no se puede ser más claro. «Parce que tu as vingt ans» (Porque tienes veinte años), por su juventud, quizá inconscientemente, ella juega atolondradamente con el corazón de Aznavour. A sus veinte años y sabedora de su belleza («Parce que tu as les yeux bleus, / Que tes cheveux s´amusent à défier le soleil / Par leur éclat de feu, / Parce que tu as vingt ans, / Que tu croques la vie comme un fruit vermeil / Que l´on cueille en riant» (Porque tienes los ojos azules / Y tus cabellos se divierten en desafiar al Sol / Con sus destellos de fuego, / Porque tienes veinte años, / Y muerdes y crujes la vida como un fruto en sazón / Que se toma riendo), ella tan sólo obedece egoístamente a sus caprichos, comportándose como una nena mimada y reduciendo al viejo Aznavour a un mero juguete que pueda destrozar impunemente. Frente a ella, niña consentida, se halla él en franca inferioridad: «parce que j´ai trop d´amour» (porque tengo demasiado amor), que debe traducirse por «soy mayor». Y así, «Tu viens voler mes nuits du fond de mon sommeil / Et fais pleurer mes jours» (Vienes a robar mis noches desde el fondo de mi sueño / Y haces llorar a mis días). Ella no le da tregua, ni de día ni de noche: durante la vigilia, con sus conductas descerebradas, y durante la noche, incrustándose inquietantemente en sus sueños. Y él, temblando por efecto del gran temor a perderla.

Añade la canción: «parce que je n´ai que toi» (porque sólo te tengo a ti). Frente a ella, que lo tiene todo y sobre todo porque ante ella se abre un esplendoroso porvenir, él no tiene nada, más que ella; y la edad, al ir privando de futuro y potencialidades a aquél a quien va agravando, va también reduciendo sus posibilidades y menguándolo irremediablemente.

«Parce que tu vis en moi» (porque vives en mí). De acuerdo, pero la realidad es que mientras que él sólo dispone de una vida, que por otra parte quiere anclar en ella, ella, por lo proteiforme de su edad, viva varias vidas y se le brinden muchas más. Su humor es vagabundo y su espíritu, nómada. Para él, sedentario y «sedentarista», y sobre todo de edad crecida, este hecho representa una clara amenaza.

En «J´en déduis que je t´aime», una de las más bellas y desoladoras canciones de Aznavour, declara nuestro autor: «Par mes vingt ans perdus / Qu´en toi je réalise» (Por mis veinte años perdidos / Que en ti realizo). ¿Cómo interpretarlo?… En cualquier caso representa una constatación de la diferencia de edad: mis veinte años quedan atrás y tú, sin embargo, tienes veinte años.

Llega en la vida una edad en que hay que afrontar el difícil hecho de ser dado de lado por los jóvenes, por no ser ya joven, por ser distanciado por ellos en la carrera de la vida. Ello, claro está, generará añoranza y supondrá un rudo golpe a nuestra líbido, a nuestro expansivo deseo de vida, pues a nadie le gusta recoger velas o sentirse excluido de la fiesta. Como en la parábola evangélica, se nos expulsa del festín por no ir adecuadamente vestidos; y, en efecto, nuestra ropa está ya usada, raída, vieja. Se trata en definitiva de la humillación que la edad inflige a la extroversión vital.

En «La route» (El camino), canción cómica, si bien explícitamente no se enuncien las edades o etapas vitales de los protagonistas de la aventura amorosa, se puede colegir que él es de una cierta edad, mientras que ella es tan sólo una niña. Ella se dejará llevar por su edad y su temple festivo, por su necesidad enérgica y variada de amar, aunque sea con sobresaltos, convirtiéndole así a él en un pobre cornudo. Es, y por ello podría ilustrar cuanto se afirmó en la primera parte de este estudio, el arquetípico castigo del hombre maduro que casa con jovencita.

 

Con su dramática voz estrecha, como si la emoción se le concentrara en la garganta, nido de los sollozos, Aznavour, en «Mourir d´aimer», da la confirmación más clara de cuanto se ha dicho: «Tu es le printemps, moi l´automne, / Ton coeur se prend, le mien se donne» (Eres la primavera, yo el otoño, / Tu corazón se toma, el mío se da). Se da, se entrega, pero hace falta que alguien lo quiera, recoja siquiera. Y lo gratuito, es bien sabido, no se valora. Y así «Et ma route était déjà tracée, / Mourir d´aimer» (Y mi camino ya estaba trazado, / Morir de amor). Su camino trazado de antemano, en nuestra opinión, no puede ser más que el del abandono del otoñal por parte de lo primaveral.

Es cuanto Tristan Tzara, parodiando a Corneille -quien en sus «Stances à Marquise» insta a la joven y bella aristócrata a amarlo aunque él sea viejo, argumentando que ella también lo será algún día, lo cual constituye otro tópico literario que tantos poetas han cultivado -, añade al final del poema: «J´ai vingt-six ans, mon vieux Corneille, / et je t´emmerde en attendant» (Tengo veintiséis años, mi viejo Corneille, / y, mientras tanto, te jodes).

Antes de abordar el siguiente apartado, señalemos un punto negro en el texto de «Mourir d´aimer»: «Pécher contre le corps, mais non contre l´esprit» (Pecar contra el cuerpo, mas no contra el espíritu). Es algo tan tontorrón, tan de colegio de monjas, que parece concebido por José Luis Perales.

3) Temor anticipatorio y ansiógeno del futuro:  «Pris, on a sa pensée au vent / Et dans l´âme une sombre lyre, / Et bien souvent on pleure avant / Qu´on ait eu le temps de sourire» (Tomado, se tiene el pensamiento al viento / Y en el alma una oscura lira, / Y con frecuencia se llora / antes de haber tenido tiempo de sonreír) (Victor Hugo, «Fuis l´éden des anges déchus», «Huye el edén de los ángeles caídos»).

En «Je meurs de toi» (por cierto poco inspirada musicalmente hablando), la angustia anticipatoria de lo ominoso que pueda deparar el porvenir se halla omnipresente. «Je ne suis moi que si tu m´aimes / Et loin de toi, de peur / Je meurs de toi, de nous, je meurs» (Soy sólo yo si me quieres / Y lejos de ti, de miedo / Muero de ti, de nosotros, muero) pues «Je ne peux vivre sur moi-même / Ne serai.-ce qu´une heure ou deux» (No puedo vivir por mí mismo / siquiera una hora o dos).

«Je prends forme en tes yeux» (Tomo forma en tus ojos), como en aquel poema de Paul Éluard: «Et mes jours et mes nuits réglés par tes paupières» (Y mis días y mis noches pautados por tus ojos). Cuando uno sólo vive a través de y en la persona amada, si la confianza en ella no es total, ¿cómo no hallarse pasivamente a expensas del objeto amado, a rebufo de su conducta, cómo no ha de suscitarse el temor a la desaparición ? Tanto que cada vez que por la mañana, ella desaparece para no volver al nido más que tarde, se sumerja uno en la angustia. «Une porte s´ouvre et tu sors de ma vie / Et je prends peur chaque jour. / Je deviens murmure et deviens agonie / À l´instant où tu pars . / Brûlé de désespoir, / Je meurs sans toi» (Una puerta se abre y sales de mi vida / Y tengo miedo cada día. / Me vuelvo murmullo y me vuelvo agonía / En el instante en que te vas / Quemado de desesperación, / Me muero sin ti).

En «Isabelle», la ausencia de la amada, manifestada en diversas formas, «donne à mon amour un goût de fin du monde» (da a mi amor un regusto de fin del mundo), esto es de muerte.

En «Plus bleu que tes yeux», tras evocar a la mujer amada y expresar la fuerza del amor, a Aznavour, como no podía ser menos, le asalta la duda: «Si un jour tu devais t´en aller  / / Et me quitter, / Mon destin changerait tout à coup, / du tout au tout» (Si un día debieras marchar / Y dejarme, / Mi destino cambiaría de repente / Y del todo). Entonces describe, mediante las mismas imágenes con que pintó su amor, pero invirtiéndolas, esto es despojándolas de la luz y ensombreciéndolas, lo luctuoso de lo que sería su vida. Y es que la espada de Damocles del incierto porvenir, como ya se dijo anteriormente, pende permanentemente sobre Aznavour. Ahora bien, por una vez, la vivencia del presente (expresémoslo así) se impone feliz y sensatamente en nuestro autor: «On a tort de penser, je sais bien, / Au lendemain. / A quoi bon se compliquer la vie / Puisque´aujourd´hui…»  (Yerra, bien lo sé, / Quien piensa en el mañana. / ¿De qué sirve complicarse la vida / Cuando hoy…), y entonces vuelve a evocar, con la misma intensidad, a la mujer amada.

En «Mourir pour toi» (Morir por ti), el temor anticipatorio no puede hacerse más evidente: «J´ai peur du jour qui va naïtre; / Il sera le dernier, peut-être, / Que notre amour va connaître. / Serre-moi, / Apaise-moi / Quand j´ai l´angoisse du pire» (Tengo miedo del día que va a nacer; / Será, quizás, el último / Que nuestro amor conocerá. / Estréchame, / Cálmame / Cuando tengo la angustia de lo peor). Tan importante es el miedo que el autor querría morir en el momento en que la mano de la amada le roza («à l´instant où ta main me frôle»), en que, en definitiva, reine la felicidad y así «ne pas connaïtre la douleur… et la terrible certitude de la solitude» (no conocer el dolor… y la terrible certeza de la soledad). Certeza de la soledad; Aznavour sabe que, tras el amor y la felicidad, no se demorará la soledad imponiendo su frío rostro de cadáver y su mirada apagada, sin llama ya y sin alma.

En «J´en déduis que je t´aime» (De ello deduzco que te quiero), ¿de qué deduce Aznavour que la ama? «De la peur de te perdre / Et de ne plus te voir» (Del temor a perderte / Y a no verte más), así como de «Ces nuits sans sommeil où la folie me guette / Quand le doute m´effleure» (Esas noches insomnes en que la locura me acecha / Cuando me roza la duda). Ni siquiera la duda le penetra, tan sólo le roza, pero ello es ya motivo suficiente de desazón e incluso de amenaza de pérdida de la razón.

En «À te regarder» (Cuando te miro), como ella, al igual que en «Je meurs de toi» (Muero de ti), pasa el día fuera, cuando vuelve a casa de noche y, ya en el lecho ella duerme, él se atormenta entonces con la duda. «Quand se ferment sur notre amour / Les portes de ton sommeil, / En moi que de tourments s´éveillent» (Cuando se cierran contra nuestro amor / Las puertas de tu sueño, / En mí cuántos tormentos se despiertan). Mientras ella duerme, él se la mira con angustia y entonces «Je voudrais crier, sangloter ou bien rire» (Querría gritar, sollozar o reír), mientras que su «coeur chavire» (le zozobra el corazón). Los pensamientos «me font mal, me déchirent» (me hacen daño, me desgarran). Y es que «la peur me domine» (el miedo me domina), tanto que llega a considerar la posibilidad futura de que ella, abandonándole, se dé a otro: «Si tu devais rêver à quelqu´un d´autre / Et partager ces joies qui sont les nôtres» (Si debieras soñar con algún otro / Y compartir estas alegrías que son las nuestras). Felizmente no va tan lejos como el protagonista de la canción popular irlandesa «The banks of the Ohio» (Las orillas del Ohio), quien se ve en la obligación de matar a su novia de forma preventiva ya que cabe, remota o no, la posibilidad de que ella dé en amar a otro hombre en el futuro y, como quien quita la  ocasión quita el peligro, entonces él, «I held a knife against her breast» (Empuñé un puñal contra su pecho), va y se la carga, en un claro ejemplo de asesinato altruista, para que no llegue a pecar.

Aznavour no llega al crimen  pasional, algo tan común en la copla, la canción mexicana y el folklore popular. Aznavour se mueve dentro de unos límites burgueses, de sentido común, en que no cabe el asesinato, si bien – como se verá más adelante -, sí la amenaza por saturación afectiva; pero dicha amenaza quedará en agua de borrajas, claro está. El perro podrá ladrar, pero sin llegar a morder.

Se podría definir al personaje aznavouriano como un Otelo hamletiano. La duda le corroe; no le hace falta un insidioso Yago que al oído le susurre infundios que exciten sus temores. El Yago lo lleva dentro, bien incorporado a su corazón y a su cerebro. Mas Otelo es colérico. Aznavour, sin embargo, es melancólico y no pasa a la acción. La agresión no se dirige hacia el exterior, sino hacia su interior, con los síntomas de la inactiva depresión.

Cerremos este apartado sobre el temor anticipatorio por el porvenir con una nueva cita de Baudelaire en «Mon coeur mis à nu» (Mi corazón al desnudo): «Ces deux êtres s´enlacèrent… confondant dans la pluie de leurs larmes et de leurs baisers les tristesses de leur passé avec leurs espérances bien incertaines d´avenir»( Aquellos dos seres se enclavijaron… confundiendo en la lluvia de sus lágrimas y de sus besos las tristezas de su pasado con sus esperanzas bien inciertas de porvenir)

4) La ansiedad sexual: Excepto en «Après l´amour» (Después del amor), ya glosada anteriormente, la faceta sexual que se nos muestra en las canciones de Aznavour es la de la ansiedad previa al acto. Se trata de una excitación dolorosa, febril, inserta como queda dentro del mundo aznavouriano, del hombre maduro asaltado permanentemente por la duda del incerto domani. Así, en «J´en déduis que je t´aime» (De ello deduzco que te amo), en el marco de puro desasosiego vital que rezuma la canción, Aznavour esgrime como una de las razones de las que concluye que «la ama», que «ton corps désiré de mon corps qui s´affolle» (tu cuerpo deseado por mi cuerpo que enloquece).

La sexualidad, en Aznavour, más que fiesta de los sentidos y culminación del amor, se establece como experiencia de angustia causada por el temor anticipatorio. Es sufriente el deseo aznavouriano, alejado como queda de la relación plena y colmada, segura de sí misma, y emponzoñada como está por el sentimiento predominante de la vulnerable precariedad. «Le soleil brille à pleins feux, / Mais je ne vois que tes yeux, / La blancheur de ton corps nu /Devant mes mains éperdues» (El sol brilla con todo su fuego, / Pero yo no veo más que tus ojos, / La blancura de tu cuerpo desnudo / Ante mis manos anhelantes) («L´amour c´est comme un jour», «El amor es como un día»). Anhelo angustiado por la falta de confianza en ella, que es en realidad proyección de la inseguridad propia.

Como un sol declinante, ascua requemándose en el lubricán, casi rabiosa en su ansiedad, así Aznavour, siempre otoñal, siempre crepuscular y siempre melancólicamente desasosegado.

En «À trousse-chemise» (Con la camisa arremangada), favorecida la situación por el alcohol, se da prácticamente un estupro y lo que hubiera podido ser experiencia amorosa plena y satisfactoria, acaba en un lamento y en un reproche, enmarcados en un paisaje natural que ha virado de la luz a los tonos más grises. Es también ésta, canción tristísima.

5) Atribulada desconfianza del marido burlado: Es lo que, tan irónicamente, Dostoievski designa con la expresión de «El eterno marido».

En «Sur ma vie» (Por mi vida), se da una situación a priori extrema y un tanto chusca, casi como ideada por José Luis Perales, pero que Aznavour resuelve dignamente y de la que sale airoso con su proverbial maestría. Él espera, al pie del altar, a la novia. «Heureux, je t´attendais» (Feliz, te esperaba), pero ésta no llega nunca. Concluye así Aznavour: «Sur ma vie j´ai juré / Que mon coeur ne battrait jamais / Pour aucun autre coeur / Et tout est perdu / Car il ne bat plus, / Mais il pleure mon amour déçu» (Por mi vida juré / Que mi corazón no latería por ningún otro corazón / Y todo se ha perdido / Pues ya no late, / Sino que llora mi engañado amor).

En la ya citada «J´en déduis que je t´aime» (De ello deduzco que te quiero), Aznavour, tras mencionar la angustia que le genera la idea de que ella se esté burlando de él, dirigiéndose a la amiga, habla del «mal que souvent tu me fais malgré toi» (el daño que a menudo me causas a tu pesar). «A tu pesar», sí, pues -añadimos nosotros- sólo piensas en ti y de ahí «tes regards lointains» (tus miradas lejanas) y «ton indifférence» (tu indiferencia).

En «Parce que tu crois» (Porque crees), los reproches no pueden ser más claros: «Tu me blesses, / Me meurtris / Et te joues de moi… et disposes de ma vie» (Me hieres, / Me mortificas / Y te burlas de mí… y dispones de mi vida). Y como «tu dépenses le bonheur qui vit dans mon coeur» (despilfarras la felicidad que vive en mi corazón), «tu fais naître ma douleur» (me causas dolor). La lista de acusaciones no acaba aquí; de hecho esta canción es un rosario de recriminaciones hechas desde el dolor menospreciado, desde un corazón muy herido. Aznavour llega incluso a declararse «esclavo». En cualquier caso es un «náufrago del amor» («une épave de l´amour»), derrotado por ella: «Tu forges tes armes / Dans les larmes / Sans secours / De mon coeur lourd» ( Forjas tus armas / En las lágrimas / desamparadas / de mi cuitado corazón). Y como ella es «blonde, déchaînée» (rubia, desencadenada), esto es joven, a él lo «mène au pas /Sans faire sacrifice / D´un caprice, / D´une idée / D´enfant gâtée» (me llevas por donde se te antoja / Sin sacrificar el mínimo capricho, / Ni la menor idea / De niña mimada).

En la donosa canción «La route» (El camino), el protagonista, una suerte de vagabundo desenfadado, calavera y verbena, aborda a una jovencita, un «tendron» (un pimpollo) bastante ligera de cascos. La seduce y se la lleva a la Butte parisiense con él. Allí, llevada de su talante casquivano y su furibundo estro, «elle a fait la culbute avec tout le quartier» ( se dio sus buenos revolcones con todo el barrio). Ante su circunstancia y su condición de «eterno marido», el protagonista opta por abandonarla y reingresar en el ejército, del cual había desertado para darse a la vida airada. ¡Y así le fue al pobre!

En resumen, que constantemente expuesto a la infidelidad, el «marido» vive en permanente situación de vulnerabilidad y desamparo. Hagamos notar asimismo cómo ella, en más de una ocasión, es descrita como «niña mimada» o «niña consentida», esto es jovencita atolondrada que hace cuanto le viene en gana, ajena a que ello pueda perjudicarle a él.

6) Amenaza de la desaparición en la muerte: En «Parce que» (Porque), harto ya del egoísmo descerebrado de la amiga y saturado del doloroso recelo propio, Aznavour llega a hacerse amenazante: «Mais prends garde, chérie, je ne réponds de rien; / Si ma raison s´égare et si je perds patience, / Je peux d´un trait rayer nos coeurs d´une existence / Dont tu es le seul but et l´unique bien» (Mas ten cuidado, cariño mío, no respondo de mí; / Si mi razón se extravía y pierdo la paciencia, / Puedo de un plumazo borrar nuestros corazones de una existencia / Cuyo único fin y cuyo único bien, eres tú). Mas, ya se sabe, es aquello, una vez más, de «perro ladrador, poco mordedor».

«Je ne me soucierais ni de Dieu ni des hommes, / Je suis prêt à mourir si tu mourais un jour / Car l´amour n´est qu´un jeu / Comparé à l´amour / Et la vie n´est plus rien sans l´amour qu´elle nous donne» (Me despreocuparía de Dios y de los hombres, / Estoy dispuesto a morir si tú murieras un día / Pues la vida no es más que un juego / Comparado al amor / Y la vida no es ya nada sin el amor que nos da). Sin ella, sumido en el más triste de los desvalimientos, ¿cómo no considerar la propia desaparición? «Parce que je vis au seuil / D´un amour éternel, / Je voudrais que mon coeur / Ne portât pas de deuil» (Porque vivo en el umbral / De un amor eterno, / Querría que mi corazón / No vistiera de luto).

7) La juventud dilapidada: «Hier encore» (Aún ayer), una de las más bellas – y de las más tristes también… pero es que prácticamente todas lo son, ¡y mucho! – canciones de nuestro autor, expresa como ninguna otra el llanto derramado sobre la juventud malgastada.

«Hier encore / J´avais vingt ans, / Mais j´ai perdu mon temps / À faire des folies / Qui ne me laissent au fond / Rien de vraiment précis / Que quelques rides au front / Et la peur de l´ennui / Car mes amours sont mortes / Avant que d´exister, / Mes amis sont partis / Et ne reviendront pas; / Par ma faute j´ai fait / Le vide autour de moi / Et j´ai gâché ma vie / Et mes jeunes années» ( Aún ayer / Tenía veinte años, / Pero he perdido mi tiempo / cometiendo locuras / Que no me dejan en el fondo / Nada realmente claro / Más que algunas arrugas en la frente / Y el miedo al tedio / Pues mis amores murieron / antes de existir,  / Mis amigos marcharon / Y no volverán; / Por mi culpa hice el vacío a mi alrededor / Y he echado a perder mi vida / Y mi juventud). Inevitablemente vienen a la memoria de nuevo los versos de Verlaine: «…ô toi que voilà, / Pleurant sans cesse, / Dis, qu´as-tu fait, toi que voilà,  / De ta jeunesse?» (… oh tú que aquí estás / Llorando sin cesar, / Di, ¿qué has hecho, tú que aquí estás / Con tu juventud?), así como los del «pobre» Rutebeuf en su «Griesche d´yver» (Ortiga de invierno): «Contre le tenz qu´aubres defuelle, / Qu´il ne remaint en branche fuelle / Qui n´aut à terre, / Por povreitei qui moi aterre, / Qui de toute part me muet guerre, / Contre l´yver…» (Por ese tiempo que deshoja el árbol / En la rama no queda hoja alguna / Que no caiga la suelo / Como la pobreza que me también a mí me tira a la tierra / Y que por doquier me declara la guerra / En el tiempo del invierno).

En «Mon coeur mis à nu» (Mi corazón al desnudo), escribe Baudelaire: «Après une débauche, on se sent toujours plus seul, plus abandonné» (Después de una farra, siempre se siente uno más solo, más abandonado».  Canta Aznavour:»Hier encore / J´avais vingt ans / Je gaspillais le temps / En croyant l´arrêter / Et pour le retenir / Même le devancer / Je n´ai fait que courir / Et me suis essoufflé» (Aún ayer / Tenía veinte años / Despilfarraba el tiempo / Creyendo pararlo / Y para sujetarlo / Incluso adelantarlo / No hice más que correr / Y ahora estoy sin aliento)

En «Non, je n´ai rien oublié» (No, no he olvidado nada), el amor juvenil contrariado desemboca irrefragablemente en el regret (lamento) pues «Le passé revient du fond de sa défaite. / Non, je n´ai rien oublié, / rien oublié» (El pasado vuelve desde el fondo de su derrota. / No, no he olvidado nada, /Nada).

8) Los agravios: Ninguna otra canción es tan exhaustiva en la descripción y exposición de agravios por parte de la mujer amada como «J´en déduis que je t´aime» (De ello deduzco que te amo), anteriormente citada y glosada. Así, «tes regards lointains qui parfois me suffisent» (tus miradas lejanas que a veces me bastan) son esas miradas que van más allá, que a él lo vuelven transparente y que siempre lo trascienden y que en él generan la muy cierta impresión humillante de ser poco, de ser bien poco, de no ser nada; póngase ello en relación con «ton indifférence» (tu indiferencia) que asimismo ignora y desprecia. Cómo no llegar entonces a «la désolation qui réduit mon espace» (la desolación que reduce mi espacio), esto es el desamparo que achica y casi aniquila, llegando a destripar las alegrías («joies éventrées»); como en una carga a la bayoneta, él queda despanzurrado. Oigamos a Baudelaire de nuevo en «Mon coeur mis à nu» (Mi corazón al desnudo): «L´amour veut sortir de soi, se confondre avec sa victime, comme le vainqueur avec le vaincu, et cependant conserver des privilèges de conquérant» (El amor quiere salir de sí, confundirse con su víctima, como el vencedor con el vencido, y, sin embargo, conservar privilegios de conquistador). ¡Qué gran pesimismo encierran estas palabras, que Aznavour hace suyas no sólo intelectualmente, sino encarnándolas como víctima, vencido y conquistado!

Así indefenso y sabiéndose tan insignificante ante ella, ni siquiera se atreverá a decirle cuánto y cómo la quiere y que la quiere, quizá porque incluso ella se lo impida o aun prohíba: «Par tous le mots d´amour / Qui restent en souffrance / Puisque de te les dire est pour moi défendu» (Por todas las palabras de amor / Que permanecen en el sufrimiento / Puesto que decírtelas me está vetado). Tan degradado se nos aparece el amante que ni siquiera osa expresar su amor, dada su inferioridad, como si de un lacayo ante su señora se tratara. Cómo no recordar entonces la magnífica película «La caída de los dioses» («Sunset Boulevard») de Wilder en que a la estrella venida a menos en su carrera artística  (Gloria Swanson) sirve como chófer, zahondando en su humillación y mansedumbre, su marido (Erich Von Stroheim), quien otrora fuera un prestigioso realizador, mas dispuesto ahora a rebajarse cuanto sea preciso con tal de permanecer de alguna manera a su lado. Y cómo no recordar asimismo «El ángel azul», en el que el viejo y respetado profesor (Emil Jannings), por amor hacia su verdugo amoroso (Marlene Dietrich), se degrada hasta el punto de convertirse en siniestro payaso de espectáculo de variedades. «L´amour ressemble fort à une torture ou à une opération chirurgicale… quand les deux amants seraient très épris et très pleins de désirs réciproques, l´un des deux sera toujours plus calme ou moins possédé que l´autre. Celui-là, ou celle-là, c´est l´opérateur, ou le bourreau; l´autre c´est le sujet, la victime» (El amor se asemeja mucho a una tortura o a una operación quirúrgica… aun cuando los dos amantes estuvieran enamoradísimos el uno del otro y llenos de deseos recíprocos, uno de ellos permanecerá siempre más tranquilo o menos poseído que el otro. Aquél o aquélla es el operador, o el verdugo; el otro es el sujeto, la víctima). Baudelaire niega no sólo la reciprocidad y la igualdad en la relación amorosa, sino la libertad hasta el punto de que se puede afirmar que niega la posibilidad del amor y el amor como tal.

Va aun más allá, penetrando claramente en terreno sadiano: «La volupté unique et suprême de l´amour gît dans la certitude de faire le mal _ Et l´homme et la femme savent de naissance que dans le mal se trouve toute volupté» (La voluptuosidad única y suprema del amor reposa en la certeza de hacer el mal _ Y el hombre y la mujer saben de nacimiento que en el mal se halla toda vouptuosidad). ¿Dónde quedó el amor pleno, entre iguales, prendados, prendidos y encendidos el uno por el otro? ¿Romeo y Julieta, ubi sunt?

En «Parce que tu crois» (Porque crees), se nos hace saber que «Tu puises tes joies / Et tu forges les armes / Dans les larmes sans secours / De mon coeur lourd» (Extraes tus alegrías / Y forjas las armas / En las lágrimas sin socorro / De mi apesadumbrado corazón); en definitiva, que mis cuitas son tus alegrías. Crueldad de la dama. Literatura courtoise y de andante caballería, Ginebra obligando a Lanzarote a subir en la oprobiosa carreta de los villanos condenados y castigándole luego doblemente por haber dudado un segundo siquiera en la ejecución del deseo de su dama.

 

«La Belle Dame sans mercy» es un delicioso poema de Alain Chartier, compuesto a principios del siglo XV. En él se nos presenta un diálogo amoroso entre un joven suplicante y su dama; ésta se muestra tan despiadada frente al dolor del amigo, tan inflexible a sus ruegos y argumentos que el enamorado habrá de morir de mal de amores. Es tópico literario medieval, dentro del marco del amor cortés, el presentar en términos de guerra la relación de amor entre un amante-mártir y una dama despiadada en su crueldad.

En un determinado punto del poema, él llega a compararse a los animales domésticos, deduciendo que son mejor tratados que él, que es persona (recuerda uno entonces el desesperado estribillo de Segismundo en «La vida es sueño»: «¿Y teniendo yo más alma ( o más albedrío, etc.), / Tengo menos libertad?»): «Qui a faucon, oysel ou chien / Qui le suit, aime, craint et doubte / Il le tient chier et garde bien / Et ne le chance ne deboute / Et je qui ay m ´entente toute / Et vous, sans faintise et sans change / Suy rebouté plus qu´en soute / Et moing privé qu´ung tout estrange»  (Quien tiene halcón, pájaro o perro / Que le sigue, quiere, teme y sirve / Lo aprecia y cuida bien / Y no lo expone a peligros ni lo rechaza / Y yo que me esfuerzo por serviros / Sin fingimiento y sin inconstancia / Soy rehusado y abajado / Y menos considerado queun perfecto extraño).  Ajeno ya a las lucubraciones del amor cortés y sus bizantinismos, el poeta Keats ofrecerá su versión de «La Belle Dame sans mercy», preservando el título en francés. En él un caballero encuentra a un hada, quien lo someterá a su amor y ese amor -puede uno así pensarlo, interpretando el hermetismo pre-simbolista del poeta romántico inglés- es la muerte. Desde el inicio del poema se nos presenta al caballero con las marcas de la muerte, o cuando menos de la agonía: «I see a lily on thy brow, / With anguish moist and fever-dew, / And on thy cheeks a fading rose / Fast withered too» (Veo en tu entrecejo un lirio / Febril y húmedo de angustia / Y en tus mejillas una declinante rosa / Y bien pronto marchita). ¿La causa? El haber topado con una dama misteriosa, que no es de este mundo: «I met a lady in the meads / Full beautiful-a faery´s child, / Her hair was long, her foot was light, / And her eyes were wild» (Hallé una dama en los prados / Bella como sólo son las hadas, / Su cabellera era larga, su pie ligero, / Y sus ojos eran fieros). El hada conduce al caballero a una gruta y allí lo adormece; sueña éste entonces sueños de pálida muerte y, tras ello, se ve condenado y reducido a la condición de alma en pena: «And this is why I sojourn here / Alone and palely loitering… / Though the sedge is withered from the lake / And no birds sing» (Por ello aquí moro / Solitario y pálido vago / Aunque en el lago el junco haya muerto / Y no canten los pájaros). No cantan los pájaros en el mundo de la muerte. El caballero, a la vez, permanece encantado, prisionero de una especie de cueva de Montesinos, y yerra por los parajes en que ella lo sedujo.         Numerosos han sido los pintores pre-rafaelitas que, atraídos por el halo misterioso del poema y del ser femenino sobrenatural que lo protagoniza, así como por su ritmo hipnótico y de conjuro encantatorio, han plasmado en sus lienzos el encuentro entre el caballero y la dama.

Cuando, como en «Parce que» (Porque), «parce que je n´ai que toi»(porque sólo te tengo a ti) y porque la relación amorosa no es de igual a igual, sino desequilibrada en uno o varios aspectos (afectivo, edad, poder o dominio, etc.), y cuando como en «Mourir d´aimer» (Morir de amor) se da la maldición de que «toute issue m´étant condamnée» (toda salida me es condenada), se está a un paso de la desesperación; y, como en «J´en déduis que je t´aime» (De ello deduzco que te quiero), de esa fiebre que precede a la locura.

Víctor Hugo, una vez más, nos da la clave de cuanto acontece: «Veux-tu savoir leur ABC? Ami, c´est amour, baiser, chaîne» (¿Quieres saber su ABC (el de las mujeres, claro está)? Amigo, es amor, beso, cadena).

9) El regret: Escribe Gerardo Diego que «Toda la vida es casi y es apenas». En «L´amour c´est comme un jour» (El amor es como un día) cuyo título da ya la medida de su carácter tan efímero, del amor, partido a la deriva, tan sólo quedaron unos jirones de felicidad («Nous n´avons pu retenir que des lambeaux de bonheur») y como ya no hay ya porvenir, nos queda el recuerdo» («S ´il n´y a plus d´avenir, il nous reste le souvenir»).  Ciertamente será bien amargo este recuerdo; será un regret.

Y es que, como ya se vio anteriormente, toda la obra de Aznavour se halla penetrada, -infectada, podría decirse, o «intoxicada» por adoptar la expresión de Georges Duby – de este afecto, de este término tan difícil de traducir con precisión en español, hecho de sentimiento de agravio, de impotencia, de añoranza, de dolor y postración del ánimo, de muerte del alma.

Porque el amor aznavouriano está emponzoñado y vive en la ponzoña afectiva, cabe aplicarle, una vez más, una reflexión o expresión baudelairiana: «Volupté saturée de douleur et remords» (Voluptuosidad saturada de dolor y remordimiento) («Mon coeur mis à nu», «Mi corazón al desnudo»).  La melancolía de Aznavour se complace no sólo en el temor permanente a perder el amor, sino también, una vez muerto éste, en el dolor presente por lo que fue y ya no es. La inquietud y la ansiedad van siempre adheridas al amor aznavouriano.

«Je suis comme un homme lassé dont l´oeil ne voit en arrière, dans les années profondes, que désabusement et amertume, et devant lui qu´un orage où rien de neuf n´est contenu, ni enseignement ni douleur» (Soy como un hombre hastiado cuyos ojos no ven en el pasado, en los años profundos, más que desengaño y amargura, y ante él, una tormenta que no contiene nada, ni enseñanza ni dolor) (Baudelaire, «Mon coeur mis à nu», «Mi corazón al desnudo»); como anillo al dedo le van estas palabras a las canciones íntimas de Aznavour, con la única salvedad de que  – a diferencia de Baudelaire que en realidad expresa así, más que una  realidad, su deseo de indiferente estupor, queriendo conjurar con ello el inevitable sufrimiento – la tormenta de nuestro cantante sí contendrá el dolor.

d) Resumen: La sombre lyre (La lira oscura)

«Pris, on a sa pensée au vent / Et dans l´âme une sombre lyre» (Tomado, tiene uno su pensamiento en el viento / Y en el alma una lira oscura)(Victor Hugo, «Fuis l´éden des anges déchus» (Huye el edén de los ángeles caídos). ¿Cómo no albergarla en el alma, esa lira oscura, después de todo cuanto se ha explicado a propósito de Aznavour?

«Les ténèbres rassuraient sa vanité et son dandysme de femme froide» (Las tinieblas reafirmaban su vanidad y su dandismo de mujer fría) (Baudelaire, «Mon coeur mis à nu»). Frente a la mujer que es juventud y belleza, atolondramiento y capricho, frialdad e indiferencia, aun crueldad, y que cabe definir incluso como femme fatale,  nace un amor masculino torturado por un sentimiento exacerbado de inadecuación, generador de ansioso temor, de cavilosa melancolía. También aquí, desde esta perspectiva, Aznavour se inserta en el tópico occidental del hombre maltraído, a expensas y a merced de la fémina, siempre víctima suya. Charles Aznavour, qué duda cabe, es heredero de Lanzarote.

El personaje de Aznavour, aquél que puebla sus canciones presenta, además, los síntomas del existencialismo. No podemos profundizar en esta idea, que este texto es ya excesivamente prolijo; sí podemos, no obstante, afirmar que en Aznavour se da un desasosiego, un comején vital, característicos del hombre de la segunda parte del siglo XX, si no de todo el siglo en su totalidad.

Se ha dicho que, frente a los románticos, enfermos de afectos, Dostoievski representaba la enfermedad de las ideas. Cierto es que los grandes temas del ruso (Dios, la existencia de Dios, Cristo, la libertad del hombre, la degradación del hombre, Rusia y la salvación del mundo por la religión ortodoxa, lo eslavo y su exaltación, etc.) no conciernen a nuestro cantante, pero lo morboso de sus afectos, de su vivencia del amor, en gran medida contamina también su esfera intelectual,  la esfera intelectual en general, y su Weltanschauung, pues su intoxicación afectiva genera y conforma un mundo angustioso donde el varón es esclavo y condenado a la infelicidad, sin posibilidad de redención y donde, en su cobardía (tema sartriano por excelencia, lo que Sartre llama la mala fe, «mauvaise foi»), renuncia a la libertad, encerrándose y agitándose en atormentado huis clos.

EPÍLOGO

Y llegamos así al final de este estudio que, esperemos, haya dado cuenta de esa tristeza que recorre la producción de nuestro cantante y autor.

Aznavour tiene noventa y dos años y sigue cantando. Parece prodigioso, pero no debemos convertir lo anecdótico, o al menos lo curioso e inhabitual, en lo esencial; no debemos dar en uno de los defectos de nuestro tiempo caracterizado por su muy superficial liviandad. Por otra parte, la edad no perdona. Alfredo Kraus reprochaba a un Lauro Volpi, mermado en sus facultades vocales, no hacer gimnasia. No sabemos si Aznavour la practica o no, pero ya desde hace tiempo le falla el soporte diafragmático (tensión muscular) con su consecuencia de afectado vibrato; también le traiciona el fiato, menguado, e incluso puede llegar, si bien raramente, a desentonar.

No, no concedamos importancia a la edad de Aznavour y que, a pesar de ello, siga en la brecha. Lo importante es que Aznavour no haya dejado de crear y que por tanto sus canciones se cuenten por centenas y que en esas canciones nos hayamos reconocido como auténticos seres humanos, a través de sus temas, preocupaciones y afectos, así como que en el mundo íntimo que es el suyo descubramos con emoción al amante que sufre porque el amor no es una canonjía, sino un sendero retorcido y cuesta arriba, cuajado de espinas y abrojos.

Lo dilatado de su producción importa también pues contribuye, no sólo cuantitativa sino también cualitativamente, a la construcción y profundización de un mundo propiamente aznavouriano, dando razón pues de un estilo genuino. Aznavour no es flor de un día ni un relámpago. Su técnica de canto mejora con la edad hasta el punto de inflexión del deterioro marcado por  la vejez, comentado anteriormente, cuando otros cantantes – Raphael, por ejemplo -, tras el estallido inicial pletórico de energía, ven decaer sus facultades hasta incluso perderlas del todo y para siempre, habiendo de recurrir a la afectación; es, por otra parte, cuanto le ocurriera al tenor Di Stefano, brillante, primero, y luego bastante ridículo.

Sus canciones, con sus temas principales y casi obsesivos, van vigorizando su personalidad artística y sus mensajes con sus características propias, personales e intransferibles, van creando en definitiva el estilo, que es ese algo difícil de definir, pero que nos hace reconocer con facilidad a un artista y distinguirlo de otros. Gracias a su buen gusto, su buen criterio, su cultura que le lleva a construir buenos textos con un vocabulario rico, y también gracias a su innegable perseverancia, podemos hablar hoy y en el futuro del «Universo Aznavour».

 

ANEXO. Canciones de Charles Aznavour glosadas o simplemente citadas en este estudio:

a) primera parte:

Un par un (Uno a uno)

La Mamma (La Mamma)

La Bohème (La Bohème)

Que c´est triste Venise (Venecia sin ti)

Les comédiens (Los cómicos)

Emmenez-moi (Llevadme)

Le toréador (El torero)

Sur le chemin du retour (En el camino de vuelta)

Je m´voyais déjà (Ya me veía yo)

Tu t´laisses aller (Te abandonas)

Comme is disent (Como dicen)

Les émigrants (Los emigrantes)

Pour faire une jam (Para hacer una jam)

For me formidable

b) segunda parte

Plus bleu que tes yeux (Más azul que tus ojos)

Après l´amour (Después del amor)

Il fallait bien (Tenía que ser)

Isabelle

Viens (Ven)

Paris au mois d´août (París en el mes de agosto)

Non, je n´ai rien oublié (No, no he olvidado nada)

Parce que (Porque)

La route (El camino)

Mourir d´aimer (Morir de amar)

Je meurs de toi (Muero de ti)

Mourir pour toi (Morir por ti)

À te regarder (Cuando te miro)

À trousse-chemise (Con la camisa arremangada)

Sur ma vie (Por mi vida)

Parce que tu crois (Porque crees)

Hier encore (Ayer aún)

L´amour c´est comme un jour (El amor es como un día)

2) Vídeos recomendados:

La Bohème

Le toréador

Comme ils disent

Hier encore

L´amour c´est comme un jour

Sur ma vie

Tradición islandesa

carnero_peq

Con la llegada del otoño es tradición islandesa recoger el ganado ovino que anda desperdigado por todo el país (cerca o lejos de las poblaciones, al nivel del mar o en medio del monte donde no hay más que agua a 100º, entre piedras o cerca del hielo), en previsión de la bajada inminente de temperaturas. Es entonces cuando las diferentes familias ganaderas se recorren kilómetros y kilómetros para recoger toda oveja que encuentren y llevarla hasta un cercado que está dividido en múltiples compartimentos, cada uno de los cuales servirá para separar las ovejas de cada una de las familias.

De madres a hijas

Así, el primer domingo del mes de septiembre, las familias ganaderas se reúnen en este cercado, con el fin de llevarse las reses que les corresponden a sus terrenos. Es bonito ver cómo se perpetúa la tradición, que pasa de progenitores a hijos a través de la enseñanza y participación de todos y cada uno de los miembros del clan.

Más en ihortal.es.

Odas visuales VI

Haz versos, no odas.

ANIMALES DOMÉSTICOS

animales-domesticos

El Brujo y el Club de la Comedia

C´est un accident qui se présente souvent dans les oeuvres d´un de nos peintres les plus en vogue, dont les défauts d´ailleurs sont si bien appropriés aux défauts de la foule, qu´ils ont singulièrement servi sa popularité. La même analogie se fait deviner dans la pratique de l´art du comédien, art si mystérieux, si profond, tombé aujourd´hui dans la confusion des décadences…
Charles Baudelaire («Le peintre de la vie moderne»)

(Es un accidente que se presenta a menudo en las obras de uno de nuestros pintores más a la moda, cuyos defectos por otra parte se adecuan tan bien a los defectos de la multitud que han servido particularmente a su popularidad. La misma analogía se adivina en la práctica del arte del cómico, arte tan misterioso, tan profundo, caído hoy en día en la confusión de las decadencias…)

Es lástima asistir con el tiempo a la degradación profesional de un artista. Uno recuerda con satisfacción y con emoción al Brujo de «El lazarillo» y de «La sombra de don Juan» y eleva un lamento tras asistir a sus últimos trabajos, culminados (más bien habría que decir «abismados») por «El Quijote».

La representación de «El Quijote» dura más de una hora y media, con un falso final que en realidad es pausa tras de la cual abordar la última parte del espectáculo. Como en la obra no se da progresión alguna ni desarrollo, por carecer de un destino o meta y de unos objetivos -ni precisos ni imprecisos-, la duración se hace excesiva y poco menos que insoportable.

En realidad, ese destino (o meta) y esos objetivos de que carecen obra y representación son más bien contra-destino y contra-objetivos pues, como todo gira exclusivamente en torno al Brujo como actor -que no como personaje-, la única finalidad es mostrar y demostrar las inauditas capacidades escénicas de Rafael Álvarez; en definitiva, puro virtuosismo que sacrifica la obra en aras de la exaltación narcisista del artista.

La representación se (contra-)configura como una interminable sucesión de chistes supuestamente hilvanados en torno al Quijote; y esto, aun sin ser teatro, podía ser eficaz y divertido tal y como lo eran las actuaciones de Gila, soberbias. La cuestión, y el problema, es que ni siquiera esos chistes responden a un plan, a una argumentación, sino que se nos presentan inconexos entre sí, saltando, como se dice en francés, «del gallo al burro» (sauter du coq à l´âne), caprichosamente, sin lógica, sin concepción de redondez del espectáculo, con el único cometido de hacer reír. Y ello, claro está, tan sólo puede generar liviandad e inconsistencia, acercándose, muy peligrosamente, al espíritu de los mal llamados «monologuistas» (los de la «Paramount», los del «Club de la Comedia» que también exhibe un abuso del término por no hablar de auténtica usurpación o impostura), pues esos son monólogos como yo soy turco, por emplear expresión cervantina.

La risa, en el «Club de la Comedia», queda siempre garantizada por ese público acrítico, adocenado y empapado de sub-cultura televisiva. Hay series que participan del mismo espíritu y tras el gag o la broma activan la risa enlatada. El Brujo, tras sus chanzas, ríe él mismo y ya se sabe que la risa es contagiosa, mas ¿es honrado este recurso? Para vergüenza suya, tras haberlo asociado al «Club de la Comedia» aproximémoslo ahora a Ángel Garó. Sí, sí, ¡a Ángel Garó!, el humorista protagonista de los shows más necios que en el mundo haya habido. Tras cada pobre cuchufleta de su caletre, Garó ríe histéricamente y a continuación, en relación causa-efecto, ríen convulsivamente los espectadores, sin saber exactamente el porqué.

No conozco obra de teatro alguna sin título; eso es algo que queda reservado al arte abstracto. El título, en primer lugar, marca una senda que tomar y que culminar. En esta obra el espectador espera legítimamente una aproximación teatral al Quijote y, sin embargo, no se da tal cosa pues ni hay desarrollo cronológico de la novela en clave juglaresca, ni selección cabal de episodios, ni auténtica compenetración o encarnación del personaje del Quijote que se sustente más allá de unos pocos y paupérrimos minutos. No, créanme, no hay Quijote; hay tan sólo Rafael Álvarez. En buena lógica, la obra no debiera ostentar título para no inducir, como aquí ocurre, al espectador de buena fe (todo espectador lo es a priori) a error; o debiera llamarse: «Yo, el Brujo».

En un determinado momento de la obra, bastante arbitrario como lo es casi todo en la representación, Rafael Álvarez, para hacer reír, menciona el capítulo LXXI de la segunda parte, donde el Quijote cita el caso del pintor Orbaneja, tan mal pintor que «cuando le preguntaban qué pintaba, respondía: «Lo que saliere»; y si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo: «Éste es gallo», porque no pensasen que era zorra». Se pregunta uno también si el Brujo no habrá procedido de idéntica manera, esto es dando un título a su obra para que el espectador sepa que todo ese caos, ese enmarañadísimo mar de los Sargazos de bromas, ese infernal «huis clos» de humoradas, es el Quijote. Sin el cartel a lo Orbaneja, probablemente no lo hubiera sospechado, por mucho que sobre las tablas se invoque a Cervantes y se cite su novela.

Desde hace ya tiempo las actuaciones del Brujo son una ostentación de amaneramientos, de fuegos artificiales, más o menos espectaculares, sí, pero efímeros y sin calado. El artista que se amanera, se rinde a la facilidad más inmediata y renuncia a la creación auténtica. Al final, ¿qué ha quedado?… Tan cierto es esto que -aseguro que ni invento ni exagero- el verano pasado asistí a la representación de otro monólogo del Brujo y, por más que me estrujo el cerebro, no logro recordar ni el título y ni siquiera el tema, el argumento, de qué iba la obra. No acierta, no me alcanza la memoria. ¡Qué triste! Mas, eso sí, tanto en aquélla como en esta del Quijote, el público reía a mandíbula batiente. A propósito de un cómico contemporáneo suyo, Bouffé, escribe Baudelaire: «En lui tout éclate, mais rien ne se fait voir, rien ne veut être gardé par la mémoire». (En él todo estalla, pero nada se muestra, nada quiere ser guardado por la memoria)

Los árboles, tan excesivamente numerosos y espectaculares, no dejan ver el bosque. No hay bosque, no hay conjunto, no hay obra.

Además, prodiga tanto el Brujo el excursus y las ocurrencias extemporáneas, sin reorientarlos luego en el cauce de la obra que ésta, necesariamente, se deshilacha y los espectadores, convertidos en mero coro reidor y lisonjero del ego del Brujo, pierden, desnortados, el hilo conductor, inexistente por otra parte. Un ejemplo de «ocurrencia» desplazada e incluso perturbadora: las recurrentes menciones al Grial quedan siempre injustificadas por inexplicadas.

Cabe hablar también de estatismo de la representación, de falta de ritmo y dinamismo, de ausencia de vida auténtica (emoción, pasión y evolución). Se impone, desde el principio, lo aburridamente plano y carente de relieve dramático, sacrificado en el penoso y populachero altar idólatra de la risa fácil.

Tras toda esta exposición de motivos, desde luego nada halagüeña para el Brujo, procede volver a la pregunta inicial: «¿A qué  se debe su decadencia?»

Rafael Álvarez es actor. Rafael Álvarez no es autor, escritor o dramaturgo; como mucho es adaptador de obras ajenas, generalmente clásicas. Bien dirigido, Rafael Álvarez es no sólo bueno y capaz, sino muy buen actor, un inigualable monologuista. Dicho esto, el Brujo al abordar una obra, aunque buen lector, no sabe verterla al teatro con lo que ello implica: capacidad de síntesis, ritmo, objetivos claros, final justificado por los acontecimientos, variedad y evolución del personaje y de la acción. Y así, incluso su capacidad de actor se resiente puesto que, falto de una buena elaboración de la materia prima sobre la que trabajar, como ni sabe muy bien qué pretende, ni adónde llegar ni qué vereda tomar, ha de recurrir forzosamente a trucos y ventajismos.

Rafael Álvarez conoció hace años a Dario Fo, llevando a cabo su adaptación propia de «San Francisco, juglar de Dios». Rafael Álvarez quedó, como no podía ser menos, cautivado por el italiano, que no sólo es actor y juglar de una técnica, de una variedad de recursos y de un talento escénico más que encomiables, sino además persona de vastísima cultura y dramaturgo. Rafael Álvarez ha querido ser como él: dramaturgo también y ahí ha errado, comprometiendo su buen hacer de actor. ¡Zapatero, a tus zapatos! El Brujo se ha perdido en esta nueva senda, que no era la suya. Y así, si bien va sobrado de técnica escénica, se halla huérfano de técnica literaria.

A pesar de su buena voluntad, se halla falto de criterios sólidos a la hora de elaborar sus espectáculos. Va dando palos de ciego. Apunta muy alto, pero no llega a disparar y, si dispara, o el tiro se le va muy desviado, amén de exhibir un vuelo gallináceo, o incluso le explota en manos y cara. Toca muchos aspectos, más bien los roza, pero sin concluir o cerrar ninguno y sobre todo sin profundizar jamás. Buena prueba de su falta de criterios nos la da, en esta obra, su vestuario magrebí, tan inadecuado, por mucho que nos hable de moriscos que iban por España declamando romances.

Por todo lo señalado anteriormente, el Brujo se ve condenado a repetirse hasta el hastío; claro que mientras se le rían las gracias, él irá tirando, aunque ya no ofrezca nada fresco, nada nuevo, nada realmente culto a pesar de los títulos falaces, nada interesante.

¡Pobre Cervantes así banalizado, reducido y bárbaramente utilizado! Es el peor homenaje que se le pueda tributar; más que de homenaje, cabe hablar de oprobio a su memoria.

El Brujo, desprovisto de criterios sólidos e hinchándose como una rana narcisista queriendo ser buey dariofesco, por mucho que escoja títulos de fuste (El Corbacho, El asno de oro, el Quijote), por su impotencia, se ve reducido y condenado a tirar de lo que podríamos llamar «demagogia escénica». Sin embargo, el auténtico artista es, quiéralo o no, propóngaselo o no, un educador. Siente con mayor sensibilidad, ve con mayor elevación, propone con grandiosa generosidad nuevas emociones, nuevas perspectivas, nuevas visiones. Abre el futuro. Por ello es con frecuencia incómodo e incomprendido; por ello incluso habrá de luchar, en ocasiones a brazo partido, contra el mismo público; y no olvidemos que quien se mete a redentor suele salir crucificado. El Brujo, por el contrario, por sus deficiencias se ve condenado a adular los gustos más ramplones e incluso chabacanos de unas audiencias cada vez más ignorantes y mediatizadas por la mercadotecnia, crecientemente ignorantes y groseras.

En su «pequeño poema en prosa», «El perro y el frasco», Baudelaire da a oler a su perro un magnífico perfume que acaba de adquirir en la mejor perfumería de París; el perro, tras olisquearlo, se echa afuera con repugnancia y ladra en tono de reproche. Exclama entonces el dolido poeta: «¡Ah, perro miserable, si te hubiera regalado un paquete de excrementos, lo habrías olido con deleite e incluso quizá devorado. Así, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca deben presentársele perfumes delicados que lo exasperen, sino basuras cuidadosamente escogidas».

El cuarto mandamiento Bushido (Hydra de Lerna)

Shinzo Abe (1954), ministro japonés, hizo unas polémicas declaraciones a la prensa donde instaba a los ancianos a morir por ser una carga económica para el país del sol naciente.

Bueno, luego aclaró sus palabras y las suavizó, pero ya estaban grabadas a fuego en la mente de todos.

Intento entender la razón de estas declaraciones porque no quiero limitarme a poner verde a este señor. Si he de hacerlo, lo haré. Pero teniendo en cuenta que es japonés, cuya cultura nos es tan enigmática como desconocida, prefiero investigar un poco… Empezando por su esposa.

Akie Abe (1962), hija de una rica familia, se educó en un colegio católico. Lo cual no deja de sorprender. Es propietaria de un conocido bar de Tokio. Después de casada con Shinzo Abe, trabajó como disc-jokey en una emisora de radio. Conocida por sus «memorables» juergas, fue pillada por la prensa con un candidato opositor. Se ganó la antipatía de los nipones al rendir tributo a los muertos que produjo el ataque japonés a Pearl Harbour. Sus palabras para excusarse fueron: «No quiero interferir en el trabajo de mi esposo, pero quiero dejar claro a los oponentes que existe otra forma de pensar».

¿Cómo se siente un católico en un país donde se practican religiones tan diferentes? Imagino que, al principio, desconcierto. Luego, defensor a ultranza de su religión para, posteriormente, pasarle lo mismo que a la gran mayoría de los católicos, vivir al margen de las enseñanzas por pura rebeldía.

Su marido, Shinzo Abe, estudió parte de su carrera política en Estados Unidos. Eso ya empieza a darnos pistas de la razón de su actitud.

«SHINTO»

Es una de las religiones más practicada por los nipones. Esta religión está basada, fundamentalmente, en cuatro afirmaciones: tradición y familia, amor a la naturaleza, purificación y celebración de las fiestas.

Todas las religiones tienen sus libros sagrados, menos ésta.

«GIRI»

En Japón, las ideas de «deber», «honor» y «obligación», definen claramente su cultura frente a la cultura individualista occidental. Por eso utilizan una sola palabra que las agrupa: GIRI. El bien común frente al bien individual.

«AOKIGAHARA»

También conocido como «Mar de Árboles», es un bosque situado en el monte Fuji. Según la mitología japonesa, es un bosque lleno de demonios. De hecho, hay poemas con más de 1000 años que hablan del bosque como «el bosque maldito».

Perderse en este bosque es muy fácil por su frondosidad. Hay habilitados caminos para los turistas y se les recomienda no apartarse del camino. Hay carteles para los suicidas con el siguiente mensaje:

«Tu vida es valiosa y te ha sido otorgada por tus padres. Por favor, piensa en ellos, en tus hermanos e hijos. Por favor, busca ayuda y no atravieses este lugar solo».

Este bosque os sonará porque ya hay una película de terror basada en su historia: «El bosque de los suicidios».

El Golden Gate de San Francisco también es un lugar emblemático para suicidas, como también lo es el puente sobre el Yangtze de Nanjing, en China.

«UBASUTE» «OYASUTE»

Significan, literal y respectivamente, «abandono de una anciana» y «abandono de un padre o un familiar».

En el Japón antiguo existía, supuestamente, la costumbre de abandonar a un pariente enfermo o anciano en algún lugar remoto. Las personas abandonadas se dejaban morir para dejar de ser una carga.

Shichiro Fukazawa se inspiró en esta leyenda para escribir su aclamada novela «La balada del Narayama».

«BUSHIDŌ»

Significa «El Camino del guerrero». Es un código ético muy estricto, que exige lealtad y honor a todos los que deciden abrazarlo. Es el código por el que se guían los SAMURAI.

La palabra BUSHI significa «caballero armado». Según he leído, los verdaderos guerreros no eran llamados Samurai, se llamaban «BUSHI», un término mucho más digno para ellos.

El BUSHIDŌ es mucho más que un código ético, es una forma de vida. No es solamente una lista de reglas a seguir, es un conjunto de principios que preparan, tanto a hombres como a mujeres, a luchar sin perder humanidad. A dirigir y liderar sin perder los valores básicos.

Estos nobles guerreros practicaban el «SEPPUKU» o «suicidio ritual». Esta era una práctica por la que «el guerrero podía expiar sus crímenes, excusarse de sus errores, escapar al deshonor, rescatar a sus amigos o probar su sinceridad», según cuenta Inazo Nitobe en su libro «El Camino del guerrero». También dice que era como «la purificación del acto de despedirse de la vida».

Son siete los mandamientos del BUSHIDŌ:

– GI-Justicia

– YU – Coraje

– JIN -Benevolencia

– REI -Respeto

– MAKOTO -Honestidad

– MEIYO -Honor

– CHUUGI -Lealtad

«Una vez el guerrero está preparado para el hecho de morir, vive su vida sin la preocupación de morir, y esconde sus acciones basado en un principio, no en el miedo».

«KEIRŌ NO HI»

Es el día en el que Japón rinde pleitesía a sus mayores. Es un día de celebración. En el país del Sol Naciente, se venera y respeta a los ancianos. Son los que tienen mayor experiencia y han contribuido a la construcción de su sociedad. Es el día en que los jóvenes preparan comidas y fiesta para ellos, les muestran su respeto y agradecimiento.

SHINZO ABE

Historia, leyendas o mitos, todo forma parte del ADN de los nipones. Tal vez, en el Japón moderno, ya no existan esos «guerreros», porque los tiempos han cambiado. Pero la gran mayoría sigue aplicando esos mandamientos en su vida. Los que ahora son ancianos en Japón, siguen creyendo firmemente que el bien común está por encima del individual. Y así viven, aplicando normas de las que otros se aprovechan.

Ahora, después de haber leído mucho sobre su cultura, sí me siento preparada para opinar sobre sus palabras.

Ahora sí puedo decir que es usted soberbio y prepotente, señor Abe. Egoísta, hipócrita, desleal, ha utilizado los principios de sus mayores para deshacerse de ellos. En vez de buscar soluciones, busca atajos. Miente y utiliza ese tan arraigado «bien común» para no tener que cumplir con su deber. Es usted, verdaderamente, y tanto desde mi cultura como de la suya, despreciable. Ha cogido lo peor de su cultura y lo peor de la cultura occidental. Usted ya no merece mi respeto, ni como político ni como persona. Carece de todos y cada uno de los mandamientos del BUSHIDŌ. Su dignidad la perdió el día que despreció El Camino de sus antecesores.

«Si preparando correctamente el corazón cada mañana y noche, uno es capaz de vivir como si su cuerpo ya estuviera muerto, gana libertad en El Camino. Su vida entera estará sin culpa, y tendrá éxito en su llamado»

 

El cuarto mandamiento (Carmen Cereña)

Honra a su padre y a su madre quien los ama, reverencia y obedece… como Jesús amó y obedeció a la Virgen María y a San José… debemos también honrar a los mayores en edad, dignidad y gobierno (Catecismo de la doctrina cristiana)

He leído en la prensa que el ministro nipón de Hacienda ha invitado, incluso quizá instado, a los viejos de su país a morirse. Son demasiado onerosos para las arcas públicas.

Cuando yo era niña, en mi Córdoba natal, mi padre, militar de carrera, tuvo como chófer durante un año largo a un recluta del barrio de Chamberí, en Madrid, nacido según contaba con orgullo en la calle Sandoval. Se llamaba Braulio. Era muy bromista (de un «humor bonito», como decía él mismo) y muy cariñoso con mis hermanas y conmigo; y siempre, el pobre, procuraba traernos algún caramelo o alguna gollería, dentro de los muy estrechos límites de su economía. Mi padre, con frecuencia, deseoso de oír sus chanzas y chascarrillos lo invitaba a subir a casa y le ofrecía un refresco, un vino, una cerveza o una caña de buena manzanilla de nuestra tierra andaluza con alguna tapa o golosina, que él siempre agradecía. Recuerdo cómo nos contó una vez que sus padres, también de la calle Sandoval, dos castizos, tenían más de ochenta y ocho años ambos y que estaban para el arrastre. Adoptando entonces una irónica perspectiva inhumanamente utilitarista, afirmaba que como los viejos no trabajan ya, pero comen y gastan en luz y agua, y son por tanto una carga superflua para las familias y para el Estado, había que soltar lastre matándolos a todos y que «muerto el perro, se acabó la rabia» y «todos tan contentos»: las arcas públicas se verían así aligeradas de gastos superfluos, las familias quedarían libres de sus pesos muertos, siendo además así los propios viejos los más favorecidos por quedar exonerados ya de sus alifafes, reúmas («reomas», como decía el propio Braulio), artrosis y de esa enfermedad crónica que va siempre a más y que se llama vejez. Y «a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga».

Mi madre, mi padre y mi hermana mayor sonreían divertidos. Yo, debido a mi corta edad, ajena a toda ironía, estaba escandalizada. ¡Cómo Braulio, siendo tan cariñoso y tan amable, tan simpático, podía abrigar tales pensamientos y declararlos así, con tan brutal cinismo! El colmo fue cuando mi padre, fingiendo seriedad, le dijo que siempre podía contar con su pistola reglamentaria para «cargárselos», que estaba a su permanente disposición. ¡Qué monstruo! Mi hermana, entonces, la primogénita, volvía su rostro hacia mí y con su mirada parecía querer decirme «¡qué boba eres, niña!»

Ignoro si el ministro del Imperio del Sol Naciente habrá visto «La balada del Narayama», de su compatriota Shohei Imamura, pero en cualquier caso parece impregnado de las secuencias e imágenes que allí se recrean. En esta película que narra las muy duras condiciones de vida de una aldea japonesa, una vieja se avergüenza de que, a pesar de su avanzada edad, posea aún todos sus dientes. Ella es consciente de que su tiempo ha pasado ya, de que es un estorbo y ansía que sus familiares, como es tradición, la trasladen al monte Narayama donde, sola, morirá de hambre y frío. Mas su lozana dentadura la retiene en el mundo de los vivos, de los que trabajan penosamente para llevarse algo al estómago; y así, golpeándoselos con una piedra, acabará por quebrárselos. Una boca menos que alimentar. Se ve que a la vieja la habían ganado las tesis de Braulio, quien, por otra parte, haría un excelente secretario de Estado en el gobierno japonés.

Al parecer, según he leído, ya en Atapuerca se cuidaba altruistamente de enfermos y viejos. Ya se daban la piedad y la caridad para con el débil. «Honrarás a tu padre y a tu madre». En una perspectiva cínica, el cuarto mandamiento de la Ley de Dios es una hábil estratagema por parte del menguado para obligar moralmente al fuerte a protegerlo y ampararlo, a prodigarle atenciones mientras viva. Es curioso que a Nietzsche, tan dado a interpretaciones en estos términos y a despotricar contra la religión, no se le hubiera ocurrido… El mandamiento en cuestión representa un seguro de vida para el futuro, para cuando el que es todavía joven o maduro desemboque en las ásperas orillas de la vejez; es un plan de pensiones previsor, madrugador, grabado en el frontispicio del templo de la cultura y a fuego en nuestro inconsciente.

Cyrano de Bergerac, el escritor (no el homónimo personaje de Rostand), movido por su inteligentísimo y crítico ánimo de poner en tela de juicio todo cuanto la costumbre nos hace percibir como natural y por tanto inmodificable, en su «Estados e Imperio de la Luna», concibe una sociedad al revés en que es el joven quien manda, mientras que el viejo obedece. Argumenta que la energía, la decisión. el espíritu emprendedor corresponden al joven y que por tanto el respeto se le debe a él; el viejo, por el contrario, mermado y desmedrado, anquilosado y entumecido, tan sólo es capaz de actos timoratos y repetitivos que nos alejan del progreso. Tanto que, en un momento determinado del relato, exasperado ante las majaderías de su anciano padre, un hijo le suministrará horrísona bofetada.

La tradición consagra a la ancianidad identificándola a la sabiduría. Consejo de Sabios, Consejo de Ancianos. En su «libertinaje» intelectual, el osado Cyrano se mofa de toda idea recibida y preconcebida que la razón no haya analizado y ponderado.

En cualquier caso, en el mundo animal, el viejo ejemplar sucumbe en total soledad; en el hombre primitivo, obligado a desplazarse en pos de la caza y sujeto por tanto al nomadismo, siempre expuesto a la falta de alimentos, qué duda cabe que el viejo es una carga. El cuarto mandamiento representa una humanización de la existencia, de la misma manera que lo es la ley del Talión por poner límites precisos a la venganza. Quizá tan sólo una sociedad sedentaria y agrícola pueda cumplir y hacer observar ese «honra a tu padre y a tu madre». Si consideramos que el Antiguo Testamento constituye el testimonio y la sanción literaria del paso de una sociedad de pastores nómadas a otra de tipo agrícola y de residencia fija en la «Tierra Prometida», no cabría extrañarse ante la formulación de ese cuarto mandamiento, que se hace así posible.

No es cuestión baladí que tras ese «padre» venga la «madre». Teniendo en cuenta cómo la Historia y las sociedades nos han solido tratar a las mujeres, el hecho de que en la consideración de la progenitura y sus derechos, se ponga en pie de igualdad a los dos sexos, no deja de ser algo digno de admiración, de aprecio y deudor de profundo agradecimiento.

A pesar de todo, la relación padres – hijos es de una gran ambivalencia, como siempre ocurre en los afectos muy fuertes y sobre todo en los que se generan en la infancia (que, por otra parte, informarán luego a todos los adquiridos posteriormente), desde el vientre materno, podríamos decir. Quien conozca el mundo del inconsciente, sabe de lo difícil y erizado de toda relación afectiva familiar. Respecto a los padres, el odio, junto al amor, hace acto de presencia. El Súper-yo, revestido de moral, religión y deberes, reprime toda emoción de rechazo y de agresión hacia los padres, disociándola, sepultándola en el inconsciente junto con todo lo inconfesable y pecaminoso que anide en nuestra vida psíquica, dando lugar a los fantasmas, los síntomas, las somatizaciones, la desazón, junto a lo contradictorio, absurdo e irracional de nuestras conductas. Y es que todo avance moral y civilizatorio supone una profundización en ese «malestar de la cultura», que tan magistralmente denunciara el viejo Freud.

«Los viejecitos son una lata». Creo que así se titulaba una comedia de Álvaro de Laiglesia. El título, desde el punto de vista psicoanalítico, representaría toda una liberación, a través de la risa, de una contradicción y de una represión psíquica. El arma cómica es, paradójicamente, venganza civilizada y cultural del primitivo y del niño narcisista que todos llevamos dentro, contra la opresión que tanto filogenética como ontogenéticamente ejercen la educación, la vida social y el progreso moral.

Porque «los viejecitos son una lata», Alphonse Daudet, en sus «Cartas desde mi molino», siente como un auténtico engorro la visita que, por compromiso, ha de hacer a los abuelos (o ancianos padres, ya no recuerdo bien) de un amigo suyo. Acude a regañadientes, rezongando y arrastrando los pies; sin embargo, descubrirá una pareja de ancianos tan tierna, tan afectuosa, tan inocente y tan agradecida que todo su enojo por anticipado se trocará en alegría por haberlos conocido, y bendecirá a su amigo por haberle felizmente forzado a conocerlos. Creo que es una de las páginas más bellas, más líricas y más humanas, e incluso optimistas, de cuanto se haya escrito sobre los viejos.

«Les vieux» (Los viejos), de Jacques Brel, es también muy conmovedora canción. El estribillo recrea el reloj de péndulo que ronronea en el salón y que constantemente les dice a los viejos, como agorero recordatorio, que «os espero». Y todos sabemos que el reloj es el Tiempo, inexorable, y que el péndulo no es otra cosa que la guadaña que siega las vidas. Todo viejo, ya sea Creso u Onassis, es pobre por el simple hecho de ser viejo. Todo viejo, ya viva en París o en Nueva York, queda condenado a vivir en la más provinciana de las atmósferas, pues a los más golosos estímulos no puede dar ya respuesta adecuada y todo se le hace inalcanzable. Y así «Aun ricos, son pobres. / Aun viviendo en París, viven todos en provincias / cuando se vive demasiado tiempo». Todo viejo asiste a la progresiva mengua y encogimiento vitales, así como al constante deterioro de sus facultades, y su campo de acción y su mundo tórnanse cada vez más ridículamente restringidos. «De la cama a la ventana, luego de la cama al sillón y luego de la cama a la cama». La vida, el impulso vital, las reacciones corporales, las sacudidas intelectuales se van alejando cada vez más, la vida se les escapa tan aprisa como finísima y célere arena entre los dedos. «Los viejos ya no sueñan, sus libros se adormecen, / el gatito murió, el moscatel del domingo no hace que canten ya. / Su mundo es demasiado pequeño». Faltos de fuerza y de energía, la poca vida que aún les resta, pesa lo indecible y todo se vuelve exasperadamente lento, desesperadamente al ralenti.

Y al final el estribillo se dirige no ya sólo al viejo, sino a todos nosotros, que también seremos viejos, y no dice ya que os espera, sino que nos espera.

¿Obedecen a un conjuro esos discursos que proclaman la belleza serena de la vejez, lo pausado de sus tempos, el reposo de la memoria, la vida que profundiza los recuerdos y un larguísimo etcétera de embustes bienintencionados? Puro mecanismo de defensa, pura racionalización. «Murió la bestia», proclama con alivio Borges; pero es que la «bestia» es la vida.

No, seamos sinceros: la juventud es bella; la vejez es fealdad.

La vejez es sobre todo profunda humillación.

En su celebérrimo monólogo, Hamlet considera que es «el horror de poder hallar un algo tras de la muerte» el que necesariamente aturde y detiene el brazo amigo del suicidio, dejándonos así reducidos a resignarnos ante nuestros males, uno de los cuales, claro está, no es otro que el de «las lacerantes burlas del tiempo».

«La bella armera», de François Villon, se lamenta al confrontar su lozanía de antaño, que nada le devolverá ya, con su decrepitud actual. Y así desgrana el ubi sunt de sus virtudes físicas cuando era moza (frente pulida, blondos cabellos, hombros donosos, pequeños pechos, caderas carnosas y altas, muslos firmes que encierran el jardín secreto), a las que contrapone la ruina actual (frente arrugada, cabellos canosos, mirada apagada, orejas colgantes, chepa, tetas y caderas retraídas, muslitos mermados y en cuanto al jardín secreto… ¡mejor ni nombrarlo ya!). Y, ganada también a las tesis de Braulio, la vieja de «La balada del Narayama» y el ministro de Hacienda nipón, la que otrora fuera bella, exclamará: «¡Ah!, vejez felona y soberbia, / ¿Por qué tan pronto me abatiste? / ¿Quién me impide que yo misma no me hiera, / y acabe por matarme?»

Incapaces ya de amar, han de vivir el amor vicariamente. Urdidoras de tercerías, son personajes grotescos, despreciables y menospreciados: Trotaconventos y Celestina. O esas alcahuetas diabólicas, corrompidas hasta el tuétano del alma que pululan con sigilo y astucia en los más siniestros caprichos de Goya.

La versión cazurra de estas lamentaciones de «la belle heaumière» de Villon nos la dan esos azulejos chuscos, y en ocasiones chocarreros, que se venden en los bazares turísticos de las ciudades españolas: «La mujer es como el mundo: a los veinte años como África, casi sin explorar; a los treinta, como la India, cálida y misteriosa; a los cuarenta, como América, técnicamente perfecta; a los cincuenta, como Europa, toda una ruina; a los sesenta, como Siberia, se sabe dónde está, pero nadie quiere ir a ella» Y, para evitar la acusación de machismo y completar el cuadro, existe la versión masculina, en que el hombre es comparado a un tren, que a los sesenta años es enviado al depósito de chatarra.

En un largo poema, dedicado a Víctor Hugo, Baudelaire recrea la ruina de esas «petites vieilles» que pueblan París. «Seres singulares, decrépitos, monstruos rotos, jorobados o torcidos… trotan como marionetas; se arrastran como animales heridos, o bailan, sin querer bailar, pobres cascabeles… avergonzadas de existir, sombras anquilosadas, acobardadas, encorvadas, pegadas a la pared; y nadie os saluda ya». No, pues «a vosotras que fuisteis la gracia o la gloria, nadie os reconoce»; y sin embargo «fueron antaño mujeres». Mas ya no lo son. En su expolio la vejez nos roba hasta el sexo. No sólo eso sino que la vejez parece complacerse en jugar a confundir los sexos y así «La mujer barbuda» de Ribera constituye cruelísimo, espantoso y exacerbado ejemplo de ello: la mujer ostenta muy lengua barba y el hombre parece más una vieja que un viejo.

Morir sobre las tablas y morir en la arena

La fiesta de los toros es un fenómeno religioso. Decir que los toros no son cultura es no tener ni idea de la idea de cultura. Gustavo Bueno, filósofo

C´est une beauté qui dérive de la nécessité d´être prêt à mourir à chaque minute.
(Es una belleza que deriva de la necesidad de estar dispuesto a morir a cada minuto) Charles Baudelaire, poeta

Valle Inclán a Belmonte: «Juanito, ¡no le falta más que morir en la plaza!
Belmonte a Valle Inclán: «Se hará lo que se pueda, don Ramón» Recogido por Chaves Nogales en «Juan Belmonte, matador de toros: su vida y sus hazañas»

I)

En la prensa, leo con estupefacción en marzo del presente año 2016 que el actor italiano Raphael Schumacher fallece tras ahorcarse accidentalmente en el escenario de un teatro de Pisa. En la obra representada el personaje se suicida ahorcándose al final de un monólogo. Schumacher fue tan lejos en el realismo de su interpretación que la soga se le fue de las manos y acabó por morir estrangulado. Se ha especulado incluso con que se tratara de un auténtico suicidio, premeditado e intencionado… actuado hasta sus últimas consecuencias, fatales.

En el teatro no se muere; no se muere de verdad, queremos decir. En el cine, tampoco. A lo sumo se rompe la crisma o se retuerce el cuello el especialista («casse-cou» en francés, esto es «rompecuello»); el actor, jamás. En el teatro clásico francés, por una cuestión de decoro (la «bienséance»), no sólo no se muere de verdad -como, por otra parte, en todos los teatros de todas las culturas-, sino que incluso queda vetado el interpretar la muerte sobre las tablas: asesinatos y muertes, por ejemplo, en duelo acontecen fuera del escenario y son luego narradas por uno de los personajes; nunca son vistas. Los maestros de armas, en Francia, no podían vivir del teatro, ciertamente.

El teatro es, entre otras cosas, comunicación y el arte en general o, si se prefiere, en genérico, también lo es y, así, ambos interlocutores -autor o intérprete, por un lado y, por otro, espectador) han de estar vivos (en las artes plásticas, el autor puede haber fallecido, mas no así su obra que hablará por él). Por otra parte, si el actor muriera en escena, tan sólo podría representar una vez, en el día del estreno (siempre y cuando no lo hubiera hecho ya en el pre-estreno, o en el primer ensayo o incluso durante la memorización) y, así, su carrera profesional se revelaría fenomenalmente corta. Para que la obra pudiera mantenerse en cartel, el empresario habría de contar con una tropa de suicidas, tan numerosa como funciones se dieran. Más que de representación cabría hablar de ejecución. Y sin embargo…

En «Astérix y el caldero», aparece un actor-autor de vanguardia que, tras haber enrolado en su compañía a Astérix y Obélix y por culpa de la actuación de este último, es enviado a la cárcel y condenado a ser devorado por los leones en Roma, posiblemente ante la autoridad máxima, el propio César. Lejos de apenarse por ello, se muestra exultante de dicha. «Me acaban de contratar para actuar en Roma, en el circo. Una única representación. ¡pero qué representación!, ¡con leones y todo! ¡Será algo auténtico!», exclama radiante de felicidad.

¡Si el apego instintivo a la vida no fuera tan poderoso!… El auténtico actor debiera dejarse de stanislawskismos y no sólo estar dispuesto a morir, sino a desear fervientemente, «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lucas 10, 27), como se ha de amar a Dios, inmolarse en el escenario, que no es otra cosa que el altar primigenio ampliado para dar mayor cabida y más libertad de movimiento a los actores-oficiantes de la liturgia representada. El amor del teatro, el religioso amor del teatro, así debiera exigirlo, como se exige el morir por la Patria. Ya lo dice nuestro himno de infantería: «Contentos tus hijos irán a la muerte». Las colas de voluntarios en los banderines de enganche de la Legión y las colas de actores -y actrices, claro- para castings y audiciones en nada diferirían. Todo Stanislawski debiera mantenerse, cultivarse y respetarse, claro está, hasta el momento de la muerte, que sería real y no, digámoslo claramente y sin eufemismos, fingida. ¡No se finge en el teatro! Y todo actor sería héroe, inmolándose en el ara universal del teatro.

¡Qué grandes no serían las artes escénicas si los actores murieran cuando muere el personaje, en absoluta comunión con él! Mientras esto no se dé, el teatro quedará irremediablemente cojo.

Por otra parte, el público más primitivo o primario no entiende de elaborados distingos. Para él el actor como tal no existe. Sólo existe el personaje. Es el público del Far West, ése que tan cómicamente retrata Morris, autor de Lucky Luke, en «El caballero blanco». Así, el actor que representa al malo corre permanentemente el riesgo de ser linchado y si ese público, tras la función, descubre que el  (o la) que murió en el escenario, sigue vivo (o viva), se sentirá profundamente engañado y humillado y ahí puede armarse la de Dios es Cristo.

Hay, sin embargo, un arte escénica en que si bien puede tanto darse la muerte como no darse, el actor-oficiante acepta voluntariamente la posibilidad de morir: la tauromaquia. En la plaza no cabe la ficción; en la plaza todo es real. Es más, la técnica, la capacidad de auténtica improvisación basada en el aprendizaje previo y en los conocimientos, la interpretación cabal y personal de las distintas suertes, todo ello quiere ser burla de la muerte. Los cuernos del toro no son un juguete. De ahí que el matador sea, sin discusión, un héroe y no de ficción precisamente puesto que no caben ni la ficción como tal ni la simulación de la muerte, ya sea del toro, ya sea del torero. Por ello quien propone una fiesta sin muerte (del toro, claro está, ya que el hombre puede proponer, mas nunca disponer, que no muera el torero), o si se prefiere una muerte simulada, a pesar de su innegable buena fe, no comprende el auténtico significado, mítico-religioso, de la tauromaquia y la despoja de su dimensión heroica y por tanto la reduce, sí «reduce, empequeñece, mengua, desvirtúa» a mero teatro.

Si el actor aceptara la muerte, o al menos como en una especie de ruleta rusa teatral, aceptara la posibilidad de morir, escapando así a la excesiva facilidad de la ficción, alcanzaría al torero en su dimensión heroica.

En su «pequeño poema en prosa» titulado «Una muerte heroica», de reminiscencias poenianas («Hop-Frog»), Baudelaire nos presenta el siguiente curioso caso: en la que se puede suponer legítimamente ciudad-Estado italiana, el bufón de corte Fancioulle, de irónico mote (de fanciullo, jovencito, doncel) ha sido condenado a muerte por conspirar contra el príncipe. No obstante, antes de que se proceda a su ejecución, habrá de actuar ante el señor y los cortesanos en lo que será su última representación. Todo responde a un experimento maquiavélico por parte del príncipe. «El Príncipe quería juzgar el valor de los talentos escénicos de un hombre condenado a muerte. Quería aprovechar la ocasión para llevar a cabo una experiencia fisiológica de interés capital y comprobar hasta qué punto las facultades habituales de un artista podrían alterarse o modificarse por la situación extraordinaria en que se encuentra». En realidad, el príncipe de Baudelaire, en gran medida habría podido ahorrarse el cruel experimento a expensas de su bufón de corte si en su ciudad hubiese habido toros y toreros. Cierto es que el torero no se sabe condenado a muerte indefectiblemente y a priori puesto que nadie ni nada lo ha condenado, pero cabe la posibilidad de que las circunstancias, los hados, la fatalidad o como quiera llamarse, mas también quizá su falta de pericia o su temeridad, lo condenen ¿inesperadamente? a muerte. ¿Quién podría pensar, por ejemplo, que Gallito fuese muerto por un toro, él, el mejor diestro de todos los tiempos, poseedor de una todopoderosa técnica, conocedor como ninguno de todos los secretos de la lidia; si hasta se decía de él que sólo podía cogerle un toro si le tiraba un cuerno. Y, sin embargo, lo mató Bailador, un burel burriciego.  Y remontándonos más atrás en el tiempo, también Pepe Hillo, el primer torero en teorizar sobre su arte, autor de la primera «Tauromaquia», fue corneado a muerte por un toro, de nombre Barbudo.

¿Qué siente el torero en el momento del paseíllo? «Un curieux mélange de peur et de fierté» (una curiosa mezcla de miedo y orgullo»); nadie, en mi opinión, lo ha descrito mejor que Charles Aznavour en su canción «Le toréador». Son célebres esas dos fotos que retratan, primero, a Manolete, Arruza y Gitanillo de Triana, vestidos aún de paisano en el vestíbulo de un hotel de Medellín, en Colombia, unas pocas horas  antes de salir para la plaza, sonrientes y distendidos, y, luego, revestidos ya del traje de luces, en el patio de cuadrillas, prontos ya a oficiar, unos segundos antes de cubrir el paseíllo: pálidos, con los rasgos crispados por la responsabilidad, la ansiedad y el temor.

¿Qué sería del actor al cual, en el camerino o en bambalinas, se le dijera que, arbitrariamente, podría ser muerto mientras actuara? Que saldría corriendo y abandonaría el oficio para siempre.

No sólo el torero no huye, sino que ese buido y astifino estoque de Damocles que pende sobre su montera (incluso en el caso del más ventajista, despegado y fueracachista de los matadores) es no sólo acicate para su arte y su vida, sino condición indispensable, sin la cual su arte y profesión, su vida toda, pierden el sentido. Como dice Luis Francisco Esplá: «… (cuando) el toro se cae o es bobo y hay que hacer de enfermero, entonces, cuando el toro da lástima, se acaba la fiesta y se llega al ballet… con lo mal que están actualmente las ganaderías en cuanto a casta y fuerza, llegará un día en que los espectadores no admirarán a los toreros por lo más fundamental, por ponerse delante de los toros; entonces ya no nos contemplarán como héroes, se verán ellos mismos capaces de adoptar posturitas como las nuestras y también se habrá acabado la fiesta» (El País, 14 mayo 1993). ¡Qué didáctico se muestra siempre Esplá! Así, sin riesgo, esto es sin posibilidad de muerte, la tauromaquia se convierte en puro esteticismo, en ballet, y, sin admiración por parte del público, no puede darse la heroicidad, que es el soporte psicológico de la fiesta de los toros.

¿Cómo no hablar entonces de superioridad profesional y moral del torero, de su indiscutible dimensión mítica, de la que carece toda otra manifestación artística, por respetable y admirable que sea?

Tierno Galván, el viejo profesor, afirma en «Los toros, acontecimiento nacional» que el español acude a la plaza, entre otras razones, a admirar al héroe, a sentirse, inconscientemente, inferior a aquel ser que acepta la posibilidad de la muerte y se erige, así, por tanto, en ser superior. «Todos los que sin riesgo miran al torero jugándose la vida son en ese momento, desde el punto de vista, español, inferiores a él… todos los hombres son iguales excepto en un caso: el de la actitud personal en el juego con la muerte. Todos y cada uno de los que contemplan la lidia están haciendo pública confesión de lo que en otro caso es inconfesable: que en hombría, el torero vale más… Ante los toros, los españoles revalidan la sabiduría irracional de que sólo el aventurero y burlador de la muerte vive de modo superior a los demás. Por esta razón el torero es símbolo de la hombría heroica…»

La simbología de la tauromaquia es casi inabarcable, como lo es el alma del ser humano, siempre de naturaleza religiosa, según Jung al menos; mas esa simbología reposa en dos realidades ineludibles que son en ambos casos ofensivas: la cornamenta del burel y el estoque del diestro, ambos instrumentos de muerte. Prosigue Tierno: «El diestro está condicionado por la emoción reinante en el coso que se adueña de él en los momentos de mayor tensión, y por su misma situación de lidiador de una fiera cuyo ímpetu y peligrosidad le persigue y envuelve. No obstante ha de mantenerse lúcido, pensando en lo que hace y cómo lo hace dentro de un clima de embriaguez… viviendo la vida elemental hasta agotar sus posibilidades con el alma invadida por la transparente claridad de una lucidez absoluta. Lucidez que se produce en presencia de la muerte; ante la parusía de la muerte… Que el torero conserve una embriagada clarividencia es lo que más admira de él el público… Estar sobre sí dentro del vértigo de la vida más intensa…» Y es que, claro está, el matador no es un loco que se arroje al ruedo de la muerte a ver qué ocurre, sino un auténtico profesional que, dentro de su pasión y de la pasión-comunión que embarga a la plaza toda, ha de hacer gala de sangre fría, de cálculo y de previsión; ha de desdoblarse y observarse, tanto para crear arte como para evitar ser muerto. La semejanza con la compenetración stanislawskiana es clara. «Dobladas por un eje ideal, pasión y razón coincidirían» y «…una persona auténtica, en el sentido de ser simétrica consigo misma» (Tierno Galván, «Los toros, acontecimiento nacional»). Ahora bien, y esto es lo admirable y lo auténticamente apasionante, el torero, a pesar de todo, puede morir y, aunque no muera, en cualquier caso y en palabras del profesor Tierno, «se aventura al límite de la vida».

No, Teseo no convino previamente con el Minotauro el diálogo y el desenlace simulado de la muerte. Teseo se adentró en el laberinto, dispuesto a dar muerte o a ser muerto.

Ya lo decía Cúchares al actor Julián Romea, que en los toros se muere de verdad y no de mentirijillas como en el teatro, vocabulario infantil propio de los juegos infantiles. En Cúchares hay reproche y hay desprecio, dolido como estaba ante las críticas del actor que, frívolamente, obviaba la dimensión heroica de la fiesta.

Jaime Ostos, al borde de la muerte tras una terrible cogida en 1963, afirma asimismo, con legítimo orgullo: «Ésta es la grandeza: jugamos con la muerte, pero con la muerte de verdad, no como en el teatro. Los toros matan» (ABC, 27 de abril de 2010)

¿Qué otro artista está dispuesto a ofrecer su propia vida al arte y al público?, o, si se prefiere, ¿qué otro sacerdote acepta inmolarse en el altar en el que oficia?, cuando, tradicionalmente, de sacrificar algo, animales o seres humanos, el sacerdote es, cómodamente, verdugo y nunca víctima. De ahí  que la tauromaquia sea superior en el orden moral a cualquier otra arte. Es cuanto han sabido, o intuido, cuantos artistas de otros campos se han rendido ante el toreo, desde Goya a Solana y Picasso o Miquel Barceló; desde Moratín a Manuel Machado, Gerardo Diego, Miguel Hernández, Lorca, Bergamín o Rafael Morales; desde Gautier hasta Hemingway, Bataille y Montherlant.

Buscar la abolición del toreo es aplanar la existencia, despojarla de una dimensión artística que es también mítica y heroica. En nuestra España actual el abolicionista es o un cursi o un ignorante, o un anti-español henchido de odio que ve en el anti-taurinismo un medio de expresión de su enfermedad del alma, un pretexto animalista para ir minando España.

En «Presente y porvenir», el psicólogo del inconsciente colectivo, de los arquetipos y de la dimensión religiosa del hombre, Jung, advierte del peligro que corre el occidental moderno alejándose de sus fuentes, de cómo la disolución de las tradiciones puede llevar a desórdenes irreversibles, abogando en consecuencia por el redescubrimiento de nuestras realidades arquetípicas, que presentan el esquema constitutivo de nuestra especie.

Prestemos también nuestra atención a Baudelaire: «Lo mecánico nos habrá mecanizado tanto, el progreso habrá atrofiado tan bien en nosotros la parte espiritual que nada de entre las ensoñaciones sanguinarias, sacrílegas o antinaturales de los utopistas podrá compararse a sus resultados positivos». (Mon coeur mis à nu, «Mi corazón al desnudo») ¡Ah, los utopistas, peligrosos seres que quieren imponer sus ideas a la realidad y a menudo consiguiéndolo a la postre y dejando pues así, en definitiva, de ser utopistas… tras haber dejado a la realidad para el arrastre.

Lord William Garel-Jones, diplomático y político inglés, gran amante de los toros, pone el dedo en la llaga con estas declaraciones a propósito de los toros y de su contestación actual: «… esa cultura unitaria de valores angloamericanos que rechaza la Fiesta. En el mundo anglosajón ya no somos capaces de mirar a la muerte a la cara. Era una certeza de la vida cotidiana, pero ahora huimos de ella». (ABC, 9 de abril de 2012)

Si España quedara huérfana de toros -Cataluña habría iniciado su abolición y ahora las Baleares, en sandio mimetismo, pretenden otro tanto-, España se aproximaría a la tristeza de un país cualquiera, sin relieve, desvitalizado, anémico. Decir España como quien dice «Luxemburgo» o «Eslovenia»…

II)

Víctor Barrio murió en la plaza de Teruel recientemente. Oigamos a Ignacio Sánchez-Mejías: «El torero no tiene más verdadera vida que la del peligro. Cuando uno se retira, se muere… Su muerte no está en la plaza, sino en su casa. Joselito está vivo. Más vivo que Belmonte y que yo, porque se murió valientemente en la plaza». No sabía el torero intelectual, el malogrado amigo de Federico García Lorca, que él también, no mucho más tarde, viviría como vivía Gallito. En la obra anteriormente citada, escribe el profesor Tierno Galván a propósito del espectador de corridas que «se siente perfeccionado, transbordado a la plenitud. Es, literalmente, la última plenitud de la pasión, tras la cual sólo caducidad puede haber». Si esto es así para el espectador, aunque -añadimos nosotros- esto sólo sea verdad en determinadas circunstancias en que confluyen el buen toro, bravo y encastado, y la lidia de arrojo y estética, si esto es así, decimos, para el espectador, ¿qué y cómo no será para el propio torero?… Por esa misma razón el Tato, tras  amputársele una pierna a consecuencia de una cogida en el año 1869, falta de pasión su vida, pretende volver a torear ¡con su pata de palo! Por esa misma razón, Nimeño II, jubilado ya de los toros pues un Miura en Arles le menguó las facultades físicas, se ahorcó. «Estaba enfermo, enfermo de un amor que vivía como una pasión cuando ésta ya no abraza nada y no es más que dolor y sufrimiento. El torero necesitaba los toros. Era su vida, lo decía él llanamente. Quitándole los toros, se le ha quitado la vida… Nimeño decía con sencillez: «Siempre hay que ir hasta el final de la propia pasión»…»Lo que devolvería el equilibrio a mi hermano, decía Alain su doble, sería que volviera a jugarse la vida ante los toros». Se esperaba su vuelta a los ruedos, una locura y un absurdo. A los treinta y siete años, Nimeño se había perdido para los toros. Su mano izquierda, la que traza los naturales, había quedado petrificada, inservible. Era el fin. Nimeño había acabado por comprenderlo. Fingió que se resignaba y luego se retiró del mundo los vivos. Sabía que nunca más podría plantarse al sol, con los pies en la arena de una plaza, alargando ante él la mano izquierda, citar al toro  templando  su embestida y mirar a la muerte desfilar ante él. Entonces ha preferido irse con ella» (Jean-Paul Mari, «Le Nouvel Observateur», noviembre 1991). Por ello también el desdichado Julio Robles, tetrapléjico tras una cogida, sueña con volver a vestirse de luces. «Naturalmente, no sé cuál va a ser mi futuro, pero sí le puedo afirmar que, ocurra lo que ocurra, yo no me quedo sin probarme como torero» (Joaquín Vidal, «El País», 16 de noviembre de 1990). «Tarde o temprano sé que Dios me ayudará a andar. Torear, no sé si torearé en una plaza de toros, pero ponerme delante, pienso que no me moriré sin ponerme delante». («Quince años de la muerte de Julio Robles», ABC Toros, 13 de enero de 2016)

Porque después de ser héroe, ¿cómo aceptar la vida reposada y burguesa, convertirse en récréant, que es el ofensivo término con que en la literatura medieval francesa se designa al caballero que ha dejado las armas y la errante caballería? Tras la «última plenitud de la pasión», «sólo caducidad puede haber».

El matador es también albatros baudelairiano. «Príncipe de las nubes», si, para su desgracia se viera «exiliado en la tierra», esto es, ya fuera por causa de vejez, accidente, etc., hubiera de renunciar a torear, «sus alas de gigante le impiden caminar».

Rafael Schumacher alcanzó, por su muerte, la dignidad del torero. Puede hablar de tú en la eternidad – y esto no es cursi retórica huera, sino auténtica mitología viva- a Pepe Hillo, a Pepete, a Espartero, a Granero, a Joselito, a Manolete, al Yiyo, a Paquiri, al Pana, a Víctor Barrio. Sir Lawrence Olivier, que murió en la cama, ¡pobrecillo!, les hablará siempre desde abajo y bajando la vista como un lacayo.

Una modestísima recomendación a quien, por su temple cordial, haya tenido el humor y la paciencia (¿habrá diez de ellos, cinco, uno o ninguno, como a la postre sucediera con el número de hombres justos en Sodoma?) de haber llegado hasta aquí: la lectura de «Llanto por Ignacio Sánchez-Mejías», de Lorca, la mejor elegía de nuestra lengua junto a la de Jorge Manrique («Coplas por la muerte de su padre»), con permiso de Bécquer («¡Qué solos se quedan los muertos!», rima LXXIII) y Miguel Hernández (Elegía a Ramón Sijé).

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