Teatro griego y teatro contemporáneo

Teatro sacro

Sin ánimo de ser exhaustivos y esperando no caer en las simplezas del Pero Grullo del buen Quevedo, intentaremos comparar, en algunos de sus aspectos, el teatro griego y el actual, estableciendo así diferencias y semejanzas.

Consideremos como ejemplo Epidauro en su mítica, irreal belleza. El teatro es, en primera instancia, un templo en que tienen lugar una liturgia y una comunión. Desde las gradas de ese incompleto embudo los fieles contemplan, participando empáticamente, el círculo mágico en que, durante un evolucionado e intelectual ritual e invocado tácitamente por actores y coros, descenderá y morará un dios durante unas horas -o al menos durante unos minutos- entre los mortales. Podrá entonces producirse la catarsis que Aristóteles señala para la tragedia.

En cualquier caso el teatro se halla muy próximo aún al rito religioso primigenio y puede hablarse por tanto de espectador-fiel. Luego, poco a poco, el rito irá convirtiéndose -degenerando según Nietzsche con el psicologismo, humanización e individuación crecientes encarnados en Eurípides- en juego y el origen religioso, aunque palpite aún como una brasa en el sustrato más profundo, irá enterrándose cada vez más y haciéndose menos evidente. Similares evoluciones acaecerán con los juegos atléticos -olímpicos o no-, las corridas cretenses, los juegos romanos, el sumo japonés, etc.

En nuestra tan desacralizada sociedad actual, el teatro es juego. En nuestra cultura de masas y teledirigida, el teatro se presenta casi exclusivamente como diversión. Hace poco declaraba Juan Antonio de Villena que el hombre culto ha sido suplantado por el hombre entretenido. A éste podrían añadírsele los adjetivos de amnésico y aturdido. Hoy en día tan sólo la fiesta de los toros consagraría la trascendencia, sería quizá el último espectáculo religioso -en el sentido más lato de la palabra- , ligado además a ciclos naturales, mas actualmente presenta alarmantes síntomas de banalización y va deslizándose por una peligrosísima pendiente de adulteración y pérdida de sus esencias.

Aunque algunas obras alcancen cotas muy altas de espiritualidad -eso sí, desesperanzada- y valga como ejemplo el «Esperando a Godot» de Beckett, el teatro actual y precisamente el teatro del absurdo constituyen constataciones críticas desde dentro de la imposibilidad radical moderna de hacer teatro sacro.

Censuras

Tanto se nos ha inoculado la idea de progreso y tan autosatisfechos nos hallamos de vivir en nuestro propio momento histórico, que erróneamente se tiende a considerar que nuestra época, fruto de la Revolución Francesa, y que tan bien ha consagrado -al menos teóricamente- los derechos del hombre, es la más liberada moralmente y que así lo reflejan sus espectáculos. Sin embargo cuando uno considera el teatro de Aristófanes, tan magníficamente caracterizado y admirado por Víctor Hugo («El inmenso Aristófanes obsceno / Descarado como el Sol»), no puede uno por menos de sorprenderse, desconcertarse e incluso sentir un cierto malestar frente a sus obscenidades, su brutalidad cómica, su franqueza ante los tabúes, sus insultos tan ofensivos y personalizados, así como frente al desenvuelto cinismo de sus personajes. Para probarlo, baste el que, en la edición de la Biblioteca Clásica Hernando, el traductor -bastante melindroso, por no decir cursi redomado- se niegue a traducir -¡vaya un traductor!- determinados pasajes por ofender la moral del büen lector, consagrando así su edición como una paternalista ad usum delphini. La traducción es de finales del siglo XIX; aún no existía la sibilina dictadura de lo políticamente correcto que hemos de padecer en nuestra libérrima sociedad. ¿Cómo encajar en esta perspectiva los improperios que el ateniense lanza contra los homosexuales? Hoy en día tan sólo el desprejuiciado Boadella se atreve, en su desparpajo, con todo.

Temor de dioses (y héroes)

Hay más. Y es que el teatro griego osa incluso mofarse despiadadamente de sus divinidades. Lo hace con total irreverencia para regocijo de los espectadores. En las licenciosas farsas fliacicas los dioses, parodiados, son seres grotescos física y moralmente, rebajados a personajillos de la más baja laya. Esto, para una sociedad, es auténtica salud mental.

En esa estela, escribirá Shakespeare su Troilus and Cressida donde los héroes míticos de la guerra de Troya son escarnecidos, presentados como auténticos mamarrachos.

Técnica de actor

En Grecia, si bien las máscaras ayudaban a mejor proyectar la voz y aún teniendo en cuenta la impecable acústica de los teatros, el actor actúa a pelo, a cielo abierto -carece pues de referencia vocal hacia arriba- y en un espacio de notables dimensiones. El actor trabaja a plena luz y en ocasiones bajo un sol inmisericorde. El actor es, forzosamente, un atleta. ¿Conocían los griegos la técnica de la voz in maschera? Si no, la fatiga vocal sería inasumible. La ópera, que -como siempre ha defendido el irreprochable maestro Kraus- es teatro, sería en esta perspectiva su heredera directa.

No hay focos ni efectos luminotécnicos. No hay milagrosos light off que faciliten las mutaciones escénicas y eviten la exposición al público de los metemuertos. Esas carencias, que no podían ser sentidas como tales por desconocimiento forzoso del futuro, obligaban a aguzar el ingenio. Así pues, y por otra parte, el actor ve al espectador y es de suponer entonces que aproveche este hecho para su trabajo. A este respecto declaraba no hace mucho un actor inglés del reconstruido The Globe londinense que no podía concebir una representación sin ver las caras del público. Otro tanto afirmaría un cómico de Commedia dell’Arte, donde además se interactúa visualmente, cuando menos, con uno o varios espectadores. Compárese el actual espacio ciego, creado por la iluminación, en que el actor hiper-resaltado interpreta ante una silente e impenetrable oscuridad. El griego no puede perder de vista al respetable y, huérfano de toda muleta tecnológica, tan sólo puede confiar en sí mismo. En este sentido cabe hablar de una mayor pureza a favor de los antiguos, qué duda cabe.

Attrezzo – Escenografía – Dirección artística

Si ya Delacroix se lamentaba del realismo de los aparatosos objetos y de los decorados tridimensionales del teatro romántico, frente a la poesía y sutileza de la tela pintada, pues ponían en entredicho las esencias ilusorias del teatro, ¿qué no hubiera dicho de los tecnológicos dei ex machina contemporáneos que llegan a competir con o incluso a menguar el trabajo del actor?

Por otra parte, debido al respeto que el teatro les merecía, es inconcebible que en Grecia hubiera prosperado ninguno de estos embaucadores actuales, tan bien conceptuados por los medios de comunicación, cultivadores rutinarios y convencionales de la gratuita provocación que además, por repetida, previsible y archiconocida, deja de serlo para convertirse en necia obligación. Por mucho que quieran disfrazarlo, será siempre magro puchero de enfermo. Hace poco la mezzo Teresa Berganza, en una entrevista, animaba al público a ser valiente y abandonar los teatros cuando los directores a lo Bíefto se dedicaran a degradar y, literalmente, a exonerar la porción distal de sus intestinos gruesos encima de las obras maestras que los incautos y esnobs poderes públicos les encomendaran. Sería cosa digna de oír los improperios que el desembarazado Aristófanes dirigiría a esta ralea.

El público

Cuando se tratara de tragedia, cabría esperar uno muy emotivo y posiblemente sollozante. En la comedia el público se agita, ríe, glosa en voz alta los lazzi, se dirige directamente y a voz en cuello a los actores. Éstos se verán obligados a replicar, improvisarán, meterán morcillas, en definitiva habrán de domeñar al respetable en una lucha, muchas veces, a brazo partido. A este respecto recordemos la reflexión del marxista y un tanto peregrino hombre de teatro Augusto Boal quien viene a decir que actuar para un público burgués y educado es relativamente fácil y que lo que tiene realmente mérito es exponerse en las tablas al público de las corralas, desenfadado y vociferante. En nuestros días, con el poeta, podría uno preguntarse qué se hizo de los reventadores, ya espontáneos como el Cyrano de Rostand frente al engolado y afectado Montfleury, ya profesionales como los de la histórica trifulca que enfrentara a clásicos y románticos con motivo del Hernani hugoliano. Actuar contra, a pesar y sobre los pataleos, cuchufletas, chanzas y abucheos de unos energúmenos hostiles, ¡eso sí que es heroico! Todo ello prueba por otra parte la importancia social del teatro y las pasiones que suscitaba… hasta hace bien poco.

Actualmente el actor, acolchado y sostenido por una buena campaña publicitaria basada en la mercadotecnia, puede sentarse a fumar un puro habano parsimoniosamente y oír cómo le crece la panza, con la seguridad de que un público adocenado y con buenos modales, aplaudirá siempre.

La actriz

Quien hasta aquí haya tenido la deferencia de leer esto, podría pensar que soy un tío quitagustos. Me aplicaré, con lo que sigue y queda, a desengañarle.

Una de las razones del éxito y popularidad que la Commedia dell’Arte cosechara en toda Europa, si bien no la única evidentemente, consistió en que por primera vez las mujeres subían al escenario. ¡Una auténtica revolución! Por fin mujeres reales, no ya efebos u hombres disfrazados, no ya castrados, interpretarían los papeles femeninos con la voz, los cuerpos, los gestos y los ademanes de su sexo. Hoy en día, acostumbrados como estamos a la auténtica igualdad y fraternidad de ambos sexos en las artes interpretativas, nos cuesta hacernos una idea cabal de lo que aquello significó, de lo que el teatro ganó en belleza, en verdad y naturalidad, de lo mucho que sedujo a los públicos, de la alegría y vitalidad que inundaron las representaciones. Paremos mientes además en que probablemente el teatro (luego la ópera, que como hemos visto es también teatro; algo más tarde el ballet y más recientemente el cine) haya sido hasta bien entrado el siglo XX el único campo social y la única actividad profesional en que se haya dado la total -y armónica- igualdad de los sexos.

Esto, al menos, sí es algo que debieran envidiarnos los griegos, si lo supieran.

Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”.