Trocar la desventura en ventura
Más vale trocar
Plaser por dolores
Que estar sin amores
(Juan del Enzina)
El 18 de febrero de 1999, el joven periodista Miguel Peláez hacía una entrevista a Antonio Fava. Como respuesta a una de sus preguntas, el maestro italiano afirmaba que «La Commedia dell´Arte reconoce los errores útiles y los aprovecha» y así comparaba un fallo o un imprevisto escénico con la Torre de Pisa: «La Torre de Pisa es un error, pero en ese error radica su belleza. Sucede algo similar si suena un teléfono móvil en el teatro o si se apaga de repente la luz; el cómico le sacará partido a esa situación, mientras que un actor de texto se suicidaría de ocurrirle algo similar».
Lo anterior significa que todo accidente o todo imponderable (unos espectadores que llegan tarde, un apagón inesperado, un tropezón y caída de un actor, un ruido molesto de la calle, etc.), tenga la procedencia que sea (el público desde el patio de butacas; el propio actor en el escenario o entre bambalinas incluso; técnico por fallos en la iluminación o el sonido; externo si la representación tiene lugar en la calle o en un espacio abierto, etc.), no sólo no deben desorientar, desconcentrar o desazonar al actor sino que por el contrario, deben ser incorporados a la representación en curso. El actor ha de apropiárselo, desarmando al azar ciego y caprichoso, domándolo o incluso domesticándolo, convirtiéndolo así, de elemento disruptivo, de enemigo privado de conciencia, de ente irracional, en parte del espectáculo e incluso podríamos decir que en protagonista durante un cierto tiempo, siempre corto, esto es en breve protagonista. Es algo así como si nacionalizáramos a ese extranjero para que dejara de serlo; eso sí, nacionalizándolo de verdad, «naturalizándolo» que dicen los franceses, esto es haciéndolo nuestro, con nuestra lengua, nuestras costumbres, nuestra religión, etc., en definitiva haciéndolo «carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre» y no como se hace con los futbolistas foráneos, por poner un ejemplo.
Parafraseando -y contradiciéndolo también- a Mallarmé, digamos que el actor con recursos «abolit le hasard» (suprime el azar, lleva a cabo su abolición).
No sólo no hay motivos para no suicidarse en ningún caso, sino que incluso hay motivos para alegrarse pues saber salir airoso de estos malos pasos suscita la admiración en el público y otorga a la representación un toque, un componente casi mágico, de gran efecto. Sí, lo que en principio es un contratiempo puede ser trocado, con la suficiente habilidad, en un regalo dotado de una presencia casi sobrenatural, en una suerte de don de una divinidad traviesa, pero en el fondo bienintencionada; lo que ocurre es que a esa divinidad le gusta, por ser algo gamberra, ponernos a prueba.
Me pide mi editor -y a ver quién es el guapo que le niega nada a un editor- que, desde mi experiencia personal, ilustre lo anteriormente expuesto mediante unos cuantos ejemplos.
¡Vamos allá!
1. La plaga de los móviles
Recientemente se lamentaba el actor José María Pou de esos móviles que de manera contumaz martillean las representaciones hasta el punto de que en Valladolid llegó a parar la representación para, irritado, quejarse de estas inadvertencias por parte del público que dañan el trabajo y el clima que hasta el momento se haya podido crear por parte de los actores. Y desde luego a José María Pou hay que concederle razón. Dicho esto, veamos un ejemplo de cómo lidiar con ese toro suelto del móvil inoportuno y recurrente.
Sala Galileo Galilei. Año 2001. Estamos representando «La princesa Iseo la Rubia». Bien al principio, suena un móvil, justo en el momento en que yo, con la máscara del capitano Spaventa, estoy representando el papel del gigante Morholt, emisario del rey de Irlanda en Cornualles. Tras haber localizado al usuario, bajo al patio de butacas. Se lo pido y hablando por él, digo: «Sí, Majestad… Cómo no, Majestad… Descuide, Majestad… Siempre a sus pieses, Majestad… (y muy virilmente grito:) ¡Viva Irlanda, viva la verde Erín!» Devuelvo al espectador su móvil y, dirigiéndome al público, digo: «Era Su Majestad, el Rey de Irlanda». Luego, antes de volver a subir al escenario para proseguir con el previsto desarrollo de la representación, me echo la máscara hacia atrás, descubriendo mi rostro y, estrechando la mano del susodicho espectador, le agradezco su «colaboración». Sí, pues es importante, tras el gag, tras la intervención para neutralizar ese estímulo distorsionante, mostrar al espectador implicado y al público en general que uno acepta las cosas tal y como son y surgen y que se renuncia al enojo, al rencor y a toda posición de sobreelevación para establecer una relación de igualdad y fraternidad con el respetable.
Me explico: el actor ostenta el poder pues posee unas tablas, una técnica (proyección de voz, por ejemplo, o presencia escénica) y una posición de la que carece el espectador, quien por otra parte se halla expuesto a la mirada de los otros que con él conforman el público y se encuentra avergonzado por el error cometido de que le sonara el móvil, por haber olvidado apagarlo. Por ello es necesario quitar hierro al asunto, restablecer el equilibrio roto e igualar los niveles -que son a la vez físicos, al hallarse en alto el escenario, y jerárquicos o simbólicos-: el de arriba o del actor con el de abajo, el del espectador. Éste, por otra parte, ha pagado -o no-, pero es de obligado cumplimiento el hacer todo lo posible para que disfrute y para ello, en primer lugar, hay que garantizarle su seguridad psíquica, su tranquilidad, su incógnito, su bendito anonimato. Nunca el actor, bajo ningún concepto, puede mostrarse impertinente con el público.
Podrían narrarse muchísimas más anécdotas de aprovechamiento escénico del móvil que suena entorpeciendo la representación, pero, como nos eternizaríamos, baste el anterior ejemplo.
2. El espectador que llega tarde
El espectador (o los espectadores) que llega tarde, a menos que sea un prepotente y que por ese motivo se haya demorado aposta, entra cohibido, quisiera las más veces que se lo tragara la tierra por lo expuesto de su situación… pero el actor, acechante, sí que lo ha visto y hay que aprovecharlo… Con un poco de recelo fingido, aunque amablemente, le preguntará si ha pagado el importe de la entrada y, como invariablemente responderá que sí, se le indicarán las localidades o puestos libres. Si no las hubiera, o fueran difíciles de encontrar, se le invita a sentarse en un lateral del escenario o en el pasillo del patio de butacas, intentando paliar la incomodidad del asiento con un periódico para que no ensucie sus posaderas, por ejemplo.
En una ocasión, en el año 2003, en el desaparecido café-teatro Tierra y Fuego, en Tribunal (Madrid), estando representando «El Ruiseñor y la Urraca», llegó una bella espectadora con su pareja. Buscaba acomodo en la penumbra del local. Interrumpiendo la representación, me dirijo a ella, más que a él en cualquier caso, y le digo: «Discúlpeme usted, señorita, por haber comenzado sin su presencia. Yo quería esperarla, pero la empresaria me amenazó con no pagarnos y me vi forzado a traicionarla, a usted y a su… (miro entonces a su acompañante, como si fuera a decir: «y a su… acompañante»), pero rápidamente vuelvo a mirarla a ella y a dirigirme a ella para acabar la frase que quedó en suspenso con un «a su… belleza sin igual». Añado: «Aquí hay dos sitios libres… Gracias por venir a honrar este local y esta humilde función… Por favor, señores y señoras, ¡un aplauso para esta donosa damisela!» El público aplaude. Y la señorita, ufana. Merecidamente por otra parte. Hay que hacer las cosas bien y no dejar a nadie fuera y, así, para acabar, mirando al acompañante, le digo:»Un aplauso también para usted, caballero». Doy dos palmadas precipitadas y sin gran entusiasmo y no dejo que nadie aplauda a continuación pues deprisísima vuelvo a la actuación que momentáneamente ha quedado entre paréntesis.
Baste este ejemplo para ilustrar cómo se puede proceder ante los retrasos.
3. Mark, el inglesito inoportuno
Jornadas medievales y del Renacimiento de Ibiza. Mayo 2003. Representamos «Eivissa contra el Gran Turc» en el claustro del que fuera convento de dominicos y que es actualmente ayuntamiento de la ciudad de Ibiza. La función en cuestión comienza a las doce de la mañana. Hay un gran gentío en el exterior que sube y baja, como piojos en costura, la estrecha cuesta que conduce desde el Portal de Tablas, la entrada a la ciudad intramuros, hasta la catedral. Cualquiera puede acceder, con total libertad, desde la calle al claustro; no tiene para ello más que empujar la puerta y entrar.
En medio de la representación, estando yo solo a la sazón en el escenario, entra en el claustro una señora inglesa aún joven, espigada, rubia, agraciada, buscando a quien, imagino yo, será su hijo que ha debido de extraviársele. Sin reparar -porque no le da la gana- en que está entorpeciendo nuestro trabajo con su enojoso proceder, como si se hallara en Gibraltar, comienza a llamar en voz alta a su hijo: «Mark!, Mark!», mirando a un lado y a otro y haciendo por encontrarle. Quizá, a modo de disculpa, pudiéramos pensar que la ansiedad por la desaparición del vástago la lleve a no percatarse de su mala educación, pero es que en realidad tampoco se la percibe muy preocupada, aunque, claro está, quizá sea tan sólo una apariencia pues no hay que olvidar eso de la flema inglesa. Sea lo que sea, yo no doy crédito, la verdad… Mira si no habremos actuado ya miles de veces para alumnos de instituto, que es como decir ante los hunos de Atila; qué no habremos visto y oído… pero una cosa así… y en una señora elegante ¡y británica para más inri! «Esta tía tiene que estar drogada», pienso yo para mis adentros. En fin ¡hagamos de tripas corazón y de necesidad virtud! De un salto bajo del escenario, me coloco tras de la dama y comienzo a vocear yo también: «Mark!, Mark!» Añado: «Where are you, my beloved Mark? Hasn´t anybody seen little Mark?» («¿Dónde estás Mark adorado?») Me coloco ante ella, frente a la madre, y le espeto: «You see, madam, nobody has seen your fucking Mark!» (Lo ve usted, señora, ¡nadie ha visto a su puto Mark!)
En realidad, esta improvisación forzada por esta agresión fruto de la displicencia, es buena, creo yo, siempre y cuando excluyamos el exabrupto final del «fucking», dicho además con ira, que emborrona la guasa anterior. No hubiera debido yo mostrarme tan abiertamente irritado al final. Más elegante, más acorde con el tono cómico de obra e improvisación, hubiera sido un, por ejemplo, «You see, madam, Mark is not here. Be sure I will tell him you´ re looking for him if I ever meet him. Bye bye, madam, and good luck! (o «May we proceed now with our play? Thank you, madam. God bless you! Bye, bye») («Como puede usted ver, señora, Mark no está aquí. Tenga usted la seguridad de que si me lo encuentro, le diré que le está buscando usted. Agur, señora, y buena suerte» o «¿Podemos volver ya a nuestra representación? Gracias, señora. Que Dios la bendiga. Hasta la vista») y luego le hubiera podido besar la mano. También, por qué no, pero cuanto voy a decir acaba de ocurrírseme ahora mismo, mientras escribo estas líneas, una vez la inglesa se hubiera dado la vuelta y fuera a abandonar el recinto, hubiera podido gritarle: «¡Gibraltar español!» (o como sugería Summers «Gibraltar Spanish!… a ver si así se enteran»). Prescindiendo de esta última ocurrencia, qué duda cabe que se hubiera, de esta forma, ganado en coherencia y amabilidad. Responder bien por mal, eso también vale en el teatro (no olvidemos que el teatro es liturgia, que sus orígenes son religiosos y que el actor es oficiante). La amabilidad… la amabilidad, generalmente, es reconocida y agradecida por el público y es casi un deber el tenerla siempre presente sobre las tablas (o cuando se desciende de ellas).
4. El ruiseñor del Jalón, episodio lírico
Calatayud. Abril 2005. Estamos representando «La Princesse Yseult la Blonde» en el salón de actos de la Escuela Oficial de Idiomas. El Jalón lame prácticamente el edificio, o al menos así lo recuerdo. Como hace calor, hay una ventana abierta al río.
Me hallo solo en el escenario. En ese momento soy el propio Tristán que acaba de volver, desde Irlanda, a su patria de Cornualles. De repente, estalla en la enramada el apasionado canto del ruiseñor, pajarico bueno, pajarico del amor. Es tan bella su voz, tan melancólica, tan matizada, cuadra tanto a la historia de amor de Tristán e Iseo (recuérdese a este respecto «Le domnei des Amanzs», relato medieval en que Tristán llama en la noche a Iseo, imitando el canto del ruiseñor, para que ésta, desprendiéndose de los brazos de su marido, el pobrecico Rey Marc, acuda al reclamo del amor y se funda en el abrazo amigo) que no puedo por menos que, tras indicar al público que está cantando el ruiseñor, invitándole a extasiarse ante su arte, saltar hasta la ventana por mejor oírle y dirigirle unas encendidas alabanzas. Sin embargo no calculo bien y choco de cabeza contra la persiana que no está subida del todo; entonces finjo desmayarme a consecuencia del golpe, cayendo hacia atrás y haciéndome el muerto; luego levanto el cuello, me doy aire a mí mismo con la mano como para revivirme y, proyectando entonces, rectas, ambas piernas hacia atrás, coloco el cuerpo de pechos contra el suelo y de un bote me incorporo. Ahora sí, vuelvo a saltar sin contratiempo alguno y desde la ventana, agarrándome a la reja, pero proyectando la voz hacia la sala para que se me oiga, voceo: «Ô toi, rossignol, petit oiseau de l´amour, coeur et âme de Tristan et Yseult, chante, chante encore, pour ce charment public, pour ces puissants seigneurs, pour ces belles dames, pour ces gentes demoiselles, pour Tristan et Yseult, pour l´amour de Dieu et aussi pour les misérables jongleurs que nous sommes» («Oh tú, ruiseñor, pajarico del amor, corazón y alma de Tristán e Iseo, canta, sigue cantando, para este público encantador, para estos poderosos señores, para estas bellas damas, para estas donosas damiselas, para Tristán e Iseo, por el amor de Dios y también para nosotros, míseros juglares»). Salto de vuelta al escenario y entonces me dirijo al público directamente. Digo: «Je vous prie d´excuser cet élan mais c´est que j´adore et le rossignol et son chant. C´est une passion! Qui peut lutter contre le dieu Amour?» («Les ruego tengan a bien excusar este impulso, pero es que me apasiona el ruiseñor y me apasiona su canto. ¿Quién puede luchar contra el dios Amor?»), siendo esta última frase una cita anticipada del final de la obra. Añado, volviendo la cabeza hacia la ventana: «Merci, le rossignol» («Gracias, ruiseñor») y vuelvo a la obra y a la función.
Luego, cuando está a punto de concluir la representación, Tristán, en el barco de vuelta a Cornualles llevando esta vez a Iseo a bordo para entregarla como esposa a su tío, el pobrecico Rey Marc, tras haber compartido, inadvertidamente, con Iseo el filtro de amor y al sentirse felizmente desgraciado porque se ha enamorado de ella y porque ese amor, él lo presiente, será y es ya «más fuerte que la Muerte» y le proporcionará las mayores alegrías y los mayores dolores, y casi siempre ambas cosas a la vez, por todo ello, abandonando entonces el barco que aproa ya el puerto de Tintagel en que, ilusionado, nos espera el pobrecico buen Rey Marc, «en carácter, en personaje» (in character, esto es siendo el personaje, actuando, sin romper la función, sin establecer un corte, sin «salirme» del personaje), vuelvo briosamente a la ventana y, a gritos (no destemplados, ciertamente), impetro a maese Ruiseñor que, por el amor de Dios, vuelva a embargarnos con su voz, mas no respondió mestre Ruiseñor y fue gran lástima. El público hubiera creído que yo, como Orfeo, o como el santo Francisco, podía comunicarme con las aves del cielo. No pudo ser y, sin embargo, nunca olvidaré aquellos dos momentos de improvisación, requerido por la belleza del pajarico del Amor.
5. Entonces se les abrieron a entrambos los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores (Génesis 3,7)
Representamos «La Princesa Iseo la Rubia» en el Café del Infante, en Villaviciosa de Odón. Navidades del año 2000. El escenario es tan estrecho, actuamos tan constreñidos espacialmente que en un momento determinado de la representación el biombo tras del cual cambio rápidamente de máscara y de personaje, se nos viene abajo con estrépito. Llora un niño, asustado. Han quedado expuestos y al descubierto tanto nuestro attrezzo como el otro actor, Miguel Aguirre, que estaba allí al resguardo, esperando a salir a escena cuando le tocara. Aquello ha sido como si nos hubieran despojado y desvestido. Lo oculto queda a la vista del público. La situación es engorrosa y desde el punto de vista estético, fea… Entonces me planto delante de Miguel y pongo mis manos abiertas sobre los genitales. El público ha comprendido perfectamente y aplaude la ocurrencia, o más bien la puesta en evidencia de la correspondencia y asociación entre lo que se tapa teatralmente hablando y lo que se tapa corporalmente por razones de pecado original.
Volvemos a enderezar el biombo y, mientras Miguel lo asegura, voy a consolar al niño atemorizado. Una vez calmado, gracias a la madre mucho más que a mí, una vez restablecido el orden alterado, se reanuda la representación atacada por el malhadado azar y por esa rebelión de los objetos.
6. Una auténtica marrullería (imperdonable)
Uno se ha colocado ya tantas veces la máscara de los zanni que algo se le tiene que quedar de sus malas artes y de sus trapazas. Y ello a pesar de que las máscaras de los primi zanni, esto es de los listos, como puedan serlo un Brighella o un Scapino, me las haya puesto bien poco; tanto es así que su interior luce casi prístino aún, sin esa pátina que ennegrece el cuero a consecuencia del sudor que mana con generosidad de la frente del actor en acción y que sí poseen las de Lupo y Arlecchino, que son secondi zanni, o sea tontos. Sí, es esto bien cierto, pero imagino que, a lo largo de la Historia, de tanto intrigar juntos, algo se les habrá pegado a los estólidos e incapaces por parte de los fuleros con alma de zorro.
Sea como fuere, el caso es que, corriendo el año 2004 si no voy errado, llegamos al salón de actos de la Escuela Oficial de Idiomas de Majadahonda , con la antelación suficiente y, cuando nos ponemos manos a la obra para montar el escenario y colocar cada cosa en su sitio, caigo en la cuenta de que he olvidado en el estudio el CD con la giga irlandesa que Marisa Moreno, nuestra bailarina, interpreta al final. Y ya no da tiempo a volver por el CD en cuestión… ¡Consternación!
Hemos venido a representar «Where the girls are so pretty». En la primera parte, canto a pelo, a capella como se dice, una serie de canciones populares irlandesas decimonónicas, entre ellas «Molly Malone», con la que «abrimos plaza», habiendo coreografiado algunas de ellas Marisa para luego bailarlas. Bien, la voz puede debilitarse, encogerse, atragantarse, «atravesársele a uno el alma en la garganta» como escribe Cervantes; puede incluso perderse para siempre, pero, de existir y de estar en buenas condiciones, es imposible dejársela en casa. ¡Menos mal!, ya es algo, sí, porque no ocurre lo mismo con la música enlatada…. para desgracia nuestra.
Tras esta primera parte de canciones, pantomimas y bailes, viene «Who is ringing Independence bells?», que concluye con una muy alegre giga grabada en CD e interpretada por Marisa. Esta giga se anuncia en nuestra propaganda, es reclamo publicitario, se hace hincapié en ella; además la profesora que nos ha contratado, me manifestó por teléfono su deseo de verla bailada y hoy, cuando la hemos conocido en persona, nos ha vuelto a manifestar ese mismo interés.
El problema es, como sabemos ya, que no hemos traído el CD y que, por tanto, no habrá giga que valga. Se lo comunico a mis compañeros, que se resignan ante la carencia. Tras entonar, en mi fuero interno y también ante ellos, un compungido mea culpa, digo al otro actor, Miguel Aguirre -encargado siempre de las cuestiones técnicas de luz y sonido- que vaya, cuando quede poco tiempo para el inicio de la representación, a la cabina del sonido y haga como que no funciona. Miguel, cómplice del engaño, me secunda. Unos diez minutos antes de la hora prevista para que dé comienzo la función, comunicamos a la profesora, bastante azorada ya por la responsabilidad contraída ante su público de estudiantes y también ante nosotros pues quiere satisfacer y quedar bien con todos, que no funciona el aparato de la música y es evidente que ella, como yo por otra parte, no tiene la menor idea de estas cosas de la electricidad y la tecnología; son cosas que se sienten, que se ven a la legua, o por intuición o por deducción y también por observación. Uno puede equivocarse, claro está, pero generalmente se acierta. Con ello quiero decir que no cabía la posibilidad, de ser cierta mi conjetura, de que la profesora entrase en la cabina, lo revisara todo y nos manifestara, hundiendo así nuestro gozo en un pozo, que sí que funcionaba la instalación. Pero no, se ha tragado la patraña y le ha subido aún más la ansiedad.
Una vez asumido ese riesgo, como se ha resuelto en éxito pues el viento de la Buenaventura parece soplar a nuestro favor, haciendo caso omiso de aquello de que la Fortuna es mudable y de que hay que proceder siempre con mucha cautela y andarse con mucho cuidado, decido llevar las cosas más allá y afrontar un nuevo peligro. Le digo a la susodicha profesora que, aunque el sonido sería, qué duda cabe, de calidad muy inferior, tenga la bondad de proporcionarnos un radio-cassette de CDs con el que paliar el problema. Ella asiente, claro, pues quién no se agarra a un clavo ardiendo cuando todo zozobra y hace agua. Sí, pero entonces la envuelvo diabólicamente hablándole de otros aspectos, también de suma importancia, como, por ejemplo, de que necesitamos agua para luchar contra la deshidratación pues se suda mucho, que puede ser del grifo sin ningún problema, que el agua de Madrid es excelente y que yo, estando en el Foro, nunca bebo más agua que la del Canal y que si el agua de Lozoya and so on, o más bien e così via por ser todo esto una aproximación a las malas artes de un Brighella. Marcha la profesora por el agua requerida. En mi interior confío en que, en su ansiedad, corra por ella y olvide traer el radio-cassette. Vuelve con el agua. Nada más. Como ya la sala está llena pues han entrado y se han sentado todos los espectadores, como ya es la hora y como hay que evitar a toda costa que se descubra la verdad de nuestra fulera conducta, le comunico, sin posibilidad de réplica, que comenzamos ya mismo. Y empezamos.
Al acabar la obra, tras los aplausos, cuando estamos ya recogiendo, se nos acerca la profesora organizadora y nos dice que no se ha bailado la anhelada giga. «Es cierto, contesto, pero es que como olvidaste traernos el radio-cassette… No, por Dios, qué se la ha de hacer, si eso le ocurre a cualquiera, a mí, sin ir más lejos, podría haberme ocurrido… Venga, qué importa ya; no te hagas mala sangre… Es normal, con los nervios…». La profesora va diciendo: «Ay, pero qué tonta, qué tonta…» Yo sigo: «Mira, no te preocupes, de verdad; la danza es muy bonita, adorna, pero no es imprescindible…» Tercia entonces Miguel, ¡el muy canalla!, sonriente, con «la solución es que nos llames otra vez y que entonces funcione todo bien y podáis así disfrutar de la giga».
¡Que Dios quiera perdonarnos estas engañifas tan deshonrosas, perpetradas encima con las personas que menos lo merecen, por ser ingenuas y buenas! Creedme, de verdad os lo digo, que me arrepiento de lo que hicimos, todo a instancias mías, que desde aquí quiero exculpar a mi compañero Miguel. Espero también que la profesora no llegue nunca a leer estas líneas. En cualquier caso, como, por el tiempo transcurrido, aquello habrá prescrito ya, no pensamos devolver ni un real del cachet (la parte alícuota de la giga). Eso ha de quedar bien claro. Antes que pagar, citando a Lola Flores envuelta en situación semejante, «¡que me fusilen!»
7. Pero ¿qué pinta allí esa silla?
Jornadas medievales y del Renacimiento de Ibiza. Mayo 2005. En esta ocasión actuamos en el Mercado Viejo, al pie de la admirable muralla que levantara Felipe II para salvaguardar la isla del peligro turco. Actuamos, como siempre, a pelo, esto es sin micro («de algo ha de servir la técnica», que decía el maestro Kraus); no obstante, debido a la inmensidad de la plaza, tan abierta además al trajín de gentes que bajan y suben la rampa de acceso a Dalt Vila (o ciudad intramuros) que discurre en paralelo a nuestro escenario, a la competencia de otros grupos musicales y de animación que toman parte en la fiesta general y que van por ahí de bulla, la organización nos impone un (único) micro de ambiente colgado de un pequeño andamio que corre por encima del proscenio. El técnico de sonido acaba de colocarlo, pero inadvertidamente no ha retirado la silla sobre la que se encaramó para llegar hasta la barra de la que ha colgado el micrófono. Salto a escena como Lupo; veo la silla allí en medio. «Si al menos fuese una silla de época», pienso, pero no, es una de esas espantosas de plástico que abaratan cafeterías, bares y terrazas. ¿Qué hacer? Doy una carrerita por el escenario, intentando encontrar una solución. Me acerco hasta el fondo del escenario y simulando que mi carrera queda detenida por el gran biombo trasero, tras del cual nos ocultamos a la vista del público, me dirijo a Miguel, que está entre bambalinas, y le digo en un susurro: «Me siento, me quitas la silla y te la llevas». Miguel asiente. Ha comprendido. Voy entonces hacia la silla. Finjo un gran cansancio, abatiendo los hombros, dejando pender los brazos, sacando la lengua y jadeando, justificando así el que tome asiento. Lo hago, pero sin colocar las nalgas sobre el asiento, sustentando el ángulo de 45 grados de las piernas dobladas por la rodilla a fuerza de cuádriceps. Llega Miguel con la máscara de Arlecchino por detrás sin que yo, supuestamente, pueda verlo. Finge él también cansancio y me retira la silla por detrás subrepticiamente para que así Lupo no se percate de ello; se la lleva para sentarse él en ella. Hace mutis. Yo (si bien sería más atinado decir el «personaje de Lupo»), como pienso que la silla sigue estando debajo de las posaderas, permanezco sentado en el aire, que tomo por la silla, inexistente ya, como bien sabemos (ver al respecto «12. El realismo «irreal» en el trabajo «Qué es la Commedia dell´Arte» publicado en Dokult también). Finjo entonces que alguien, entre el público, me llama, o sea llama a Lupo. Me incorporo para oír mejor. Hago como que no oigo bien por la distancia, como que no puedo oír y digo: «Perdó, però és que des d´aquí no es sent res» («Perdón, pero es que desde aquí no se oye nada») y vuelvo a sentarme, dándome la vuelta y, a pesar de que veo que ya no hay silla, como sigo pensando que sí la hay y la imaginación puede más que la percepción, llegando a distorsionarla del todo, me siento (de nuevo en el aire); al cabo de unos segundos, porque la ilusión no se puede mantener indefinidamente, caigo en la cuenta de que no hay silla, de que me estoy engañando pues, queriendo tocarla, al apoyar los brazos en ella, no palpo más que el aire; entonces grito y, tras una pataleta en el aire, caigo de espaldas.
En honor a la verdad, creo que no se rió nadie. ¿Fue porque ejecuté mal aquella acción? Para no lastimar mi orgullo, achaquemos la cosa a que había demasiada demanda estimular en aquel momento con la consiguiente dispersión de la atención del público que se había sentado (en sillas de verdad, aunque tan feas como la que generó todo el cacao aquí descrito) frente al escenario para ver nuestra representación, que ese público aún no estaba concentrado y se mostraba dubitativo. Y que quien no se consuela, ¡con lo fácil que es!, es sencillamente porque no le da la real gana.
8. Cataclismo (o Lo malo que tiene lo de la ley de la gravedad)
San Sebastián de los Reyes. Salón de actos de la Escuela Oficial de Idiomas. Primavera del 2004. Representamos «Lancelot, fin coeur» y… pero antes de continuar permítasenos un excursus. Por ser compañía de repertorio e ir de aquí para allá, cambiando de obra, idioma y lugar de representación, la Troupe del Cretino se ve obligada a representar en espacios desconocidos las más de las veces, amén de generalmente mal acondicionados, casi hostiles e inesperados por su carácter inexplorado; así las cosas, no es raro que ocurran accidentes como el que me dispongo a narrar.
La obra se inicia conmigo entre bambalinas cantando a capella «De tant penser à mon amour» («De tanto como pienso en mi amor») y así se hace. Tras el primer verso, sale a escena la bailarina Arena bailando la canción. No sé qué ocurre, si se engancha, tropieza o choca, que se viene abajo nuestro biombo y, de paso, unos como lienzos que no eran nuestros y que quedaban a un lado del escenario. El público da un respingo. Arena está indemne, afortunadamente. Abandono raudo mi escondite, corro hacia ella y le susurro que haga mutis pues, una vez recolocado todo, volveré a cantar y volveremos a empezar la representación. Entonces, sin que Miguel y yo enderecemos aún lo derrumbado, como la obra va de Lanzarotes, Arturos, Tablas Redondas y caballeros errantes, me exclamo: «Oui, nobles seigneurs, belles dames et gentes demoiselles, c´est ainsi que se trouvait le monde… abattu, détruit, en proie à l’injustice et à la violence des méchants et c´est pourquoi l´Ordre de Chevalerie fut institué, pour rétablir la paix et l´harmonie» («Sí, nobles señores, bellas damas y airosas doncellas, así era cómo se encontraba el mundo… abatido, destruido, presa de la injusticia y de la violencia de los bellacos y fue por ello por lo que se instituyó la Orden de Caballería, para restablecer la paz y la armonía»). Entre Miguel y yo levantamos lo que había caído, disponiéndolo de nuevo como estaba antes del accidente.
Ya se puede volver a empezar. Antes de ocultarme de nuevo, me vuelvo hacia el público y le digo en español: «Decíamos ayer que…» Me interrumpo y, de camino hacia las bambalinas, inicio la canción «De tant penser à mon amour». El público aplaude. Arena sale a escena de nuevo bailando con su elegancia y ese misterio que le son propios.
Al acabar la representación, tomamos algo con el muy deferente profesor que nos contrató, Noël N´dock, de origen camerunés. Comentamos el accidente del principio. Nos dice: «Quelle importance? La pièce est tellement riche, si vivante, que tout accident reste masqué et vite oublié.» («¿Qué importa? La obra es tan rica, tan viva, que cualquier accidente queda enmascarado y olvidado bien pronto»). Son unas bellísimas palabras, muy reconfortantes.
9. Sabotaje
Mayo del 2010. Cafetería Mikafé en Villaviciosa de Odón. Representamos Bárbara Ambite «Calas» y yo «En el Infierno hay un tablao»; ella al baile y yo de cómico.
Al parecer esta cafetería carece de licencia administrativa para ofrecer espectáculos y, según comprobaremos más tarde, el disco-pub que queda encima, imagino que por aquello de la competencia desleal, no lo ve con buenos ojos. Comenzamos la representación, que discurre con toda normalidad; sin embargo, poco antes del final (imagino que hasta entonces habrán estando sopesando los pros y los contras y que hasta ese preciso momento no se habrán decidido a tirar a degüello), se dispara intermitentemente una alarma, activada desde arriba, muy molesta, muy engorrosa. Su intención no es otra que entorpecer y a la postre hacer imposible nuestra función. Entonces Satanás, pues en aquel momento endoso ese disfraz y encarno ese personaje, se vuelca en una serie de improperios (teatrales, claro está, sin palabrotas ni obscenidades) contra los enemigos de arriba, tan envidiosos y tan inmisericordes, tan abusivos, tan despiadados, pues, no contentos con habernos despeñado desde el Cielo hace ya… mucho, bastante antes del Pleistoceno, se obstinan, en su contumacia, en querer hacernos pagar hasta el fin de los tiempos nuestra rebelión y si aquélla fue ahogada en sangre y huesos rotos, por ser la caída desde tan alto hasta tan bajo, ahora porfían en querer rompernos los tímpanos y sacarnos sangre por las orejas.
Sí, pero lo que comenzó bien, acabó mal porque las palabras de Satanás se las llevó el viento y la sirena siguió mortificándonos y, aunque felizmente quedaba poco tiempo para el final, tuvimos que seguir como pudimos luchando contra la muy poderosa sirena y llevando siempre las de perder, tanto es así que Calas hubo de ejecutar su zapateado con ese lamento desgarrador e inhumano como fondo «musical». El público, no obstante, valoró nuestro denuedo y, como suele ocurrir, se puso de parte del más débil («El sufrimiento, ese segundo valor», que escribiera Hernán Cortés al Emperador), premiándonos con una gran ovación.
10. Puente entre dos mundos
Móstoles. Anfiteatro del Estanque en el Parque del Cuartel Huerta. Finales de junio del 2007. Dentro del programa veraniego «Cultura en la ciudad», organizado por el Ayuntamiento, representamos «Lanzarote el del corazón profundo». Los personajes principales son Lanzarote, la reina Ginebra, el rey Arturo y Satán Jesusín, en clara alusión a Sadam Husseín, tan todavía en boca de todos por lo malo que era, y también y sobre todo trasunto, o quizá más bien remedo, del moro Palomides tal y como aparece en «La Morte d´Arthur» de Sir Thomas Malory.
La representación es al aire libre, por la tarde. Tras del escenario, queda el lago artificial del parque. En una de las orillas unos jóvenes marroquíes, a la sombra de unos árboles, están tumbados sobre el césped. Aunque nuestro escenario les dé la espalda y medie bastante distancia entre ellos y nosotros, siguen en cierta medida la representación. Cuando baila nuestra Marisa, en especial cuando ejecuta su estilizada y voluptuosa danza del vientre, se entusiasman y aplauden a rabiar. Cuando aparecemos los actores, Miguel y yo, nos increpan en árabe (o en bereber, ¡vaya usted a saber!) e incluso abuchean, si bien no sistemáticamente, más bien de forma intermitente. Como, por dos veces (las cosas del flash back cinematográfico adoptado por el teatro), Lanzarote da muerte, en combate singular de daga y espada, a Satán Jesusín, caracterizado de moro de zarzuela y revista, de moro de «Moros y Cristianos» de Alcoy o del maestro Serrano, y a pesar de que Lanzarote le dé el pasaporte siempre por derecho y dando la cara y nunca arteramente y por detrás como Vellido Dolfos, los magrebíes, en ambos casos, muestran ostensiblemente su descontento, que se hace aún más patente al acabar la obra y saludar al público. Marisa vuelve a ser aclamada. Aquí no sólo no les quito razón, sino que se la concedo muy gustosamente. Nosotros, por el contrario, somos vilipendiados.
La situación era chusca. De alguna manera, aquello, espacialmente, era como la plasmación teatral del estrecho de Gibraltar, con aquel lago artificial a guisa de separación marítima de dos continentes, de dos culturas, de dos mundos. Parafraseando a Espronceda: «África a un lado, al otro Europa y allá a su frente, Móstoles».
Y ahí quedó todo. Nosotros recogimos y marchamos. Los partidarios del moro Palomides (lo que ellos no saben, por no haber leído a Sir Thomas Malory, es que acaba por hacerse bueno y abrazar el cristianismo) quedaron tumbados sobre la hierba. Luego lamenté el que no se me hubiera ocurrido nada para tender un puente sobre el mar, sobre la endemoniada corriente del Estrecho, obrando así el prodigio, por medio del teatro, de integrar a los magrebíes; sí, un puente escénico como mano tendida al Islam para hacerle recapacitar y hacerle desistir de machacarnos a los cristianos en Iraq, en Siria, en Pakistán, en Nigeria y de hostigarnos en el Líbano, Egipto, etc. En fin, otra vez será.
11. Olé los cantaores buenos
Representación de «Lanzarote, el del corazón profundo» en la Residencia de Ancianos de Alcorcón (Madrid). Noviembre 2010. Es la tercera vez en tres temporadas que acudimos a este centro, siempre con obras distintas. Parece que nuestra presencia lleva visos de institucionalizarse y eso es siempre bueno. Trabajamos Marisa Moreno (danza del vientre), Alexia Ambite (hermana de Bárbara Ambite «Calas») y yo mismo. Para dar cabida a Alexia, que en esos días está bailando con nosotros, amplío un zapateado que forma parte de la obra y modifico ésta en parte.
Uno de los problemas de la ancianidad es la demencia. Las representaciones anteriores en este centro geriátrico no fueron fáciles; es más, en cierta medida fueron aún más ásperas que las que llevamos a cabo en los institutos y muy parecidas a algunas que dimos para niños deficientes, sí, porque, dado el estado mental de muchos de los residentes, no paran de hablar, a voces las más veces, de interrumpir constantemente, de… baste así, que esto no debe ser, ni por asomo, uno de esos Cahiers de Doléances que, en parte, originaron la Revolución Francesa. El caso es que uno de los ancianos, desde el fondo, intermitentemente, lanza un auténtico berrido, gutural, desgarrador, diabólico, que le pone a uno los pelos de punta. La primera vez que raja el aire con él, me viene a la memoria el alarido del judío Lianschin en «Los endemoniados» de Dostoievski, cuando tras haber cometido, junto a sus compañeros, el asesinato de Chatov, tras unos momentos de estupefacción lanza aquel alarido que el genio ruso describe así: «Hay momentos de pavor enorme; tal, por ejemplo, cuando súbitamente se oye a un hombre gritar con una voz que no es la suya y que nunca hubiera podido sospechársele. La voz de Lianschin no tenía nada de humana y parecía pertenecer a un animal feroz». Realmente, aquel baladro ponía espanto. Yo quedo sobrecogido, la verdad. La tercera vez que grita, interrumpo la obra, y grito yo también voceando «¡Pescado fresco, oiga, sardinas frescúes, que son de Santurce, oiga!» Nuevo alarido. Entonces contesto; «¡Alfombras, alfombras turcas, oiga, baratas, de la Anatolia!». El «endemoniado» prosigue pertinaz, pero como yo no soy Jesucristo ni hay por ahí ninguna piara de cerdos hozando la tierra pues no nos hallamos en tierra de paganos gadarenos sino en la muy cristiana Alcorcón, ¡a ver, díganme ustedes cómo le saco yo los demonios! A todo esto, a la asistenta social, que es quien tiene la amabilidad de contratarnos, no parecen agradarle demasiado mis chanzas, que posiblemente ella considere salidas de tono o burlas a un enfermo. Yo la observo de soslayo pues uno ha aprendido ya a reparar, si no en todo, sí en casi todo o en bastantes cosas al menos; por otra parte se cuentan con los dedos de una mano las ocasiones en que actuamos con unos focos deslumbradores que nos oculten el respetable.
Ni que decir tiene que el anciano sigue obcecado en su vocinglería estridulante. A todo esto sale a escena Alexia, dispuesta a bailar su, si no yerro, seguiriya. Alexia pertenece al cuerpo de baile de Joaquín Cortés; está acostumbrada a que, allí donde vaya, haya silencio y respeto. Con nosotros lleva sólo trabajando un par de días. Ayer, sin ir más lejos, actuamos en Tudela (Navarra) y el público, muy atento y educado, siguió con gran interés sus coreografías. Alexia, amén de otras cosas muy bellas, es guasona y tiene mucho desparpajo. En cuanto a sal… si fuera algún día al Puerto de Santa María, qué duda cabe que, como en los célebres tangos, los gitanillos le preguntarían que a cómo vende el kilo de la sal que va derramando. Tras una de las desgarradas quejas del anciano, se para Alexia y, dirigiéndose al patio de butacas, se exclama: «¡Ole ahí los cantaores buenos!»
No nos han vuelto a llamar y han transcurrido ya más de dos años desde entonces. No lo achaco a la crisis. Yo soy cristiano, aunque malo. Toda persona, sea como sea y sea quien sea, es persona, posee dignidad inalienable y nadie es superfluo y prescindible; dicho esto, aun no siendo yo cristiano, afirmaría lo mismo. Sé que el darwinismo social lleva a los crímenes nacional-socialistas. Ahora, de ahí a no poder sacar punta cómica a las cosas, de ahí a evitar obsesivamente no ofender a nadie… no es no sólo que medie un abismo, sino que lo cómico se revelaría imposible y habría que acabar por reducirlo a contar chistes de suegras, aunque, bien mirado, digo yo que las suegras también son personas y podrían sentirse atacadas en su dignidad, en sus derechos… ¿o no?
12.»Iberia» es un Caronte alado
Sí, Iberia es un Caronte alado, con la diferencia de que cobra bastante más que una simple monedica. Iberia conduce las almas de los españoles al Cielo.
Ibiza. Representación nocturna de «Proud Spaniard» en el Claustro del Ayuntamiento en junio de 1990. ¡Caramba, hace cuantísimo tiempo! Por aquel entonces mis colaboradores y miembros habituales de la Troupe ¡eran niños que iban a la escuela!
Autoríceseme aquí un pequeño excursus que servirá para aclarar lo que se expondrá luego. En Roma, algunos años después de la fecha señalada más arriba, tuve la suerte de asistir en verano a las representaciones de Plauto que se daban en el teatro romano del puerto de Ostia. El aeropuerto de Roma, el «Leonardo da Vinci», más conocido como «Fiumicino» por llamarse así el municipio que lo acoge, se encuentra bien próximo a las ruinas del antiguo puerto imperial, de tal modo que, aterrizando y despegando, los aviones se hacen notar, ¡y de qué manera!, llegando a cubrir en ocasiones totalmente la voz de los actores. En una de ésas, el intérprete principal de «La Olla», aquél que encarna a Euclión, se detuvo en su actuación y quedó contemplando, como hechizado, el avión sobrevolándole. Aquel anacronismo fue de una gran belleza y prorrumpimos los allí congregados en un aplauso.
En el verano ibicenco, ya desde mayo y hasta bien entrado octubre, el tráfico aéreo es apabullante. Aquello es un ir y venir constante, un trasiego sin pausa de aviones, aterrizando y despegando. Ibiza es una isla pequeña y el aeropuerto de las Salinas queda asimismo bien próximo de la ciudad, planteándole el mismo problema que el de Fiumicino a Ostia, tal y como ya se ha expuesto.
El «Proud Spaniard» es, como el título indica, un ser extremadamente altivo que siempre exalta lo español. En un momento determinado de la obra muere y él mismo narra, dramatizándolos, su fallecimiento, su entierro, su ascensión a los Cielos y el posterior derrocamiento de Dios para pasar él a ocupar el Trono Eterno y Celestial del Hacedor Universal… Me encuentro de cuerpo presente, tumbado en el féretro y expuesto a la vista de deudos, allegados (nobilísimos todos) y pueblo, con los brazos cruzados sobre el pecho y mi estoque de matar toros y enemigos de España y de la Fe Católica reposando sobre mí desde el esternón hasta los hinojos. Sobrevuela entonces el claustro, a muy baja altura, un avión. Gran estruendo. En silencio yo, dejo que pase. Una vez alejado el avión con su prolongado trueno, me exclamo, alzando la cabeza y señalando el cielo con el índice de la mano derecha: «My soul always flies with Iberia (pronúnciese «Aibiria»)» («Mi alma siempre viaja con Iberia»). El público apreció la ocurrencia, aquello, nunca mejor dicho, de «cogerla al vuelo» y aplaudió, divertido.
Era, claro está, cuando Iberia era empresa estatal española, cubría todo el territorio nacional sin pensar en «rentabilizar» u «optimizar» los capitales, en definitiva cuando funcionaba relativamente bien y daba servicio a quienes la manteníamos con nuestros impuestos; algo bastante ajeno a ese ente privatizado y multinacionalizado, que nadie sabe muy bien qué es ya y cuyas prestaciones se han encarecido y cuyos servicios, menguados, se han depauperado tantísimo.
13. La paloma que descendió del Cielo
Se me ha nublado el recuerdo y no sé a ciencia cierta si sucedió en Badajoz, en el 2004, o en Soria, bastante después, en el 2009, hasta tal punto tengo aquí la memoria confusa y es que, sí, ciertamente media mucho entre ambas fechas y dista mucho una ciudad de la otra, pero es que tanto aquel gran instituto pacense como la Escuela Oficial de Idiomas de la ciudad castellano-vieja, poseen una especie de claustro o gran patio en el que se posan las aves del cielo. En ambos casos representamos «Lancelot fin coeur». Poco antes del final, cuando, trasunto de cuanto acontece -como ya se señaló anteriormente en «10. Puente entre dos mundos»- en el libro de Sir Thomas Malory, nuestro Satán Jesusín, desdoblamiento del moro Palomides en la novela inglesa, secuestra a la Reina Ginebra, Lanzarote, aunque desde muy lejos, intuye y oye en lo más profundo de su corazón («corazonada» y «au fin fond de son coeur» y de ahí que el título en francés, primera versión de esta obra multilingüe, sea «Lancelot fin coeur», que, además, hace alusión a la «fin amor» del amor cortés trovadoresco y provenzal que ha informado desde entonces todas nuestra ideas y concepciones del amor) la voz angustiada de su amiga, la reina, reclamando su ayuda. Justo en ese momento, ¡oh divino prodigio!, entró en el salón de actos una atrevida paloma, siendo a pesar de todo gran lástima que no fuera blanca, cándida paloma, pero es que no se puede pedir todo, qué caray. Bastante hizo el azar, adornándose de gentileza y poesía. ¡Una vez más había que coger aquello al vuelo! Me dirigí a ella verbalmente sin moverme de encima del biombo, donde paraba yo entonces, para no atemorizarla, y le dije: «Oh toi, pigeon voyageur (paloma mensajera), toi qui n´es pas l´alouette, messagère du jour, mais qui es le messager de l´amour» («Oh tú, paloma mensajera, tú que no eres la alondra, mensajera del día, sino que eres la mensajera del amor») (hasta aquí estaba plagiando a Massenet en su ópera «Roméo et Juliette» basada en la obra de Shakespeare). «Envole-toi vite (esto y lo que viene luego es ya de cosecha propia), vite, vite, bien vite et va lui dire que je cours à son secours!» («Vuela aprisa, aprisa, muy deprisa y ve y dile que corro en su ayuda») y, dando una palmada y abalanzándome sobre ella, la asusté y entonces ella alzó el vuelo y huyó por donde había entrado. Aquella aparición me cautivó, me dejó encantado. Aquella paloma, mensajera evidentemente, mensajera del amor, me la enviaba Ginebra desde el fondo de los tiempos, desde los tiempos que nunca existieron o que existieron más modestamente, pero que la fantasía magnificó, ¡desde el mito! y bajó del cielo para devolver a la Reina el aliento de su buen amigo y que su ánimo no desfalleciera en la tribulación.
14. Pimientos asados de la Ribera
Tudela (Navarra, la Ribera). «Lancelot fin coeur». Año 2004. En esta representación, muy cerca ya del final, cuando Lanzarote corre en busca de su amada, lo hace a lomos de su corcel, domado a la andaluza. Estamos en Navarra, como queda dicho. Oigo que una espectadora, a la vista de los caracoleos y coqueta altanería de las evoluciones del caballo, menciona al rejoneador Pablo Hermoso de Mendoza, uno de los mejores y además navarro de nacimiento. Siempre que se toca el tema taurino, aun tratándose de rejoneo, siento la pasión desbordarme el pecho y derramárseme por los labios. Interrumpo la representación y me pongo a hablar de tauromaquia, en español ya, olvidando el francés en que estamos representando, con el público. Acabamos hablando de los espárragos, las alcachofas y pimientos que producen las huertas de esa bendita tierra. Una señora me promete una tartera repleta de pimientos asados por ella misma para cuando volvamos por allá.
Creo que el día en que, estando yo encima del escenario, oiga mentar a algún espectador a Alfredo Kraus, se acaba en ese punto la representación (aunque no nos paguen, qué más da), nos ponemos a ensalzar al inigualable maestro y convertimos aquello en una audición comentada del tenor, aunque esa audición tenga que sustentarse en el recuerdo y no pueda hacerlo en una base física audio-visual de grabaciones o películas. Nos deleitaremos, casi en deliquio, recordando al maestro, cuya voz nos remite al Paraíso que gozaron nuestros Primeros Padres y nos anticipa la Gloria pues Alfredo es, no cantante a secas, sino cantante de ópera, cantante de teatro (nunca se cansó él de repetir que la Ópera es teatro), o sea cantante de textos engarzados en una partitura, o sea intérprete ante todo y nadie, nunca, ningún actor, ninguna actriz, ningún cantante, ha cantado y ha dicho como él.
¡Qué bello no será y qué ocasión de maravilla, el ver ascender entonces, por los cielos, a espectadores, bailarinas, actores y el recinto teatral todo (de Tudela o de donde sea) hasta anclarse por toda la eternidad en la Jerusalén celestial donde Alfredo canta por las noches!
15. El espectador también improvisa
Hospital de Valdepeñas. Año 2003. Se nos encomienda a Marisa Moreno, bailarina, y a mí la animación de una mañana de celebración, si bien todos los facultativos y demás personal sanitario se hallen trabajando como cualquier otro día pues se trata de una «sorpresa». Nuestro guión prevé visitas sucesivas a las distintas consultas, con Marisa portando la máscara del capitano Spaventa y yo, la del capitano Meo Squaquara, instando, e incluso conminando -que por algo somos ambos capitani y por tanto muy marciales, viriles y no nos andamos con contemplaciones- a los presentes a abandonar sus despachos y salas de consulta y dirigirse a la cafetería donde les espera un ágape o, como decimos nosotros, un «piritivo». Una vez todos en la cafetería, nos cambiaremos de ropa Marisa y yo y les ofreceremos una «turquería», que es como llamamos a los espectáculos de ambiente y tema oriental, en que Marisa ejerce de sublime bailarina de danza del vientre y yo de turco estulto o estrambótico o zascandil.
«¡Al piritivo, mortales!», es nuestro grito de guerra. Comenzamos por el servicio que nos queda más cerca de la sala que hizo las veces de vestuario. Se trata del de Traumatología. Ya la directora del hospital nos ha advertido de que en ese servicio hay bastante guasón. Y así lo han de probar los hechos. Tras la sorpresa inicial de ver a dos tipos enmascarados entrar tan inopinadamente y de golpe y además dando voces, al cabo de unos segundos uno de los «traumas» allí presentes, reacciona. Ya he dicho que yo luzco la máscara del capitano Meo Squaquara, un gran narigudo cuyo apéndice nasal es un descarado falo. Se me acerca, pues, uno de los médicos y me dice: «Me parece a mí que se ha equivocado usted. La consulta que busca es la de Urología». Gran carcajada. Marisa y yo somos los primeros en desternillarnos ante lo bien hallado de la ocurrencia. Y no añadimos nada. Basta así. No se trata de competir en ingenio ni con el espectador ni con nadie.
16. Olvido garrafal
Móstoles. Escuela Oficial de Idiomas. Año 2002. Representamos «La Princesse Yseult la Blonde», una obra en la que tres de los cuatro personajes que interpreto llevan máscara. Tan sólo el apuesto Tristán y el bufón, interpretado por Miguel Aguirre, se presentan en toda ocasión a cara descubierta.
En una ocasión me dijo Antonio Fava que cuando viajaba en avión, llevaba siempre en el equipaje de mano sus máscaras y un paio di mutande (un par de calzoncillos). Si sus máscaras no viajasen a su vera y llegasen a extraviarse o a retrasarse, cuán difícil, por no decir imposible, sería actuar o dar una conferencia dramatizada ¡sobre precisamente el teatro de máscaras! Yo, siguiendo también en esto el ejemplo del maestro, cuando nos hemos desplazado en avión, he llevado siempre las máscaras conmigo, dentro del maletín, como equipaje de mano pues si se perdieran o si las robaran… ¡qué gran disgusto, qué contratiempo y qué importante nuevo desembolso tendría que afrontar!
En ocasiones -cuando las vacas gordas, claro está-, hemos llegado a representar, en diez días, cinco obras distintas, dando de ellas nueve representaciones y actuando en cuatro lenguas distintas: español, francés, inglés y catalán (que también es lengua española, claro, the other Spanish, como se refería a ella mi profesor de Voice en Inglaterra, cuando le leía algo en catalán) y es (bueno, más bien «era», que ahora estamos en tiempos de vacas escuálidas) relativamente frecuente el representar en el mismo día tres obras distintas, o dos y una, en dos lenguas diferentes.
Andábamos de la Ceca a la Meca y de la Meca a la Ceca y de aquí p´allá y de allá p´aquí, al retortero.
Toda obra lleva su propio attrezzo, sí, pero hay objetos que se comparten: el botijo, el porta-carteles, el báculo del obispo, las maletas, el bigote del turco, el pajarito que canta y gorjea, por ejemplo, y, ciertamente, las máscaras. Por razones económicas no podemos duplicar, triplicar o incluso cuadruplicar los objetos. En momentos de gran actividad, ya sea por cansancio, ya sea por falta de tiempo, ya sea por gran activación psíquica, ya sea por desorden inevitable, hemos llegado a olvidar algún objeto importante (en una ocasión representando «La Princesa Iseo la Rubia» en el 2001 en el Centro Municipal «Federico Chueca» del distrito madrileño de Hortaleza, olvidé el traje de bufón de Miguel Aguirre, con lo cual éste tuvo que improvisar un borrachín tarambana, con la camisa mal abrochada, unos pantalones con perniles arremangados asimétricamente y un pie descalzo frente al otro calzado) y, créanme, no soy perdulario en absoluto y soy un tipo muy ordenadito, pero es que el mejor escribano (y yo, desde luego, no lo soy) llega a echar un borrón en un momento de descuido. En cualquier caso, ante el olvido, hemos sabido reaccionar y superar ese contratiempo de la carencia pues siempre puede uno sustituir, recurrir a una chapuza o simplemente obviar y prescindir. Sí, pero ¿y si faltan las máscaras?… Eso fue cuanto nos ocurrió.
Suelo, la noche anterior a la o las representaciones, para ganar tiempo, cargar la furgoneta con todo el material. Como queda estacionada en la calle, por temor a los robos, no dejo dentro de ella las preciadas máscaras. Aquel día desdichado, se ve que debí de salir con precipitación de casa y las máscaras allí quedaron. Una vez en Móstoles, desplegamos y montamos todo el material sobre el escenario. Miguel Aguirre da los tres golpes de rigor contra las tablas, anunciando así el inicio de la representación. Entonces, justo cuando me disponía a saltar a escena -¿pero cómo no llegué a percatarme antes de que las había olvidado en casa?-, caí en la cuenta del olvido garrafal e imperdonable. Vivo a diez minutos escasos de Móstoles. En veinte minutos hubiera ido y venido. De ser necesario, incluso habríamos retrasado la representación de un cuarto de hora, pero ya era demasiado tarde para intentar nada. No voy a salir a escena y decir a los allí congregados: «Ustedes disculpen, señores y señoras, respetable público, pero es que se ve que con las prisas me he dejado las máscaras en casa; así es que mientras voy por ellas, ¡nada, un ratito, si vivo aquí al lado!, visiten nuestro bar y en cuanto vuelva, pego un grito, se vuelven a sentar ustedes y arrancamos de una vez». Yo creo que ni Dalí se hubiera atrevido a hacer algo así, un acto tan descaradamente abierto contra sí mismo.
¡Qué angustia, qué congoja, qué vergüenza, todo ello a la vez, sí, porque es que además en la propaganda y en la nota informativa se hace hincapié en las máscaras!… En fin, como canta Agustín en «Los de Aragón» del maestro Serrano, me dije a mí mismo: «Los de Aragón (yo soy del Foro, pero da igual) / no caen sin luchar. / ¡Pecho a la vida!», o, si se prefiere, como dijo el Rey en una ocasión: «Hay que tirar p´alante«. Y actué sin máscaras. ¿Que cómo me las apañé? Exacerbando al máximo la gestualidad, expresividad corporal y voz de cada personaje, para hacerlos reconocibles y distintos de los otros. Gracias a Dios me fue bien. No sólo no hubo decepción en la sala, sino que el público, que rió a lo largo de la representación, aplaudió mucho al final. Sí, pero aquello, aunque sin intención, claro está, fue un fraude. «La princesse Yseult la Blonde» es, en gran medida, teatro de máscaras. Sin máscaras queda desvirtuada y adulterada.
Cuando acabamos una representación en lengua extranjera, solemos luego tener un coloquio con el público. Y ahí largué el gran embuste: que, como reto profesional, espoleado por un antiguo profesor mío (no di, por prudencia, ningún nombre), había decidido prescindir en aquella ocasión de máscaras para obligarme a un esfuerzo mayor en lo tocante a lo gestual, intentando llevar al máximo la exasperación en la conducta de los distintos personajes, desafiando de esta guisa la gran expresividad de las propias máscaras; en definitiva, que yo mismo me retaba a mí mismo y combatía luego contra mí mismo en un duelo a toda ultranza.
Y eso que yo, de niño, era poco mentiroso; es más, tenía grandes escrúpulos de conciencia si, incluso en lo nimio, ocultaba o deformaba la verdad. ¡Cómo cambiamos las personas!… ¡para mal, desde luego!
Tengo un disco en vivo de Gilbert Bécaud en el Olympia de París en que éste, antes de cantar una canción, explica que se trata de un tema inacabado aún, en plena fase de exploración, pero que lo va a interpretar porque su público «se lo merece todo». Gran ovación. Ahora sé que, en realidad, no le dio tiempo a acabar la canción, a pulirla, por las razones que fueran, pero que como en el contrato figuraría, se curó así en salud, recurriendo a lo que se llama «demagogia escénica» y el público, engañado, no sólo tragó el anzuelo sino que se sintió más que halagado. No en vano, antiguamente, antes de cada representación, se recitaba el prólogo y la loa a cargo del actor más zalamero y adulador, proclamándose así las excelencias del lugar en que se daba la función y ensalzándose de esta guisa las virtudes morales de la población en cuestión. Shakespeare, en «Twelfth-Night», al despedirse del respetable, pone en boca del melancólico bufón, the clown, las siguientes palabras: «But that´s all one, our play is done / And we´ll strive to please you every day» (“Eso es todo, la obra ha terminado, y nos esforzaremos por agradarles cada día”), con lo cual pretende granjearse la buena disposición del público para la siguiente función, de esa misma o de otra obra.
17. Donde se prueba que un micro también tiene su utilidad
Agosto 2005. Me llaman esa misma mañana para hacer una sustitución por la tarde, en la hora crepuscular. Se ha caído del cartel la compañía anunciada y recurren a nosotros. Quieren que representemos «La Princesa Iseo la Rubia» en el Parque Liana de Móstoles, dentro del programa de actuaciones «Cultura en la ciudad» que organiza el Ayuntamiento. Mi respuesta, obviamente, es afirmativa, si bien señalo que, por lo inesperado, habré de actuar solo por encontrarse mis colaboradores habituales (Marisa Moreno asegurando el baile y Miguel Aguirre como bufón) ausentes. No sería la primera vez que lo hago, por otra parte, y, así, se me confía la representación.
El espacio es, como ya se ha dicho, un parque y por tanto un espacio inmenso: por arriba, la bóveda celeste; por los lados y delante… ¡el infinito! Sí, ciertamente, los árboles cubren algo la voz y qué duda cabe que son referencias para proyectarla, pero… es mucho tomate. No habrá música enlatada puesto que Marisa no bailará esta vez, pero el técnico de sonido ha de justificar allí su presencia y su estipendio, por lo cual me dice que habré de llevar micro. No me veo actuando con un micro, la verdad. Siempre que los técnicos me preguntan si requerimos de micro, yo contesto en tono de chanza, no exento de altivez, que no, que eso es de malos actores. He actuado previamente en plazas públicas, en jardines muy grandes, en unos teatros enormes como el de la antigua Universidad Laboral de Alcalá y siempre lo he hecho a pleno pulmón… ¡pero el técnico insiste tanto! No obstante yo me resisto. Hay un tira y afloja… mas recuerdo entonces que el mismísimo Alfredo Kraus cantó con micrófono en la plaza de Trujillo y también en los Juegos Olímpicos de Barcelona, a despecho de la animadversión del organizador José Carreras. Claro, si el propio Kraus llegó a cantar en alguna ocasión apoyando su voz en un micro… la cosa cambia. Y acepto. Me prenden el micro al mono de listas verdes y amarillas (los colores medievales de la locura y de tantos juglares) con que suelo representar esta obra. Como me muevo mucho, salto, trepo y me tiro al suelo, el micro está constantemente rodando por las tablas del escenario. ¡Como no me lo peguen con Araldit! Aquello lejos de ayudar, dificulta, pues con tanto desprendimiento de mi mono, me veo obligado a agacharme y prendérmelo de nuevo y la representación se resiente de ello. Así es que, al cabo de un rato, tiro por la calle de en medio y opto por prescindir definitivamente de él. ¡Que trabaje al máximo la voz, hasta donde yo pueda! Pero, claro, hay que justificar la presencia allí del técnico de sonido y su posterior estipendio; por otra parte no querría que se sintiera preterido y superfluo, sobre todo frente al técnico de luz que ya ha comenzado a encender algunos focos pues la tarde va cediendo ante la noche. Le digo por tanto que no desconecte el micro, que me serviré de él aún. Lo dejo en una esquina. Cada vez que, remedando en esto al excelente mago Tamariz, en el transcurso de la obra se presenta una situación muy, pero que muy dramática (el combate entre Tristán y el gigante Morholt, el tirarse al mar desde los acantilados de Irlanda, el combate con el Dragón, etc.) me dirijo al micro y a través de él, digo «¡Cha cha Chan!»
¡Para que luego se atrevan a decir algunos que los micros no valen para nada! Eso será en casa de ellos…
18. Un milagro
La anécdota que me dispongo a narrar se sale del tema, pero me resulta tan bella, tan lírica, tan deliciosa, reviste a la protagonista, Arena, de un halo casi mágico, muy venturoso, tan grácil e iluso, tan trasoñado casi -adjetivos todos ellos que casan tan bien con ella- que no puedo resistirme a narrarla, concluyendo así esta retahíla de improvisaciones, camándulas y recursos toreros con que adornarse y escamotear al público, casi como un prestidigitador (y espero que no como un charlatán) carencias, olvidos y errores.
Año 2004. Representamos en Alcalá de Henares, para la Escuela Oficial de Idiomas, «Lancelot fin coeur», en una sala enorme, la del sindicato Comisiones Obreras en aquella localidad. Antes de salir con la furgoneta, como disponía de tiempo, he comprobado por dos veces que no nos faltase nada y que las máscaras, esta vez sí, se encuentren dentro del vehículo. Llegamos a Alcalá con bastante antelación. Me digo que tendré tiempo, una vez montado todo y antes de vestirme, de salir a la calle a tomar un café, que es un rito que me satisface sobremanera y que apenas, acuciado siempre por la falta de tiempo, tengo ocasión de observar. Cuando Miguel y yo estamos ya descargando, me dice Arena con absoluta calma que, para el vestido con que interpreta su coreografía de danza del vientre, necesitaría un nuevo pañuelo (¡y a la tía se le ocurre ahora!) y que va a callejear por Alcalá, donde nunca antes ha estado, en busca de una tienda de vestidos y accesorios de danza del vientre. Tras asegurarme que volverá a tiempo de cambiarse y calentar, nos encomienda la bolsa con sus enseres y desaparece tragada por las calles de la ciudad monumental y patrimonio de la Humanidad.
Yo he quedado perplejo, estupefacto, patidifuso, ¡turulato! «Por mucho que Alcalá tenga nombre árabe, Arena se cree que esto es, qué sé yo, Marrakech o El Cairo y que encontrar una tienda de vestidos y complementos para su danza, es como encontrarse un bar en España (en la de antes, claro, que ahora ya no lo es tanto si lo que se busca es uno abierto). “Es que no me lo puedo creer», le digo, no malhumorado, sino atónito, a Miguel, pues debo añadir que Arena se ha incorporado hace tan sólo unos días a la Troupe del Cretino y que por tanto aún no la conozco bien y no me he hecho a ella. Transcurren unos veinte minutos. Con su flema habitual, con su angelical sonrisa, veo llegar a Arena. Una bolsita cuelga de su mano. «Lo he encontrado. Combina muy bien con el rojo de mi vestido», dice con su acento de Las Palmas, tan dulce, de inflexiones tan sugerentes, adornado con esas suaves aspiraciones que hacen de su voz un arma, o más bien un poderosísimo bebedizo de voluptuosa seducción. Así hablarían sin duda Herodías y Salomé y fíjense ustedes lo que no conseguirían. Y así, como Salomé, baila Arena. Mejor no prometerle nada a priori… por lo que pudiera ocurrir.
«Ha conseguido el despropósito que se propuso; ha convertido, imagino que con sus delicados hechizos, Alcalá de Henares, la antigua Complutum, en el Argel moro», me digo yo para mis adentros, sin reponerme aún de ese encantamiento que no he llegado a ver, pero cuyos efectos he presenciado con mis propios ojos. «Pero de dónde sale esta Arena que obra estos prodigios… pero quién es esta Arena que hace milagros…»
Con el tiempo, que según dicen pone las cosas y las personas en su lugar, llegué a la conclusión de que Arena posee carisma, en la primera acepción de la palabra, tal y como la define el diccionario de la Real Academia de la Lengua, esto es en su acepción teológica: «Don gratuito que Dios concede a algunas personas en beneficio de la comunidad»… Claro, ¡así cualquiera! Y es que Arena lo lleva prendido, incorporado, es carne de su carne.
Mariano Aguirre es director de La Troupe del Cretino
50 Festival de Cine de Gijón
Esta semana arranca la quincuagésima edición del Festival Internacional de Cine de Gijón. A pesar de los recientes cambios de directiva y de los impíos recortes presupuestarios, el Festival se mantiene -en éstas, ya sus bodas de oro- como una apuesta por la experimentación en narrativas y temáticas, un foro en el que el cine de autor no sólo tiene cabida, sino que se convierte en protagonista.
Amparados en esa máxima que dice que «toda ficción tiene algo de realidad y toda realidad tiene algo de ficción», los programadores del Festival insisten en no hacer distinción entre documentales y otras películas. De hecho, los documentales se cuelan habitualmente en su «sección oficial», compitiendo así con las demás películas por un mismo premio.
Las biografías de los directores seleccionados suelen ser -por otra parte y cuanto menos- singulares. En general, sus obras se erigen como una proyección de sus vidas, tormentosas a menudo, imbricadas además en momentos históricos y lugares que los convierten en lo que son, que les dotan de identidad. Así, por ejemplo, encontramos a la directora Hiam Abbass, palestina, con una película sobre los palestinos en Israel («Inheritance»); a Aida Begic, nacida en Sarajevo, con la película «Niños de Sarajevo»; o a Jung, con un documental animado sobre su propia adopción en Bélgica («Approved for adoption»). Los ejemplos son numerosos.
Desde esta perspectiva, los programadores ofrecen al mundo una mirada del mundo, con historias contadas por voces que se cruzan y de múltiples maneras, desde el dibujo hasta la fotografía, pasando por la novela o el cuento.
Os dejamos una entrevista a Isaac del Rivero, fundador del Festival.
Festival Internacional de Cine de Gijón – Del 16 al 24 de noviembre de 2012.
AULES. Capítulo 3: «ACTUAR»
Tercer capítulo de la serie documental «Aules», un recorrido por distintos centros educativos del Principado de Asturias que ensayan diversos modelos de enseñanza. Un catálogo de buenas prácticas educativas.
En este capítulo visitamos la Escuela Superior de Arte Dramático de Gijón y mostramos algunas de las disciplinas que allí se abordan: Educación corporal, de la voz, esgrima, dirección de escena…
Cliente: Laboral Centro de Arte y Creación Industrial