El lahustic

Oíd, buenas gentes, oíd la triste nueva. Oíd, señores y damas; oíd, villanos y villanas; y vosotros también oíd, mesócratas de la clase media: oíd ahora los lais de la poetisa Marie de France y de entre todos, éste, sobre Maese Ruiseñor, sobre el amor y sobre la guerra.

Oíd nuestra enhorabuena, al cretino y a su troupe; a estas gráciles danzantas; a Jorge Roig y a Andrés López-Herce, recién egresados de la escuela. Oíd nuestra enhorabuena.

Y oíd ahora esta historia, sobre Maese Ruiseñor, sobre el amor. Y sobre la guerra.

La escribió Marie de France, 800 años antes de que vuestros abuelos nacieran.

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Chinchinero

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El Santiago nocturno recuerda, en cierto modo, a nuesto modus vivendi.

Y gusta, en cierto modo, sentirse como en casa cuando uno está lejos.

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Caballos (versión Carmen Cereña)

He leído en la prensa que en una finca de la provincia de Madrid han detenido al dueño de una cuadra por maltrato animal. No daba de comer a los caballos y nueve habían ya visto definitivamente el fin de sus desdichas.

Las fotos son desgarradoras: caballos, yeguas y potros ramoneando un cardo casi tan trasijado como ellos; a otro muerto, tendido en la tierra reseca, abotagado, se le comienza a hinchar descomunalmente la panza; en todos, unas expresiones trasojadas y una mirada de una tristeza infinita.

Al parecer, desde que comenzó la crisis, cada vez son más los caballos a quienes se deja morir literalmente de hambre. En el poema de Kavafis, contemplando el cuerpo yerto del bello Patroclo, el amigo efébico de Aquiles, los inmortales caballos de Zeus «se entregan al llanto». Ahora han cambiado las tornas y somos nosotros, los seres humanos, mortales como somos y sujetos a corrupción, quienes nos compadecemos de la nefanda suerte de estos caballos maltratados y abandonados a su suerte, como en los calabozos medievales de las novelas góticas se olvida al prisionero. En francés estos pozos que enclaustran hasta la muerte al condenado se llaman «oubliettes». El término, en su realismo cruel, lo dice todo.

Acuden a mi mente dos ejemplos literarios equinos, conmovedores ambos y devastador moralmente, podríamos decir, el segundo. Se trata, en primer lugar, del cuento «Vidas paralelas» de José de Roure, escrito en las postrimerías del siglo XIX: Dantzer fue un magnífico caballo de circo, aplaudidísimo artista, con más sentido del ritmo que un negro o un gitano y una elegancia propia de una Paulova… al cual, un mal día, le llegó la decadencia y lo pusieron a tirar de un coche en la gran ciudad. Iba «flaco, desmedrado, sucio, viejo». Bajó un peldaño más en su decrepitud y sirvió de montura a un picador en el tercio de varas. Y el toro se ceba en él. «Cae el caballo infeliz arrojando caños de sangre por una espantosa herida. ¡Era Dantzer, el célebre Dantzer, uno de los brutos más hermosos, más ágiles, más artistas que han nacido. Manotea, se desploma… ¡Es infame, verdaderamente infame!» (Primo de Rivera no había impuesto aún el peto protector para evitar las repugnantes carnicerías)

El segundo ejemplo nos lo da la pluma naturalista de Maupassant. Coco es un viejo caballo muy apreciado por su dueña, la acaudalada señora Lucas, quien por ese motivo no decide sacrificarlo sino que encomienda a los criados su cuidado hasta que muera, advirtiéndoles de que lo han de tratar siempre bien y prodigarle las atenciones. Confiando en que sus órdenes y recomendaciones serán observadas, la señora se desentiende del bruto que decía querer tanto. En su arrogancia y segura de su autoridad, como tantas veces sucede con los grandes de este mundo, renuncia a llevar a cabo lo que, en nuestros días, llamaríamos un «seguimiento» del caso. Delegando unos criados en otros, el cuidado de Coco recae en manos de Zidore, un mozo zarrapastroso y retrasado, rencoroso y cruel, que venga su desventura y las burlas de que es objeto en otro aún más indefenso que él: el buen caballo Coco, que es viejo, obediente, que no da coces y que ni sabe ni puede hablar. Animado por un sadismo diabólico, lo saca cada mañana de la cuadra y lo lleva al prado, pero lo ata muy corto, echándole como se dice otro nudo al dogal, en un terreno de sólo tierra batida. Cuando Coco tensa el ronzal al máximo, sus ollares y su hocico rozan la hierba vecina, pero sin llegar a tocarla. En cuanto al agua contenida en el abrevadero, ocurre otro tanto. El caballo estira el ramal queriendo romperlo y el cuello como para desgajárselo casi; se arrodilla incluso… ¡y todo es en vano! ¡Oh, si ni siquiera Tántalo sufrió tanto y a Cristo le dieron vinagre cuando tuvo sed! Y así Coco aparece cada día más desmazalado hasta ser sólo un montón de huesos que una mañana se desploma y exhala el último suspiro frisando la hierba fresca, tan apetitosa.

¡Pobres caballos, tan sacrificados que revientan exhaustos bajo la espuela del jinete antes que detenerse a cobrar huelgo! Tan sólo un humano, Filípides, fue capaz de algo semejante: alentado por la victoria de Maratón ante los persas, corrió hasta Atenas la distancia de cuarenta y dos quilómetros y una vez en Atenas, como pudo, sin resuello, anunció la buena nueva. No pudo decir aquello de «¡Dadme albricias!» antes de dar la noticia porque tenía que ahorrar las palabras pues acezaba agónicamente y tampoco pudo tras la última palabra porque se desplomó muerto.

Pegaso y Belerofonte, Bucéfalo y Alejandro, Babieca y el Cid… hasta llegar a Jolly Jumper y Lucky Luke.

Es tan bello el caballo que una tarde, en la plaza de Córdoba, habiendo saltado al ruedo un miura alto, galgueño, cimbreante casi, exclamó mi padre: «Qué miura tan hermoso… ¡si parece un caballo!»

Recuerdo, divertida, el caballo gascón, pariente de Rocinante, que Cantinflas monta como d´Artagnan en su propia versión cinematográfica de «Los tres mosqueteros». Es tan flaco que Cantinflas-d´Artagnan le cuelga de los ijares el sombrero emplumado.

José Alfredo Jiménez sabe de la importancia del caballo para el charro mexicano. En uno de sus sentimentales corridos -el término y el género musical son ya todo un homenaje al galope- un caballo blanco parte a la carrera desde Guadalajara camino del Norte y exhala el alma en Rosarito, al alba, a la vista de Ensenada, tras haber llevado a buen puerto su hazaña. «¡No te rajes, blanco!» Y el blanco, mexicano puro, no se rajó.

Mi tierra cordobesa es tierra de doma y de buenos jinetes; tanto es así que Cervantes pone en boca de Sancho, tras haberla visto subir de un salto a su asno y huir como alma que lleva el diablo, que Dulcinea «puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mexicano».

«Mi alazán, te estoy nombrando», gime Atahualpa por la pérdida de su flete, despeñado en un barranco. «¿Qué estrella andabas buscando?… Mi caballo, mi caballo». Y concluye, esperanzado: «Si como dicen algunos hay cielo pal buen caballo, por allí andará mi flete, galopando, galopando».

Hace ya años puso el IRA una bomba en Londres no recuerdo ya bien si durante una parada militar o incluso durante el relevo de la guardia real, causando muchas muertes entre los soldados y también entre los caballos militares. A la sazón me hallaba yo en Londres precisamente y comprobé con perplejidad y enojo no disimulado cómo eran bastantes los ingleses que lamentaban más la muerte de los pobres caballos que la de los pobres soldados. Tanto es así que me arrepiento de haber recordado este hecho porque es casi como si esa sensiblería llegara a desvirtuar y casi a invalidar todo lo bueno que hasta ese momento se había dicho del buen caballo, tan contraproducente y estomagante puede llegar a ser la cursilería anglo-sajona y puritana.

Alberto Sordi, tan denostado por Pasolini quien, arbitrariamente, lo moteja de malvado y de encarnar todas las ruindades del italiano hasta el punto de que llega a afirmar, falsamente como han demostrado los hechos, que a los extranjeros no nos hace reír ni nos hace gracia alguna, ese Alberto Sordi, que es todo lo contrario de cuanto afirma Pasolini, se apiada con auténtico corazón de oro, que no con pucheritos anglicanos, del pobre caballo machucho, y funda, con su pecunia, un hospital-residencia de ancianos para esos caballos que tiraron, pimpantes, de los simones para turistas en Roma, pero que son carne de desolladero cuando ya sus músculos no dan para esa labor, cuando ya no puedan tirar del carro. Que no sufran la triste suerte de un Dantzer.

Alberto Sordi murió ya, desgraciadamente. Quiero creer que en Roma sus asilos equinos le han sobrevivido.

Caballos (versión Hydra de Lerna)

He leído en la prensa que en una finca de Madrid han detenido al dueño de una cuadra por maltrato animal. No daba de comer a los caballos y para nueve de ellos, la ayuda llegó tarde.

Imágenes desgarradoras: caballos, yeguas, potros…

«Carne de yugo ha nacido
 más humillado que bello,
 por el cuello perseguido
por el yugo para el cuello».

Así comienza el poema de Miguel Hernández «El niño yuntero». Lo escribió cuando en España se pasaba hambre. Hambre de verdad, de la de comer. Y también hambre de libertad.

Madres llorando por sus hijos muertos. Hombres luchando y muriendo. Primero, amigos, luego enemigos. La España de la guerra civil y de la posguerra.

Pensábamos que todo esto pertenecía al pasado. Que una vez conseguidas las libertades, nos habríamos vuelto más «humanos», más compasivos porque habríamos aprendido la lección.

Pero la vida, una vez más, nos viene a demostrar que el hombre es capaz de las mayores aberraciones…

Aristóteles decía que el ser humano se diferenciaba del animal por el lenguaje. Bueno, y por su capacidad para aprender, progresar, inventar, etc, etc.

Pues no. Queda claro que no. Porque ni progresamos, ni pensamos, ni aprendemos, ni tenemos capacidad de comunicación.

Porque somos caprichosos y, en época de bonanza económica, por puro esnobismo, adquirimos no solo cosas, también vidas. Nos creemos «todopoderosos» y, queridos lectores, no lo somos. Somos finitos. Somos menos que finitos. Somos infinitamente estúpidos y superficiales.

Desde que comenzó esta crisis programada, estos humanos esnobs han dejado morir de hambre -literalmente- a los «animales» que un día consideraron bellos.

Por un instante, un breve instante, pensad en la lealtad de esos animales.

Hay un texto de Calístenes, sobrino de Aristóteles, en el que cuenta la historia de Bucéfalo. Decía que era un caballo de hermosa figura y que se alimentaba de hombres. Por eso, Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno, decidió encerrarlo en una jaula dorada donde arrojaba a todos aquellos que desobedecían sus leyes.

Siendo Alejandro adolescente, descubrió la celda de Bucéfalo, y cuando se acercó, el animal extendió sus patas delanteras y relinchó suavemente, como si lo reconociera.

Plutarco nos cuenta una versión menos romántica del encuentro entre el gran conquistador y su célebre compañero. Bucéfalo, que en griego significa «cabeza de buey», tenía una estrella blanca en su frente y un ojo azul. Pero lo cierto es que nadie consiguió montarlo, solo Alejandro.

Durante casi 30 años, Bucéfalo acompañó a Alejandro en todas sus batallas. Cuando murió el caballo, fue tal la tristeza de Alejandro, que le rindió honores y hasta le puso su nombre a una ciudad.

También recuerdo con cariño y nostalgia al hermoso caballo con el que, siendo una niña, aprendí equitación. Éramos «uno» en el galope. Era un caballo de gran alzada. Aprendí a cepillarlo, peinarle las crines, limpiarle los cascos… Y así comenzamos a querernos. Él me seguía a todas partes. Se paraba si yo me paraba. Me empujaba con la cara cuando quería jugar. Cuando íbamos al galope, le soltaba las riendas porque sabía que él me conduciría por lugares seguros para mí.

Por él, por Bucéfalo y por todos los caballos que han sido compañeros leales del hombre, quiero ser su voz. Quiero devolverles la dignidad y el respeto que merecen. Quiero que se castigue a quien castiga sin piedad al que todo se lo da por lealtad.

«Adiós, hermanos, camaradas y amigos.
 Despedidme del Sol y de los trigos».

Miguel Hernández, 28 de marzo de 1942, escrito en la pared de la celda donde murió.

Desde Greenwich

Querido primo Mariano:

El ferrocarril elevado que me ha traído hasta Greenwich este sábado de agosto serpea a toda velocidad entre torres de cristal, corriendo contra el reloj mientras sobrevuela un paisaje anfibio. Y es que los modernos edificios del Canary Wharf, los más altos de Londres, se congregan en torno a antiguas dársenas del puerto, vastas plazas inundadas que parecen salidas de un dibujo futurista de Sant’Elia.

Te escribo esta postal desde un mundo encantado donde el tiempo parece detenido y los blancos edificios del antiguo hospital siguen escoltando en rigurosa simetría la blanca casa de la reina Ana, como impecables jugadores de cricket sobre la más confortable pradera que pueda uno imaginarse. En esta finca real, fuera de Londres, pudo ensayar el rey lo que otros reyes hacían con sus capitales en el continente. De hecho, el frente que los edificios gemelos de Wren presentan al río bien pudiera sugerir una perspectiva de San Petersburgo. En cambio, la reforma del Londres incendiado se quedó en los planos. ¡Buenos se pusieron los propietarios! La época barroca apenas dejó en la ciudad, por tanto, indicios de grandes ejes ni aparente planificación urbanística, de modo que hoy todo –un todo inabarcable- parece un sinuoso agregado sin centro donde prima lo particular sobre lo general, lo pequeño sobre lo grande.

No es raro leer en los propios autores ingleses, tan autodestructivos a veces, que Londres es feo. Ciertamente, su arquitectura monumental carece de los méritos de otras ciudades europeas. Por más que la catedral de San Pablo sea una estructura enorme y equilibrada, erigida en un emplazamiento que la realza –todo lo cual no es poco decir-, tiene una fachada que es un horror, un despropósito carente de vida, adornado de una adusta fealdad contradictoria con  la pureza de la rotonda neoclásica que sostiene la altísima cúpula, adonde se van todas las miradas. Góticos arbotantes desmienten la nobleza de su pretendido clasicismo –escamoteados, eso sí, vergonzantemente a la vista- para apuntalar la proeza arquitectónica que nunca soñaron romanos ni bizantinos. En la misma hipocresía incurrió Soufflot en el Panteón de París, pero como ahora los visitantes subimos a todas partes, previo pago, el gran truco queda a la vista. Sé que me dirás –y te doy la razón- que tal disimulo no empaña la épica de la cúpula de San Pablo emergiendo entre el humo de los incendios durante los bombardeos.

Imaginativas en la combinación de sus elementos, distintas todas ellas pero ninguna bella tampoco, son las agujas de las iglesias que se levantaron como polluelos en torno a la nueva catedral en la reconstruida City del siglo XVIII. Solo adornaban de lejos, como se puede ver en la vista del Canaletto, cuando sobresalían sobre el caserío.

Empequeñecidas y feítas, como su madre, góticas de tan empinadas a pesar de sus pórticos a la romana, hoy ya no las mira nadie.

Pero una ciudad para vivir y hacer poco tiene que ver con una veduta veneciana ni con una postal: polvo dorado envuelve a los jinetes que trotan al sol por las pistas de arena de Hyde Park por la mañana y por la tarde miles de musulmanes procedentes de los suburbios llenan aquellas praderas para protestar por las matanzas en Gaza; las terrazas del decimonónico y cuidadosamente policromado mercado de Leadenhall, una cruz cubierta como la Galleria Vittorio Emmanuele pero en pequeño y con un brazo torcido -¡qué diría Wren!-, se llenan justo a mediodía de profesionales y viajeros que comen y charlan relajadamente; los turistas y provincianos rebosan a todas horas las aceras de Oxford Street, atraídos ingenuamente por los almacenes que allí ofrecen todo para el ornato de sus cuerpos, vestidos, abalorios, maquillajes y complementos; los teatros se llenan de un público habitual, acostumbrado a disfrutar, que canta entusiásticamente cada una de las canciones cuando se trata de un musical; los empleados surgidos de ñoños adosados de la abuelita neo-tudor, neo-isabelinos, neo-georgianos, neo-normandos, eduardianos de las calles cercanas se apresuran muy temprano hacia el metro de Shepherd’s Bush, ellos trajeados y ellas con falda y blusa; desde que son gratuitos, la gente entran en tromba en los grandes museos, en el Británico y en la Galería Nacional, imponentes palacios neoclásicos que parecen asaltados cada día por las masas en el curso de una jornada revolucionaria; ello no impide que otros dejen correr las horas pacientemente en la cola alrededor de los fosos de la Torre de Londres -que es de pago-, que estos días aparecen como ensangrentados por las 800.000 amapolas de cerámica que han plantado en homenaje a cada uno de los caídos británicos en la Gran Guerra; no bien un tren escapa por el estrecho tubo del metro, otro ya está entrando a toda velocidad -¡qué envidia!-, simultáneo y sordo pulso subterráneo de una máquina de colosales resortes, repetido constantemente en casi 300 estaciones a lo largo de 400 kilómetros de vías; babélicas estructuras se siguen añadiendo en plena City ensoberbecida, donde los poderosos nietos dejan cada día más pequeños a los orgullosos abuelos del centro financiero del mundo que, tocados con anticuados frontones y cúpulas, aguantan todavía apoyados en sus cachabas corintias; más vale, Mariano, que no te pares a pensar en las hazañas que en este mismo momento pueden estar perpetrándose desde aquellos altos ventanales, donde acaso una afortunada maniobra especulativa derrame montañas de oro sobre un grupo de inversionistas y condene de golpe a veinte años y un día de indigencia a un país entero.

Aquí, sobre la colina de Greenwich y con una semana a las espaldas, se me hace evidente que lo que trae algo de armonía a toda esta pintura desmesurada, donde los colores, por mezclados, se agrisan y pierden luz, son algunos toques generosos de verde. A mis pies, por ejemplo, cientos de grupos familiares o de amigos se despliegan holgadamente para el picnic sobre el enorme tapiz verde -¡ésta sí que es pradera, y no la de San Isidro!-, componiendo una gozosa vista dieciochesca en la que solo falta el balón empavesado de un mongolfiero ascendiendo hacia el cielo, mientras arriba el reloj del observatorio desengaña a quien quiera subir -el tiempo pasa, aunque ahí abajo no lo parezca- y proclama ante el mundo su diario decreto, que son las 12 GMT (Greenwich Mean Time). Nadie adivinaría desde este mirador la existencia de las grandes zonas verdes que dan calidad al lejano espacio urbano londinense que se asoma aguas arriba, empezando por Hyde Park, un trozo de la campiña inglesa que un día amanece rodeado por la ciudad –efecto acentuado porque a menudo es la preciosa campiña inglesa la que parece un parque-. El malencarado Palacio de Bukingham del sello que te voy a poner para tu colección no tiene más gracia ni otro realce que los tres parques que lo visten, igual que el Regent’s Park es el que justifica las magníficas residencias de su contorno, que dejan perder la mirada entre sus arboledas. Holland Park, al Oeste, tupido bosque de sombríos senderos, resulta más original en medio de una tradicional y apacible zona residencial. Por algo se han instalado ahí los Beckham.

Y además están los squares con su centro ocupado por un jardín cerrado con una verja. Los hay preciosos, con arbolado de gran porte dada su antigüedad, y el paseante se siente chasqueado, herido en su orgullo democrático por verse excluido de tales claustros, acostumbrado como está desde hace tantas generaciones a disfrutar de los parques reales que un día se nos  abrieron a todos. Como no faltan precisamente en Londres los parques públicos, no tenemos derecho a quejarnos, aunque uno se quede con las ganas de hacer como Hugh Grant y colarse para pasar la mañana allí emboscado, leyendo entre trinos de pájaros y aromas florales, y sonriéndose para sus adentros. Este cuadrado verde trasplantado a la ciudad, escoltado por los cuatro costados por la más recompuesta y gazmoña vecindad de casas victorianas, nos parece al fin y al cabo naturaleza que nos pertenece a todos como el aire, campo que no debe tener puertas, pero aquí cada vecino tiene su llave. ¿No es un poco como la historia tan repetida en la literatura inglesa de la señorita aristocrática y el rudo mozo de cuadra? Al final la señorita, por finísima que sea, es nada menos que una mujer, y hombre y mujer están hechos para entregarse sin respeto de barreras sociales ni de verjas. Especialmente atractivo, más que el monumental y tan palaciego de Bath, es el semicircular Royal Crescent de Kensington, blanco y elegante pero hogareño, e inevitablemente antipático el siempre vacío Belgrave, con sus embajadas pseudo-palladianas, pretencioso, estólido aristócrata.

Se reprocha a Londres que no tiene plazas, lo que no es cierto. La de Trafalgar funciona más o menos como la plaza mayor de los turistas, aunque sea tan destartalada. Algunos squares no ajardinados bullen de vida, como el de Leicester, animado además por la cola de quienes compran en el kiosco entradas para los teatros, o también el renacido Covent Garden, el antiguo mercado de verduras a espaldas de la Royal Italian Opera: lo sublime y lo ordinario, el canto spianato de un aria belliniana en boca de la prima donna y los desplantes desgarrados de la verdulera emitidos simultáneamente por  una deidad bifronte -privilegios de la gran ciudad-. La rehabilitación del Támesis y la gentrificación de la ribera sur han convertido sus puentes y orillas en agradables miradores, existen calles de innegable prestancia, como Regent’s Street o Whitehall, pero no le demos más vueltas, Mariano, la belleza de Londres, que la tiene, la pone su más apuesto invitado, el verde.

Roto en jirones perdidos en la nebulosa urbana, acaso este rústico y digno huésped añore el dulce país de donde fue arrancado. En vano: algo ha cambiado entretanto en aquellos lugares, por más que  conserven mucho de sus galas de antaño -¡hace tanto que se marchitó su alegría, la que solo puede dar la gente!-. Les pasó como a esa novia abandonada que envejecía junto a la mesa dispuesta para el banquete, ataviada todavía con el ajado vestido nupcial: no comparecido el novio, los invitados se fueron yendo y dejándola sola. Apenas queda hoy gente en la campiña: “¡Dios mío, qué feo es esto!”, hizo exclamar Hardy a Jude el Oscuro hace ya un siglo largo, ante el escenario de pobreza sin esperanza que le ofrecía el paisaje de Wessex, por lo demás digno de conmover los pinceles de un paisajista romántico. El campo es hoy bello pero triste.

En Londres hay caballos y Londres parece oler a caballo. ¿Tantos hay? Con la ambigüedad de esta urbe que levanta rascacielos a la vez que incorpora trozos de campo y entretiene escuadrones de caballería vestidos y adiestrados como para enfrentarse a Napoleón, uno no sabe si atribuir este olor a lo rural o a lo industrial. Es un tufo acre, como a mierda seca, como a cuero, como a vía férrea, como a abono, como a emisiones industriales, ¿tal vez a central térmica? Pero hoy día la industria se ha alejado y las centrales térmicas se convierten en salas de exposiciones, lo que, por cierto, recoge y quita de en medio bastantes horrores… Los turistas van y vienen a la Tate Modern por la pasarela de Norman Foster, que hace en pequeño el mismo papel de paseo-mirador del puente de Brooklyn. El museo se ha instalado en una central térmica que mira la catedral de San Pablo desde la otra orilla del Támesis, una enorme caja de ladrillo tostado con espacios adecuados para la más descomunal ‘instalación’ que uno pueda imaginar o para una de esas performances que tanto te gustan. Un engañabobos que funciona como elemento dinamizador y dignificador de la zona: la colección que atesora adolece de la indigencia habitual en los museos de arte reciente, aunque se ayude de exposiciones temporales anunciadas en letras gigantes.

Ahora está Malévich, el más radical y honrado de los vanguardistas, un santo fanático. Creyó en la transformación del mundo por el arte -lo cual está muy bien- y en que esa transformación futurista es más importante que el propio arte. Buscó la esencia simbólica de la pintura despreciando todos los peligros, como aquellos navegantes que se adentraron un día en el océano y perdieron de vista la costa. Navegó derecho al infinito, se fue desprendiendo de todo lastre hasta levantar el vuelo hacia el sol. Debió de llegar muy cerca porque al final de su viaje acabó alumbrando un cuadrado blanco sobre fondo blanco. Nada más. En adelante guardó los pinceles y se dedicó a escribir y a enseñar.  Su ejemplo debería movernos a reflexión.

Exiliada la industria, empujado el puerto aguas abajo más allá del meandro que tengo a la vista, todo se lo queda el comercio que, desde el más tirado al más caro, es aquí frecuentemente antiestético, cuando tan hospitalario y decorativo puede llegar a ser. Imagínate el mercado de Camden, muy visitado por los españoles, con unos tenderetes protegidos con plásticos y atestados de ropa como para vestir de una tacada, por su aspecto y cantidad, a todo un campo de refugiados, y con unos puestos mugrientos donde cocinan comida étnica recién transplantados de las aglomeraciones del tercer mundo. Pero si te tienta el otro extremo la cosa es mucho peor. Como te sé tan valiente me atrevo a proponerte que visites, aunque sea una vez en la vida -como quien hace un viaje a los infiernos-, los grandes almacenes Harrods. Dentro de su prolija carcasa modernista de ladrillo rojo hay un mundo de marmóreos y solemnes corredores tenuemente iluminados, que dan acceso a las tiendas de todas las grandes marcas internacionales. El colmo de este bazar de trapos y must  a la medida de los millonarios árabes es su escalera mecánica principal, el Egyptian Escalator, que asciende en  una penumbra como de mastaba de película de Indiana Jones, ofendiendo la vista con su profusa decoración de elementos arquitectónicos y motivos escultóricos ¡imitados del arte faraónico! Si todavía se tratara de un pastiche con ciento cincuenta años de antigüedad, pero no: esta emulación de Las Vegas constituye un atractivo recién estrenado.

Londres tiene tradición en esto del turismo de compras. Las familias de la clase media nos vemos obligadas hoy en día a consagrar buena parte del tiempo contratado a peregrinar, por ejemplo, hasta el estadio de Stamford Bridge, espartano y un poco a desmano como tantos estadios, para que el niño se pase una hora comprando en su macrotienda una camiseta del Chelsea –que solo podía ser azul y de su talla-, o a sacrificar el callejeo por el Soho para encerrarnos en la enorme exposición de caramelos de colores y cien mil artículos tontos ideados a propósito en m&m’s, que no es sino ¡un gran almacén de lacasitos! Con estos dos ejemplos te basta, que ya sabes de sobra cómo anda últimamente la clase media.

La ciudad que veo perfilarse a mi izquierda en el horizonte lo quiere todo. Insaciable, se apropia del espacio hasta donde no alcanza la vista, teje una red de caminos con que atrapar territorios cada vez más vastos hasta avasallar el país entero, llama y alista en sus filas a todos los desheredados, a los logreros y pretendientes, traba relaciones ultramarinas con otras ciudades hasta las mismas antípodas y con ellas compite -con ambiciones de metrópolis-, vende al mundo entero y compra cuando no roba, se apodera con rapacidad de las más codiciadas joyas que en el mundo existan. Cuando vengas no dejes, acaso aturdido en medio de esta permanente feria por la animación de sus calles, tentado por los que venden, distraído en el teatro, olvidado de todo ante una magnífica cerveza en un pub donde se interpreta –muy bien- música en directo, encantado de verte actor -simple comparsa-  en este decorado mítico cuyo telón reúne la torre del Parlamento y el puente de la Torre, la cúpula de San Pablo y la innecesaria cabina roja de teléfonos, no dejes de visitar, te digo, mejor que sus bazares, sus cuevas de Alí Babá.

Contienen tesoros como el de la Torre, apto para que los disfrute el mayor analfabeto porque allí se pueden admirar, después de cumplir dos horas de cola, las joyas de la Corona con el diamante más grande del mundo y otros muchos muy bien clasificados, la esmeralda más grande del mundo, aún más bella, coronas y cetros para gobernar varios continentes, pesadas mazas y candelabros preciosos y una historiada vajilla de oro macizo que incluye una pieza para mezclar el ponche tan grande como una bañera, con su cucharón ideal para dar de comer a Gargantúa.

Hay en Londres tesoros aún mejores. ¿Cómo no detenerse a cruzar la mirada con el desolado Diónisos, el único que conserva la cabeza entre las divinidades del frontón oriental del Partenón? Te helará la sangre. ¿Cómo no volver la vista hacia la leona herida por el rey asirio al sentir la vibración de su último rugido a tu espalda? ¿Cómo no animarse a descender los rápidos que visten el cuerpo ondulante de la Venus de Botticelli -Marte, que la acompaña, se ha quedado dormido por razones obvias-, maravillosa cascada de pliegues sutiles que tanto recuerda el peplo de la Dione recostada de Fidias? ¿Cómo renunciar a una breve audiencia privada o siquiera a ver pasar a caballo a Carlos I de Inglaterra, cuyos ojos siguen todavía vivos con su luz, su transparencia, su temblor  y su lágrima gracias a Van Dyck? Quédate un momento a espiar en esa mirada lo que fue la grandeza y la servidumbre de la dignidad real. ¿No habrás de espantarte con los discípulos de Emaús y con un Caravaggio metido a bambocciante avant-la-lettre, al reconocer a Cristo en carne y hueso en una taberna romana? –Zurbarán el grave: ¡qué paletito quedas al lado del italiano!-.

Cuando te veas ante la Madonna dei garofani -de Rafael, claro-, te vas a desarmar, te aniñarás y te convertirás, por más que la encuentres expuesta lejos del oratorio, cautiva y adocenada entre otros objetos de colección. Al que un día, cuando se ponía el sol, zarpó del Prado despedido por Claudio Lorena, le parece llegar a un puerto amigo aquí, en la National Gallery; cuando al desembarcar, curiosamente a la misma hora porque para algo compartimos el mismo meridiano, se cruza con Santa Úrsula, que se va no sé adónde. Encontrarás el mismo fresco azul del Tiziano con que La bacanal de los andrios iluminó siempre nuestra casa, envolviendo en esta orilla a Baco y a Ariadna. No acabaríamos… Si tienes tiempo se te abrirán, por añadidura, colecciones privadas y mansiones que son otros tantos placeres, como la Soane o la Wallace Collection, que se te va a parecer a sus primas, la neoyorkina Frick y la Camondo de París, las tres muy Rococo Revival a lo Goncourt.

Londres se ha ganado fama de ser una ciudad autodestructiva, dada a echar por tierra su patrimonio sin demasiados miramientos ante los apremios del desarrollo, un poco como Nueva York. Debe ser cierto, sobre todo en comparación con otras poblaciones del país. Dicen que ya se han reservado terrenos para la construcción de 200 rascacielos que pueden hacer de ella un nuevo Singapur, y que ni siquiera han de respetar la prohibición –no escrita, como se hace aquí con todo lo importante- de ocultar la cúpula de San Pablo: parece que llegó la hora y la ciudad no duda en seguir adelante. Uno ve grúas, barrios enteros recién estrenados, enormes centros comerciales de última generación al lado de otras dotaciones francamente vetustas, como la mayor parte del metro, que siguen en uso amortizándose sin complejos ni jubilaciones anticipadas a pesar de  su aspecto mostoso. Parece que se invierta bien y se crezca naturalmente, sacando todo el partido de lo que hay y pensando siempre en lo nuevo. Esto vale para lo público como para lo privado: ¿en qué otra ciudad del mundo desarrollado encuentra uno viviendas en pie y en uso, a la vez tan humildes y tan viejas? Y todo está habitado y remozado, aunque sea con una coquetería barata disfrazada de pintoresquismo: las traseras de Elsham Road, una bonita calle de Kensington, traseras donde se alinean los establos ahora reconvertidos en viviendas bajitas y repintadas, Russell Garden Mews, forman hoy un sonriente callejón como tantos otros.

Muchedumbre de procedencias diversas, el tejido social de Londres incluye la mayor concentración de millonarios del mundo, una numerosísima colonia detectable por su ostentoso parque automovilístico. Muchos, procedentes de Asia y del mundo árabe en especial, ven en esta ciudad y en ninguna otra la verdadera metrópolis donde quieren figurar. La gran ciudad a todos hace vecinos, a aristócratas y a inmigrantes pobres, a la clase media e incluso a la única reina europea que conserva el hierático boato de la monarquía. Las tapias que rodean por detrás los jardines de su palacio, con alambradas arriba, no son más elegantes que las de una cárcel.

A los reyes nunca les gustó vivir en sus capitales y con frecuencia se instalaron en una fortaleza separada del casco urbano, cuando no optaron directamente por hacerse una residencia alejada, rodeada de parques y servida por un simulacro de ciudad ideal a su medida. La ciudad real –real but not royal-, la de los negocios y los crímenes, la de la cultura y los motines, la que trae progreso al país y dinero a las arcas del Estado, tiene una vida propia e incontrolable. El espectáculo de Carlos I accediendo al cadalso desde una ventana de la italiana Banqueting House, para ser decapitado a la vista de los londinenses, lo dice todo. Hoy día la réplica se la da la interminable coreografía del relevo de la guardia bajo las ventanas de la reina que no gobierna: Dios la salve tras las tapias de su reducida ciudad prohibida y, si son necesarios, los fusiles de asalto de sus soldaditos de plomo.

El soldado que hace la guardia ante la garita es rojo y recrecido por un enorme morrión de granadero. En posición de firmes, mantiene una inmovilidad absoluta, como si de verdad fuera de plomo; pero cada cierto tiempo, de improviso, se anima como el muñequito de un carillón, se pone el fusil al hombro en tres tiempos sincopados, gira sobre sus talones y recorre veinte metros antes de volver sobre sus pasos, levantando mucho las rodillas y dando sonoros zapatazos, igual que haría un niño que juega a los soldados. En todo momento mantiene su mirada inconmoviblemente fija en el horizonte, cual estatua de faraón. Poco puede vigilar así, por mucho que lo hayan elegido entre los cuerpos de elite del ejército, pero ahora se trata de que sea el hombre quien imite al androide autómata. Cuando lo hacen muchos a la vez, desfilando y con música, resulta impresionante, pero uno solo…

El pobre centinela que está en la Torre de Londres, que es idéntico, se ve obligado a permitir, sin pestañear, que los turistas le rodeen para fotografiarse con él. Y lo mismo hacen los bobbies con chaleco antibalas que aguardan un ataque terrorista a las puertas del Parlamento, aunque a ellos sí se les permite moverse y hasta sonreír. ¿Puede haber mayor desnaturalización de lo que es una guardia? La consigna es la misma que la de los empleados de los parques temáticos: complacer al visitante. La ciudad no se avergüenza de fingirse una caricatura naíf de sí misma, hasta el punto de que no será raro que, con el tiempo, la familia real en pleno tenga que asomarse cada día, at twelve o’clock midday, a saludar al balcón revestida de pontifical.

Metrópolis más poderosa que su propio país, Londres parece conocer ella sola su rumbo y se la ve avanzar, ajena a las crisis de otros, a una velocidad de crucero sobrecogedora. Anterior al reino de Inglaterra y a su monarquía, superviviente a la desaparición del imperio colonial, como ciudad que es, Londres tiene vocación de perdurar sobre toda institución humana y se obstina en seguir marcando la hora del mundo. Desde lo alto de esta colina todavía podrás ver la cúpula de San Pablo si te animas y te das prisa. El reloj de Greenwich cabalga sobre su Meridiano, ordena a izquierda y derecha su corte de husos horarios, sus veinticuatro pares -doce a cada lado, señores de cada una de las veinticuatro horas del planeta-, mira hacia el norte y contempla cómo el cielo de este sábado, el cielo azul poblado de nubes de “una espléndida tarde de verano inglés” retratada por Constable, se va tornando cubista: sobre aquel horizonte bajo, familiar a los pintores de antaño, se amontona ahora la pujante geometría de reflejos y transparencias grises y azuladas del nuevo centro financiero, que amenaza con contagiar de su escalofriante fragmentación la entera bóveda celeste. ¡Greenwich, hora del planeta! Aunque desde acá no se pueda oír,  sabemos que allá lejos, en Westminster, el Big Ben estará pregonando para los londinenses los cuartos que dicta su señor con grave pompa, y que en millones de hogares de todo el mundo, un pretencioso reloj de péndulo repetirá su conocida cantinela como un eco.

Querría contarte algo de todo esto, Mariano, pero una postal no da para nada. No sé si voy a tener ni sitio para pegar el sello. Se me empieza a hacer tarde también. Antes que nada voy a aprovechar para ajustar la hora de mi reloj. Cuando te vea, lo primero que hemos de hacer es sincronizar nuestros relojes. Un abrazo muy fuerte.

La derrota de España

No se engañe nadi, no,
pensando que a de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
pues que todo a de passar
por tal manera.
Jorge Manrique. «Coplas por la muerte de su padre»

 

1) PRESENTACIÓN DEL PROBLEMA

Si Unamuno viviera ahora, cuanto afirmaba a propósito de los toros, lo aseveraría del fútbol. Nada tenía Unamuno contra los toros, pero sí se quejaba de que los españoles le dedicaran tanto tiempo, demasiado, en sus conversaciones y, en definitiva, de que lo perdieran. Unamuno era un buen cascarrabias. Y como tantos cascarrabias, solía llevar razón.

Si Ortega y Gasset viviera ahora, su visión panorámica de águila no le hubiera hecho ascos al fútbol ni se le hubieran caído por ello los anillos de gran intelectual. Todo lo contrario. Atento como siempre permanecía a la sociología y a las masas en el siglo de las masas, en las consideraciones de este deporte y de cuanto le gira en torno, habría encontrado el deleite intelectual que caracteriza a todo gran pensador. Para nuestro filósofo («primero de España y quinto de Alemania», como le definió Evaristo Acevedo), España y su historia se explican y comprenden desde la fiesta de los toros. Los toros son el termómetro de la actividad nacional. Ortega, además, era muy buen aficionado. Hoy en día, habría afirmado otro tanto, pero donde dijo «arte o fiesta de los toros», diría ahora «fútbol».

En un país como el nuestro, tan acosado por unos nacionalismos pletóricos de vigor y cargados de moral y de argumentos -ciertos o falsos- frente a los rubores, temores e indecisiones de quienes aún creen -un poquitín, al menos- en España, el fútbol y más precisamente la selección española han sido, en estos últimos tiempos. el único motivo aglutinante, frente a las tendencias territoriales marcadamente centrífugas generalizadas, de la sociedad española y el único motivo de orgullo nacional. Aunque sólo fuera por esta razón, el fútbol debiera interesarnos. Y mucho. «Hemos logrado ser nación a través del fútbol y eso es extraordinario», afirma, desprejuiciadamente y sin sonrojos, Edurne Uriarte en su columna de ABC (24/6/2014).

Debido a que unas muy sólidas infraestructuras futbolísticas han ido dando sus frutos -tanto es así que la Federación Alemana de Fútbol se ha interesado por nuestra manera de hacer y ha tomado ideas prestadas para su propio desarrollo-, a que una serie de entrenadores ha sabido aprovechar unos cursos federativos de indudable calidad, a que España salió de su aislamiento político con su ingreso en la Unión Europea, amén de la pasión que el fútbol siempre suscitó en nuestro país, cifrándose todo ello en la consecución de importantes títulos por parte de nuestras selecciones olímpica e inferiores y, posteriormente, en una generación de excelentes jugadores, muy técnicos, muy confiados en sus propias posibilidades, de los cuales muchos militan además en importantes clubs extranjeros; debido a todo ello, digo, y a lo innegable de batutas sólidas como la de Luis Aragonés o Vicente del Bosque, la selección absoluta ha dado enormes satisfacciones a la sociedad española: un campeonato de Europa (el segundo tras aquél del gol de Marcelino frente a, como se decía entonces, Rusia), un Mundial y un tercer campeonato de Europa, todo ello de forma consecutiva, en sólo cuatro años, del 2008 al 2012. » … aquí se han hecho muy bien las cosas en el deporte en general y particularmente en el fútbol. Hay muchos avances en cuanto a formación de jóvenes entrenadores que han aparecido, instalaciones deportivas y mejores campos… Todo lo que rodea el fútbol se ha profesionalizado» (Entrevista de Vicente Yusta a Vicente del Bosque en el especial ABC con motivo de los Mundiales, publicado poco antes de su comienzo.). No sólo eso, sino que, gracias al fútbol y a esos triunfos, la gente, sobre todo la gente joven, siendo este hecho de crucial importancia, extraía de su origen o pertenencia, de su nacionalidad, un motivo de grandísima alegría, manifestada en exhibición de banderas españolas, ostentación de camisetas y, a falta de himno nacional que pueda cantarse, aquella cantinela de «¡Yo soy español, español, español» entonada sobre la melodía, si no yerro, de la danza y canción «Kalinka», ¡de origen georgiano!

Por encima de derechas e izquierdas, más allá de preferencias políticas, siempre viciadas, las selecciones nacionales representan a todo un país y sus triunfos lo cohesionan y llegan incluso a sublimar sus carencias, deficiencias, tensiones y luchas. Sus derrotas, por el contrario, pueden agravarlas, al ponerlas de insoslayable manifiesto.

Las selecciones superan la quiebra de derechas e izquierdas, esto es las rivalidades políticas y sociales, ciertamente, mas -y pregunta y respuesta son de vital importancia para el caso español- ¿logran preterir o, cuando menos, aliviar las disputas territoriales, vencer las fuerzas disgregadoras y separatistas, ese engañoso «derecho a decidir», presentado como impoluto e irrefragable derecho de los pueblos?

España, irreprochable campeona del orbe y de Europa en las dos últimas ediciones, en su presentación ante Holanda en este último campeonato del mundo, cayó ¡por 1 a 5! Y ello cuando Del Bosque afirmaba unos días antes en la entrevista citada más arriba que «Hay muy pocas goleadas en los Mundiales de ahora, muy pocas. De cuatro para arriba, es imposible». Cinco días más tarde volvía a conocer otra cruel derrota; lo hacía frente a Chile por 0 a 2, quedando así automáticamente eliminada y ofreciendo, por más que la holgada victoria ante la modesta Australia edulcorara algo su salida del campeonato, una impresión lamentable de mengua física y ausencia de reacción. España se mostraba como una potencia súbitamente decadente, exhausta y acabada. Súbitamente, insistimos, pasaba de ser la primera a, eso sí momentáneamente, la trigésimo-segunda. Puede parecer difícil, harto difícil, explicar tan rápida mutación, tal caída tan acelerada al abismo. De hecho han sido muchos, y algunos variopintos, y en nuestra opinión todos ellos falaces, cuantos motivos se han apuntado o argumentos se han esgrimido.

Las razones, creemos, o, por mejor decir, estamos convencidos si bien desearíamos estar equivocados, no son de orden deportivo, sino de índole política con incidencia directa en la psique de los jugadores considerados individualmente y también en colectividad, esto es la selección, el equipo nacional, expresándose todo ello en una conducta y un rendimiento, ambos, deplorables.

Que España haya fallado tan estrepitosamente en el Campeonato del Mundo, se debe a la descomposición territorial que afecta a nuestro país; es reflejo de ese desmembramiento y, así, necesariamente, se ha producido lo que no podía no darse. En otras palabras, la humillante e indecorosa derrota de España representa la más fidedigna imagen, el genuino símbolo, los pródromos del resquebrajamiento imparable de su unidad y, en definitiva, de su ulterior desaparición como nación. A demostrarlo, o al menos a intentarlo, vamos a aplicarnos en las líneas sucesivas.

Mas, para ello, en primer lugar, hemos de rebatir las razones esgrimidas para dar sentido y explicación a esta debacle sin paliativos.

2) EXPLICACIONES DE LA SEVERA DERROTA

a) La falta de renovación, de cambios. En ello cifra Eduardo Punset su argumentación. Cabe contraargumentarle que hasta ese momento, tal y como recordó del Bosque aludiendo al amistoso contra Italia jugado poco antes, el 5 de marzo del 2014, en que España ganó por 1 a 0 («Las señas que hemos dado últimamente no son malas. Hablo del partido de Italia, en que dimos una sensación buena, con espíritu competitivo pese a que el encuentro estuviera encajonado entre la Liga y la Champions», en el citado especial Campeonato del Mundo de ABC, previo a su celebración) y tal y como se demostró en el partido inmediatamente anterior al Campeonato frente a El Salvador, la selección funcionó adecuadamente y no ofreció síntomas de agotamiento o de dejación. Así las cosas, ¿por qué cambiar, mas sobre todo hacia dónde y cómo dirigir el cambio? Nadie posee en este mundo el don de la presciencia y los cambios, cuando se dan, se producen «a toro pasado».

b) Agotamiento físico. En especial por lo que hace a los jugadores del Atleti de Madrid y del Real Madrid, apurando el calendario hasta el último partido de la Liga (caso del Atleti) y la final de la Liga de Campeones o Champions (ambos equipos citados). Sin embargo, Iker Casillas, como todo el mundo sabe, había jugado relativamente poco durante la temporada; Sergio Ramos atravesaba un momento espléndido y fue gracias a él cómo el Madrid pudo proclamarse campeón de la Champions frente al equipo atletista; Xabi Alonso, por acumulación de tarjetas, no disputó aquella final. En cuanto al Atleti, por no disponer de las plantillas del Madrid o del Barça entre otras cosas, es bien cierto que el agotamiento le hizo perder la gran final de Lisboa, mas si nos atenemos a sus efectivos de la selección, veremos que Juanfran era, a priori, suplente; Koke no mostró signo alguno de cansancio, sino más bien todo lo contrario; de Villa no puede afirmarse que la temporada lo hubiera exprimido y, además, no disputó los dos primeros partidos de la selección español contra Holanda y Chile; a Diego Costa se le puede reprochar falta de garra y de confianza en sí mismo, pero no fatiga. En cuanto a los demás jugadores, militan en el Barça o en clubs extranjeros. El hecho de que los futbolistas del Barcelona disputaran hasta el último momento del último partido la Liga al Atleti, llegaran a la final de la Copa del Rey y a cuartos de la Champions, no es razón suficiente y, en cualquier caso nadie habló de extenuación de sus miembros. Por otra parte, también, por ejemplo, los jugadores del Bayern alcanzaron la semi-final de la Champions y todos sabemos que el fútbol alemán, el británico y el italiano donde militan mayormente nuestros futbolistas emigrados, son de gran exigencia. Además, para un profesional, esa tensión del espíritu y esa exigencia física son garantía de rendimiento. Los futbolistas de la selección estaban mentalizados para llegar hasta el final y ese final no concluía con la Liga o la Champions, sino que lo hacía en la cita mundialista. Oigamos nuevamente a del Bosque (especial ABC previamente citado), quien precisamente a la pregunta de si «¿A la selección española le perjudica que los equipos españoles hayan llegado a las finales en Liga Europa ( el Sevilla, campeón y el Valencia, semi-finalista) y Champions (Atleti de Madrid y Real Madrid)?», responde: «Es positivo… Hay que beneficiarse y poner en valor esos hechos. Tenemos una semana de retraso con respecto al resto en lo que a preparación se refiere, pero va en beneficio de jugadores que al final han sido campeones. No creo que eso sea un problema», con lo cual del Bosque viene a decir que esa supuesta desventaja física queda obviada y superada por una ventaja moral indiscutible.

También, a este respecto, podemos recordar cómo Kiko (Narváez), comentarista del partido Holanda-España, en Tele 5, expresaba su perplejidad ante el resultado contraponiendo el bajo rendimiento de España al hecho de que, por ejemplo, Sergio Ramos y Jordi Alba habían llegado en plenitud de forma. De este último afirmó que corría por la banda «como una moto».

Citemos aquí también al propio del Bosque (especial de ABC previamente citado): «En los últimos partidos se ha jugado bien e incluso muy bien en algunos momentos. No hay síntomas de agotamiento, en absoluto».

c) Las lesiones. Se dudó hasta el último momento de la conveniencia de llevar a Diego Costa o de dejarlo en casa. Si sí se hizo, fue porque los informes médicos, cuando menos, no lo desaconsejarían. Se prescindió de Navas, desgraciadamente, porque no pudo jugar el último tramo de temporada por una dolencia. Otro tanto, si no voy errado, ocurrió con Arbeloa. De todos los otros no había motivo alguno de preocupación al respecto. En cuanto a las lesiones sobrevenidas en el transcurso del campeonato, la enorme calidad de los veintitrés seleccionados hubiera sido motivo más que suficiente de tranquilidad, siendo esto último algo de lo que no muchas otras selecciones podrían vanagloriarse.

d) Lo previsible de su juego. También fue España previsible en el 2010 y ganó. Y en el 2012 y también ganó. ¿Cómo puede concebirse, por otra parte, que un equipo trastoque su idiosincrasia para que el rival no pueda prever su juego y para poder tomar desprevenido al enemigo? Ello equivaldría no sólo a una gran falta de confianza en sí mismo, sino además y sobre todo a vivir a expensas del rival. Un campeón, si quiere seguir siéndolo, no puede comportarse así.

Que la forma de desenvolverse de los españoles era bien conocida, no puede negarse, pero de ahí a afirmar que, desde ese conocimiento, se podrían neutralizar sus virtudes o que, de seguir España manteniéndose fiel a su estilo, estaba firmando su sentencia de muerte, hay un gran trecho. En cualquier caso, esto de lo previsible de su juego como explicación de la debacle se nos antoja excesivamente simplista. También son harto previsibles Djokovic y Nadal y ganan prácticamente siempre. También era previsible García Márquez y no por ello dejaba de triunfar y de cosechar buenas críticas. También eran previsibles los Tercios y fueron invencibles… hasta Rocroi, claro está, pero es que en Rocroi ya se hace insostenible el predominio militar español, a pesar de su superioridad técnica y táctica porque en Rocroi se manifiestan los graves problemas, desmoralización y agotamiento de la sociedad española que hasta ese momento las victorias  en los campos de batalla habían ocultado y aplazado. El fútbol es la guerra por otros medios, una suerte de guerra pacífica; las selecciones son los ejércitos, pacíficos también. Hay un indudable paralelismo, por lo que hace a España, entre cuanto sucedió en Rocroi y en Maracaná, en que el 0-2 frente a Chile consumó el fin de un período.

e) Futbolistas ahítos de títulos y de dinero. Un profesional de la competición nunca queda saciado y sólo renuncia por el triste imperativo de la edad. No son raros los casos de futbolistas que, por no querer dejar la competición, aun teniendo la vida más que resuelta, se enrolan en clubs cuyo historial y calidad no pueden desde luego reverdecerles los laureles. Di Stefano, el gran Di Stefano, el mejor jugador de todos los tiempos, sería un buen ejemplo de ello.

No obstante, en la ya mencionada entrevista, del Bosque parece dejar traslucir una cierta inquietud. A pesar de que «las señales que da el grupo son buenas», «nos preparamos para que no ocurra nada extraño. Sobre todo que no pase en aquellos que son mayores que han ganado todo, que tienen éxitos tanto en su club como en la selección. Son jugadores que han superado siete, ocho o nueve fases para Eurocopas o Mundiales. Todos esos, si responden, arrastran a los jóvenes». Pero, ¿y si no respondieran? Del Bosque afirmará luego que «no hay que cargar todo sobre ellos (los veteranos)». Da pues la impresión de que Del Bosque lo haya previsto todo, bueno o malo, y ante lo que pudiera revelarse negativo, haya buscado de antemano una solución. Insiste: «Una Copa del Mundo tiene mucho eco y a nadie le gusta perder ni jugar mal. Todo el mundo quiere que seamos un equipo, queremos ganar… Yo creo que estamos todos repletos de buenas intenciones, de eso no se puede dudar…», para concluir que la mentalidad y el espíritu de la selección son competitivos.

En cuanto al aspecto económico… ¿quién dijo aquella verdad de que nunca se está lo suficientemente delgado ni se tiene suficiente dinero? De haber vuelto a triunfar, cada jugador habría ganado ¡700. 000 Euros! Por  mucho dinero que se tenga ya, a nadie le amarga un dulce. ¿Quién no lucharía por obtenerlos? En fin, que seguir argumentando resulta más que ocioso.

f) La vejez de la selección. Aquí el propio del Bosque se muestra tajante, asistido como se sabe de la razón. En la ya citada entrevista, declara que la suya no es una selección vieja, que si se excluye a los porteros por no tener influencia directa en el juego, «el único que tiene 34 años es Xavi Hernández. Xabi Alonso y Villa tienen 32. Y luego tienen 30 Andrés Iniesta y Fernando Torres. Los demás están por debajo, con lo que de veinte jugadores de campo, sólo tres superan los 32. No se puede decir que esta selección sea veterana… Insisto en que los problemas, si vienen, no son porque este equipo sea viejo. Es un equipo joven… Hablemos de Javi Martínez, Azpilicueta, Piqué, Busquets, Pedro…

Así pues, no hay tal vejez. El argumento de la edad avanzada no se sostiene.

g) Lo inadecuado de Diego Costa. Debido a sus lesiones, Diego Costa fue sustituido en sus dos últimos partidos con su club. Sin embargo, aun apurando al máximo, afrontó el Mundial recuperado. Los reproches a su rendimiento no atañen a su forma física, sino más bien a su actitud, a su forma mental. La verdad es que, desde que se estrenó con la selección, en el seno de ésta, no ha dado pie con bola: con ni un solo gol en su haber, siendo como es goleador en la liga y ocupando indiscutiblemente el puesto de delantero centro, se le ha visto siempre perdido, desnortado, incómodo, sin hallarse. Sin embargo, en Brasil, tenía que romper definitivamente. No fue así y no lo fue, en nuestra opinión, por razones sentimentales o afectivas. Diego Costa es brasileño de origen, nacionalizado español por razones profesionales o, si se prefiere, comerciales, pues ello favorece su movilidad y sus contratos en Europa y aumenta así sus posibilidades de ganar más dinero, como ha denunciado un dolido Scolari, quien lo reclamó insistentemente para su selección, teniendo que alinear al final a un ineficaz Fred. Pero si Costa no llegó a cuajar tampoco con la selección en su cita mundialista, fue, creemos, por estar cohibido. Un brasileño renunciaba a su patria y, con una nacionalidad suplantada, se presentaba precisamente en Brasil, ante sus ex-compatriotas, suscitando en ellos el rechazo. El público le silbó y abucheó sistemáticamente cada vez que tocaba el esférico. El futbolista no es sólo una máquina de ganar dinero; también, como el Julián de «La verbena de la paloma», «tiene su corazoncito y lágrimas en los ojos y celos mal reprimidos». Y, claro, por muy flemático que se sea (y Diego Costa no es flemático), hay cosas que duelen mucho. Diego Costa estaba así desplazado, fuera de lugar y de ahí su inadecuación, debida pues a razones psíquicas más que estrictamente deportivas. Cuestión de pertenencias, de patrias. Sentimientos contradictorios. Ambivalencias difícilmente asumibles. Su caso, si bien distinto, no es único en nuestra selección, como luego se verá; también entre los nuestros, se da un «sentimiento de pertenencia especial». Nos estamos refiriendo, claro está, a los futbolistas catalanes.

h) Casillas, el capitán y guardameta, estaba «frío». Qué duda cabe de que Iker Casillas se mostró en todo momento lamentable, propiciando unos goles que no hubieran debido ser tales, hasta el punto de que se puede  afirmar que él fue el mejor delantero de los rivales. Cierto es que ya, frente al Atleti, en la final de la Champions, no anduvo muy católico. Sin embargo, en nuestra opinión, su deplorable actuación no exime de responsabilidad a los demás. Por otra parte, y es aquí, pensamos, donde incidimos en lo realmente importante, donde, como se dice, «ponemos el dedo en la llaga», Casillas es el capitán, esto es representa a todo el equipo y ese equipo representa a toda la nación; Casillas es representante de representantes, símbolo de símbolos. A él toca por tanto, como capitán que es, desde el punto de vista psíquico, ser el primer afectado por una situación de degradación. Como capitán, precisamente, le corresponde poner orden y, haciendo de tripas corazón, preservar la moral de sus tropas, siendo su deber ser el primero en creer en la victoria. Sí, pero llega un momento en que la farsa no puede mantenerse por más tiempo y, por muy responsable y consciente que se sea, se produce la depresión porque se ha perdido la fe y ya no se puede fingir por más tiempo. Cuando en una batalla ( y un partido es una batalla, eso sí pacífica), los mandos se desmoronan por verlo ya todo perdido, se produce la desbandada de la tropa, presa del pánico. «¡Que nos copan!» y pies, ¿para qué os quiero?

i) El Barcelona, eje de la selección, no rindió en esta temporada. En El País (19 de junio 2014), Luis Martín escribe: «… no son pocos los que vinculan el batacazo (de la selección)con la caída del Barça, eje de la selección…» . Hasta el punto de que se ha hablado también de debacle de los culers. Cierto es que el Barça, con su potencial económico, con su plantilla y con su muy reciente historial, defraudó, pero a estas alturas qué aficionado español no desearía que la selección lo hubiese hecho al menos como el Fútbol Club Barcelona en la Liga (que no alcanzó por poco, perdiéndola en los últimos minutos del último partido), en la Copa del Rey (fue finalista) e incluso en la Champions (llegando a cuartos de final frente a la eliminación de España en la primera fase). No hubo batacazo barcelonista.

El Barça cuenta, y mucho, en la selección, pero no sólo cuantitativamente por su elevado número de seleccionados, o por su contribución cualitativa de excelentes jugadores, sino por razones de índole política y por tanto afectiva o, si se prefiere, psíquica. De ello se hablará más adelante.

Vayamos ahora con las razones que han dado algunos de sus protagonistas. Si descartamos las que son meramente descriptivas, anodinas o sencillamente perogrulladas y que no van más allá de la constatación del daño y de la disculpa, atenderemos exclusivamente a las de Xabi Alonso.

j) Los motivos de Xabi Alonso. «La cuota de éxito y alegría estaba cumplida y agotada», con lo cual alude a un supuesto cansancio psíquico, a la saciedad o incluso saturación. No lo compartimos y a las argumentaciones expuestas más arriba remitimos. La energía psíquica que posibilita éxitos y garantiza alegría y vitalidad no son cantidades fijas o recipientes de capacidad fija y limitada.

Y sin embargo, bien miradas las cosas, si profundizamos, no va desencaminado Xabi Alonso. Del Bosque define los Mundiales como «la fiesta del fútbol, la fiesta absoluta» y añade luego: «Por eso nos debemos sentir entusiasmados con estar en esta fiesta». Por tres veces aparece la palabra «fiesta». Y fiesta es alegría, ésa que menciona Xabi Alonso. España estaba en la fiesta, sí, pero como ese comensal de la parábola evangélica de los invitados a la boda (Mateo 22, 2-14) que, por no asistir adecuadamente vestido, por su falta de decoro, por su no «saber estar», es expulsado de ella. ¿Adónde? Ciertamente a las tinieblas exteriores, donde » habrá  llanto y  crujir de dientes».

España carecía de esa alegría de grupo que sólo puede proporcionar la cohesión y, sobre todo, en el caso de una selección nacional, el sentimiento emocionado y la convicción firme de representar a una nación.

Prosigue Xabi Alonso: «Mentalmente no estábamos preparados…» Xabi Alonso alude a circunstancias, a razones coyunturales. Nosotros cambiaríamos ese «mentalmente» por «anímicamente» e incluso por «patrióticamente». Sí, insistimos: no había ya sustrato patriótico en la selección. Esa cuota, la patriótica, era la realmente agotada y sólo ella explica la grandísima tristeza, el juego profundamente melancólico, deprimido, de España. Prosigue Xabi: «Hemos perdido solidez, empaque y saber estar… No nos veíamos reflejados en el campo».

Triste, muy triste es también que le venga a uno a la memoria el comportamiento de la selección en el Mundial de 1982, celebrado en España. A un tenso y dolido Santamaría, seleccionador nacional, sólo se le ocurría, para justificar a sus jugadores y a sí mismo, decir que «los muchachos han sudado la camiseta». Del Bosque, tras declarar que «no tenemos ninguna disculpa», añade que «cabe resaltar el esfuerzo. Creo que han corrido» (El País, jueves 19 de junio). Ese «hemos corrido» es, cuando menos, discutible, pero es que nos retrotrae a la falaz justificación de Santamaría, con sus sudores. ¿Dónde queda el toque, la técnica, el preciosismo y virtuosismo, el elegantísimo estilo, la inteligencia exhibida por España en los últimos años, todo cuanto precisamente había arrojado al baúl de los recuerdos eso de la «furia española», que no era más que un disfraz retórico con que cubrir nuestra desnudez? Como afirma el Marca (19 de junio del 2014), «la selección perdió en Brasil las señas de identidad que la llevaron al éxito».

En cualquier caso, cuantas explicaciones se han dado al desastre, tanto desde dentro como desde fuera de la selección, responderían como mucho al cómo, mas no al por qué. Para ello hay que profundizar, no limitándose a lo estrictamente deportivo, sino zahondando en lo político. Es ahí donde, en nuestra opinión, reside la clave. Lo político acaba por incidir siempre en la psique, en el ánimo.

Antes de ello detengámonos unos instantes en la ilusión que suscitaba nuestra participación en este Mundial de Brasil, tan bien reflejada en la publicidad.

3) LA PUBLICIDAD

A estas alturas, uno echa la vista atrás y ve, en antiguos números de diarios y revistas, los anuncios protagonizados por los jugadores de la selección. «¡Vamos a ganar!», proclaman aún ahora desde los quioscos de la Once. Se antoja cruel sarcasmo. Otro anuncio de complejos vitamínicos muestra escalonadamente a unos futbolistas (Torres, Casillas, Sergio Ramos, Xavi Hernández, Iniesta, Pedro) que, precisamente, han carecido de vitaminas, de energía, de eso que en inglés se llama stamina, de esa pasión sin la cual nada grande puede ser creado, en opinión de Hegel. Y no va desencaminado el chico.

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En otro de ellos Iker Casillas aprieta los puños y canta victoria tras de dos Hyundai. Reza el anuncio: «Si tu selección marca, tú ganas» y se nos informa de que «1 gol = 1 cuota menos» hasta «15 goles = 15 cuotas menos». Cuando uno piensa que el gran Casillas, San Iker (¡si hasta en la ciudad griega de Nauplios, hace nueve años, en el 2005, un viejo pope barbado y perfumado, al que ni le faltaba el moño torero, sabedor de nuestra nacionalidad, evocaba con emoción las paradas de Casillas por mejor complacernos!), ha encajado siete goles en dos partidos… Si Hyundai quisiera lisonjear al potencial comprador, habría tenido que especificar que esos goles «con sus cuotas descontadas» se referían a los encajados por Iker y no a los marcados por España a sus rivales.

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El anuncio de los seguros Pelayo muestra en un primer plano a un inhabitual, por sonriente, Del Bosque; en un segundo plano aparecen hasta once jugadores de la selección (Busquets, Sergio Ramos, Costa, Pedro, Torres, Xabi Alonso, Piqué, Xavi Hernández, Jordi Alba, Iniesta y Casillas), sonrientes también, con los sobres de Pelayo en las manos como si se tratara de partituras. Parece aquello un anuncio de «Los chicos del coro». Hay en el ambiente una bella alegría y casi una enternecedora ingenuidad.

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 El de Iberdrola nos presenta a un Iker, un Jordi, un Xavi, un Diego Costa y un Azpilicueta, abrazados y felices, aclamados por delante y por detrás por la multitud. Reza el anuncio: «Buena energía» y en caracteres más pequeños: «La Seleción lleva años dándonos buena energía. Y ahora, se la vamos a devolver». La pregunta es si realmente ha habido «buena energía». Sí, es cierto que «la Selección lleva dándonos buena energía». Pero hasta hoy. En nuestro país no hay una buena energía. Dejando de lado la crisis económica y la desconfianza creciente del pueblo hacia los políticos y la «partitocracia» y, centrándonos en la cuestión territorial, en España, insistimos, no hay «buena energía». Es más, cada vez es más negativa y cada vez el ambiente se nos aparece más enrarecido.

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4) MAL DE MUCHOS…

Posiblemente por aminorar la magnitud del desastre, por aquello de que «mal de muchos, consuelo de tontos» (y todos, mientras no se demuestre lo contrario, somos bastante tontos), se han establecido correspondencias con situaciones similares vividas por otras selecciones. Así, Hugo Cerezo, en el Marca del 19 de junio del 2014, bajo el epígrafe de «Paralelismos con Francia», escribe: «También somos la quinta selección que, siendo campeona, no llega a los cruces de octavos y tiene que hacer las maletas con apenas tres partidos jugados, en este caso dos… Quizá lo vivido por España se asemeje más a la Francia de Japón y Corea, que se presentó en aquel Mundial con el mismo equipo que ganó consecutivamente el Mundial del 98 y la Eurocopa del 2000».

Sí, ello es innegable, mas es asimismo innegable que este paralelismo se presenta tan sólo adecuado hasta cierto punto. La eliminación de Francia no adquirió tamañas dimensiones de vergüenza. Todos sabíamos que era dificilísimo volver a ganar el Campeonato, comenzando por el propio Del Bosque, quien declara en la entrevista ya citada del especial de ABC: «Nos tenemos que preparar para algo muy duro… No podemos pensar que somos campeones del mundo y que eso vale. Puede servir como autoestima, pero hay que reconocer la dificultad… Que (la estrella de campeones del mundo) no nos aturda, que no nos vuelva locos, que no nos confunda». Todos sabíamos que incluso el pase a octavos no sería fácil, coincidiendo con una Holanda y un Chile poderosos, tal y como afirma Del Bosque en la misma entrevista: «… Chile, Holanda Australia y todo lo que venga son rivales muy difíciles». No se superó la primera fase, pero además, y sobre todo, la selección quedaba eliminada automáticamente tras su segundo partido, habiendo encajado cinco goles en su primera comparecencia, donde fue ridiculizada y humillada. A la pregunta de si en un Mundial no puede darse más de un partido malo, del Bosque responde: «Bueno, o sí. Lo que hace falta es que en ese partido malo encontremos recursos para sacarlo adelante y corregirnos». Sin embargo, esos recursos para invertir la situación brillaron por su ausencia. Precisamente debido a esa falta de reacción que denunciábamos más arriba, por no saber sobreponerse, España cosechó el fracaso general,   tras la paliza inicial frente a Holanda. «Todo lo que venga», dice Del Bosque, empleando con acierto el subjuntivo. Imaginemos que hubiera usado el futuro simple de indicativo: «Todo lo que vendrá»… aún hubiera dolido más.

El Marca señala también cómo, además del ya citado caso francés en el 2002, Italia en 1950, Brasil en 1966 e Italia en el 2010, no pasaron de la fase de grupos. Hasta aquí la Memoria Histórica. Recurramos ahora a la Memoria Crítica y preguntémonos si esas selecciones cayeron tan estrepitosamente como nosotros. Así, tras los cinco goles encajados ante Holanda, la portada del rotativo L´Équipe ostentaba un revelador «INVRAISEMBLABLE» («inverosímil»). Insistimos: que España perdiera, caía dentro de lo plausible, pero que cayera de esa forma y se mostrara carente de todo espíritu de reacción y lucha, en estado de abulia melancólica, de acidia, eso es lo que se presentaba «inverosímil».

Al palmarés de España como selección desde el 2008, sumándole los éxitos de nuestros jugadores exportados que triunfan en Italia, Alemania y Reino Unido, así como las victorias acaparadas por clubs españoles en las competiciones europeas ( Real Madrid en la Champions y Sevilla en la Liga Europea) frente a finalistas (o semi-finalistas) también españoles (Atleti en la Champions y Valencia, semi-finalista, en la Liga Europea), no le correspondía el batacazo sufrido en Brasil. Este cómo de la derrota y en este contexto incontestable de éxitos es lo que ha causado general estupor y auténtica consternación.

El hincha brasileño, ya satisfecho con ese 3 a 0 infligido a España en la final de la Copa Confederaciones en el verano del 2013, no perdió ocasión de hacer leña del árbol caído hispano por representar a priori nuestra selección el rival más terrible. Cuando España afrontó su último compromiso frente a Australia, en las gradas del estado de Curitiba se pudo leer la siguiente pancarta, referida obviamente a nuestra selección: «Somos la risa del mundo». De campeones mundiales a objeto de mofa, mundial también. El texto no lo redactó un hispanohablante pues en nuestra lengua se dice «el hazmerreír». En cualquier caso el texto estaba claro y además llevaba más razón que un santo. Aquella pancarta, aun concebida y enarbolada por el rival -o quizá precisamente por ello, pues los de fuera consideran las cosas con mayor perspectiva y menos mecanismos de defensa-, daba en el clavo. Desde hace unos años, y somos generosos al acotar tanto en el tiempo, desde el plan Ibarretxe y el nuevo Estatuto de Autonomía para Cataluña, alentado por el mismísimo Presidente del Gobierno Central, pasando por aquello de lo discutible del concepto de «nación» y un larguísimo etcétera, España viene siendo el hazmerreír de Europa y del mundo. Forzosamente, en un Campeonato de, precisamente, el Mundo, la selección española ha de acusar el estado de cosas, la indefinición y pusilanimidad de la clase política nacional, en definitiva ha de hacer el ridículo y convertirse en el hazmerreír de todos.

5) UN GIGANTE CON PIES DE BARRO

Somos conscientes de que se nos puede contraargumentar que la tensa situación político-territorial en España viene de lejos y que si se diera una relación causa-efecto entre tendencias centrífugas y rendimiento futbolístico, la selección no hubiera ganado sus dos Campeonatos Europeos ni el Mundial de Sudáfrica. Repliquemos a ello, en primer lugar, con una obviedad, que es que, en sociología, no hay relaciones unívocas, previsibles siempre y certeras como en una reacción química de laboratorio de centro de enseñanza. La sociedad humana y el individuo son de enorme complejidad y es imposible conocer y controlar todas las variables que intervienen en las conductas colectivas, así como que es insoslayable el proceder por aproximaciones.

Digamos, en segundo lugar. que -como ya apuntábamos previamente- en España se han creado unas irreprochables e impecables infraestructuras que han dado en coincidir con una generación de futbolistas excepcionales, acompañada de otra de sabios entrenadores. Que, sumado a ello, el desarrollo económico desde nuestra entrada en el concierto europeo de naciones, junto con el tamaño de nuestro país (grande para lo que es Europa; el segundo de la Unión Europea) y su número de habitantes (46 millones), estaban demandando un reflejo en lo deportivo y, sobre todo, en lo futbolístico y que era o «ahora (por hace unos años) o nunca ya» el momento de llevar a efecto ese deseo, esa necesidad, esa exigencia social. Si el sentimiento de inferioridad en el contexto internacional se había superado, no cabía ya en términos deportivos. Es, por otra parte, cuanto expresa Del Bosque en la ya mencionada entrevista: «… un país muy futbolero que siempre había estado alejado de los primeros puestos. España tenía un complejo ancestral que no había superado con el paso de los tiempos, hasta que esta nueva generación ha conseguido todo lo que ha conseguido».

El deporte es sociología. Quedaban atrás el cuarto puesto de Mariano Haro y sus cuatro platas en los mundiales de Cross. Quedaba atrás también, a defecto de auténtica maestría técnica, la «Furia Española». Era ¡por fin! la hora de Fermín Cacho, Nadal, Amaya Valdemoro, etc. y el fútbol español, más allá del Real Madrid, club que no nación y grande, sin menospreciar a sus futbolistas nacionales, gracias a sus fichajes extranjeros.

La selección fue, por fin, un verdadero gigante, mas… con pies de barro. Paralelamente al nuevo rumbo de nuestro deporte y nuestra sociedad y dentro de ella se agitaban con denuedo, perseverancia y encono los nacionalismos disgregadores.

6) DESAFECCIONES Y DESAIRES

Consideremos, sin respetar el orden cronológico, algunos hechos reveladores por lo que hace a nuestra perversa falta de unidad.

a) El caso Oleguer. Oleguer es un buen jugador. Milita en el Fútbol Club Barcelona. Es independentista. Convocado por Luis Aragonés en el 2005, rechaza militar («Me negué a jugar») en una selección que no considera suya. «Le dije a Luis que era mejor que fueran otras personas con más implicación». Desde luego a Oleguer ni se le puede acusar de hipocresía ni se le puede negar tacto y discreción pues evitó el escándalo y la vociferante propaganda separatistas; tampoco se le puede reprochar deslealtad hacia el seleccionador nacional, de quien afirmó: «Fue franco y honesto conmigo».  Afirma Oleguer que «sé que ha habido más casos como el mío, seguro, pero con ellos no se ha hecho tanta polémica». («ABC.es» 19/11/2012; «Libertad digital» 11/11/2013; «20mn.es» 24/4/14) De ser cierto, qué grave es el hecho de que haya habido más casos como el suyo. Da la medida de la desnacionalización de España, que nos aqueja.

b) Selección vasca y selección catalana. Constantes reivindicaciones de los nacionalistas. Hay quien esgrime el precedente histórico de las cuatro selecciones de Escocia, País de Gales, Inglaterra e Irlanda del Norte, tanto en fútbol como en rugby (en este último deporte, los irlandeses del Ulster y de Eire juegan en una misma selección). Sí, pero en nuestro país no existe esa tradición y el propósito de tales selecciones no es otro que el de dar un paso más hacia la independencia.

Recordemos cómo en diciembre del 2007,en Bilbao, se organizó una manifestación para reclamar la oficialidad de las selecciones vascas. Una gran pancarta, que rezaba: «Euskal Herria, nazio bat, selekzioa bat», era portada por varios deportistas, entre ellos por los futbolistas Garitano, Tiko Martínez, Joseba Garmendia y Markel Susaeta, del que se hablará unas líneas más abajo. Tras la manifestación se jugó el partido Euskadi-Catalunya, con presencia, en el palco, del entonces lehendakari Ibarretxe, Carod-Rovira, vice-presidente a la sazón de la Generalitat y Artur Mas, en la oposición todavía. («El Mundo.es» 30/12/2007).

También se recordará cómo los nacionalistas vascos han buscado siempre el apoyo de los jugadores del Athletic a una selección de fútbol propia; es más, los etarristas alcanzaron a ejercer tal presión en los futbolistas en diciembre del 2008, que éstos llegaron a firmar un comunicado en el que rechazaban jugar su tradicional partido navideño contra otra selección (esta vez les tocaba contra Irán) si portaban el nombre de Euskadi pues reivindicaban el de Euskal Herria y sólo con él aceptarían disputarlo. («Público» 18/12/2008)

Consideremos la ambivalente tensión que esta situación de constante reivindicación y rechazo nacionalista de la selección española, ha de generar necesariamente en unos futbolistas vascos y catalanes que, por su calidad, son reclamados regularmente por el seleccionador nacional. A este respecto recordemos la chanza de Albert Boadella cifrando el «hecho diferencial» catalán en la esquizofrenia.

c. La «cosa» de Susaeta. En este estado de cosas, a los futbolistas exclusivamente vascos (aunque no poseedores de los cuatro apellidos euskaldunes preceptivos pues basta su nacimiento en tierras vascas o tierra navarra para obviar su origen maketo) del Athletic de Bilbao, se les ha de hacer muy difícil escurrir el bulto -plantarse o rechazarlas abiertamente es de todo punto imposible si se quiere seguir jugando al fútbol o sencillamente preservar la integridad física- ante las presiones nacionalistas del PNV y de los etarristas, tendentes a que apoyen y suscriban implícita y explícitamente toda reivindicación de una selección vasca independiente pues ¿quién quiere ser el señalado, el acusado con el índice, el traidor?

En la Euskaltelebista está prohibido nombrar a España; se habla del Estado. Hay palabras-tabú en el contexto nacionalista, empleando el término «tabú» en su sentido más genuino, esto es el mágico; son palabras que no deben pronunciarse para no dar en la blasfemia o por no desencadenar una desgracia, como por ejemplo que le quemen a uno el vehículo o le peguen un tiro.

Así las cosas, cuando Vicente del Bosque seleccionó al jugador bilbaíno Susaeta, éste, en rueda de prensa, azorado porque se veía llevado por su discurso a decir «España» o, cuando menos, «la selección», atrayéndose así los truenos o los rayos del colérico nacionalismo, dudó, titubeó y acabó por decir «la cosa». Debido a lo ridículo del despropósito, más de uno pensará que exageramos, nos chanceamos o «vacilamos». A esos descreídos, nuevos Tomases, se les remite a YouTube, para que crean lo increíble y hundan sus dedos en la raja.

d. Homenaje a los futbolistas vascos de la Selección por parte del Parlamento Vasco. Tras alzarse con el Mundial de Sudáfrica y, bajo mandato del socialista Patxi López gracias al apoyo del PP, el Parlamento Vasco, presidido por la conservadora españolista Arantza Quiroga, rindió homenaje a LLorente, Javi Martínez y Xabi Alonso. En realidad, más que de homenaje,  cabe hablar de recibimiento por parte de la citada señora Quiroga. Con una exhibición limitadísima de la Jules Rimet, que da cuenta de la anormalidad del caso vasco, se trató pues de un acto discreto puesto que de haberse llevado a cabo en el hemiciclo, aquello hubiera sido aprovechado por los nacionalistas para manifestar su vehemente desacuerdo y desazonar a los homenajeados, quitándoles las ganas de volver. Peneuvistas y Aralar lo afearon mucho y expresaron su rechazo. Tanto es así que Joseba Egibar, portavoz del partido de Sabino Arana, calificó el acto como de «provocación del PP o del PSOE, en definitiva España» que es la que «impide que Euskadi o Euskal Herria pueda tener selección propia», remachando que el combinado español «no es nuestra selección» («El Correo.com» – edición Vizcaya – 2/12/2010)

e. España no jugará en San Mamés. Ante la iniciativa para que Bilbao fuera una de las sedes del Campeonato de Europa de naciones que se disputará en varios países europeos en el año 2020, el diputado general de Vizcaya, el peneuvista José Luis Bilbao expresó su rechazo a que España jugara en San Mamés, la «catedral», para que no la mancillara con sus colores, obviamente. A don José Luis Bilbao, los revolucionarios franceses, centralistas claro está, le hubieran llamado «Monsieur Véto».

A este propósito, bajo la legislatura vasca de Patxi López, se habló bastante de que la selección llegara a jugar en el País Vasco. San Mamés, dadas sus dimensiones y su prestigio, hubiera sido, desde luego, el estadio más indicado. Por otra parte España no disputaba allí un partido desde 1967. Al final, el único ofrecimiento explícito fue el del alcalde socialista de Baracaldo («El Mundo» 19/11/2009). Todo quedó en agua de borrajas. Y luego, en las siguientes elecciones vascas volvió a ganar y a gobernar el PNV y ya, como diría Cervantes, «no hubo nada».

f. Mariano Rajoy y la camiseta del Athletic. Octubre del 2008. Rajoy es todavía jefe de la oposición. En una visita al País Vasco, visita junto a Basagoiti la casa del Athletic de Bilbao. El presidente de la entidad le obsequia con una camiseta del club (¡firmada por los jugadores!) y una maqueta del estadio de San Mamés. Se produce entonces una «fuerte polémica en algunos sectores de la afición rojiblanca», esto es el previsible, consabido y contumaz rechazo del nacionalismo en cualquiera de sus modalidades; tanto es así que la directiva ha de emitir un comunicado de prensa en el que lamenta que «un acto de cortesía se convierta en una especie de apoyo a una candidatura política concreta». Basagoiti, presidente de los populares vascos, afirma que «el Athletic emite este comunicado porque se puede haber sentido asustado por la repercusión que ha tenido el acto… el club rojiblanco intenta responder al revuelo suscitado porque teme las consecuencias de la gente más abertzale. Nosotros somos parte de la sociedad vasca como cualquiera». Y concluye: «Este país nuestro será completamente normal cuando nadie tema las consecuencias de haber recibido a un partido que no es nacionalista» (Canal Athletic. 26/10/2008) .

g. Llorente y Javi Martínez ¡españoles! Tras el Mundial de Sudáfrica, con un cachet y un prestigios aumentados considerablemente por la victoria, Llorente y Javi Martínez expresan su deseo de marchar al extranjero… Así pues, ¡no sólo militan en la selección de la nación opresora, sino que encima quieren abandonar físicamente la patria vasca! Los hinchas nacionalistas, por más ofenderlos, los tildan de «españoles» y se lo arrojan a la cara como los sayones sus escupitajos a Cristo y como, por otra parte, le gritaban a Felipe González cuando fue a dar un mitin al País Vasco en la década de los ochenta y, así, miles de ejemplos. Javi Martínez, contratado por el Bayern, tiene que dejar el club por la puerta trasera y ha de recuperar no sé qué enseres que custodiaba su taquilla con la nocturnidad y el sigilo propios de un ladrón. A Llorente se le castiga toda una temporada reteniéndolo contra su voluntad y sin dejarle prácticamente jugar. Felizmente, Llorente, si bien no fuera convocado por Del Bosque para este último Mundial, sí lo fue para la Eurocopa del 2012 celebrada en Polonia y Ucrania, y milita hoy, con buena fortuna, en la Juve.

h. La incomodidad de Xavi Hernández en el acto de entrega de los Premios Príncipe de Asturias. El paso de Mourinho, esa encarnación futbolística de Detritus, el intrigante personaje de «La cizaña», uno de los títulos de Astérix todavía con guión de Goscinny, por el Madrid, exacerbó la rivalidad entre merengues y culers, hasta enconarla al máximo. Ello es peligroso tal y como están las cosas porque como el fútbol es política y sociología, esa guerra está mostrando demasiado a las claras una inquina que quisiera mitigarse y ocultar y que, por relación dialéctica, puede echar aún más leña a la pira del odio, el futbolístico y el político, que acaban por confundirse.

En lo estrictamente futbolístico, esa situación puede ser muy perniciosa para el rendimiento de la selección, tal y como lo reconoce el propio Del Bosque, que siempre persiguió borrar la rivalidad agresiva entre barcelonistas y madridistas en el seno de la selección. Refiriéndose a las peleas y odios desatados durante la era Mourinho, afirma que «hemos rescatado el buen ambiente… es importante para ganar el Mundial; se necesita un clima sano y cordial como en cualquier profesión» (entrevista previamente citada)

En una decisión claramente política, el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes del 2012 recae conjuntamente en Iker Casillas y en Xavi Hernández. Iker es madrileño y del Madrid; Xavi es catalán y del Barça. Ambos militan y son piezas fundamentales de la selección. Ambos son amigos. Ambos se conocen desde hace mucho tiempo cuando triunfaron con la selección española sub 20 en 1999. Ambos, tras las broncas que enfrentaron a sus dos equipos, con inserción del índice de Mourinho en el ojo de Tito Vilanova incluida, han mantenido conversaciones telefónicas para calmar los ánimos y reencauzar la deplorable situación.  El Príncipe Felipe expresó en su discurso que «se premia a Iker y a Xavi por su grandeza espiritual y excelencia personal. Son un ejemplo de deportividad y actitud conciliadora».

Con esta concesión del Premio Príncipe de Asturias en plena ofensiva independentista catalana, se pretende recrear la armonía inter-territorial y cohesionar al país. Quizá sean aprensiones nuestras, temores que proyectamos donde no toca y donde no hay tal cosa (¡ojalá!), pero mientras que, durante el acto en el teatro Campoamor de Oviedo, a Iker se le ve satisfecho y, en ocasiones, radiante, a Xavi, no tanto. Se le percibe incómodo. Representa, creemos, el papel del invitado a una fiesta a la que acude por obligación, por mera cortesía, sin alegría, sin entusiasmo, sin convicción. ¿A qué se debe esa actitud de retraimiento?, ¿es cuanto siente o esa desazón que manifiesta se debe a la presión social nacionalista que agarrota a sus conmilitones y paisanos e impide manifestar sentimientos u opiniones contrarias a las tesis dictadas por poderes políticos oficiales y fácticos en un territorio donde sólo cabe o la aprobación o el silencio, mas en ningún caso la oposición, como recientemente ha puesto en evidencia la Sociedad Civil Catalana, que, tras su entrevista con Artur Mas, declaró que éste concibe que se vote «no» en el referéndum, mas no que alguien se oponga a su celebración.

i) La senyera en Johannesburgo. España acaba de triunfar. Es, por primera vez en su historia, campeona del Mundo. Puyol y Xabi Hernández exhiben una senyera (también, luego ya en la celebración oficial en Madrid, Cesc se envuelve en la bandera catalana).  Creemos que no era ni el momento ni el lugar. También, si no recordamos mal, aparecieron una enseña asturiana y otra andaluza. Tampoco era ni el momento ni el lugar. Así lo estimamos. Dicho esto, estas dos últimas banderas se antojan inocuas, se presentan inofensivas. Senyera e ikurriña, por desgracia, no. Dado el contexto político y con todos los precedentes de insumisión, desacato y desafección nacionalistas hacia España, su presencia allí no era ni folklórica, ni ingenua, sino, lamentamos decirlo, agresiva. Sí, por desgracia, lamentable y antipáticamente agresiva; mas a ver quién es el guapo que se atreve, no ya a hacerles ver a los protagonistas lo desafortunado de su acto, sino sencillamente a expresar ese malestar pues es seguro que se le tacharía de intransigente, centralista, enemigo de la libertad, franquista, fascista y toda la consabida retahíla de adornos dialécticos para la ocasión.

j) Piqué (¡con Tata Martino!) en la Diada del 2013.  Bien cierto es que no tomaron parte en la cadena humana que recorría Cataluña desde el País Valenciano hasta la Catalunya Nord, ni que portaran una estelada, pero la ofrenda floral que llevaron a cabo como representantes del FC Barcelona a la estatua de Casanova se enmarcaba en un contexto claramente independentista, organizado como tal por la Generalitat y la Asamblea Nacional Catalana. Piqué se encuentra pues en una situación claramente difícil por su ambigüedad: por una parte, es titular indiscutible de la selección española y, en una ocasión, manifestó que, en caso de independencia de Cataluña, «todos saldríamos perdiendo»; por otra parte, participa (¿de buen grado, forzado por el grupo y el ambiente?) en un acto presentado como reivindicación de la soberanía nacional catalana y de su «derecho a decidir».

k) El compromiso barcelonista con el movimiento separatista. Desde que Artur Mas  accediera a la presidencia de la Generalitat y se erigiera en jefe del independentismo, el F.C. Barcelona, progresivamente y sin ambages, ha apoyado la aventura, brindándole un apoyo incondicional. Y -digámoslo una vez más- como el fútbol es sociología y es psicología de masas, captarse la voluntad del Barça es ganar adeptos, vencer en el terreno de la propaganda y ser socialmente mucho más fuerte. Además, en estos últimos años, el Barcelona ha sido el mejor club del mundo y han sido bien pocas las cosas que no haya ganado. Además, juego y estilo del Barça han marcado los de la selección. Además, el Barça, tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo, es quien más ha aportado a la selección. Además, gracias a una buenísima política en el fútbol de base y promoción de la cantera, Can Barça, la mayoría de sus jugadores, frente a la plantilla abrumadoramente extranjera del Madrid, son catalanes: Busquets, Piqué, Puyol, Xavi Hernández, Cesc Fàbregas, Jordi Alba. Todos ellos son conscientes de su gran valía, de su insoslayable importancia. Todos ellos, para su desgracia, están sometidos a una tensión difícilmente sostenible por ansiógena y realmente, no exageramos, neurotizante. Si, por un lado, se les exige no ya sólo el catalanismo, sino el independentismo, el ser los símbolos de la nación catalana en lucha por su libertad cercenada, el erigirse en jugadores de la soñada selección catalana, por otro, son admirados y requeridos por la afición «opresora» quien, desde que se enfundan la camiseta roja, se sienten identificados con ellos y magníficamente representados por ellos.

l. El caso Guardiola. Pep Guardiola, antiguo jugador de la selección, forjador, como entrenador, de un equipo que casi hizo palidecer a aquel otro, el llamado «Dream Team» dirigido por Cruyff, ha apoyado abiertamente el independentismo. Así, por ejemplo, desde Nueva York, mediante un vídeo-mensaje, le manifestó su apoyo durante la penúltima Diada, la del once de septiembre del 2012, y hace unas semanas, a principios de junio,  leyó en Berlín, con motivo de unos actos organizados en distintas capitales europeas por la independencia catalana, bajo la égida de la Asamblea Nacional Catalana, un manifiesto de inequívoco apoyo al «derecho a decidir».  Ya antes de ello, su actitud y opiniones motivaron la queja irritada de un antiguo compañero de selección y jugador del Madrid, Alfonso, quien le exigía retrospectivamente coherencia en su conducta.

En cualquier caso, el talante de Pep Guardiola y su implicación activa y explícita en la causa separatista, han sido dolorosas para el conjunto de la afición española, que consideraba a Pep uno de los suyos y que ahora se siente preterida y menospreciada cuando más de uno (así se ha leído en más de una ocasión en las «cartas al director» de distintos diarios nacionales) soñaba con el catalán ocupando el banquillo español, una vez Del Bosque se hubiera jubilado. Ahora se ve que eso es pedir peras al olmo. Para el español de buena fe, todo ello es descorazonador y bien triste.

Como en el caso del Barça, que la causa secesionista se granjee el apoyo incontrovertible de Pep Guardiola, no puede más que alimentarla e insuflarle un poderoso aliento.

m. Manuela Puyol. Puyol es jugador de la casa blaugrana y catalán de pata negra. Recientemente ha tenido una hija de Vanessa Lorenzo, catalana también de origen andaluz por parte tanto paterna como materna, a quien sus progenitores han dado el nombre de «Manuela» y no «Manela», esto es se le ha puesto un nombre de pila castellano -o «español»- y no catalán. Enseguida las redes sociales, con sus garrafales faltas de ortografía y sus inevitables anacolutos, se lo afearon hasta lo indecible. El nacionalismo, insidioso por naturaleza pues aspira a dominar el pensamiento consciente e inconsciente de todo sujeto para manipularlo a su antojo, no tolera una intimidad ajena o independiente a sus postulados y dicta la conducta privada. Ni siquiera algo tan personal como el nombre de una hija puede ser tal; ha de inscribirse en el campo de lo colectivo y omnímodo, dentro de los ilimitados límites del nacionalismo.

n. El himno mudo de España. Nuestra Marcha Real tiene letra, pero como su autor es el Pemán falangista, quedó arrumbada para los restos. Aznar encargó a Jon Juaristi y a otros dos autores una nueva letra, pero aquello no cuajó. Ganó un concurso convocado a tal efecto en junio del 2007 por el Comité Olímpico Español, en colaboración con la SGAE, una tercera letra, pero, debido a las críticas recibidas, nunca llegó ni a presentarse ni a aprobarse por las Cortes. En cualquier caso, parece que esta letra llegue algo tarde. Las postrimerías del siglo XX y el siglo XXI sólo pueden dar a luz himnos y letras para países nuevos como, por ejemplo, Sudán del Sur o Timor Oriental, o para nuevas regiones, como la Comunidad Autónoma de Madrid.

Así pues, nuestro himno carece de parte cantada, de cantabile. Para obviar esta carencia o ausencia, el pueblo o, por mejor decir la afición, espontáneamente, ha creado el «lolololo» acompasándolo a la melodía. Hay quien dice que ese primitivismo del «lolololo», puro significante desprovisto de significado, es lo más adecuado para el ataque, que en su brutalidad y bastedad es lo que mejor predispone a la inminente batalla, que es muy celtíbero, o sea pre-romano. Se dice, por otra parte, y con razón, que la retórica sanguinaria («La Marsellesa») o mitómana (El «Deutschland über alles», aunque este verso haya quedado fuera del cántico tras la Segunda Guerra Mundial), propias de los himnos, han quedado completamente obsoletas por insostenibles. Sí, pero la cuestión es que el significado es absolutamente necesario porque el mensaje ha de suscitar emociones y excitar sentimentalmente el sentido de la pertenencia. Evocación de la patria, de lo común y de lo propio. Connotaciones afectivas, que hagan llorar. Y épica, mucha épica si se pretende vencer. Sí, quizá sea demasiado celtíbero y, por ende, condenado a fracasar ante Roma, que representa la organización, la disciplina, la claridad de ideas, y cuyo himno tiene una letra.

Preguntémonos qué sentirían los seleccionados españoles en Maracaná, en la final de la Copa de Confederaciones frente a Brasil, cuando público, jugadores y equipo técnico, a voz en cuello, dando lugar a un fenomenal estruendo patriótico, cantaron su himno. Cesó la banda de tocar, murió la música instrumental, pero seguía el canto y siguió por más de medio minuto largo. Otro tanto, con idéntico guión, protagonizaron los chilenos, también en Maracaná y también frente a España, en aquella tarde nefanda del 0 a 2 y de la eliminación de nuestra selección.

El carecer de letra es una clara desventaja y, a estas alturas y en las circunstancias políticas actuales del país, nuestro himno no puede disponer de letra y, así pues, el problema permanece insoluble.

o. Agresión en el colegio. Con fechas de 23 y 24 de junio del 2014, el ABC informa de la agresión sufrida por una niña en su colegio de Sabadell por parte de otros niños, por llevar una pegatina con los colores de la bandera española en la carpeta de «Lengua castellana» (la asignatura, en ninguna región de España, se llama ya «Lengua Española»). La tutora afirmó al respecto que eran «cosas de críos», trayéndonos a la memoria cómo también Arzalluz quitaba hierro a la kale borroka, presentándola como «chiquilladas». Si la agresión hubiera sido en sentido opuesto, esto es por ostentar una senyera, no quiero ni pensar qué reacciones y consecuencias hubiera desencadenado. Pero, claro, en cuestiones envenenadas por el nacionalismo, siempre se dan las dos varas de medir, que una cosa es ser oprimido y otra opresor.

Este suceso es extra-futbolístico, pero si aquí lo traemos a colación, es porque refleja una presión, una tensión y una ansiedad, cuando no una auténtica angustia o un miedo cerval, que impregna, emponzoñándolas, las relaciones humanas en algunas zonas, cada vez más amplias, de nuestro país y a la que el fútbol, que es -como tantas veces hemos dicho ya- sociología y psicología de masas, no puede sustraerse. Tout est dans tout.

7) LA EXPULSIÓN DEL PARAÍSO

La portada del ABC del 19 de junio (del 2014) es desoladora. Describámosla: El único protagonista y el único personaje, Xabi Alonso, en plano general y en picado, con la espalda encorvada y cabizbajo, se lleva las manos al rostro, ocultándoselo. Parece incluso que se hubiera dislocado la rodilla derecha. Sólo le falta ir desnudo y llevar a Eva contra su flanco izquierdo, para ser el Adán del fresco de Masaccio en la Capilla Brancacci de la florentina iglesia del Carmine. Es la expulsión del Paraíso.

La selección ha vivido en el jardín de Edén del triunfo y del juego exquisito. Xabi-Adán, icono pictórico de la selección, retuerce su pierna porque le cuesta y le duele el alma en demasía dejar el Edén.

El título «Adiós al Mundial» esconde  y en realidad significa: «Adiós al Paraíso».

cacciata dal paradiso con Xabi Alonso

¿Qué pecado han cometido Xabi y la selección para merecer la expulsión? ¿En qué ha consistido su pecado original? En representar a un país en permanente conflicto consigo mismo; que se cuestiona un día sí y al otro también; que no acierta a definirse; que se ve acuciado aviesamente por fuerzas independentistas y por ello necesariamente reaccionarias, discriminatorias y totalitarias sin que nadie acierte a hacerles frente con la razón o sencillamente con la ley; que es inculto porque no calcula, ni siquiera se lo plantea, su alcance histórico y cultural y por ello rehúye sus compromisos históricos y culturales, no ya sólo con Hispanoamérica, sino con la humanidad; en definitiva, una nación que se flagela gratuitamente y que rechaza de manera enfermiza su responsabilidad, condenándose a un segundo plano e incluso a su desaparición, tras un proceso  en marcha de secesiones que no se quiere encarar.

La culpa es de los nacionalistas. Sí, ciertamente; ello no admite dudas.  Ahora bien,  ¿qué hacemos nosotros para contrarrestarlos, neutralizarlos y procurar su progresivo debilitamiento hasta reducirlos a lo folklóricamente residual?… ¡Bien poco! El temor a defender la integridad de la patria por que no nos tachen de cualquier injustificada barbaridad; el rubor por adelantado a pronunciar «España»; la asimilación acrítica de todas las añagazas psico-lingüísticas del nacionalismo irredentista (por ejemplo: «Cataluña y España» o «el proceso de paz» o «el derecho a decidir», hasta el punto de que Del Bosque, en un claro ejemplo de lo insidioso y subrepticio de estas marrullerías lingüísticas, en la entrevista a que se hace alusión a lo largo de estas páginas, a propósito de las nuevas incorporaciones de jóvenes futbolistas a la selección como pueda ser el caso de Thiago, dice que «se han ganado el derecho a decidir, harán lo que ellos quieran») que, manipulando artera y eficazmente significantes y significados, modifican la realidad siempre a favor de sus intereses; la irresponsable defección de la causa nacional unitaria por parte de una gran parte de la izquierda que disfraza su necedad con los oropeles de bisutería de proclamas decimonónicas; la defensa arrugada, pusilánimemente pactista y constantemente amenazada desde dentro por conatos y brotes regionalistas (como ya ocurriera en Navarra en el 2008 con la ruptura con el PP por parte de UPN bajo el mandato de Miguel Sainz; o el brote regionalista de Juan Hormaechea en 1991, en Cantabria; o el de Fernández Cascos, en Asturias, en el 2011),  que de España lleva a cabo la derecha, siempre a remolque de otras tendencias e incapaz de crear un discurso propio, suficientemente razonable y coherente; la atracción que la aventura, el griterío, el caos ejercen en la parte más irracional de toda persona y de todo grupo humano, deficientemente contrarrestados por unos propósitos y un proyecto de cohesión, de colectividad en armonía, de exaltación creativa, de alegría compartida, de razón activa y, valga la paradoja, emocional. ¡Cuán poco se cultivan y trabajan la razón y la alegría en España! y, a pesar de las apariencias por razones turístico-económicas, España acaba siendo un país triste.

Todo ello ha hecho que no se respete la ley pues no nos hemos atrevido a aplicarla y como no se ha replicado con la legalidad a la primera agresión, la segunda vendrá indefectiblemente y, crecida más que de su fuerza intrínseca de la debilidad de la respuesta o de su ausencia, se manifestará con mayor fuerza y mayor confianza en sí misma; y aún más la tercera y cuantas vengan luego, siempre expresadas con mayor contundencia y de forma cada vez más osada y desafiante. Y con el transcurso del tiempo, de esta guisa, España cada vez será más débil, hasta no ser nada y los nacionalismos, cada vez más fuertes pues la aplicación de la ley y su observancia se habrán hecho progresivamente más difíciles, hasta tornarse imposibles por insostenibles, porque nadie creerá en ellas y nadie las respetará. Es, en definitiva, la falta de firmeza del poder que no ejerce su autoridad, traicionando, además, a los ciudadanos.

Se nos puede contradecir con que no siempre se da dejación, que de vez en cuando se produce la reacción adecuada, etc. Y ello es difícilmente rebatible, ciertamente, mas como la respuesta no se ha dado, no se da desde el primer momento y siempre, sino de manera intermitente, presentándose dubitativa e irregular y a expensas de la circunstancia, sin que pueda remitir a un plan superior, a unos conceptos bien asentados, a una fe inquebrantable en España, dichas respuestas o reacciones constituyen lo que en psicología se conoce como refuerzo intermitente, siendo éste el más poderoso para fomentar, «reforzar» en términos de psicología del aprendizaje, la conducta indeseable.

En el «Troilo y Crésida» shakespeariano, Ulises, desesperado ante la inacción de los suyos e impaciente ante la prolongación excesiva de la guerra, en magnífico monólogo, se aplica a mostrar que no es que el enemigo sea poderoso, sino que es el propio griego quien se muestra débil o, si se prefiere, que la fuerza del poder enemigo se asienta únicamente en la flaqueza propia, en el desmayo y falta de fe en lo de uno mismo. Y así, claro está, es imposible ganar la guerra, cualquier guerra. Si no defendemos a España porque no creemos en ella, ¡apaga y vámonos!

A los constantes ataques y asaltos nacionalistas, ya sea bajo forma de despiadado terrorismo, ya sea bajo forma de insumisiones, desacatos, desobediencias, insultos y amenazas, etc., se ha respondido -y tan sólo en ocasiones- con el argumento del constitucionalismo, pero ello es tan sólo una parte de la respuesta. El constitucionalismo es razón y sentido de la historia; es responsabilidad y raciocinio para no dar, por ejemplo, en la irracionalidad patriótica del fascismo; es argumento para justificar éticamente el poder y las respuestas legales desde ese poder legítimo que el Estado debe dar en defensa propia y, por tanto, de los ciudadanos a quienes representa e incluye. El constitucionalismo es necesario, mas no es suficiente. Preguntémonos si España, en su integridad, sólo es defendible como Estado constitucional, pero no lo es ya bajo una dictadura, sea del signo que sea. Esto es algo que, por ejemplo, no se plantearía nunca un francés: Francia es una e indivisible, gobierne quien gobierne y bajo el régimen que fuere (república constitucional o hipotética dictadura o «dictablanda», etc.). El constitucionalismo es tan sólo un espantajo legalista si no va acompañado de una fe, de una ilusión, de una emoción, de una alegría. Su función sería precisamente la de acotar esos aspectos afectivos para que no nos desborden y sucumbamos a la irracionalidad agresiva, pero la creencia en España, que es una creencia además basada en la Historia, ha de prevalecer, en última instancia, sobre el constitucionalismo.

Tan sólo el fútbol nos ha proporcionado ese fervor, nos ha obsequiado con esa cohesión colectiva nacional, nos ha regalado esa alegría. Ahora bien, el fútbol queda sujeto a los avatares deportivos y, para crear un sentimiento nacional, hace falta bastante más.             Por otra parte, como el fútbol refleja a la sociedad y la representa en el caso de la selección, cabe preguntarse si una que se halle fragmentada y sujeta a fuertes tensiones centrífugas, no acabará por manifestar esos poderosos problemas en su propio seno, fragmentándola, anulándola e imposibilitándole a la postre todo triunfo.

Edurne Uriarte concluye su artículo ya citado con estas lúcidas y clarividentes palabras: «… una actitud acomplejada, miedosa, indefinida, ambigua, en la que no puede caer el equipo que ha conseguido el pequeño milagro de reunirnos en el orgullo y la pasión de nación. La indefinición y el miedo llevan a la mediocridad o a la derrota, en el deporte y en la vida».

8) ¿UN PRONÓSTICO?

Eliminada ya, España juega contra Australia. Villa marca y besa repetidamente el escudo de su camiseta, besa el símbolo del país y, aunque sólo sea por inhabitual, su gesto es loable y sobre todo conmovedor. Acaba el partido. Iniesta, quien marcara el gol del triunfo hace cuatro años, se dirige hacia Del Bosque y ambos se funden en un abrazo. «N´est-ce pas que c´est vrai qu´il y a un Dieu? _ Oui!» Et nous nous embrassâmes comme deux frères de cette patrie mystique…» (¿No es cierto que hay un Dios? _¡Sí!» Y nos abrazamos como dos hermanos de esa patria mística…) (Gérard de Nerval, «Aurélia») Posiblemente Iniesta y Del Bosque intuyeran que aquello era el final, que Dios, aunque vivía para ellos, había muerto para casi todos los demás. Y había muerto porque eran poquísimos los que aún creían en Él.

abrazo iniesta - del bosque

Tras la descripción, análisis y puesta en relación de los síntomas que aquejan a España y que han de reflejarse a la postre, y ya se han reflejado, en la selección nacional, se puede diagnosticar que España padece de acidia, terrible enfermedad, también conocida por profunda melancolía, o, por emplear los términos de la nosología psiquiátrica, como depresión. Severa depresión, motivada por una fortísima, invencible ansiedad, consecuencia de una situación política descabellada en que lo centrífugo pone constantemente en tela de juicio y en jaque a un sentimiento nacional cada vez más desmayado, anquilosado y que renuncia a su defensa y a toda acción, minándole así los cimientos y resquebrajándole la moral. Lo que en psicología del aprendizaje se conoce como «indefensión aprendida» y que es de las cosas peores que le puedan jamás ocurrir a uno. En efecto, como se ha dicho ya, la selección no puede permanecer ajena al contexto socio-político en que se desenvuelve.

Se podrá argüir que a los seleccionados, como futbolistas que son, sólo les interesa el fútbol, que son mercenarios, que no reparan en cuestiones políticas o de pertenencias; mas ello es falso a todas luces. No se trata ahora de clubs, sino de equipos nacionales; pero es que incluso recurriendo al tópico chistoso del futbolista que no sabe nada, más que darle patadas a un balón, que no lee más que los mensajes de su wasap, que sólo escucha con sus cascos música chunda-chunda e invierte su vida, cuando no está entrenándose o no está jugando, en los vídeo-juegos, incluso un individuo así, no vive aislado, respira un ambiente social, se impregna de él, lo refleja en su conducta. El hombre es, no lo olvidemos, un animal profundamente simbólico y su psique siempre ha de acusar los conflictos.

Afirma el Marca del 19 de junio del 2004, en la sección «Marca opina», bajo el epígrafe «Volveremos» que «España tiene mimbres para iniciar la reconstrucción», que «hay futbolistas y estructuras para volver a ser competitivos», «que la selección no murió anoche (en que se perdió frente a Chile)», que lo acontecido «no es un punto final para España» y que, en definitiva, «como el futuro existe», se puede «asegurar con absoluta certeza que volveremos, que España volverá». ¡Cuánto no daríamos por que así fuera!, pero está por verse pues lo extradeportivo marcará el devenir de lo deportivo.

Tras el diagnóstico, se impone el pronóstico. Es francamente pesimista. Muy a nuestro pesar, somos agoreros. Creemos que las cosas se han torcido tanto que no hay ya forma de enderezarlas. Es demasiado tarde. Nos toca ahora lidiar un toro tan resabiado, que ha desarrollado tanto sentido, que ha aprendido tan bien a ir al bulto, a ignorar la pañosa, que acabará por cogernos y matarnos.

En nuestra opinión, la selección no levantará cabeza, a pesar de la innegable calidad de sus jugadores y de que, como afirma el Marca: «afortunadamente, durante los días de vino y rosas la Federación -con el trabajo de cantera de los clubes- no dejó de trabajar y la actual generación tiene el relevo asegurado» Cuanto ocurrió antaño se ha vuelto irrepetible hogaño, hogaño y en lo por venir. Con el buen Quijote en el lecho de muerte, digamos: «Señores, vámonos poco a poco pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño».

La actuación de la selección en estos Mundiales celebrados en Brasil constituirían los pródromos de la descomposición definitiva de España, de su disolución final. Debido a nuestra incuria y poltronería, España es enfermo terminal. Se ve aquejada de un cáncer que no perdona, que extiende su metástasis y pudre el cuerpo y aniquila la voluntad. Pronto España se verá yaciente, sin que nos atrevamos a aventurar si lo estará en su lecho de muerte -defunción sin demasiados sobresaltos- o en el tanatorio -fallecimiento oficial y pactado-, o en la Morgue, por muerte violenta. Los estoicos dedicaban su vida a la preparación para el último viaje, domando y acostumbrando el espíritu al desprendimiento de todo. No estaría de más, quizás, que fuésemos preparándonos nosotros también para el momento en que nuestra patria fenezca sus días y nosotros, en consecuencia, quedemos mutilados, encanijados e involucionados. Que ese momento fatal no nos tome desprevenidos. Velemos como las vírgenes prudentes de la parábola evangélica.

El Marca de esa fecha de 19 de junio exhibe en portada la foto del futbolista que nos dio la victoria en Sudáfrica, Iniesta, de espaldas y llevándose, cabizbajo, una mano a la frente, mientras abandona en solitario un terreno de juego espectral. Un enorme y cinematográfico «THE END» aplasta y empequeñece a nuestro jugador, niño perdido en la inmensidad de la derrota, de ese «The end» que es el suyo propio, el de la selección también y, sobre todo, el de España. «This is the end, beautiful friend… of our elaborate plans, the end of everything that stands, the end. No safety or surprise, the end. I´ll never look into your eyes again. Can you picture what will be so limitless and free, desperately in need of some stranger´s hand in a desperate land…?»(» Esto es el fin, bella amiga… de nuestros elaborados planes, el fin de todo cuanto está en pie, el fin. Ni seguridad ni sorpresa, el fin. Nunca más volveré a mirarme en tus ojos. ¿Puedes imaginar qué será de nosotros, ilimitados y libres, desesperadamente necesitados de alguna mano extraña en una tierra desesperada…?»)  (Jim Morrison, «The end»)

Evidentemente no poseemos don profético alguno, pero cuanto acabamos de enunciar no responde a una ocurrencia, a una humorada de excéntrico o a un pálpito supersticioso, sino a un análisis, creemos que serio y razonado, de cuanto acontece en España. Y, en cualquier caso, no por temor a decir cuanto ocurre o podría ocurrir, el suceso temido dejará de manifestarse. Demasiadas veces recurrimos los adultos al pensamiento mágico de los primitivos, haciendo dejación de nuestra responsabilidad de adultos racionales. Es más, sólo haciendo acopio de valor intelectual y llamando a las cosas por su nombre, evitando la política infantil del avestruz, podamos, quizá, quién sabe, sanar de esta muy grave dolencia.

Dicho esto, reiteramos nuestro pesimismo: la selección tiene los días contados porque España se encamina a su propio entierro.

¡Ojalá nos equivoquemos! ¡Ojalá el futuro y la Historia desmientan nuestros luctuosos augurios! Nunca se habrá deseado tanto que cuanto se piensa se revele erróneo e infundado. Ah, quién pudiera decir en el futuro: «¡Dadme albricias, hermanos de España, que cuanto aquí se pronosticó, nos salió más falso que Judas!» ¡Así sea!, pero me temo que…

iniesta - the end

Miradas turistas

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Jardines de Luxemburgo, París, Francia.

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Sin novedad en el frente

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“¡La gente recordará el verano de 1914!”
Stefan Zweig
El mundo de ayer, 1942

El aire era cálido, la música sonaba a lo lejos, los soldados venían desfilando por la calle. Poco a poco aumentaba la intensidad del sonido; desde la ventana veíamos la banda de música precediendo a los soldados que marchaban marciales y contentos entre los vítores de la gente.

El viejo profesor Kantorek nos arengaba, nos comía el coco, exaltaba la grandeza y el honor de la patria, lo que suponía defenderla de sus enemigos. El orgullo de convertirse en héroe de la nación, vistiendo el honroso uniforme militar, para ir a la guerra y volver victoriosos.

Me llamo Paul Baümer (Lew Ayres). Siempre recordaré la última frase escrita en la pizarra, estaba en griego, era el comienzo de la Odisea de Homero:

“Dime oh musa sobre el héroe ingenioso que viajó a lo largo y ancho…»

¡Estamos listos para ir al frente, viva nuestra nación!

El entusiasmo de mis jóvenes compañeros fue multitudinario, salimos a la calle gritando de júbilo, arrojamos los libros al aire y, nos fuimos a alistar.

Éramos muy jóvenes, inconscientes, no entendíamos de vanos sacrificios, lo hacíamos por una causa justa. Nos creíamos invulnerables, eternos. Muchachos fácilmente manipulables por hombres sin conciencia, que siempre nos utilizarán para dominar y satisfacer sus despreciables ambiciones. No sabíamos que íbamos al sacrificio, a la muerte por ellos. Nada ha cambiado. En Europa los hombres iban al matadero, en nombre de sus emperadores, de sus reyes, de sus políticos, de sus generales.

Tras un breve periodo de instrucción, donde Himmelstoss –el cartero de nuestra localidad – nos hizo la vida imposible, llegamos al frente. Hemos conocido a los veteranos. Se han sorprendido al vernos, con nuestra ingenuidad; se lamentan porque nos convertiremos en carne fresca para el matadero. Sin embargo nos acogen con cariño, se han convertido en nuestros camaradas, en nuestros protectores, sobre todo Katczinsky (Louis Wolheim), el alma del grupo, inteligente, astuto, era como un padre protector.

Nuestra primera misión nos pone en contacto con uno de los elementos más terribles de la guerra, las alambradas. Nuestras cabezas, finalmente estaban en el campo del honor, con el canguelo en el vientre y la mierda en el culo. Kat – como llamábamos cariñosamente a Katczinsky -, nuestro veterano protector, nos explicaba cómo deberíamos evitar la muerte.

Pueblos convertidos en escombros, bosques reducidos a astillas, miles de tumbas improvisadas. Mis amigos, mis compañeros van desapareciendo uno tras otro, Müller, Kropp, Tjaden, Werthus, Kemmerich…

Nos enrolamos pensando en que era una aventura heroica, estábamos seguros de que combatíamos por una causa justa, pero la desilusión, la muerte nos golpeaba de tal manera, que nuestro maravilloso mundo va desapareciendo en un instante. Toda una generación quedaría destruida por esta infame guerra.

El olor de la pólvora y de la sangre, los cuerpos reventados, los gritos de los agonizantes, la continuidad en las trincheras, todo nos sacaba de nuestras casillas. No podíamos escapar, estábamos atrapados en esta salvajada, alimentada por un odio en uno y otro bando, hacía ya más de cuarenta años –La Guerra franco-prusiana 1870-1871-.

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Organizamos las trincheras, teníamos la idea de quedarnos largo tiempo con el objetivo de romper las líneas enemigas, pero no lo pasábamos bien, atrapados por aquella guerra salvaje. Los bombardeos de la artillería, el tableteo de las ametralladoras, en medio del lodazal; nos diezmaban. Nuestro refugio es hediondo, húmedo, glacial en invierno, agobiante en verano; los jergones de paja se convierten en estiércol, las ratas, los piojos, los pedos, los pies, los cadáveres, el hambre, son nuestra mejor compañía. Éramos los futuros muertos de una gloriosa guerra a mayor grandeza de nuestra patria.

En el frente llega el momento para la salida, el toque de silbato y comenzamos a avanzar en una ofensiva definitiva. El enemigo replica y comienza a avanzar mientras nosotros retrocedemos, la artillería nos machaca, y yo debo refugiarme en algún sitio. El cráter de un impacto artillero servirá.

El enemigo se acerca, con tan mala suerte que un poilu –»peludo», así llamábamos a los soldados franceses– saltó sobre mí intentando matarme, pero yo he respondido hundiéndole la bayoneta en el tórax. Su agonía es lenta, bajo la noche lo siento respirar, es desesperante. Cada minuto que pasa, me siento más agobiado, más culpable. ¡Pobre tipo! Me siento responsable y le pido perdón una y mil veces. Él es como yo, un hombre nada más. Murió al amanecer, con mi promesa de escribir a su familia. Ya no le odiaba, la guerra tiene la culpa, la guerra sigue.

Una nueva incursión, me han herido, me siento morir, tiemblo de miedo, el dolor es insoportable, creo que la vida se me va poco a poco.
¡Dios! Estoy en el hospital, tiemblo cuando las manos del doctor tocan mi cuerpo ¿sobreviviré? ¿Me ocurrirá como a mis amigos? Quiero vivir, necesito vivir. He derrotado a la muerte, vuelvo a casa con un permiso.

Antes de la guerra estudiaba, jugaba con mis amigos, coleccionaba mariposas, era un niño amado y mimado. Ahora regreso y soy un hombre triste, he madurado, he crecido rápido y de una manera violenta. Mi casa, mi familia, mi pueblo, la escuela, ya no son lo que eran para mí. En la escuela, el profesor Kantorek pretende que yo aleccione a los jóvenes, no puedo –la guerra es luchar y morir-, y me marcho de allí como un traidor.

Soy un extraño, no es mi lugar, me siento desplazado e incomprendido. El frente es mi verdadero hogar, con mis camaradas, con Katcinsky, son mis camaradas, son mi familia, los vivos y los muertos; deseo regresar cuanto antes.

Mi madre me despide:

“La madre a Paul Baümer: – ¿Tienes mucho miedo?
-No, mamá.
-Quiero decirte una cosa: ten mucho cuidado con las mujeres francesas. Son malas…
-¡Ah madre! Para ti todavía soy un niño… ¿Por qué no puedo apoyar la cabeza en tu regazo y llorar? ¿Por qué siempre he de ser el más fuerte y el más sereno? Yo también quisiera, de vez en cuando, sollozar y ser consolado. En realidad no soy mucho más que un niño; en el armario está colgado todavía mi pantalón corto. ¡Hace tanto tiempo de esto! ¿Por qué ha pasado ya?”

El sueño se había convertido en una pesadilla. Combatíamos y moríamos en una guerra de tales dimensiones, que llegamos a creer que era la definitiva y por tanto sería la última de las guerras. ¡Qué risa me da! La historia del hombre, es una historia llena de conflictos.

Vuelvo al frente, me encuentro con mis camaradas, bueno, los que quedan. La guerra parece no acabar nunca. Además he perdido a mi amigo más querido, Katcinsky. Nadie gana, todos perdemos.

Regreso a las trincheras, vuelta a empezar, mi deber de defender a la patria se desvanece con cada bomba, con cada muerte…
Es un día tranquilo y sereno, la guerra parece que se acaba, está perdida, solo nos queda resistir y esperar el armisticio. Me despisto, la belleza de una mariposa en medio del infierno. ¿Por qué intenté salir de este agujero? Hubiera podido reaccionar de otra manera, soy un hombre, soy un veterano y debería saber que ciertas cosas no se deben hacer; por un momento he vuelto a mi infancia.

Es la hora undécima, del undécimo día, del undécimo mes del año 1918, se firmaba el armisticio, pero yo ya estaba muerto, ya no podía aguantar más…

Finalmente llegó la paz, pero desgraciadamente a esa paz le han sucedido numerosas más. Decían que era la guerra que acabaría con todas las guerras.

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Celebramos el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial, el 28 de julio de 1914. Un armagedon provocado por el hombre, que generó la muerte de 10 millones de soldados, debido a una política malintencionada de los hombres. Muchos de los conflictos que se dieron y se dan son por decisiones políticas. La huella de la Gran Guerra llegó y afectó a muchas partes del mundo, precedente de conflictos, Balcanes, Líbano, Irlanda del Norte, Palestina, Irak, Ruanda…

Pero no hay que olvidar que La Gran Guerra fue el origen de las ideologías autoritarias, comunismo, nazismo, fascismo…

Ésta es la historia de un descenso a los infiernos, la historia de unos hombres que murieron por la sinrazón de otros hombres, los poderosos.

“Sin novedad en el frente” (All quiet on the western front), es una soberbia película que se inspiró en la obra homónima del escritor alemán Erich Maria Remarque, pseudónimo de Erich Paul Remark. Novela de orientación antibelicista, fue publicada en Alemania en 1929.

De una obra literaria conmovedora, surgió una versión cinematográfica intensa.

Dirigida por Lewis Milestone, estrenada el 1 de abril de 1930, obtuvo numerosos premios, entre ellos el óscar al mejor director y a la mejor película. Es contundente desde su inicio, intensa en las descripciones, provocadora, con unos personajes que se acercan de una manera inmediata, provocando nuestra compasión, personajes a los que constantemente les ronda la muerte; mostrándonos la destrucción del ser humano cuando va a la guerra.

Es una obra maestra, filmada en blanco y negro, la primera película norteamericana de éxito del cine sonoro. Milestone en su afán perfeccionista, supo mantener el mensaje antibelicista de la novela.

Para la realización de la película, Milestone fue asesorado por veteranos de guerra alemanes. El montaje es espléndido para la época. La cámara sigue en todo momento a los soldados –los travellings laterales son constantes– en sus movimientos en el frente.

Los actores protagonistas no eran conocidos, esto hizo que su trabajo fuera más realista, se muestran sin ningún pudor, sin adornos, sin idealizaciones, es emocionante.

En su belleza, en su elegancia, la película nos muestra lo bueno y lo malo del ser humano, la descripción, la lucha, sin saber por qué lo hacen. Es la historia de una generación que volvió a sus casas con la decepción en sus vidas.

El montaje es excepcional, las trincheras son enormemente veraces, hasta el punto que fueron clausuradas por la inspección sanitaria, los ambientes, la participación de excombatientes alemanes; la fotografía está muy cuidada y estuvo nominada para el óscar –precisamente dicha fotografía contribuye al verismo y la crudeza de la rivalidad humana, los planos son impresionantes y el montaje fue muy puntero para la época-, así como, por el guión. El director de diálogos fue George Cukor, que había comenzado a trabajar en Hollywood en 1929.

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Ochenta y ocho años han pasado y sigue siendo un auténtico alegato, una película profunda y plenamente actual, conservando su fuerza y su mensaje. Una de las mejores películas bélicas de todos los tiempos.

El film fue boicoteado en Alemania, se arrojaron bombas incendiarias contra las salas de proyección. Los nazis quemaron rollos de la película, al igual que lo hicieron con las obras de Remarque, que tuvo que huir de Alemania, por considerarlo antinazi. Quizás fue el mejor favor que hicieron a esta obra.

La película es totalmente recomendable, y es un buen momento para revisarla, para visionarla.

El horror de la guerra inspiró a muchos hombres, como por ejemplo a J.R.R. Tolkien, que participó en la guerra como oficial de comunicaciones en la famosa Batalla del Somme (1916), hasta que enfermó de fiebre de las trincheras, transmitida por el piojo humano. En su obra “El Señor de los Anillos”, el enemigo está representado por el mal absoluto, que habita en la tierra oscura de Mordor; pudiera ser la representación del frente en la guerra del 14.

La Gran Guerra debería ser un ejemplo para los hombres del presente, para aprender de los errores del pasado, y así poder mirar al futuro desde el mencionado presente, evitando perder las generaciones futuras.

Ficha de la película en: http://www.filmaffinity.com/es/film541905.html

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Diez obras cinematográficas imprescindibles para conocer la Primera Guerra Mundial:

“Senderos de Gloria” Stanley Kubrick, 1957
“El gran desfile” King Vidor, 1925
“La gran ilusión” Jean Renoir, 1937
“Armas al hombro” Charles Chaplin, 1918
“Johnny cogió su fusil” Dalton Trumbo, 1971
“Capitán Conan” Bertrand Tavernier, 1996
“Adiós a las armas” Frank Borzage, 1932
“La patrulla perdida” John Ford, 1934
“Lawrence de Arabia” David Lean, 1962
“La Reina de África” John Huston, 1951
“La Gran Guerra” Mario Monicelli, 1959

Diez libros imprescindibles para entender la Primera Guerra Mundial:

“El buen soldado Svejk” Jaroslav Hasek, 1922
“Nos vemos allá arriba” Pierre Lamaitre, 2014
“1914-1918, la historia de la Primera Guerra Mundial” David Stevenson, 2014
“Adiós a las armas” Ernest Hemingway, 1929
“El miedo” Gabriel Chevallier, 1930
“Viaje al fin de la noche” Louis-Ferdinand Céline, 1932
“El mundo de ayer” Stefan Zweig, 1942
«Missing of the Somme», Geoff Dyer, 1994
«La belleza y el dolor de la batalla», Peter Englund, 2008
“Poemas de guerra” Wilfred Owen, 2011

J. Antonio Aguiar

La fuerza del uno

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Cuaderno de Vernon

Abril de 2014: Vernon, Giverny, Rouen y París

Los pueblos de esta Normandía interior se nos antojan ante todo, según nos salen al paso por la carretera que nos trae de París, pueblos franceses. ¡Cuánto se parece a sí misma la Francia rural! Cuánto se reitera, se conserva y amortiza mientras no se caiga a pedazos. No parece llamarle la vanidad de ostentar novedades, valora lo que heredó, ni siquiera enfosca las fachadas porque son antiguas y prefiere que se note.

1

Que las casas viejas, gastados cascarones, siguen siendo hogares lo proclaman a primera vista las flores que las adornan. Retenemos al pasar el retrato vivo de cuerpo entero o de busto de alguien que sale por una puerta o se acoda a una ventana, los mismos marcos que usaron cada día sus antepasados de varias generaciones.

De madrugada, cuando todavía no ha empezado a clarear, ya se oye el canto de los pájaros más allá de los tejados de Vernon. Entra frío y olor a hierba cortada por la ventana abierta de par en par y se deja ver el destello lejano de tres o cuatro estrellas microscópicas.

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La habitación del hotel es cuadrada y simple, con unos pocos muebles baratos, pero un par de láminas de las Ninfeas de Monet nos asoman al estanque de Giverny donde florecen los nenúfares, alegre flotilla empavesada sobre aguas oscuras, eclosión de blancos y rosas en la laca insondable de una poesía oriental. Según una inscripción colocada tras el mostrador de la recepción, aquí se alojó muchas veces Balzac, en esta antigua Hostería del sol de oro, hoy Hotel Normandy, escrito a la inglesa como para los turistas de la otra orilla del canal, como para las tropas del desembarco. Bien está el letrero porque nada sugiere hoy el paso del novelista por este establecimiento, tantas veces reformado. Francia rinde culto a sus ancestros con la piedad de una antigua familia china.

El casco histórico de Rouen se inclina hacia el río, que atraviesan nada menos que seis puentes, todos nuevos, cada uno con el nombre de un ilustre personaje local, como está mandado. También es reciente buena parte de las casas de su casco histórico, aunque muchas sean facsímiles de las antiguas. Cosas de la guerra.

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La nueva iglesia de Santa Juana de Arco, con sus volúmenes de carpa de circo, acampa con aires de provisionalidad en medio de la plaza del mercado. Aunque por dentro es un agradable salón de actos iluminado por hermosas vidrieras renacentistas salvadas a tiempo, por fuera empieza a quedarse más vieja que las empingorotadas iglesias de piedra blanca de la ciudad, tan altas y bien plantadas, tan enjaezadas y altivas como damas de antaño. El gran reloj del siglo XIV reluce armado de punta en blanco como para el torneo, caballero en un arco que vuela de lado a lado de la calle. Parece que no quieran estas calles de Rouen, con sus hileras de casas que enseñan el entramado de madera y exhiben tallas góticas en los quicios, con sus talleres de luthier y sus tiendas de anticuario, enterarse de la fecha del calendario; parece que se finjan enfermas de nostalgia mimando los gestos  y las galas de ayer. Riman sus fachadas, que ceden y se abomban, con aquellas redondas cocas que subían y bajaban el Sena, cargadas de mercancías. Todavía hoy es Rouen el principal puerto fluvial de Francia, con lo que sus remilgos medievales no deben engañar a nadie. Se la ve animada y activa, como lo fue siempre, próspera y tan de nuestro tiempo como la mugre petroquímica que maquilla hoy impropiamente de negro el rostro de sus bellezas góticas y cambia por carbones las perlas y cristales de sus vestidos recamados. Medio siglo llevan recomponiendo aquellos esplendores, que son algo así como las joyas de la familia: acaban de terminar la fachada del Palacio de Justicia, gótico-renacentista, tan impecable y adornado de filigranas y calados que sugiere un aristócrata de aquéllos de cuello y puños de holanda.

Tiene Rouen un museo de pintura muy bueno, sobre todo si tenemos en cuenta que no está en París. Es demasiado grande, como suelen serlo muchos museos, y exhibe un exceso de pintura francesa, dicho sea sin ánimo de ofender, porque es muy natural. ¿Dónde tenerla sino en museos como éste? Aunque la visita de la mayoría de sus salas sería prescindible, ¿cómo no peregrinar ante la impecable Resurrección del Perugino, ante esa escena del San Bernabé del Veronés, toda belleza, la Flagelación del Caravaggio o el Demócrito de Velázquez, todos ellos tan representativos de sus creadores? Y ya que estamos, reconozcamos cuán gustosamente nos ambientan unas ruinas de Hubert Robert, algún retrato de Ingres, una escena de historia de las mejores de Delacroix, La justicia de Trajano, varias cosas del pintor local Géricault, entre ellas esos muchachos con caballos que parecen revivir los frisos del Partenón, un Corot muy típico y varios cuadros impresionistas conocidos. Por haber hay hasta un par de modiglianis y varias esculturas, que siempre son de mucho efecto en el centro de una sala, sobre todo un Hércules de Puget muy berniniano y un yeso del caballo futurista de Duchamp-Villon.

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Alberga todo esto un edificio decimonónico erigido expresamente para ello, que no puede ser más francés ni más museo, ante un agradable square ajardinado.

El Sena desfila solemnemente, anchísimo, con la mirada al frente, pensando ya solo en el mar, partiendo en dos esta tierra conquistada. Ninguna perturbación, ningún gesto ni la menor concesión a lo pintoresco en ésta “la más bella avenida de Francia”, que proclamó Víctor Hugo. Pasa junto a Vernon sin remansarse un momento siquiera para pintar en sus aguas el desgarbado reflejo de su colegiata. ¡Cuántas veces la arquitectura gótica muestra más ingenio que gusto! En la proeza técnica de levantar una gigantesca jaula de piedra que deja colarse la luz del día transfigurada místicamente por las vidrieras pujan la creatividad y la desmesura del espíritu europeo. Semejante revolución estructural ni la soñaron los antiguos pero, desde el punto de vista estético, ¿hay disparate mayor que estas proporciones? La verticalidad que es consustancial a una torre, ¿cómo imponerla a un aula, a una basílica, por esencia apaisadas? El propio arco ojival, que es el resumen de estos principios, con su minimización de los empujes laterales en beneficio de los verticales, ¿acaso no es feo como un arco que se haya quebrado y no hayan acertado a empalmarlo correctamente? ¿A quién puede gustar el aspecto de un arco apuntado, y menos si se prodiga obsesivamente en un edificio que es todo vanos, una caja llena de agujeros? ¿Y qué decir de la decoración?

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Tanto se infatuaron aquellos arquitectos de que habían descubierto los secretos para prescindir del muro que se aplicaron a taladrar obsesivamente cada superficie.  Si las tracerías más o menos imaginativas llegan a ser decorativas, contenidas en el marco de un rosetón o de un ventanal, ¿a qué viene calar los gabletes, guardapolvos y ménsulas, las cresterías y las agujas? ¿A qué tantas galerías y balaustradas, santos encaramados como apariciones en los lugares más inverosímiles, gárgolas que se despeñan, pináculos erizados contra el cielo, monstruos de mal agüero anidando en torno a la máquina descomunal…? Nunca se torturó tanto la piedra ni nadie la desnaturalizó como aquellos visionarios. No es de extrañar que tales desvaríos no llegaran a cuajar en Italia y que el Renacimiento viniera a restaurar el imperio del buen gusto.

Vernon es un pueblo sin cuestas, absolutamente plano, con planta de capital, tal es la anchura y longitud de muchas de sus calles y plazas, aunque de construcción baja. Lo más notable son algunas viejas casas de hace quinientos años, de entramado oscuro, que se apoyan unas en otras con el aire de ancianas de piernas torcidas a las que cueste mantener la verticalidad.

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Hay en medio un donjon imponente, lo que queda del castillo del rey Felipe Augusto, el que amuralló París y mandó levantar el Louvre. Es un robusto cilindro muy parecido al que sirvió de prisión a Juana de Arco en Rouen. Afean el centro dos o tres bloques de viviendas como de ocho pisos, posteriores por desgracia a los bombardeos de los años 40 y 44, el de la Luftwafe y el de los aliados. Tiene mucho comercio, con mercado que llena plaza y avenida los miércoles y los sábados y numerosas tiendas, cervecerías y kebabs. Del otro lado del Sena se ve una elevación del relieve, baja y continua, que escolta el río de cerca, vestida por completo de terciopelo verde de modo que apenas algún leve frunce deja entrever la enagua blanca de su roquedo calizo: fina piedra blanca de Vernon, la que siempre se prefirió para las esculturas y ornamentaciones finas del gótico de la región.

En la orilla de enfrente un piquete de cuatro torres muy juntas, cada una con su casco cónico de pizarra, protege el acceso al valiente puente de piedra que, a sus espaldas, cruzaba otrora el caudaloso Sena.

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Allí las hizo formar hasta nueva orden el esforzado Felipe Augusto cuando disputaba esta llanura a Ricardo Corazón de León y nadie les ha dicho todavía que rompan filas, que su guardia ya no es necesaria, que solo aguantan entre las aguas los muñones de cuatro o cinco de los innumerables pilares de aquel puente larguísimo. Un viejo molino duerme encaramado en el tramo más próximo a aquella orilla. Melancolía del puente roto, añoranza de la orilla opuesta; Vernon, villa hace tantos años inalcanzable, que navega sobre el río, utopía ensimismada…

La carretera cruza hoy por un puente de vuelo muy largo, sobre dos pilares. Desde aquel lado se puede llegar a Giverny por una pista peatonal que va paralela al río. Jalonan el paseo coquetas villas con jardines que florecen al sol. Al llegar nos recibe, acostada en la ladera, una pequeña iglesia, parcialmente románica, con su cementerio detrás donde está entre otras la tumba de Monet y la de unos aviadores británicos, tripulantes de un bombardero Lancaster derribado el año 44.

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Alguien acababa de dejar la fotografía de aquella tripulación sobre la losa, con un guijarro en cada esquina: siete jóvenes de uniforme muy sonrientes, de una época en que todos se retrataban más felices que nosotros. Hay un par de hoteles muy sencillos, de la época de Monet y sus amigos, algunas terrazas agradables para comer y galerías abiertas en cocheras y viviendas, donde comprar cuadritos y esculturas. Merece la pena trepar un poco, ladera arriba, y almorzar sobre un prado, como los buenos impresionistas, dominando el ancho y suave valle, todo verde salvo las parcelas dedicadas al cultivo de colza, que dibujan en el llano rectángulos y trapecios amarillos.

La casa de Monet es una de las viviendas más agradables que se puedan conocer. Tiene solo la planta baja y un piso, y es larga y estrecha como una galería, de manera que varias piezas dan a la vez a la fachada del jardín y a la opuesta.

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Es clara y acogedora y se conserva completamente amueblada y decorada. Llama la atención la gran cantidad de estampas japonesas que adornan las paredes. El jardín está dividido en dos por una calle. Ante la casa forma un rectángulo enorme organizado como una parrilla donde millares de flores se abren al sol, tantas y tan variadas que no se acierta a entender con qué criterio se hayan combinado. Está muy bien cuidado y resulta más bello tramo a tramo, dado el exceso de colores. Diríase un vivero. Más allá está el jardín japonés con su estanque sinuoso, sus sombras y reflejos y el puente de madera. Solo faltan los nenúfares; ya se ve que hemos llegado en la estación equivocada. Dada la atracción que suscita todo esto, debiera desviarse la carretera que cruza al lado, porque el ruido de los coches estropea la banda sonora, que es muy importante en un escenario semejante. ¿Alguna vez nos libraremos del ruido del tráfico? Casa y jardín expresan el gozo sensual de la vida; todo está preparado para recibir el equipo de rodaje de Jean Renoir con ganas de francachela y una historia sonriente en el guión.

Unos bajos pabellones que se abren a dos patios desiguales cobijan hace muchos años el colegio César Lemaître (que fue un maestro, haciendo honor a su apellido) de Vernon. La parte más antigua data de la Tercera Répública, levantada en ladrillo oscuro con algunos sillares de caliza engastados en dinteles y arcos rebajados, y con tejados de 45 grados de inclinación, que son los que se llevan aquí. Como ampliación se adosaron algunos cubos de cemento “funcionales” en los años 60. Un siglo largo de escuela pública, gratuita, obligatoria y laica en tan austero conjunto, una adusta arquitectura a la que siguen dando vida el alegre rebaño de niños que irrumpe cada día por los patios, unos cuantos profesores muy educados y cordiales, el serio y hospitalario Principal y el comunicativo cocinero que lleva la cantina escolar.

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En la escalinata de la alcaldía de Vernon, que es en cambio masiva y pretenciosa, neobarroca nada menos, los nuevos concejales se hacen fotos en traje de domingo y con la banda tricolor cruzada sobre el pecho. Son un grupo de padres y madres de familia con sus niños, muy sonrientes el día de su fiesta, la constitución del nuevo ayuntamiento: para algo han obtenido el 45% de los votos aunque hoy ya no haya curiosos en la plaza ni nadie les haga caso. Desde abajo llaman la atención los altísimos ventanales de la planta noble, que mira por encima del hombro las casas del contorno y se enfrenta de igual a igual a la colegiata. Debe ser verdaderamente palaciega, toda una proclamación del concepto que de tan ilustre institución se tenía a finales del siglo XIX. Unos días más tarde resulta que nos reciben en esa sala magnífica, la de las bodas, con frescos en los techos (serán más bien lienzos pegados). Se pronuncian discursos europeístas, se hacen protestas de amor a la juventud, se ofrecen cestas con regalos gastronómicos a los profesores responsables de los alumnos italianos, alemanes y españoles de intercambio y se sirven sidras y refrescos según la edad. El nuevo alcalde, gaullista por supuesto, no tiene más que 28 años y exhibe el trato desenvuelto y cordialísimo de un ministro de asuntos exteriores. ¿Sigue estando entre la escuela y la alcaldía el ADN de un país identificado con toda naturalidad consigo mismo y con su forma de Estado?

El Centro Pompidou es un templo gótico. Que el interior sea totalmente diáfano y se envuelva en cristal justifica sacar al exterior las estructuras portantes, el andamiaje de un edificio en construcción, exactamente lo mismo que todo el lío de estribos y arbotantes que rodea la catedral de Notre-Dame, que allá abajo, junto al río, parece el casco de un navío todavía sin rematar por los carpinteros de ribera.

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No hay gárgolas en el Pompidou, ni santos ni galería de reyes, pero sí un bárbaro horror vacui que disimula la ausencia de fachada, un candoroso alarde de escaleras mecánicas y tuberías de distintos colores, para que se vean más, un color para cada contenido, ya sea agua potable, aire, gas, corriente eléctrica, calefacción, ¿también los desagües?… Cuando visitamos la exposición de Cartier-Bresson nos encontramos con que han tenido que crear, dentro de aquella gran urna transparente, el simulacro de un edificio: resulta que no hay nada mejor que las paredes para exponer fotografías. Cartier-Bresson es al principio surrealista, a menudo metafísico, es dadá, expresionista -¿quién no en el siglo XX?-, le llama la geometría, coquetea con lo mismo con la abstracción que con el realismo socialista… Todo lo conoce y lo ha hecho suyo. Es un  pintor de vanguardia que entiende que ya no tiene sentido pintar. Sus fotografías combinan la construcción de una composición y la violencia de un disparo, la sabiduría y la paciencia pero también la audacia y la puntería del buen cazador. Cartier-Bresson y el Centro Pompidou: ¡qué contraste entre los medios y los resultados! Misterio del Arte.

Es difícil creerse, cuando se entra en la Conciergerie, que nos vayamos a encontrar todavía, allí embutidas, algunas espléndidas salas góticas del desaparecido palacio real, que lo fue hasta el siglo XIV, cuando los reyes dejaron la Isla. Pero allí siguen, ahora con el aspecto de criptas oscurecidas y casi abrumadas por todo lo que tienen encima y a su alrededor.

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La Sala de los guardias, escenario en su tiempo de concurridos banquetes, es igualita que los sótanos del castillo de Moulinsart donde encierran a Tintín en El secreto del Unicornio. Sobre lo medieval se impone el morbo decimonónico. Aquel dédalo se convirtió casi en un santuario legitimista por aquello de los excesos del Tribunal revolucionario que allí tuvo su sede, la nómina de ilustres condenados que pasaron entre corredores y calabozos sus últimas horas –como aquellos diputados girondinos que emplearon en darse la gran cena la noche anterior a su ajusticiamiento- y, sobre todo, por la figura de la reina-mártir Maria Antonieta. Ahora que hasta los santuarios se convierten en parques temáticos, podemos espiarla en su celda, arrodillada en oración con sus tocas de viuda, como en el peor museo de cera.

Podría decirse que fue el cínico Enrique IV quien empezó a hacer de París una ciudad turística en torno al año 1600. Quería que la capital hablara de él, que fuera su escenario y expresara la grandeza del rey de Francia. Empezó a encargar “intervenciones urbanísticas” como las plazas de los Vosgos (Royale) y Dauphine pero, seguramente, su acierto más trascendental fue el nuevo puente que había de unir la punta de la Isla con ambas orillas, el Pont-Neuf, el primer puente de piedra que no llevaría adosadas casas a ambos lados sino que se pagaría de otra manera, con algún impuesto. Trazó así un estupendo mirador abierto sobre el río y puso la primera panorámica de la ciudad al alcance de todo el mundo y no solo del gremio de Quasimodo. Un punto de vista privilegiado para los parisinos y para los viajeros, que permitía identificar las torres góticas que emergían del apretado caserío y, sobre todo, recorrer con la mirada el avance de la interminable galería del Louvre, el palacio del rey, en busca del apartado palacio de las Tullerías.

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Por eso es muy propio que los bateaux-mouche recalen a los pies de su caballo. Desde el río uno asiste a la procesión de los gloriosos monumentos en contrapicado, como la puesta en escena de un manierista italiano. Llenos de empaque, los edificios miran al infinito sin vernos siquiera. Una fila de viviendas encaramadas sobre los muelles se aprieta como puede a los lados de estos colosos que se recortan contra el cielo. La ciudad se adivina tendida detrás de ellos pero no se ve. París leída y proyectada en el cine, París estudiada y monumental, París mitificada, recuerdos del adolescente que no daba abasto ante la que se le venía encima: la columnata de Perrault, el Instituto, la Galería al borde del agua, la estación de Orsay, el pabellón de Flora, el obelisco de la Concordia, el palacio Borbón, el puente de Alejandro III, los palacios de la Exposición de 1900, la cúpula de los Inválidos, la torre Eiffel y vuelta a empezar; ya llega otra vez la Isla, cualquiera de las ventanas del Quai des Orfevres podría ser la del comisario Maigret, la Sainte-Chapelle, Notre-Dame, la isla de San Luis; otra vez de vuelta, el ayuntamiento y su plaza, el Hôtel-Dieu

Desde el último piso del Centro Pompidou se ven las cosas de otra manera, como quien navega por un mar cubista de tejados grises y distingue aquí y allá, entre el oleaje, lo que semejan otras embarcaciones.

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Ahora somos nosotros los que podemos mirar el horizonte. Consideramos de igual a igual la catedral y la cúpula del Panteón, el frágil esqueleto de jirafa de la torre Eiffel o el blanco Sacré-Coeur que, allá lejos, parece plano, como pintado en un telón de ópera. Es como si la mirada hubiera adquirido madurez… Este año no hemos subido a la torre Eiffel. Recuerdo aquella vista como presentada por un científico, tan objetiva, tan analítica y ordenada. La pulcritud del cartógrafo está en cada pieza, la grande como la pequeña, en las relaciones geométricas entre ellas, en la espectacular organización del conjunto, ese tejido opulento. Pero uno se siente ajeno a esa ciudad desnaturalizada, delineada sobre la llanura, donde hasta las colinas se aplanan. ¿Cómo imaginarse viviendo en ella? Un punto de vista desazonante es el del Sacré-Coeur: desde allí arriba es imposible encontrar el menor orden; aquellas vigorosas individualidades se empequeñecen y naufragan anegadas por la urbe sin límites ni horizontes; no se distingue lo grande de lo pequeño porque nada está cerca; no se aprecian líneas ni figuras; todo parece volver a un caos primordial; la obra humana en nada se distingue de la naturaleza… Solo faltaría que, desde la altísima basílica que le hemos erigido, Dios nos viera así.

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