Lawrence de Arabia

Hay seis cosas que detesta el Señor, y siete que son para él una abominación: los ojos altaneros, la lengua mentirosa y las manos que derraman sangre inocente; el corazón que trama proyectos malignos, los pies rápidos para correr hacia el mal, el falso testigo que profiere mentiras, y el que siembra discordias entre hermanos.

Capítulo 6, El banquete de la Sabiduría, 6:16- 6:19.

Se han cumplido 50 años del estreno de la película Lawrence de Arabia. Todo un acontecimiento.

Basada en la obra de T. E. Lawrence “Seven Pilars Of Wisdom» («Los siete pilares de la sabiduría»), éste sería el título que llevaría la película, pero la familia de Lawrence lo impidió.

El film fue dirigido por el director británico David Lean en 1962, producido por Sam Spiegel, con excelente música de Maurice Jarre y guión de Robert Bolt; tuvo un gran reparto, Peter O´Toole; la gran revelación, junto con Omar Sharif, y otros muchos actores consagrados como Alec Guinnes, José Ferrer, Claude Rains, Anthony Quinn, Arthur Kennedy, Anthony Quayle, Jack Hawkins…

Visualmente la película es hermosa y perfecta, presentándonos un héroe que no es tal, extraño, controvertido, un loco.

Una película ideológicamente confusa, en la que el protagonista unas veces parece apoyar al imperio británico y su política colonial y otras a los árabes en su exaltación nacionalista. Liberador de los árabes ¿realmente quería la emancipación de los árabes? Si hubiera sido así, era un pésimo colonialista. Winston Churchill calificaba a Lawrence de hombre brillante, pero era un loco propenso al caos. Precisamente es un personaje que en la vida real no acabó bien, incluso la misión para la cual había sido elegido, aquella que se narra en la película, fue un fracaso.

La película es un verdadero poema visual, la historia de un hombre solitario que se desenvuelve en unos escenarios de dimensiones épicas. La reflexión de un hombre en soledad encarnada en el desierto, el gran protagonista silencioso, inmenso, infinito. La fascinación por el desierto se hace patente en la labor del cameraman Ernest Day. Los planos son de una calidad excelente. El amanecer en el desierto, los grandes espacios abiertos. El desierto es luz, es la belleza de lo más simple y monótono, es el misterio, es lo grandioso e intimista. Es la tragedia de un solitario en la inmensidad del solitario espacio. Será la gran prueba para Lawrence.

Una gran obra que ha ganado con el tiempo, es enormemente actual, el análisis del alma, el mundo de la aventura, el paisaje, la crisis, la intimidad, la soledad, la ruptura, la alegría, la depresión.

T. E. Lawrence era de una personalidad compleja y poliédrica; gran intelectual, traductor, líder, místico, arqueólogo, un verdadero hombre del Renacimiento. Psíquicamente deteriorado, morirá de una forma extraña -¿acaso fue un suicidio?- dada su frustración.

El poeta inglés Richard Aldington (1892-1962) escribió una biografía de Thomas Edward Lawrence (Lawrence de Arabia), muy controvertida, que logra machacar el mito del mencionado personaje, tildándolo de tramposo, mentiroso, homosexual…; y un gran intelectual que dominaba varias lenguas y que tradujo la Ilíada.

La película es de difícil encasillamiento, no se adentra en el mundo árabe, no es una película histórica, no es una película introspectiva, pero es un auténtico alarde narrativo. Está plagada de escenas maravillosas, como aquella en la que el Jerife Alí -encarnado por Omar Sharif- se aproxima desde el horizonte, como si fuera un espejismo, hasta llegar de una manera solemne y violenta al lado de Lawrence.

La película narra la misión de Lawrence durante la Primera Guerra mundial como oficial del servicio secreto británico. El objetivo era entrar en contacto con los árabes que estaban en conflicto con el Imperio turco. Su acercamiento al pueblo árabe le granjeó el respeto y la admiración de los mismos.

Nunca fue comprendida su actitud, sobre todo entre sus superiores, quizá por su acercamiento al pueblo árabe, con una intensidad y una admiración impropias de la política imperialista británica.

La esperanza de ver una Arabia unida e independiente se vio truncada por la ambición imperialista de las potencias europeas.

Al inteligente Lawrence le falló el propósito, fue un fracaso político y humano y nunca consiguió la creación del Estado Árabe.

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Cine de estreno

El teatro Jovellanos y el Festival Internacional de Cine de Gijón organizan un ciclo de cine de estreno en versión original subtitulada. En él, se proyectarán películas que aún no han sido estrenadas o que no recorrerán las carteleras comerciales de nuestro país.

El sábado 16 de febrero, a las 20:30,  en el salón de actos del Centro Integrado Pumarín Gijón Sur, se proyectará, con entrada libre, la película “Adam resurrected” («Adam resucitado»), del director Paul Schrader.

A principios de los años sesenta, el famoso ilusionista judío Adam Stein (Jeff Goldblum) vive en una clínica psiquiátrica para supervivientes del Holocausto, situada en el desierto de Negev. Manipulador, cínico y seductor, maneja a su antojo al resto de pacientes desafiando las normas del director del centro (Derek Jacobi). La llegada de un niño que se cree perro le hará reencontrarse con su doloroso pasado cuando, recluido en un campo de concentración, fue brutalmente denigrado por un comandante nazi (Willem Dafoe) el cual a cambio de garantizarle la vida, le obligó a comportarse como si fuera su perro. A partir de su terrible experiencia, Adam luchará por devolver al niño su dignidad y así poder recuperar la suya.

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Cine griego gratis en Gijón

Con la película “La eternidad y un día”, del director Theo Angelópulos, se inicia el próximo día 15 de febrero a las 19:00 en el Centro de Cultura Antiguo Instituto de Gijón un ciclo de cine griego, organizado en colaboración con la Asociación asturiana de profesores de Latín y Griego «Céfiro«, que pretende acercar la desconocida producción audiovisual helénica al público del Principado.

La película, que obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes (1998), cuenta la historia de Alexander, un escritor griego al que le quedan pocos días de vida y que necesita resolver un dilema: morir como alguien ajeno a los demás o aprender a amarlos y a comprometerse con ellos.

Todas las proyecciones del ciclo son gratuitas.

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Kamchatka

Dentro del ciclo “Cine Argentino”, el próximo día 8 de febrero a las 19:30, se proyectará en el Centro Integrado de El Llano, con entrada libre, la película Kamchatka, del director Marcelo Piñeyro.

Resistir es la estrategia que ponen en práctica en la vida los protagonistas. Argentina está sumida en plena dictadura militar. Socios, amigos y vecinos desaparecen y cualquiera puede ser el próximo en ser llevado para no regresar.

Lejos de ser una película política, Kamchatka toma este contexto como punto de partida de una trama que se centra en la vida cotidiana de una familia que se siente amenazada y decide esconderse.

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El planeta de los caracoles

“Al principio, todo era oscuridad y silencio…” Así comienza el documental “El planeta de los caracoles”, del coreano Seung-Jun Yi, película que se proyectará el día 5 de febrero a las 19:30 en el Centro de Cultura Antiguo Instituto de Gijón, el día 18 en el Centro Integrado de La Arena y el 27 en el de La Calzada.

Desde 1999, Seung-Jun Yi ha realizado más de una docena de documentales para diferentes canales coreanos de televisión. Destacan Like wild flower – Two women ‘s story” («Como flor salvaje-Historia de dos mujeres») y “Children of God” («Hijos de Dios»).

El planeta de los caracoles trata sobre el amor, la empatía, la soledad y -especialmente- sobre los sentidos que nos permiten percibir el mundo. Narra la historia de Young Chang, un hombre sordo e invidente que se describe a sí mismo como un caracol, pues debe confiar en su sentido táctil, tan lento como el de un caracol, para comunicarse con los demás. Young-Chan se siente muy solo hasta que encuentra a su mujer, Soon-Ho, también con una discapacidad física.

El documental se proyecta en versión original con subtítulos en español. Todas las proyecciones son gratuitas.

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Desnudarse. Resucitar

Si «Pina» no te emociona, eres una piedra.

No estamos ante un documental cualquiera. Ni siquiera es un documental propiamente dicho, o uno de esos documentales a los que estamos acostumbrados. «Pina» es, ante todo, un homenaje al talento, al esfuerzo -a la dedicación-, a la honestidad y -cómo no- a la danza.

Ah, y a Pina Bausch.

Wim Wenders

Es un perfeccionista. Sus obras no son precisamente oropel, ni efecto o artificio. Sus obras son sencillas, puras, hechas para durar. Y son así porque tiene cosas que decir.

Para cualquiera que se dedique, de un modo u otro, al arte -a la creación-, o para cualquier amante del cine como tal, las películas de Wim Wenders suponen un referente inapreciable, un aliento limpio en mitad de un mundo sometido a la fórmula. Porque la fórmula está bien (la peli de tiros, la de besos, la de miedo, el documental de animalitos…) pero cansa. Y entonces uno busca algo nuevo, algo bueno, algo que diga algo.

Y ahí aparece Wenders, con «El cielo sobre Berlín», con su «Lisbon Story», con «The soul of a man», con «Buena Vista Social Club«… Con cada una de sus obras distinta de las anteriores. Y diciendo ¡tantas cosas! Tantas cosas que estaban por decir…

Y Pina Bausch

Por si no la conocíais, es probablemente la coreógrafa más influyente del siglo XX. El homenaje de Wenders debería bastar para afirmarlo.

Influencia… ¿A qué se debe esa influencia? ¿En qué se basa? ¿Es una cuestión de fama mercadotécnica? ¿O es que hay ciertas personas que de verdad influyen en los artistas de su tiempo, en los venideros, en quienes contemplan sus obras -en sus ideas y perspectivas- en las sociedades y, al fin, en las culturas?

Cuando veáis el documental, percibiréis el profundo amor, la sincera admiración y la infinita gratitud que sus alumnos -¡sus discípulos!- le profesan. Ella les descubrió, a todos y a cada uno, algo esencial que ellos no habían percibido. Ella les enseñó a desnudarse, en primer lugar, ante sí mismos y -después- ante el público, de modo que cada gesto, cada expresión, cada movimiento se convierte en algo puro, en un mensaje que mana del yo y se dirige a otro yo. En un aullido sin máscara. En un cuerpo inocente y desnudo.

Y este yo de aquí que soy yo

Recibe tanta fuerza de esos bailarines que no puede quedarse impávido. Este yo que observa -ese tú- se quiebra en ocasiones, se resquebraja y surge entonces el nuevo yo desnudo; el honesto.

La danza es sorprendente, después de «Pina». La danza es eso que hacemos delante del espejo al despertar por la mañana; es eso que hacemos al acostarnos y es eso que dejamos de hacer cuando morimos. Después de «Pina».

Pina, por su parte, tan humilde, tan pequeña como se sentía, después de morir, sigue bailando; en todos nosotros.

«Dance, dance… Otherwise we are lost». («Danzad, danzad… O estamos perdidos) Pina Bausch

Web oficial

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No me sigas

El próximo día 24 de enero a las 20:30 se proyecta en el Centro Niemeyer de Avilés la película “Dreileben 2. No me sigas”, del director alemán Dominik Graf.

Dominik Graf es un reconocido director de películas para cine y televisión, entre las que cabe destacar “Die Katze” (“El gato”), que fue premiada en el Festival de cine policíaco de Cognac en 1988, o el documental “Lawinen der Erinnerung” (“Las avalanchas de la memoria”), producido en el año 2012. Asimismo, ha sido galardonado con los premios más importantes de Alemania, como el premio de la Televisión alemana, o el premio Adolf Grimme.

Bajo la apariencia de una película policíaca, Dominik Graf hace aflorar en “Dreileben 2…” los sentimientos más profundos de sus protagonistas: dos amigas que se reencuentran tras muchos años de separación.

La película se proyectará en versión original con subtítulos.

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«Ágora», de Amenábar, no es una película anticristiana

El Señor atestigua un rechazo radical de toda forma de odio y de violencia a favor de la primacía absoluta del ágape. Por tanto, si en la Historia ha habido o hay formas de violencia en nombre de Dios, no deben ser atribuidas al monoteísmo, sino a causas históricas, principalmente a los errores de los hombres. Es el olvido de Dios el que lleva a una forma de relativismo, que inevitablemente genera violencia.

(Benedicto XVI, “Fe y violencia”, 7/12/2012)

1.

En su crítica de “La dolce vita”, Pasolini argumenta cómo, según él, esa película de Fellini es católica, a pesar de las apariencias y de las opiniones que en su contra vierten el órgano del Vaticano, “L´osservatore romano”, así como personas ligadas a la Iglesia. “Soltanto delle goffe persone senza anima -come quelle che redigono l´organo del Vaticano-, soltanto i clerico-fascisti romani, soltanto i moralistici capitalisti milanesi, possono esser così ciechi da non capire che con La dolce vita si trovano davanti al più alto e al più assoluto prodotto del cattolicesimo di questi ultimi anni: per cui i dati del mondo e della società si presentano come dati eterni e immodificabili, con le loro bassezze e abbiezioni, sia pure, ma anche con la grazia sempre sospesa, pronta a discendere: anzi, quasi sempre già discesa e circolante di persona in persona, di atto in atto, di immagine in immagine.”

Sin participar de la banderiza belicosidad de Pasolini, vamos a intentar rebatir y mostrar lo contrario que lo proclamado desde los “púlpitos” más o menos oficiales del catolicismo y por parte de esos católicos que más ofendidos se han sentido por la última película de Alejandro Amenábar. Quizá no probemos nada; tómese entonces lo que sigue como una interpretación.

Se nos podría reprochar que tardemos tanto en “dar la cara” ya que la dicha película se estrenó hará ya poco más de tres años. A ello puede replicarse, por una parte, que esta sección, “El ojo de Polifemo”, tiene tan sólo algo más de un año de existencia, pero sobre todo que en ella no se trata de hacer crítica de actualidad, sino que, por el contrario, se persigue una reflexión que sólo una perspectiva dilatada en el tiempo puede proporcionar; por otra parte, y esto redunda en honor de la película en cuestión, si a pesar del tiempo transcurrido, la recordamos aún -y mucho-, ello significará que el tal filme es de calado, que no es uno más de tantísimos productos cinematográficos actuales, españoles o hollywoodenses, que se disuelven como nube de verano, más o menos insustanciales, más o menos ruidosos y molestos, pero tan efímeros como una mariposa, o, por decirlo con palabras de Jorge Manrique, que no son “sino verdura de las eras” que muy pronto ve fenecer sus días, más aún que no son “sino rocío de los prados”.

2.

Cuando se estrena en España “Ágora”, numerosas fueron las voces católicas que se alzaron en su contra, obsequiándola con el remoquete de furibundamente antirreligiosa y motejándola de tópicamente anticristiana. En mi opinión, sin embargo, dicha percepción corresponde a una visión bastante miope y a un juicio asaz somero, limitados ambos a las apariencias “más aparentes”, evitándose así el profundizar y el discurrir. Se trataría de un nuevo ejemplo de aquel inefable “lejos de nosotros, Majestad, la funesta manía de pensar”.

Ciertamente, en “Ágora”, se narra, teniendo a la Alejandría de inicios del siglo V de nuestra era -y por tanto bajo dominación romana- como decorado arquitectónico y como contexto cultural, la sustitución virulenta y cruenta del paganismo por el cristianismo, así como, posteriormente, la exclusión de la vida pública de los anatemizados judíos. En la película, ciertamente, los cristianos son presentados como tipos fanatizados, feroces e implacables, de esos que quieren ganar siempre y además ganar “como sea”, y cuya victoria representa o la eliminación intelectual del otro (asimilándoselo, aunque el asimilado lo haga por dentro a regañadientes), o su eliminación física; o, en el mejor de los casos, su marginación e incluso exclusión, o aun la expulsión. Se podría echar en cara a Amenábar el no haber presentado a cristianos bondadosos, respetuosos, tolerantes, realmente fraternales (a pesar de esos actos de ayuda respecto a los pobres, que son en realidad más estrategia socio-política y ejecución mecánica de obligaciones, a la manera farisea, que conductas realmente motivadas por la caridad), dotados de esas virtudes que debieran informar y adornar a todo cristiano. Ahora bien, ¿es esto realmente reprobable? Sólo en apariencia ya que si bien sea cierto que no aparece ni un solo cristiano santo, ni siquiera bueno, esto es ningún cristiano que sea o quiera ser cristiano en definitiva, Cristo está presente de principio a fin de la película. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo?

“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra…Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia porque suyo es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira…” (Mateo 5, “Bienaventuranzas” o “Sermón de la montaña”).

En efecto, aunque no se le vea, Cristo está encarnado, a lo largo de la película, en muchos sufrientes, e incluso mártires, mas también y sobre todo en la propia protagonista, la filósofa Hipatia, que es personaje cristológico y que hace que este filme quede todo él tinto en cristología. ¿No es Hipatia mansa, pacífica y misericordiosa, muy limpia de corazón? ¿No llora y padece hambre y sed de justicia por padecer persecución, insultada y ultrajada como será, hasta tener que apurar las heces del martirio? No olvidemos que Cristo está en todos y cada unos de los que padecen y que el amor a Cristo desemboca necesariamente en amor al prójimo.

“Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba denudo y me vestisteis… En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mateo 25, 35-40).

Recordemos que todos somos “hermanos”, no sólo los “nuestros”, sino también el samaritano, la mujer cananea e incluso el enemigo, representando esto último uno de los aspectos más escandalosos del cristianismo. Por ello, cabe presumir que Cristo diría a aquellos cristianos que tanto vociferan en Alejandría y a lo largo de la película: “Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de iniquidad.” (Mateo 7, 23). Por el contrario, Hipatia “no disputará ni gritará, nadie oirá su voz en las plazas” (Mateo 12, 19). Hipatia es silencio estudioso y genésico. Mas sobre la Hipatia cristológica volveremos más adelante.

En cualquier caso es innegable que Amenábar muestra a la perfección, de manera seria y sin dramatismos superfluos, cómo una idea, o un ideal, ya sea religioso, político, racial, etc. puede imponerse desde la violencia y con la aquiescencia o cobardía de los tibios y los medrosos, esto es de la inmensa mayoría, aprovechando que la autoridad o el poder responsables de velar por la seguridad y libertad de sus súbditos o ciudadanos, hace dejación de sus obligaciones, esto es se muestra tibia también, contemporiza y, de esta manera, alimenta al monstruo hasta que el tal monstruo acabe por engullirlo todo. “Ágora” narra aquellas circunstancias históricas, sí, pero que son también las del nacionalsocialismo en la Alemania de entreguerras o las de nuestro tristísimo País Vasco actual, por citar tan sólo dos ejemplos próximos en el tiempo y que se presentan en el seno mismo de nuestra cultura, si bien no sean de índole religiosa.

En nuestra época tan cursi y tan falseadora de la historia, que erige “a toro pasado” determinados períodos de la historia como pináculos de la tolerancia, es bueno que un Amenábar agarre el toro por los cuernos y muestre cómo la coexistencia pacífica no era posible en aquella Alejandría pretérita, dado que los cristianos quieren imponer su religión, forzar a la conversión a los paganos y eliminar a quienes rechacen la cruz como única guía de sus vidas y así hasta proclamarla religión de Estado, en detrimento de las otras, condenadas a la desaparición. Se habrían de esta manera invertido los términos. Ya no serán los paganos quienes den suplicio, por ejemplo, a Santa Catalina, sino que serán, desventuradamente, los partidarios y herederos victoriosos de ésta quienes, ignorando todo del espíritu cristiano, se dediquen ahora a eliminar idólatras. Nuestro director muestra una realidad: el fanatismo. ¿Se le puede tachar de anticristiano por ello? Obviamente no; es más, presentando lo que no debiera ser, denuncia una falta y una traición al auténtico cristianismo; poniendo en evidencia lo que fue, expresa lo que no debiera haber sido y resalta, por contraste, lo que debiera ser y que se ha mancillado, tergiversado, olvidado y despreciado. Quizá alguno se sienta con autoridad para reprocharle el no haber mostrado ni un mínimo elemento positivo y esperanzador, de haber reducido a los cristianos a una turbamulta, pero es que, además de ser ello harto difícil en aquellos tiempos históricos, no puede hablarse de ocultación sino de una realidad que el director no quiere falsear. ¿Se le puede acusar de anticristiano por mostrar las conductas anticristianas de los propios cristianos? Hay más: por no mostrar a los santos, a los hombres de paz, por no hacer una hagiografía, ¿se le puede motejar de antirreligioso? Amenábar rueda una película sobre las circunstancias históricas que envuelven a Hipatia, no sobre Francisco de Asís y, en este hipotético caso mucho me temo que los mismos acusadores de hoy le censurarían por hacer una película “contra Roma” o “contra el Papa”. En cualquier caso, no es negando u ocultando una carencia o un problema o una falta cómo se alcanza una solución, sino que precisamente el percatarse de ella, definirla y acotarla es primer paso y paso necesario, si no suficiente, para no incurrir en el mismo error.

“¿Cómo callar tantas formas de violencia perpetradas también en nombre de la fe? Guerras de religión, tribunales de la Inquisición y otras formas de violación de los derechos de las personas… Es preciso que la Iglesia, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, revise por propia iniciativa los aspectos oscuros de su historia, valorándolos a la luz de los principios del Evangelio.” (Juan Pablo II, 1994)

En definitiva, que no sólo no cabe atacar a Alejandro Amenábar, sino más bien agradecerle el que nos ayude a reflexionar y a limpiar…

3.

Los hechos narrados en la película nos remiten a la Antigüedad, a las postrimerías del poder de Roma. ¡Si no habrá diluviado desde entonces! Y desde que se quemara a Giordano Bruno, ¡si no habrá llovido a mares! Hoy en día el poder temporal del Papa es inexistente; la herejía -¿pero existe eso aún?- no es susceptible ni tan siquiera de un benévolo capón y, además y sobre todo, la cristiana es la confesión más hostigada en el mundo y así, a pesar de la escasa cobertura mediática que se da a la persecución contra los cristianos, muchos son los acosados e incluso también los martirizados por sus creencias evangélicas en países no sólo de mayorías musulmanas, sino también por parte de hindúes y de comunistas imperantes. Egipto, Irak, Siria, Sudán y Nigeria son candente y triste actualidad por cuanto aquí denunciamos, mas asimismo se debe recordar cuanto ocurre en Pakistán (con su triste “ley de la blasfemia”), la India, Vietnam y China, sin silenciar tampoco la horrenda decapitación de los monjes trapenses del Atlas a manos de la milicia fundamentalista argelina en 1996, tal y como refleja la magnífica y reciente película de Xavier Beauvois, “De dioses y hombres”.

Así, en la realidad mundial actual, los cristianos serían lo que en el mundo antiguo, cuando la religión del crucificado acabará por imponerse, fueran los paganos: unas víctimas del fanatismo, de la fe única, de la intolerancia más feroz… allí quedan, para dar fe de ello, las persecuciones y martirios de cristianos a manos de Diocleciano y tantas otras en que los victimarios eran quienes luego serían víctimas, configurándose así una rueda infernal de alternancias en un brutal toma y daca de agresiones. Hecha esta aclaración, podemos preguntarnos quiénes son, hoy en día, los “cristianos” del entonces narrado en la película, esto es quiénes son los peligrosos fanáticos. La respuesta es bien fácil: los islamistas (que no los islámicos), desde el talibán hasta el hermano musulmán, pasando por el salafista. No sólo Bin Laden y sus malhechores secuaces de Al Qaeda conminaban y apremiaban a Obama y a Sarkozy a abrazar la fe de Mahoma, sino que el coronel Gadafi, ¡en la misma Roma!, instaba a la vieja Europa a hacerse, ¡toda ella!, mahometana. Y mil un lamentables ejemplos más que no caben aquí y que le erizan a uno los cabellos.

Así pues, aun siendo el fanatismo religioso uno, puede adoptar distintos rostros y pelajes. Ahora es el turno del islamismo. Y así, qué ingenua resuena en nuestros oídos la voz del buen Ramón Lulio, desconsolado por predicar en el desierto la conversión de los sarracenos:

“Aquest es lo “Desconhort” que mestre Ramon Llull féu en sa vellesa, com viu que lo Papa ne los altres senyors del món, no volgueren metre orde en convertir los infeels, segons que ell los requerí moltes e diverses vegades… se donàs de nostra fe tan gran exalçament / que els infeels venguessen a convertiment.”

Todo occidental acepta hoy en día con total indiferencia, por otra parte, que el proselitismo no islámico está prohibido y severamente castigado en los países musulmanes. ¿Qué cristiano, actualmente, empuña o empuñaría siquiera las armas por, pongamos por caso, reconquistar el Santo Sepulcro?

“… les malheurs de la Terre Sainte. / … / Même si un homme vivait cent ans, / il ne pourrait gagner autant de gloire / qu´en allant, plein de repentir, / reconquérir le Sépulcre.”

¿Qué cristiano cree, hoy en día, que empuñándolas y teniendo la fortuna de morir en la refriega, ganará el cielo?

“On peut actuellement gagner le Paradis / facilement, grâce à Dieu! (tomando parte en la cruzada que el rey San Luis de Francia está organizando, en la que éste morirá y que será la última de la historia) /… / heureux celui qui outre-mer mourra! / … / Pour moi, pourvu que mon corps puisse sauver mon âme, / peu m´importe ce qui peut arriver, / prison, bataille, / ni de laisser femme et enfants.” (Rutebeuf, “La desputizions dou croisie et dou descroisie”, siglo XIII).

Ningún cristiano, ni siquiera los cismáticos de monseñor Lefèbvre, conceden el mínimo crédito a lo que hoy en día no podemos llamar más que locura. En el otro lado, sin embargo, son bastantes -y da la impresión de que cada vez son más- quienes no sólo la persiguen sino que incluso se vanaglorian y hacen alarde de esta creencia y de sus actos, incluyendo el acto terrorista, claro está. Amenábar pone el dedo en la llaga y nos advierte de un peligro actual, mas trasladándolo a un período en que los bestiales fanáticos éramos nosotros mismos. A esto se le llama honradez intelectual y todo cristiano debiera agradecérselo.

Abundando más en la cuestión, cabría plantearse entonces, con pesimismo, si la historia de las religiones no sería más que un sucederse de imposiciones y de violencias, hasta preguntarse si la religión lleva en sí el fanatismo, así como lo que entendemos hoy en día por totalitarismo; y si éstos no son los mensajes del propio Amenábar. Desde luego puede interpretarse de esta manera; otra visión, sin embargo, distinta y cuando menos tan válida y plausible como la anterior, sería que la película nos previene de un peligro real como pueda serlo el de un islamismo iluminado, muy musculado, dotado de una fe inquebrantable e indoblegable en su absoluta e inconmovible verdad, irredentista y dotado de arma poderosísima, como es un terrorismo de autoinmolación cuyo precedente histórico no sería otro que el de los secuaces del Viejo de la Montaña y que nos deja absolutamente a su merced.

“Quiconque aura sa vie à mespris, se rendra toujours maistre de celle d´autruy – Quienquiera que desprecie su propia vida, se hará dueño de la de los otros. (Montaigne, “Essais 1”)

Y todo ello frente a una sociedad -y una cultura- occidental, descreída, pigre, apoltronada e inerme.

Los sucios, ignorantes, barbudos, desarrapados y entrapajados cristianos toman y saquean la biblioteca de Alejandría y la convierten en muladar. ¿Qué cristiano haría hoy tal cosa? Sin embargo, ¿no es esto cuanto haría un talibán? (y a las pruebas de tantos ejemplos nos podemos remitir). A este respecto se puede recordar el chiste gráfico de Plantu en “Le Monde”, en que, tras el asesinato más arriba mencionado de aquellos trapenses sabios en la Argelia librada a la guerra civil entre el Ejército y los muhaidines, se veía a un fraile frente a un ulema; tras del monje, estanterías colmadas a reventar de volúmenes, mientras que tras del clérigo mahometano, estanterías vacías, pues eso es cuanto pretenden aquéllos que, proclamándose sus defensores, no hacen más que dar baldón permanente a su religión y a la religión en general.

4.

En un momento determinado de la película, cuando en la cúspide del enfrentamiento religioso, los paganos, viendo que llevan claramente las de perder, refugiándose tras los muros protectores de su templo del saber, que es la celebérrima biblioteca de Alejandría, se encuentran haciendo guardia, un muy raudo, portentoso y cósmico zoom out empequeñece hasta lo microscópico no sólo Alejandría y sus habitantes -ya sean gentiles, cristianos o judíos-, sino el Mare Nostrum, el planeta entero e incluso el sistema solar. ¿Quiénes somos y qué somos? Nada. Y sin embargo morimos, y lo que es peor matamos, con la convicción de ser algo, mucho, muchísimo; esa creencia es la que nutre nuestro derecho y sacrosanta obligación de acabar con el infiel y éste es siempre quien no es fiel como nosotros lo somos, a nuestra manera única e intransferible. Más de uno ha querido ver en este zoom out que concluye en plano más que general, pues en realidad es “universal”, una especie de manifiesto ateísta, o cuando menos agnosticista, en formato visual, por la imagen, por parte de Amenábar, esto es una nueva y cinematográfica “Apología de Raymond Sebond” del escéptico Montaigne, expresada en una sola toma de límites inabarcables. Quizá. Modestamente, percibo yo más bien una denuncia de nuestra vanidad, de nuestra ridícula presunción, de nuestra prepotente petulancia de rana hinchándose -y reventando- en buey. Por otra parte, no olvidemos cómo el verdadero cristiano insiste siempre en la apabullante pequeñez material del hombre… contrarrestada por el hecho de que nuestra alma participa de la naturaleza de Dios y, de esta guisa, nos hace inmortales e inconmensurables, sustrayéndonos a lo endeble y a lo pigmeo de nuestra condición. Sí, es bien cierto, pero a esta convicción se llega tras insistir y poner en evidencia lo mortal, corruptible, efímero y frágil del suspiro de nuestra existencia. Esta insignificancia en lo físico o material se ve aumentada por nuestra situación de desamparo, expuestos como estamos al sufrimiento, a la decrepitud y a la posterior desaparición, como magníficamente refleja el monólogo de Hamlet, pero también los versos de la Salve, tan certeros, tan descarnados, tan dolientes: “… los desterrados hijos de Eva… gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”. En definitiva que somos lo ínfimo y lo grandioso a la vez. Creo sinceramente que este alejamiento de vértigo por parte de la cámara de Amenábar, desde nuestra irrisoria escala hasta la abrumadora cósmica, habría hecho las delicias de Pascal, quien describiera como pocos la situación del hombre mortal entre “esos dos abismos del infinito y de la nada”.

“L´homme dans la nature est… un néant à l´égard de l´infini, un tout à l´égard du vivant, un milieu entre rien et tout. Infiniment éloigné de comprendre les extrêmes, la fin des choses et leur principe sont invinciblement cachés dans un secret impénétrable, également incapable de voir le néant d´où il est tiré, et l´infini où il est englouti.”

No en vano el pensador y físico francés aspiraba con sus “Pensées” a atraer a los hijos pródigos que abandonaron la religión y le dieron la espalda, para que volvieran a la casa del Padre.

“… era preciso hacer fiesta y alegrarse porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado.” (Parábola del hijo pródigo, Lucas 15, 32)

y “Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de ella.” (Lucas 15, 7).

Los medios a los que recurre Pascal para lograr su fin no son otros que la razonada humillación de la ensoberbecida razón humana y el espanto puesto en la imaginación impresionable y generosa del hombre. Ya no recuerdo en cuál de sus “Romances”, Zorrilla, tras evocar un humilladero en el claro de un bosque, por una noche incierta y desabrida de invierno, pregunta que quién sería capaz de blasfemar en esas circunstancias. Espanto en la imaginación… Recuerdo -si bien esto no sea en definitiva más que un recuerdo personal y por tanto algo prescindible en estas reflexiones- cómo, durante mi adolescencia, durmiendo al raso en un prado de la Sierra, por una noche estival sin luna, contemplando escalofriado la bóveda nocturna, “espantado” y sobrecogido, me preguntaba si fuera posible negar la existencia de la divinidad. Algo parecido puede adivinarse en esa imagen de la película que desemboca en un estremecimiento.

Dicho esto qué duda cabe que hay en ella una gran ambigüedad. ¿Se trata de un estremecimiento emparentado con el que uno recibe extasiándose ante la Capilla Sixtina y más concretamente ante el Juicio Final y la bóveda miguelangelescas…

(“ (En) la Capilla Sixtina… es la luz de Dios la que ilumina los frescos … aquella luz que, con su potencia, vence el caos y la oscuridad para dar vida en la Creación y en la Redención, para decir, con evidencia, que el mundo no es producto de la oscuridad, del azar, del absurdo, sino que procede de una Inteligencia, de una Libertad, de un supremo acto de amor” (Benedicto XVI, 8-11-2012, en la conmemoración del quinto centenario de la Capilla Sixtina)

… o por el contrario ese estremecimiento se da precisamente ante la evidencia, o desembocando en la evidencia, de que el mundo y el Cosmos son oscuridad, azar y absurdo y de que no hay Salvación?, ¿o incluso ambas cosas a la vez?… Amenábar plantea una pregunta que atemoriza y cuya respuesta es incierta. Amenábar no adoctrina, como un Eisenstein o un Renoir, estomagantes cuando nos señalan clarísimamente, sin interpretación, desviación o ambigüedad posibles, lo que tenemos que pensar. Se ve que Amenábar cree en el libre albedrío y eso es bueno, ¿o no?

De todo lo anterior creo que se desprende meridianamente, no sólo que la película en cuestión no es plana, unívoca, adocenada, sino además que no sólo no es anticristiana, sino tampoco antirreligiosa. “Ágora” se abre al misterio, está penetrada toda ella de misterio sacro. Por otra parte digamos que Papas tan actuales como Pablo VI o Benedicto XVI demandan permanentemente interlocutores inteligentes e inquietos, no meapilas acríticos que digan amén a todo.

Ya puestos, incluso algo embalados, permítaseme seguir ejerciendo no sé bien si de abogado del diablo, a secas, o si de abogado del diablo ultracatólico. En otra secuencia de la película, mediante otro ejemplo, cinematográfico obviamente, de titánica “perspectiva de Dios” (en palabras del historiador del Arte, Miguel Etayo), a partir de un nuevo, y también vertiginoso, distanciamiento vertical de la imagen, los cristianos que transitan por entre los corredores de la biblioteca, se antojan, vistos desde tan alto y tan aplanados cenitalmente, auténticas cucarachas. Y volvemos a lo de antes: ¿es que Amenábar está explícitamente asemejando el cristiano al repugnante bicho? Sería, creo, tomar el rábano por las hojas. Lo que sí está evidenciando nuestro director es que la ignorancia y el odio nos vuelven nocivos y pestilentes, rebajándonos desde lo que debiera ser trono de la razón y afán de racionalidad (“complemento necesario de la fe”, en palabras de Benedicto XVI) a la condición de insecto de sentina y desagüe, defección palpable de esa “a imagen y semejanza de Dios”. “Ágora” es película que espeja el triste fanatismo, religioso en el caso que nos ocupa, del hombre y la desolación de la Historia.

“Es tanto el furor de sus espíritus turbados y fuera de madre que creen apaciguar a los dioses sobrepasando las crueldades de los hombres” (San Agustín, “Ciudad de Dios”, VI, 10).

5.

Ignoro si Amenábar recibió en su infancia y su adolescencia una educación cristiana, ya fuese familiar, ya fuese escolar, o ambas. Me inclinaría a pensar que sí pues en esta película suya se percibe ese aliento de cultura religiosa que -al margen de que se crea o no- configura junto con otras, el rasgo del hombre occidental; también me inclino a pensar que sí a juzgar por su edad de cuarenta años, si no voy errado, pues hace unas décadas, el laicismo aún no lo impregnaba prácticamente todo -incluso el ámbito religioso-, como sucede hoy en día.

La filósofa Hipatia es Cristo. Me explico: Hipatia persigue la Verdad, contra viento y marea. No se trata de una verdad religiosa, sino científica. Y la búsqueda de esta Verdad alienta y guía insobornablemente su existencia. Mundo, demonio y carne no la apartarán ni un ápice de la recta senda que ha tomado, a pesar y a sabiendas de que su rectitud y su empeño molestan a muchos, pues sus pasos no discurren por el “derecho” camino impuesto que pisan todos los demás, y es por ello por lo que se verá abocada indefectiblemente al martirio.

Hipatia da al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios y su dios es la ciencia. Sabe que la existencia en sociedad exige de nosotros contrahacer al menos hasta cierto punto un sometimiento y un mimetismo, que ella acata, mas que para ella son de puro carácter externo y que ni siquiera comprometen al cuerpo consciente, pues sencillamente obligan a unos rituales socialmente estereotipados. Como Cristo, Hipatia paga sus impuestos. Aun siendo, como lo es, consciente de todo ello, Hipatia, por conocer, en su honradez profesional y personal, que la auténtica libertad es la de la conciencia y que la recompensa mayor en un ser libre es precisamente el disponer de una conciencia libre, y puesto que no cree en lo que es ya la religión oficial, mas también porque sus intereses van por otros derroteros, y todo ello a pesar de saber con certeza que el aceptarla la salvaría, Hipatia, digo, rechaza en todo momento la farsa de bautizarse. Hipatia no está dispuesta a ceder en su creencia interior pues ése es el dominio de su libertad y en él cifra todo su interés vital y su auténtica fe. Ella sabe también que, de alguna manera, como buena filósofa que es, su “reino no es de este mundo”.

Hipatia es, además, de una inalienable largueza espiritual. No sólo instruirá y manumitirá a su joven esclavo, sino que, de manera absolutamente sincera, natural y espontánea, como iluminada por la Gracia, le perdonará de todo corazón la grave ofensa que le infligió. Y ello en un contexto de odio religioso en que no se excusa nada y en que el más nimio pretexto o descuido es motivo de condena y posterior ejecución.

Hipatia tiene también, como Cristo, su traidor. Cabe imaginar a un Judas ambivalente, admirador a la par que envidioso de Jesús, atraído por él y a la vez rechazándolo e incluso odiándolo. Son exactamente los sentimientos encontrados que hallamos en su joven esclavo, con la particularidad de que en el caso del esclavo el amo es ama. Él hace caudal de su ama, deslumbrado por su ciencia, pero también la desea con motivo de su belleza. Sin embargo, y de consuno, se muestra celoso de su superior inteligencia y, codiciándola, le duele sobremanera su espíritu tan libre pues él nunca podrá, no ya sólo alcanzarlo, sino rozarlo siquiera, mezquino y cobarde como es, bellaco que está permanentemente al “viva quien venza”, cediendo su independencia al fanatismo triunfante de turno. “… para fundar el imperio temporal, donde Judas espera ser uno de los amos. Es envidioso además de avaro; envidioso como todos los avaros…” (Giovanni Papini, “Historia de Cristo”: capítulo “Ha amado mucho”).

Judas traiciona a Hipatia, despojándola, besándola y restregándose licenciosa y abusivamente contra ella. Hipatia, tras ser escarnecida groseramente por aquellos execrables cristianos al igual que Cristo lo fuera por soldadesca y sayones, también entregará su alma, no crucificada sino descuartizada, sin oponer resistencia alguna, sin pleitear como Cristo mudo en el Sanedrín ante sus inicuos acusadores y luego ante el juez-prefecto romano de Judea, Poncio Pilatos. En la muerte de Hipatia está la propia muerte de Cristo, como en la de tantos otros en los que Él sufre primero y luego expira.

“Y yo, sin estar libre de pecado, no dejo de tirar piedras a mis hermanos desde mi particular juzgado, y cuando así hago, en ellos te alcanzo y te hiero a Ti (Cristo)” (Arzobispo de Oviedo, abril 2012).

Cristo se retira frecuentemente a orar, sabe de lo necesario que es el silencio y de sus virtudes genésicas, que en silencio y en el silencio, tras de morir, ya sea la semilla de sus parábolas, ya sea su propio cuerpo, se germina y se vuelve a la vida. Escuchemos de nuevo a Blaise Pascal, en sus “Pensées”:

“(l´être humain) tremblera dans la vue de ces merveilles (de la Nature); et je crois que sa curiosité se changeant en admiration, il sera même plus disposé à les contempler en silence qu´à les regarder avec présomption.”

Es el silencio respetuoso y admirado de Hipatia ante lo inmenso, lo desconocido, lo inabarcable. Es, qué duda cabe, un silencio penetrado de sacralidad.

6.

No es baladí señalar que Amenábar renunció a la producción y distribución americano-hollywoodiense para zafarse de la imposición de una historia de amor al uso que hubiera pervertido y banalizado el sentido de la película. Dejó así, él de ganar dinero, y su película, de adquirir celebridad. No se traicionó. Como su protagonista, ¿no es cierto?

Y ya para rematar la faena, y como último argumento, preguntémonos si Alejandro Amenábar busca la polémica por la polémica, si va de enfant terrible, de progre, de estrella rutilante de la gauche divine, si le agrada “salir en los papeles”, si es gratuita y dogmáticamente anticlerical, un mangiapreti, un miliciano “apiolador” de curas. La respuesta es que Amenábar no es Almodóvar.

“Encuentro unas declaraciones de Pedro Almodóvar cargando contra el papa y el conservadurismo de la Iglesia católica… (Almodóvar) pertenece a un grupo de gente previsible en el terreno de las opiniones porque trabaja para una clientela de inclinaciones sectarias con principios inalterables desde mayo del 68. Existe un automatismo irrefrenable entre la “inteligencia” izquierdista que les hace estar pendientes constantemente de lo que dicen las jerarquías católicas para así poder mostrar públicamente su oposición… (se trata) de crear espectáculo en su propio beneficio a base de disparar contra un adversario que, de antemano, ya se sabe lo que va a decir… Esta clase de pretorianos del poder intelectual izquierdoso buscan siempre la publicidad de sus inventos lanzándose sobre un adversario fácil en nuestros tiempos… El asunto no tiene la mínima emoción frente a una doctrina que manda poner la otra mejilla. Claro que una cosa muy distinta hubiera sido hace sólo un par de siglos. Ahora, casi resultan enternecedores… La imagen de campeones de la solidaridad, la tolerancia, la alianza de las civilizaciones… Vamos, lo de siempre.” (Albert Boadella, “Diarios de un francotirador”, 7 de agosto del 2009).

¡Hombre, que Amenábar es persona seria! Busca, ateniéndonos a su producción artística y a su discreción, expresar unas convicciones cinematográficas, en primer lugar, y luego unas ideas, una verdad, que es la suya, que es lo que ha de intentar todo artista. Sí, repitámoslo, como su heroína. Que no se le lapide ni descuartice (metafóricamente, claro está) desde el ultracatolicismo, que se aclare éste la vista primero para juzgar mejor después.

En el Principito mora Cristo

En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos, y el que por mí recibiere a un niño como éste, a mí me recibe… (Mateo – 18, 3-5)

1.

En su célebre artículo, “La dolce vita: per me è un film cattolico”, Pasolini establece, al margen de la relación -impregnada por la Gracia- entre pecado e inocencia, el carácter de cristiana felicidad que vigoriza atmósfera, circunstancias y personajes. “Non c´è nessuno di questi personaggi che non risulti puro e vitale, presentato sempre in un suo momento di energía quasi sacra… vitale è ognuno… tutti i personaggi siano così pieni di felicità di essere… fenomeni carichi di vitalità…” Tanto es así pues que cabría hablar, más que de catolicismo, de cristianismo e incluso de religión sin adjetivos y con mayúscula, de sacralidad de la existencia, de amor puro en definitiva. “Bisogna davvero possedere una miniera inesauribile d´amore… Fellini è colmo di tale amore indifferenziato e indifferenzante…”

Bajo la égida del maestro, atrevámonos a interpretar en clave cristiana la adaptación teatral y el montaje que de la más conocida y popular obra de Saint-Exupéry ha llevado a cabo y dirigido Roberto Ciulli, asistido por Andrea Delicado, y que recientemente se interpretó en el madrileño teatro de La Abadía.

En la adaptación en cuestión, el Principito no es un niño venido de otro planeta, sino un anciano de éste, el nuestro, que se apresta a afrontar la muerte y, quizá, lo que venga después, la otra vida… y de ahí la cita del celebérrimo monólogo de Hamlet en labios del viejo: “To die, to sleep… To sleep?” El aviador, por otra parte, es aquí una aviadora y sus contornos no son tan nítidos como en el original, sino un tanto equívocos y en ocasiones incluso desconcertantes, como puedan serlo asimismo los del Principito-anciano; por emplear la terminología pictórica, se trata de unos personajes más ópticos que geométricos, más tonales que perfilados, más incompletos y abiertos en sus formas que acabados o cerrados en unos límites bien marcados. De hecho esta ambigüedad o “incompletud”, este “tonalismo” caracteriza todo el montaje.

Niño y anciano comparten muchos aspectos. Ambos quedan al margen del trabajo y del sistema productivo; ambos son dependientes y heterónomos; ambos quedan sujetos a la vulnerabilidad y al desamparo. Y ambos son incompletos: el primero, el niño, por defecto, podríamos decir; el segundo, el anciano, por exceso, por desgaste. La mayor diferencia -verdad de Pero Grullo- es que el uno empieza y el otro acaba.

En el original, en el arrebato vital que le proporciona su corta edad, el Principito-niño quiere saberlo todo y hallar la respuesta y de ahí que formule tantas preguntas. Por aproximación y multiplicación -se le proporcionarán mil respuestas a sus mil interrogantes-, podrá recomponer quizá, a partir de los fragmentos o teselas, el gran mosaico de la existencia. ¿Quién es realmente la rosa, mi rosa?, ¿Por qué ella?, ¿Qué es amansar (apprivoiser), o sea “crear vínculos”?, ¿Por qué el zorro me escogió a mí y no a otro?, ¿Quién y qué es la serpiente?, ¿A qué móviles responden y obedecen el rey, el hombre de negocios, el engreído, el borracho, etc.?, ¿Qué es la amistad?, ¿Qué es el amor? Y qué la muerte. El Principito va en pos del sentido de la existencia. Anhela algo, siente un vacío. El alma no descansa mientras no encuentra a Dios, dirá San Agustín.

Este príncipe niño es una transposición de los anhelos, cuitas y aspiraciones del Saint-Exupéry adulto que reviste así de ingenuidad las inquietudes del hombre cuajado y, a través de la ternura que irradia su personaje infantil, ofrece un relato conmovedor y entrañable de las dudas, temores y cuestiones fundamentales que atribulan a la humanidad.

Sí, porque en realidad la infancia estaría tocada por la Gracia: la imaginación no ha sido aún, en el mejor de los casos, encauzada y, en el peor de los casos, completamente vaciada. El niño vive aún en el Edén, ajeno al principio de realidad.

“S´il garde quelque lucidité, il ne peut que se retourner alors vers son enfance qui, pour massacrée qu´elle ait été par le souci de ses dresseurs, ne lui en semble pas moins pleine de charmes. Là, l´absence de toute rigueur connue lui laisse la perspective de plusieurs vies menées à la fois… Les bois sont noirs ou blancs, on ne dormira jamais.”

En la infancia sitúa André Breton el paraíso de la imaginación libre. Y en realidad con la imaginación “cósmica” viajará el Principito en busca de ese talismán y de esa causa primera que le desvelaría el sentido de la existencia.

El viejo se halla, como el niño, por su indefensión física, expuesto a mil y un peligros. El más grande y a la postre inevitable, es el de la muerte, más o menos inminente. El viejo de la adaptación teatral que aquí nos ocupa, interpretado por José Luis Gómez, busca ansiosamente algo a lo que agarrarse antes de dar el mortal paso. Se aferra a la botella y en el alcohol encuentra la única -ficticia- seguridad. Cuando le pide a la aviadora, interpretada por Inma Nieto, que le dibuje un cordero, lo rechazará con disgusto porque, según él, se trata de uno que está muerto y, luego, la misma aviadora , pintándole una caja o jaula donde guardar al corderito, le estará haciendo en realidad un ataúd al propio viejo-Principito.

Antes de morir, el anciano Principito ha de comprender. Y para ello inicia un viaje regresivo. Se va transformando poco a poco en niño pues en ello reside su única posibilidad de salvación y de obtención-recuperación de la Gracia. “Mirad que no despreciéis a uno de esos pequeñuelos, porque en verdad os digo que sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi padre, que está en los cielos” (Mateo 18,10).

El evangelista Marcos (10,46-52) es el único, frente a Mateo y Lucas, que nos proporciona el nombre del mendigo ciego al que cura Jesús de Nazaret al abandonar Jericó camino de Jerusalén. Se llama Bartimeo, hijo de Timeo. Nos dice San Agustín que este Bartimeo sufrió una doble desgracia que le truncó la existencia: perder la vista y caer desde una gran prosperidad económica en la miseria, condenándole ambas flébiles circunstancias a la triste condición de pordiosero al borde del camino y a la entrada de la ciudad.

Bartimeo es ahora ciego. Quiere esto decir que ya no ve a Dios; lo vio, pero dejó de verlo. Sin embargo, él es consciente de su ceguera, se reconoce ciego, “ve” su ceguera a pesar de todo, y así siente la necesidad de la luz y espera curarse, no ser ciego para siempre, ver a Dios, salvarse. “Jesús dijo: yo he venido al mundo… para que los que no ven, vean…” (Juan 9,39). “No tienen los sanos necesidad de médico, sino los enfermos… Porque no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores.” (Mateo, 9, 12-13)

Bartimeo, sabedor de que el Hijo del hombre pasa por el camino, iluminado y exaltado por la esperanza, comienza a gritar “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí” y, a pesar de que la multitud intenta hacerlo callar para que no moleste al Maestro, él está ya embalado y consigue atraer la atención de Jesús. Jesús le llama. Bartimeo, entonces, “arrojó su manto” antes de allegarse al Mesías, esto es se desvistió simbólicamente pues sólo desprovisto de todo, desnudo de cuerpo y alma, puede uno encontrar gracia ante el Señor. Así, en el montaje de la Abadía, el Principito-viejo llegará a desnudarse, inscribiéndose en la misma perspectiva que aquí tratamos de explicar y que no es otra que la de San Francisco desnudándose o la de San Juan Bautista haciendo otro tanto en el desierto (piénsese a este propósito en el “San Juan Bautista” de Domenico Veneziano). Declara el filósofo francés Fabrice Hadjadj a propósito del poverello, con motivo del octavo centenario de la fundación de la Orden Franciscana: “(Francisco) pone la existencia al desnudo quitándole las escorias, para volver a la fuente del ser, para ver la propia existencia brotar del seno de Dios.” Calvo Serraller contrapone la percepción del desnudo que se da en los griegos, para quienes es motivo de orgullo, a la que se da en los judíos, que lo consideran vergonzante, propio de esclavos y miserables… que son precisamente los que busca Cristo, los despojados, los desheredados. Abundando en todo ello, citemos al propio Francisco Calvo Serraller: “Cuando San Juan Bautista se va al desierto lo primero que hace es despojarse de sus ropas, y en esto le imitarán muchos otros santos, como Francisco de Asís, que se desnuda y se va al campo a vivir con los animales. Hay una idea de despojamiento, de quitarse precisamente el peso, la gravedad de las vestiduras, para llegar a la “verdad desnuda”…” (Calvo Serraller, “Los géneros de la pintura”, Taurus)

La fe, una vez más, habrá obrado el milagro: Bartimeo recobra la vista (ha visto a Dios y ha creído en Él) y no sólo recobra sino que ensancha hasta lo impensable la riqueza que perdiera antaño, pues la de hogaño es la que le ha proporcionado su encuentro con Cristo, la riqueza incorruptible y espiritual.

“Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, y quien busca halla, y al que llama se le abre.” (Lucas 11, 9-10)

En el reciente Sínodo de los Obispos, Benedicto XVI acuñó una certera expresión para referirse a cuantos han visto la luz de la fe de su infancia debilitarse y así se han alejado de Dios y por tanto empobrecido, condenándose a ser “mendigos de la existencia”. Dice Joseph Ratzinger: “… personas que… han perdido una gran riqueza, han caído en la miseria desde una alta dignidad -no económica o de poder terreno, sino cristiana-, han perdido la orientación segura y sólida de la vida y se han convertido, con frecuencia inconscientemente, en mendigos del sentido de la existencia. Son las numerosas personas que tienen necesidad de una nueva evangelización, es decir, de un nuevo encuentro con Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, que puede abrir nuevamente sus ojos y mostrarles el camino.”

Es “mendigo de la existencia” el pobre rey solitario que, por caridad, reclama súbditos y suplica que se le obedezca como a soberano. Es “mendigo de la existencia” el vanidoso que, incapaz de dar y recibir con autenticidad, se ve condenado, como un Sísifo empujando la roca del halago y nunca coronando la cima de la satisfacción duradera, a suscitar la aprobación admirada en los demás. Es “mendigo de la existencia” el borracho que “bebe para olvidar… para olvidar que bebe”, reducido a girar por siempre en un círculo infernal. Todos ellos tiritan de frío, indigentes e incompletamente desnudos de amor, y anhelan y buscan, aun desconociéndolo ellos mismos y aun negándoselo, la desnudez plena, cálida, iluminada por la presencia de Dios, la que gozaron en el Paraíso nuestros primeros padres, la que llamea en los cuerpos gloriosos resurrectos, la del bienaventurado (todos esos pecadores, pequeñuelos y sencillos que acogen a Cristo espontánea y naturalmente), gozosamente desnudo en presencia de Dios. No es cuestión baladí, tampoco, el recordar que Cristo fue crucificado desnudo.

“Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción. Se siembra en vileza y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder” (Pablo- 1 Corintios 15, 42-43) “Porque es preciso que lo corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad” (Pablo 1 Corintios 15, 54).

Apostasía. Rey, banquero, engreído, alcohólico… ¿qué han hecho en definitiva sino apostatar, aunque sólo sea tácitamente? Como Bartimeo, vieron y gozaron de riquezas y eso es la infancia; mas luego, con el transcurso del tiempo, se empobrecieron y llegaron a perder la vista, olvidando, negando y renegando de los dones con que gratuitamente fueron obsequiados. El Principito del original, siendo niño como es, ve -al menos todavía- con los ojos del alma y, por tanto, considera lo esencial, con grandísima penetración. Se trata simplemente del secreto que el zorro regala al Principito: “Es bien sencillo: no se ve bien más que con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.” Y escribe Lucas: “… porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños.” (10, 21). Añadamos que, como los de los sesenta y dos, el nombre del Principito también “está escrito en los cielos” (Lucas 10, 20).

¿Y el farolero? Dice Saint-Exupéry en el original que es el menos absurdo de todos pues al menos hace algo por los demás, “sale fuera de sí mismo” podríamos decir, ejerce la caridad que es siempre una aproximación al Salvador pues todos somos hermanos en la sangre de Cristo. “En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis.” (Mateo 25, 40), de tal manera que haciendo el bien al prójimo, uno ama a Cristo y, a la inversa, quien ama de verdad a Cristo, de manera natural hará el bien a sus prójimos. Se trata en definitiva del célebre “Ama y haz cuanto quieras” agustiniano-paulino.

“Celui-là, se dit le petit prince… serait méprisé par tous les autres, par le roi, par le vaniteux, par le buveur, par le businessman. Cependant c´est le seul qui ne me paraisse pas ridicule. C´est, peut-être, parce qu´il s´occupe d´autre chose que de soi-même.”

En el montaje teatral que nos ocupa los faroles que se encienden y apagan, se expresan mediante cerillas que se frotan y se soplan luego, creando una bella imagen, bien sencilla y cargada de fuerza simbólica, de la brevedad de la existencia. No en vano es el Principito-anciano quien adopta el papel de farolero. Bella es también la cita implícita de “La hora del lobo” de Bergman en que el angustiado pintor Johan Borg (Max Von Sidow) enciende una cerilla ante la desconcertada y desbordada Alma (Liv Ullman) y luego ambos sienten, y palpan casi, lo que es el transcurso de un minuto, casi una silenciosa eternidad. En la adaptación teatral se aúnan en uno solo ambos significados. A pesar de que el teatro, imposibilitado de encuadrar restrictivamente y por tanto de concentrar de manera tan extrema imagen y atención, carecerá siempre de esta fuerza expresiva del cinematógrafo, se alcanza aquí una cima emocional inapelable.

A propósito del farolero, añade Saint-Exupéry que el principito se dice a sí mismo que hubiera querido convertirse en su amigo, pero que en realidad lo que realmente le atraía, dada su gran afición a las puestas de sol, era que en aquel planeta hubiera podido disfrutar ¡de mil cuatrocientos cuarenta crepúsculos en veinticuatro horas! En la adaptación teatral se obvia esta consideración y se incide en la angustia vital del tiempo que pasa y luego corre y a la postre vuela para detenerse definitivamente; y el tiempo, nuestro tiempo mortal, acaba siendo tan sólo el que le lleva a una cerilla consumirse hasta que nos queme los dedos.

2.

Hay mucho del “Esperando a Godot” y del Maeterlinck de “Los ciegos” (una vez más el ciego como símbolo de la condición humana), anterior cronológicamente a aquél, en esta adaptación. No ya sólo en cuanto al desamparo existencial de los personajes en un mundo que ha alejado a Dios hasta arrojarlo a las tinieblas exteriores, sino también, por lo que se refiere a la obra de Beckett, en cuanto a la atmósfera de espectáculo de payasos que impregna toda la representación. Antonio Fava ha reivindicado siempre un tratamiento en clave clownesca de los personajes de Wladimir y Estragón (qué patronímicos tan de payaso), así como los de Pozzo y Lucky, insertándolos así en la tradición y evolución del teatro cómico occidental. Estragón y Wladimir responden meridianamente a la concepción del payaso que inspira y alienta a un Fellini, expuesta magistralmente por otra parte en su película “I clowns”: un cóctel de tarambana, loco, borrachín, tonto del pueblo, vagabundo y bendito de Dios, un gran extravagante en definitiva, un sui generis. Y también él, así como infante y anciano, exento de la esclavitud del trabajo y ajeno al sistema productivo.

Se ilumina el escenario y lo primero en verse es la entrada de José Luis Gómez, rostro infarinato de payaso blanco y, si no recuerdo mal, nariz roja sugiriendo la del augusto; empuña también una maleta de tonto. A medida que transcurra la obra, con el sudor y el trajín, el maquillaje irá siendo reabsorbido por la piel y tan sólo permanecerá indemne la trufa del borrachín. Ahora bien, no se trata de un payaso amable, sino de uno angustiado, bronco, casi pendenciero, emparentado a ese tétrico caricato en que se convierte el respetable profesor de “El ángel azul”, de Von Sternberg… para, poco a poco, con el transcurso de la obra, ir aproximándose a los payasos expresionistas de Rouault, sufrientes y mansos, intérpretes en la pista, y quién sabe si fuera de ella también, de la pasión de Cristo. Lo del payaso sufriente que hace reír a los demás mientras él llora por dentro y que tras sus hilarantes números, mientras se despoja en su triste camerino o en su roulotte de peluca y falsa nariz, se deshace en llanto, es ya un tópico de nuestra literatura y de nuestro arte. “Yo soy un payaso loco / que estruja un poco / su corazón, / y ve que la sangre brota / de cada nota / de su canción. / ¡Canción que llevo conmigo / como un castigo / y un dulce afán; / canción en que mis dolores / y mis amores / unidos van! / Yo soy un artista / sin patria ni hogar, / que ríe en la pista… / ¡queriendo llorar!…….Dejad que calle el payaso / y pida vuestro perdón, / y que, vencido / por su fracaso / bajo el vestido / de negro raso… / ¡estruje su corazón! (“Black el payaso” del maestro Sorozábal, con libreto de Serrano Anguita). Y así también en la archiconocida ópera “Pagliacci” de Leoncavallo, en una interesantísima imbricación y confusión entre drama y realidad y entre personajes y actores, se exclama con lacerante y truculenta desesperación el ofuscado payaso Canio-Pagliaccio ante la infidelidad de la esposa Nedda-Colombina: “Sperai, tanto il delirio / accecato m´aveva, / se non amor, pietà… mercè!”, antes de darle muerte.

Hay mucho de circo en esta adaptación teatral, de circo rudimentario también: la redondez de la pista dentrodelescenariocuadrado, la pobreza de los objetos que, tratados con la adecuada poesía descontextualizadora, se convierten a los ojos del espectador en lo que la imaginación infantil de los personajes quieren que sean. Y aquí reverberan las palabras que de Breton citábamos más arriba. Hay también piruetas, si bien sean éstas muy parcas; y hay también golpes y caídas, que son la maldad ingenua y atolondrada de los payasos. Se da también la ternura un tanto desgarrada, a lo popular, a lo Charlot, en la comicidad de estos desheredados de la fortuna que son los descendientes, revestidos ya de sentimentalismo, del primigenio Pagliaccio de la Commedia dell´Arte.

Circenses son también, grotescamente circenses, esas bicicletas del final y sobre todo la escuetísima que montará el viejo; mas sobre ellas añadiremos algo luego.

La pobreza de medios, la desnudez que caracteriza a la obra es encomiable. No es hacer de necesidad virtud, sino más bien de virtud, virtud, demostrando que el teatro más auténtico y que más y mejor emociona, quizá el único que posibilita la catarsis, sea el sencillo y puro: actores despojados y un texto. Digamos a este respecto que la veteranía de Gómez (presencia, dicción, fraseo y prosodia) anclan sólidamente la obra. Así, con esa desnudez, es cómo los objetos adquieren realmente valor y vida, como ocurre en los teatrillos de los niños, como sucede en los espectáculos del juglar, ajenos ambos a luminotecnias superferolíticas, a efectos sonoros de chan chan chan, a dei ex machina tecnológicos en definitiva, puro artificio, como puedan serlo hoy en día las discotecas o el relamido Cirque du Soleil. Recuerdo, por ejemplo, dentro de ese jugar, tan típico pues de la infancia y del teatro espontáneo propio de los niños, esos refajos que acaban por convertir a la aviadora en rosa, en la rosa.

Hablábamos más arriba de “tonalismo y de “permeabilidad” a propósito de este espectáculo. Su concepción es barroca. Expliquémonos: es más óptica que geométrica por cuanto situaciones y personajes se superponen, intercambian roles, actitudes y reacciones, se transforman en otros nuevos y distintos, llegando a solaparse y pasando así incluso del barroquismo al cubismo, con el encontronazo de perspectivas diversas en el cuadro-plano-escena.

En el teatro clásico cada parte o personaje es en sí mismo completo; constituye un mundo, podríamos decir, que puede evidentemente no ser autárquico -y teatralmente conviene desde luego que no lo sea, dejando al margen claro está las obras-monólogo, pues entonces ¿qué sería del diálogo, qué sería del drama y de las situaciones dramáticas?-, pero en cualquier caso se le reconoce una personalidad autónoma. Aquí, en este “Principito” que comentamos, las cosas no están tan claras pues, participando en gran medida de la lógica y del lenguaje oníricos, situaciones y personajes se desdoblan, se condensan, se sustituyen e interpenetran. Y es que no cabe hablar pues de estatismo teatral a lo clásico, sino más bien del dinamismo propio del mundo de los sueños, del deseo y, por tanto, del inconsciente, algo que si no es frecuente en el cine, es rarísimo en el teatro. De ahí esa forma tan abierta e incompleta -lo cual no se debe tomar como un reproche, sino como descripción de una manera de hacer inhabitual, más próxima a la imaginación que a la realidad- del producto teatral aquí glosado.

Como en el mundo de los primitivos y los locos, como en el mundo folklórico y onírico, el concepto clave es el de permeabilidad: las “almas” viajan de un lugar a otro, de un cuerpo a otro. Como en el circo, como en los juegos de los niños… yo era… y tú eras… no, pero ahora yo era… y tú eras…, siendo el imperfecto el tiempo verbal del juego de roles infantil.

3.

En ya no sé cuál de sus novelas (¿»Courrier Sud»?), Saint-Exupéry, tras una francachela nocturna, demacrado como el alba que surge sobre el bistró también náufrago y en cuyo mostrador está apoyado, se encuentra sucio y abyecto, absurdo y profundamente disgustado consigo mismo y con su vida, saturnino. En el desorden de los afectos y en la vida airada, tarde o temprano, pero siempre, se acaba por hallar la tristeza más triste. San Agustín, entre otros, lo supo. A la postre los desajustes, los excesos, el ruido ensordecedor, las carcajadas compulsivas y el aturdimiento se abren sobre el abismo.

“Tened cuidado de vosotros mismos, no sea que se emboten vuestros corazones por la crápula, las borracheras y las preocupaciones de la vida…” (Lucas 21, 34).

Saint-Exupéry se halla huérfano de trascendencia y de misterio. También el viejo Principito de la obra teatral. No querría ser yo cristianista a ultranza y admitir tan sólo una, podríamos decir, trascendencia trascendente o sobrenatural; no necesariamente, y así ¿por qué no considerar también una suerte de trascendencia en la inmanencia sin Dios, donde sólo haya hombre? Lo que sí se requiere, lo que necesitamos y que la obra pone de manifiesto, es ese más allá de la materia que, superándola, nos colme… la caridad… el amor… ¡Qué cursi puede ser todo esto!, ¿no es cierto? Sin embargo, nada, ni en el original ni en la adaptación, posee felizmente ni un miligramo de estomagante edulcoración. Leí hace poco en la prensa que los herederos de nuestro escritor aviador habían vendido los derechos de “El Principito” para su conversión, no recuerdo ya pues “tanto monta monta tanto”, si en musical o en obra de Walt Disney. Aquello sí que será el beso de Judas.

Caridad… amor… la amistad. “Amánsame”, le dice el zorro al Principito, en la mejor y más inteligente traducción posible del “apprivoise-moi” original, superando el mecanicista “adiéstrame” y el servil “domestícame”. “Amánsame”. “Amansar” es “crear vínculos”. En el original, ante las reticencias del Principito a amansar al zorro por su “falta de tiempo”, pues le quedan aún muchas cosas por conocer, el sabio zorro le replica que “sólo se conoce lo que se amansa” y añade que los hombres no tienen ya tiempo para conocer nada, que compran cosas ya manufacturadas del todo a los mercaderes, pero que como no existen los mercaderes de amigos, los hombres no tienen ya amigos. La humanidad, en su frenética acción por la acción como tan bien ejemplifica el libro con el episodio de los viajeros que surcan raudos los raíles del tren, en su maníaca conquista del mundo, en su mercantilización que afecta también a los sentimientos, etc., no sólo nunca logra conquistarlo, sino que en esa equivocada demanda extravía el alma.

“Y ¿qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mateo, 16, 26)

Convencido el Principito por las razones del zorro, pregunta qué ha de hacer. Y el zorro le contesta que ha de mostrarse muy paciente y que las aproximaciones habrán de ser sucesivas y escalonadas. A uno le viene entonces a la mente la conversión de San Agustín, tan lenta, tan costosa, tan trabajada, en las antípodas por ejemplo de la célebre y tan espontánea vocación de Mateo, pero que a la postre convierte al futuro obispo de Hipona en íntimo amigo de Cristo hasta el punto de ser ambos uña y carne.

Cristo quiere ser “amansado” por cada uno de nosotros y “amansarnos” a cada uno de nosotros. Cristo -creo que ha sido el actual Papa quien lo ha dicho- está enamorado de todos y cada uno de los hombres y, como el zorro, nos suplica: “apprivoise-moi!” Bartimeo, en apostasía implícita, olvidó y quedó ciego. “Les hommes ont oublié cette vérité, dit le renard. Mais tu ne dois pas l´oublier. Tu deviens responsable pour toujours de ce que tu as apprivoisé. Tu es responsable de ta rose…”

La rosa, tan pueril, tan desvalida, tan inútilmente protegida y defendida por sus irrisorias espinas, parece condenada a la esterilidad dado lo displicente y arrogante de sus palabras. Se ha creado un auténtico vínculo, desde el primer momento, entre ella y el Principito, mas luego ha de surgir el malhadado malentendido como consecuencia del orgullo de la rosa y el Principito se deja confundir por lo engañoso de las palabras de aquélla en lugar de atender a sus conductas y de penetrar en los sentimientos que se ocultan y agazapan tras del discurso de la flor. “¡No supe entonces comprender nada!”, confía el Principito al aviador en el original. “Debería haberla juzgado por sus actos y no por sus palabras. Ella me perfumaba y me iluminaba. ¡No debería haber huido nunca! Debería haber adivinado su ternura bajo sus triquiñuelas. ¡Las flores son tan contradictorias! Pero yo era demasiado joven para saberlo.” Aunque lo ignore realmente, me malicio que hay mucho de autobiográfica pesadumbre en las palabras que el autor pone en boca del Principito y así ambos, paradójicamente, huyen de la mujer amada para en realidad ir en su búsqueda y conocimiento auténtico. Tan sólo el periplo interplanetario (del Principito, mas también de forma vicaria y alegórica de su “padre” Saint-Exupéry) le llevará a asuntar cuánto la quiere y será entonces, también paradójicamente a partir del descubrimiento de que hay millones de ejemplares o seres iguales a ella así como a la luz de las sabias palabras del buen zorro, cuando se percatará y sabrá que, a pesar de ello y precisamente por ello, su rosa es única en el mundo, porque es él mismo quien configura el mundo intelectual y afectivamente; y así ella, su rosa, es la más importante en su corazón.

“¿Ves esa rosa que tan bella y pura

Amaneció a ser reina de las flores?

Pues aunque armó de espinas sus colores,

Defendida vivió, mas no segura

………………………………………….

Que aunque armes tu hermosura de rigores,

No armarás de imposibles tu hermosura….”

Dejando ahora de lado, por no venir al caso, la invitación retórica al tópico del Carpe Diem que es la totalidad del soneto calderoniano, centrémonos en las espinas. A diferencia del poema, “no armarás de imposibles tu hermosura”, la rosa del Principito sí parece erigirse en inalcanzable y así aquello que hubiera debido ser tan bello, no llega a florecer. Hubo relámpagos de feliz intimidad y de íntima felicidad, pero aquel amor no cuajó. Se desvaneció la Gracia primera. Y como Bartimeo, el Principito niño del original y el Principito viejo de la adaptación teatral han tomado su cayado y han salido a los caminos a mendigar, sintiendo en el alma el comején del recuerdo dichoso. Quizá la vejez psíquica no sea, en gran parte al menos, más que el lamento lacerante por lo que pudo ser y no fue. Y si la muerte, como afirma San Pablo, es el pecado y la muerte entró por el pecado (“el aguijón de la muerte es el pecado”), muertos en vida son los que no aman, Bartimeos que vieron y ya no ven, antaño opulentos y hoy indigentes… mas que quieren volver a ver y esperan y además buscan.

Acaba la obra con una bella imagen visual, la de los dos personajes montados en bicicleta, girando por la pista, a modo de payasos, mientras un cañón de luz, ¡tan circense!, los ilumina y destaca. La aviadora-payaso blanco monta una bicicleta adecuada, mientras que el anciano-augusto monta una muy pequeña, de niño, que le obliga a abrir las piernas para poder pedalear. Ambos lucen alas blancas en la espalda. Ella, como ángel guardián que ahora caminara delante abriendo el camino y no ya detrás protegiendo -pues ya no es necesario prevenir ningún peligro-, o como Beatrice guiando a Dante, precede al viejo vuelto niño, en su entrada al reino de los Cielos.

“Yo os precederé a Galilea” (Mateo, 26, 32) pues “en la casa de mi Padre hay muchas moradas… voy a prepararos el lugar… cuando os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros.” (Juan, 14, 1-3)

Así llegará “el día en que beba este fruto de la vid con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre” (Mateo 26,29)

50 Festival de Cine de Gijón

Esta semana arranca la quincuagésima edición del Festival Internacional de Cine de Gijón. A pesar de los recientes cambios de directiva y de los impíos recortes presupuestarios, el Festival se mantiene -en éstas, ya sus bodas de oro- como una apuesta por la experimentación en narrativas y temáticas, un foro en el que el cine de autor no sólo tiene cabida, sino que se convierte en protagonista.

Amparados en esa máxima que dice que «toda ficción tiene algo de realidad y toda realidad tiene algo de ficción», los programadores del Festival insisten en no hacer distinción entre documentales y otras películas. De hecho, los documentales se cuelan habitualmente en su «sección oficial», compitiendo así con las demás películas por un mismo premio.

Las biografías de los directores seleccionados suelen ser -por otra parte y cuanto menos- singulares. En general, sus obras se erigen como una proyección de sus vidas, tormentosas a menudo, imbricadas además en momentos históricos y lugares que los convierten en lo que son, que les dotan de identidad. Así, por ejemplo, encontramos a la directora Hiam Abbass, palestina, con una película sobre los palestinos en Israel («Inheritance»); a Aida Begic, nacida en Sarajevo, con la película «Niños de Sarajevo»; o a Jung, con un documental animado sobre su propia adopción en Bélgica («Approved for adoption»). Los ejemplos son numerosos.

Desde esta perspectiva, los programadores ofrecen al mundo una mirada del mundo, con historias contadas por voces que se cruzan y de múltiples maneras, desde el dibujo hasta la fotografía, pasando por la novela o el cuento.

Os dejamos una entrevista a Isaac del Rivero, fundador del Festival.

Festival Internacional de Cine de Gijón – Del 16 al 24 de noviembre de 2012.

Programa