Herzog, el budismo, los símbolos y el caos
«Gnosis-Kalachakra», o «La rueda del tiempo», es el título del documental que hoy os traemos. Bueno, en realidad no os lo traemos, pero está en Youtube, así que podéis ir a buscarlo. Nosotros, eso sí, lo comentaremos:
Se trata de un documental firmado por Werner Herzog -y eso ya es mucho decir-, en el año 2003. Supone un acercamiento sin precedentes al budismo, no tanto como cuerpo de creencias, como religión, sino como conjunto de rituales, y ahí está lo interesante: no en analizar el dogma, sino en retratar a la gente que lo practica.
El símbolo
Los rituales, todos los sabemos, son mundos simbólicos. Y los símbolos mueven el mundo… Pero pongamos algún ejemplo…
Besar la bandera es un ritual, un juramento. Tras el beso a la bandera, se muere por la bandera -o eso significa ese beso-. Otra cosa es que juremos en falso -que no besemos como la española, «que besa de verdad»-, o que la bandera, tras un cambio de régimen, por ejemplo, ya no nos represente. Pero ese ritual, ese beso casto, es un símbolo, un pequeño gesto que dará sentido a la vida.
La primera comunión es un ritual. Tras la ingesta del Pan ácimo, uno contrae un compromiso, con Dios y con el prójimo -o eso significa la Eucaristía-. A partir de ese momento, el Amor se superpondrá a todas las demás emociones, será la guía principal, de manera que la comunión habrá dado sentido a la vida.
Ir al fútbol es un ritual: uniformes, himnos, pinturas en el rostro… es la guerra, una guerra representada, una guerra simbólica, pero guerra. Ganar o perder dará sentido a las vidas de oficiantes y feligreses.
Sentarse a la mesa, ir al cine, ir a la discoteca, o a la biblioteca, o al cementerio. Dar mi palabra a alguien, comprometerme. Son rituales, mundos simbólicos, que se realizan siguiendo normas prescritas (negociadas entre todos) y que proponen un sentido para la existencia, un orden dentro del caos.
Y no, en la mesa no se habla con la boca llena.
El caos
La cultura nos protege contra el caos. Como el «manual de instrucciones para la vida» que es, la cultura está ahí para ofrecer respuestas a nuestros interrogantes. Saber hacer nudos marineros puede salvarte la vida.
Y el budismo
Es otra cultura más, una propuesta de sentido, que parece haber conectado especialmente bien con la esencia de la espiritualidad, mejor que otras religiones, en tanto en cuanto habla de la energía que nos compone (llamada «Ki») y educa a los fieles para que la perciban y la controlen. Ni Islam, ni Cristianismo, ni Judaísmo, parecen haberse ocupado específicamente, a lo largo de sus siglos de evolución, de esta dimensión energética del ser. Y ahora es la ciencia quien da la razón al budismo y a otros cultos orientales, reconociendo que sí, que somos energía, y que éstos se adelantaron a todos los demás.
Herzog, frente a este panorama, no dice ni pío. En su documental, no pretende hacer una comparativa de las religiones, ni crear un compendio de preceptos budistas. Ni siquiera pregunta al Dalai Lama por la reencarnación, por el exilio, o por otras cuestiones que suelen suscitar bastante interés entre el público, qué va: Herzog se queda más acá, en el sentido común, y se limita a preguntarse por qué la gente hace lo que hace. Frotarse contra una columna, pelear por unas pelotas de cebada, dibujar durante semanas un mandala con arena de colores, para después destruirlo, recorrer miles de kilómetros postrándose a cada paso… Podría parecer que esta gente está loca. Podríamos incluso apiadarnos de ellos. Pero en realidad, si lo pensamos bien, esas «locuras» dan sentido a sus vidas y eso, en este mundo del escaparate, de la traición al pueblo, en esta España huérfana de cultura, que no cree ni en sí misma, más que pena, da envidia.
Y es que, sin símbolos, estamos perdidos.
Los sueños olvidados
Hay una secuencia en la película que resulta terrible. Puede pasar desapercibida, pero sigue siendo terrible. No tiene nada que ver con el discurso principal de este precioso documental, que nos habla sobre una cueva del Sur de Francia, donde están contenidas las pinturas rupestres más antiguas -y quizás más bellas- de todo el Arte prehistórico. La terrible secuencia habla sin embargo de la vulnerabilidad del ser humano:
Lo llamaremos «el perfumista», es uno de los entrevistados en el documental. El perfumista nos explica su sistema para descubrir cuevas sepultadas. No se fija en el terreno, ni se vale de sofisticadas máquinas, sino que olisquea aquí y allá, en busca de aromas que puedan indicar que hay una gruta bajo las rocas. Este perfumista es un señor mayor, retirado, poco acostumbrado a las cámaras y también poco amigo de ellas. El perfumista, en un momento de su intervención, se queda sin palabras, mudo. Parece que sintiera que no tiene nada importante que decir. Es la humildad la que le embarga. Con sus gestos, implora que se aparte aquel artefacto de su cara, aquel testigo de su vulnerabilidad. Es el minuto 55 de la película. Herzog mantiene el plano, hasta el final.
Porque estas cosas pasan. Porque Werner Herzog busca lo humano por encima de todo, sin maquillaje, en ésa, su sencillez tan compleja. Gracias a él, descubrimos que uno de los investigadores, que ahora trabaja en la cueva, fue malabarista de circo. Descubrimos la historia detrás de la historia -detrás de la Prehistoria, si se nos permite el calambur-. La película de Herzog no habla de unas pinturas rupestres.
La identidad
Porque, aunque amanse a las fieras, la música es algo bastante humano. El Arte.
Si viajáramos por el Espacio, a otro planeta, y encontráramos allí a un ser vivo tocando la flauta (no importa que no se parezca a nosotros: puede tener forma de, no sé, de tulipán), pensaríamos que algo tenemos en común con él, ¿verdad? Algo poderoso. ¡Tocar la flauta implica tantas cosas! La sensibilidad artística, el deseo de expresarse, la técnica… Si sabes tocar la flauta, podemos congeniar.
Pues ese vínculo es precisamente el que busca -y encuentra- Herzog, con unos seres que vivieron en la Tierra hace 30 milenios. Y 30.000 años es mucho tiempo, no nos engañemos (pensemos en los últimos 50).
Los cavernícolas tocaban la flauta. Pentatónica, para más señas. Y pintaban. Y lo que pintaban era magnífico.
El legado
Y ahora seguimos empeñados en dejar testimonio de nuestro paso por la vida, como ellos. Cazamos mejor, es cierto (de hecho, cazamos tan bien, que casi se nos han acabado los animales), pero nuestro anhelo de perpetuidad permanece idéntico.
Claro que el deseo de dejar nuestro legado no es la única motivación para pintar en las paredes de las grutas (léase lienzos, photoshops y capillas sixtinas). Lo hacían, ellos, según se dice, por motivos espirituales, para atraer la caza, para alejar la catástrofe. Y esto -ese «homo spiritualis»- sigue siendo insuficiente.
El juego
Porque no se entiende el Arte sin el juego. La música -interpretarla, bailarla, componerla- es divertida; el cavernícola era un ser juguetón, un «homo ludens»: pintaba.
Los sueños
Y soñaba. Y al despertar, olvidaba sus sueños. Y si no, los estampaba en la roca.
Herzog humano sueña, y nosotros con él.
Pero cuánto durarán nuestros sueños, Werner, antes de ser olvidados.
Entusiastas
El entusiasmo es ese furor, esa exaltación, que sentimos cuando nos topamos con algo que nos maravilla. Decía el doctor Marañón que «la capacidad de entusiasmo es signo de salud espiritual». Y no seremos nosotros quienes le contradigamos.
Para el entusiasta, el Universo entero se apaga y emerge entonces, como unidad brillante, su objeto entusiástico. Puede ser cualquier cosa, un árbol en la estepa, la risa de un niño, los colores de una pluma, el sello impreso a dos tintas, o una idea revolucionaria. El entusiasmo es libre, infinito, y cada uno es atrapado por él a través de objetos diferentes.
Mirado sin entusiasmo, el mundo parece, en cambio, «vengarse de nosotros volviéndose mudo, erial e inhóspito» (Ortega y Gasset). Aquello que nos entusiasma es lo que nos permite vivir, lo que nos da fuerzas, porque «siempre es más fecunda una ilusión que un deber». Movidos por el entusiasmo, somos capaces de cualquier cosa, no hay responsabilidad ni mandato que se le compare: el sacrificio deja de ser tal y se convierte en minucia. Y sin él, no somos nada.
Al entusiasta, sin embargo, se le confunde con el loco. Quizás sea por esto mismo, porque, preso de excitación, el entusiasta no repara en peligros o dificultades; el miedo no existe para él, como tampoco el dolor o el pesar. El entusiasmo es éxtasis puro -en su definición etimológica-, es trascendencia.
Treadwell
Timothy Treadwell era un entusiasta. En su caso, fueron los enormes osos grizzly de Alaska quienes consiguieron «arrebatarle». Durante 13 años convivió con ellos en su territorio, sin armas, solo, en estado salvaje. Este «guerrero amable» -como él se denominaba-, supo imponer su presencia pacífica a unos animales a los que adoraba -en el sentido estricto de la palabra- y por los que habría muerto sin dudar.
Durante el invierno, Treadwell viajaba por escuelas de Estados Unidos impartiendo charlas a los niños y cuando se aproximaba el verano, instalaba su campamento en Alaska -compuesto por poco más que una tienda de campaña- y se dedicaba a convivir con los osos. Sus propósitos no quedaban del todo claros, ya que no era un biólogo que estudiara el comportamiento de la especie, no era un director de cine que editara sus propios documentales, y tampoco era, en el sentido estricto, un activista que presionara para modificar las políticas de conservación. No era nada de esto, y sin embargo, lo fue todo, porque creó una fundación llamada «Grizzly People» -que se dedica a la defensa y preservación de los osos-, porque se convirtió en un importante referente para la Etología -nadie como él había realizado semejante trabajo de campo- y porque durante los últimos tres años documentó en vídeo -minuciosamente- sus estancias en Alaska.
Treadwell era, como decimos y ante todo, un entusiasta. No sabía muy bien por qué o para qué, pero sabía que quería estar allí. Lo deseaba tanto, que su propia vida se convirtió en un precio asequible. Y no es que no conociera los peligros de vivir con osos. No es que no tuviera miedo. Es, simplemente, que el miedo no le impidió hacer lo que quería hacer.
Treadwell murió en el año 2003, devorado por un oso. Pero, durante sus últimos trece años de vida -no antes-, llevado por el entusiasmo, entregado a él -rendido- fue, a pesar de dolores y desdichas, frente a miedos, penurias, calamidades y agonías, lo que popular, sencillamente se conoce como una persona feliz.
Herzog
Werner Herzog es uno de los directores de cine más importantes del mundo. Con decenas de películas a sus espaldas, es difícil que alguien no haya visto alguna de sus obras. «Aguirre, o la cólera de Dios» y «Nosferatu» -con el polémico Klaus Kinski como protagonista en ambas- quizás sean las más célebres, pero su extensa producción de documentales es verdaderamente remarcable.
«Grizzly Man», rodado en el año 2004, analiza la figura de nuestro entusiasta. Narrado con voz en off por el propio Herzog, el documental se adentra en la historia personal de Treadwell a través de sus propias grabaciones de campo. Las imágenes de Treadwell son -ni que decir tiene- impresionantes. Constituyen un documento único de contacto con los osos y un verdadero elogio a la grandeza de lo salvaje.
En cuanto a entrevistas y declaraciones, éstas son sencillas, pero decisivas: amigos y familiares de Treadwell, profesionales de diverso corte y un inquietante médico forense que, en conjunto, ofrecen un contexto moral para la actividad del «guerrero amable». Pero Herzog no se limita -y esto es muy característico en este documental- a utilizar los «cortes finales», es decir, las declaraciones limpias, sino que también incluye imágenes de los entrevistados -y del propio Treadwell- en los momentos de preparación antes de la entrevista, en las tomas falsas, etc. De este modo, lo que consigue es crear una película desnuda y honesta, que busca comprender en profundidad, sin juzgar, dialogando.
El espectador
Y el espectador reacciona. Lo excesivo de la conducta de Treadwell es interpretado como demencia y rechazado, su éxtasis criticado, denostado, y toda su figura cuestionada. Parece que, al buscar justificación racional a sus acciones, nosotros, adultos pragmáticos, perdemos la posibilidad de entenderlo. Porque el entusiasmo no se entiende. No se justifica. No se razona o argumenta. El entusiasmo se experimenta.
Treadwell entusiasmado era un niño: insolente, imprudente, radical. Y como el niño que todos fuimos, pura vida.