«Ágora», de Amenábar, no es una película anticristiana

El Señor atestigua un rechazo radical de toda forma de odio y de violencia a favor de la primacía absoluta del ágape. Por tanto, si en la Historia ha habido o hay formas de violencia en nombre de Dios, no deben ser atribuidas al monoteísmo, sino a causas históricas, principalmente a los errores de los hombres. Es el olvido de Dios el que lleva a una forma de relativismo, que inevitablemente genera violencia.

(Benedicto XVI, “Fe y violencia”, 7/12/2012)

1.

En su crítica de “La dolce vita”, Pasolini argumenta cómo, según él, esa película de Fellini es católica, a pesar de las apariencias y de las opiniones que en su contra vierten el órgano del Vaticano, “L´osservatore romano”, así como personas ligadas a la Iglesia. “Soltanto delle goffe persone senza anima -come quelle che redigono l´organo del Vaticano-, soltanto i clerico-fascisti romani, soltanto i moralistici capitalisti milanesi, possono esser così ciechi da non capire che con La dolce vita si trovano davanti al più alto e al più assoluto prodotto del cattolicesimo di questi ultimi anni: per cui i dati del mondo e della società si presentano come dati eterni e immodificabili, con le loro bassezze e abbiezioni, sia pure, ma anche con la grazia sempre sospesa, pronta a discendere: anzi, quasi sempre già discesa e circolante di persona in persona, di atto in atto, di immagine in immagine.”

Sin participar de la banderiza belicosidad de Pasolini, vamos a intentar rebatir y mostrar lo contrario que lo proclamado desde los “púlpitos” más o menos oficiales del catolicismo y por parte de esos católicos que más ofendidos se han sentido por la última película de Alejandro Amenábar. Quizá no probemos nada; tómese entonces lo que sigue como una interpretación.

Se nos podría reprochar que tardemos tanto en “dar la cara” ya que la dicha película se estrenó hará ya poco más de tres años. A ello puede replicarse, por una parte, que esta sección, “El ojo de Polifemo”, tiene tan sólo algo más de un año de existencia, pero sobre todo que en ella no se trata de hacer crítica de actualidad, sino que, por el contrario, se persigue una reflexión que sólo una perspectiva dilatada en el tiempo puede proporcionar; por otra parte, y esto redunda en honor de la película en cuestión, si a pesar del tiempo transcurrido, la recordamos aún -y mucho-, ello significará que el tal filme es de calado, que no es uno más de tantísimos productos cinematográficos actuales, españoles o hollywoodenses, que se disuelven como nube de verano, más o menos insustanciales, más o menos ruidosos y molestos, pero tan efímeros como una mariposa, o, por decirlo con palabras de Jorge Manrique, que no son “sino verdura de las eras” que muy pronto ve fenecer sus días, más aún que no son “sino rocío de los prados”.

2.

Cuando se estrena en España “Ágora”, numerosas fueron las voces católicas que se alzaron en su contra, obsequiándola con el remoquete de furibundamente antirreligiosa y motejándola de tópicamente anticristiana. En mi opinión, sin embargo, dicha percepción corresponde a una visión bastante miope y a un juicio asaz somero, limitados ambos a las apariencias “más aparentes”, evitándose así el profundizar y el discurrir. Se trataría de un nuevo ejemplo de aquel inefable “lejos de nosotros, Majestad, la funesta manía de pensar”.

Ciertamente, en “Ágora”, se narra, teniendo a la Alejandría de inicios del siglo V de nuestra era -y por tanto bajo dominación romana- como decorado arquitectónico y como contexto cultural, la sustitución virulenta y cruenta del paganismo por el cristianismo, así como, posteriormente, la exclusión de la vida pública de los anatemizados judíos. En la película, ciertamente, los cristianos son presentados como tipos fanatizados, feroces e implacables, de esos que quieren ganar siempre y además ganar “como sea”, y cuya victoria representa o la eliminación intelectual del otro (asimilándoselo, aunque el asimilado lo haga por dentro a regañadientes), o su eliminación física; o, en el mejor de los casos, su marginación e incluso exclusión, o aun la expulsión. Se podría echar en cara a Amenábar el no haber presentado a cristianos bondadosos, respetuosos, tolerantes, realmente fraternales (a pesar de esos actos de ayuda respecto a los pobres, que son en realidad más estrategia socio-política y ejecución mecánica de obligaciones, a la manera farisea, que conductas realmente motivadas por la caridad), dotados de esas virtudes que debieran informar y adornar a todo cristiano. Ahora bien, ¿es esto realmente reprobable? Sólo en apariencia ya que si bien sea cierto que no aparece ni un solo cristiano santo, ni siquiera bueno, esto es ningún cristiano que sea o quiera ser cristiano en definitiva, Cristo está presente de principio a fin de la película. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo?

“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra…Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia porque suyo es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira…” (Mateo 5, “Bienaventuranzas” o “Sermón de la montaña”).

En efecto, aunque no se le vea, Cristo está encarnado, a lo largo de la película, en muchos sufrientes, e incluso mártires, mas también y sobre todo en la propia protagonista, la filósofa Hipatia, que es personaje cristológico y que hace que este filme quede todo él tinto en cristología. ¿No es Hipatia mansa, pacífica y misericordiosa, muy limpia de corazón? ¿No llora y padece hambre y sed de justicia por padecer persecución, insultada y ultrajada como será, hasta tener que apurar las heces del martirio? No olvidemos que Cristo está en todos y cada unos de los que padecen y que el amor a Cristo desemboca necesariamente en amor al prójimo.

“Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba denudo y me vestisteis… En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mateo 25, 35-40).

Recordemos que todos somos “hermanos”, no sólo los “nuestros”, sino también el samaritano, la mujer cananea e incluso el enemigo, representando esto último uno de los aspectos más escandalosos del cristianismo. Por ello, cabe presumir que Cristo diría a aquellos cristianos que tanto vociferan en Alejandría y a lo largo de la película: “Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de iniquidad.” (Mateo 7, 23). Por el contrario, Hipatia “no disputará ni gritará, nadie oirá su voz en las plazas” (Mateo 12, 19). Hipatia es silencio estudioso y genésico. Mas sobre la Hipatia cristológica volveremos más adelante.

En cualquier caso es innegable que Amenábar muestra a la perfección, de manera seria y sin dramatismos superfluos, cómo una idea, o un ideal, ya sea religioso, político, racial, etc. puede imponerse desde la violencia y con la aquiescencia o cobardía de los tibios y los medrosos, esto es de la inmensa mayoría, aprovechando que la autoridad o el poder responsables de velar por la seguridad y libertad de sus súbditos o ciudadanos, hace dejación de sus obligaciones, esto es se muestra tibia también, contemporiza y, de esta manera, alimenta al monstruo hasta que el tal monstruo acabe por engullirlo todo. “Ágora” narra aquellas circunstancias históricas, sí, pero que son también las del nacionalsocialismo en la Alemania de entreguerras o las de nuestro tristísimo País Vasco actual, por citar tan sólo dos ejemplos próximos en el tiempo y que se presentan en el seno mismo de nuestra cultura, si bien no sean de índole religiosa.

En nuestra época tan cursi y tan falseadora de la historia, que erige “a toro pasado” determinados períodos de la historia como pináculos de la tolerancia, es bueno que un Amenábar agarre el toro por los cuernos y muestre cómo la coexistencia pacífica no era posible en aquella Alejandría pretérita, dado que los cristianos quieren imponer su religión, forzar a la conversión a los paganos y eliminar a quienes rechacen la cruz como única guía de sus vidas y así hasta proclamarla religión de Estado, en detrimento de las otras, condenadas a la desaparición. Se habrían de esta manera invertido los términos. Ya no serán los paganos quienes den suplicio, por ejemplo, a Santa Catalina, sino que serán, desventuradamente, los partidarios y herederos victoriosos de ésta quienes, ignorando todo del espíritu cristiano, se dediquen ahora a eliminar idólatras. Nuestro director muestra una realidad: el fanatismo. ¿Se le puede tachar de anticristiano por ello? Obviamente no; es más, presentando lo que no debiera ser, denuncia una falta y una traición al auténtico cristianismo; poniendo en evidencia lo que fue, expresa lo que no debiera haber sido y resalta, por contraste, lo que debiera ser y que se ha mancillado, tergiversado, olvidado y despreciado. Quizá alguno se sienta con autoridad para reprocharle el no haber mostrado ni un mínimo elemento positivo y esperanzador, de haber reducido a los cristianos a una turbamulta, pero es que, además de ser ello harto difícil en aquellos tiempos históricos, no puede hablarse de ocultación sino de una realidad que el director no quiere falsear. ¿Se le puede acusar de anticristiano por mostrar las conductas anticristianas de los propios cristianos? Hay más: por no mostrar a los santos, a los hombres de paz, por no hacer una hagiografía, ¿se le puede motejar de antirreligioso? Amenábar rueda una película sobre las circunstancias históricas que envuelven a Hipatia, no sobre Francisco de Asís y, en este hipotético caso mucho me temo que los mismos acusadores de hoy le censurarían por hacer una película “contra Roma” o “contra el Papa”. En cualquier caso, no es negando u ocultando una carencia o un problema o una falta cómo se alcanza una solución, sino que precisamente el percatarse de ella, definirla y acotarla es primer paso y paso necesario, si no suficiente, para no incurrir en el mismo error.

“¿Cómo callar tantas formas de violencia perpetradas también en nombre de la fe? Guerras de religión, tribunales de la Inquisición y otras formas de violación de los derechos de las personas… Es preciso que la Iglesia, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, revise por propia iniciativa los aspectos oscuros de su historia, valorándolos a la luz de los principios del Evangelio.” (Juan Pablo II, 1994)

En definitiva, que no sólo no cabe atacar a Alejandro Amenábar, sino más bien agradecerle el que nos ayude a reflexionar y a limpiar…

3.

Los hechos narrados en la película nos remiten a la Antigüedad, a las postrimerías del poder de Roma. ¡Si no habrá diluviado desde entonces! Y desde que se quemara a Giordano Bruno, ¡si no habrá llovido a mares! Hoy en día el poder temporal del Papa es inexistente; la herejía -¿pero existe eso aún?- no es susceptible ni tan siquiera de un benévolo capón y, además y sobre todo, la cristiana es la confesión más hostigada en el mundo y así, a pesar de la escasa cobertura mediática que se da a la persecución contra los cristianos, muchos son los acosados e incluso también los martirizados por sus creencias evangélicas en países no sólo de mayorías musulmanas, sino también por parte de hindúes y de comunistas imperantes. Egipto, Irak, Siria, Sudán y Nigeria son candente y triste actualidad por cuanto aquí denunciamos, mas asimismo se debe recordar cuanto ocurre en Pakistán (con su triste “ley de la blasfemia”), la India, Vietnam y China, sin silenciar tampoco la horrenda decapitación de los monjes trapenses del Atlas a manos de la milicia fundamentalista argelina en 1996, tal y como refleja la magnífica y reciente película de Xavier Beauvois, “De dioses y hombres”.

Así, en la realidad mundial actual, los cristianos serían lo que en el mundo antiguo, cuando la religión del crucificado acabará por imponerse, fueran los paganos: unas víctimas del fanatismo, de la fe única, de la intolerancia más feroz… allí quedan, para dar fe de ello, las persecuciones y martirios de cristianos a manos de Diocleciano y tantas otras en que los victimarios eran quienes luego serían víctimas, configurándose así una rueda infernal de alternancias en un brutal toma y daca de agresiones. Hecha esta aclaración, podemos preguntarnos quiénes son, hoy en día, los “cristianos” del entonces narrado en la película, esto es quiénes son los peligrosos fanáticos. La respuesta es bien fácil: los islamistas (que no los islámicos), desde el talibán hasta el hermano musulmán, pasando por el salafista. No sólo Bin Laden y sus malhechores secuaces de Al Qaeda conminaban y apremiaban a Obama y a Sarkozy a abrazar la fe de Mahoma, sino que el coronel Gadafi, ¡en la misma Roma!, instaba a la vieja Europa a hacerse, ¡toda ella!, mahometana. Y mil un lamentables ejemplos más que no caben aquí y que le erizan a uno los cabellos.

Así pues, aun siendo el fanatismo religioso uno, puede adoptar distintos rostros y pelajes. Ahora es el turno del islamismo. Y así, qué ingenua resuena en nuestros oídos la voz del buen Ramón Lulio, desconsolado por predicar en el desierto la conversión de los sarracenos:

“Aquest es lo “Desconhort” que mestre Ramon Llull féu en sa vellesa, com viu que lo Papa ne los altres senyors del món, no volgueren metre orde en convertir los infeels, segons que ell los requerí moltes e diverses vegades… se donàs de nostra fe tan gran exalçament / que els infeels venguessen a convertiment.”

Todo occidental acepta hoy en día con total indiferencia, por otra parte, que el proselitismo no islámico está prohibido y severamente castigado en los países musulmanes. ¿Qué cristiano, actualmente, empuña o empuñaría siquiera las armas por, pongamos por caso, reconquistar el Santo Sepulcro?

“… les malheurs de la Terre Sainte. / … / Même si un homme vivait cent ans, / il ne pourrait gagner autant de gloire / qu´en allant, plein de repentir, / reconquérir le Sépulcre.”

¿Qué cristiano cree, hoy en día, que empuñándolas y teniendo la fortuna de morir en la refriega, ganará el cielo?

“On peut actuellement gagner le Paradis / facilement, grâce à Dieu! (tomando parte en la cruzada que el rey San Luis de Francia está organizando, en la que éste morirá y que será la última de la historia) /… / heureux celui qui outre-mer mourra! / … / Pour moi, pourvu que mon corps puisse sauver mon âme, / peu m´importe ce qui peut arriver, / prison, bataille, / ni de laisser femme et enfants.” (Rutebeuf, “La desputizions dou croisie et dou descroisie”, siglo XIII).

Ningún cristiano, ni siquiera los cismáticos de monseñor Lefèbvre, conceden el mínimo crédito a lo que hoy en día no podemos llamar más que locura. En el otro lado, sin embargo, son bastantes -y da la impresión de que cada vez son más- quienes no sólo la persiguen sino que incluso se vanaglorian y hacen alarde de esta creencia y de sus actos, incluyendo el acto terrorista, claro está. Amenábar pone el dedo en la llaga y nos advierte de un peligro actual, mas trasladándolo a un período en que los bestiales fanáticos éramos nosotros mismos. A esto se le llama honradez intelectual y todo cristiano debiera agradecérselo.

Abundando más en la cuestión, cabría plantearse entonces, con pesimismo, si la historia de las religiones no sería más que un sucederse de imposiciones y de violencias, hasta preguntarse si la religión lleva en sí el fanatismo, así como lo que entendemos hoy en día por totalitarismo; y si éstos no son los mensajes del propio Amenábar. Desde luego puede interpretarse de esta manera; otra visión, sin embargo, distinta y cuando menos tan válida y plausible como la anterior, sería que la película nos previene de un peligro real como pueda serlo el de un islamismo iluminado, muy musculado, dotado de una fe inquebrantable e indoblegable en su absoluta e inconmovible verdad, irredentista y dotado de arma poderosísima, como es un terrorismo de autoinmolación cuyo precedente histórico no sería otro que el de los secuaces del Viejo de la Montaña y que nos deja absolutamente a su merced.

“Quiconque aura sa vie à mespris, se rendra toujours maistre de celle d´autruy – Quienquiera que desprecie su propia vida, se hará dueño de la de los otros. (Montaigne, “Essais 1”)

Y todo ello frente a una sociedad -y una cultura- occidental, descreída, pigre, apoltronada e inerme.

Los sucios, ignorantes, barbudos, desarrapados y entrapajados cristianos toman y saquean la biblioteca de Alejandría y la convierten en muladar. ¿Qué cristiano haría hoy tal cosa? Sin embargo, ¿no es esto cuanto haría un talibán? (y a las pruebas de tantos ejemplos nos podemos remitir). A este respecto se puede recordar el chiste gráfico de Plantu en “Le Monde”, en que, tras el asesinato más arriba mencionado de aquellos trapenses sabios en la Argelia librada a la guerra civil entre el Ejército y los muhaidines, se veía a un fraile frente a un ulema; tras del monje, estanterías colmadas a reventar de volúmenes, mientras que tras del clérigo mahometano, estanterías vacías, pues eso es cuanto pretenden aquéllos que, proclamándose sus defensores, no hacen más que dar baldón permanente a su religión y a la religión en general.

4.

En un momento determinado de la película, cuando en la cúspide del enfrentamiento religioso, los paganos, viendo que llevan claramente las de perder, refugiándose tras los muros protectores de su templo del saber, que es la celebérrima biblioteca de Alejandría, se encuentran haciendo guardia, un muy raudo, portentoso y cósmico zoom out empequeñece hasta lo microscópico no sólo Alejandría y sus habitantes -ya sean gentiles, cristianos o judíos-, sino el Mare Nostrum, el planeta entero e incluso el sistema solar. ¿Quiénes somos y qué somos? Nada. Y sin embargo morimos, y lo que es peor matamos, con la convicción de ser algo, mucho, muchísimo; esa creencia es la que nutre nuestro derecho y sacrosanta obligación de acabar con el infiel y éste es siempre quien no es fiel como nosotros lo somos, a nuestra manera única e intransferible. Más de uno ha querido ver en este zoom out que concluye en plano más que general, pues en realidad es “universal”, una especie de manifiesto ateísta, o cuando menos agnosticista, en formato visual, por la imagen, por parte de Amenábar, esto es una nueva y cinematográfica “Apología de Raymond Sebond” del escéptico Montaigne, expresada en una sola toma de límites inabarcables. Quizá. Modestamente, percibo yo más bien una denuncia de nuestra vanidad, de nuestra ridícula presunción, de nuestra prepotente petulancia de rana hinchándose -y reventando- en buey. Por otra parte, no olvidemos cómo el verdadero cristiano insiste siempre en la apabullante pequeñez material del hombre… contrarrestada por el hecho de que nuestra alma participa de la naturaleza de Dios y, de esta guisa, nos hace inmortales e inconmensurables, sustrayéndonos a lo endeble y a lo pigmeo de nuestra condición. Sí, es bien cierto, pero a esta convicción se llega tras insistir y poner en evidencia lo mortal, corruptible, efímero y frágil del suspiro de nuestra existencia. Esta insignificancia en lo físico o material se ve aumentada por nuestra situación de desamparo, expuestos como estamos al sufrimiento, a la decrepitud y a la posterior desaparición, como magníficamente refleja el monólogo de Hamlet, pero también los versos de la Salve, tan certeros, tan descarnados, tan dolientes: “… los desterrados hijos de Eva… gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”. En definitiva que somos lo ínfimo y lo grandioso a la vez. Creo sinceramente que este alejamiento de vértigo por parte de la cámara de Amenábar, desde nuestra irrisoria escala hasta la abrumadora cósmica, habría hecho las delicias de Pascal, quien describiera como pocos la situación del hombre mortal entre “esos dos abismos del infinito y de la nada”.

“L´homme dans la nature est… un néant à l´égard de l´infini, un tout à l´égard du vivant, un milieu entre rien et tout. Infiniment éloigné de comprendre les extrêmes, la fin des choses et leur principe sont invinciblement cachés dans un secret impénétrable, également incapable de voir le néant d´où il est tiré, et l´infini où il est englouti.”

No en vano el pensador y físico francés aspiraba con sus “Pensées” a atraer a los hijos pródigos que abandonaron la religión y le dieron la espalda, para que volvieran a la casa del Padre.

“… era preciso hacer fiesta y alegrarse porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado.” (Parábola del hijo pródigo, Lucas 15, 32)

y “Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de ella.” (Lucas 15, 7).

Los medios a los que recurre Pascal para lograr su fin no son otros que la razonada humillación de la ensoberbecida razón humana y el espanto puesto en la imaginación impresionable y generosa del hombre. Ya no recuerdo en cuál de sus “Romances”, Zorrilla, tras evocar un humilladero en el claro de un bosque, por una noche incierta y desabrida de invierno, pregunta que quién sería capaz de blasfemar en esas circunstancias. Espanto en la imaginación… Recuerdo -si bien esto no sea en definitiva más que un recuerdo personal y por tanto algo prescindible en estas reflexiones- cómo, durante mi adolescencia, durmiendo al raso en un prado de la Sierra, por una noche estival sin luna, contemplando escalofriado la bóveda nocturna, “espantado” y sobrecogido, me preguntaba si fuera posible negar la existencia de la divinidad. Algo parecido puede adivinarse en esa imagen de la película que desemboca en un estremecimiento.

Dicho esto qué duda cabe que hay en ella una gran ambigüedad. ¿Se trata de un estremecimiento emparentado con el que uno recibe extasiándose ante la Capilla Sixtina y más concretamente ante el Juicio Final y la bóveda miguelangelescas…

(“ (En) la Capilla Sixtina… es la luz de Dios la que ilumina los frescos … aquella luz que, con su potencia, vence el caos y la oscuridad para dar vida en la Creación y en la Redención, para decir, con evidencia, que el mundo no es producto de la oscuridad, del azar, del absurdo, sino que procede de una Inteligencia, de una Libertad, de un supremo acto de amor” (Benedicto XVI, 8-11-2012, en la conmemoración del quinto centenario de la Capilla Sixtina)

… o por el contrario ese estremecimiento se da precisamente ante la evidencia, o desembocando en la evidencia, de que el mundo y el Cosmos son oscuridad, azar y absurdo y de que no hay Salvación?, ¿o incluso ambas cosas a la vez?… Amenábar plantea una pregunta que atemoriza y cuya respuesta es incierta. Amenábar no adoctrina, como un Eisenstein o un Renoir, estomagantes cuando nos señalan clarísimamente, sin interpretación, desviación o ambigüedad posibles, lo que tenemos que pensar. Se ve que Amenábar cree en el libre albedrío y eso es bueno, ¿o no?

De todo lo anterior creo que se desprende meridianamente, no sólo que la película en cuestión no es plana, unívoca, adocenada, sino además que no sólo no es anticristiana, sino tampoco antirreligiosa. “Ágora” se abre al misterio, está penetrada toda ella de misterio sacro. Por otra parte digamos que Papas tan actuales como Pablo VI o Benedicto XVI demandan permanentemente interlocutores inteligentes e inquietos, no meapilas acríticos que digan amén a todo.

Ya puestos, incluso algo embalados, permítaseme seguir ejerciendo no sé bien si de abogado del diablo, a secas, o si de abogado del diablo ultracatólico. En otra secuencia de la película, mediante otro ejemplo, cinematográfico obviamente, de titánica “perspectiva de Dios” (en palabras del historiador del Arte, Miguel Etayo), a partir de un nuevo, y también vertiginoso, distanciamiento vertical de la imagen, los cristianos que transitan por entre los corredores de la biblioteca, se antojan, vistos desde tan alto y tan aplanados cenitalmente, auténticas cucarachas. Y volvemos a lo de antes: ¿es que Amenábar está explícitamente asemejando el cristiano al repugnante bicho? Sería, creo, tomar el rábano por las hojas. Lo que sí está evidenciando nuestro director es que la ignorancia y el odio nos vuelven nocivos y pestilentes, rebajándonos desde lo que debiera ser trono de la razón y afán de racionalidad (“complemento necesario de la fe”, en palabras de Benedicto XVI) a la condición de insecto de sentina y desagüe, defección palpable de esa “a imagen y semejanza de Dios”. “Ágora” es película que espeja el triste fanatismo, religioso en el caso que nos ocupa, del hombre y la desolación de la Historia.

“Es tanto el furor de sus espíritus turbados y fuera de madre que creen apaciguar a los dioses sobrepasando las crueldades de los hombres” (San Agustín, “Ciudad de Dios”, VI, 10).

5.

Ignoro si Amenábar recibió en su infancia y su adolescencia una educación cristiana, ya fuese familiar, ya fuese escolar, o ambas. Me inclinaría a pensar que sí pues en esta película suya se percibe ese aliento de cultura religiosa que -al margen de que se crea o no- configura junto con otras, el rasgo del hombre occidental; también me inclino a pensar que sí a juzgar por su edad de cuarenta años, si no voy errado, pues hace unas décadas, el laicismo aún no lo impregnaba prácticamente todo -incluso el ámbito religioso-, como sucede hoy en día.

La filósofa Hipatia es Cristo. Me explico: Hipatia persigue la Verdad, contra viento y marea. No se trata de una verdad religiosa, sino científica. Y la búsqueda de esta Verdad alienta y guía insobornablemente su existencia. Mundo, demonio y carne no la apartarán ni un ápice de la recta senda que ha tomado, a pesar y a sabiendas de que su rectitud y su empeño molestan a muchos, pues sus pasos no discurren por el “derecho” camino impuesto que pisan todos los demás, y es por ello por lo que se verá abocada indefectiblemente al martirio.

Hipatia da al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios y su dios es la ciencia. Sabe que la existencia en sociedad exige de nosotros contrahacer al menos hasta cierto punto un sometimiento y un mimetismo, que ella acata, mas que para ella son de puro carácter externo y que ni siquiera comprometen al cuerpo consciente, pues sencillamente obligan a unos rituales socialmente estereotipados. Como Cristo, Hipatia paga sus impuestos. Aun siendo, como lo es, consciente de todo ello, Hipatia, por conocer, en su honradez profesional y personal, que la auténtica libertad es la de la conciencia y que la recompensa mayor en un ser libre es precisamente el disponer de una conciencia libre, y puesto que no cree en lo que es ya la religión oficial, mas también porque sus intereses van por otros derroteros, y todo ello a pesar de saber con certeza que el aceptarla la salvaría, Hipatia, digo, rechaza en todo momento la farsa de bautizarse. Hipatia no está dispuesta a ceder en su creencia interior pues ése es el dominio de su libertad y en él cifra todo su interés vital y su auténtica fe. Ella sabe también que, de alguna manera, como buena filósofa que es, su “reino no es de este mundo”.

Hipatia es, además, de una inalienable largueza espiritual. No sólo instruirá y manumitirá a su joven esclavo, sino que, de manera absolutamente sincera, natural y espontánea, como iluminada por la Gracia, le perdonará de todo corazón la grave ofensa que le infligió. Y ello en un contexto de odio religioso en que no se excusa nada y en que el más nimio pretexto o descuido es motivo de condena y posterior ejecución.

Hipatia tiene también, como Cristo, su traidor. Cabe imaginar a un Judas ambivalente, admirador a la par que envidioso de Jesús, atraído por él y a la vez rechazándolo e incluso odiándolo. Son exactamente los sentimientos encontrados que hallamos en su joven esclavo, con la particularidad de que en el caso del esclavo el amo es ama. Él hace caudal de su ama, deslumbrado por su ciencia, pero también la desea con motivo de su belleza. Sin embargo, y de consuno, se muestra celoso de su superior inteligencia y, codiciándola, le duele sobremanera su espíritu tan libre pues él nunca podrá, no ya sólo alcanzarlo, sino rozarlo siquiera, mezquino y cobarde como es, bellaco que está permanentemente al “viva quien venza”, cediendo su independencia al fanatismo triunfante de turno. “… para fundar el imperio temporal, donde Judas espera ser uno de los amos. Es envidioso además de avaro; envidioso como todos los avaros…” (Giovanni Papini, “Historia de Cristo”: capítulo “Ha amado mucho”).

Judas traiciona a Hipatia, despojándola, besándola y restregándose licenciosa y abusivamente contra ella. Hipatia, tras ser escarnecida groseramente por aquellos execrables cristianos al igual que Cristo lo fuera por soldadesca y sayones, también entregará su alma, no crucificada sino descuartizada, sin oponer resistencia alguna, sin pleitear como Cristo mudo en el Sanedrín ante sus inicuos acusadores y luego ante el juez-prefecto romano de Judea, Poncio Pilatos. En la muerte de Hipatia está la propia muerte de Cristo, como en la de tantos otros en los que Él sufre primero y luego expira.

“Y yo, sin estar libre de pecado, no dejo de tirar piedras a mis hermanos desde mi particular juzgado, y cuando así hago, en ellos te alcanzo y te hiero a Ti (Cristo)” (Arzobispo de Oviedo, abril 2012).

Cristo se retira frecuentemente a orar, sabe de lo necesario que es el silencio y de sus virtudes genésicas, que en silencio y en el silencio, tras de morir, ya sea la semilla de sus parábolas, ya sea su propio cuerpo, se germina y se vuelve a la vida. Escuchemos de nuevo a Blaise Pascal, en sus “Pensées”:

“(l´être humain) tremblera dans la vue de ces merveilles (de la Nature); et je crois que sa curiosité se changeant en admiration, il sera même plus disposé à les contempler en silence qu´à les regarder avec présomption.”

Es el silencio respetuoso y admirado de Hipatia ante lo inmenso, lo desconocido, lo inabarcable. Es, qué duda cabe, un silencio penetrado de sacralidad.

6.

No es baladí señalar que Amenábar renunció a la producción y distribución americano-hollywoodiense para zafarse de la imposición de una historia de amor al uso que hubiera pervertido y banalizado el sentido de la película. Dejó así, él de ganar dinero, y su película, de adquirir celebridad. No se traicionó. Como su protagonista, ¿no es cierto?

Y ya para rematar la faena, y como último argumento, preguntémonos si Alejandro Amenábar busca la polémica por la polémica, si va de enfant terrible, de progre, de estrella rutilante de la gauche divine, si le agrada “salir en los papeles”, si es gratuita y dogmáticamente anticlerical, un mangiapreti, un miliciano “apiolador” de curas. La respuesta es que Amenábar no es Almodóvar.

“Encuentro unas declaraciones de Pedro Almodóvar cargando contra el papa y el conservadurismo de la Iglesia católica… (Almodóvar) pertenece a un grupo de gente previsible en el terreno de las opiniones porque trabaja para una clientela de inclinaciones sectarias con principios inalterables desde mayo del 68. Existe un automatismo irrefrenable entre la “inteligencia” izquierdista que les hace estar pendientes constantemente de lo que dicen las jerarquías católicas para así poder mostrar públicamente su oposición… (se trata) de crear espectáculo en su propio beneficio a base de disparar contra un adversario que, de antemano, ya se sabe lo que va a decir… Esta clase de pretorianos del poder intelectual izquierdoso buscan siempre la publicidad de sus inventos lanzándose sobre un adversario fácil en nuestros tiempos… El asunto no tiene la mínima emoción frente a una doctrina que manda poner la otra mejilla. Claro que una cosa muy distinta hubiera sido hace sólo un par de siglos. Ahora, casi resultan enternecedores… La imagen de campeones de la solidaridad, la tolerancia, la alianza de las civilizaciones… Vamos, lo de siempre.” (Albert Boadella, “Diarios de un francotirador”, 7 de agosto del 2009).

¡Hombre, que Amenábar es persona seria! Busca, ateniéndonos a su producción artística y a su discreción, expresar unas convicciones cinematográficas, en primer lugar, y luego unas ideas, una verdad, que es la suya, que es lo que ha de intentar todo artista. Sí, repitámoslo, como su heroína. Que no se le lapide ni descuartice (metafóricamente, claro está) desde el ultracatolicismo, que se aclare éste la vista primero para juzgar mejor después.

Satanás virgen y esteta, condena a eternidad

Les anges impuissants se damneraient pour moi!
Baudelaire, “Les metamorphoses du vampire”

“Mulata de tal”, de Miguel Ángel Asturias, es una de esas novelas hispanoamericanas en que sueño y realidad, vida y muerte, vivos y muertos (que son otro tipo y categoría de vivos), deseo y conducta objetiva, pensamiento y acción, se confunden e imbrican hasta ser una única cosa dentro de una visión mágica de la existencia.

Tierrapaulita es una ciudad crepuscular y sonámbula donde cabe presumir que los demonios precolombinos se han refugiado ante la llegada del cristianismo a América y donde hacen mangas y capirotes y de su capa un sayo y traen además al retortero al único y sufrido capellán… hasta que llega, para quedarse definitivamente, el Diablo, el cristiano, el del Dios Único y Verdadero, el Demonio Civilizatorio y será él, curiosamente, en su ambivalencia religiosa, y no Cristo o su vicario o un santo o un exorcista, quien los expulsará definitivamente y ganará para la Razón, la Cultura y la Religión el último reducto irredento, arrancándoselo a los diablos primitivos y bestiales. Y lo hará desde la líbido, desde el instinto de vida, desde -paradójicamente- el amor (por muy procreativo que éste sea), cayendo así en una primera contradicción, a pesar de que él -y ésta sería su segunda contradicción- no puede generar, por imposibilidad física mas también teológica como efecto del castigo divino a su rebelión.

Y aquí, en este punto, creo que reside, más incluso que en el hecho de que encarne el Mal, la seducción que el Diablo ejerce sobre nuestras mentes, esto es su tremenda complejidad, sus contradicciones sin posible solución, su ambivalencia psíquica y moral, su “cóctel” emocional, al asemejárnoslo tanto; siendo así que lo más nos atraería en él sería precisamente la contemplación de nuestro propio reflejo. El Diablo no es un bellaco de una sola pieza, fácilmente reductible. En efecto limitar la atracción del Diablo a su faceta malvada es, amén de pueril y simplista, casi hollywoodense. Hemos de insistir en ello y concretar aún más: Satanás sería una proyección de nuestra conflictiva y desgarradora presencia en la vida y en el mundo. En esta perspectiva los personajes de Dostoievski (no sólo los de “Los endemoniados”, sino todos) se nos aparecerán como distintas, y siempre más que problemáticas, manifestaciones del Demonio, de nosotros mismos en definitiva, en nuestras atormentadas mentes, conductas y existencias.

Hermanos Karamazov por Stephanie Rodríguez. http://www.ascentaspirations.ca/ stephanierodriguez.htm

Escribe Asturias: “Él, Diablo del Verdadero Dios… daba rienda suelta a sus instintos de macho cabrío, sin engendrar, porque el demonio carece del licor que da la vida.” Frente a él y al atropello que constituye la incitación al amor, a la fecundidad y a la procreación, Cashtoc, el Grande, el Inmenso, temible y espantoso diablo de la tierra, autóctono, indio, precolombino, eleva su voz indignada: “¡A más hombres, según el demonio cristiano, más hombres para el infierno y de aquí que a él le interese la propagación de la especie que nosotros estamos empeñados en destruir!… ¡Para su infierno que confunden con el fuego de los volcanes… no nuestro Xibalbá, nuestro infierno, el de la tiniebla profunda que venda los ojos, el del olvido blanco que venda los oídos, el de la ausencia verde que venda los labios, y el de las plumas rojas y amarillas que venda la sensibilidad.” Así pues parece claro que, frente al Diablo indio de la indiferenciación, la disolución, la ausencia de conciencia y por tanto de responsabilidad y libertad, se yergue nuestro Satanás (nombre que emplearemos como sinónimo de Diablo) como firme representante de la conciencia cristiana, la responsabilidad moral, la autoría plena, la asunción de los actos propios y la individuación.

Satanás es el envés de Cristo: ambos postulan y proclaman nuestra libertad, libertad para condenarnos o salvarnos. El Diablo indio, sin embargo, primitivo y primario, nos la niega y en su concepción, en su Weltanschauung (si se nos permite la expresión), el hombre carece de poder de decisión y queda siempre expuesto, pasivamente, a las insuperables fuerzas demoníacas, reducido ante ellas a la magia -estadio pueril de la moral tanto ontogenética como filogenéticamente- para intentar así congraciárselas o, cuando menos, aplacarlas.

El cristianismo es, como muy bien lo recuerda permanentemente Benedicto XVI, una religión histórica, entendiendo por tal que Cristo nace en un día determinado, predica en una región y durante un período bien delimitado y muere luego, todo ello con unas fechas precisas y contrastables. El destino del hombre, desde aquel entonces, penetra y se encauza en un devenir que es irreversible por su carácter lineal, pues ha dejado para siempre de ser cíclico y repetitivo. Dios-Cristo irrumpe en la Historia (Judea, Galilea, dominación romana, Augusto, Tiberio, Herodes, Poncio Pilatos, cultura helenística dominante). Ello ocurrió grosso modo hace dos mil años y no volverá a ocurrir nunca más, en espera de la parusía. Las religiones naturales, fundadas en lo periódico, quedan así abolidas. Se impone el drama cristiano que es no sólo divino (El Hijo de Dios) sino humano (El Hijo del hombre) establecido desde y a partir de acontecimientos concretos y tangibles, históricos, de carácter discontinuo y sin semejanza entre ellos. Como afirma el profesor y crítico literario francés Armand Hoog: “La libertad humana asegura así, a través del pecado, la redención o la muerte, la rigurosa mitad del diálogo” y añade que esta historia “va hacia delante, no gira ya como el molino del antiguo rito”. Insiste: “La magia incluso, esa antigua mecánica milagrosa de repetición, queda desde entonces integrada en una historia que prohíbe los retornos.” ¿Qué significa todo ello? En definitiva que el cristianismo es libertad, que la fatalidad queda abolida, sustituida por el motor histórico de la salvación. Y por ello, como nos recuerda de nuevo Hoog, el cristiano Tacio les espeta a los astrólogos griegos. “¡Estamos por encima del destino!”, lo cual reviste una importancia capital con sólo reparar en que incluso los dioses del Olimpo quedaban sujetos a una fuerza superior, indefinible y ominosa llamada Destino. Y así, porque la existencia ha pasado a ser histórica, será responsable de sí misma y cuanto anteriormente se padecía (la fuerza del Destino, siempre fatal) y por ende nos encubría moralmente, ahora es tan sólo responsabilidad nuestra y en nuestras manos está el salvarnos (o no) según obremos y según amemos, aquello de que “según las obras, habrá el galardón”. Sólo en nuestras manos de seres desgarradoramente libres está el alcanzar la bienaventuranza en la eternidad (o, por el contrario, la eterna condena), que romperá para siempre la linealidad histórica de nuestra existencia, devolviéndonos a la postre a la inocencia previa al pecado original. Y entonces, ya condenados, ya recompensados, no seremos libres nunca más porque la libertad habrá dejado de tener sentido. Nos habremos subsumido en el Amor Eterno y, ciertamente, nuestra conciencia y la conciencia de nosotros mismos no quedará eliminada pero ya no tendremos que optar ni decidir puesto que la gran resolución ya fue tomada. Es de alguna manera una vuelta al Paraíso del Génesis, pero cualitativamente superior pues el Paraíso es ahora celestial y nuestra conciencia, bañando en el Amor, es plena y no ya crepuscular.

Por el contrario, en el Infierno, por la ausencia de Amor, la conciencia sigue manifestándose y lo hace de forma aún más punzante y dolorosa que en vida. En la Jerusalén celestial la conciencia se ilumina del todo en un nuevo Pentecostés, irradia luz y conocimiento. Es goce. En el Hades cristiano, no hay Leteo ni sombras ni duermevelas ni vidas trasoñadas; tan sólo la lacerante percepción absoluta de la ausencia.

Manumitiendo al hombre de las fuerzas de la Naturaleza y de toda fatalidad ciega, Cristo le otorga la dignidad, definitiva e inalienable.

Cashtoc, sin embargo, diablo primitivo y destructivo, puro Mal y tan sólo eso, concibe a los hombres como meros granos de maíz, iguales todos, cosificados, instrumentalizados, arracimados, excrecencias de la tierra, heterónomos, infantilizados a perpetuidad, dependientes, sometidos y amedrentados, contumazmente indignos, una raza de esclavos.

Mulata de tal. Miguel Ángel Asturias. Ediciones Losada

Cashtoc, el diablo indígena, maliciándose por sus poderes naturales que su dominio toca a sus postrimerías a causa de la llegada del diablo cristiano, del Diablo del Dios Verdadero, intuye a la perfección que el cristianismo es sobre todo libertad y que por tanto, irrefragablemente, va a poner en tela de juicio y en peligro de desaparición inminente su arcaico sistema religioso ideado para la esclavitud y contrario al uso de la conciencia y de la responsabilidad individuales, que ni quiere tolerar ni puede concebir.

Cashtoc se pregunta: “¿A qué los hombres? ¿A qué las ciudades?” y en su ánimo está el destruirlas para siempre.

En el capítulo que lleva por título “Los diablos terrígenos abandonan Tierrapaulita”, se exclama Cashtoc: “¡Ha llegado el demonio cristiano y debemos abandonar Tierrapaulita, después de conquistar la plaza, es decir de no dejar habitante ni mansión entera! ¡Para nosotros, conquistar es despoblar! ¡Nos vamos, porque los fines de este demonio cristiano, que fue ángel y no ha perdido su jabonosidad divina, chocan con los nuestros, sus fines y sus métodos, y no podríamos estar juntos, sin que esto se volviera una merienda de diablos!”

Los orígenes son distintos. Satanás fue ángel; su procedencia es celeste, por mucho que, condenado, resida ahora debajo de la tierra, que por otra parte abandona con total libertad. Porque fue ángel bueno y sigue siendo ángel, aunque malo, es bello y forma parte del mundo racional y moral. Sin embargo, los diablos indios son terrígenas en su origen y en su existencia. Son monstruos. Representan el caos y son irracionales e inmorales, o por mejor decir amorales, que es mucho más grave pues representa un estadio de desarrollo inferior. Satanás, superior, es inmoral pues defiende y expande, a conciencia, el pecado.

En cuanto a fines y medios, los de Satanás son la propagación del hombre para que se condene en un número cuanto mayor, mejor, y así poblar y llenar hasta reventar sus calderas eternas donde se castiga el pecado y al pecador. Y allí será el eterno “chirriar de dientes”, en las “tinieblas exteriores”. Cashtoc, sin embargo, sólo busca la aniquilación. Satanás es diablo de vida y Cashtoc de muerte. Satanás es diablo de vida eterna para poder aplicar el castigo, dada su condición de alcaide y de verdugo, representante represivo del orden y ejecutor de la justicia. Cashtoc es diablo de muerte definitiva, sin apelación, de desaparición, un nihilista, un desesperado, un anarquista, que sólo persigue, mediante el caos, la absoluta supresión de la vida, la total ausencia de la vida. Éste es su fin. El caos, el terror, la amenaza, la violencia, son sus medios. Cashtoc, eternidad inconsciente, lo increado.

El fin de Satanás es doble: comercial, esto es que sus calderas siempre se encuentren repletas a rebosar; y moral, esto es tras la administración de justicia (a cada cual según sus obras y según ello, o galardón o baldón), él es el encargado de dar y ejecutar el baldón… eterno. Satanás, eternidad consciente en el castigo.

En el mismo capítulo leemos cómo Cashtoc expresa su rabia contra el hombre, (auto-)separado de la creación, auto-proclamado distinto y también distinguido de los animales, monstruo de orgullo por quererse y pretenderse niño mimado de los dioses o de Dios, el Único Verdadero. Escuchémosle: “Los hombres verdaderos, los hechos de maíz, dejan de existir realmente y se vuelven seres ficticios, cuando no viven para la comunidad (entiéndase el “Cosmos” mismo como ente mostrenco de indiferenciación) y por eso deben ser suprimidos. ¡Por eso aniquilé con mis Gigantes Mayores, y aniquilaré mientras no se enmienden, a todos aquellos que olvidando, contradiciendo o negando su condición de granos de maíz, partes de una mazorca, se tornan egocentristas, egoístas, individualistas… hasta convertirse en entes solitarios, en maniquíes sin sentido!”

El orgullo del hombre desentona en la Creación y por ello Cashtoc busca su aniquilación, destrucción total, no para castigarlos (eso el lo que persigue el Diablo cristiano, que es un ser moral) sino para que su desaparición reequilibre esa Creación, alterada por la presencia de nuestra especie. Se trata de una operación de higiene, como quien desratiza, desinsecta o desinfecta un lugar. Desentonan los hombres, son petulantes, irrespetuosos con el Gran Todo. Hay que acabar con ellos. Más que de crueldad cabría hablar de higiene y respeto a la Forma Única, o si se prefiere, por ser más acertados, a la total ausencia de forma y estas ratas, estas cucarachas, estos gérmenes infecciosos, padecen de exceso de forma. Satanás, en cambio, no acaba con ellos. Los saca de donde molestaban (y pecaban) y los traslada a otro lugar para aplicarles tormento. Satanás es cruel porque es justo en la aplicación de las sentencias y en la observación del reglamento penitenciario, aplicado en un penal que es eterno.

Cashtoc sólo concibe la destrucción, sin cebarse en ella, una destrucción ingenua como es él. “¡Una polvareda fue la Creación y una polvareda queda de las ciudades que destruimos! ¡No más ciudades! (obsérvese la especial inquina que alimenta contra las ciudades por ser éstas algo opuesto a la Naturaleza, acotándose frente a ella, que es ilimitada, como bien señala Ortega y Gasset; por otra parte repárese en que precisamente en la ciudad no crecen las mazorcas sino que se consumen al resguardo de las inclemencias y de la intemperie, artificialmente.) ¡No más hombres…!…¡Por eso, repito, debe ser destruido el hombre y borradas sus construcciones, por su pretensión a singularizarse, a considerarse fin en sí mismo!” (nótese que precisamente el cristianismo hace de la humanidad y de cada hombre individual un fin en sí mismo y de esta savia se nutrirá el Humanismo; y ello frente a los sistemas que consideran al hombre y a los hombres tan sólo partes de un engranaje despótico o estatal). En definitiva, hay que destruir, aniquilar, la soberbia del hombre.

Cashtoc es ingenuo y en el fondo un infeliz. Tácitamente así lo reconoce al describir al Diablo cristiano como un ser taimado, artero, trapacero, un auténtico pícaro, un verdadero comerciante, un tipo que se las sabe todas, hombre de negocios por excelencia. En la perspectiva de Satanás, denuncia Cashtoc, el hombre es mercancía y, contraponiendo su estrategia -¡tan simple! pues se limita a destruir- a las artimañas y añagazas de Satán, se exclama: “¡Otra, muy otra la estrategia y la táctica desplegada por el demonio cristiano, hijo de la zorrería! ¡Este taimado extranjero concibe al hombre como carne de infierno y procura, cuando no exige, la multiplicación de los seres humanos aislados como él, orgullosos como él, feroces como él, negociantes como él, religiosos a la diabla como él, para llenar su infierno!” El Diablo es pura camándula y, por si fuera poco, encima y además, ahora, ha aprendido a usar la propaganda y la mercadotecnia, consciente de su valor e infalibilidad. Ahora sí que es, real y definitivamente, el “Gran Equivoquista”.

En definitiva, Cashtoc proclama su honradez, su hidalguía podríamos decir, su afán de juego limpio y buena lid frente a lo fulero del Diablo cristiano. Cashtoc se considera superior al hombre pues otorga (y defiende) su conformidad al Gran Todo. Satanás, sin embargo, es tan ruin como el hombre: aislado, orgulloso, feroz. Negociante, religioso sin longanimidad ni largueza, quejumbroso y resentido. Es un blando. Y llega a rebajarse hasta el nivel ínfimo del hombre con tal de convencerlo y mercarlo. Satanás se disfraza con tal de obtener lo que persigue, con tal de satisfacer sus propósitos de negociante. Es maquiavélico: para él el fin justifica la bajeza de sus medios. No así Cashtoc. Si al final va a resultar que aun no siendo diablo moral (¿qué es eso de la moral para él?), frente a Satanás, que sí que lo es como queda dicho, se erige en ser íntegro, escandalizado ante las artimañas y añagazas del satánico mercachifle.

En esta controversia, se erige en concepto fundamental el de cantidad: cuanto más mejor, en la visión del negociante; ninguna, en la consideración primaria del diablo primitivo que sólo cree en la unidad sin fisuras de un Todo superior por muy inarmónico que se nos aparezca. También resulta fundamental el hecho, la determinación, o no, de subsumirse en ese Todo sin aristas, donde nadie pueda sobresalir o evidenciarse. Por ello Cashtoc denuncia la individuación, hija de la soberbia, mientras que Satanás la reivindica y fomenta pues por ella y desde ella cada hombre se rige como ente ajeno y diferenciado de la existencia de los otros hombres y de las fuerzas naturales y cósmicas, negando que las existencias todas de los hombres sean parte de la existencia de los dioses. Brama Cashtoc su indignación: “¡A más hombres, según el demonio cristiano, más hombres para el infierno y de aquí que a él le interese la propagación de la especie que nosotros estamos empeñados en destruir!”. Así, en el “Creced y multiplicaos” se aúnan Dios y Satán, uña y carne frente al “¡Desapareced!” de Cashtoc.

No hay pues posibilidad alguna de conciliación entre ambas fuerzas demoníacas y ello tanto por su disparidad de origen, como de medios, de fin absoluto perseguido, de espíritu y concepción de las cosas, concepción del hombre y concepción de la Creación.

Tánatos. Templo de Artemisa en Éfeso. Museo Británico.

En la perspectiva freudiana, Cashtoc es Thanatos, fuerza nostálgica del estado primitivo del no-ser, de la nada, de la inacción, de aquel vacío que precedió la agitación dolorosa que da comienzo con la concepción. “Quaeris quo jaceas post obitum loco? / Quo non nata jacent” (“¿Que dónde estarás después de morir? Donde están los que no han nacido”), escribe Séneca en “Las troyanas”. Cashtoc, además de esa fuerza, de ese “instinto de muerte”, es esa misma muerte, estado de absoluto reposo, indiferenciación y confusión amorfa en el Caos. Es el caos que precede a la Creación y la añoranza mítica de la Naturaleza que, ciegamente y sin lograrlo nunca del todo, tiende a volver a esas tinieblas primigenias.

Nuestro diablo cristiano, Satanás, es su opuesto y enemigo. Es sobre todo diferenciación, multiplicación y disgregación. Para ello se requiere el amor, la “obligación del amor”, como establece Freud, para “satisfacer a la vida la deuda que desde nuestro nacimiento pesa sobre nosotros”. Y si bien es cierto que en el acto amoroso uno se pierde, fundiéndose y disolviéndose, antes y después se requiere individuación y conciencia. Estos antes y después constituyen la conciencia dolorosa del ser. Representan el sufrimiento de saberse, de ser consciente de uno mismo o, por ser más precisos, su exacerbación y así, que nadie piense, como suele decirse jocosamente, que en el Infierno, condena eterna, todo será orgía. Al revés. La orgía, el carnaval, son confusión, borrachera, desaparición de límites, abolición de fronteras; en ellos todo está en todo y se subsume en el todo. Es caos. El Infierno, y esto es cuanto han expresado los dos últimos papas, es ausencia de amor y soledad absoluta. El alma condenada anhela la fusión amorosa con Dios, superadora de la contradicción entre caos primigenio y conciencia, pero sabe que nunca jamás la podrá obtener y de ahí emana su insufrible padecimiento. En definitiva el Infierno es conciencia punzante de la separación eterna, diferenciación radical. El precito se sabe separado, aislado de todos y de todo y sin ningún consuelo ni lenitivo y así ¡para siempre! Desgajado de Dios, se arranca también de sus congéneres pues olvidó ese “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” que establece la unidad en el Amor, sin distinción posible entre amor a Dios y amor al prójimo. Porque lo rechazó en vida, el réprobo se halla privado para siempre del amor que es lo único que hubiera podido salvarle al brindarle la superación tanto de su diferenciación y radical soledad como de su anhelo de fusión carnal y espiritual. Tan sólo el amor y el Amor, llamas de goce, le hubieran brindado no sólo el no añorar ese antes oscuro de la vida, sino incluso ignorarlo.

Sólo si hay conciencia hay libertad. Como se dijo anteriormente Dios-Cristo es el haz y Satanás el envés. Haz y envés de la conciencia, de la voluntad y de la acción.

Insistamos: el Infierno no es inconsciencia. Todo lo contrario: es exasperación insostenible de la conciencia. Y el Cielo es superación de la contradicción conciencia-inconsciencia, o si se prefiere una conciencia que, trascendiéndose a sí misma por el Amor, se niega y se destruye transfigurándose en entidad mística superior. Algún barrunto de ello tuvieron Pedro, Juan y Santiago en el Monte Tabor.

En realidad, la conciencia nacería con la rebelión del que luego sería Príncipe de las Tinieblas en su rechazo adolescente al Padre y a la seguridad jerarquizada y opresiva que Éste le brindaba. Satanás se da entonces unas formas bien definidas frente al carácter un tanto amorfo, anodino y vicario en que existía por decisión del Sumo Hacedor.

Satanás. En el Infierno hay un tablao. La Troupe del Cretino. Foto: Jenízaro

Por todo lo anterior, que reputo un tanto abstruso y temo se nos muestre por ello poco nítido, en nuestra obra de teatro “En el Infierno hay un tablao”, Satanás lee “La Razón”, que es el diario más conservador del mercado español. Remitiendo y amparándonos en el ensayo de Josep Pla, “Perquè sóc conservador” (en el que civilización se contrapone radicalmente a naturaleza, esto es orden a caos, creación a destrucción, paz a guerra, estatus y statu quo a revolución), Satanás es fuerza cultural y definitoria de la conciencia individual y colectiva. Por el papel que le ha tocado interpretar, Satanás está condenado a la más absoluta ambivalencia. Ha de luchar contra Dios e incluso intentar tentar a su Hijo, ha de alimentar la duda, el ateísmo -o cuando menos la agnosis-, la iconoclastia, el anticlericalismo, la quema de templos y el martirio, sí, pues es su inalienable deber; pero al mismo tiempo ha de precaverse y obrar de tal manera que la destrucción de Dios en las conciencias nunca sea total puesto que su propia existencia, como tal Diablo, depende de la de su enemigo. Si Dios desapareciera, indefectiblemente, él también. Sólo puede haber Mal si hay Bien. Sólo puede haber Diablo si hay Dios. Dependencia pues, o más bien interdependencia. La independencia no es posible pues sólo conduciría a la desaparición. En efecto si Satanás obtuviera la aniquilación de Dios, que nadie ya creyera en Él, también irreparablemente se dejaría de creer en el Diablo.

Así las cosas, la figura transgresora y subversiva del Diablo queda muy relativizada, tanto que en realidad su antagonismo no sería más que una pose, una exigencia del guión, una apariencia, un disimulo, casi un juego, un disfraz o una máscara.

Además, Satanás se sabe de antemano derrotado. Siempre lo será, tanto coyuntural como permanentemente, hasta la segunda venida de Cristo y, definitivamente, desde ésta. Así pues, si no se ha jubilado, si no se ha rendido incondicionalmente, es porque es consciente de su deber que consiste en ser reverso permanente de Cristo, su antagonista en este auto sacramental que es la historia del hombre desde su creación hasta la consumación de los tiempos.

En el fondo Satanás se ríe y desprecia a todos los satánicos, libertinos, sadistas, románticos y byronistas, góticos, nihilistas, anarquistas, nacional-socialistas, comunistas, ateístas beligerantes, paganistas y panteístas y demás, por tomarse en serio su propia causa y tomárselo en serio a él. Y así lo expresa al principio en nuestra obra mientras va leyendo y glosando la sección de Religión del diario. Satanás es un guasón. Desesperado, sí, porque en el uso de su libertad, de la libertad, que él inauguró, renunció a la Salvación y porque en su orgullo no cabe el arrepentimiento. Guasón desesperado. Eso es cuanto quizá sea la comedia en esa su insoslayable, a pesar de las apariencias engañosas, vertiente trágica. Y es sabido que la comedia es género diabólico.

Luzbel. En el Infierno hay un tablao. La Troupe del Cretino. Foto: Jenízaro.

Mas ya es hora de que, tras tanta disquisición, digresión y excursi, volvamos al propósito de este escrito, que pretende ser de crítica teatral , autocrítica en este caso. Así, en la mencionada obra nuestra “En el Infierno hay un tablao”, en un momento determinado uno de los personajes diabólicos que allí aparecen, Satanás en algunas representaciones y Luzbel en otras -pues no nos atenemos ni a un texto ni a una estructura cerrada o fija, sino que cada momento preciso de cada representación, y el azar también, nos marcan una u otra opción-, afirma que “este es nuestro triste sino: incitar al pecado, pero no poder pecar. No olviden que, aunque caídos, somos, seguimos siendo ángeles y que éstos, ya sean celestiales, ya infernales, carecen de sistema endocrino. Aquí radica nuestra condena, en ser únicamente y por imposibilidad de acción hormonal, en ser únicamente, repito e insisto, estetas.” Carece de ese “licor que da la vida” en palabras de Cashtoc. La estética, búsqueda siempre insatisfecha… El artista desafiando a Dios en su soberbia, pretendiéndose dios y creador él también, mas condenado a no saciar jamás su anhelo exacerbado de perfección, de Belleza, escultor de sombras que la primera luz del alba desbarata.

Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”