La envolvente
Imaginad una lechuga. Una lechuga es comida sana, ¿no? Pues no, no necesariamente.
En general, los españoles de a pie no sabemos mucho acerca de los llamados «alimentos transgénicos», y curiosamente es un tema que nos afecta de lleno. A ciencia cierta, pocos de nosotros podríamos afirmar si estamos comiendo -o no- transgénicos, si los transgénicos son tan buenos -o tan malos- como aseguran, o si esas cosas aquí, en España, no suceden.
El documental que hoy os traemos habla de todo ello. Dirigido en 2008 por la periodista francesa Marie-Monique Robin, «El mundo según Monsanto» arroja una mirada independiente sobre el fenómeno. Y ofrece varias conclusiones inquietantes, avaladas por científicos de primer nivel. Pero antes de adentrarnos en ellas, permitidnos un pequeño excursus.
La envolvente
Seguro que conocéis la expresión «Me han hecho la trece catorce». Se utiliza cuando alguien, premeditada y alevosamente, te ha timado. En nuestro barrio, como somos muy creativos -y muy macarras-, hicimos evolucionar esta expresión y la convertimos en la enfatizada «Me han hecho la trece catorce envolvente». Y es que nos parecía que hay timos del tipo «trece catorce» (timos que, si eres listo, los ves venir), y otros del tipo «trece catorce envolvente» (que son timos que hasta el mejor entrenado se comería con patatas). Como veis, de ahí a «me han hecho la envolvente» hay un paso muy corto.
Fin del excursus.
El «timo» que denuncia Marie-Monique Robin es sin duda del tipo envolvente. Consiste, básicamente, en crear un veneno que aniquile cualquier forma de vida vegetal y luego crear un vegetal -una lechuga, por ejemplo- resistente a ese veneno. Ya está. Vendemos las semillas y el veneno a los agricultores -para que fumiguen- y hacemos negocio con ello.
¿Pero dónde está el timo? Pues por todas partes (y de ahí su carácter envolvente). Veréis.
En primer lugar, pensad en el veneno. Si mata cualquier vegetal (excepto a nuestra lechuga), la cosa tiene que ser fuerte. Pues sí. Según Robin, la clave está en el Policloruro de Bifenilo (PCB), uno de los doce contaminantes más nocivos fabricados por el ser humano. Y eso no lo dice Robin, lo dice la ONU. Este veneno, aparte de poner en peligro a los consumidores de esas «lechugas» rociadas, destruye el terreno, lo contamina, de manera que en adelante ahí sólo se podrá plantar cultivos resistentes al PCB.
En segundo lugar, pensad en la lechuga. Resulta que, para cambiar su genética (y hacerla resistente al veneno), tenemos que someterla a un proceso que afecta a sus células. Y no son pocas las voces de científicos que aseguran que ese proceso, esa técnica, da lugar a «lechugas» potencialmente cancerígenas (por seguir con el ejemplo).
En tercer lugar, pensad en la reproducción natural de las plantas. Si mi vecino siembra su campo con lechugas transgénicas, el próximo año mi campo estará lleno de ellas. Qué se le va a hacer, así se reproducen las plantas. Pero claro, esas lechugas transgénicas, esas semillas que vuelan hasta mi campo y allí arraigan, están patentadas. Así que, si viene la policía e identifica lechugas de ese tipo en mis terrenos, me denunciará -y multará- por delito contra la propiedad industrial. ¡Buena!
No ahondaremos mucho más en los tejemanejes que denuncia el documental (ausencia de controles sanitarios, silenciamiento de estudios científicos, presiones de todo tipo…), porque merece la pena que lo veáis. Pero con esto basta para hacerse una idea de la problemática a la que nos enfrentamos.
Arias Cañete, Monsanto, Greenpeace y la manifestación de mañana
Según un estudio del Ministerio de Agricultura divulgado por Greenpeace, en 2013, en España, se han sembrado 138.543 hectáreas con alimentos transgénicos. Esto supone un 19 por ciento más que en 2012 y consolida a nuestro país como líder europeo en este tipo de cultivo. Arias Cañete, Ministro de Agricultura, se ha negado a revelar la ubicación de estos campos, por miedo a represalias.
En Estados Unidos, en marzo de este año, se aprobó una ley que blindaba a los productores de transgénicos, exculpándolos de responsabilidades derivadas de su cultivo. Hace 15 días, el Senado estadounidense retiró la enmienda, probablemente por la presión internacional recibida.
Mañana, 12 de octubre, tendrán lugar protestas en todo el mundo contra Monsanto, principal productor mundial de semillas transgénicas. Porque los experimentos -en nuestro barrio lo sabemos bien- se hacen con gaseosa.
Bunbury, Iker, el periodismo y la verdad
«De todas las historias de la Historia, la más triste sin duda es la de España porque termina mal. Como si el hombre, harto ya de luchar con sus demonios, decidiese encargarles el gobierno y la administración de su pobreza». (Jaime Gil de Biedma, «Apología y petición», 1961)
Hace no tanto, los políticos españoles sentían eso a lo que se conoce como «vergüenza torera»: si hacían mal su trabajo, o si simplemente perdían la confianza del electorado, dimitían, en el acto, con gran deshonra para ellos y sus familiares.
Últimamente, son tantos los escándalos aireados, tantísima la corrupción en España, que el honor ha pasado a un segundo plano. Agarrados con uñas y dientes al establishment, se habla de 300 políticos españoles imputados judicialmente, una circunstancia que, al parecer, en el parlamento valenciano afecta ya al 20% de los diputados.
Plano por arriba
Con este panorama, el pueblo ha perdido su capacidad de asombro. Ya a nadie sorprende que un alcalde haya robado, que un ministro trafique con influencias, o que se destape una estafa como la de las preferentes, la cual endeuda al país para la próxima década e involucra a lo más granado de la élite político-financiera. Esto es como un concierto de Metal del duro, en el que todo resulta tan extremo, tan brutal y descarnado, que ninguna nota -ningún grito- destaca por encima de las demás: es un estado de shock, plano por arriba.
El goteo
Y los medios de comunicación no cejan en ese incesante goteo de hechos luctuosos. Los informativos han incorporado la corrupción a la parrilla como uno de sus temas de agenda (¿hoy quién roba?), y lo tratan de manera anecdótica, casi igual que al hablar de la «vuelta al cole» en septiembre, o de la «operación salida» en julio. Es una escalada peligrosa, naturalizar la corrupción, porque supone una modificación de las reglas del juego e implica que todos acabemos practicándola. Como en Méjico, donde la «mordida» es casi una institución.
El contexto
Los periodistas debemos contextualizar la información, para que el lector pueda entender los hechos sucedidos. Que un avión aterrice en el aeropuerto de Castellón, por ejemplo, quizás no sea una noticia, a menos que conozcamos el contexto en el que se produce este hecho. De igual manera, no puede entenderse el porqué de un caso de corrupción, si no profundizamos en el análisis del sistema político y económico, pero aquí hemos tocado en hueso.
Lo cierto es que pocos medios de comunicación se atreven a ahondar tanto, precisamente porque ellos forman parte de este sistema político y económico y tienen mucho que perder. Y así, el deseable y necesario periodismo de análisis -que, cuando se hace bien, es incontestable- se ve sustituido por un sensacionalismo lagrimero y por ese periodismo de declaraciones y opiniones cruzadas que, lejos de aportar luz, oscurece todo lo que toca.
La conspiración
Llegados a este punto de la Historia, deberíamos ir aceptando que la conspiración, la gran conspiración, existe, es una realidad. El poder económico, concentrado en poquísimas manos, dispone a su antojo de los otros tres poderes, y el mundo entero se convierte así en un tablero donde las fichas somos nosotros y a los jugadores ni se les ve.
Cuando, por una razón o por otra, interesa la guerra, se produce la guerra. Y si conviene la paz, se fabrica la paz. Dominado por los mantras y eslóganes omnipresentes, el individuo actúa exactamente como estaba previsto, de acuerdo a un marco de referentes construido y controlado científicamente, por expertos que luego dan conferencias y obtienen nuestro aplauso.
La resistencia
Pero donde hay imperio, hay resistencia, y más en el mundo de Internet, de manera que las voces que denuncian ese mamoneo, las personas que lo investigan y los valientes que lo combaten, son cada vez más.* Y muchos tienen poco peso, pero otros no. Como Bunbury. O como Iker Jiménez.
Hoy por hoy, Bunbury es nuestra figura más internacional. Ni los actores más celebrados -«Pe», Bardem…-, ni los futbolistas, esos héroes efímeros, pueden hacerle sombra. Bunbury arrasa dondequiera que va, y sus palabras son tenidas en cuenta por gentes de toda edad y condición. Si Bunbury dice «¡despierta!», esa noche no se duerme.
Y otro tanto para Iker. Millones y millones de almas hispanohablantes le conocen y le quieren. Sus crónicas y reportajes se han convertido en el paradigma del «periodismo del misterio», y hay que descubrirse ante él, por lo que está consiguiendo.
El misterio
¿Pero qué está consiguiendo? Pues, precisamente, hablar de lo que nadie habla: de los conspiradores, de esas nuevas fuentes de energía que acabarían con el hambre y con las guerras del petróleo, de los robots que controlan los mercados bursátiles, de la vulneración de nuestra intimidad por parte de organismos públicos, de Wikileaks, de Anonymous, de las drogas, las mafias, de Fukushima y de lo que haga falta. Iker habla de lo que de verdad está pasando en el mundo, por rocambolesco que parezca, y su visión, aunque siempre marcada de una incertidumbre -que es a la vez su mayor fortaleza y su más terrible flaqueza-, adquiere más valor que la de tanto experto y la de tanto tertuliano apoltronado.
Bien mirado, es lo que hiciera Larra un par de siglos atrás: saltarse la censura.
Despertar
Esta semana salía a la luz «Despierta», el último videoclip de Bunbury. En él, se hace una referencia más que directa a todo este problema: el propio Enrique revienta una televisión con Rajoy en pantalla. Y el propio Iker nos invita a despertar.
Leer «Bunbury, fuerza de la Naturaleza» en dokult TV
Ver documental «Las venas abiertas»
*Cuidado con las guerrillas, son fáciles de controlar. La piedra no es el camino, el símbolo sí.
El retrato de Arlequín (Belleza y engaño de la Pintura)
Por Miguel Etayo Gordejuela
En una fecha indeterminada de principios del siglo XVIII Watteau retrataba a su amigo y primer cliente, el comerciante Sirois, sentado en un jardín con estatuas, con una guitarra en las manos y la cabeza ladeada, buscando una melodía, vestido con el traje a bandas rojas de Mezzetino, alternadas con las bandas verdes de Scapino.
Los trajes y las escenas de la Commedia dell’ Arte son bien conocidos a través de multitud de dibujos y grabados que han sido una de las principales fuentes para la recuperación de esta extraordinaria forma de teatro desde aproximadamente 1880. Entre los más reproducidos están las series de Jacques Callot: Los dos Pantalones de 1616,
las series de la Commedia dell’Arte de 1618 y 1619 y los Balli di Sfessania de 1622.
A veces, no obstante, tales fuentes plantean problemas: precisamente en estos Balli napolitanos no se distinguen apenas unos criados de otros, o los diferentes capitanos, y algunos trajes contradicen otras representaciones o descripciones. Trajes holgados y ceñidos, máscaras, gorras y otros elementos, se adjudican sin respetar los criterios más rígidos del Norte. Como en Verlaine:
Scaramouche et Pulcinella
Qu’un mauvais dessein rassembla.
Cuando, de hecho, era el traje el que permitía al público reconocer a quien irrumpía en escena, y a él iba asociada una forma de moverse y de hablar especial, una individualidad que era constante de una obra a otra, aunque variaran los enredos que había de afrontar con sus improvisaciones.
¿Inestabilidad en la imagen que no sería sino el reflejo de una progresiva indefinición más profunda, la que afecta a los caracteres y las personalidades? ¿Consecuencia de una supuesta e irreprimible tendencia de los cómicos napolitanos hacia la payasada en detrimento de la trama argumental y de la identidad de los personajes tradicionales? ¿O sencillamente que los Balli no son una representación de Commedia dell’Arte sino simplemente unas fiestas, unos bailes, un carnaval? Es cierto que Giambattista Tiepolo pinta unos espectáculos de polichinelas en los que este personaje meridional se multiplica: en Polichinela culpable aparecen cinco polichinelas simultáneamente representando una escena teatral, en La cocina de Polichinela son siete los que intervienen y en El triunfo de Polichinela multitud.
Pero esto se debe: ¿a esa confusión napolitana, o a que Tiepolo pintaba sus Polichinelas tan tardíamente como en 1760?
Las obras de la gran pintura no pueden compararse, en todo caso, a los dibujos y grabados de los siglos XVI y XVII: por mucho que éstos presenten ciertas oscuridades, proporcionan una información infinitamente más cercana, completa y verdadera. Nuestro tema llega en efecto tarde a los artistas famosos, ya en los comienzos de la larga decadencia de la tradición pictórica occidental, cuando Francia iniciaba un creciente predominio artístico que había de prolongarse hasta el canto del cisne que fueron las vanguardias parisinas. Todavía viva pero ya contaminada, encontramos la Commedia dell’Arte frecuentemente tratada en la obra de Antoine Watteau, con quien empezábamos.
Aclimatada en París, auténtica patria de adopción, la Comédie Italienne se alejaba inevitablemente de sus orígenes y esencias aquejada de enfermedades como la tendencia a eliminar la improvisación en favor de los textos escritos a medida que se imponía el uso del francés; excesivo protagonismo de alguno de los personajes -Arlequín- en detrimento del conjunto; argumentos fantásticos con abuso de la maquinaria escénica; pérdida de las máscaras ante la exigencia creciente del público de contemplar las emociones reflejadas en el rostro de sus actores favoritos; progresiva desnaturalización y desaparición de personajes tradicionales; tendencia hacia el realismo y al aggiornamento de alusiones y situaciones enteras, hacia los marivaudages, en definitiva, etc. Era el camino que, tras éxitos efímeros, llevaría a su desaparición en 1780.
Watteau la incorporó a su repertorio pictórico a partir de su maestro Claude Gillot, quien nos ha legado también algunas escenas interesantes en óleos y grabados.
De hecho se llegó a discutir si es de uno o de otro la autoría del Arlequín, Emperador de la Luna,
una de estas obras de gusto fantástico que ya triunfó en la primera etapa del Théâtre Italien, antes de que fuera cerrado en 1697. Este cierre se atribuyó a Mme. de Maintenon, favorita de Luis XIV, por ciertas alusiones a su persona. El autor del Embarque para Citerea encuentra en los cómicos italianos otra forma de evocar ese mundo perfecto hacia el que volcará su obra de madurez, ese teatro de jardines amenos de atlánticas frondas pobladas de pabellones y estatuas paganas, a veces más vivas y carnales que los jóvenes que allí se entretienen en músicas, danzas, paseos placenteros y, sobre todo, apacibles cortejos: Pasatiempos de cómicos italianos, Cinco figuras de la Commedia dell’Arte junto a una estatua,
varias pinturas que incluyen a Pierrot con otros personajes en medio de magníficos parques, etc. Curiosamente, excluye el elemento obsceno, tan importante, del retrato de la Commedia dell’Arte, a pesar de utilizarlo, de forma a veces explícita, en otras imágenes de su paraíso terrenal. El mismo paraíso cerrado en sí mismo por los pinceles de Jean Honoré Fragonard: en un par de pinturas sobre las fiestas que organizaba el Regente Felipe de Orleans en los jardines de Saint Cloud, los últimos domingos de septiembre, hace aparecer en una a Colombina sobre un tablado, dirigiéndose al complacido auditorio,
y en la otra a un Pierrot –Pedrolino– niño. Otros pequeños arlequines y pierrots como éste se asomarán a la pintura en los siglos siguientes,
contribuyendo a propagar una imagen de este teatro y de sus personajes sencilla y candorosa, tolerada para todos los públicos:
De un Estudio de Fragonard deriva, por cierto, el Pierrot tocando la mandolina de Daumier,
que es, insistamos, expresión estética y sentimental de una época posterior y no testimonio de la Commedia dell’Arte. Exactamente el mismo tópico que, todavía hace poco más de medio siglo, era capaz de elevar a lo sublime el seductor Tito Schipa cuando entonaba la serenata de Beppe-Arlecchino de 1 Pagliacci de Leoncavallo. Verista pero no verdadero.
Los estilizados trajes de los comediantes italianos aportaban la nota de irrealidad y pintoresquismo que convenía a aquel juego de felicidad. De hecho, Watteau poseía una colección de tales trajes
y gustaba de retratar a sus amigos así disfrazados y en las actitudes apropiadas: Mezzetino (el señor Sirois, como vimos antes), Con traje de Mezzetino (aquí en medio de su familia),
Pierrot-Gilles (¿Carreau, el párroco?), etc.
Igual que el regocijado Mozart cuando contaba por carta, a su padre, como siempre, la pantomima que había organizado con sus cuñados y algunos conocidos: su cuñada era Colombina, su cuñado, Pierrot, Mark, el maestro de baile, Pantalone, el pintor Grassi, el Dottore y él, Wolfgang Amadeus, Arlecchino, por supuesto. Y autor de guión y música. Muestra todo de la importancia enorme del teatro en la sociedad del Antiguo Régimen. ¿No se atrevía el gran Martinelli, el primer Arlecchino famoso, a escribir a la Reina María de Médicis llamándola Comadre Gallina Regina di Galli? Martinelli, como Dalí, se atrevía a seguir siendo Arlequín en la vida real, y la Reina, que además era florentina, le reía las gracias. No como la de Maintenon.
Watteau se muestra realmente devoto de la Commedia dell’Arte, y su cuadro El amor en el Teatro Italiano puede no ser ajeno al hecho de la vuelta de los comediantes italianos decretada por el Regente en 1716, nada más morir Luis XIV.
La verdad es que resulta prácticamente imposible datar sus pinturas. Interpretación nostálgica y dulce, a pesar de la negra máscara, el Arlequín galante ofrece sólo una mirada sentimental y decorativa, pero que tardará dos siglos en extinguirse.
Justamente lo contrario que Honoré Daumier en su Scapino y Silvestre (o Crispín) de 1863-5, y en sus dos Escenas de comedia (con Scapino y quizá Geronte) de 1858-62.
Aquí vuelven los criados pícaros, hábiles en torcer las voluntades y el curso de los acontecimientos con su palabrería mentirosa. Cualidad tan contraria a las personalidades de Watteau y del propio Daumier, franceses los dos pero muy poco aficionados a la palabre, y que tanto se presta a la caricatura expresiva de éste. Caricatura pero no censura. Su censura queda para los trapaceros de verdad, los de la realidad, no para los del teatro: para magistrados y abogados, para esos leguleyos de despiadado histrionismo, que se revisten de hipocresía y dignidad.
Cuando Daumier retrata a Arpagón, Geronte, Scapino, Matamoros, Leandro, Dorina y al Doctor Diafoirus en su Grupo de cómicos de medio cuerpo, la Commedia dell’Arte hacía mucho que estaba muerta o, cuando menos, dormía el sueño de Julieta. Sólo ligeros recuerdos sobrevivían en las pantomimas inglesas, francesas y napolitanas, basadas en unos desnaturalizados Arlequín, Pierrot y Polichinela respectivamente. Ya poco quedaba de ella cuando su venerado Goya, en 1793, había pintado sobre hojalata los Cómicos ambulantes,
que, junto a otros personajes identificables, como el propio Arlequín, sobre un tablado, incluye lo que parece un capitano enano (enano acondroplásico). Se trataba de una de esas pantomimas de cómicos de la legua, que fueron la forma popular más corriente de su degeneración. Scapino viene a la pintura de Daumier en el tiempo libre que le deja su trabajo alimenticio de ilustrador, en cuanto personaje del teatro francés; seguramente a partir de Les fourberies de Scapin, de Molière:
pero, ¿qué diablos iba a hacer a esa galera?
Cobra vida en el escenario, extrañamente, sombreado y coloreado por la luz baja de las candilejas, esa misma luz espesa y turbia que luego encenderán Degas y Toulouse-Lautrec. En cambio, el tema de los titiriteros es cosa distinta. El compasivo republicano pudo interesarse por ellos a partir de la cruel prohibición de 1853, cuando la dictadura de Luis Napoleón los declaró vagos y maleantes. Pero aún tienen menos que ver con la Commedia dell’Arte.
Este mundo del teatro, del que Daumier fue cronista por medio de sus litografías para la prensa, el mundo del espectáculo en general, será fuente de inspiración también para el mencionado Degas. Edgar Degas ha dejado media docena de preciosos dibujos al pastel con Arlequín como protagonista, solo, con Colombina o con otras figuras.
Seguramente datan de las representaciones que tuvieron lugar en la Opera de París en 1886 del Ballet Les jumeaux de Bergame (Bérgamo, claro está, patria de Arlequín). Una bailarina encarnó a Colombina y otra a Arlequín. Como es lógico, interesaron a Degas.
Los antiguos criados, decididamente, seguían suplantando a los tiernos innamorati de la Commedia dell’Arte. Era la época en que el parnasiano Albert Giraud escribía los poemas del Pierrot lunaire, payaso lunático y enamorado hasta enfermar, que tres décadas más tarde iban a dar pie al Sprechgesang atonal del compositor, y pintor también, Arnold Schoenberg, verdadero sueño, pórtico de la música del siglo XX. Iniciando un paso de baile se habían asomado Arlequín y Colombina a una pequeña pintura de 1861 del jovencísimo Auguste Renoir que no consigo localizar. Recuerdo que Arlequín, auténtico amoroso también, requebraba a su compañera en un ambiente vaporoso y colorista que revivía el mundo perdido de Fragonard y Watteau. Renoir nació rococó a la pintura y murió rococó, por más que en medio se creyera impresionista.
Los pasteles de Degas fascinaron más adelante a Picasso, que pronto hizo de Arlequín uno de sus motivos recurrentes. No se trata de una contribución del pintor español a la recuperación de la Commedia dell’Arte, entonces todavía en manos de estudiosos que rescataban colecciones de guiones, los canovacci de someras indicaciones argumentales, cartas escritas por los comediantes, grabados y otros documentos. El tema de Arlequín aparece en Picasso en 1901, al comienzo de su época azul, en un bonito cuadro todavía modernista, y se hace muy frecuente entre los años 1904 y 1906,
época en la que frecuentaba a los artistas del Cirque Médrano, establecido por entonces en Montmartre. En Arlequín a caballo,
Familia de acróbatas con mono,
Familia de saltimbanquis,
etc. Arlequín aparece solo,
con su familia o con otros personajes de la farándula, nunca actuando, sino fuera de escena, en la intimidad, muchas veces ensimismado, triste. Envejecido prematuramente, ha perdido su característica vitalidad acabada la función. Ya no existía sobre la tierra la estirpe de Martinelli.
Arlequín era en aquella época, hay que recordarlo, una imagen poco menos que folklórica, apta para decorar cajas de bombones o juegos de café,
exactamente igual que el popularísimo y muy reproducido cuadro de Millet, El Angelus, cuyo aspecto Dalí califica de miserable, tranquilo, insípido, imbécil, insignificante, estereotipado, convencional al límite. Los fotógrafos disponían en su estudio del disfraz de Arlequín, o del de Pierrot, porque era muy gracioso retratarse así. En cambio Dalí fue el único que tuvo un disfraz de Angelus de Millet.
La mirada azul, y luego rosa, que envuelve a los arlequines de Pablo Picasso, como a sus ciegos, mendigos y músicos callejeros, transmite conmiseración. De hecho se suma al tópico de Ridi, Pagliaccio! Aunque también haya complacencia en el elegante patetismo de las posturas, en su delgadez, en su conmovedora vulnerabilidad, en la ingenuidad del traje de rombos, es imposible sustraerse a la opinión de Alberto Moravia sobre que el auténtico tema de estas pinturas está en sus relaciones internas, entre las líneas, masas y colores. Que Picasso pinta una vez más lo ya pintado, como pintará también la Tauromaquia y Las Meninas, que no le interesa tanto ese objeto como la forma de ese objeto, que se aleja de la realidad en un manierismo monocromo que no es sino el manierismo del arte contemporáneo. Arte en torno al Arte.
Más dado todavía que lo normal en su gremio a autorretratarse (se detecta su autorretrato incluso en Las Señoritas de Aviñón), Picasso se identifica explícitamente con Arlequín, ese payaso sincero y atolondrado, incapaz de retener en su pensamiento más de una idea, que pasa fácilmente del llanto a la risa, deslenguado, inmoral pero no depravado, primario, con más de niño que de cínico, según se había ido alterando su recuerdo. Así aparece en su Autorretrato como Arlequín en un café. Le seduce un candor que evidentemente ya no posee, pero del que conserva esa mirada frontal y descarada, sin censura, esa mirada salvaje, tan abierta que enseña permanentemente el blanco de la córnea todo alrededor del iris.
Con su aguada La muerte de Arlequín, de 1906, abandona por un tiempo el tema.
Cuando vuelve a él lo relega a un segundo plano en beneficio de unas formas cada vez más protagónicas.
La familia de los arlequines, de 1908, casi prescinde del color y acentúa la simplificación de las formas llevando la abstracción mucho más lejos, en la línea de Cézanne (que también en su momento había pintado arlequines y pierrots).
En su Arlequín de 1915, ya propiamente cubista (sintético), encontramos por fin el movimiento, tan ausente de las representaciones modernas, por más que fuera consustancial a tan acrobático personaje.
En realidad se trata más bien de la oscilación mecánica de una figura totalmente rígida. Pero tiene importancia porque son en esa época varios los estudios preparatorios en los que Picasso buscó este efecto, insinuando incluso otra figura, pareja para un paso de baile. Estaba además trazando el camino que le había de llevar a esa culminación del cubismo sintético que son las dos versiones de los Tres músicos de 1921. Reconocemos en ellos a Arlequín, Polichinela y un fraile.
En todo caso, Arlequín se está convirtiendo ahora en algo que equivale a una botella, un periódico o la guitarra que lleva tantas veces. Es decir, una forma reconocible, un maniquí a rombos útil para la confección de una obra de arte que no quiere ser pura abstracción. Así ocurre también en Juan Gris, que dibuja en 1917, modela en yeso en 1918, recorta en metal en 1923 y pinta al óleo durante todos esos años una buena serie de arlequines y pierrots.
Los primeros pertenecen a la mejor época del artista, a su depuradísimo cubismo sintético, de un buen gusto proverbial, en el que los planos, de contornos suavemente curvados, encajan de la manera más armónica, y los objetos son expuestos de una forma resumida y limpia.
Un colorido serio y elegante refuerza su simplicidad y pulcritud.
A diferencia de Picasso, Gris apenas sobrevivió al cubismo. En los años 20 alumbraba unos gordos arlequines y pierrots melancólicos, flojos y con opulentos ropajes: El Pierrot, Dos Pierrots, uno de ellos niño, como el de Fragonard,
ambas obras de 1922, Tres máscaras y Arlequín sentado, de 1923, Pierrot con libro, de 1924,
y Pierrot con guitarra, de 1925. Algunas de estas obras se deben a un encargo que, en plena crisis artística, financiera, y vital había recibido de Diaghilev para su nuevo ballet Les tentations de la Bergère, con música tomada del famoso contrabajista dieciochesco Montéclair, arreglada por Casadesus y con coreografía de Balanchine.
También Picasso participó, como es sabido, en algunos de estos ballets de Diaghilev, e incluso pisó algún encargo al perdedor Gris. Y en ocasiones con más arlequines y polichinelas. En 1917 había hecho los decorados y figurines de ambiente circense de Parade, con música de Satie, en los que volvía a la atmósfera anterior a su etapa cubista. Y en 1920 para Pulcinella,
con música de Strawinsky, a partir, esta vez sí, de un canovaccio manuscrito del siglo XVIII recién descubierto en el que aparecía un episodio de la Commedia dell’Arte, titulado I quattro Pulcinella somiglianti. Uno de aquellos espectáculos con varios polichinelas. Con estos ballets Arlequín recuperaba alegría y, sobre todo, la movilidad que le venía negando la pintura, hecha excepción del Carnaval de Arlequín, de 1924-5, de Joan Miró. El más surrealista de todos nosotros, dijo Breton (Palabra de Dios).
Por fin se le devolvía a un escenario festivo, luminoso, en una composición llena de la vitalidad olvidada tanto tiempo, de ritmo y dinamismo. Arlequín puede ser un monigote chiquitito al que no le caben los rombos y que casi no tiene ni forma, pero también es todo el cuadro.
En 1923 Picasso desempolvó una vez más el traje de Arlequín que le habían regalado y que, como Watteau, guardaba en el baúl, y pintó una nueva serie de arlequines distintos de los anteriores, algo más realistas, rotundos, inactivos, eso sí, y más parecidos a como ve las cosas casi todo el mundo, que dice su amiga Gertrude Stein. Entre ellos el Arlequín ante el espejo.
Es una época un tanto neoclásica, de una calma extraña… Después, Arlequín y sus compañeros empiezan a quedarse atrás. Criaturas de un mundo nostálgico y decorativo, mixtificado casi desde su aparición en la pintura, se van desvaneciendo como tantas otras a medida que el arte del siglo XX se desprende del pasado, suelta toda tradición como insoportable lastre y, perdido el contacto con la tierra donde creció, emprende su vuelo de Ícaro.
Cuánto conviene el trajecito de rombos, festivo y plano como una carta de la baraja, al encantador Pablo, apoyado en una butaca, retrato de 1924, rococó donde los haya. ¿No había hecho lo mismo Renoir con su pequeño Jean, el futuro autor de La Gran Ilusión, en el Pierrot blanco de 1901?
En 1923 Picasso pintó a su amigo, el pintor catalán Jacinto Salvadó. Lo retrató todavía, claro está, vestido de Arlequín.
O Colombina, il tenero fido Arlecchin…
Herzog, el budismo, los símbolos y el caos
«Gnosis-Kalachakra», o «La rueda del tiempo», es el título del documental que hoy os traemos. Bueno, en realidad no os lo traemos, pero está en Youtube, así que podéis ir a buscarlo. Nosotros, eso sí, lo comentaremos:
Se trata de un documental firmado por Werner Herzog -y eso ya es mucho decir-, en el año 2003. Supone un acercamiento sin precedentes al budismo, no tanto como cuerpo de creencias, como religión, sino como conjunto de rituales, y ahí está lo interesante: no en analizar el dogma, sino en retratar a la gente que lo practica.
El símbolo
Los rituales, todos los sabemos, son mundos simbólicos. Y los símbolos mueven el mundo… Pero pongamos algún ejemplo…
Besar la bandera es un ritual, un juramento. Tras el beso a la bandera, se muere por la bandera -o eso significa ese beso-. Otra cosa es que juremos en falso -que no besemos como la española, «que besa de verdad»-, o que la bandera, tras un cambio de régimen, por ejemplo, ya no nos represente. Pero ese ritual, ese beso casto, es un símbolo, un pequeño gesto que dará sentido a la vida.
La primera comunión es un ritual. Tras la ingesta del Pan ácimo, uno contrae un compromiso, con Dios y con el prójimo -o eso significa la Eucaristía-. A partir de ese momento, el Amor se superpondrá a todas las demás emociones, será la guía principal, de manera que la comunión habrá dado sentido a la vida.
Ir al fútbol es un ritual: uniformes, himnos, pinturas en el rostro… es la guerra, una guerra representada, una guerra simbólica, pero guerra. Ganar o perder dará sentido a las vidas de oficiantes y feligreses.
Sentarse a la mesa, ir al cine, ir a la discoteca, o a la biblioteca, o al cementerio. Dar mi palabra a alguien, comprometerme. Son rituales, mundos simbólicos, que se realizan siguiendo normas prescritas (negociadas entre todos) y que proponen un sentido para la existencia, un orden dentro del caos.
Y no, en la mesa no se habla con la boca llena.
El caos
La cultura nos protege contra el caos. Como el «manual de instrucciones para la vida» que es, la cultura está ahí para ofrecer respuestas a nuestros interrogantes. Saber hacer nudos marineros puede salvarte la vida.
Y el budismo
Es otra cultura más, una propuesta de sentido, que parece haber conectado especialmente bien con la esencia de la espiritualidad, mejor que otras religiones, en tanto en cuanto habla de la energía que nos compone (llamada «Ki») y educa a los fieles para que la perciban y la controlen. Ni Islam, ni Cristianismo, ni Judaísmo, parecen haberse ocupado específicamente, a lo largo de sus siglos de evolución, de esta dimensión energética del ser. Y ahora es la ciencia quien da la razón al budismo y a otros cultos orientales, reconociendo que sí, que somos energía, y que éstos se adelantaron a todos los demás.
Herzog, frente a este panorama, no dice ni pío. En su documental, no pretende hacer una comparativa de las religiones, ni crear un compendio de preceptos budistas. Ni siquiera pregunta al Dalai Lama por la reencarnación, por el exilio, o por otras cuestiones que suelen suscitar bastante interés entre el público, qué va: Herzog se queda más acá, en el sentido común, y se limita a preguntarse por qué la gente hace lo que hace. Frotarse contra una columna, pelear por unas pelotas de cebada, dibujar durante semanas un mandala con arena de colores, para después destruirlo, recorrer miles de kilómetros postrándose a cada paso… Podría parecer que esta gente está loca. Podríamos incluso apiadarnos de ellos. Pero en realidad, si lo pensamos bien, esas «locuras» dan sentido a sus vidas y eso, en este mundo del escaparate, de la traición al pueblo, en esta España huérfana de cultura, que no cree ni en sí misma, más que pena, da envidia.
Y es que, sin símbolos, estamos perdidos.
Sin miedo
«En los ojos del joven arde la llama, pero, en los del viejo, brilla la luz». (Víctor Hugo, «La leyenda de los siglos»)
«Juliette Binoche, una mirada íntima» es el título del documental que hoy os traemos. Aunque la traducción del título no sea muy acertada (hubiera sido mejor «Los ojos de Juliette Binoche»), no os dejéis engañar, porque la película es muy valiosa.
Se trata de uno de los acercamientos más honestos a un personaje público que podemos concebir. Pensemos que los grandes rostros del cine, por lo general, cuentan con un margen de maniobra muy estrecho: determinadas apariciones públicas (otras no), asociación a ciertas marcas (y a otras no), etc.
En familia
Pero lo que hace tan singular a este documental es que ha sido dirigido por la propia hermana de Juliette, Marion Stalens, y por tanto arroja una mirada sobre la actriz que traspasa el mito y casi la carne, podría decirse.
¿Qué tiene Juliette? ¿Es sencillamente una mujer bonita? ¿Es la fama acaso? ¿Podría ser una mera cuestión de técnica teatral, o un éxito de la ciencia mercadotécnica? Nuestra respuesta es categórica: no. Y la mirada que su hermana posa sobre ella viene a corroborarlo.
Mirar
Cuando uno mira, al final ve, y Juliette Binoche mira constantemente. Se trata de una cuestión de voluntad, en última instancia, de querer saber, de desear comprender aquello que está fuera de su entendimiento. Y en ese proceso, crece, se hace mayor, evoluciona.
Pero para comprender de verdad, es necesario desprenderse de estereotipos, de prejuicios, de falsas cosmologías que se interponen entre el observador y lo observado. Hay que desnudarse, ser humilde, olvidarse de uno y nacer en el otro.
Mostrarse
Y eso hace Juliette con sus personajes: los explora hasta hacerlos suyos, hasta que no hay diferencia entre ella y su otra ella, hasta que consigue una total identidad entre lo que siente la actriz y lo que siente el personaje.
Obviamente, Juliette Binoche es una profesional: sabe posar, conoce la técnica, domina su cuerpo, y lo aprovecha, pero su grandeza no radica tanto en eso -en su oficio-, como en la capacidad que tiene para mostrarse con humildad. Porque la cámara da miedo -ella misma lo reconoce-, se adentra en la persona, la cámara capta la verdad, y si queremos transmitir amor, por ejemplo, o ternura, no podemos sentir miedo.
Iluminar
Y así, todo su trabajo se llena de luz. Baile, pinte, actúe o cocine, da igual, Juliette es brillante, su entrega es total, verdadera, íntima. No es el cuerpo lo que apasiona de ella, es el alma. No es la boca, sino la sonrisa, no los ojos, la mirada. Un alma tan pura que se ve en todo lo que hace y que sí, sencillamente, permea, con naturalidad, todo lo que toca.
Morena ingrata
«No sabe actuar. No sabe cantar. Y además está ligeramente calvo. Puede bailar un poco».
Cuenta la leyenda que eso escribieron de Fred Astaire, en los estudios de RKO, tras uno de los castings a los que hubo de presentarse. Menos mal que al final le dejaron bailar un poco…
Morena ingrata
Así se refería Isaac Albéniz a España, como esa «morena ingrata» que no veía -ni por supuesto agradecía- lo que el genial compositor estaba haciendo por la música española. Se fue a Francia, Albéniz, y a Inglaterra, que allí lo valoraban. Y no volvió a España sino a morir al sol (y ni eso, que falleció en el lado francés de los Pirineos).
Conocer
Para muchos pueblos, el conocimiento es riqueza. A un dowayo (y de esto sabe mucho Nigel Barley) no se le puede preguntar por su cultura alegremente: pedirá un pago, una contraprestación, por compartir con nosotros su experiencia. Un curandero -ya no sólo dowayo, sino de múltiples etnias- exigirá una ofrenda a cambio de indicarnos qué yerba sanará nuestros males: las plantas están ahí, no son de nadie, pero conocer sus efectos exige dedicación, estudio, trabajo. Y el trabajo se paga.
En España parece que nos hemos olvidado de esto. Durante un tiempo, no fue así: apreciábamos el conocimiento y luchábamos por igualar a nuestros hermanos cultos de Europa -franceses, alemanes, ingleses-, quienes, al no haber vivido la cerrazón y la estrechez de miras características de la dictadura franquista, nos daban veinte vueltas (en todo). Y casi lo conseguimos. Pero ahora, miserere nobis, volvemos a las andadas: a menospreciar el conocimiento, la cultura, a pisotear el legado; a infravalorarnos en definitiva.
Y el agravio comparativo se hace más patente aún. Nuestros vecinos cultos fichan en España a ingenieros, biólogos, médicos, arquitectos, fotógrafos, actores, cineastas, músicos, escritores… mejor formados que los suyos, y más baratos de mantener y, a cambio, magnates estadounidenses nos convierten en el lupanar europeo, previa excepción de nuestro estado de derecho. No es posible concebir un mayor desprecio por lo propio; no se puede ser más ruin.
Innovar
Con este panorama, ¿quién se atreve a innovar en España? Sabiendo como sabemos que el mundo es otro, que ha cambiado, y que tenemos que adaptarnos al nuevo medio -es decir, sabiendo que la innovación es clave para la supervivencia-, ¿quién se arriesga? Innovar, sí, es una necesidad, pero implica un esfuerzo y un riesgo con frecuencia inasumibles, mucho más en la tan injustamente castigada España. ¡Que inventen ellos!, que diría Unamuno.
Ahora bien, si por lo menos supiéramos reconocer el valor, el arrojo, el heroísmo -¡la grandeza!- de nuestros emprendedores, la cosa iría bien encaminada, pero a menudo, ni siquiera. Los tenemos a nuestro lado, son nuestros amigos pobres, ésos a los que tenemos que invitar a café -porque ni para eso sacan-, ésos que dedican años a trabajar en proyectos que no terminan de prosperar, ésos que cada vez están más locos… y más solos.
Homenajear
Así que no rendiremos hoy homenaje a los que arrimaron el ascua a su sardina y huyeron de España -«pobrecitos»- cuando el temporal empezó a arreciar. El premio al ingeniero emigrado está en su cuenta corriente, con eso debería bastar (además de haberlos formado, no pretenderán que les agradezcamos la estampida).
En cambio, sí nos descubriremos ante aquellos que apostaron por sí mismos -es decir, por su pueblo- y se quedaron a construir una patria de la que sentirse orgullosos.
El secreto de la colmena
Con este título -y con la apostilla «Retratos de innovación»-, acaba de publicarse una serie de cortometrajes documentales dirigida por Carmen Comadrán. Los podéis ver gratis, en Youtube, y probablemente os sirvan de inspiración.
Carmen es una emprendedora que constituyó, pocos años atrás, una productora audiovisual en Asturias. A base de mucho esfuerzo y gracias a su valía personal y profesional, está consiguiendo lo imposible: es presidenta de la Asociación de productoras, miembro promotor del Cluster Audiovisual de Asturias, ganadora de uno de los premios del Festival de Cine de Gijón y ahora ha conseguido arañar una ayuda de la Fundación Española de Ciencia y Tecnología (FECYT) para realizar -junto a Pisa- «El secreto de la colmena». Y resulta que, con toda humildad, en estos «retratos de innovación», Carmen cede la palabra a emprendedores de distintos puntos de España, para que orienten a los demás, para que los animen, como si lo suyo estuviera exento de mérito.
Carmen, para ti nuestro homenaje… Tu trabajo es muy valioso, merece la pena, no te rindas… El precio que pagas es muy alto y -quién sabe- quizás nunca nadie te lo agradezca… España, es verdad, es esa «morena ingrata» de la que hablaba Albéniz… Fred Astaire -quién lo duda- bailaba como los ángeles… Y descuida, que tú no estás loca… Y no, tampoco estás sola.