De pena (¡qué desastre!)
«Escuchando al Juez Garzón» es premio Goya 2012 a mejor largometraje documental. Si uno lo viera así, de primeras, sin saber que lo dirige Isabel Coixet, estaría tentado de decir: «¡vaya cagada!». Pero, si uno piensa un poco más allá y recuerda alguno de los trabajos anteriores de la directora catalana -«Mi vida sin mí», «Mapa de los sonidos de Tokio»…-, es posible que encuentre un mensaje detrás de semejante desastre. O, por lo menos, se convencerá de ello, de que tiene sentido, de que todo está hecho adrede, porque no puede ser que a Coixet se le haya olvidado lo que parecía haber aprendido y que al Jurado de los Goya se la hayan dado con queso. Vamos a explicarnos.
El documental, por lo pronto, es una entrevista, ya que no incluye más documento que las palabras del Juez y las de su interlocutor, Manuel Rivas. Dividida en varios temas clave, aborda la trayectoria profesional de Garzón y su supuesta persecución por parte de altos estamentos públicos y privados. El Juez habla con corrección, con prudencia y los hechos que señala -profusamente documentados por la prensa y conocidos por todos- claman al cielo. Resulta muy interesante escuchar la perspectiva personal de quien instruyó casos tan sonados como el GAL, muchos de los procesos contra ETA, la acusación a Pinochet, o buena parte del caso Gürtel y ahora se encuentra inhabilitado para ejercer. Sin duda, darle la palabra a Garzón tiene sentido.
A nivel de realización, en cambio, el «documental» no podría ser peor. Está grabado a tres cámaras en lo que parece ser un salón-comedor, con los protagonistas sentados a una mesa -frente a frente- y un ventanal de fondo. Los fallos de grabación son tan evidentes que cualquiera puede percibirlos. Por ejemplo, el fondo -la calle- está «quemado» (como se dice en la jerga), de modo que no sólo no se ve lo que hay fuera, sino que la luz «se come» la silueta de los interlocutores. Es un efecto horrible, que cualquier estudiante de Imagen sabría corregir (simplemente, se trata de iluminar más el interior, de modo que se pueda cerrar el diafragma de la cámara). Por su parte, la cámara que capta los planos cortos del Juez parece estar operada por un niño: planos mal encuadrados, movimientos nefastos, zoom in y out imprecisos y erráticos y además foco y diafragma en «automático total», con los consiguientes errores: desenfoques, cambios bruscos de luz, etc.
Por si esto fuera poco, los cortes en los «totales» (en las declaraciones) se notan estrepitosamente, se atenta contra la regla de los 30º, y el blanco y negro «lavado» con el que se presenta la cinta hace sospechar, no una licencia poética como algunos podrían pensar, sino un frágil intento por ocultar las distintas colorimetrías de las cámaras, consecuencia de un balance de blancos mal hecho.
En resumen, una realización de pena.
Pero claro, es Isabel Coixet, esta mujer sabe de cine, lo ha demostrado antes. Así que tenemos que pensar que todos estos errores son intencionales. Y ¿por qué querría cometerlos? ¿Por qué el Jurado de los Goya se los ha perdonado? La respuesta ha de ser simple: porque la directora está dialogando con el espectador, no sólo sobre la figura de Garzón, sino -paralelamente- sobre la función y posibilidades del cine, sobre las prioridades del documental, sobre la propia cultura visual del espectador. Está diciendo que, en el documental, lo que ha de primar es la palabra dicha, la historia, y que lo demás es secundario y quizás también que los efectos debemos dejárselos a los cineastas -a los de ficción- y que cualquiera que tenga acceso a una declaración con interés debe plasmarla -en la Era de la reproductividad-, sin necesidad de ser periodista, y vaya usted a saber qué más.
Le ha salido bien la jugada, a Coixet. El jurado ha sabido ver el mensaje oculto en las connotaciones visuales de la película. Es cierto que resulta muy incómoda de ver, pero hay que dejarse llevar. Pensemos que la forma es también contenido («el medio es el mensaje», que decía McLuhan) y el contenido, en este caso, merece la pena.
O quizás nada de esto sea así y resulta que ese día Isabel Coixet le dio la cámara a su perro, porque estaba indispuesta. Que cada uno piense lo que quiera.
Las gafas inteligentes
Responder a nuestras llamadas y mensajes, consultar un recorrido en el mapa, grabar vídeo, escuchar música y mil cosas más, todo mediante unas gafas que se controlan con nuestra voz. Project Glass es el último invento de Google, tan revolucionario que está causando una intensa conmoción a nivel mundial, por las repercusiones que entraña.
La llamada «realidad aumentada» parece que ha encontrado en este producto su mejor aliado. Se trata de un instrumento capaz de ofrecernos las capas de datos que necesitemos en cada momento. Horarios de conciertos, información sobre nuestras cuentas bancarias, sobre el personaje a que haga referencia un monumento con el que nos topemos y en definitiva toda la información disponible en la web.
Existen incluso aplicaciones que permiten el reconocimiento de rostros, de modo que en poco tiempo será posible cruzarse con un desconocido por la calle y conocer automáticamente su «perfil público» (profesión, número de teléfono, estado civil, o lo que esa persona haya decidido hacer público).
Según el New York Times, estas gafas estarán a la venta a finales de este mismo año, por un precio similar al de un «smartphone».
Si queréis obtener más información sobre realidad aumentada, os recomendamos que veáis la conferencia que se impartió a finales del año pasado en el CEEI.
Dylan y el corsé
«Quien no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo» (It’s Alright Ma, Bob Dylan)
Este truhán, este astuto oportunista que es Bob Dylan, aceptó en el año 2005 que se rodara un documental sobre su vida. No es la única película a propósito de su ajetreada trayectoria (ahí tenemos ese nefasto «I’m not there»), pero sin duda es la mejor. Dirigida por Martin Scorsese, «No direction home» ofrece la más completa panorámica que se podría concebir sobre este polémico artista, en tanto en cuanto no se limita a recopilar su obra, o a ofrecer datos de su biografía, sino que retrata toda una época de convulso cambio social alrededor de él. Es una película culta, maravillosamente documentada, crítica, incisiva, rabiosamente actual y profunda.
Tras un recorrido inicial por su infancia, su Iron Range natal -un pequeño pueblo al Norte de Estados Unidos, casi lindando con Canadá-, el documental se adentra en el viaje de Robert Zimmerman (auténtico nombre de Dylan) desde el anonimato hasta la cumbre que pocos años después ocuparía. El suyo es un viaje guiado por la curiosidad; es hambre voraz; sed de identificar aquello que destaca a ciertas personas sobre todas las demás. El propio Dylan reconoce que lo que a él más le interesaba, en los conciertos a los que acudía, eran los ojos de todos aquellos artistas: unos ojos que decían «yo sé algo que tú no sabes».
De este modo, de la mano de Dylan el «expedicionario», el documental rescata verdaderos tesoros musicales, relegados hoy a un rincón del trastero de la industria.
Pero Scorsese no se queda ahí. No se limita a redescubrirnos a un Woody Guthrie, o a una Odetta en la cima de su carrera, sino que sigue a Dylan en su desarrollo personal y nos muestra, tras esa primera etapa de búsqueda y autoafirmación, a un enjuto chico judío de Minessota -de quien se afirma que hizo un pacto con el Diablo- componiendo canciones como quien respira. Y como quien respira también, convirtiéndose -sin proponérselo- en aliento para toda una generación de jóvenes que anhela un nuevo mundo -son los 60- y toma partido frente a la guerra de Vietnam, por los movimientos raciales, feministas, etcétera. Así, canciones suyas como «Hard Rain» o «Blowing in the wind» se erigen en himnos de su tiempo, son fagocitadas por movimientos de izquierda que, ávidos de iconos, encuentran en Dylan y en su «amiga especial», Joan Baez, un espejo amable, donde mirarse sin horrorizarse.
Pero Dylan no es como el resto, su lucha no es esa: él hace Arte, no política. Él se resiste con todas sus fuerzas a ser absorbido por el discurso que todo lo simplifica, a calzarse el corsé de activista de izquierdas; para él, «no existe tanto la izquierda o la derecha, sino más bien arriba o abajo» y tiene claro hacia dónde quiere ir. Dylan no quiere el corsé. Y eso le cuesta caro.
Incomprendido, se expone entonces a los abucheos de un público que espera Folk y encuentra Rock, a las críticas de militantes que se sienten traicionados porque ya no va a las manifestaciones, a la denuncia de la moral puritana (¿qué son esos pelos?), a la condena de unos medios de comunicación que luchan en vano por convertirle en un mono de feria… Se convierte en enemigo de todos, simplemente por mantenerse en su postura. Y es aquí donde la película de Scorsese brilla intensamente, con luz propia. Porque el documental ya no va sobre un cantante, o sobre una época de luchas sociales, no es que recupere un magnífico catálogo de estilos musicales, trazando puentes entre ellos, sino que contempla a la sociedad -a la Humanidad, si nos apuran- y le dice «¿qué estás haciendo?». Los fans, que no entienden nada, las ruedas de prensa, como protocolo, las ciegas militancias -y los ciegos militantes-, los estereotipos de las estrellas de rock, la lucha entre estilos musicales, la creación de identidades conforme a las demandas del mercado, la avaricia… Y por supuesto, la libertad y su precio.
Bob Dylan no canta mejor que nadie, no toca mejor que nadie, no compone mejor que nadie. Pero, eso sí, ilustra este mundo necio y enloquecido mejor que nadie. Con la ayuda de Scorsese.
Golpe de mano
Tras la denominada «masacre de Toulouse», en la que -supuestamente- Mohamed Merah, un «terrorista» francés de origen argelino, asesinó a siete personas, el Presidente francés, Nicolas Sarkozy anunciaba el endurecimiento del Código Penal para permitir que los usuarios habituales de páginas web filoterroristas sean condenados. La medida es equivalente a la ley francesa que castiga con multas de hasta 30.000 euros y dos años de cárcel a usuarios de sitios web que alojen pornografía infantil.
El momento elegido para anunciar la medida no es casual: una reforma de esa envergadura exige que los motivos sean proporcionales. Pensemos que, para que el Estado conozca el número de veces que un usuario ha visitado cierta página web, éste debe «monitorizar» la actividad de los ciudadanos en la Red. Los instrumentos para hacerlo serán unos u otros, pero el resultado es que nuestra actividad online será objeto de seguimiento. Y ¿quién no está dispuesto a ceder un poco de privacidad, si con ello se evitan asesinatos en masa?
El pasado domingo, el Sunday Times anunciaba que Gran Bretaña aprobará una ley que permitirá «monitorizar» en tiempo real las llamadas telefónicas, los correos electrónicos, los mensajes en redes sociales y las visitas a páginas web de todos los usuarios de Internet, con el fin de evitar delitos. Google, sin ir más lejos, se ha escandalizado ante la medida, por lo que implica de ataque a la intimidad.
Y es que, técnicamente, resulta posible hacer estas cosas. No piensen que para ello se precisa una legión de espías conectados a nuestras líneas telefónicas: basta con algunas aplicaciones informáticas. Gmail, por ejemplo, analiza los contenidos de nuestros correos electrónicos y nos ofrece automáticamente publicidad relacionada con ellos. De ahí a establecer un sistema policial de vigilancia, en función del contenido de nuestros mensajes, hay un solo paso: el legal.
En España aún no se han implantado medidas equivalentes, aunque se está avanzando en ese sentido. La Ley Sinde no penaliza al usuario de páginas web delictivas, pero lo que sí hace es culpar a los propietarios de páginas web del contenido enlazado con ellas. Es decir que, si en uno de nuestros artículos, por ejemplo, enlazamos un vídeo que pueda considerarse ilegal -porque incumpla los derechos de autor, porque difame a alguien, porque haga apología de la violencia, o por cualquier otro motivo-, estaríamos incurriendo en un delito, aunque ese vídeo no haya sido producido, ni alojado, ni subido a Internet por nosotros, y aunque no estemos de acuerdo con su contenido y lo incluyamos como mera cita.
Tener «mano izquierda» significa poseer la habilidad o astucia para resolver situaciones difíciles. Sarkozy ha demostrado mucha «mano izquierda» en tanto en cuanto frente a una crisis nacional, como la masacre de Toulouse, ha conseguido no sólo no pagar el precio político de la supuesta «liquidación» de Merah (se decía que podría tener un pasado en el servicio secreto), sino también aprobar una ley que nos llevará a la cárcel por visitar páginas web ilegales, es decir, por descargar películas pirata. En términos militares, a esto se le llama un «golpe de mano».
Psiquiatría, cienciología y mala vida
«Odio ser bipolar: es una experiencia maravillosa» (Chascarrillo popular)
La CCHR (Comisión Ciudadana en Defensa de los Derechos Humanos) es un «grupo de presión» -o «lobby», si se prefiere- vinculado a la Iglesia de la Cienciología. Su objetivo, desde su constitución en 1969, es investigar y denunciar violaciones de los Derechos Humanos en el campo de la Psiquiatría. Cuenta con unas 300 sucursales en todo el mundo.
En el año 2006, este grupo de presión publicaba el documental propagandístico «Psiquiatría: una industria de la muerte» el cual, como su nombre indica, ataca a esta rama de la Medicina. CCHR tacha a la Psiquiatría de pseudo-ciencia, la alinea con el nazismo, con las peores dictaduras y guerras de la Historia, con el asesinato, el genocidio y la tortura; acusa a los psiquiatras de narcotraficantes… Y lo peor de todo es que tiene motivos para ello.
Desde sus primeros orígenes, vinculados a los manicomios y casas de orates, la Psiquiatría no sólo se ha mostrado altamente ineficaz para sanar a los pacientes, sino que además sus técnicas han estado estrechamente vinculadas al dolor físico, a la mutilación y a la merma de capacidades del individuo -electro-shock y lobotomía son dos buenos ejemplos de esto-. Por otra parte, la reclusión y el tratamiento forzosos del enfermo -como consecuencia de su falta de juicio- la convierten en una disciplina autoritaria e ineluctable.
Si, después de esos primeros años -o siglos- de «tanteo», la Psiquiatría se hubiera convertido en lo que anhelamos que sea, es decir, en una Ciencia que diagnostica, trata y cura enfermedades reales, quizás podría disculparse su desmañado origen. Pero, desgraciadamente, no es así. Y ya no es porque lo diga esta película, que denuncia una «invención» continua de nuevas enfermedades sin más fundamento que el de la venta de narcóticos (por intereses comerciales y de control social), sino porque la Psiquiatría está, aún hoy, absolutamente desorientada. Y es muy peligrosa.
En esta entrevista, el psiquiatra gijonés Guillermo Rendueles denuncia con contundencia la actual situación de la Psiquiatría. Asegura, basándose en sus 30 años de ejercicio, que hoy en día se prescriben toneladas de narcolépticos para males que no tienen base médica, sino social, económica, o existencial. La desintegración del tejido familiar y de las redes sociales -y no nos referimos precisamente a Facebook, sino más bien al grupo de amigos de toda la vida- han provocado que las personas acudamos al médico, al psiquiatra, en busca de un apoyo que no le corresponde prestarnos. Y el psiquiatra, motivado por diferentes intereses -entre los que destaca el económico- prescribe antidepresivos y ansiolíticos a mansalva. El paciente no se cura -pues no hay cura médica contra la infelicidad-, pero afronta su cruda situación personal con una distancia que le permite sobrellevarla.
No incurriremos aquí en el mismo error que el «documental» al que nos referimos. Ni se nos ocurriría afirmar que la enfermedad mental no existe y tampoco demonizaremos a un sector completo, respetable, como el de los psiquiatras, porque no lo merecen. Muchos de ellos se esfuerzan por sanar a sus pacientes del mejor modo posible, investigan las causas de sus males, son íntegros, competentes, cabales. Los trastornos mentales son una realidad muy dura que afecta no solo a los pacientes, sino muy especialmente a sus familiares. Y negar que estos trastornos existen, o que muchos especialistas están comprometidos en su cura, sería tremendamente injusto. Pero hay que poner las cosas en su contexto. Y para ello, la entrevista a Rendueles -cuya lectura recomendamos enfáticamente- y este documental -cuyo visionado recomendamos con menos énfasis- pueden resultar útiles, siempre y cuando no nos volvamos locos y nos dé por hacernos cienciólogos.
Cubers
Vídeo promocional realizado para la empresa «Hielos de Asturias».
Bicicleta, cuchara, etc
«La gente no muere de Alzheimer. La gente muere con Alzheimer».
La magia de Internet y los impuestos desembolsados han hecho posible que el documental que ganó el Goya en 2011 esté ahora disponible -¡GRATIS!- en la web de Televisión Española. «Bicicleta, cuchara, manzana» es su título y Carles Bosch -«Balseros», entre otras-, su director.
«Bicicleta…» es un documental profundo pero sencillo. Su grabación se prolonga varios años (2007-2009), durante los cuales Bosch se adentra en la vida (privada) del antiguo Presidente de Cataluña, Pasqual Maragall, diagnosticado de -y aquejado por- esa incurable enfermedad degenerativa que es el Alzheimer. La evolución de la película es paralela a la evolución de la enfermedad, con lo que el documental se convierte así en testimonio de una pérdida irrecuperable.
Maragall es una persona culta, amante de la buena música, de la lectura, de la vida en familia y de su profesión. Muy activo, con carácter afable, este bromista constante resulta un tipo simpático, un excelente protagonista, cuando se dejan a un lado los posibles prejuicios ideológicos y se le conoce un poco.
Una persona, Maragall en este caso, es -sobre todo- su memoria: perder la memoria supone perder la identidad; de eso habla la película, pero no sólo. Como decimos, es un documental profundo, que apunta en muchas direcciones, la familia, la cultura, la lucha, la política, el cine… Una de esas direcciones hacia las que apunta -en la que nosotros nos centraremos- resulta especialmente interesante, ya que es políticamente incorrecta y por ello ha sido escasamente comentada por la crítica, que se ha centrado más en los aspectos trágicos de la enfermedad, en la valentía del paciente, en la solidaridad…
Resulta que, una vez diagnosticado de Alzheimer y retirado de la política, Pasqual Maragall, quien tanto poder administrativo tuvo durante sus tiempos de President, se embarca en una cruzada personal contra la enfermedad. Valiéndose de contactos y prebendas obtenidos durante los años de ejercicio, crea una fundación que lleva su nombre y se destina exclusivamente a la investigación de tratamientos y curas para el Alzheimer. Se trata de una acción aparentemente filantrópica: Maragall, hombre poderoso, quiere ayudar a otros que se encuentran en su situación.
Sin embargo, en la película de Bosch, varias veces se le oye decir, con resignación, «yo no llegaré» [a beneficiarme de la cura]. Y esto transforma la historia.
Socialmente es algo bueno, de esto no cabe duda, que se investiguen tratamientos contra el Alzheimer. Y en este sentido, si la Fundación Maragall halla la cura, el ex-President le habrá hecho un gran bien a la humanidad. Pero, siendo estrictos, no es pura filantropía lo que le mueve. La compasión hacia este preeminente enfermo no nos debe tapar los ojos, ni aún la boca. Maragall, como otros agentes en la economía de Mercado, busca, en primer lugar, su propio beneficio y después, el bien común. Así, una empresa que recicle plásticos, por ejemplo, buscará, primero, obtener ingresos y -segundo- hacerle un favor al planeta. Y es que Maragall no ha creado una fundación contra el SIDA.
Esta lectura está incluida en la película. Bosch lanza la crítica de un modo sutil, elegante, poco ofensivo; es una reflexión, más que una denuncia. Pero la crítica está ahí, para quien sepa verla y tenga el valor de hacerlo.
Por este motivo, la película es para descubrirse. El tratamiento respetuoso hacia el enfermo no obsta para que la cámara se adentre en reuniones familiares, en pruebas médicas, en la pérdida progresiva de facultades. Es una mirada cariñosa, íntima, pero rigurosa, que no sacrifica la integridad en pro del proselitismo. No paga con silencios respuestas incómodas a dudas legítimas. Una lección de profesionalidad que, afortunadamente, ha encontrado suficiente apoyo social.
Animamos a ver la película. Al fin y al cabo, aunque Bosch se haya lucrado al hacerla, aunque se haga publicidad a ciertas instituciones, aunque los beneficiados sean, primero, ellos, y luego, la sociedad en general, nuestro beneficio como ciudadanos no es menos beneficio por ello. Y esa es la razón por la que, entre todos, pagando su precio, la hemos hecho posible. La película es nuestra.
Contacto: Iñaki Arteta
Entrevista en audio al director de cine Iñaki Arteta, autor de documentales como «El infierno vasco» o «Trece entre mil», a propósito del terrorismo de ETA y sus consecuencias para las víctimas. Hablamos con él de su último proyecto de documental, «1980» y también de otros temas relacionados con el mundo audiovisual: la financiación colectiva, la función social de los documentales, nuevas vías de explotación comercial, etc.