Furtivos o el mito de Saturno
El Centro Integrado de El Llano (Gijón) nos ofrece -dentro del ciclo «Panorama» organizado por el teatro Jovellanos-,el próximo día 25 a las 19:30, la película »Furtivos», dirigida por José Luís Borau y protagonizada, entre otros, por Lola Gaos, Ovidi Montllor, Alicia Sánchez e Ismael Merlo.
Ángel es un cazador furtivo que vive en un bosque con su madre, un personaje tiránico y violento. En uno de sus escasos viajes a la ciudad conoce a Milagros, escapada de un reformatorio y amante de un peligroso delincuente. Los dos mantendrán una relación que no gustará nada a su madre, celosa de la mujer que puede arrebatarle a Ángel, conformándose así un triángulo emocional y sexual dirigido hacia la tragedia. Una versión del mito de Saturno, el dios devorador de hijos, con la violencia ibérica que plasmó Goya en su famoso cuadro.
Entrada libre hasta completar aforo.
Culpables
A lo largo de la segunda mitad del siglo pasado se ha tratado de sistematizar los trastornos de la personalidad en grandes síndromes y en más de una ocasión se ha hablado de la depresión -o de la ansiedad- como la «enfermedad» mental -o emocional- más importante del momento. A esto se han añadido estadísticas para hacernos ver que nadie está a salvo de cualquiera de esos cuadros conflictivos.
Cada vez hay más personas que caen en un estado depresivo importante, o que entran en crisis agudas de ansiedad, sin conocer el motivo de los mismos. Pero siempre hay un motivo. A veces es consciente o reactivo de una situación concreta, pero otras su etiología es inconsciente.
La mayoría de los conflictos de personalidad, estados depresivos, o crisis de ansiedad, provienen de la capacidad que algunas personas tienen para sentirse culpables, lo cual genera una tendencia inconsciente al auto-castigo.
Vivimos en una sociedad de la que no podemos sustraernos. En esta sociedad hemos nacido, hemos sido criados, educados y condicionados, y por tanto, todo lo que ha influido en nuestra biografía también lo ha hecho en nuestra personalidad.
El hombre es culpable de lo que le ocurre -enfermedad, sufrimiento, muerte-, por haber contravenido las leyes que imperaban en el Paraíso. Eso -de manera inconsciente- es algo que llevamos adherido a nuestra existencia y potencia -sin darnos cuenta- y –en muchas ocasiones- se traduce en un sentimiento de culpabilidad.
Por otro lado, subliminalmente, existe la lectura relacionada con el tabú sexual. Esta lectura dice que el mal que ha generado el hombre al privarse de la vida eterna -y de su morada en un continuo paraíso- es su deseo sexual. De ahí la cantidad de conflictos de esta índole y los frecuentes sentimientos de culpabilidad y frustración que muchos padecemos respecto a nuestros propios deseos y necesidades en este ámbito tan natural del ser humano.
¿Quién no conoce el mito de Adán y Eva, la Serpiente y el Paraíso? La cultura cristiana ha generado una sensación de desfondamiento precisamente con este mito. Ambos conceptos –sexo y culpa- están siempre presentes en el mundo en que vivimos y han sido ampliamente tratados, tanto por la filosofía, como por la teología, o incluso la literatura.
El sentimiento de culpabilidad inconsciente se encuentra encerrado en esa zona de la personalidad que Sigmund Freud llamó el “Ello”, y con frecuencia tiene una réplica en la conciencia en forma de autocastigo. Pensemos, como ejemplo, en algunas situaciones que viven muchos seres humanos y que con frecuencia nos resultan inexplicables desde el punto de vista de la lógica: Personas que -sin desearlo- continuamente se implican en situaciones que les acarrean cientos de problemas; personas que se niegan el éxito, teniendo todo a favor para conseguirlo; personas con una actitud negativa hacia la pareja, a la que aman con fervor… Son reacciones aparentemente contradictorias, que llevan en la mayoría de las ocasiones al individuo a una negación de la felicidad –o al menos de una felicidad temporal: la única forma de felicidad posible para los seres humanos-.
Existe otro factor que suele generar sentimientos inconscientes de culpa: el chantaje emocional. Con frecuencia, este chantaje es involuntario y producto de una necesidad de protección exagerada hacia la persona a la que se chantajea; o bien consecuencia de una actitud egoísta del que chantajea. Por ejemplo, esas madres que -para que los hijos tengan los comportamientos deseados- se quejan de sufrimiento moral o físico cuando esos mismos hijos no ceden a sus requerimientos. O esa mujer -o ese marido- que entran en estado de melancolía cuando la pareja es capaz de disfrutar de su propio espacio.
Pero también existen los chantajes conscientes, voluntarios, muy sutiles y contaminantes. Estos se realizan con plena actitud, casi maquiavélica, por parte del chantajista y siempre para tener dominado al chantajeado. Suele ocurrir con más frecuencia en relaciones de pareja y en relaciones laborales. En estos casos, el chantajeado, si es persona de carácter débil, acaba por crearse sentimientos de culpa que le llevan a debilitarse todavía más y a manifestar comportamientos auto-punitivos.
Descubrir los propios sentimientos de culpabilidad inconsciente lleva a la persona a lograr una autonomía de pensamiento y acción, a alcanzar la confianza en sí misma, a aumentar su autoestima y -sobre todo- a dejar para siempre la tendencia al autocastigo, lo cual generará una calidad de vida emocional que le permitirá dirigir su propia existencia.
Amy Winehouse. Su muerte como paradigma (y 3)
Sweet union, Jamaica and Spain (I´m no good)
Bajo el título “La autopsia revela que Amy Winehouse no consumió drogas (a la hora de su muerte)”, en el ABC del 24 de agosto del 2011, a propósito de su óbito, tan reciente aún en aquella fecha, escribe Marcelo Justo lo siguiente: “El mito necesitaba drogas, alcohol y excesos: la fórmula popularizada hasta la muerte por el rock y los 60. Pero el informe de toxicología halló que la muerte de Amy Winehouse no se amoldaba a ese paisaje de talento y destrucción.”
Hoy, 27 de octubre, la prensa nos informa de que, como reza la noticia en El País, “el vodka mató a Amy Winehouse”. Firma desde Londres Walter Oppenheimer, quien asegura: “Ese trágico y temprano fallecimiento ha convertido a Amy Winehouse en un mito cultural.”
Hasta el Romanticismo eso de morir joven no es ningún mérito a la hora de enjuiciar a un artista. Tampoco lo es el que se quite la vida. Desde los albores del siglo XIX, sí, convirtiéndose en valores añadidos y, a veces, injustamente desde el punto de vista crítico, en valor, en valor tout court, en valor a secas.
El Romanticismo inaugura, en lo artístico, el mundo contemporáneo y el artista se convierte en un enfermo dentro de una nueva sociedad industrial, neurotizada, que vuelve la espalda al campo y a la tradición, aliena las transacciones sociales en modo extremo y enajena la producción de objetos así como las relaciones entre hacedor, producto y comprador. En este contexto, a partir del Romanticismo, desde muy dentro de él, nace el malditismo con su carga de marginalidad y de desviación de la norma, cifrándose en locura, homosexualidad, consumo de estupefacientes, rebelión, pobreza extrema o miseria moral, etc. como expresiones de la desazón y angustia vitales del artista, que es instrumento e intérprete de una civilización fuera de quicio. La bohemia y el suicidio, a ser posible temprano, son sus culminaciones, aquélla como forma de vida y éste como forma de muerte.
El creador, en cualquier caso, ha de sufrir mucho. Llora, se autocompadece y se quita de en medio. El joven Werther.
Así las cosas, retrospectivamente, se valorará en lo vital mas también indefectiblemente en lo artístico, a creadores de épocas pretéritas que se ajusten al nuevo patrón: Villon, delincuente y homicida, carne de horca; el Tasso, que murió en el manicomio de Reggio Emilia; Caravaggio, de vida airada, etc. Todo cuanto repugnó al siglo anterior, a los ilustrados, es ahora ensalzado. “Nous voulons déraisonner”, dirá un Alfred de Musset insurrecto ante las pelucas empolvadas, la Razón proclamada Universal y el ilusorio ídolo descarnado del Ser Supremo.
Somos aún partícipes de este, llamémosle así, prejuicio y, en mi opinión, si existe una cierta animadversión hacia Víctor Hugo es porque vivió mucho y disfrutó mucho también. Longevidad y felicidad. No se le perdona. Nerval, en cambio, su amigo, se ahorcó (eso está mejor) por una noche de invierno, con su corbata, en la calle de la Linterna de un París que ya no existe, tras abandonar la casa de orates en la que estuvo recluido y en la que, con ansia, esperaba cada noche el sueño para reencontrarse con sus seres queridos y creer en la vida eterna.
Picasso y Modigliani, o incluso, descabalando un tanto las cronologías, Picasso y Van Gogh. El italiano y el holandés, qué duda cabe, bañan en el aura romántica de dolor y desesperación. Picasso no tiene esa aura atormentada; tiene tras de sí el cielo inmenso y feliz de Juan-les- Pins.
Lo que hemos dado en llamar “prejuicio” genera un estereotipo. Todo estereotipo es un riguroso lecho de Procusto en que acostar y, aunque sea a fortiori, ajustar el objeto de nuestras preferencias para que la realidad se conforme como un guante con elastane a nuestros deseos, voluntades o ideas preconcebidas. Si el objeto, la persona, el artista en este caso, sobresalen, se les comprime o mutila hasta que encajen en el tálamo; si se quedan cortos, se los descoyunta para estirarlos y que cuadren, ocupando todo el espacio, sin holgura alguna. En la morgue del tópico literario y biográfico tumbamos el cadáver de Amy para que, dentro de las coordenadas malditistas, su vida y su muerte sean ejemplares. El cliché confirma nuestras creencias y nos tranquiliza.
Amy Winehouse. “Mito cultural” por su “trágico y temprano fallecimiento” (El País). “Mito” por “drogas, alcohol y excesos” (ABC). Bien. Está el patrón y están las reglas. Amy debe coincidir a la perfección con aquél y seguir éstas al pie de la letra. Ahora bien, escribe Marcelo Justo que, ya que al parecer no murió de sobredosis, “la muerte de Amy Winehouse no se amoldaba a ese paisaje de talento y destrucción.” Esta afirmación podría llevar a pensar a un lector ingenuo que “talento y (auto)destrucción” han de darse la mano e incluso colegir que quien se autodestruyera mediante la droga posee talento, es un artista. Dicho modo de ver las cosas está muy arraigado, máxime desde la irrupción del rock, en nuestra visión idealizada del artista y de su relación con las drogas y somos albaceas, por no decir reos, de las biografías turbias de un Hölderlin, de un Coleridge, de un Baudelaire, de un Verlaine, de un Rimbaud, de un Bécquer, de un Larra, del malditismo al fin y al cabo y de la literatura en definitiva.
Siguiendo con nuestro lector ingenuo, podría incluso pensar que bastaría con ser desgraciado para ser artista (“¿Quién no escribió un poema huyendo de la soledad?”, que certeramente cantaba Mari Trini) o que, para crear, haya que drogarse o beber mucho. El pintor y escritor-poeta Henri Michaux, sin embargo, experimentó en sus carnes, casi científicamente podría decirse, esto es en condiciones experimentales (con “grupo experimental” y “grupo de control”: él mismo en situaciones distintas y en tiempos distintos), la creación bajo los efectos del peyote mescalina y la creación exenta de estupefacientes, con objeto de compararlas y extraer deducciones. Llegó a la conclusión de que la droga no aportaba nada, como mucho exacerbaba algunos fenómenos o agudizaba la sensibilidad en algunos extremos y poco más y que en cualquier caso no creaba ex nihilo. En otras palabras la creación reside en el creador.
George Bernard Shaw manifiesta su opinión al respecto: “All the drugs, from tea to morphia, and all the drams, from beer to brandy, dull the edge of self-criticism and make a man content with something less than the best work of which he is soberly capable. He thinks his work better, when he is really only more satisfied with himself… To the creative artist stimulants are specially dangerous.” Así pues, según el autor irlandés, alcohol y drogas rebajan la auto-exigencia del artista y por tanto pueden rebajar la calidad de sus producciones. La droga sería una adulación peligrosa y subrepticiamente insidiosa que va en detrimento del empeño artístico.
Nadie como Thomas de Quincey ha llevado tan lejos ni con tanta fruición, ni de una manera tan regular, paciente y duradera, la introspección del drogadicto en su droga, hasta el punto de que cabría llamarlo el “Montaigne del opio”. Una de las conclusiones a las que llega, y que es la que aquí nos interesa, es aquélla que rebate el espejismo según el cual la droga nos tornará creadores. No, nunca. Y así, bajo los efectos del láudano el artista soñará con arte y el boyero con bueyes. La droga no obra milagros. No sólo no obra milagros, sino que más bien obra contra-prodigios. De ello nos advierte un Baudelaire depauperado por el abuso de paraísos artificiales, al decirnos cómo siente que el ala de la imbecilidad ha rozado su mente.
No, Amy no es mejor. Ni por el crack ni por el vodka, ni por sus desafueros. Por mucho que sus letras reflejen su vida, atroz, tristísima. Su sensibilidad, su sentido del ritmo, ¡su voz!, les son del todo ajenas. Es más: drogas, alcohol, desatinos y estragos le hurtaron la voz, cercenaron su espíritu creativo y menguaron su memoria ¡antes de haber cumplido los veintiocho años! La robaron a sí misma. La animalizaron, primero, y “vegetalizaron” después para postrarla, inerme, irremediable e irreversiblemente derrotada.
Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”.