El porno que ves

Aunque ya tiene un par de años (y eso es muchísimo tiempo en el mundo online), la serie documental que produjo la BBC en 2010 -y que llevaba por título «La revolución virtual»- es probablemente el acercamiento más serio, profundo e ilustrativo de todos los que se han hecho al «fenómeno Internet», o al menos de los concebidos para el gran público.

La doctora en «Psicología social» -una disciplina muy discutida en sus bases, por cierto, pero con gran aceptación en el eje anglosajón, probablemente por sus aplicaciones prácticas- Aleks Krotoski es la presentadora de la serie. En ella, esta también periodista estadounidense sobrevuela los temas de mayor calado que intervienen en el análisis de la sociedad post-Internet.

El precio de lo gratuito

Y un capítulo, el que hoy enlazamos, es probablemente el más inquietante de los cuatro que la componen. Habla sobre el precio que pagamos los usuarios de Internet por disfrutar de esta mágica tecnología. Un precio que no se mide en dólares o en euros, sino en datos, en información.

Entrevistados de la talla de Bill Gates (Microsoft), Eric Smith (Google), Jeff Bezos (Amazon), o Chad Hurley (YouTube) hablan sobre lo que supone proveer un servicio y recibir como contrapartida un caudal de datos procesables. Cada cual desde su perspectiva -claro- y encaramados en el púlpito de la integridad moral -por supuesto- lo que dicen es que el usuario sabe que está expuesto y lo acepta, porque los beneficios que obtiene a cambio de ceder esa parcela de intimidad son enormes. Y ellos -los gurús-, santos en vida, no harán nunca nada con esos datos que perjudique a la gente, por Dios, todo lo contrario, los usarán para mejorar sus vidas.

El problema llega cuando esa «parcela de intimidad» es en realidad toda tu finca y cuando esa cesión no es temporal, ni controlada, sino eterna -«tus datos estarán siempre en Internet»- e incontrolable -la foto de tu hijo que subiste a Facebook puede perfectamente llegar a una web de pederastia-.

Todo de todos

Porque en Internet volcamos todo de todos, lo nuestro y lo del vecino, al desparrame. Ya sea mediante el famoso Facebook -en el que la gente valiente asume un cierto grado de exposición pública-, o a través de nuestros correos electrónicos, Whatsapps y demás utilidades aparentemente privadas -que nadie en su sano juicio expondría alegremente-. Ese universo que todo se traga y al que genéricamente llamamos «Internet» conoce nuestros más íntimos secretos.

La chica que te gusta. El porno que ves.

Repercusiones

Y por mucho que digan los gurús, la gente ni conoce, ni acepta, las repercusiones que esta exposición pública puede tener. En primer lugar, porque nadie que no se dedique al negocio del «cine erótico» [sic] quiere hacer pública una fotografía de su retráctil órgano sexual -por ejemplo- durante una entrevista de trabajo, o una cena de Navidad. Y en segundo lugar, porque ni siquiera los propios gurús conocen las repercusiones de esta exposición. Las empresas cambian de dueños, los países cambian de gobernantes, y los datos almacenados en Internet permanecen ahí, y pueden servir para los más oscuros propósitos: campos de concentración para calvos. Eugenesia.

Así que, antes de teclear tu próxima búsqueda en Google, ¿por qué no le echas un vistazo al documental?

Francisco Sánchez…

…Paco de Lucía.

El valor de algunos documentales se encuentra a nivel estético, cuando en ellos se incluye imágenes muy bellas, o una edición muy original, por ejemplo.

En otros, hallamos su valor a nivel conceptual: nos hacen llegar a conclusiones nuevas, o modificar nuestra perspectiva sobre algo.

Pero existe otro tipo de documentales, que no destacan a ninguno de estos dos niveles -ni estético, ni conceptual- y que son igual de valiosos que los anteriores. Se trata de los documentales que destacan, precisamente, a nivel documental.

«Francisco Sánchez, Paco de Lucía» es uno de estos documentales. Sus imágenes no son especialmente llamativas, no aspira a innovar en aproximaciones, ni narrativas -de hecho no se ha proyectado en cines, sino que ha sido concebido para la televisión-. Pero consigue esa magia inaccesible que a veces se esconde tras la verdad de las cosas.

No en vano, a este tipo de películas -a éstas que hablan de «lo que pasa en realidad»- se las denomina «Documentales». Son más «documento» que cualquier otra cosa: más «documento» que «Arte» -aunque haya entre ellas verdaderas obras maestras-. Más «documento» que «entretenimiento» -aunque muchos documentales sean muy amenos. Y más «documento» que «reflexión» -aunque algunos documentales cambien literalmente el modo de pensar de millones de personas-.

Sin documento, sin testimonio, no hay documental.

«Yo me alejo de todo lo que me recuerde a Paco de Lucía» – dice Francisco Sánchez-. Y es cierto. En la hora y media que dura la película, el espectador puede constatar que el guitarrista es una persona solitaria, sencilla, muy trabajadora y celosa de su intimidad. Es la primera -y probablemente la única- vez que permite a un equipo de grabación acercarse de este modo a su vida cotidiana y a su modo de obrar. Y por eso, tratándose de Paco de Lucía, Maestro incuestionable, Grande de todos los tiempos, Mito viviente, Artista universal, la cinta adquiere más valor documental -si cabe- que otras piezas de museo.