Las lágrimas de San Lorenzo

He olvidado mi primer recuerdo de niña feliz. Mis recuerdos comienzan con una borrachera de mi madre. Sí, mi madre. La que se supone que debía protegerme y cuidarme. A la que se supone que debía acudir cuando me fuera mal en el colegio. Con diez años, cuidaba de ella. Iba a la compra y limpiaba la casa. Sí, también limpiaba sus vómitos. A los catorce años, trabajaba limpiando coches, para ayudar a pagar el alquiler. Y me esforzaba mucho, porque estaba cansada de dar tumbos.

Yo no soy alcohólico

Esta es la frase que cualquier alcohólico te dirá si le preguntas. Siempre pondrá ejemplos cercanos de personas que, según él, sí tienen un problema con el alcohol. Una persona alcohólica ha perdido su libertad.

Esta enfermedad se caracteriza por la imposibilidad de frenar los impulsos para la ingesta de alcohol. El alcohólico pierde el control después de dos o tres copas. Ya no es capaz de parar. A esto se suma la costumbre social de celebrarlo todo con alcohol.

Según la OMS (Organización Mundial para la Salud):

  • El consumo de bebidas nocivas produce 2’5 millones de muertes al año.
  • Unos 320.000 jóvenes de entre 15 y 29 años mueren cada año por causas relacionadas con el consumo de alcohol, lo que representa un 9% de las defunciones en ese grupo etario.
  • El consumo de alcohol ocupa el tercer lugar entre los factores de riesgo de la carga mundial de morbilidad; es el primer factor de riesgo en el Pacífico Occidental y las Américas, y el segundo en Europa.
  • El consumo de alcohol está relacionado con muchos problemas graves de índole social y del desarrollo, en particular la violencia, el descuido y maltrato de menores y el absentismo laboral.

 Las drogas

El alcohol me robó la niñez. Pero las drogas, a las que me acerqué con quince años, me robaron mi adolescencia.

Comencé siendo consumidora ocasional para acabar siendo consumidora diaria. Abandoné los estudios. Y me sentí abandonada por los adultos que se suponía que debían cuidar de mí. Me refugié en un grupo reducido de jóvenes como yo.

Y esa era mi vida: pasaba de cuidar de mi madre a drogarme. Mi forma de vestir hablaba por mí. Ropas anchas, gorra calada hasta las cejas. Era mi forma de reclamar a los adultos una atención que me había sido negada desde niña. Porque necesitaba cariño, y no lo tenía. Necesitaba mimos y era yo la que mimaba. Necesitaba comprensión y era yo quien la daba. ¿Por qué cuidaba de mi madre? Porque ella cuidó de mí cuando era un bebé. Porque, aunque se esforzó, no encontró los suficientes motivos para luchar. Porque su fracaso personal la llevó al mismísimo centro de la autodestrucción. Además, ella fue la única que me quiso desde algún recóndito lugar de su cerebro. De mi padre, ni hablo, porque desapareció antes de que yo naciera.

Y yo iba por el mismo camino…

El cuerpo, ese desconocido

Nuestro cuerpo posee una enzima llamada aldehído deshidrogenasa. Esta enzima se encuentra en el estómago de todos los hombres y en el hígado de hombres y mujeres. Por esta razón, las mujeres son más vulnerables al alcohol. Cuando el alcohol llega al hígado, éste lo metaboliza y lo convierte en otras sustancias igualmente nocivas. Si el hígado no es capaz de metabolizar todo el alcohol, pasa al torrente sanguíneo. Y así es como llega al cerebro, afectando al sistema nervioso central.

Mi esperanza

Sentada frente a mi madre, viéndola sufrir después de haber vomitado, me di cuenta de que debía cambiar mi estilo de vida. Y el de mi madre.

Comencé en ese momento el largo y duro camino de la recuperación. Me dejé querer –por primera vez- por personas desconocidas. Me recondujeron hacia el camino de la libertad. Porque las drogas no son libertad. Las drogas son las cadenas que te atan y hacen que pierdas la perspectiva de las cosas. Hacen que pierdas momentos de vida. Porque siempre puedes optar por no tomarlas, pero cuando tu decisión es la de hacerlo, cuando crees que lo decides libremente, es cuando tus cadenas son más pesadas.

La nueva vida

Las Perseidas, o Lágrimas de San Lorenzo, son ese milagro que sucede cada año en el mes de agosto. Se llaman así porque esta lluvia de meteoritos alcanza su zenit en el día de San Lorenzo –santo mártir que murió en la hoguera-, recordando las lágrimas que vertió al ser quemado.

Ahora, ya no vivo de historias contadas. Ahora salgo al encuentro de la vida. Por eso, estoy dispuesta a pedir un deseo por cada lágrima que vea en el firmamento. Ahora quiero ser la protagonista de mi existencia. Quiero ser yo quien tome las decisiones, acertadas o erradas, y responsabilizarme de mi felicidad. Quiero que mi pequeño Universo esté lleno de deseos y esperanzas. Aunque sea a costa del martirio. Aunque, para ello, haya que llorar.

Los objetos perdidos

Un portazo puso fin a la discusión. Ella, asustada, se escondió debajo de la cama. Con sus pequeñas manos, se tapó los ojos. Se hizo un ovillo y quiso desaparecer. Después de lo que a ella le pareció una eternidad, oyó los gemidos de su madre. Seguía llorando… Nada le parecía tan horrible como el llanto de su madre. Poco a poco, el miedo fue desapareciendo. Tímidamente, fue saliendo de su escondite en busca de su madre. Ella –su madre- estaba recostada en el sofá, mirando, sin ver, la televisión. “¿Mamá? –dijo con un hilillo de voz- tengo hambre”.

Su madre la miró con ternura, acarició su pelo y le dio un beso en la mejilla. Le aseguró que todo estaba bien y una gran sonrisa le devolvió la serenidad.

Al día siguiente, fueron a visitar a una amiga. Mientras las madres charlaban, ellas jugaban –entre risas- con todos los juguetes esparcidos por el suelo.

Llegó la hora de la despedida, con la promesa de volver a jugar y reír. Cuando llegaron a casa, fue corriendo a su habitación, desoyendo las palabras. Una vez allí, a salvo de la mirada de su madre, sacó del bolsillo de su chaqueta un pequeño perrito de cristal. Lo miró con los ojos muy abiertos, lo puso junto a la luz y observó en él los destellos mágicos, un maravilloso arco iris que salía de aquel pedacito de cristal.

Esa fue la primera vez…

La cleptomanía es la tendencia a robar pertenencias ajenas. No son robos premeditados y ésta es la diferencia con el ladrón. El cleptómano obedece a impulsos. Entrar en una tienda le suele provocar estados de ansiedad que solo remiten cuando roba algo. Solo entonces se siente liberado. Generalmente, estos individuos disponen de dinero y lo que sustraen es de escaso valor. El cleptómano es consciente del acto. Sabe que está mal y tiene miedo de ser pillado. Esto le genera sentido de culpa y ansiedad.

Por tanto, podríamos decir que la cleptomanía es la respuesta a un conflicto emocional que se mitiga con los pequeños hurtos.

El perro de cristal estaba a buen recaudo. Una caja grande, roja, con una pequeña cerradura –regalo de su padre-, era el lugar perfecto para guardar aquella figurita de la que salía un maravilloso arco iris.

Al pequeño perro le siguió un coletero brillante. Un lápiz con dibujos de hadas. Una libreta de color rosa… Llegó un momento en que aquella caja roja estaba llena de objetos. Cosas que había ido “robando” a sus amigas.

Ahora, pasado el tiempo, los portazos le dan menos miedo. Ya no se esconde debajo de la cama. Ahora se va a la tienda más próxima y roba.

Pero no sólo roba. Su relación con la comida es caótica. Sabe que lo que hace no está bien, pero es su forma de compensar pérdidas. Y esa sensación de transgresión le resulta casi agradable, aunque después llegue el arrepentimiento.

La cleptomanía es un trastorno grave -como lo son todos los trastornos del desarrollo cognitivo y afectivo-. Las personas que lo padecen no roban por placer, sino por un impulso que no pueden refrenar. Podríamos decir que la cleptomanía es una adicción primaria (el significado de “primaria” se refiere a que no es un síntoma).

En el DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), la cleptomanía está encuadrada en el apartado “Trastornos del control de los impulsos no clasificados”, junto con:

  • Trastorno Explosivo Intermitente
  • Piromanía
  • Tricotilomanía
  • Juego Patológico

Le sudaban las manos. Miraba de reojo. Cogía una y otra vez ese monedero que había llamado su atención. Lo dejaba y se alejaba a otra sección. Pero su corazón latía fuertemente. Su ansiedad iba en aumento. Tenía que llevárselo. Sentía el pulso en las sienes y la adrenalina navegando por todo su cuerpo. Desde el otro extremo, miraba el mostrador donde estaba aquel maravilloso objeto de deseo.

Una vocecita interior le repetía que no debía hacerlo. Lo argumentaba. Pero sus piernas comenzaron a moverse sin su permiso. Pensaba en sus padres. En su novio. Pero se vio guardándose el monedero en un bolsillo de su abrigo. Le embargaba una mezcla de victoria y miedo. “Me van a pillar”. Se tocaba el bolsillo y se aseguraba de que su trofeo seguía ahí. Despacio, se dirigió hacia la puerta de salida. Dos metros: el corazón se le salía por la boca. Un metro: gotas de sudor caían por su frente. Medio metro: el aire de la calle refrescaba su cara.

De pronto, una voz de hombre la hizo detenerse en seco. Por un momento, pensó que sus venas se habían vaciado de sangre. Que el corazón, de tanto latir, se le había parado. Se dio la vuelta y vio a un guardia de seguridad que, con una sonrisa, le daba el guante que se le había caído. “Muchas gracias” -balbuceó-. El frío de la calle la devolvió a la vida.

Caminaba sin rumbo, pensando en lo sucedido. Era la primera vez que había sentido terror. Era la primera vez que el robo no era placentero. Se sentó en un banco del parque, cerca de su casa. Pensó en aquel perrito de cristal del que salía el arco-iris. De su caja roja. De todas las cosas que había robado desde entonces. Y, en ese momento, reconoció ante sí misma que tenía un grave problema. Se dio cuenta de que trataba de “reponer” afectos perdidos.

El cleptómano desconoce la razón por la que roba. El cleptómano maneja mal la angustia. Esta angustia, en muchas ocasiones –y en su origen-, es debida a la falta de afecto y atención en la infancia.

No hay que buscar culpables. Ni señalar como único responsable al cleptómano. En realidad, todo el entorno familiar ha de comprender que la persona que más sufre es él.

Buscar ayuda profesional y el apoyo de las personas cercanas es fundamental para superar el trastorno. Ayudar al cleptómano, por otra parte, es bastante útil para conservar pertenencias propias.

Peter Pan no es feliz

No es una enfermedad. La vida tampoco se ve amenazada. Pero otra cosa es la salud mental y, en ese terreno, supone algo más que una incomodidad.

Un síndrome es un conjunto de síntomas que expresan una pauta social. El síndrome de Peter Pan es un complicado laberinto de causas y efectos. Estos hombres se entregan de una forma impetuosa, son narcisistas, se encierran dentro de sí mismos y sufren de una exaltación del ego que les convence de ser capaces de realizar cualquier cosa que su mente pueda imaginar.

La cruda realidad, el paso de los años, los convierte en inadaptados y van cambiando su “yo quiero” por un “yo debería”. Buscan la aceptación de los demás, como si fuera el único camino que tienen para encontrar la aceptación propia. Sus rabietas temperamentales se confunden con afirmaciones viriles. Entienden el amor como algo que se da por sentado –que se les debe-, sin aprender nunca a darlo como compensación. Saben fingir que son adultos pero, en realidad, su comportamiento es de niños consentidos.

Para superar su mal, ellos deben recorrer la distancia más larga: la que hay entre la boca y los oídos.

Ser un niño por acciones y un hombre por edad es algo triste. Porque el hombre quiere tu amor, pero el niño quiere tu compasión. El hombre necesita estar cerca, pero el niño teme que lo toquen. Si miras más allá de su orgullo, verás que es vulnerable y hasta podrás sentir su miedo.

Ilustraciones Trina Schart Hyman

Para poder ayudarle, hay que entender su complejidad. Hay que tratar de entender que es un hombre que sufre y que tiene dificultades para reconocerlo. Descubrir la ubicación de su espacio vital es tan confuso como comprender esta indicación: “tercer piso a la izquierda y después, todo recto hasta la noche”.

Ya sé, ya sé, las mujeres pueden identificar esta conducta en muchos de los hombres que conocen. Pero hay que ser muy cuidadoso a la hora de etiquetar a un hombre bajo este síndrome. Primero, porque se corre el riesgo de “negativos verdaderos” (el síndrome parece que se cumple, pero no) y segundo, porque se corre el riesgo de los “positivos falsos” (el síndrome parece que no está, pero sí).

Todo esto se puede complicar aún más, porque muchos hombres tienen uno o más de los síntomas del síndrome, sin sufrirlo en realidad. Un hombre sensible, con una gran imaginación y capaz de luchar por mantenerse joven, puede confundirse con un Peter Pan. Pero no olvidemos que estas cualidades son caminos hacia la serenidad inteligente. Sería como confundir a una persona inconsciente con una que está muerta.

Un hombre es víctima de este síndrome cuando éste le impide desarrollar relaciones con otras personas e interfiere en su funcionamiento diario.

Creo que todos conocemos la historia del despreocupado Peter Pan. Fue este personaje el que nos mostró lo maravilloso de la eterna juventud. Fue él quien enfureció al Capitán Garfio. Fue él quien, con sus juegos, rompió el corazón del Capitán, y por eso, fue lanzado, por la borda del barco, a las fauces del cocodrilo que se había tragado un reloj.

Él simboliza la esencia de la juventud. La alegría y la presencia de ánimo. Infatigable, nos tiende la mano de un eterno compañero de juegos. Cuando permitimos que él toque nuestros corazones, nuestras almas son alimentadas.

Hasta ahí, el maravilloso cuento de J.M. Barrie, nos toca la fibra y es como si Campanilla hubiera esparcido sobre nosotros su “polvo de hadas” y pudiéramos volar. Volar con la imaginación de un niño. Sentir la brisa acariciando nuestra piel. Volar hacia el país de Nunca Jamás, donde no existe el tiempo y todo se puede “arreglar” de forma sencilla. Porque hasta perseguir nuestra sombra resulta algo divertido.

Crecer es duro, y Peter Pan se resiste con rabia. Pero si miramos atentamente al personaje, descubriremos que, en realidad, Peter Pan es un joven muy triste. Su vida está repleta de contradicciones, conflictos y confusión. Porque sentirse atrapado entre el hombre que uno no quiere ser y el niño que ya no se puede seguir siendo, es duro, muy duro y triste.

El neutralizante de los polvos mágicos es la realidad. Tratar de comprender a estos hombres y ayudarles a superar el síndrome es cosa de todos. Comenzando por las madres que -guiadas por el amor y sentido de protección- impiden el normal desarrollo de los hijos varones. Los convierten en inútiles cuando, sin mala intención, les impiden realizar tareas cotidianas. Frases como “ya tendrá tiempo de aprender que la vida es dura”, forman parte de la educación de muchos niños. Actitudes permisivas se han colado en muchas facetas de nuestra vida: literatura, filosofía educativa, comunicación… Ellas les han dado a nuestros padres la idea de que, al criar a los hijos, hay que evitar la autoridad y el castigo, y nunca implementar límites al espacio de crecimiento.

Al adoptar esta forma de educación se fomenta la irresponsabilidad. No estoy hablando de ser vago, sino de ser absolutamente irresponsable, donde el niño cree que las reglas no se le aplican. Cuando se llega a esos límites, donde la irresponsabilidad no es contraatacada, los niños dejan de aprender los necesarios hábitos de cuidarse ellos mismos.

El niño ha de aprender, desde su más tierna infancia, las cosas básicas, como el aseo personal, o a ser ordenado. De no hacerlo, se convertirá, sin duda, en un adulto perezoso que ha enterrado la confianza en sí mismo.

Los hombres víctimas de este síndrome están llenos de ansiedad. Ansiedad que aprendieron siendo niños. Y la aprendieron de sus padres. Porque la ansiedad es el resultado de la infelicidad. Padres que no supieron disimular su agónica tristeza provocada por la insatisfacción.

El padre disimula su dolor con una imagen de “hombre duro” que todo lo puede. Y la madre, a menudo, hace gala de la batalla contra el martirio, bajo el velo del sacrificio. La frase más típica de una madre así es “Solo quiero la felicidad de mis hijos” o “Todos nuestros esfuerzos son para que nuestros hijos tengan lo mejor”. El resultado de estos mensajes es que los hijos no aprendan a comunicarse bien con los adultos de referencia. Esto provoca un sentimiento de culpa. Este sentimiento produce ansiedad. Y esta ansiedad es como un ruido ensordecedor que impide al niño escuchar sus propias necesidades y verbalizarlas.

En muchos casos, los padres, erróneamente, fingen ser felices. Tienen miedo de enfrentar sus sentimientos con la verdad. Esto sucede porque se sienten desdichados. Así, ponen falsas sonrisas en sus caras y se fuerzan a salidas familiares fingiendo, nuevamente, satisfacción.

Aparentemente, son una familia bien adaptada y hasta parecen felices. Dan a sus hijos dinero en vez de tiempo. De esta guisa, los hijos aceptan la comida, la vivienda y la seguridad como algo que se da por sentado, y se concentran en la búsqueda de nuevas formas de placer. Después, al disponer de demasiado tiempo y muy poca seguridad en casa, buscan identidad en el grupo. Con demasiada frecuencia, buscan desesperadamente un lugar al que pertenecer.

En un estado que podríamos denominar de “pánico”, los niños son atraídos por los medios de publicidad que les aseguran que la clave del éxito es hacer lo mismo que hacen los demás. Como consecuencia, la presión a la que son sometidos, invade cada aspecto de sus vidas.

Si eres mujer y conoces a un hombre con este síndrome, no te rindas. Con amor y paciencia, él puede solucionarlo. Si eres madre, no conviertas a tu hijo en un Peter Pan, guíalo para que encuentre su propio espacio y llegue a ser un adulto responsable y comprometido con su felicidad. Ayúdale a desarrollar sus habilidades y nunca finjas ni tristeza ni alegría.

Si crees que eres Peter Pan, sal de la prisión de la soledad. Deja de mentirte a ti mismo. Y recuerda que ese mundo -ese que pertenece a tu infancia- se llama –y no en vano- el País de Nunca Jamás.

La primera comunión de Amy Winehouse (Amy Winehouse 2)

A pesar de no atenerse a los dictados, ya sean gazmoños, ya sean tiránica y conformistamente sexies de la industria del disco y la música de masas, Amy no sólo no ha cautivado, sino que incluso se ha podido constatar su influencia directa en la moda y así una nueva marca de ropa inspirada claramente en nuestra artista se ha anunciado por primera vez en marquesinas y revistas en este verano del 2011. Y ello, cruelmente, poco antes de su óbito.

La foto publicitaria es, claro está, en blanco y negro y ello no sólo por su mayor poder de evocación sino también por mejor expresar lo retro que caracteriza a nuestra cantante En ella aparece una muy joven muchachita, delgada en demasía, sin pecho -como bailarinas, gimnastas, impúberes mocitas y también ¡ay! drogadictas-, exhibiendo un exuberante cabello negro y reluciente propio de bíblicas Raquel o Judit redivivas y luciendo aún las hinchaditas mejillas infantiles de ingenua peponcilla que contradicen en parte su figura de quebradizo alfeñique. Su labio inferior, encantadoramente bezudo, le otorga el asombro desvalido del cervatillo. ¡Cuantísimo no hay de ello en nuestra Amy!

La niña en cuestión es una idealización, edulcorada, de la áspera Amy, siempre borracha y siempre rozando lo lúbrico. La marca de que hablamos anuncia sus dos sedes de Londres, ciudad natal y de residencia de la Winehouse, y Tokio. Su nombre es Amy Gee. El nombre no es casualidad. Es una cita y despeja toda improbable duda.

Amy Gee es Amy Winehouse en inocente. Amy Gee es Amy Winehouse en el día de su primera comunión, no importa que nuestra cantante sea judía. Amy Gee es cuanto Amy Winehouse nunca podrá volver a ser, la añoranza de una infancia sin etilismos, sin drogas, sin pendencias, sin sordidez.

Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”.