En el Principito mora Cristo
En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos, y el que por mí recibiere a un niño como éste, a mí me recibe… (Mateo – 18, 3-5)
1.
En su célebre artículo, “La dolce vita: per me è un film cattolico”, Pasolini establece, al margen de la relación -impregnada por la Gracia- entre pecado e inocencia, el carácter de cristiana felicidad que vigoriza atmósfera, circunstancias y personajes. “Non c´è nessuno di questi personaggi che non risulti puro e vitale, presentato sempre in un suo momento di energía quasi sacra… vitale è ognuno… tutti i personaggi siano così pieni di felicità di essere… fenomeni carichi di vitalità…” Tanto es así pues que cabría hablar, más que de catolicismo, de cristianismo e incluso de religión sin adjetivos y con mayúscula, de sacralidad de la existencia, de amor puro en definitiva. “Bisogna davvero possedere una miniera inesauribile d´amore… Fellini è colmo di tale amore indifferenziato e indifferenzante…”
Bajo la égida del maestro, atrevámonos a interpretar en clave cristiana la adaptación teatral y el montaje que de la más conocida y popular obra de Saint-Exupéry ha llevado a cabo y dirigido Roberto Ciulli, asistido por Andrea Delicado, y que recientemente se interpretó en el madrileño teatro de La Abadía.
En la adaptación en cuestión, el Principito no es un niño venido de otro planeta, sino un anciano de éste, el nuestro, que se apresta a afrontar la muerte y, quizá, lo que venga después, la otra vida… y de ahí la cita del celebérrimo monólogo de Hamlet en labios del viejo: “To die, to sleep… To sleep?” El aviador, por otra parte, es aquí una aviadora y sus contornos no son tan nítidos como en el original, sino un tanto equívocos y en ocasiones incluso desconcertantes, como puedan serlo asimismo los del Principito-anciano; por emplear la terminología pictórica, se trata de unos personajes más ópticos que geométricos, más tonales que perfilados, más incompletos y abiertos en sus formas que acabados o cerrados en unos límites bien marcados. De hecho esta ambigüedad o “incompletud”, este “tonalismo” caracteriza todo el montaje.
Niño y anciano comparten muchos aspectos. Ambos quedan al margen del trabajo y del sistema productivo; ambos son dependientes y heterónomos; ambos quedan sujetos a la vulnerabilidad y al desamparo. Y ambos son incompletos: el primero, el niño, por defecto, podríamos decir; el segundo, el anciano, por exceso, por desgaste. La mayor diferencia -verdad de Pero Grullo- es que el uno empieza y el otro acaba.
En el original, en el arrebato vital que le proporciona su corta edad, el Principito-niño quiere saberlo todo y hallar la respuesta y de ahí que formule tantas preguntas. Por aproximación y multiplicación -se le proporcionarán mil respuestas a sus mil interrogantes-, podrá recomponer quizá, a partir de los fragmentos o teselas, el gran mosaico de la existencia. ¿Quién es realmente la rosa, mi rosa?, ¿Por qué ella?, ¿Qué es amansar (apprivoiser), o sea “crear vínculos”?, ¿Por qué el zorro me escogió a mí y no a otro?, ¿Quién y qué es la serpiente?, ¿A qué móviles responden y obedecen el rey, el hombre de negocios, el engreído, el borracho, etc.?, ¿Qué es la amistad?, ¿Qué es el amor? Y qué la muerte. El Principito va en pos del sentido de la existencia. Anhela algo, siente un vacío. El alma no descansa mientras no encuentra a Dios, dirá San Agustín.
Este príncipe niño es una transposición de los anhelos, cuitas y aspiraciones del Saint-Exupéry adulto que reviste así de ingenuidad las inquietudes del hombre cuajado y, a través de la ternura que irradia su personaje infantil, ofrece un relato conmovedor y entrañable de las dudas, temores y cuestiones fundamentales que atribulan a la humanidad.
Sí, porque en realidad la infancia estaría tocada por la Gracia: la imaginación no ha sido aún, en el mejor de los casos, encauzada y, en el peor de los casos, completamente vaciada. El niño vive aún en el Edén, ajeno al principio de realidad.
“S´il garde quelque lucidité, il ne peut que se retourner alors vers son enfance qui, pour massacrée qu´elle ait été par le souci de ses dresseurs, ne lui en semble pas moins pleine de charmes. Là, l´absence de toute rigueur connue lui laisse la perspective de plusieurs vies menées à la fois… Les bois sont noirs ou blancs, on ne dormira jamais.”
En la infancia sitúa André Breton el paraíso de la imaginación libre. Y en realidad con la imaginación “cósmica” viajará el Principito en busca de ese talismán y de esa causa primera que le desvelaría el sentido de la existencia.
El viejo se halla, como el niño, por su indefensión física, expuesto a mil y un peligros. El más grande y a la postre inevitable, es el de la muerte, más o menos inminente. El viejo de la adaptación teatral que aquí nos ocupa, interpretado por José Luis Gómez, busca ansiosamente algo a lo que agarrarse antes de dar el mortal paso. Se aferra a la botella y en el alcohol encuentra la única -ficticia- seguridad. Cuando le pide a la aviadora, interpretada por Inma Nieto, que le dibuje un cordero, lo rechazará con disgusto porque, según él, se trata de uno que está muerto y, luego, la misma aviadora , pintándole una caja o jaula donde guardar al corderito, le estará haciendo en realidad un ataúd al propio viejo-Principito.
Antes de morir, el anciano Principito ha de comprender. Y para ello inicia un viaje regresivo. Se va transformando poco a poco en niño pues en ello reside su única posibilidad de salvación y de obtención-recuperación de la Gracia. “Mirad que no despreciéis a uno de esos pequeñuelos, porque en verdad os digo que sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi padre, que está en los cielos” (Mateo 18,10).
El evangelista Marcos (10,46-52) es el único, frente a Mateo y Lucas, que nos proporciona el nombre del mendigo ciego al que cura Jesús de Nazaret al abandonar Jericó camino de Jerusalén. Se llama Bartimeo, hijo de Timeo. Nos dice San Agustín que este Bartimeo sufrió una doble desgracia que le truncó la existencia: perder la vista y caer desde una gran prosperidad económica en la miseria, condenándole ambas flébiles circunstancias a la triste condición de pordiosero al borde del camino y a la entrada de la ciudad.
Bartimeo es ahora ciego. Quiere esto decir que ya no ve a Dios; lo vio, pero dejó de verlo. Sin embargo, él es consciente de su ceguera, se reconoce ciego, “ve” su ceguera a pesar de todo, y así siente la necesidad de la luz y espera curarse, no ser ciego para siempre, ver a Dios, salvarse. “Jesús dijo: yo he venido al mundo… para que los que no ven, vean…” (Juan 9,39). “No tienen los sanos necesidad de médico, sino los enfermos… Porque no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores.” (Mateo, 9, 12-13)
Bartimeo, sabedor de que el Hijo del hombre pasa por el camino, iluminado y exaltado por la esperanza, comienza a gritar “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí” y, a pesar de que la multitud intenta hacerlo callar para que no moleste al Maestro, él está ya embalado y consigue atraer la atención de Jesús. Jesús le llama. Bartimeo, entonces, “arrojó su manto” antes de allegarse al Mesías, esto es se desvistió simbólicamente pues sólo desprovisto de todo, desnudo de cuerpo y alma, puede uno encontrar gracia ante el Señor. Así, en el montaje de la Abadía, el Principito-viejo llegará a desnudarse, inscribiéndose en la misma perspectiva que aquí tratamos de explicar y que no es otra que la de San Francisco desnudándose o la de San Juan Bautista haciendo otro tanto en el desierto (piénsese a este propósito en el “San Juan Bautista” de Domenico Veneziano). Declara el filósofo francés Fabrice Hadjadj a propósito del poverello, con motivo del octavo centenario de la fundación de la Orden Franciscana: “(Francisco) pone la existencia al desnudo quitándole las escorias, para volver a la fuente del ser, para ver la propia existencia brotar del seno de Dios.” Calvo Serraller contrapone la percepción del desnudo que se da en los griegos, para quienes es motivo de orgullo, a la que se da en los judíos, que lo consideran vergonzante, propio de esclavos y miserables… que son precisamente los que busca Cristo, los despojados, los desheredados. Abundando en todo ello, citemos al propio Francisco Calvo Serraller: “Cuando San Juan Bautista se va al desierto lo primero que hace es despojarse de sus ropas, y en esto le imitarán muchos otros santos, como Francisco de Asís, que se desnuda y se va al campo a vivir con los animales. Hay una idea de despojamiento, de quitarse precisamente el peso, la gravedad de las vestiduras, para llegar a la “verdad desnuda”…” (Calvo Serraller, “Los géneros de la pintura”, Taurus)
La fe, una vez más, habrá obrado el milagro: Bartimeo recobra la vista (ha visto a Dios y ha creído en Él) y no sólo recobra sino que ensancha hasta lo impensable la riqueza que perdiera antaño, pues la de hogaño es la que le ha proporcionado su encuentro con Cristo, la riqueza incorruptible y espiritual.
“Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, y quien busca halla, y al que llama se le abre.” (Lucas 11, 9-10)
En el reciente Sínodo de los Obispos, Benedicto XVI acuñó una certera expresión para referirse a cuantos han visto la luz de la fe de su infancia debilitarse y así se han alejado de Dios y por tanto empobrecido, condenándose a ser “mendigos de la existencia”. Dice Joseph Ratzinger: “… personas que… han perdido una gran riqueza, han caído en la miseria desde una alta dignidad -no económica o de poder terreno, sino cristiana-, han perdido la orientación segura y sólida de la vida y se han convertido, con frecuencia inconscientemente, en mendigos del sentido de la existencia. Son las numerosas personas que tienen necesidad de una nueva evangelización, es decir, de un nuevo encuentro con Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, que puede abrir nuevamente sus ojos y mostrarles el camino.”
Es “mendigo de la existencia” el pobre rey solitario que, por caridad, reclama súbditos y suplica que se le obedezca como a soberano. Es “mendigo de la existencia” el vanidoso que, incapaz de dar y recibir con autenticidad, se ve condenado, como un Sísifo empujando la roca del halago y nunca coronando la cima de la satisfacción duradera, a suscitar la aprobación admirada en los demás. Es “mendigo de la existencia” el borracho que “bebe para olvidar… para olvidar que bebe”, reducido a girar por siempre en un círculo infernal. Todos ellos tiritan de frío, indigentes e incompletamente desnudos de amor, y anhelan y buscan, aun desconociéndolo ellos mismos y aun negándoselo, la desnudez plena, cálida, iluminada por la presencia de Dios, la que gozaron en el Paraíso nuestros primeros padres, la que llamea en los cuerpos gloriosos resurrectos, la del bienaventurado (todos esos pecadores, pequeñuelos y sencillos que acogen a Cristo espontánea y naturalmente), gozosamente desnudo en presencia de Dios. No es cuestión baladí, tampoco, el recordar que Cristo fue crucificado desnudo.
“Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción. Se siembra en vileza y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder” (Pablo- 1 Corintios 15, 42-43) “Porque es preciso que lo corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad” (Pablo 1 Corintios 15, 54).
Apostasía. Rey, banquero, engreído, alcohólico… ¿qué han hecho en definitiva sino apostatar, aunque sólo sea tácitamente? Como Bartimeo, vieron y gozaron de riquezas y eso es la infancia; mas luego, con el transcurso del tiempo, se empobrecieron y llegaron a perder la vista, olvidando, negando y renegando de los dones con que gratuitamente fueron obsequiados. El Principito del original, siendo niño como es, ve -al menos todavía- con los ojos del alma y, por tanto, considera lo esencial, con grandísima penetración. Se trata simplemente del secreto que el zorro regala al Principito: “Es bien sencillo: no se ve bien más que con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.” Y escribe Lucas: “… porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños.” (10, 21). Añadamos que, como los de los sesenta y dos, el nombre del Principito también “está escrito en los cielos” (Lucas 10, 20).
¿Y el farolero? Dice Saint-Exupéry en el original que es el menos absurdo de todos pues al menos hace algo por los demás, “sale fuera de sí mismo” podríamos decir, ejerce la caridad que es siempre una aproximación al Salvador pues todos somos hermanos en la sangre de Cristo. “En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis.” (Mateo 25, 40), de tal manera que haciendo el bien al prójimo, uno ama a Cristo y, a la inversa, quien ama de verdad a Cristo, de manera natural hará el bien a sus prójimos. Se trata en definitiva del célebre “Ama y haz cuanto quieras” agustiniano-paulino.
“Celui-là, se dit le petit prince… serait méprisé par tous les autres, par le roi, par le vaniteux, par le buveur, par le businessman. Cependant c´est le seul qui ne me paraisse pas ridicule. C´est, peut-être, parce qu´il s´occupe d´autre chose que de soi-même.”
En el montaje teatral que nos ocupa los faroles que se encienden y apagan, se expresan mediante cerillas que se frotan y se soplan luego, creando una bella imagen, bien sencilla y cargada de fuerza simbólica, de la brevedad de la existencia. No en vano es el Principito-anciano quien adopta el papel de farolero. Bella es también la cita implícita de “La hora del lobo” de Bergman en que el angustiado pintor Johan Borg (Max Von Sidow) enciende una cerilla ante la desconcertada y desbordada Alma (Liv Ullman) y luego ambos sienten, y palpan casi, lo que es el transcurso de un minuto, casi una silenciosa eternidad. En la adaptación teatral se aúnan en uno solo ambos significados. A pesar de que el teatro, imposibilitado de encuadrar restrictivamente y por tanto de concentrar de manera tan extrema imagen y atención, carecerá siempre de esta fuerza expresiva del cinematógrafo, se alcanza aquí una cima emocional inapelable.
A propósito del farolero, añade Saint-Exupéry que el principito se dice a sí mismo que hubiera querido convertirse en su amigo, pero que en realidad lo que realmente le atraía, dada su gran afición a las puestas de sol, era que en aquel planeta hubiera podido disfrutar ¡de mil cuatrocientos cuarenta crepúsculos en veinticuatro horas! En la adaptación teatral se obvia esta consideración y se incide en la angustia vital del tiempo que pasa y luego corre y a la postre vuela para detenerse definitivamente; y el tiempo, nuestro tiempo mortal, acaba siendo tan sólo el que le lleva a una cerilla consumirse hasta que nos queme los dedos.
2.
Hay mucho del “Esperando a Godot” y del Maeterlinck de “Los ciegos” (una vez más el ciego como símbolo de la condición humana), anterior cronológicamente a aquél, en esta adaptación. No ya sólo en cuanto al desamparo existencial de los personajes en un mundo que ha alejado a Dios hasta arrojarlo a las tinieblas exteriores, sino también, por lo que se refiere a la obra de Beckett, en cuanto a la atmósfera de espectáculo de payasos que impregna toda la representación. Antonio Fava ha reivindicado siempre un tratamiento en clave clownesca de los personajes de Wladimir y Estragón (qué patronímicos tan de payaso), así como los de Pozzo y Lucky, insertándolos así en la tradición y evolución del teatro cómico occidental. Estragón y Wladimir responden meridianamente a la concepción del payaso que inspira y alienta a un Fellini, expuesta magistralmente por otra parte en su película “I clowns”: un cóctel de tarambana, loco, borrachín, tonto del pueblo, vagabundo y bendito de Dios, un gran extravagante en definitiva, un sui generis. Y también él, así como infante y anciano, exento de la esclavitud del trabajo y ajeno al sistema productivo.
Se ilumina el escenario y lo primero en verse es la entrada de José Luis Gómez, rostro infarinato de payaso blanco y, si no recuerdo mal, nariz roja sugiriendo la del augusto; empuña también una maleta de tonto. A medida que transcurra la obra, con el sudor y el trajín, el maquillaje irá siendo reabsorbido por la piel y tan sólo permanecerá indemne la trufa del borrachín. Ahora bien, no se trata de un payaso amable, sino de uno angustiado, bronco, casi pendenciero, emparentado a ese tétrico caricato en que se convierte el respetable profesor de “El ángel azul”, de Von Sternberg… para, poco a poco, con el transcurso de la obra, ir aproximándose a los payasos expresionistas de Rouault, sufrientes y mansos, intérpretes en la pista, y quién sabe si fuera de ella también, de la pasión de Cristo. Lo del payaso sufriente que hace reír a los demás mientras él llora por dentro y que tras sus hilarantes números, mientras se despoja en su triste camerino o en su roulotte de peluca y falsa nariz, se deshace en llanto, es ya un tópico de nuestra literatura y de nuestro arte. “Yo soy un payaso loco / que estruja un poco / su corazón, / y ve que la sangre brota / de cada nota / de su canción. / ¡Canción que llevo conmigo / como un castigo / y un dulce afán; / canción en que mis dolores / y mis amores / unidos van! / Yo soy un artista / sin patria ni hogar, / que ríe en la pista… / ¡queriendo llorar!…….Dejad que calle el payaso / y pida vuestro perdón, / y que, vencido / por su fracaso / bajo el vestido / de negro raso… / ¡estruje su corazón! (“Black el payaso” del maestro Sorozábal, con libreto de Serrano Anguita). Y así también en la archiconocida ópera “Pagliacci” de Leoncavallo, en una interesantísima imbricación y confusión entre drama y realidad y entre personajes y actores, se exclama con lacerante y truculenta desesperación el ofuscado payaso Canio-Pagliaccio ante la infidelidad de la esposa Nedda-Colombina: “Sperai, tanto il delirio / accecato m´aveva, / se non amor, pietà… mercè!”, antes de darle muerte.
Hay mucho de circo en esta adaptación teatral, de circo rudimentario también: la redondez de la pista dentrodelescenariocuadrado, la pobreza de los objetos que, tratados con la adecuada poesía descontextualizadora, se convierten a los ojos del espectador en lo que la imaginación infantil de los personajes quieren que sean. Y aquí reverberan las palabras que de Breton citábamos más arriba. Hay también piruetas, si bien sean éstas muy parcas; y hay también golpes y caídas, que son la maldad ingenua y atolondrada de los payasos. Se da también la ternura un tanto desgarrada, a lo popular, a lo Charlot, en la comicidad de estos desheredados de la fortuna que son los descendientes, revestidos ya de sentimentalismo, del primigenio Pagliaccio de la Commedia dell´Arte.
Circenses son también, grotescamente circenses, esas bicicletas del final y sobre todo la escuetísima que montará el viejo; mas sobre ellas añadiremos algo luego.
La pobreza de medios, la desnudez que caracteriza a la obra es encomiable. No es hacer de necesidad virtud, sino más bien de virtud, virtud, demostrando que el teatro más auténtico y que más y mejor emociona, quizá el único que posibilita la catarsis, sea el sencillo y puro: actores despojados y un texto. Digamos a este respecto que la veteranía de Gómez (presencia, dicción, fraseo y prosodia) anclan sólidamente la obra. Así, con esa desnudez, es cómo los objetos adquieren realmente valor y vida, como ocurre en los teatrillos de los niños, como sucede en los espectáculos del juglar, ajenos ambos a luminotecnias superferolíticas, a efectos sonoros de chan chan chan, a dei ex machina tecnológicos en definitiva, puro artificio, como puedan serlo hoy en día las discotecas o el relamido Cirque du Soleil. Recuerdo, por ejemplo, dentro de ese jugar, tan típico pues de la infancia y del teatro espontáneo propio de los niños, esos refajos que acaban por convertir a la aviadora en rosa, en la rosa.
Hablábamos más arriba de “tonalismo y de “permeabilidad” a propósito de este espectáculo. Su concepción es barroca. Expliquémonos: es más óptica que geométrica por cuanto situaciones y personajes se superponen, intercambian roles, actitudes y reacciones, se transforman en otros nuevos y distintos, llegando a solaparse y pasando así incluso del barroquismo al cubismo, con el encontronazo de perspectivas diversas en el cuadro-plano-escena.
En el teatro clásico cada parte o personaje es en sí mismo completo; constituye un mundo, podríamos decir, que puede evidentemente no ser autárquico -y teatralmente conviene desde luego que no lo sea, dejando al margen claro está las obras-monólogo, pues entonces ¿qué sería del diálogo, qué sería del drama y de las situaciones dramáticas?-, pero en cualquier caso se le reconoce una personalidad autónoma. Aquí, en este “Principito” que comentamos, las cosas no están tan claras pues, participando en gran medida de la lógica y del lenguaje oníricos, situaciones y personajes se desdoblan, se condensan, se sustituyen e interpenetran. Y es que no cabe hablar pues de estatismo teatral a lo clásico, sino más bien del dinamismo propio del mundo de los sueños, del deseo y, por tanto, del inconsciente, algo que si no es frecuente en el cine, es rarísimo en el teatro. De ahí esa forma tan abierta e incompleta -lo cual no se debe tomar como un reproche, sino como descripción de una manera de hacer inhabitual, más próxima a la imaginación que a la realidad- del producto teatral aquí glosado.
Como en el mundo de los primitivos y los locos, como en el mundo folklórico y onírico, el concepto clave es el de permeabilidad: las “almas” viajan de un lugar a otro, de un cuerpo a otro. Como en el circo, como en los juegos de los niños… yo era… y tú eras… no, pero ahora yo era… y tú eras…, siendo el imperfecto el tiempo verbal del juego de roles infantil.
3.
En ya no sé cuál de sus novelas (¿»Courrier Sud»?), Saint-Exupéry, tras una francachela nocturna, demacrado como el alba que surge sobre el bistró también náufrago y en cuyo mostrador está apoyado, se encuentra sucio y abyecto, absurdo y profundamente disgustado consigo mismo y con su vida, saturnino. En el desorden de los afectos y en la vida airada, tarde o temprano, pero siempre, se acaba por hallar la tristeza más triste. San Agustín, entre otros, lo supo. A la postre los desajustes, los excesos, el ruido ensordecedor, las carcajadas compulsivas y el aturdimiento se abren sobre el abismo.
“Tened cuidado de vosotros mismos, no sea que se emboten vuestros corazones por la crápula, las borracheras y las preocupaciones de la vida…” (Lucas 21, 34).
Saint-Exupéry se halla huérfano de trascendencia y de misterio. También el viejo Principito de la obra teatral. No querría ser yo cristianista a ultranza y admitir tan sólo una, podríamos decir, trascendencia trascendente o sobrenatural; no necesariamente, y así ¿por qué no considerar también una suerte de trascendencia en la inmanencia sin Dios, donde sólo haya hombre? Lo que sí se requiere, lo que necesitamos y que la obra pone de manifiesto, es ese más allá de la materia que, superándola, nos colme… la caridad… el amor… ¡Qué cursi puede ser todo esto!, ¿no es cierto? Sin embargo, nada, ni en el original ni en la adaptación, posee felizmente ni un miligramo de estomagante edulcoración. Leí hace poco en la prensa que los herederos de nuestro escritor aviador habían vendido los derechos de “El Principito” para su conversión, no recuerdo ya pues “tanto monta monta tanto”, si en musical o en obra de Walt Disney. Aquello sí que será el beso de Judas.
Caridad… amor… la amistad. “Amánsame”, le dice el zorro al Principito, en la mejor y más inteligente traducción posible del “apprivoise-moi” original, superando el mecanicista “adiéstrame” y el servil “domestícame”. “Amánsame”. “Amansar” es “crear vínculos”. En el original, ante las reticencias del Principito a amansar al zorro por su “falta de tiempo”, pues le quedan aún muchas cosas por conocer, el sabio zorro le replica que “sólo se conoce lo que se amansa” y añade que los hombres no tienen ya tiempo para conocer nada, que compran cosas ya manufacturadas del todo a los mercaderes, pero que como no existen los mercaderes de amigos, los hombres no tienen ya amigos. La humanidad, en su frenética acción por la acción como tan bien ejemplifica el libro con el episodio de los viajeros que surcan raudos los raíles del tren, en su maníaca conquista del mundo, en su mercantilización que afecta también a los sentimientos, etc., no sólo nunca logra conquistarlo, sino que en esa equivocada demanda extravía el alma.
“Y ¿qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mateo, 16, 26)
Convencido el Principito por las razones del zorro, pregunta qué ha de hacer. Y el zorro le contesta que ha de mostrarse muy paciente y que las aproximaciones habrán de ser sucesivas y escalonadas. A uno le viene entonces a la mente la conversión de San Agustín, tan lenta, tan costosa, tan trabajada, en las antípodas por ejemplo de la célebre y tan espontánea vocación de Mateo, pero que a la postre convierte al futuro obispo de Hipona en íntimo amigo de Cristo hasta el punto de ser ambos uña y carne.
Cristo quiere ser “amansado” por cada uno de nosotros y “amansarnos” a cada uno de nosotros. Cristo -creo que ha sido el actual Papa quien lo ha dicho- está enamorado de todos y cada uno de los hombres y, como el zorro, nos suplica: “apprivoise-moi!” Bartimeo, en apostasía implícita, olvidó y quedó ciego. “Les hommes ont oublié cette vérité, dit le renard. Mais tu ne dois pas l´oublier. Tu deviens responsable pour toujours de ce que tu as apprivoisé. Tu es responsable de ta rose…”
La rosa, tan pueril, tan desvalida, tan inútilmente protegida y defendida por sus irrisorias espinas, parece condenada a la esterilidad dado lo displicente y arrogante de sus palabras. Se ha creado un auténtico vínculo, desde el primer momento, entre ella y el Principito, mas luego ha de surgir el malhadado malentendido como consecuencia del orgullo de la rosa y el Principito se deja confundir por lo engañoso de las palabras de aquélla en lugar de atender a sus conductas y de penetrar en los sentimientos que se ocultan y agazapan tras del discurso de la flor. “¡No supe entonces comprender nada!”, confía el Principito al aviador en el original. “Debería haberla juzgado por sus actos y no por sus palabras. Ella me perfumaba y me iluminaba. ¡No debería haber huido nunca! Debería haber adivinado su ternura bajo sus triquiñuelas. ¡Las flores son tan contradictorias! Pero yo era demasiado joven para saberlo.” Aunque lo ignore realmente, me malicio que hay mucho de autobiográfica pesadumbre en las palabras que el autor pone en boca del Principito y así ambos, paradójicamente, huyen de la mujer amada para en realidad ir en su búsqueda y conocimiento auténtico. Tan sólo el periplo interplanetario (del Principito, mas también de forma vicaria y alegórica de su “padre” Saint-Exupéry) le llevará a asuntar cuánto la quiere y será entonces, también paradójicamente a partir del descubrimiento de que hay millones de ejemplares o seres iguales a ella así como a la luz de las sabias palabras del buen zorro, cuando se percatará y sabrá que, a pesar de ello y precisamente por ello, su rosa es única en el mundo, porque es él mismo quien configura el mundo intelectual y afectivamente; y así ella, su rosa, es la más importante en su corazón.
“¿Ves esa rosa que tan bella y pura
Amaneció a ser reina de las flores?
Pues aunque armó de espinas sus colores,
Defendida vivió, mas no segura
………………………………………….
Que aunque armes tu hermosura de rigores,
No armarás de imposibles tu hermosura….”
Dejando ahora de lado, por no venir al caso, la invitación retórica al tópico del Carpe Diem que es la totalidad del soneto calderoniano, centrémonos en las espinas. A diferencia del poema, “no armarás de imposibles tu hermosura”, la rosa del Principito sí parece erigirse en inalcanzable y así aquello que hubiera debido ser tan bello, no llega a florecer. Hubo relámpagos de feliz intimidad y de íntima felicidad, pero aquel amor no cuajó. Se desvaneció la Gracia primera. Y como Bartimeo, el Principito niño del original y el Principito viejo de la adaptación teatral han tomado su cayado y han salido a los caminos a mendigar, sintiendo en el alma el comején del recuerdo dichoso. Quizá la vejez psíquica no sea, en gran parte al menos, más que el lamento lacerante por lo que pudo ser y no fue. Y si la muerte, como afirma San Pablo, es el pecado y la muerte entró por el pecado (“el aguijón de la muerte es el pecado”), muertos en vida son los que no aman, Bartimeos que vieron y ya no ven, antaño opulentos y hoy indigentes… mas que quieren volver a ver y esperan y además buscan.
Acaba la obra con una bella imagen visual, la de los dos personajes montados en bicicleta, girando por la pista, a modo de payasos, mientras un cañón de luz, ¡tan circense!, los ilumina y destaca. La aviadora-payaso blanco monta una bicicleta adecuada, mientras que el anciano-augusto monta una muy pequeña, de niño, que le obliga a abrir las piernas para poder pedalear. Ambos lucen alas blancas en la espalda. Ella, como ángel guardián que ahora caminara delante abriendo el camino y no ya detrás protegiendo -pues ya no es necesario prevenir ningún peligro-, o como Beatrice guiando a Dante, precede al viejo vuelto niño, en su entrada al reino de los Cielos.
“Yo os precederé a Galilea” (Mateo, 26, 32) pues “en la casa de mi Padre hay muchas moradas… voy a prepararos el lugar… cuando os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros.” (Juan, 14, 1-3)
Así llegará “el día en que beba este fruto de la vid con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre” (Mateo 26,29)
Satanás virgen y esteta, condena a eternidad
Les anges impuissants se damneraient pour moi!
Baudelaire, “Les metamorphoses du vampire”
“Mulata de tal”, de Miguel Ángel Asturias, es una de esas novelas hispanoamericanas en que sueño y realidad, vida y muerte, vivos y muertos (que son otro tipo y categoría de vivos), deseo y conducta objetiva, pensamiento y acción, se confunden e imbrican hasta ser una única cosa dentro de una visión mágica de la existencia.
Tierrapaulita es una ciudad crepuscular y sonámbula donde cabe presumir que los demonios precolombinos se han refugiado ante la llegada del cristianismo a América y donde hacen mangas y capirotes y de su capa un sayo y traen además al retortero al único y sufrido capellán… hasta que llega, para quedarse definitivamente, el Diablo, el cristiano, el del Dios Único y Verdadero, el Demonio Civilizatorio y será él, curiosamente, en su ambivalencia religiosa, y no Cristo o su vicario o un santo o un exorcista, quien los expulsará definitivamente y ganará para la Razón, la Cultura y la Religión el último reducto irredento, arrancándoselo a los diablos primitivos y bestiales. Y lo hará desde la líbido, desde el instinto de vida, desde -paradójicamente- el amor (por muy procreativo que éste sea), cayendo así en una primera contradicción, a pesar de que él -y ésta sería su segunda contradicción- no puede generar, por imposibilidad física mas también teológica como efecto del castigo divino a su rebelión.
Y aquí, en este punto, creo que reside, más incluso que en el hecho de que encarne el Mal, la seducción que el Diablo ejerce sobre nuestras mentes, esto es su tremenda complejidad, sus contradicciones sin posible solución, su ambivalencia psíquica y moral, su “cóctel” emocional, al asemejárnoslo tanto; siendo así que lo más nos atraería en él sería precisamente la contemplación de nuestro propio reflejo. El Diablo no es un bellaco de una sola pieza, fácilmente reductible. En efecto limitar la atracción del Diablo a su faceta malvada es, amén de pueril y simplista, casi hollywoodense. Hemos de insistir en ello y concretar aún más: Satanás sería una proyección de nuestra conflictiva y desgarradora presencia en la vida y en el mundo. En esta perspectiva los personajes de Dostoievski (no sólo los de “Los endemoniados”, sino todos) se nos aparecerán como distintas, y siempre más que problemáticas, manifestaciones del Demonio, de nosotros mismos en definitiva, en nuestras atormentadas mentes, conductas y existencias.
Escribe Asturias: “Él, Diablo del Verdadero Dios… daba rienda suelta a sus instintos de macho cabrío, sin engendrar, porque el demonio carece del licor que da la vida.” Frente a él y al atropello que constituye la incitación al amor, a la fecundidad y a la procreación, Cashtoc, el Grande, el Inmenso, temible y espantoso diablo de la tierra, autóctono, indio, precolombino, eleva su voz indignada: “¡A más hombres, según el demonio cristiano, más hombres para el infierno y de aquí que a él le interese la propagación de la especie que nosotros estamos empeñados en destruir!… ¡Para su infierno que confunden con el fuego de los volcanes… no nuestro Xibalbá, nuestro infierno, el de la tiniebla profunda que venda los ojos, el del olvido blanco que venda los oídos, el de la ausencia verde que venda los labios, y el de las plumas rojas y amarillas que venda la sensibilidad.” Así pues parece claro que, frente al Diablo indio de la indiferenciación, la disolución, la ausencia de conciencia y por tanto de responsabilidad y libertad, se yergue nuestro Satanás (nombre que emplearemos como sinónimo de Diablo) como firme representante de la conciencia cristiana, la responsabilidad moral, la autoría plena, la asunción de los actos propios y la individuación.
Satanás es el envés de Cristo: ambos postulan y proclaman nuestra libertad, libertad para condenarnos o salvarnos. El Diablo indio, sin embargo, primitivo y primario, nos la niega y en su concepción, en su Weltanschauung (si se nos permite la expresión), el hombre carece de poder de decisión y queda siempre expuesto, pasivamente, a las insuperables fuerzas demoníacas, reducido ante ellas a la magia -estadio pueril de la moral tanto ontogenética como filogenéticamente- para intentar así congraciárselas o, cuando menos, aplacarlas.
El cristianismo es, como muy bien lo recuerda permanentemente Benedicto XVI, una religión histórica, entendiendo por tal que Cristo nace en un día determinado, predica en una región y durante un período bien delimitado y muere luego, todo ello con unas fechas precisas y contrastables. El destino del hombre, desde aquel entonces, penetra y se encauza en un devenir que es irreversible por su carácter lineal, pues ha dejado para siempre de ser cíclico y repetitivo. Dios-Cristo irrumpe en la Historia (Judea, Galilea, dominación romana, Augusto, Tiberio, Herodes, Poncio Pilatos, cultura helenística dominante). Ello ocurrió grosso modo hace dos mil años y no volverá a ocurrir nunca más, en espera de la parusía. Las religiones naturales, fundadas en lo periódico, quedan así abolidas. Se impone el drama cristiano que es no sólo divino (El Hijo de Dios) sino humano (El Hijo del hombre) establecido desde y a partir de acontecimientos concretos y tangibles, históricos, de carácter discontinuo y sin semejanza entre ellos. Como afirma el profesor y crítico literario francés Armand Hoog: “La libertad humana asegura así, a través del pecado, la redención o la muerte, la rigurosa mitad del diálogo” y añade que esta historia “va hacia delante, no gira ya como el molino del antiguo rito”. Insiste: “La magia incluso, esa antigua mecánica milagrosa de repetición, queda desde entonces integrada en una historia que prohíbe los retornos.” ¿Qué significa todo ello? En definitiva que el cristianismo es libertad, que la fatalidad queda abolida, sustituida por el motor histórico de la salvación. Y por ello, como nos recuerda de nuevo Hoog, el cristiano Tacio les espeta a los astrólogos griegos. “¡Estamos por encima del destino!”, lo cual reviste una importancia capital con sólo reparar en que incluso los dioses del Olimpo quedaban sujetos a una fuerza superior, indefinible y ominosa llamada Destino. Y así, porque la existencia ha pasado a ser histórica, será responsable de sí misma y cuanto anteriormente se padecía (la fuerza del Destino, siempre fatal) y por ende nos encubría moralmente, ahora es tan sólo responsabilidad nuestra y en nuestras manos está el salvarnos (o no) según obremos y según amemos, aquello de que “según las obras, habrá el galardón”. Sólo en nuestras manos de seres desgarradoramente libres está el alcanzar la bienaventuranza en la eternidad (o, por el contrario, la eterna condena), que romperá para siempre la linealidad histórica de nuestra existencia, devolviéndonos a la postre a la inocencia previa al pecado original. Y entonces, ya condenados, ya recompensados, no seremos libres nunca más porque la libertad habrá dejado de tener sentido. Nos habremos subsumido en el Amor Eterno y, ciertamente, nuestra conciencia y la conciencia de nosotros mismos no quedará eliminada pero ya no tendremos que optar ni decidir puesto que la gran resolución ya fue tomada. Es de alguna manera una vuelta al Paraíso del Génesis, pero cualitativamente superior pues el Paraíso es ahora celestial y nuestra conciencia, bañando en el Amor, es plena y no ya crepuscular.
Por el contrario, en el Infierno, por la ausencia de Amor, la conciencia sigue manifestándose y lo hace de forma aún más punzante y dolorosa que en vida. En la Jerusalén celestial la conciencia se ilumina del todo en un nuevo Pentecostés, irradia luz y conocimiento. Es goce. En el Hades cristiano, no hay Leteo ni sombras ni duermevelas ni vidas trasoñadas; tan sólo la lacerante percepción absoluta de la ausencia.
Manumitiendo al hombre de las fuerzas de la Naturaleza y de toda fatalidad ciega, Cristo le otorga la dignidad, definitiva e inalienable.
Cashtoc, sin embargo, diablo primitivo y destructivo, puro Mal y tan sólo eso, concibe a los hombres como meros granos de maíz, iguales todos, cosificados, instrumentalizados, arracimados, excrecencias de la tierra, heterónomos, infantilizados a perpetuidad, dependientes, sometidos y amedrentados, contumazmente indignos, una raza de esclavos.
Cashtoc, el diablo indígena, maliciándose por sus poderes naturales que su dominio toca a sus postrimerías a causa de la llegada del diablo cristiano, del Diablo del Dios Verdadero, intuye a la perfección que el cristianismo es sobre todo libertad y que por tanto, irrefragablemente, va a poner en tela de juicio y en peligro de desaparición inminente su arcaico sistema religioso ideado para la esclavitud y contrario al uso de la conciencia y de la responsabilidad individuales, que ni quiere tolerar ni puede concebir.
Cashtoc se pregunta: “¿A qué los hombres? ¿A qué las ciudades?” y en su ánimo está el destruirlas para siempre.
En el capítulo que lleva por título “Los diablos terrígenos abandonan Tierrapaulita”, se exclama Cashtoc: “¡Ha llegado el demonio cristiano y debemos abandonar Tierrapaulita, después de conquistar la plaza, es decir de no dejar habitante ni mansión entera! ¡Para nosotros, conquistar es despoblar! ¡Nos vamos, porque los fines de este demonio cristiano, que fue ángel y no ha perdido su jabonosidad divina, chocan con los nuestros, sus fines y sus métodos, y no podríamos estar juntos, sin que esto se volviera una merienda de diablos!”
Los orígenes son distintos. Satanás fue ángel; su procedencia es celeste, por mucho que, condenado, resida ahora debajo de la tierra, que por otra parte abandona con total libertad. Porque fue ángel bueno y sigue siendo ángel, aunque malo, es bello y forma parte del mundo racional y moral. Sin embargo, los diablos indios son terrígenas en su origen y en su existencia. Son monstruos. Representan el caos y son irracionales e inmorales, o por mejor decir amorales, que es mucho más grave pues representa un estadio de desarrollo inferior. Satanás, superior, es inmoral pues defiende y expande, a conciencia, el pecado.
En cuanto a fines y medios, los de Satanás son la propagación del hombre para que se condene en un número cuanto mayor, mejor, y así poblar y llenar hasta reventar sus calderas eternas donde se castiga el pecado y al pecador. Y allí será el eterno “chirriar de dientes”, en las “tinieblas exteriores”. Cashtoc, sin embargo, sólo busca la aniquilación. Satanás es diablo de vida y Cashtoc de muerte. Satanás es diablo de vida eterna para poder aplicar el castigo, dada su condición de alcaide y de verdugo, representante represivo del orden y ejecutor de la justicia. Cashtoc es diablo de muerte definitiva, sin apelación, de desaparición, un nihilista, un desesperado, un anarquista, que sólo persigue, mediante el caos, la absoluta supresión de la vida, la total ausencia de la vida. Éste es su fin. El caos, el terror, la amenaza, la violencia, son sus medios. Cashtoc, eternidad inconsciente, lo increado.
El fin de Satanás es doble: comercial, esto es que sus calderas siempre se encuentren repletas a rebosar; y moral, esto es tras la administración de justicia (a cada cual según sus obras y según ello, o galardón o baldón), él es el encargado de dar y ejecutar el baldón… eterno. Satanás, eternidad consciente en el castigo.
En el mismo capítulo leemos cómo Cashtoc expresa su rabia contra el hombre, (auto-)separado de la creación, auto-proclamado distinto y también distinguido de los animales, monstruo de orgullo por quererse y pretenderse niño mimado de los dioses o de Dios, el Único Verdadero. Escuchémosle: “Los hombres verdaderos, los hechos de maíz, dejan de existir realmente y se vuelven seres ficticios, cuando no viven para la comunidad (entiéndase el “Cosmos” mismo como ente mostrenco de indiferenciación) y por eso deben ser suprimidos. ¡Por eso aniquilé con mis Gigantes Mayores, y aniquilaré mientras no se enmienden, a todos aquellos que olvidando, contradiciendo o negando su condición de granos de maíz, partes de una mazorca, se tornan egocentristas, egoístas, individualistas… hasta convertirse en entes solitarios, en maniquíes sin sentido!”
El orgullo del hombre desentona en la Creación y por ello Cashtoc busca su aniquilación, destrucción total, no para castigarlos (eso el lo que persigue el Diablo cristiano, que es un ser moral) sino para que su desaparición reequilibre esa Creación, alterada por la presencia de nuestra especie. Se trata de una operación de higiene, como quien desratiza, desinsecta o desinfecta un lugar. Desentonan los hombres, son petulantes, irrespetuosos con el Gran Todo. Hay que acabar con ellos. Más que de crueldad cabría hablar de higiene y respeto a la Forma Única, o si se prefiere, por ser más acertados, a la total ausencia de forma y estas ratas, estas cucarachas, estos gérmenes infecciosos, padecen de exceso de forma. Satanás, en cambio, no acaba con ellos. Los saca de donde molestaban (y pecaban) y los traslada a otro lugar para aplicarles tormento. Satanás es cruel porque es justo en la aplicación de las sentencias y en la observación del reglamento penitenciario, aplicado en un penal que es eterno.
Cashtoc sólo concibe la destrucción, sin cebarse en ella, una destrucción ingenua como es él. “¡Una polvareda fue la Creación y una polvareda queda de las ciudades que destruimos! ¡No más ciudades! (obsérvese la especial inquina que alimenta contra las ciudades por ser éstas algo opuesto a la Naturaleza, acotándose frente a ella, que es ilimitada, como bien señala Ortega y Gasset; por otra parte repárese en que precisamente en la ciudad no crecen las mazorcas sino que se consumen al resguardo de las inclemencias y de la intemperie, artificialmente.) ¡No más hombres…!…¡Por eso, repito, debe ser destruido el hombre y borradas sus construcciones, por su pretensión a singularizarse, a considerarse fin en sí mismo!” (nótese que precisamente el cristianismo hace de la humanidad y de cada hombre individual un fin en sí mismo y de esta savia se nutrirá el Humanismo; y ello frente a los sistemas que consideran al hombre y a los hombres tan sólo partes de un engranaje despótico o estatal). En definitiva, hay que destruir, aniquilar, la soberbia del hombre.
Cashtoc es ingenuo y en el fondo un infeliz. Tácitamente así lo reconoce al describir al Diablo cristiano como un ser taimado, artero, trapacero, un auténtico pícaro, un verdadero comerciante, un tipo que se las sabe todas, hombre de negocios por excelencia. En la perspectiva de Satanás, denuncia Cashtoc, el hombre es mercancía y, contraponiendo su estrategia -¡tan simple! pues se limita a destruir- a las artimañas y añagazas de Satán, se exclama: “¡Otra, muy otra la estrategia y la táctica desplegada por el demonio cristiano, hijo de la zorrería! ¡Este taimado extranjero concibe al hombre como carne de infierno y procura, cuando no exige, la multiplicación de los seres humanos aislados como él, orgullosos como él, feroces como él, negociantes como él, religiosos a la diabla como él, para llenar su infierno!” El Diablo es pura camándula y, por si fuera poco, encima y además, ahora, ha aprendido a usar la propaganda y la mercadotecnia, consciente de su valor e infalibilidad. Ahora sí que es, real y definitivamente, el “Gran Equivoquista”.
En definitiva, Cashtoc proclama su honradez, su hidalguía podríamos decir, su afán de juego limpio y buena lid frente a lo fulero del Diablo cristiano. Cashtoc se considera superior al hombre pues otorga (y defiende) su conformidad al Gran Todo. Satanás, sin embargo, es tan ruin como el hombre: aislado, orgulloso, feroz. Negociante, religioso sin longanimidad ni largueza, quejumbroso y resentido. Es un blando. Y llega a rebajarse hasta el nivel ínfimo del hombre con tal de convencerlo y mercarlo. Satanás se disfraza con tal de obtener lo que persigue, con tal de satisfacer sus propósitos de negociante. Es maquiavélico: para él el fin justifica la bajeza de sus medios. No así Cashtoc. Si al final va a resultar que aun no siendo diablo moral (¿qué es eso de la moral para él?), frente a Satanás, que sí que lo es como queda dicho, se erige en ser íntegro, escandalizado ante las artimañas y añagazas del satánico mercachifle.
En esta controversia, se erige en concepto fundamental el de cantidad: cuanto más mejor, en la visión del negociante; ninguna, en la consideración primaria del diablo primitivo que sólo cree en la unidad sin fisuras de un Todo superior por muy inarmónico que se nos aparezca. También resulta fundamental el hecho, la determinación, o no, de subsumirse en ese Todo sin aristas, donde nadie pueda sobresalir o evidenciarse. Por ello Cashtoc denuncia la individuación, hija de la soberbia, mientras que Satanás la reivindica y fomenta pues por ella y desde ella cada hombre se rige como ente ajeno y diferenciado de la existencia de los otros hombres y de las fuerzas naturales y cósmicas, negando que las existencias todas de los hombres sean parte de la existencia de los dioses. Brama Cashtoc su indignación: “¡A más hombres, según el demonio cristiano, más hombres para el infierno y de aquí que a él le interese la propagación de la especie que nosotros estamos empeñados en destruir!”. Así, en el “Creced y multiplicaos” se aúnan Dios y Satán, uña y carne frente al “¡Desapareced!” de Cashtoc.
No hay pues posibilidad alguna de conciliación entre ambas fuerzas demoníacas y ello tanto por su disparidad de origen, como de medios, de fin absoluto perseguido, de espíritu y concepción de las cosas, concepción del hombre y concepción de la Creación.
En la perspectiva freudiana, Cashtoc es Thanatos, fuerza nostálgica del estado primitivo del no-ser, de la nada, de la inacción, de aquel vacío que precedió la agitación dolorosa que da comienzo con la concepción. “Quaeris quo jaceas post obitum loco? / Quo non nata jacent” (“¿Que dónde estarás después de morir? Donde están los que no han nacido”), escribe Séneca en “Las troyanas”. Cashtoc, además de esa fuerza, de ese “instinto de muerte”, es esa misma muerte, estado de absoluto reposo, indiferenciación y confusión amorfa en el Caos. Es el caos que precede a la Creación y la añoranza mítica de la Naturaleza que, ciegamente y sin lograrlo nunca del todo, tiende a volver a esas tinieblas primigenias.
Nuestro diablo cristiano, Satanás, es su opuesto y enemigo. Es sobre todo diferenciación, multiplicación y disgregación. Para ello se requiere el amor, la “obligación del amor”, como establece Freud, para “satisfacer a la vida la deuda que desde nuestro nacimiento pesa sobre nosotros”. Y si bien es cierto que en el acto amoroso uno se pierde, fundiéndose y disolviéndose, antes y después se requiere individuación y conciencia. Estos antes y después constituyen la conciencia dolorosa del ser. Representan el sufrimiento de saberse, de ser consciente de uno mismo o, por ser más precisos, su exacerbación y así, que nadie piense, como suele decirse jocosamente, que en el Infierno, condena eterna, todo será orgía. Al revés. La orgía, el carnaval, son confusión, borrachera, desaparición de límites, abolición de fronteras; en ellos todo está en todo y se subsume en el todo. Es caos. El Infierno, y esto es cuanto han expresado los dos últimos papas, es ausencia de amor y soledad absoluta. El alma condenada anhela la fusión amorosa con Dios, superadora de la contradicción entre caos primigenio y conciencia, pero sabe que nunca jamás la podrá obtener y de ahí emana su insufrible padecimiento. En definitiva el Infierno es conciencia punzante de la separación eterna, diferenciación radical. El precito se sabe separado, aislado de todos y de todo y sin ningún consuelo ni lenitivo y así ¡para siempre! Desgajado de Dios, se arranca también de sus congéneres pues olvidó ese “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” que establece la unidad en el Amor, sin distinción posible entre amor a Dios y amor al prójimo. Porque lo rechazó en vida, el réprobo se halla privado para siempre del amor que es lo único que hubiera podido salvarle al brindarle la superación tanto de su diferenciación y radical soledad como de su anhelo de fusión carnal y espiritual. Tan sólo el amor y el Amor, llamas de goce, le hubieran brindado no sólo el no añorar ese antes oscuro de la vida, sino incluso ignorarlo.
Sólo si hay conciencia hay libertad. Como se dijo anteriormente Dios-Cristo es el haz y Satanás el envés. Haz y envés de la conciencia, de la voluntad y de la acción.
Insistamos: el Infierno no es inconsciencia. Todo lo contrario: es exasperación insostenible de la conciencia. Y el Cielo es superación de la contradicción conciencia-inconsciencia, o si se prefiere una conciencia que, trascendiéndose a sí misma por el Amor, se niega y se destruye transfigurándose en entidad mística superior. Algún barrunto de ello tuvieron Pedro, Juan y Santiago en el Monte Tabor.
En realidad, la conciencia nacería con la rebelión del que luego sería Príncipe de las Tinieblas en su rechazo adolescente al Padre y a la seguridad jerarquizada y opresiva que Éste le brindaba. Satanás se da entonces unas formas bien definidas frente al carácter un tanto amorfo, anodino y vicario en que existía por decisión del Sumo Hacedor.
Por todo lo anterior, que reputo un tanto abstruso y temo se nos muestre por ello poco nítido, en nuestra obra de teatro “En el Infierno hay un tablao”, Satanás lee “La Razón”, que es el diario más conservador del mercado español. Remitiendo y amparándonos en el ensayo de Josep Pla, “Perquè sóc conservador” (en el que civilización se contrapone radicalmente a naturaleza, esto es orden a caos, creación a destrucción, paz a guerra, estatus y statu quo a revolución), Satanás es fuerza cultural y definitoria de la conciencia individual y colectiva. Por el papel que le ha tocado interpretar, Satanás está condenado a la más absoluta ambivalencia. Ha de luchar contra Dios e incluso intentar tentar a su Hijo, ha de alimentar la duda, el ateísmo -o cuando menos la agnosis-, la iconoclastia, el anticlericalismo, la quema de templos y el martirio, sí, pues es su inalienable deber; pero al mismo tiempo ha de precaverse y obrar de tal manera que la destrucción de Dios en las conciencias nunca sea total puesto que su propia existencia, como tal Diablo, depende de la de su enemigo. Si Dios desapareciera, indefectiblemente, él también. Sólo puede haber Mal si hay Bien. Sólo puede haber Diablo si hay Dios. Dependencia pues, o más bien interdependencia. La independencia no es posible pues sólo conduciría a la desaparición. En efecto si Satanás obtuviera la aniquilación de Dios, que nadie ya creyera en Él, también irreparablemente se dejaría de creer en el Diablo.
Así las cosas, la figura transgresora y subversiva del Diablo queda muy relativizada, tanto que en realidad su antagonismo no sería más que una pose, una exigencia del guión, una apariencia, un disimulo, casi un juego, un disfraz o una máscara.
Además, Satanás se sabe de antemano derrotado. Siempre lo será, tanto coyuntural como permanentemente, hasta la segunda venida de Cristo y, definitivamente, desde ésta. Así pues, si no se ha jubilado, si no se ha rendido incondicionalmente, es porque es consciente de su deber que consiste en ser reverso permanente de Cristo, su antagonista en este auto sacramental que es la historia del hombre desde su creación hasta la consumación de los tiempos.
En el fondo Satanás se ríe y desprecia a todos los satánicos, libertinos, sadistas, románticos y byronistas, góticos, nihilistas, anarquistas, nacional-socialistas, comunistas, ateístas beligerantes, paganistas y panteístas y demás, por tomarse en serio su propia causa y tomárselo en serio a él. Y así lo expresa al principio en nuestra obra mientras va leyendo y glosando la sección de Religión del diario. Satanás es un guasón. Desesperado, sí, porque en el uso de su libertad, de la libertad, que él inauguró, renunció a la Salvación y porque en su orgullo no cabe el arrepentimiento. Guasón desesperado. Eso es cuanto quizá sea la comedia en esa su insoslayable, a pesar de las apariencias engañosas, vertiente trágica. Y es sabido que la comedia es género diabólico.
Mas ya es hora de que, tras tanta disquisición, digresión y excursi, volvamos al propósito de este escrito, que pretende ser de crítica teatral , autocrítica en este caso. Así, en la mencionada obra nuestra “En el Infierno hay un tablao”, en un momento determinado uno de los personajes diabólicos que allí aparecen, Satanás en algunas representaciones y Luzbel en otras -pues no nos atenemos ni a un texto ni a una estructura cerrada o fija, sino que cada momento preciso de cada representación, y el azar también, nos marcan una u otra opción-, afirma que “este es nuestro triste sino: incitar al pecado, pero no poder pecar. No olviden que, aunque caídos, somos, seguimos siendo ángeles y que éstos, ya sean celestiales, ya infernales, carecen de sistema endocrino. Aquí radica nuestra condena, en ser únicamente y por imposibilidad de acción hormonal, en ser únicamente, repito e insisto, estetas.” Carece de ese “licor que da la vida” en palabras de Cashtoc. La estética, búsqueda siempre insatisfecha… El artista desafiando a Dios en su soberbia, pretendiéndose dios y creador él también, mas condenado a no saciar jamás su anhelo exacerbado de perfección, de Belleza, escultor de sombras que la primera luz del alba desbarata.
Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”