Los objetos perdidos

Un portazo puso fin a la discusión. Ella, asustada, se escondió debajo de la cama. Con sus pequeñas manos, se tapó los ojos. Se hizo un ovillo y quiso desaparecer. Después de lo que a ella le pareció una eternidad, oyó los gemidos de su madre. Seguía llorando… Nada le parecía tan horrible como el llanto de su madre. Poco a poco, el miedo fue desapareciendo. Tímidamente, fue saliendo de su escondite en busca de su madre. Ella –su madre- estaba recostada en el sofá, mirando, sin ver, la televisión. “¿Mamá? –dijo con un hilillo de voz- tengo hambre”.

Su madre la miró con ternura, acarició su pelo y le dio un beso en la mejilla. Le aseguró que todo estaba bien y una gran sonrisa le devolvió la serenidad.

Al día siguiente, fueron a visitar a una amiga. Mientras las madres charlaban, ellas jugaban –entre risas- con todos los juguetes esparcidos por el suelo.

Llegó la hora de la despedida, con la promesa de volver a jugar y reír. Cuando llegaron a casa, fue corriendo a su habitación, desoyendo las palabras. Una vez allí, a salvo de la mirada de su madre, sacó del bolsillo de su chaqueta un pequeño perrito de cristal. Lo miró con los ojos muy abiertos, lo puso junto a la luz y observó en él los destellos mágicos, un maravilloso arco iris que salía de aquel pedacito de cristal.

Esa fue la primera vez…

La cleptomanía es la tendencia a robar pertenencias ajenas. No son robos premeditados y ésta es la diferencia con el ladrón. El cleptómano obedece a impulsos. Entrar en una tienda le suele provocar estados de ansiedad que solo remiten cuando roba algo. Solo entonces se siente liberado. Generalmente, estos individuos disponen de dinero y lo que sustraen es de escaso valor. El cleptómano es consciente del acto. Sabe que está mal y tiene miedo de ser pillado. Esto le genera sentido de culpa y ansiedad.

Por tanto, podríamos decir que la cleptomanía es la respuesta a un conflicto emocional que se mitiga con los pequeños hurtos.

El perro de cristal estaba a buen recaudo. Una caja grande, roja, con una pequeña cerradura –regalo de su padre-, era el lugar perfecto para guardar aquella figurita de la que salía un maravilloso arco iris.

Al pequeño perro le siguió un coletero brillante. Un lápiz con dibujos de hadas. Una libreta de color rosa… Llegó un momento en que aquella caja roja estaba llena de objetos. Cosas que había ido “robando” a sus amigas.

Ahora, pasado el tiempo, los portazos le dan menos miedo. Ya no se esconde debajo de la cama. Ahora se va a la tienda más próxima y roba.

Pero no sólo roba. Su relación con la comida es caótica. Sabe que lo que hace no está bien, pero es su forma de compensar pérdidas. Y esa sensación de transgresión le resulta casi agradable, aunque después llegue el arrepentimiento.

La cleptomanía es un trastorno grave -como lo son todos los trastornos del desarrollo cognitivo y afectivo-. Las personas que lo padecen no roban por placer, sino por un impulso que no pueden refrenar. Podríamos decir que la cleptomanía es una adicción primaria (el significado de “primaria” se refiere a que no es un síntoma).

En el DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), la cleptomanía está encuadrada en el apartado “Trastornos del control de los impulsos no clasificados”, junto con:

  • Trastorno Explosivo Intermitente
  • Piromanía
  • Tricotilomanía
  • Juego Patológico

Le sudaban las manos. Miraba de reojo. Cogía una y otra vez ese monedero que había llamado su atención. Lo dejaba y se alejaba a otra sección. Pero su corazón latía fuertemente. Su ansiedad iba en aumento. Tenía que llevárselo. Sentía el pulso en las sienes y la adrenalina navegando por todo su cuerpo. Desde el otro extremo, miraba el mostrador donde estaba aquel maravilloso objeto de deseo.

Una vocecita interior le repetía que no debía hacerlo. Lo argumentaba. Pero sus piernas comenzaron a moverse sin su permiso. Pensaba en sus padres. En su novio. Pero se vio guardándose el monedero en un bolsillo de su abrigo. Le embargaba una mezcla de victoria y miedo. “Me van a pillar”. Se tocaba el bolsillo y se aseguraba de que su trofeo seguía ahí. Despacio, se dirigió hacia la puerta de salida. Dos metros: el corazón se le salía por la boca. Un metro: gotas de sudor caían por su frente. Medio metro: el aire de la calle refrescaba su cara.

De pronto, una voz de hombre la hizo detenerse en seco. Por un momento, pensó que sus venas se habían vaciado de sangre. Que el corazón, de tanto latir, se le había parado. Se dio la vuelta y vio a un guardia de seguridad que, con una sonrisa, le daba el guante que se le había caído. “Muchas gracias” -balbuceó-. El frío de la calle la devolvió a la vida.

Caminaba sin rumbo, pensando en lo sucedido. Era la primera vez que había sentido terror. Era la primera vez que el robo no era placentero. Se sentó en un banco del parque, cerca de su casa. Pensó en aquel perrito de cristal del que salía el arco-iris. De su caja roja. De todas las cosas que había robado desde entonces. Y, en ese momento, reconoció ante sí misma que tenía un grave problema. Se dio cuenta de que trataba de “reponer” afectos perdidos.

El cleptómano desconoce la razón por la que roba. El cleptómano maneja mal la angustia. Esta angustia, en muchas ocasiones –y en su origen-, es debida a la falta de afecto y atención en la infancia.

No hay que buscar culpables. Ni señalar como único responsable al cleptómano. En realidad, todo el entorno familiar ha de comprender que la persona que más sufre es él.

Buscar ayuda profesional y el apoyo de las personas cercanas es fundamental para superar el trastorno. Ayudar al cleptómano, por otra parte, es bastante útil para conservar pertenencias propias.

Culpables

A lo largo de la segunda mitad del siglo pasado se ha tratado de sistematizar los trastornos de la personalidad en grandes síndromes y en más de una ocasión se ha hablado de la depresión -o de la ansiedad- como la «enfermedad» mental -o emocional- más importante del momento. A esto se han añadido estadísticas para hacernos ver que nadie está a salvo de cualquiera de esos cuadros conflictivos.

Cada vez hay más personas que caen en un estado depresivo importante, o que entran en crisis agudas de ansiedad, sin conocer el motivo de los mismos. Pero siempre hay un motivo. A veces es consciente o reactivo de una situación concreta, pero otras su etiología es inconsciente.

La mayoría de los conflictos de personalidad, estados depresivos, o crisis de ansiedad, provienen de la capacidad que algunas personas tienen para sentirse culpables, lo cual genera una tendencia inconsciente al auto-castigo.

Vivimos en una sociedad de la que no podemos sustraernos. En esta sociedad hemos nacido, hemos sido criados, educados y condicionados, y por tanto, todo lo que ha influido en nuestra biografía también lo ha hecho en nuestra personalidad.

El hombre es culpable de lo que le ocurre -enfermedad, sufrimiento,  muerte-, por haber contravenido las leyes que imperaban en el Paraíso. Eso -de manera inconsciente- es algo que llevamos adherido a nuestra existencia y potencia -sin darnos cuenta- y –en muchas ocasiones- se traduce en un sentimiento de culpabilidad.

Por otro lado, subliminalmente, existe la lectura relacionada con el tabú sexual. Esta lectura dice que el mal que ha generado el hombre al privarse de la vida eterna -y de su morada en un continuo paraíso- es su deseo sexual. De ahí la cantidad de conflictos de esta índole y los frecuentes sentimientos de culpabilidad y frustración que muchos padecemos respecto a nuestros propios deseos y necesidades en este ámbito tan natural del ser humano.

¿Quién no conoce el mito de Adán y Eva, la Serpiente y el Paraíso? La cultura cristiana ha generado una sensación de desfondamiento precisamente con este mito. Ambos conceptos –sexo y culpa- están siempre presentes en el mundo en que vivimos y han sido ampliamente tratados, tanto por la filosofía, como por la teología, o incluso la literatura.

El sentimiento de culpabilidad inconsciente se encuentra encerrado en esa zona de la personalidad que Sigmund Freud llamó el “Ello”, y con frecuencia tiene una réplica en la conciencia en forma de autocastigo. Pensemos, como ejemplo, en algunas situaciones que viven muchos seres humanos y que con frecuencia nos resultan inexplicables desde el punto de vista de la lógica: Personas que -sin desearlo- continuamente se implican en situaciones que les acarrean cientos de problemas; personas que se niegan el éxito, teniendo todo a favor para conseguirlo; personas con una actitud negativa hacia la pareja, a la que aman con fervor… Son reacciones aparentemente contradictorias, que llevan en la mayoría de las ocasiones al individuo a una negación de la felicidad –o al menos de una felicidad temporal: la única forma de felicidad posible para los seres humanos-.

Existe otro factor que suele generar sentimientos inconscientes de culpa: el chantaje emocional. Con frecuencia, este chantaje es involuntario y producto de una necesidad de protección exagerada hacia la persona a la que se chantajea; o bien consecuencia de una actitud egoísta del que chantajea. Por ejemplo, esas madres que -para que los hijos tengan los comportamientos deseados- se quejan de sufrimiento moral o físico cuando esos mismos hijos no ceden a sus requerimientos. O esa mujer -o ese marido- que entran en estado de melancolía cuando la pareja es capaz de disfrutar de su propio espacio.

Pero también existen los chantajes conscientes, voluntarios, muy sutiles y contaminantes. Estos se realizan con plena actitud, casi maquiavélica, por parte del chantajista y siempre para tener dominado al chantajeado. Suele ocurrir con más frecuencia en relaciones de pareja y en relaciones laborales. En estos casos, el chantajeado, si es persona de carácter débil, acaba por crearse sentimientos de culpa que le llevan a debilitarse todavía más y a manifestar comportamientos auto-punitivos.

Descubrir los propios sentimientos de culpabilidad inconsciente lleva a la persona a lograr una autonomía de pensamiento y acción, a alcanzar la confianza en sí misma, a aumentar su autoestima y -sobre todo- a dejar para siempre la tendencia al autocastigo, lo cual generará una calidad de vida emocional que le permitirá dirigir su propia existencia.