Demoliciones kármicas
Grupos de ayuda mutua, terapias teosóficas, Yoga, Chi Kung, Ayurvedha y hasta mil disciplinas están de acuerdo. Existe algo, a lo que comúnmente se denomina «Karma», que hace las veces de balanza, una ley universal de retribución por las obras hechas en vida. Creamos o no en la reencarnación, los humanos tenemos algo así como una noción primigenia -instintiva- de lo que está bien o mal. Estaremos de acuerdo en que aquello que construye, aquello que beneficia a los demás tanto como a uno mismo, es positivo, es bueno. En cambio, lo que destruye, lo que perjudica a los demás (aunque con ello se beneficie uno mismo) es negativo, es malo.
La burbuja
Pensaba uno, iluso, hace años, que la famosa burbuja inmobiliaria, al final, traería algo bueno, al menos para el pueblo. Si los constructores, ávidos de riqueza, se ponían a edificar como locos, por lo menos, cuando acabaran, habría pisos para todos. Esto podría incluso redundar en su karma: llevados por la avaricia, sí, pero construyendo. Ay, amigo.
La burbuja estalló y esto fue un «sálvese quien pueda». Los bancos se vieron con suficientes pisos como para desterrar la famosa batería de cocina y cambiarla por apartamentos en Benidorm (eso sí que sería «fresh banking»), pero ningún publicista consiguió convencerlos de ello. Ni siquiera bajaron los precios, qué va. Chulos ellos, potentes y potentados, dijeron «¿no compráis los pisos? Pues no los compréis». Ea.
Y siguen igual. Con miles de pisos inhabitados, vacíos. Algunos nuevos. Algunos sin terminar, expropiados a constructores que quisieron ordeñar la vaca un poco más, a última hora («que sí, que aquí yo hago dos mil pisos y me los quitan de las manos»). El caso es que no los venden ni a tiros, los bancos, porque se niegan a bajarlos de precio. Y como se niegan a bajarlos de precio -y no los venden- están al borde de la bancarrota. Y como los bancos no pueden quebrar -debido no sé a qué ley kármica-, pues los españoles hemos pedido a Europa un crédito de unos cien mil milloncejos para que estos bancos puedan seguir sin bajar el precio de sus pisos. Bien, ¿eh? Fácil.
¿¿Karma??
Y llegamos a la noticia esa. Sí, la de los irlandeses, la que dice que han decidido derruir los pisos que no se venden. Como lo oyen. La Ministra de Vivienda dice que, claro, «como nadie quiere vivir en ellos, lo más práctico es demolerlos». Qué bien pensado. Qué argumento. Demoledor.
Pasaba con la fruta. Si un año venía mucha fresa, y se veía que el precio iba a bajar, pues la tirábamos al mar. Lo importante era mantener el precio. No dar de comer al hambriento. No dar cobijo al indigente, no. Lo importante es mantener el precio.
A ojos de un niño -párvulo, casi inmaculado-, aquellos agricultores que tiraban la comida eran monstruos. De hecho, ver en el mismo informativo a una negra y raquítica mujer, muriendo de hambre bajo el inclemente sol africano, y a un grupo de blancos y orondos agricultores, tirando toneladas de fresas al mar, era motivo suficiente como para despreciar al conjunto de la especie humana (¿al conjunto?). Pero eso era años atrás, sí, cuando éramos niños. Ahora, de adultos, comprendemos que lo importante es mantener el precio, hombre no, faltaría más. Y si no tienes dinero para comprar un piso, pues a la (p***) calle.
Monstruos, por lo menos.
Pero nos queda el Chi Kung, hombre. Tenemos el karma (menos mal que somos budistas). Y si no, que se lo digan a Jorge Cordero, que lleva más de dos meses en huelga de hambre en la Plaza de la Escandalera de Oviedo, asceta él. O a ese 21 por ciento de la población española -y creciendo- que vive en riesgo de pobreza, con un techo de uralita que cualquier día miras y no está. Si no fuera por nuestra confianza en un Orden superior que -antes o después- pone a cada cual en su sitio, estaríamos tentados de demoler -esta vez sí, con razón- la casa de la propia ministra irlandesa.
¿Cómo se puede tener la desvergüenza de decir que la gente «no quiere» los pisos? ¿Que si los regalan los rechazamos acaso? ¿Cómo un Estado -«la Verde Erín», por cierto- que proclama el Derecho Universal a una vivienda digna, puede permitirse siquiera tontear con esa idea?
España es la próxima, eso está claro: el karma nos la trae al pairo. Aunque el Censo de 2011 aún no está acabado, un avance de los datos dice que tenemos entre cinco y seis millones de viviendas vacías. Y recordemos que no cuentan las «segundas viviendas». Cinco millones de casas sin habitar: va a hacer falta una fuerte inversión para derruirlas. Y se pregunta uno, ya no tan niño, ya no tan iluso, nada inmaculado… ¿convocarán ayudas europeas para la demolición? ¿Las sacarán a concurso?
Felicidad Interior Bruta
Diez buenos años atrás (lo de “buenos” es porque quizás sean quince), un profesor de Economía en la Universidad dijo algo en lo que mis compañeros no repararon, pero que para mí fue la revelación más inquietante y esclarecedora de toda la carrera. Estaba explicando las políticas internacionales, la autorregulación del mercado y esas cosas. Afirmó que la política de la Unión Europea se basaba en igualar los precios en todos los países, con la seguridad de que los salarios se igualarían también, ellos solos, con el paso del tiempo. Yo pregunté lo obvio: ¿cuánto tiempo tardarán los salarios españoles en igualarse con los de los demás países europeos? Mi profesor respondió: “Con suerte, 30 años”. En ese momento, me di cuenta de que toda mi vida estaría marcada por la recesión económica.
El precio de los pisos en Bruselas es, a día de hoy, igual o inferior al precio de los pisos en Madrid. El salario mínimo interprofesional en Bélgica es de 1.331 euros al mes. En España, de 600.
Un par de años atrás, una nonagenaria tía-abuela mía me dijo: “los jóvenes de hoy lo tenéis muy mal”. Yo pensé que, si esta mujer, que había vivido la Guerra y la posguerra, la Dictadura, la Transición y lo que llevamos de Democracia, se compadecía de los jóvenes actuales, muy mal debía de estar la cosa. Me puso un ejemplo: “Fíjate, cuando mi marido y yo compramos nuestro piso, nos hipotecamos a cinco años. Y lo hicimos con mucho miedo, porque ¿quién podía saber lo que pasaría de ahí en cinco años?”.
El piso al que hacía referencia era relativamente amplio, céntrico, en Madrid. Hay que decir que no contaban con más ingresos que los de su marido, alfarero de profesión y que, además, criaron a varios hijos.
Las hipotecas actuales, caso de ser concedidas, se extienden durante 20, 30 o 40 años. Y para costearlas, no suele bastar con un sueldo –de abogado, de médico-, sino que ambos cónyuges deben aportar.
Un par de días atrás, el diario “El País” publicaba los resultados de un “juego” llamado “El mejor País”, en el que los lectores escribían las noticias que les gustaría leer. Destacaba un titular: “La Felicidad Interior Bruta, aceptada como índice de referencia socioeconómico internacional”.
Quizás los precios, los salarios, el desempleo y las demás hipotecas no sean buenos indicadores de la Felicidad Interior Bruta.
Pero mi intuición me dice que algo tienen que ver.
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