Bunbury, Iker, el periodismo y la verdad
«De todas las historias de la Historia, la más triste sin duda es la de España porque termina mal. Como si el hombre, harto ya de luchar con sus demonios, decidiese encargarles el gobierno y la administración de su pobreza». (Jaime Gil de Biedma, «Apología y petición», 1961)
Hace no tanto, los políticos españoles sentían eso a lo que se conoce como «vergüenza torera»: si hacían mal su trabajo, o si simplemente perdían la confianza del electorado, dimitían, en el acto, con gran deshonra para ellos y sus familiares.
Últimamente, son tantos los escándalos aireados, tantísima la corrupción en España, que el honor ha pasado a un segundo plano. Agarrados con uñas y dientes al establishment, se habla de 300 políticos españoles imputados judicialmente, una circunstancia que, al parecer, en el parlamento valenciano afecta ya al 20% de los diputados.
Plano por arriba
Con este panorama, el pueblo ha perdido su capacidad de asombro. Ya a nadie sorprende que un alcalde haya robado, que un ministro trafique con influencias, o que se destape una estafa como la de las preferentes, la cual endeuda al país para la próxima década e involucra a lo más granado de la élite político-financiera. Esto es como un concierto de Metal del duro, en el que todo resulta tan extremo, tan brutal y descarnado, que ninguna nota -ningún grito- destaca por encima de las demás: es un estado de shock, plano por arriba.
El goteo
Y los medios de comunicación no cejan en ese incesante goteo de hechos luctuosos. Los informativos han incorporado la corrupción a la parrilla como uno de sus temas de agenda (¿hoy quién roba?), y lo tratan de manera anecdótica, casi igual que al hablar de la «vuelta al cole» en septiembre, o de la «operación salida» en julio. Es una escalada peligrosa, naturalizar la corrupción, porque supone una modificación de las reglas del juego e implica que todos acabemos practicándola. Como en Méjico, donde la «mordida» es casi una institución.
El contexto
Los periodistas debemos contextualizar la información, para que el lector pueda entender los hechos sucedidos. Que un avión aterrice en el aeropuerto de Castellón, por ejemplo, quizás no sea una noticia, a menos que conozcamos el contexto en el que se produce este hecho. De igual manera, no puede entenderse el porqué de un caso de corrupción, si no profundizamos en el análisis del sistema político y económico, pero aquí hemos tocado en hueso.
Lo cierto es que pocos medios de comunicación se atreven a ahondar tanto, precisamente porque ellos forman parte de este sistema político y económico y tienen mucho que perder. Y así, el deseable y necesario periodismo de análisis -que, cuando se hace bien, es incontestable- se ve sustituido por un sensacionalismo lagrimero y por ese periodismo de declaraciones y opiniones cruzadas que, lejos de aportar luz, oscurece todo lo que toca.
La conspiración
Llegados a este punto de la Historia, deberíamos ir aceptando que la conspiración, la gran conspiración, existe, es una realidad. El poder económico, concentrado en poquísimas manos, dispone a su antojo de los otros tres poderes, y el mundo entero se convierte así en un tablero donde las fichas somos nosotros y a los jugadores ni se les ve.
Cuando, por una razón o por otra, interesa la guerra, se produce la guerra. Y si conviene la paz, se fabrica la paz. Dominado por los mantras y eslóganes omnipresentes, el individuo actúa exactamente como estaba previsto, de acuerdo a un marco de referentes construido y controlado científicamente, por expertos que luego dan conferencias y obtienen nuestro aplauso.
La resistencia
Pero donde hay imperio, hay resistencia, y más en el mundo de Internet, de manera que las voces que denuncian ese mamoneo, las personas que lo investigan y los valientes que lo combaten, son cada vez más.* Y muchos tienen poco peso, pero otros no. Como Bunbury. O como Iker Jiménez.
Hoy por hoy, Bunbury es nuestra figura más internacional. Ni los actores más celebrados -«Pe», Bardem…-, ni los futbolistas, esos héroes efímeros, pueden hacerle sombra. Bunbury arrasa dondequiera que va, y sus palabras son tenidas en cuenta por gentes de toda edad y condición. Si Bunbury dice «¡despierta!», esa noche no se duerme.
Y otro tanto para Iker. Millones y millones de almas hispanohablantes le conocen y le quieren. Sus crónicas y reportajes se han convertido en el paradigma del «periodismo del misterio», y hay que descubrirse ante él, por lo que está consiguiendo.
El misterio
¿Pero qué está consiguiendo? Pues, precisamente, hablar de lo que nadie habla: de los conspiradores, de esas nuevas fuentes de energía que acabarían con el hambre y con las guerras del petróleo, de los robots que controlan los mercados bursátiles, de la vulneración de nuestra intimidad por parte de organismos públicos, de Wikileaks, de Anonymous, de las drogas, las mafias, de Fukushima y de lo que haga falta. Iker habla de lo que de verdad está pasando en el mundo, por rocambolesco que parezca, y su visión, aunque siempre marcada de una incertidumbre -que es a la vez su mayor fortaleza y su más terrible flaqueza-, adquiere más valor que la de tanto experto y la de tanto tertuliano apoltronado.
Bien mirado, es lo que hiciera Larra un par de siglos atrás: saltarse la censura.
Despertar
Esta semana salía a la luz «Despierta», el último videoclip de Bunbury. En él, se hace una referencia más que directa a todo este problema: el propio Enrique revienta una televisión con Rajoy en pantalla. Y el propio Iker nos invita a despertar.
Leer «Bunbury, fuerza de la Naturaleza» en dokult TV
Ver documental «Las venas abiertas»
*Cuidado con las guerrillas, son fáciles de controlar. La piedra no es el camino, el símbolo sí.
Instrucciones para una revolución no violenta
La indignación crece en España y -si queremos mejorar la situación- tenemos que organizarnos. Todos sabemos que ya hay muchas acciones en marcha, protestas de todo tipo, pero quienes acudimos a la última gran manifestación (la del 19 de julio) pudimos comprobar que aún hay mucha desunión entre los ciudadanos. Los funcionarios por su paga extra, los mineros por la extinción del sector, los médicos por la sobrecarga, parados, estafados por las preferentes, republicanos, sindicalistas, jubilados, lesbianas… Cada uno protesta por lo suyo. Y se echa en falta un lema común, uno que nos una a todos, que nos dé fuerza y que sirva para resolver el fondo del problema.
«Basta de recortes» es un lema muy flojillo, estaremos de acuerdo. Y «la próxima visita será con dinamita» es un órdago a la grande, que no resulta nada creíble.
Hay otros eslóganes graciosos, pero que son meramente anecdóticos, como el «Que se jodan» de la Fabra. Pero si hubiera que elegir un eslogan, uno que nos uniera a todos, un mensaje que fuera realmente decisivo, cargado de verdad y que mirara el problema directamente a los ojos, éste podría ser «Hay alternativas». Porque las hay. Porque todos sabemos que las hay.
Soberanía popular
Lo que está en juego es la soberanía popular. El Gobierno, democráticamente elegido, está contradiciendo punto por punto sus promesas. Y, en este proceso, está desmantelando el Estado de bienestar. Si el pueblo se levanta y dice «no» -¡no lo desmanteles!-, el Gobierno debe hacer caso. Punto. Las medidas que han emprendido los gobernantes son tan decisivas para el futuro de España -y están tan lejos de lo prometido- que, si no se llevan a cabo con el apoyo popular, pueden considerarse dictatoriales (¡si al menos convocaran un referendum!).
Y frente a una dictadura, hay que actuar decidida, organizada y enérgicamente. No queremos la guerra. Repetimos: NO queremos la guerra. NO queremos violencia. NO queremos retroceder 80 años y volver a matarnos entre primos. Pero NO vamos a tolerar que se nos estafe, que se nos engañe, que se nos ningunee. Somos el pueblo, España es una democracia: somos los soberanos, haced lo que os decimos. Punto.
¿Qué alternativas?
Pues las que indican los expertos. Sociólogos, politólogos, economistas de todo tipo, estamos hartos de escucharlos por la radio. No los «expertos» que están en el Gobierno, sino los que están en Universidades. Ellos, los de las Universidades, no tienen los intereses económicos que pueden tener los políticos de primera línea. Ellos no están comprados.
Ellos, los expertos de las Universidades, han redactado libros como «Hay alternativas» o «Lo que España necesita«, en los que dejan muy claro cómo deberíamos hacer las cosas para recuperarnos de ésta. Y precisamente proponen todo lo contrario a lo que se está haciendo.
La necesidad de una revolución (no violenta)
Pero la movilización popular es fundamental para conseguirlo, los mismos expertos lo dicen. Debemos reivindicar nuestra condición de soberanos porque, si no, estamos perdidos. Y la revolución debe hacerse desde ya, de manera no violenta. No se trata -sólo- de salir un día a la calle con pancartas -o de mandar twits a mansalva-, sino de poner en marcha una estrategia que posibilite un cambio real. Los objetivos están sobre la mesa, vamos a por ellos. Ordenadamente.
Instrucciones para una revolución no violenta
Y aquí llega el documental que os proponemos. Se trata de un acercamiento a la vida y obra de Gene Sharp, titulado «Cómo empezar una revolución» y emitido por «Documentos TV» en enero de 2012. Sharp es un filósofo estadounidense que ha dedicado su carrera a promover la lucha no violenta, a favor de pueblos oprimidos y en contra de regímenes tiránicos. Su libro «De la dictadura a la democracia» proporciona las claves para el éxito de las movilizaciones populares, éxito que queda demostrado en su aplicación a los casos de numerosos países, como Birmania o Australia.
El documental ofrece una panorámica muy interesante y esperanzadora sobre las ideas de este nonagenario escritor y nosotros creemos que es responsabilidad de todos los españoles acercarse a ellas. Para luego hacer nuestro propio balance. Para saber en qué medida debemos, queremos y podemos colaborar.
No sabemos qué difusión tendrá este artículo, pero vamos a proponeros una iniciativa (aparte de la de ver el documental). Sharp resalta la importancia de utilizar un único color en las manifestaciones, una ropa que nos iguale a todos, un atuendo que cree espíritu de grupo. En las últimas manifestaciones, los profesores iban de verde, los médicos con bata blanca, los demás funcionarios de negro… Unámonos. Creemos una revolución blanca, tan fácil y tan simple. Todos tenemos en casa una camiseta blanca. Todos podemos ponernos una. Llevar a las manifestaciones otras dos o tres, para repartirlas entre nuestros acompañantes. E incluso organizar un fondo para comprar muchas y distribuirlas entre los demás manifestantes.
Es un paso pequeño. Es un paso simbólico. Pero es un paso.
Reaccionarios y gilipollas
Hay palabras que no significan nada. Y hay otras que significan tantas cosas que, al final, tampoco significan nada.
Con los colores no pasa esto. «Negro» significa negro y «verde» significa verde: a nadie se le ocurre llamar «negro» al blanco, o «verde» al rojo; sería un lío tremendo. Bueno, sí, a los daltónicos, pero queda claro que se trata de un defecto genético, así que nadie les hace mucho caso.
Sin embargo, en otros órdenes de la vida, utilizamos algunas palabras porque sí. No sabemos muy bien qué significan (nadie lo sabe), pero tienen una fuerza arrolladora, así que nos apoyamos en ellas cuando nos conviene. Como la palabra «gilipollas», por ejemplo, que se aplica igual si nos referimos a un adolescente apretando -a la hora de la siesta- su ruidosa vespino, o a ese lascivo obispo cazado en la piscina con una muchachita (¡qué boludo!). Son realidades bien diferentes, pero «gilipollas» tiene ese poder omnicomprensivo.
«Reaccionarios» es otra de estas palabras. Sin dejar de ser un insulto, no es tan vulgar como «gilipollas», así que se emplea frecuentemente -con el mismo objetivo que «gilipollas»- en un entorno donde la falta de mesura está muy mal vista y donde los ambages son moneda de cambio: en la palestra política.
Reaccionar
Reaccionar no está mal, ¿no? La fiebre, por ejemplo, nos puede salvar la vida, y no deja de ser una reacción de nuestro cuerpo. El aplauso es la reacción del público ante un concierto que le satisface. Y así sucesivamente, la reacción a un beso puede llegar a ser otro beso, e incluso, mirado con perspectiva, un bodorrio.
Reaccionar no está mal, no. La reacción es una respuesta a un estímulo y, dentro de la infinita gama posible de estímulos y respuestas, habrá unos y otras que nos gustarán más que menos, pero la reacción, en sí misma, no es algo malo, no es condenable. Desde esta perspectiva, todos reaccionamos, todos somos reaccionarios.
Progresar
Pero históricamente el término «reaccionario» se ha aplicado a aquellos que se resistían al cambio, y aquí queríamos llegar. El cambio, en sí mismo, tampoco es algo malo o bueno -aunque también habrá cambios que nos gusten más que otros-. El progreso debería consistir en cambiar aquello que es necesario cambiar y en mantener aquello que está bien así, tal cual. El cambio por el cambio no tiene sentido, del mismo modo que la resistencia a un cambio necesario es incongruente.
El término «reaccionario» empezó a usarse durante la Revolución Francesa y esto es muy interesante. Lo curioso es que se aplicó en primer lugar a los contrarrevolucionarios y después ¡a los propios revolucionarios! Es decir, la burguesía, que protagonizó la revolución, tachó a la aristocracia de «reaccionaria». Y poco tiempo después, la misma burguesía fue tachada a su vez de «reaccionaria» por los jacobinos. Una locura.
El caso es que se llama «reaccionario» a quien rechaza lo que uno propone, aunque lo que uno proponga no tenga ningún sentido. Si uno dice, por ejemplo, que a partir de ahora estará prohibido beber agua (eso es una guarrería, el agua es para lavarse), cualquiera que se resista a aceptar ese cambio podrá ser llamado «reaccionario». Y así con todo. ¿Que no te gusta que privaticemos los colegios? Eres un reaccionario. ¿Que te resistes a poner el letrero de tu peluquería en catalán? Eres un reaccionario. ¿Que no quieres talar este bosque y convertirlo en un campo de golf? Reaccionario. Cabrón. Gilipollas (estos dos últimos en bajito).
Decía el Marqués de Tamarón -quien por cierto es un intelectual como la copa de un pino- que estaba de acuerdo en que se le llamara «conservador», porque «hay muchas cosas que conservar». Qué sabiduría en estas palabras, ¿verdad? El problema es que, en el mundo del fútbol, de las izquierdas y las derechas, de los arribas y los abajos, o eres de los míos o eres de los otros. Y ser «conservador» está muy mal visto por los «progresistas», del mismo modo que ser «progresista» está muy mal visto por los «conservadores». Pero, si unos y otros miraran bien sus propios ombligos, verían que ni quieren conservarlo todo, ni quieren cambiarlo todo, porque no todo es susceptible de cambio, ni todo digno de conservación.
Mientras tanto, mientras que sigamos anclados en esta visión bipolar, maniquea (y atención a lo progresista de estas palabras), seremos unos gilipollas. Y es que, puestos a insultar, no nos vamos a quedar a medias.
La revolución de los saris rosas
Proyección del documental. Entrada gratuita.
Fechas: 13, 19 y 20 de septiembre de 2011
Lugar: Centro Municipal Integrado Ateneo La Calzada (Gijón)
Más información: http://cultura.gijon.es/eventos/show/18627-el-documental-del-mes-la-revolucion-de-los-saris-rosas-2010