El peso de la religión

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Hay tradiciones que nunca dejan de impactar…

Procesión de Jueves Santo, Plasencia, Cáceres. 2015.

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El condenado por desconfiado, de Tirso. Una intuición socio-histórica

«El condenado por desconfiado» y «La celosa de sí misma», de Tirso de Molina ambos, así como «El curioso impertinente», novela inserta en el primer libro del Quijote, constituyen las tres obras literarias que se consideran en esta, más que ensayo, aproximación intuitiva.

I) MANIERISMO

Arnold Hauser considera a Shakespeare y Cervantes claros ejemplos de manierismo. El manierismo, según Hauser, se fundamenta en la paradoja. El manierismo se aleja del «espíritu clásico», cuya máxima expresión sería la del Segundo Renacimiento (el de Miguel Ángel, Rafael y Leonardo), caracterizado por la perfecta armonía de la forma y por su íntimo equilibrio. Belleza, armonía, orden, regla, ataraxia. Ideal. El manierismo se rebela contra ese ideal por considerarlo insincero, por no expresar las condiciones reales de la existencia. El manierismo dará pues en el escepticismo e incluso en el pesimismo. Relativismo, incertidumbre, maquiavelismo en  política, dudas en el campo estético. El manierismo se revela así un anti-humanismo y, como tal, habrá de expresarse en forma muy distinta a la del Renacimiento. La crisis espiritual de este Renacimiento (Reforma protestante sobre todo, mas también maquiavelismo, divorcio entre los intelectuales y la Iglesia -descubrimientos y teoría de Copernico-, etc.) genera una angustia vital que el Manierismo expresará mediante la deformación de forma y materia y mediante la tensión permanente al contener en sí (y querer manifestarlas) todas las oposiciones y contradicciones que conforman realmente la existencia en este mundo. Por ello la obra manierista se aparece extravagante, inusual, insólita, sorprendente, ambigua, equívoca, discordante, etc. La paradoja consiste en el íntimo enfrentamiento entre elementos antitéticos dentro de una misma realidad, pudiendo ser esta misma realidad la persona, la situación, la época, la idea, el afecto, etc. Dicho enfrentamiento y su consiguiente tensión son claramente desequilibrantes por inarmónicos y ambivalentes. Lo inequívoco no existe y ningún conocimiento o fe irrebatibles anclan la existencia. Todo se manifiesta mediante los extremos contrapuestos y sólo su unión paradójica alcanza o refleja el ¿sentido? de la existencia.

Si consideramos la primera, cronológicamente, de las tres obras mencionadas (el primer libro del Quijote habría sido escrito entre 1592 y 1597), «El curioso impertinente», concederemos que se trata de un relato que plantea situaciones, enredos y psicologías paradójicas. Así, el mejor de los amigos, por ser tan buen amigo, acaba por ser no ya sólo auténtico enemigo, sino traidor de su mejor amigo. El que debiera ser el hombre más feliz de Florencia, por dudar permanentemente de los fundamentos reales de esa felicidad suya hasta el extremo de ponerlos constantemente en entredicho y a prueba hasta el extremo, renuncia, consumido como queda por el recelo, a su disfrute, acabando por destruir esa felicidad, y con ella su propia vida. La esposa, modelo de virtudes, por ser tan rigurosamente honesta, dará finalmente en la deshonestidad.

No hay certezas. Además, la obsesión por la felicidad, por amarrar todas las cosas, por saber todo, acaba a la postre por dar con todo al traste, trayendo la desdicha. Creo que era Santa Teresa quien decía que «lo mejor es enemigo de lo bueno», pero el hombre no se conforma y, expresado groseramente, quiere asegurar tanto, apretando el tornillo, que, dándole una vuelta de más, lo pasa de rosca, privándole de su función y volviéndolo inservible. O si se prefiere, que es peor el remedio que la enfermedad, mas con el agravante en el caso de «El curioso impertinente»de que no había tal enfermedad, pero que de tanto temerla, anticiparla y contrahacerla, de tanto invocarla en definitiva, acaba por manifestarse. Y no es magia pues se trata sencillamente de la fuerza malévola y perjudicial del recelo, de la propia contradicción. De tanto querer evitar la desgracia, la alentamos y generamos. Montaigne, quien por otra parte, según Hauser, conforma la rama racionalista del manierismo, lo expresa así: «Les meres ont raison de tancer leurs enfans quand ils contrefont les borgnes, les boiteux et les bicles, et tels autre defauts de la personne: car, outre ce que le cors ainsi tendre en peut recevoir un mauvais ply, je ne sçay comment il semble que la fortune se joüe à nous prendre au mot; et j´ay ouy reciter plusieurs exemples de gens devenus malades, ayant entrepris de s´en feindre». (Llevan razón las madres cuando riñen con severidad a sus hijos por contrahacer el tuerto, el cojo y el bizco y otros defectos de las personas pues no es ya sólo que de esta guisa el cuerpo pueda torcerse sino que además parece que la fortuna quiera tomarnos al pie de la letra; y he oído varios ejemplos de personas que, fingiendo una enfermedad, cayeron efectivamente enfermas»)

En la deliciosa comedia de enredos «La celosa de sí misma», compuesta hacia 1620, debido a una serie de intrigas una dama acaba por competir consigo misma por la posesión del galán, así como con otra dama que le usurpa la personalidad y el puesto. La una queda convertida en tres. El galán, por otra parte, atolondrado como es, apasionado y pasional, se confunde permanentemente y, proyectando sus prejuicios y quimeras en la realidad, mira sin ver o, si se prefiere, al mirar sólo ve cuanto quiere ver. Los otros personajes -excepto Ventura, el gracioso, puro sentido común popular-, contagiados del equívoco permanente, se muestran también ambiguos, escurridizos, inaprehensibles.

No hay certezas. La realidad es irreal.

En la angustiosa obra de tema religioso «El condenado por desconfiado», el más malo de los hombres (Enrico) se salva por su fe inquebrantable y por su punto de contrición, mientras que quien, a priori, hubiera tenido que salvarse (Paulo), sin embargo, porque duda, por no fiarse de Dios, por manifestar en su conducta creer saber más que Dios, en definitiva por soberbia e insensatez, acabará por condenarse.

No hay certezas. La fe no tiene por qué coincidir con la moral ¡Qué lejos queda pues el optimismo humanista y su creencia en el carácter perfectible del hombre! La doctrina protestante de la predestinación, de la gracia sin el mérito, es extrema paradoja ética. Lutero, afirmando que «la fe debe aprender a sostenerse en la nada», rebate a Santo Tomás y sobre todo formula, exasperándola. la idea de que la salvación, la gracia y la justicia son incomprensibles e incontestables para el limitado ser humano. Enrico, el malvadísimo personaje de «El condenado por desconfiado»-gratuitamente malvado y gratuitamente cruel además-, que no es psicópata, sino más bien rebelde, pues es plenamente consciente de su responsabilidad moral, pero aun así (como, por otra parte, Don Juan) opta por hacer todo el mal que pueda y protagonizar siempre aborrecibles y sanguinarios actos, Enrico, digo, lleva a la práctica en su desmesura las afirmaciones de Lutero: «No temas ser pecador… Debemos pecar mientras estamos aquí abajo». Paulo, el bueno que se condenará, parece sin embargo desconocer o al menos no aplicar, llevándolas a la práctica, estas otras admoniciones y consejos de Lutero: «Desconfía del ser tan puro que quiera preservarse de todo… el peor de los males ha venido siempre de los mejores». ¿Dónde queda entonces el concepto de pecado? La fe escupe entonces a la moral.

Evidentemente, ni Tirso es hereje ni «El condenado por desconfiado» es apología herética. Al contrario. Enrico se salvará por la fe, sí, pero también -como el Don Juan de Zorrilla- por arrepentirse en el último momento, por creer que Cristo murió por todos (no sólo por los predestinados) en la cruz (que eso es el catolicismo) y que Dios es misericordia; y también se salvará -a pesar de todas sus conscientes y voluntarias tropelías, desmanes y crueldad- gracias a su propia y personal misericordia pues reverencia y cuida de su padre, pobre tullido. Así dirá Enrico:

«Mas siempre tengo esperanza

en que tengo de salvarme:

puesto que no va fundada

mi esperanza en obras mías,

sino en saber que se humana

Dios con el más pecador

y con su piedad se salva…

…………………………………

Pero tengo confianza

en su piedad, porque siempre

vence a su justicia sacra».

Es más: Paulo se condena por su talante protestante; no pide a Dios perdón puesto que se  sabe condenado de antemano, o más bien por creerse condenado de antemano. Paulo es trasunto de Calvino, por su conducta y convicciones. Y como él es intransigente, insensato, loco y fanático. No hay herejía, claro está, pero la obra desasosiega profundamente, rompe certezas, denuncia la simpleza de nuestras convicciones religiosas, justicieras y pueriles, amén de confundir fronteras y términos (lo bueno, lo malo; la duda, la certidumbre; la soberbia, la humildad). ¿Ni siquiera hay certezas religiosas? No, al menos no como nosotros nos las figuramos, a nuestra conveniencia y exhibiendo altivez. Triunfa el catolicismo, al igual que en «La fierecilla domada» a la postre triunfa el varón sobre la fémina y al igual que en «El mercader de Venecia» triunfa el cristiano sobre el judío, pero hasta el desenlace que exigen las convenciones morales y sociales de la época, ¡qué discursos cargados de razón no habremos oído por boca de una mujer y con qué defensa de la dignidad del hebreo no habremos tenido que conmovernos y asentir! Algo similar podría pensarse con respecto a «El condenado por desconfiado».

Hasta aquí con el manierismo. Sabedores de antemano de cuanto se nos pueda reprochar por lo dicho hasta aquí, responderemos, con Hauser, que si bien el manierismo da pie al barroco en las postrimerías del siglo XVI, ello debe entenderse exclusivamente referido a las artes plásticas, pues por lo que hace a la literatura, se extiende hasta mediados de siglo ya que los estilos no corren paralelos según los ámbitos artísticos en que se manifiesten.

Vayamos ahora con la intuición.

Rocroi aún queda lejos (sobre todo por lo que hace a «El curioso impertinente», pero ya desde antes de la hipotética fecha de composición de la primera parte del Quijote, la sociedad española y la política española anunciaban los pródromos de aquella situación que Quevedo reflejaría en su soneto de «Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes, ya desmoronados …» («Todas las cosas son aviso de la muerte»). Las tres obras citadas, empapadas de ansiedad por este motivo, van a manifestar ese temor mediante un intranquilizador desasosiego. Mas antes y por un mejor entendimiento, es menester repasar algo de historia.

II) ALGO DE HISTORIA

El genio político de Fernando el Católico convierte a la monarquía española en auténtico poder europeo y ejemplo espiritual y religioso. No olvidemos que la caída de Bizancio a manos de los turcos en 1452, auténtica tragedia para la Cristiandad, se vio vengada por la toma de Granada al infiel, concluyéndose así la Reconquista. Dicha toma alentó e insufló optimismo y en gran medida devolvió la confianza en sí misma al mundo cristiano. Fue, en definitiva, desagravio y motivo de alegría y orgullo. Además, y la lista de triunfos es larga, tras la conquista del reino nazarí, en 1493 Francia cede a la corona de España el Rosellón y la Cerdaña; en 1505 se gana Nápoles, estableciéndose la supremacía de los ejércitos de España organizados y dirigidos por el Gran Capitán, los que luego serían llamados tercios («Una de las cosas por donde los españoles son la nación más temida y estimada del mundo, fuera de su valor y fortaleza, es por la pronta obediencia que tienen a sus superiores en la milicia», se dice en el Quijote apócrifo de Avellaneda, y es que efectivamente eso son, entre otras cosas también muy eficaces, los tercios españoles), poniendo enemistad permanente hasta la guerra de Sucesión entre la corona francesa y la española y obligando a la monarquía española a librar desde entonces guerras que contengan a Francia, rival despechado, amén de, encarando el Oriente mediterráneo desde la nueva posición, llevar a cabo una política militar de contención también del Imperio turco; en 1512 se gana Navarra, sujetando así a Francia por la frontera española norte; de 1497 a 1511, dentro de la mentada política de contención de la Gran Puerta, y en alas de la fe cristiana, como codas o epígonos de la Reconquista peninsular, esto es como prolongaciones de la cruzada hispana, se conquistan Melilla, Orán, Bujía, Trípoli y Argel.

Tanto es así que Maquiavelo, en su «Príncipe», escrito en 1513, ejemplificará el «príncipe nuevo» en la figura de don Fernando, al que llamará «el rey más importante de la cristiandad» por sus «acciones grandísimas y extraordinarias». Guicciardini, embajador florentino en España, habla del «imperio» sobre otros países que España está alcanzando bajo la «gloria» de Fernando y se hace eco además del descubrimiento de «islas hacia Poniente».

Con la subida al trono hispano de Carlos V, de la casa de Borgoña, España se incorpora las muy prósperas tierras de Flandes, el Artois, la región de Brabante, el Luxemburgo y el Franco-Condado. Con su proclamación como emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, en 1519, aparece la España Imperial y así Alemania se integra dentro de las posesiones de la corona. Además, por la casa de Habsburgo también Austria, el Tirol y Estiria engrosan los dominios de Carlos I. No sólo eso, sino que aquellas «islas» que mencionaba Guicciardini han dado pie al descubrimiento y conquista de un continente, lo que se dio en llamar «Indias orientales» o las «Indias» cuyo dominio y sometimiento lleva desde 1519 a 1535. No debemos olvidar tampoco la victoria sobre Francisco I de Francia quien entregará a la corona española el Milanesado, lo cual supone, entre otras cosas, tener a Francia bien atada por todas sus fronteras. «Je mettrai Paris dans mon gant», que decía Carlos V. («Pondré a París en mi guante», siendo «gant», en francés -lengua materna del Emperador- tanto «guante» como la ciudad de «Gante»; «gant» es «guante» y «Gand» es «Gante» (la ciudad); fónicamente son una misma cosa pues la consonante final no se pronuncia ni en uno ni en otro caso)

Bajo Felipe II, si bien el sacro Imperio (Alemania) y las posesiones de los Habsburgo pasen a otras manos de la misma familia, Felipe II mantiene todo lo demás y le añade las Filipinas (conquistadas entre 1564 y 1572) y Portugal con todo su imperio, en 1580.

Así pues, sobre la base de cuanto hicieran los Reyes Católicos, bajo Carlos I se establece, pletórica de vitalidad y de manera incontestable, la hegemonía militar y política de España en Europa hasta mediados del siglo XVII. España se articula definitivamente como nación, paralelamente a Francia  e Inglaterra, constituyendo estos tres países el trío de primeras naciones europeas auténticamente modernas y consagrándose el imperio español  como imperio universal.

III) ESTABLECIMIENTO DEL PARALELISMO E IMBRICACIÓN ENTRE ESPAÑA Y LAS OBRAS ESTUDIADAS. «EL CONDENADO POR DESCONFIADO»

A través del folklore, se ha estudiado diacrónicamente la evolución de las naciones, cuáles son sus períodos de mayor pujanza. A España le corresponde por derecho propio el siglo XVI, siglo español por excelencia, junto con gran parte del siglo XVII, esto es el Siglo de Oro, de enorme influencia política y cultural, siglo de gran creatividad, de empuje, de dinamismo, de vitalidad a raudales, período de expansión y de conquistadores. El imperio español es, efectivamente, inmenso, desmedido, soberbio. Ya Guicciardini calificaba a los españoles de «soberbios». La codicia anima a la corona y a sus súbditos: excluida la corona de Aragón de la aventura americana, serán medio millón los castellanos (siendo Castilla, no lo olvidemos, Castilla, Galicia, Asturias, Vascongadas, Navarra, Extremadura, Murcia, Andalucía y las Canarias) que cruzarán el Atlántico en busca de oro. Guicciardini también nos describió como «avaros». Colón, a propósito de los naturales de la Española (primera isla descubierta y que corresponde a las actuales República Dominicana y Haití), dirá que «son tan francos como codiciosos y desmedidos los españoles». Luego, bajo Felipe II se prepara la invasión y castigo de Inglaterra. Es como si España aspirara a ser trasunto real de las cortes de ficción de las novelas de caballerías, tan en boga en aquel siglo y que tanto influyeron en el ánimo, conducta y mitología personal de los conquistadores, así como de los tercios. Es como si los soldados españoles, en su esfuerzo y denuedo, quisieran igualarse o incluso superar a los Amadís, Esplandián, Palmerín, etc. y la verdad es que un libro tan prodigioso como el de Bernal Díaz del Castillo puede ser leído en clave de conquista de la andante caballería, con la diferencia de que los hechos narrados, las proezas, no son literarias exclusivamente, no son tampoco literario-históricos como pudiera serlo el «Cantar de Mío Cid»; son absoluta y exclusivamente auténtica historia, hechos reales.

Fue Nietzsche quien dijo de los españoles que «eran esos hombres que habían querido demasiado». Demasiado, demasía, salirse de cauce y de madre. Soberbia. Y la soberbia es castigada siempre. La tragedia se basa argumentalmente en la punición de la altivez que da en el desafuero, en la tropelía y en el reto a los dioses o a cualquier fuerza superior y trascendente. Ajax, Edipo, Otelo, Macbeth son castigados por aspirar y exigir demasiado, por salirse de sus límites. Ya Hernán Cortés, en sus cartas al Imperante Carlos, achaca todos sus reveses (provisionales) a castigo divino por «sus muchos pecados».

Paulo, protagonista de «El condenado por desconfiado» es pura soberbia. Por soberbia se asemeja a Satanás y por ello, castigado, se condenará. Paulo lo tiene todo para salvarse: las obras y el conocimiento, pero, despechado por creerse condenado de antemano e injustamente, antepondrá su disgusto, su altivez herida, su descrédito de Dios, a la fe en la clemencia divina. En su rechazo, quiere igualarse a Dios. Es también ángel rebelde, primero, y luego ángel caído.

España ha desbordado sus límites, llamémoslos así, «naturales». Frente a una Inglaterra y una Francia (las otras dos primeras naciones europeas), mucho más modestas en sus aspiraciones, fronteras e influencias, España parece quererlo todo. Como Alejandro, desearía que hubiera otros mundos habitados para darles conquista.

La alta estima en que Paulo se tiene, es también la de España «donde todo se lleva con fieros y poca vergüenza», tal y como el embajador francés en Roma le dice a Guzmán de Alfarache. Paulo es un fanático («frío e intenso», así definió Pessoa al español). Ya Guicciardini, por otra parte, también nos encontró «sombríos». Paulo es héroe trágico; queriendo igualarse a los dioses, y creyendo saber más que ellos, rechaza solicitarles clemencia. Arderá en los infiernos. Resuenan de nuevo las palabras de Lutero instando a precaverse, paradójicamente, contra los muy puros y contra los mejores, fuente de grandes males. En gran medida, Lutero se está haciendo eco del ejemplo que da en una parábola el propio Cristo, el del hombre que limpia su alma-casa de demonios y la barre y deja deslumbrante, mas al cabo de un tiempo los demonios, hallándola deshabitada, tan lustrosa, reluciente y acogedora, vuelven a ella en mayor número que anteriormente y se quedan dentro ya para siempre.  Y a ver quién es el guapo que pone en la calle a tanto okupa y tan fiero. La situación, pues, empeoró notablemente.

En la escena VI del acto I, Satanás, travestido de ángel, hace creer a Paulo que su fin escatológico será el mismo que el de un tal Enrico,  descubriéndose luego que el tal Enrico, lejos de ser santo como hasta aquel entonces lo había sido Paulo por su conducta y su vida retirada de ermitaño, es el colmo de todo vicio y maldad. Y así dirá Satanás:

«Bien mi engaño va trazado.

Hoy verá el desconfiado

de Dios y de su poder

el fin que viene a tener,

pues él propio lo ha buscado».

Efectivamente, Paulo duda y desconfía; no concede fe absoluta a la bondad de sus actos, quizá porque éstos respondan más a un cálculo de interés que a un auténtico amor o caridad. Estarían pues en las antípodas del total desprendimiento y generosidad sobrehumanos del «Soneto a Cristo crucificado», atribuido a San Juan de Ávila o a Santa Teresa: «No me mueve, mi Dios, para quererte / El Cielo que me tienes prometido / Ni me mueve el Infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte… que aunque no hubiera Cielo, yo te amara / y aunque no hubiera Infierno, te temiera. / No me tienes que dar porque te quiera / pues aunque lo que espero, no esperara, / lo mismo que te quiero, te quisiera». En este soneto, el amor a Cristo es pura gratuidad; se le ama por puro amor y nada más, no por atrición (temor al castigo) o por cálculo (asegurarse la eternidad en el Cielo). Exclama Paulo en su primer parlamento, con que se abre la obra:

» ¿Quién, ¡oh celeste velo!

aquesos tafetanes luminosos

rasgar pudiera un poco

para ver…

¡Ay de mí! Vuélvome loco»

Así pues, si bien pagado de sí mismo y de su hacienda, dominios, conquistas y del respeto y temor que infunde, el español llega a dudar de su fuerza y de que pueda mantener lo adquirido con su esfuerzo, tal y como pondrán en evidencia los arbitristas en sus análisis y propuestas. Y, en efecto, la España Imperial, que nunca fue una potencia económica, que nunca logró estructurar un sistema financiero sólido que le granjeara la estabilidad y la seguridad que requería tan gran imperio, hubo de afrontar precisamente el inmenso coste económico de su gestión y mantenimiento con una Hacienda en permanente crisis, evidenciándose esta debilidad estructural en seis suspensiones de pagos de 1557 a 1653, en varias devaluaciones de moneda, en la emisión en 1628 de una moneda de bajo valor y en unos impuestos crecientes, vueltos asfixiantes bajo el Conde-Duque. Había que combatir en muchos frentes, mantener a raya o vencer a numerosísimos enemigos. Y todo ello era costosísimo. Piénsese tan sólo en los gastos en armas, caballerías y navíos, manutención, pagas y desplazamientos de los ejércitos, etc. Y añádase a ello la imposibilidad logística de sujetar a la vez tantos pueblos, así como, por tanto, la dificultad de preservar la unión de un Imperio de las dimensiones  y de la dispersión geográficas del español, con sus treinta millones de kilómetros cuadrados, repartidos aquí y allá en Europa y en tres continentes más.

La hegemonía de España, a la postre, va a hacerse insostenible.

IV) «EL CURIOSO IMPERTINENTE»

Aunque escrito aún bajo el reinado de Felipe II, «El curioso impertinente» no puede impedir la percepción de que las cosas acabarán por torcerse, de que todo tiene un fin y de que, si bien no se toque aún a ese fin, sí se perciban de él, quizá, las primeras señales, los pródromos. Ya se ha dicho cuán costosas eran las guerras y los ejércitos, pero es que además, desde 1596 (si la primera parte del Quijote se hubiera escrito a finales de 1597, Cervantes habría conocido su primer brote) se manifiestan epidemias de peste y tifus; hay hambre, hay carestía; se suceden (o al menos no son infrecuentes) las bancarrotas; Castilla, pulmón del Imperio, se despuebla; decae la industria, así como la producción de cereal, base de la alimentación de la población; el bandolerismo -desafío a la autoridad- se extiende por el antiguo reino de Aragón, tal y como se muestra en el libro segundo del Quijote con la figura del salteador de caminos catalán Roque Guinart. Se entra así en una fase de melancolía que tan magníficamente reflejará nuestra literatura a partir de las postrimerías del siglo XVI, con el Quijote, y a lo largo del siglo XVII (Gracián y su «hombre desengañado»; lo incierto y engañoso de la existencia en «La vida es sueño»; Quevedo en tantas ocasiones; y, claro está, los arbitristas que inician las endémicas reflexiones y estudios -llegando hasta nuestros días- sobre el declive español, y exponen sus soluciones para que el país pueda volver a blasonar de su pretérita gloria.)

El curioso impertinente,  Anselmo, fuerza tanto las cosas, llevándolas tan al límite y fuera de todo orden razonable, las exaspera tanto, que acaba por caer derrotado, víctima de sí mismo y causando precisamente, por su contumaz obstinación nunca tranquilizada, su propia ruina. Hay mucho -por emplear los términos de la nosología psicológica de nuestro tiempo- de trastorno obsesivo, compulsivo y rumiativo en la conducta de Anselmo. Rumia constantemente distintas posibilidades o situaciones comprometidas y peligrosas todas ellas (los archiconocidos en las consultas psicológicas «y si…», «pero y si…» de la «rumiación» obsesiva, que son el cuento de nunca acabar); genera temores obsesivos sin posibilidad alguna de conjurarlos, ni siquiera de atemperarlos o mitigarlos; compulsivamente, y poniéndose siempre en evidencia ante sí mismo y su íntimo amigo, Lotario, lleva a cabo actos que constituyen un puro refuerzo negativo cuya consecuencia, como tan bien ha probado la psicología de la conducta, consiste precisamente, no en conjurarlas o eliminarlas, sino en todo lo contrario, esto es en anclar, potenciar, exacerbar y multiplicar esas mismas conductas que son fuente de tanta onerosa contrariedad y dolor tanto para quien las padece al ejecutarlas como para el prójimo y su entorno. Es manantial pútrido, agua viva infecta que mana y mana sin cesar y nunca se seca… hasta que se produce el suceso trágico. Es un loco el curioso impertinente, no de atar ciertamente, pero loco sí que es, mucho más que un insensato. Cuánto cautiva la paradoja de la locura en Shakespeare (Hamlet… ¿está realmente loco o es, por el contrario, un lúcido despiadado, para sí mismo de primera y en última instancias?) y en Cervantes (con cuánta razón no se habrá repetido hasta la saciedad aquello del «loco cuerdo» y el «cuerdo loco»). ¿El Tasso? Ése sí morirá loco de atar, pero de verdad.

Habría en la conducta de España como nación, a lo largo del siglo XVI y luego, con mayor irritación aún, bajo el Conde-Duque (aunque ya Cervantes no lo conocería), una tendencia casi compulsiva a ganar permanentemente nuevos espacios de peligro, a crearse nuevos enemigos, a no ceder nunca, a ir hacia adelante aun a riesgo y a sabiendas de acometer nuevas empresas sin los recursos adecuados, amén de que, por multiplicación de aventuras, incluso las pretéritas, bien allanadas desde mucho tiempo atrás, pueden volverse inciertas, peligrosas e incluso enemigas. Piénsese en las insurrecciones bajo Olivares de las propias regiones españolas de Valencia y Cataluña, con la satelización a raíz de aquello de parte de Cataluña por los franceses durante la Guerra de los Treinta años, así como el intento secesionista andaluz cuyo jefe fue el propio Duque de Medina-Sidonia. Y ya antes, bajo Felipe II, con motivo, por ejemplo, del escándalo de Antonio Pérez, los motines en Aragón o, previamente, el levantamiento de los moriscos granadinos.

El curioso impertinente, como obsesivo que es, busca la seguridad, amarrarlo todo, armarse de seguridad absoluta, no dejar nada al azar y preverlo todo, que es como querer retener el agua del mar entre los dedos, mas, paradójicamente, esa exageración será la causa de su pérdida. Además, por la propia naturaleza de su trastorno y a despecho incluso de que todo, objetivamente, permitiera la más gran despreocupación, el caviloso Anselmo no sosiega un punto y nada, absolutamente nada, podrá disipar sus agoreras perspectivas futuras ni apaciguar su constante perturbación.

Apaciguamiento, acción diplomática prevaleciendo sobre la política belicista y, por tanto tratados de paz, caracterizaron, no obstante, la política del Duque de Luna, valido de Felipe III, quizá haciendo de necesidad virtud pues así lo aconsejaba -o incluso forzaba a ello- la crisis financiera. Así, con Inglaterra se firmará el Tratado de Londres en 1604, con Holanda la Tregua de los Doce Años, de 1609 a 1621 y, con Francia, que ha superado, por fin, y ahuyentado el fantasma de las guerras civiles de religión y que comienza a adquirir soberana fuerza, perfilándose ya para el futuro próximo como potencia hegemónica europea, el Tratado de Fontainebleau, de 1611, por el que los futuros Luis XIII de Francia y Felipe IV de España desposarán respectivamente a una Austria y a una Borbón.

Sin embargo, esa orientación pragmatista que otorga prioridad a la diplomacia, parece no cuadrar con lo que ha sido la política internacional española hasta el momento y así el Conde-Duque, valido de 1621 a 1643 en que cae en desgracia, se encargará de anularla, asumiendo de nuevo la política belicista de la guerra, incluso de la guerra total. Se trataba, entre otras cosas, de redorar los blasones de España y de que España volviera a ser temida. Así, se lanza a la reconquista de Holanda y a la intervención en la Guerra de los Treinta Años, en apoyo de la otra rama dinástica de los Austrias y motivando así los recelos y la irritación de Francia y su entrada en guerra contra España. Los resultados de la política belicista del Conde-Duque de Olivares serán nefastas pues todos sus golpes se le volverán en contra: Holanda no se recobrará y la guerra con Francia (la Guerra de los Treinta Años) resultará agotadora; tanto es así que las derrotas sin apelación se sucederán: 1639, derrota naval de España a manos de Holanda y luego derrotas frente a Francia, en Arrás (1640),  en Rocroi (1643), consagrando esta última victoria francesa el periclitar del ejército español y desmintiendo el carácter cuasi invencible de los Tercios, y por último en Lens (1648). España se ve así abocada al tratado de Münster (1648) por el cual reconoce la soberanía de Holanda, al tratado de Westfalia (1648) que rompe el pasillo español (la comunicación por tierra entre Italia y Bélgica) y al tratado de los Pirineos (1659), que oficializa la victoria francesa con la cesión de las antiguas posesiones de la corona española del Artois, en el norte, y del Rosellón, en el sur.

Para más inri, Portugal, con apoyo inglés y francés, se subleva en 1640 y recupera su soberanía, junto con la de sus territorios de ultramar, en 1659.

Todo ello sanciona para España la pérdida real y oficial de su supremacía mundial. Es aquello de que «en Flandes se ha puesto el sol». ¿Cuánto podía durar la empresa sobrehumana por la cual en nuestros dominios «nunca se pone el sol»?

Obstinación pertinaz. La de Anselmo, el curioso impertinente, parece alinearse con la de la política española. Felipe II, el monarca a quien de tantas maneras (y siempre tan desafortunadas) sirvió Cervantes, se empecinará obsesivamente con la invasión de Inglaterra. En 1558 se produce el desastre de la Armada Invencible, en justo castigo a los propios pecados, como declarará el propio monarca; pues bien, con posterioridad y desde Irlanda, se planearán dos nuevas invasiones que no llegarán a cuajar plenamente, pero la obcecación se hace palmaria.

V) GUERRA TOTAL Y EN TODOS LOS FRENTES

Carlos I o, si se prefiere Carlos V, y Felipe II se decantan sin ambages por la guerra total y en todos los frentes, en formidable empeño histórico por materializar la idea imperial que el propio Emperador cifra en la «unidad de la Cristiandad bajo su monarquía universal». El grandísimo dolor político y moral que supone la paz de Augsburgo en 1555 (desmintiendo la engañosa victoria de Mühlberg de 1547 sobre los príncipes heréticos) supone el reconocimiento oficial de la Reforma, pone fin a la idea (que entonces se reveló quimérica) de la unificación política y religiosa de Alemania, pero sobre todo desbarata definitivamente la unidad de la cristiandad occidental, escindida ahora, certificando así precisamente el fracaso de esa «idea imperial»; hasta el punto de que motivará la abdicación del Emperador y su retiro a Yuste en 1556. No obstante todo ello, el balance en lo político, en lo militar y en lo, llamémoslo así, moral es altamente positivo para España: tanto en el Danubio (Balcanes y Hungría) como en el Mediterráneo se contiene a los turcos; la guerra contra Francia que se salda en victoria hispana libra a Carlos el Milanesado; hasta el saco de Roma, aunque difícil de justificar por parte de un príncipe cristiano y defensor de Roma frente a la herejía, demuestra que Carlos no contemporiza y no para mientes en quién es quien se le opone, que pasa así a ser enemigo suyo y por tanto debe ser vencido; añádase a ello la sujeción de las Indias Occidentales y su evangelización. El dominio español es incontestable. Francia, además, no sólo ha quedado contenida y neutralizada, sino humillada; símbolo de ello es la prisión del rey Francisco I en Madrid.

Felipe II alimenta una sincera idea providencialista de su misión como rey al frente de sus reinos. Así, frente a los enemigos -franceses, herejes, infieles-, se esforzará en preservar e incluso acrecentar el prestigio internacional de la corona española hasta volverlo incontestable para todos. Contratiempos los habrá y ataques a la supremacía española, también: el protestantismo, lejos de remitir o estancarse al menos, crece, dando así permanente baldón a las convicciones genuinas de la corona avaladas por toda la nación; en 1567, se produce la rebelión de parte de las diecisiete provincias de los Países Bajos, fuente permanente de contrariedades para España hasta el punto de que en 1598 el rey Felipe cederá la gobernación de Flandes a su hija Clara Eugenia, lo cual en cierta medida es una confesión de flaqueza por su parte (es algo así como si, siendo incapaz de que doble el toro tras la estocada, tenga que recurrir al verduguillo del descabello); en 1596, el inglés, envalentonado, saquea Cádiz, lo cual constituye un auténtico oprobio para el orgullo de la corona y afecta a la moral nacional; la Hacienda además se halla en bancarrota; Francia, al igual que Inglaterra, se va creciendo y desvergonzándose. No obstante y a pesar de las dificultades crecientes, España mantiene su supremacía, puntuada por victorias tales como la de Lepanto sobre los turcos, en 1571 (recuérdese aquello de «la más alta ocasión que vieron los siglos», tal y como definió la batalla el propio Cervantes), o por éxitos diplomáticos que consagran su superioridad, tal como el tratado de Cateau-Cambrésis que establece el dominio español en Italia; amén de la anexión de Portugal y sus posesiones ultramarinas, y la expansión española en el Extremo Oriente (Filipinas), etc. Así, si Felipe IV, a pesar de todo, fue llamado «Rey Planeta», ¿qué no sería Felipe II?

VI) LA CELOSA DE SÍ MISMA

El celoso manifiesta temor a ser desposeído de su bien y también envidia – curiosamente Guicciardini no nos moteja de envidiosos- y resquemor ante quien pueda desposeerlo. Ser celoso de sí mismo supone un desdoblamiento. Imaginemos un Narciso consciente de que su reflejo en la superficie del agua es su propia imagen, es – a pesar de las apariencias y los engaños de los sentidos- él mismo. Si se rinde a sus propios encantos y acaba por enamorarse de sí mismo, estará pecando de fatuidad; pero si sintiera celos de sí mismo, estaría dando en una especie de locura cifrada en el desdoblamiento. Sería el caso de doña Magdalena, pero hay más y es que doña Ángela se finge doña Magdalena y así ésta pasará también a sentir celos de quien le ha usurpado la personalidad. Se establece así también una intensa rivalidad con un intruso (intrusa, en este caso) que desde el exterior busca desplazarnos y expulsarnos. Despersonalización y desdoblamiento, ataques desde fuera. El yo se fragmenta y disuelve y puede contraatacar violentamente para defender su unidad en peligro de desaparición. Es un caso de esquizofrenia paranoide.

España ha logrado, si bien esa unidad no sea un único espacio geográfico, una unidad de tierras bajo el ideal católico. Ahora bien es tan inmensa y tan compleja esa unidad que corre el riesgo de fragmentarse, máxime cuando desde el exterior se trabaja para minarle la moral, socavarla, romperla y diluirla. Como el paranoico, España se halla, debido a su grandeza, complejidad y equilibrio siempre inestable, crónicamente necesitada de medicinas y reparaciones, y permanentemente acuciada por problemas de diversa índole. España se halla bajo constante amenaza y forzada a defenderse con las armas.

El bien de España es tan grande en lo material y en lo espiritual (Contrarreforma, catolicismo, dignidad) que inevitablemente se le codiciará su tesoro y si bien todos saben que no se le puede arrebatar por entero, se esforzarán en arrancarle trozos, cada uno por sus medios y con sus propias fuerzas o coaligándose y juramentándose entre varios. A España se le envidia todo lo que tiene por ser mucho y muy bueno y en la propia visión ideológica -dando al término su sentido marxista, esto es de sistema de opiniones dominando el pensamiento común, de conciencia ilusoria- los otros países lamentan el no poder poseer la integridad moral de España, su unidad religiosa, su firmeza en la defensa del catolicismo, su tesoro ético. Este dolor y este comején por no tener lo que el otro tiene, al tiempo que desear a ese otro el mal para que lo pierda y quizás así arrebatárselo o al menos suplantarlo o sencillamente que el otro, el poseedor, no lo tenga ya… eso es la envidia.

Lo realmente paradójico, lo auténticamente manierista de esta comedia de enredos de Tirso en su conexión psicológica con la realidad española del siglo XVI y primera mitad del siglo XVII, es que los celos van contra uno mismo, son autodestructivos. Doña Magdalena padece de un delirio. Jocoso, ciertamente, por teatral y por tratarse de una comedia, pero delirio a pesar de todo. Los celos de España, generados por su grandeza pasada y mantenidos a lo largo de los siglos a pesar de la desaparición del motivo, la llevan también a un cierto modo de delirio paranoide que explicaría su auto-odio, sus auto-agresiones y mutilaciones, su perpetuo conflicto y sus esporádicos brotes de auténtica y peligrosísima violencia. Durante la Guerra de la Independencia, toda agresión se dirigió contra el gabacho. Es aquello, que tan bien narra Galdós en su primeros Episodios Nacionales, del «Vamos a matar franceses» que decían los miembros de las partidas antes de sus salidas y correrías. «Franceses», como quien podría decir «conejos». Expulsados los franceses e idos los tiempos de las conquistas y las guerras extranjeras, resabiado el español en su conducta guerrillera, ¿contra quién ejercer violencia ahora? Contra el compatriota convertido en enemigo, no ya por razones de nacionalidad, claro está, sino por motivos políticos. Y, rizando el rizo de la  paradoja manierista, convirtiendo al compatriota, por mor de una interpretación malintencionada sustentada en regionalismos y en nacionalismos, en ¡extranjero enemigo!