Siluros y bacalaos
«Catfish» es el título de un documental sobre las relaciones interpersonales en la sociedad digital. Reflexión a propósito de la mentira, la quimera, la autoestima y la ilusión en Internet, todo en esta película resulta engañoso, hasta el punto de que su propia autenticidad ha sido puesta en entredicho; no sabemos si se trata de un falso documental.
Ficcionado o no, el efecto que ha producido desde su estreno en 2010 es remarcable. Miles de personas se han dirigido a sus creadores para encontrar ayuda con alguna relación internáutica que les acuciaba, que parecía ser lo que no era, o que era lo que no parecía, lo cual ha llevado a profundizar en el fenómeno y realizar una serie de televisión bajo el mismo nombre, con versiones en diferentes países. Y es que la mentira en Internet no conoce fronteras.
Siluros
Uno de los personajes de la película se llama Vince y cualquiera, al escucharle hablar, diría que tiene pocas luces. Sin embargo, a la manera de la mitología clásica, en la que los videntes son a menudo ciegos, Vince consigue definir la esencia de su esposa Ángela, la protagonista, mejor que ningún otro. Su esencia de pez gato.
Para ello, Vince cuenta la historia de unos comerciantes de pescado que exportaban bacalao. El bacalao, encerrado en bidones durante el transporte, aunque vivo, se atrofiaba, de manera que los comerciantes tuvieron que ingeniar un sistema para conservarlo fresco. Alguien con mucha inventiva y pocos escrúpulos pensó que lo mejor era introducir un siluro («catfish») en cada bidón de bacalao y así, el miedo al siluro mantendría a los bacalaos nadando sin parar, hasta llegar a su destino.
Meetic, Skout y Lovoo
Porque la manera de relacionarse -sexualmente, pero no sólo- ha cambiado mucho en los últimos años. Un par de generaciones atrás, quien nacía en un pueblo -salvo honrosas excepciones- acababa contrayendo matrimonio con alguien de ese mismo pueblo o, como mucho, del pueblo vecino. Ahora, la realidad virtual nos permite soñar con personas del otro lado del Globo, interactuar con ellas, enviarles mensajes, fotos, vídeos, poemas y cartas de amor, sin mancharnos las manos de tinta ni los pies de barro. Se trata de un amor aséptico, sin olores ni sabores, sin una realidad contrastable de legañas al despertar que enturbie lo platónico de una relación incorpórea.
Claro que el grado de virtualización de esa realidad queda al criterio de sus protagonistas, cada cual proyecta lo que considera más interesante. Y no todos tienen los mismos intereses.
«Mira, esta chica es majísima» -nos decía un amigo hace poco, mostrando la fotografía de una veinteañera muy guapa que se incluía entre sus contactos de Lovoo-. «El único problema es que es prostituta» -concluía-.
Bacalaos
De manera que aquellos que confían en encontrar el amor de su vida a través de Internet no lo tienen tan fácil, por muchas plataformas de flirteo que utilicen. En el mundo de la mentira, descubrir la verdad implica un desgaste con frecuencia inasumible y uno puede encontrarse cualquier cosa. Prostitución, sí, pero también personas con baja autoestima que sueñan con cambiar su vida y que, en vez de eso, construyen mentiras muy elaboradas (crear 17 perfiles en Facebook, por ejemplo, para simular una familia al completo), o desaprensivos con intención de hacer daño.
Y en este baile de identidades, los hombres son los más «bacalaos». No hay más que ver las estadísticas de uso de cualquier chat, plataforma de ligue o portal de citas: los hombres son quienes más buscan; buscan desesperadamente, proponiéndose, exhibiendo sus pobres encantos a casi cualquier mujer (o monstruo disfrazado de mujer) que les dedique una mínima atención. Son carne de cañón, terreno abonado para la mentira, el fraude y la traición. Víctimas.
Ellas, víctimas también, apabulladas las más de las veces, o embriagadas de celebridad, están que no se lo creen. Porque fuera de la realidad virtual, nadie nunca les hizo tanto caso. Y dentro, ataviadas con gafas de sol, tatuajes, palos de selfie y poniendo morritos, se ven divinas. Aunque todo al final resulte en una gran mentira y tengan que hacer de tripas corazón para encajar tanto piropo insano.
Normalidad
Y el halo de normalidad con el que hemos incorporado esta forma de vida asusta. Hay ya terapias para «desengancharse» de la tecnología, retiros en el monte lejos de Internet que «reconectan» a los pacientes con el mundo material, terapias idénticas a las empleadas con las drogas, pero menos efectivas. Porque las drogas se pueden evitar, alejándose de ellas, pero la tecnología adictiva está por todas partes, la usan familiares y amigos, la promocionan entes públicos y privados, se exige para encontrar empleo.
Estamos todos enganchados, en grado variable, pero enganchados sin ninguna duda, al mundo virtual. La media de consumo televisivo por persona y día es, en España sin ir más lejos, de más de cuatro horas. Esto son dos meses completos al año, enchufados a la televisión. Y si a eso añadimos el tiempo que pasamos enviando whatsapps, correos electrónicos, hablando por teléfono, jugando a videojuegos, chateando, buscando pareja en foros y apps, o simplemente compartiendo nuestras experiencias en redes sociales, veremos con claridad la dimensión del problema: no hacemos otra cosa. De manera que, para un psicoterapeuta, por ejemplo, que pretenda contribuir a la «rehabilitación» de alguien, resulta francamente complicado dar pautas de conducta. Porque con la droga es fácil, prohibido consumir cocaína y punto, pero con la tecnología… ¿prohibido usar smartphones?
Se dirá que esto es una exageración, que también hay lugar para el uso -sin abuso- de la tecnología, que Internet se ha demostrado muy útil para compartir conocimiento, generar empleo y encontrar pareja. Que lo bueno supera a lo malo. Y quizás tengan razón. Pero no obviemos que el impacto de esta tecnología es equivalente al de la energía nuclear (como ya dijera el gran Umberto Eco). La energía nuclear ilumina y calienta las casas y por eso es útil, pero también arrasa ciudades. Y por eso es vital usarla con criterio.
Petardas, Cumlouder y Adopta un tío
Es un mundo muy triste, el dominado por la pornografía. Mujeres y hombres degradándose por turnos, de éste o del otro lado de la pantalla, según. Como en la hoguera de las vanidades, parece que la realidad virtual airee una cierta verdad que permanecía oculta.
Las relaciones sexuales están en el centro de la cuestión. Los modelos de conducta que propone la pornografía permean las sociedades, se replican en el mundo «real» y al final uno y otro -mundo virtual y material- se terminan pareciendo, de manera esperpéntica. Las fiestas en colegios mayores, por ejemplo. Hay toda una corriente pornográfica que remite a esos grupos de estudiantes universitarios enredados en juegos sexuales. ¿Se daba ese tipo de prácticas antes de la tecnología? Quizás sí. ¿Eran tan frecuentes, tan similares entre sí y tan rentables como ahora? Obviamente no.
Cumlouder es una web pornográfica de gran éxito. Según su página de LinkedIn, está gestionada por una emergente empresa de Gijón -algo que nos pilla bastante cerca- y se dedica tanto a la distribución como a la producción pornográfica. Algunos de sus vídeos destacados se titulan «Maestro en romper culos» o «Dos pollas para una sintecho». En Petardas.com sucede algo parecido («La sucia Alicia perforada por tres machotes»), al igual que en la mayoría de sitios pornográficos. Se verá que estas plataformas proponen cultura, dicho sea esto sin ironía. Una cultura que, entre otras lindezas, ensalza al maltratador (maestro en romper culos), ofende a las personas sin recursos económicos (dos pollas para una sintecho) y promueve un cierto tipo de roles (la sucia Alicia y los machotes) que remiten a una visión del mundo escandalosa y en buena medida ilegal.
Paralelamente, tenemos «Adopta un tío». Sin ser lo anterior, su propuesta cultural también parece evidente: la mujer, superior en todo al hombre, si bien no va a enamorarse (porque uno no se enamora de un ser inferior), sí puede al menos adoptarlo, como se hace con las mascotas. El hombre, asumiendo su inferioridad manifiesta, humilla como los toros, y en fin se deja adoptar.
Queremos querer
Y es que queremos querer, pero no sabemos bien cómo. Lo virtual nos devuelve un reflejo tan inaceptable de nosotros mismos que lo material empieza a parecer un cascarón vacío. ¿Quién soy, el de las fotos de familia o el del historial de navegación? ¿El de la tos de perro y la cara de resaca? Todo se ve borroso y ya nada es lo que parecía, ni el prohombre ni la infanta. ¿Debo quererme o tatuarme? ¿La chica guapa de Serrano está fuera de mi alcance?
Más nos valdría aceptarnos con las sombras y las luces y las cosas a la cara: «Te quiero», «me gustas», «no te soporto»… «Vamos a follar».
Transparencia, visibilidad y porno de fondo
A menudo, nuestro trabajo consiste en convencer a nuestros clientes de que la arruga es bella.
Porno de fondo
Internet lleva con nosotros, con los españoles, menos de dos décadas. Antes, las películas porno, en VHS, circulaban de mano en mano entre los adolescentes. Eran tan escasas y su demanda tan fuerte, que uno se veía obligado a pedir la vez, como en el mercado, si quería optar a tan indudable beneficio.
Se aprendía mucho con esas películas. Ya no sólo de «técnica sexual» -esa gran desconocida-, sino también de cine, de hacer cine, de cómo hacer cine. Y precisamente, se aprendía tanto, porque las películas porno, por lo general, eran de ínfima calidad: se veía el truco.
Transparencia
De manera que los realizadores de aquellas abominables producciones (y no por abominables menos deseadas), en su pereza, en su incompetencia, o quizás en su paroxismo, se mostraban -fielmente reproducidos en su obra- tal y como eran: unos chapuzas.
Y aquello le daba más encanto a la cosa, porque en el sexo, si bien la seducción marca la pauta -y la seducción es engaño, media verdad y maquillaje-, lo que de verdad excita es la sinceridad. Uno no quiere que le regalen el oído -o la vista, en este caso- con fraseos manidos, con ojos en blanco, con gritos heréticos, con mentiras. Uno quiere ver -y escuchar- una excitación real en el otro. Uno quiere sentirse deseado por lo que de verdad es. Y uno quiere encontrarse con el otro, en plena desnudez, en el placer mutuo.*
Aquellas pelis tenían mucho de realidad. De hecho, podrían analizarse como ingenuos documentales: erráticos, sin propósito historiográfico, pero fieles al objeto: transparentes. Y entre tanta transparencia, a veces, con suma satisfacción, un observador atento podía, al fin, atisbar un destello -en ellas, claro, en las actrices- de sincero placer robado.
Visibilidad
Con la publicidad sucede lo mismo. El espectador de hoy está tan saturado de mentiras -engaños, medias verdades, maquillajes- que busca desesperadamente algo real, que le muestre que la empresa con la que va a contratar está gestionada por seres humanos de verdad, y no por una máquina de construir falsedades, aunque sean bellas. Quiere gente honesta, gente de la que pueda fiarse. Gente normal.
Y aquí aparece de nuevo Internet, ese medio que lo ha cambiado todo, empezando por la pornografía. Internet permite no sólo que el ex-novio resentido publique una grabación de su antigua amada en circunstancias poco decorosas, sino también que todas las empresas tengan una página web, que publiquen sus fotos y vídeos, que establezcan una relación continuada con los clientes… Que se muestren, en definitiva.
Cómo mostrarnos es una decisión que hoy todos debemos tomar. Y todos somos todos, desde los individuos hasta los gobiernos, pasando por las familias, las instituciones, y por supuesto, las empresas. Mostrarlo absolutamente todo no parece razonable, ni siquiera de buen gusto (pensemos en la moda y en sus regímenes de visibilidad), pero de ahí a construir una gran mentira de nuestra empresa… ¿Queremos ofrecer una imagen de algo que no somos? ¿Eso nos beneficia? Y la gran pregunta: ¿lo lograremos?
Lo más probable, si intentamos engañar al espectador, es que no lo consigamos. Porque el espectador -recordemos- no se cree nada, y siempre -desde su más párvula infancia- está buscando la verdad detrás de la mentira, como un incansable detective, que quizás no detecte siempre el engaño, pero que con frecuencia sí detecta la verdad, la verdad que no se le ha querido contar. Y, por eliminación, pensará que todo lo demás es mentira.
Nuestra posición ante esto, ya lo decíamos al principio, se resume en la frase «la arruga es bella». Señores, que todos envejecemos, que todos somos humanos, que todos morimos, y que nadie es perfecto: acéptense, apuesten por ustedes mismos, ¡quiéranse!, identifiquen sus fortalezas y debilidades, sus deseos y expectativas, sus principios y valores, y cuéntenselos al mundo, sin miedo, sin medias tintas. El mundo les querrá por ello.
Notas
Foto de portada: «Aullido» por Miguel Peláez
*Aquí cabe un análisis mucho más profundo, vinculado a la Antropología y a la Psicología -pulsiones inconscientes, relaciones de poder…- en el que no entraremos ahora, pero sí en futuros artículos.