Ave Phoenix

Joaquín Phoenix es uno de los rostros conocidos de Hollywood. Para ubicarlo, diremos que actuó, por ejemplo, en Gladiator, en el papel de Comodo. Y en otras muchas películas más.

En 2010 salía a la luz «I’m still here» (Aún estoy aquí), dirigida por Casey Affleck. Se trata de un (¿falso?) documental centrado en la vida privada del actor. En principio, documenta un año en la carrera de Phoenix, durante el cual éste decide abandonar el cine y dedicarse a cantar y componer rap. Se deja crecer el pelo y la barba, se deja crecer la tripa y se abandona a la imposible tarea de triunfar -sin talento- en un mundo que, a pesar de la celebridad ganada en su trayectoria como actor, le cierra las puertas.

Si la película documentara la realidad, el espectador podría asistir al derrumbamiento de una estrella. Es una historia de traición, de avaricia, de falsa percepción propia, de excesos, decepciones, de público linchamiento, de corrupción, de falta de respeto… Phoenix encarna al mediocre en plena caída.

La altura relativa 

Claro que, si viéramos a un genio tambalearse de este modo, el choque sería traumático, pero Joaquín Phoenix no es tan grande. Está bien, ha ganado un Globo de Oro en 2005 y ha sido nominado un par de veces a los Oscar. Tiene experiencia en la interpretación -fue «niño actor»- y se le vincula a ciertos movimientos de activismo social, pero no se le puede considerar una figura de primer nivel intelectual -un Leonardo-, y ni siquiera de primer nivel dramático -un Chaplin-. Es un rostro conocido, y poco más.

Así las cosas, no sorprende tanto que Phoenix se abandone a las drogas, que descuide su higiene, que padezca delirios de grandeza, que alterne con prostitutas, que despilfarre o que se arruine. Cuántos casos parecidos conocemos. Su propio hermano murió de sobredosis.

Mercadotecnia

Pero, al parecer, el documental es falso. Se trata del «papel de su vida», según el director. Según Phoenix, lo que pretendían era «hacer un film que explorara la libertad, la relación entre los medios de comunicación, sus consumidores, y las propias celebridades».

Todo es falso, dicen: ensayan el guión, hacen distintas tomas y «meten en el ajo» a amigos suyos, a gente del mundillo. Pero bien podría ser real, Joaquín. Bien podrías haberte dejado grabar en la intimidad, haberte emborrachado de fama y ahora querer remedarlo, diciendo que todo es mentira. La mercadotecnia es así.

En cualquier caso, la imagen que en general se tiene de la vida privada de la fauna urbana de Hollywood no dista mucho de la proyectada en la película (por algo será). Podemos encontrar referencias no sólo en casos sonados -¡Marilyn!-, sino también en las propias películas de la Factoría –Hurlyburly, Four Rooms…-

Se dice que toda ficción tiene algo de documental y todo documental, algo de ficción. En este caso, como en todos, queda al espectador la tarea de decidir en qué medida convergen.

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De cambios y climas

En muy raras ocasiones se produce un fenómeno como el que vamos a describir. Se trata de algo muy interesante para los apasionados del documental, porque demuestra claramente que este género informativo ha alcanzado una posición en la sociedad difícil de superar.

En el año 2007, la Academia de los Oscar concedía el galardón a Mejor Documental a «Una verdad incómoda», del director estadounidense Davis Guggenheim. Como es bien sabido, el documental muestra al antiguo Vice-Presidente de los Estados Unidos, Al Gore, en su actividad divulgativa a propósito del cambio climático.

«Una verdad incómoda» propone una perspectiva sobre las conflictivas relaciones «seres humanos- medioambiente», explota las cualidades de Gore como orador -como político, como humorista- y muestra la documentación de manera muy gráfica y sencilla.

Tratamiento

No obstante, la sensación que queda, después de verlo, es la de haber asistido a una conferencia de este señor. Es decir, en el documental sólo resuena una voz, la suya: nadie más habla. Para hacerlo un poco más llevadero -y distinguirlo de un vídeo promocional puro-, Gore cuenta algunos sucesos autobiográficos y explica sus motivaciones personales. Pero, en todo momento, él es la estrella y si alguien dice algo, es a través de sus labios.

Vaya por delante que no nos consideramos expertos -ni mucho menos- en Meteorología, y que esta crítica no puede -por ello mismo- arrojar luz sobre la veracidad de los datos expuestos en el documental. Sin embargo, hablaremos acerca del tratamiento de la información, en contraste con otro documental sobre el mismo tema: «La gran mentira del calentamiento global».

Este segundo documental, dirigido por el británico Martin Durkin para Channel 4, sostiene que el cambio climático no se está produciendo por causa del ser humano. «¡Qué descabellado!» -dice uno inmediatamente-. De hecho, la reacción automática es de rechazo frontal. Probablemente, pensaremos que «hay quien se empeña en negar la evidencia», o bien que «el documental ha sido producido por una línea dura» de capitalistas carentes de escrúpulos.

Pero si conseguimos apartar nuestros prejuicios por un momento y seguimos prestándole atención, veremos que el documental no está hecho por aficionados «ultras», sino por periodistas profesionales. Descubriremos que los entrevistados no son lunáticos, sino reputados científicos en activo. Y que no proponen talar los árboles, contaminar los ríos, o llenar el mar con residuos nucleares. Ni siquiera niegan que el planeta se esté calentando. Simplemente dicen que las emisiones de CO2 de nuestras fábricas y coches no son las responsables de ese calentamiento.

No desvelaremos más datos sobre la película, porque merece ser vista, pero hemos de decir que el tratamiento de la información en «La gran mentira…» es mucho más serio que en «Una verdad…».

El mero hecho de dejar hablar libremente a científicos de distintas disciplinas, provenientes del MIT, del Observatorio Internacional del Ártico, de la Asociación Americana de la Meteorología, o de darle voz al co-fundador de Greenpeace – cuando habla en contra del fundamentalismo de la organización- supone un ejercicio del periodismo mucho más riguroso que el practicado en «Una verdad incómoda».

Diálogo

Paradójicamente, ha calado tan hondo lo que Durkin denomina «la teoría del cambio climático antropogénico» que las corrientes políticas de izquierda, los mayores defensores -teóricos- de la libertad de expresión, se han echado las manos a la cabeza al ver este documental y han protestado contra lo que consideran «desinformación», «propaganda» o «manipulación». Se acusa a los entrevistados de estar a sueldo de las multinacionales y al director de sesgar los datos. Los mismos entrevistados niegan esta asociación en el documental y reivindican su condición de científicos imparciales.

Sea como fuere, ambos documentales parecen honestos. Tanto Gore (y Guggenheim) como Durkin y los científicos entrevistados aparentemente creen en lo que están diciendo, no mienten en sus afirmaciones. Simplemente, lo que sucede es que no están de acuerdo entre sí.

Y ésta es la grandeza del documental como género. Constituye la herramienta contemporánea para dialogar con la sociedad. La utilizan tanto los altos mandatarios como los científicos para decirle al mundo: «mirad, no estamos de acuerdo en esto». Y se hace de un modo desapasionado, desde los hechos; se contextualiza, se desmenuza la realidad.

En un momento en que parlamentos, informativos y otros foros de expresión adolecen seriamente de esta ponderación y de esta voluntad de entendimiento, que el documental se erija en unidad mínima de comunicación es un gran orgullo y un motivo de satisfacción para todos los que, de una manera u otra, tenemos que ver con ello. Aunque sólo sea como espectadores.

 

Francisco Sánchez…

…Paco de Lucía.

El valor de algunos documentales se encuentra a nivel estético, cuando en ellos se incluye imágenes muy bellas, o una edición muy original, por ejemplo.

En otros, hallamos su valor a nivel conceptual: nos hacen llegar a conclusiones nuevas, o modificar nuestra perspectiva sobre algo.

Pero existe otro tipo de documentales, que no destacan a ninguno de estos dos niveles -ni estético, ni conceptual- y que son igual de valiosos que los anteriores. Se trata de los documentales que destacan, precisamente, a nivel documental.

«Francisco Sánchez, Paco de Lucía» es uno de estos documentales. Sus imágenes no son especialmente llamativas, no aspira a innovar en aproximaciones, ni narrativas -de hecho no se ha proyectado en cines, sino que ha sido concebido para la televisión-. Pero consigue esa magia inaccesible que a veces se esconde tras la verdad de las cosas.

No en vano, a este tipo de películas -a éstas que hablan de «lo que pasa en realidad»- se las denomina «Documentales». Son más «documento» que cualquier otra cosa: más «documento» que «Arte» -aunque haya entre ellas verdaderas obras maestras-. Más «documento» que «entretenimiento» -aunque muchos documentales sean muy amenos. Y más «documento» que «reflexión» -aunque algunos documentales cambien literalmente el modo de pensar de millones de personas-.

Sin documento, sin testimonio, no hay documental.

«Yo me alejo de todo lo que me recuerde a Paco de Lucía» – dice Francisco Sánchez-. Y es cierto. En la hora y media que dura la película, el espectador puede constatar que el guitarrista es una persona solitaria, sencilla, muy trabajadora y celosa de su intimidad. Es la primera -y probablemente la única- vez que permite a un equipo de grabación acercarse de este modo a su vida cotidiana y a su modo de obrar. Y por eso, tratándose de Paco de Lucía, Maestro incuestionable, Grande de todos los tiempos, Mito viviente, Artista universal, la cinta adquiere más valor documental -si cabe- que otras piezas de museo.

 

Privatizar

Cuando se recurre a un tratamiento mediante electro-shock, se pretende que el paciente renuncie a su conducta perniciosa, a sus trastocados valores y a su memoria, en último término, con el fin de reconstruirlo desde la nada, de hacerle -al fin- «entrar en razón». Esta metáfora es en la que se apoya la escritora Naomi Klein para sostener que los grandes dirigentes de hoy -políticos, económicos…- operan con las sociedades de un modo semejante. En un estado de crisis [de shock]- declara- el ciudadano renuncia a sus valores y es más propenso a aceptar atentados contra sus derechos.

Los directores ingleses Michael Winterbottom y Mat Whitecross llevan a la gran pantalla en «La doctrina del shock» las ideas de la popular pensadora canadiense. Este documental de ritmo -quizás demasiado- acelerado, plantea que la intención de estos gobernantes es la de conducirnos a la privatización absoluta, en concordancia con las ideas del profesor de la Escuela de Chicago Milton Friedman.

Esta total privatización, tendría como consecuencia un capitalismo despiadado que no corregiría en absoluto las desigualdades económicas. Y produciría sistemas sociales que se desentenderían de las víctimas de catástrofes naturales, por ejemplo, y que no velarían por los derechos a la vivienda, a la educación, o a la atención médica de sus ciudadanos. Nada descabellado, parece.

«La doctrina del shock» aporta ejemplos históricos precisos de este devenir. Construye un discurso coherente y arroja un mensaje optimista que incita a la acción popular. Pero está claramente alineado en el sentido de los movimientos antiglobalización y eso ha de restarle influencia entre aquellos espectadores posicionados en el otro sentido.

El debate entre lo público y lo privado ha causado varias guerras, no es nuevo, y no se resolverá fácilmente. El modelo marxista fracasó con las dictaduras soviéticas y el modelo smithiano ha demostrado sobradamente su incapacidad para distribuir calidad de vida entre las mayorías. A falta de un sistema perfecto, se impone utilizar el sentido común. Podrían plantearse algunas cuestiones básicas, a partir de las cuales construir un modelo: ¿qué es mejor, un sistema con jueces públicos, o uno con jueces privados? ¿Un sistema que garantice la atención sanitaria, o uno que lo supedite al poder adquisitivo? ¿Un ejercito privado, o uno público? ¿Un sistema educativo indiscriminado, o uno discriminatorio?

Pero quizás la pregunta más inquietante que este documental suscita en el espectador sea: «Si el Estado deja todas sus competencias en manos de empresas privadas, ¿de qué sirve el Estado?»

Ficha técnica

Theroux el bravo

Con su cara de mosquita muerta y su enjuta condición física, Louis Theroux no suscita ningún miedo. Quizás compasión, simpatía o -como mucho- ternura, pero miedo no, de ninguna manera. No obstante, cuando empieza a lanzar preguntas, todo el mundo se pone en guardia.

Theroux, por si no lo conocen, es un periodista de la BBC que siempre acaba metiéndose en algún fregado. Graba documentales por todo el mundo en busca de respuestas a cuestiones que podrían parecer obvias pero que, según dónde se planteen, llegan a producir escaras. Por ejemplo, cuando un fundamentalista religioso exhibe una pancarta con la fotografía de la Princesa Diana de Gales, en la que se lee «Puta Real en el Infierno», Theroux pregunta: «¿No crees que eso es un poco ofensivo?.

El tipo de periodismo que practica Theroux ha venido en denominarse «Periodismo Gonzo», aunque quizás este término le reste dignidad a la práctica. La característica del género es su no propensión a la objetividad periodística (porque no la reconoce), sino a una subjetividad honesta. Por ese motivo, en los documentales de Theroux, todo lo que se narra, se narra a través de sus ojos. A él le suceden las cosas, él es la noticia y todo lo demás está alrededor. Sus gestos, sus tropiezos, sus carreras, son la esencia del documental.

Se trata de un periodismo muy ameno y valioso. Ameno porque se basa en el esquema clásico del «pez fuera del agua»: Theroux intentando desenvolverse en ambientes extraños para él; los nativos intentando guiarle en sus complejos códigos de conducta…

Valioso porque la «Observación participante» (término mucho más noble para el trabajo de Theroux) es una técnica reconocida en la Antropología Social y Cultural y arraigada en la Sociología del Conocimiento, que proporciona no sólo información acerca de la cultura objeto de estudio, sino también -y muy especialmente- acerca del proceso mismo de enculturación. Es investigación pura.

Ley y desorden en Lagos

Theroux, además, es un valiente. Pregunta lo que debe preguntar, a quien debe preguntarlo y cuando debe preguntarlo. Y si la respuesta no es satisfactoria, vuelve a preguntar. Y no crean que los lugares que visita son centros de recreo.

Una de sus series, por ejemplo, se llama «Ley y desorden en…» En el capítulo que dedica a Lagos (Nigeria), se granjea la enemistad tanto de las Fuerzas oficiales [del desorden], como de las Fuerzas oficiosas. Paramilitares y mafia en Nigeria contra Louis Theroux, ahí es nada. Y él tan campante.

Pregunta a los comerciantes callejeros si son extorsionados de algún modo, y lo hace en presencia del extorsionador. Y ellos: «No, no, de ningún modo, no, qué va, ¿extorsión? ¿qué es eso?…». Le pregunta al extorsionador, al virrey local, que cuáles son sus funciones, que qué hace por el pueblo al que extorsiona. Al mafioso le falta silbar, nada más, para evitar la pregunta, tal es su entusiasmo. Y Theroux es lo suficientemente hábil como para ser guiado y escoltado por ellos.

Sin duda, vale la pena acercarse al trabajo de este carismático personaje. En un mundo en que los periodistas mueren cada día simplemente por acudir, que uno vuelva a casa ileso, tantas veces, merece ser celebrado.

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La pesadilla de Darwin

Se trata de un documental dirigido por el austriaco Hubert Sauper y rodado en Tanzania, a las orillas del Lago Victoria.

Con una superficie de casi 70.000 kilómetros cuadrados, el Victoria es el segundo lago más grande del mundo (después del Lago Superior, situado entre Canadá y Estados Unidos). Las poblaciones que lo circundan basan por completo su economía en él, muy especialmente en la pesca y comercialización de perca del Nilo, una especie no autóctona, sino -según el documental- introducida en el lago pocos años atrás con propósitos científicos. Debido a su gran tamaño y a su inusitada voracidad, la perca del Nilo se ha convertido en la dueña del Lago, acabando en su desarrollo con cientos de especies que la precedieron.

Partiendo de este ejemplo evolutivo, en el que se hace patente la supervivencia del más fuerte, «La pesadilla de Darwin» se adentra en la vida de los habitantes de la zona. Un empresario, un guarda de seguridad, transportistas, pescadores, prostitutas y niños de la calle son los principales protagonistas de la película. El entrevistador, desde una perspectiva extrañada, indaga en la estructura social, en los modos de vida, y se detiene en aquello que le llama la atención, de una manera natural, preguntando casi con inocencia. Por ejemplo, cuando ve que el tráfico de aviones con destino a Europa -cargados de pescado- es muy frecuente, pregunta: «¿Y qué traen los aviones cuando vienen desde Europa?»

La respuesta a esa pregunta, como se verá, es «la muerte». Porque la vida del Lago -que incluye tanto a las especies que lo habitan como a las personas que pueblan sus alrededores- se va, poco a poco, lejos de allí. De este modo, en un bello ejercicio poético, se ve cómo la perca no sólo se está comiendo a los peces más pequeños, sino también a las personas.

El documental contiene imágenes épicas. La del guarda de seguridad mostrando su arco y sus flechas envenenadas. La del harapiento trabajador de ese vertedero convertido en freiduría. La de los niños abalanzándose sobre una olla de arroz o inconscientes, tras inhalar pegamento. Pero, sobre todo, la de la prostituta cantando mientras el piloto ruso se burla de ella, en un gesto de fiereza y rebeldía que reivindica la dignidad y la convierte en himno.

Pero los débiles mueren, para mayor vergüenza de Europa.

Ficha técnica

La gran revelación

Si bien el documental es un género que no sólo permite, sino que también demanda al realizador una implicación mayor que otros géneros informativos, y que no sólo permite -sino que también demanda al realizador- un grado de creación artística mayor que otros géneros informativos, el documental no deja de ser un género informativo.

Circula por Internet cierto «documental» titulado «De la servidumbre moderna». Se trata de un vídeo contra el «Sistema totalitario mercantil» -o contra eso tan indefinido que es «el Poder»- en el que se insulta a la población mundial (entre la cual todos podemos incluirnos), llamándonos no sólo «esclavos» o «siervos», sino también «estúpidos, imbéciles, miserables, muchedumbre hipnótica con sueños lamentables, brutos, mediocres» y quién sabe qué más. Se declara que carecemos de criterio propio y que nos mueve la obediencia. Que somos tan necios como para no percibir el «Dogma del Mercado» en el que estamos inmersos. Y bla bla bla.

El ejercicio de creación de estos autores (Jean François Brient y Víctor León Fuentes) se limita a la redacción y locución de ese grandilocuente texto, más o menos lírico -aunque desafortunado-, propagandístico -o casi apologeta de la violencia- y nada informativo -pues nada nuevo aporta-; a la descontextualización de algunas frases de autores famosos; y a la edición -defectuosa- del vídeo. Tanto las imágenes como las músicas que se incluyen están extraídas de películas y discos hechos por otros (por esclavos, si seguimos su doctrina), muy especialmente del documental «Baraka». Por supuesto, como estos productores están en contra de la propiedad, no cuentan con el consentimiento de ninguno de los autores a los que han «fusilado», ni lo quieren.

Los temas que trata este autodenominado «documental» constituyen las grandes preocupaciones contemporáneas, en boca de todos y no precisamente gracias a ellos: la crisis medioambiental, las desigualdades que produce el Capitalismo, la cosificación de la mujer, la alienación en el trabajo, la partitocracia, la manipulación mediática… Podría añadirse a esa lista otro buen número de problemas sociales que el vídeo no aborda, pero que están en todos esos periódicos adictos al «Poder», en infinidad de libros escritos por «siervos» y en documentales producidos por «esclavos sin criterio». Citemos, a modo de ejemplo, el envejecimiento demográfico, la superpoblación mundial, el hiperindividualismo, la efebocracia, o el ascenso de la violencia.

Claro que elaborar un buen documental lleva mucho trabajo. Y para Brient y Fuentes, el trabajo es «un instrumento de tortura». Así que lo mejor, desde su perspectiva, es poner el e-mule a funcionar, irse al bar a tomar unas cañas, encontrar allí los problemas del mundo (como quien descubre el Mediterráneo), garabatearlos en una servilleta, locutarlos con voz grave, y hacer un pastiche con las películas y la música descargada, pastiche que exportaremos en formato de vídeo, o en un rancio «powerpoint», para mayor molestia de nuestros contactos. Luego podremos arrogarnos el mérito de haber generado un movimiento social de liberación de las masas oprimidas, de ser unos de los pocos intelectuales válidos -por lo incomprendidos- del siglo XXI y -consecuentemente- ligar a destajo, como buenos mesías.

Por si aún no ha quedado claro, no recomendamos este vídeo: es deficiente tanto en la forma como en el fondo. Pero si, por manifestar nuestro criterio, se nos va a acusar de imperialistas, de siervos del Capital, de censores -o de algo peor-, tendremos que aceptar la supremacía de estos dos Grandes de la Comunicación y del Pensamiento y salir esta noche a quemar cajeros automáticos, que parece ser la solución.

Menos mal que aún, a pesar de nuestros servilismo y estulticia, nos queda la ironía.

¿Ver vídeo?

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La buena doncella (de hierro)

Iron Maiden no necesita presentación. Es, sin ninguna duda, la banda de Heavy Metal más conocida del mundo, en activo desde el año 1975 y con 15 álbumes de estudio -más recopilatorios, directos, sencillos, etc- en su discografía. Canciones suyas como «Fear of the Dark», «The trooper», o «The number of the Beast» pasarán indiscutiblemente a la Historia de la música del siglo XX.

«Flight 666» es el título de un documental rodado en 2008 durante su gira «Somewhere back in time», en la que los músicos recorrieron más de 80.000 km -en 45 días- y ofrecieron un total de 23 conciertos. Varios factores son inusuales en esta gira, aparte de la distancia, la cantidad de conciertos y el reducido número de días.

En primer lugar, son inusuales los países que visitaron, alejados en general del circuito comercial: India, Australia, Costa Rica, Chile, Canadá… Países en los que Iron Maiden no había actuado antes -o en raras ocasiones- porque los ingresos no cubrían los costes de desplazamiento y producción.

En segundo lugar, es inusual -pero necesario para sus propósitos- que tanto la banda como el equipo técnico (personas y medios) viajaran en el mismo avión, específicamente acondicionado para el caso. Necesario, decimos, porque era el único modo de convertir la gira en algo viable.

Y en tercer lugar -hemos dejado lo más sorprendente para el final-, es inusual que el piloto de este Boeing 757 -bautizado como «Ed Force One»- fuera el cantante del grupo, Bruce Dickinson.

«Flight 666», de los canadienses Sam Dunn y Scot McFadyen, es algo más que un documental sobre una gira. Contiene una profundidad en su mirada que lo convierte en una obra muy digna de ser tenida en cuenta a nivel ético, pero vamos a intentar explicar por qué.

Contrastes y similitudes

Sólo por el hecho de plasmar la afición al grupo -y al género- en una buena decena de países, el documental ya incurre en la etnografía, aunque sea someramente. En India, el escenario es de bambú. En Chile, los medios de comunicación tildan al grupo de «satánico». En Argentina, los seguidores muestran su pasión de una manera intrusiva, incómoda para los músicos. Y así, sucesivamente, se resume el carácter de cada zona, dibujando un mundo en que, aunque todos vistan igual -con Eddie en sus negras camisetas-, nadie es como su vecino.

La buena doncella (de hierro)

Recordemos que «Iron Maiden» es el nombre de un instrumento de tortura, conocido como la «Doncella de Hierro», o «Doncella de Nuremberg». Se trata de un sarcófago con pinchos en su interior que atravesaban puntos no vitales del atormentado, para su mayor sufrimiento. Las imágenes escabrosas y los hechos más sórdidos que hayan podido tener lugar en la Historia forman una parte sustancial de la iconografía de este género musical. Eddie -la mascota del grupo-, por ejemplo, es un personaje que exhibe, con gran realismo, sus nervios, músculos y tendones y que tiene su origen en un anuncio propagandístico de la guerra de Vietnam.

Muchos son los grupos que se inspiran en matanzas y carnicerías. No obstante, pocos son los que hacen de esta violencia -del Mal- su filosofía. Son músicos -artistas- que dirigen la mirada hacia ciertas áreas de la sociedad -construyendo-, en una actividad que tiene más de denuncia que de otra cosa. Fue, por ejemplo, muy sonada -y censurada- la portada de Iron Maiden en la que figuraba Margareth Thatcher con una ametralladora. La camisa de fuerza, los cuchillos ensangrentados, los trajes militares, las calaveras, son todos signos que remiten a la parte más oscura de la naturaleza humana, reconociéndola -recontextualizándola- sin por ello alabarla.

Frente a esto, los propios componentes de Iron Maiden enarbolan la integridad, la pureza, la excelencia, la meticulosidad, la libertad, la sabiduría, o la originalidad, como valores primordiales, y así lo declaran en el documental. Hablan de sus compañeros con cariño, respeto y admiración, destacan sus cualidades y ofrecen, en definitiva, un modelo de conducta que dista mucho del que se les asigna desde múltiples focos de ignorancia.

Además, la sencillez es otro de los rasgos característicos de la banda. Aseguran que lo que hacen no es por dinero, sino por convicción -por pasión- y no se sienten mejores que nadie por hacerlo. Tratan a los demás como iguales, siempre tienen un gesto de atención hacia sus seguidores y se enorgullecen de constituir un ejemplo de pureza para ellos.

La vida sana

Influido por los tópicos que circulan a propósito de los músicos y su vida disoluta, el espectador probablemente se sorprenderá ante la seriedad de la banda. No es falta de sentido del humor -ni mucho menos-, sino responsabilidad. Ya el solo hecho de ver al cantante pilotando un Boeing muestra el equilibrio de los Maiden, pero la cosa no queda ahí. No hay borracheras, sino mucho trabajo; no hay groupies a bordo, sino sus propios hijos. El baterista juega al golf, otro al fútbol, otro al tenis y el licenciado en Sociología se pierde en soledad por las ciudades. No son unos niños -sobrepasan los 50 años-, pero lo cierto es que la imagen que ofrecen está muy alejada de la del artista que encuentra la inspiración en el fondo de una botella, y no parece que nunca hayan propendido a la autodestrucción.

Homo ludens

Y, como diría Huizinga, «el estadio, la mesa de juego, el círculo mágico, el templo, la escena, la pantalla, el estrado judicial, son todos ellos, por la forma y la función, campos o lugares de juego; es decir, terreno consagrado, dominio santo, cercado, separado, en los que rigen determinadas reglas. Son mundos temporarios dentro del mundo habitual, que sirven para la ejecución de una acción que se consuma en sí misma».

Porque Iron Maiden lo que hace es jugar. Sus miembros se divierten increíblemente. Se toman muy en serio el juego, qué duda cabe, conocen sus reglas y las cumplen; le rinden culto; y apuestan no sólo la vida en ello -¡el cantante pilota el avión!-, sino algo más importante: el honor, la integridad, la libertad. Forman una gran familia (un «equipo», según Huizinga, que perdura aún después de terminado el juego) y dan sentido -proponen un orden- a la vida. Como en todos los juegos, son libres de abandonar en cualquier momento (precisamente por eso no lo hacen). Y verlos actuar es verlos disfrutar.

Ficha técnica

El horrorEl horror

«Terrícolas» es un documental que causa pesadillas. Quizás constituya la más dura crítica que se ha lanzado contra el ser humano y por eso verlo es un reto. A lo largo de su hora y media de duración, el espectador sentirá el impulso de apagar el televisor en no pocas ocasiones y sólo algunos valientes conseguirán visionarlo en su totalidad.

El tema de la película es el maltrato hacia los animales. Cientos de imágenes violentas se suceden en la pantalla: quemaduras,  mutilaciones, golpes y por supuesto matanzas. Las peores crueldades que se pueda imaginar encuentran su lugar en «Terrícolas». El dolor, el sufrimiento, la agonía de todos esos animales, producen en el espectador sentimientos de ira, impotencia, culpabilidad, angustia y unas incontenibles ganas de llorar.

Según se anuncia en la propia película, las imágenes reflejan la práctica cotidiana en las industrias alimentaria, textil y farmacéutica, aunque, ciertamente, cuesta creerlo. Que la muerte de los animales sea necesaria para una dieta carnívora resulta algo obvio, pero lo innecesario es la tortura, y precisamente es eso lo que «Terrícolas» documenta.

Sádicos o sin escrúpulos

Podría establecerse una distinción entre las personas que en la película infligen tales daños a los animales. Por una parte, el sádico, que sería aquél que disfruta causando dolor. El sádico se muestra apasionado y lleva a cabo todas esas crueldades por propia iniciativa. Quizás su oficio sea el de matancero, pero en su ejercicio trasciende los límites y se embarca en una guerra personal.

Por otra parte, tendríamos a personas sin escrúpulos, y aquí englobaríamos tanto a las que torturan directamente como a las que establecen los sistemas para que esa tortura sea efectiva. El dinero es el motor de estas personas.

Aprovechar el espacio al máximo, sin escrúpulos, implica -por ejemplo- hacinar a los animales. Hacinar en una nave a miles de reses implica -a su vez- cortarles los cuernos, castrarlas, etc. Hacerlo sin anestesia es mucho más barato que hacerlo con anestesia. Como se ve, el dolor ajeno, el respeto por los animales, no tienen ningún lugar en esta fórmula de mínima inversión – máximo beneficio.

Se ve a muchas personas sin escrúpulos en el documental, pero únicamente a quienes, por mandato superior, torturan como parte de un proceso industrial: no se ve a aquellos que fijan los pasos de ese proceso.

Espectadores y consumidores

Los espectadores, como consumidores de todo tipo de productos de origen animal, son cómplices de estas torturas y así queda dicho en la película. Se recalca una y otra vez que éstas son las prácticas habituales en la industria y que el hecho de desconocerlas no supone que no se produzcan.

El discurso de «Terrícolas», aunque quisiera ser neutral, es en realidad apasionado. Se percibe en el guión no sólo la indignación por estas vejaciones, sino el rencor hacia una sociedad compuesta por irresponsables que financian la actividad de sádicos y de personas sin escrúpulos. El documental es un puñetazo en la boca del espectador. Está editado sin ninguna piedad, no deja un momento de respiro, de tal modo que tras la primera media hora uno está deseando que termine, para poder volver a la cómoda ignorancia. Pero ya es demasiado tarde.

Y lo negamos. Nos resistimos a creer que las sociedades estén en manos de sádicos y de personas sin escrúpulos. Confiamos en que las autoridades, elegidas por nosotros, habrán establecido normas que impidan la tortura animal -¿cómo no van a establecerlas?-. Pero la película ni siquiera deja esa escapatoria. Nos señala, todo el tiempo, nosotros tenemos la culpa.

Ganado

Recordemos que el ser humano ha sido ganadero desde los tiempos del Neolítico, ha domesticado a los animales para obtener su propio beneficio, para aprovechar los recursos que le brindan, pero esta relación no siempre se ha basado (y queremos pensar que, aún hoy, no siempre se basa) en la violencia. Los seres humanos han alimentado y cuidado a los animales a lo largo de la Historia, les han proporcionado unas condiciones de vida más cómodas que las que ofrece el estado salvaje, y éste ha sido el modo de «ganárselos» (la etimología del término «ganado» es evidente: proviene de «ganar»).

Para las vacas, por ejemplo, pastar durante toda su vida en un terreno amplio y rico, libre de depredadores, habitado por miembros de su familia, dormir bajo techo, trashumar según la estación, ser asistidas en el parto, curadas de enfermedades, etcétera, es una situación muy cómoda que bien vale la pena aceptar. Para el ganadero tradicional, sus reses son su vida. Cuanto mejor las cuide, más leche producirán, más sanas estarán, mejor carne, mejor descendencia… Matar a una res se hace concienzudamente, en su momento y del mejor modo posible: existe una relación íntima entre el ganadero y su ganado.

«Terrícolas» muestra el horror de la violencia, esto no es ganadería. Y si la ganadería contemporánea, exhaustiva, industrial, es esto, que vaya la policía, que cierre las plantas, que libere a los animales y que meta en la cárcel a los responsables de por vida, porque lo merecen, porque han perdido cualquier noción de justicia.

O, como diría Kurtz en «El corazón de las tinieblas»: «Exterminate the brutes!!».

Porque… ¿quién es la bestia?

Ficha técnica

El horror

«Terrícolas» es un documental que causa pesadillas. Quizás constituya la más dura crítica que se ha lanzado contra el ser humano y por eso verlo es un reto. A lo largo de su hora y media de duración, el espectador sentirá el impulso de apagar el televisor en no pocas ocasiones y sólo algunos valientes conseguirán visionarlo en su totalidad.

El tema de la película es el maltrato hacia los animales. Cientos de imágenes violentas se suceden en la pantalla: quemaduras,  mutilaciones, golpes y por supuesto matanzas. Las peores crueldades que se pueda imaginar encuentran su lugar en «Terrícolas». El dolor, el sufrimiento, la agonía de todos esos animales, producen en el espectador sentimientos de ira, impotencia, culpabilidad, angustia y unas incontenibles ganas de llorar.

Según se anuncia en la propia película, las imágenes reflejan la práctica cotidiana en las industrias alimentaria, textil y farmacéutica, aunque, ciertamente, cuesta creerlo. Que la muerte de los animales sea necesaria para una dieta carnívora resulta algo obvio, pero lo innecesario es la tortura, y precisamente es eso lo que «Terrícolas» documenta.

Sádicos o sin escrúpulos

Podría establecerse una distinción entre las personas que en la película infligen tales daños a los animales. Por una parte, el sádico, que sería aquél que disfruta causando dolor. El sádico se muestra apasionado y lleva a cabo todas esas crueldades por propia iniciativa. Quizás su oficio sea el de matancero, pero en su ejercicio trasciende los límites y se embarca en una guerra personal.

Por otra parte, tendríamos a personas sin escrúpulos, y aquí englobaríamos tanto a las que torturan directamente como a las que establecen los sistemas para que esa tortura sea efectiva. El dinero es el motor de estas personas.

Aprovechar el espacio al máximo, sin escrúpulos, implica -por ejemplo- hacinar a los animales. Hacinar en una nave a miles de reses implica -a su vez- cortarles los cuernos, castrarlas, etc. Hacerlo sin anestesia es mucho más barato que hacerlo con anestesia. Como se ve, el dolor ajeno, el respeto por los animales, no tienen ningún lugar en esta fórmula de mínima inversión – máximo beneficio.

Se ve a muchas personas sin escrúpulos en el documental, pero únicamente a quienes, por mandato superior, torturan como parte de un proceso industrial: no se ve a aquellos que fijan los pasos de ese proceso.

Espectadores y consumidores

Los espectadores, como consumidores de todo tipo de productos de origen animal, son cómplices de estas torturas y así queda dicho en la película. Se recalca una y otra vez que éstas son las prácticas habituales en la industria y que el hecho de desconocerlas no supone que no se produzcan.

El discurso de «Terrícolas», aunque quisiera ser neutral, es en realidad apasionado. Se percibe en el guión no sólo la indignación por estas vejaciones, sino el rencor hacia una sociedad compuesta por irresponsables que financian la actividad de sádicos y de personas sin escrúpulos. El documental es un puñetazo en la boca del espectador. Está editado sin ninguna piedad, no deja un momento de respiro, de tal modo que tras la primera media hora uno está deseando que termine, para poder volver a la cómoda ignorancia. Pero ya es demasiado tarde.

Y lo negamos. Nos resistimos a creer que las sociedades estén en manos de sádicos y de personas sin escrúpulos. Confiamos en que las autoridades, elegidas por nosotros, habrán establecido normas que impidan la tortura animal -¿cómo no van a establecerlas?-. Pero la película ni siquiera deja esa escapatoria. Nos señala, todo el tiempo, nosotros tenemos la culpa.

Ganado

Recordemos que el ser humano ha sido ganadero desde los tiempos del Neolítico, ha domesticado a los animales para obtener su propio beneficio, para aprovechar los recursos que le brindan, pero esta relación no siempre se ha basado (y queremos pensar que, aún hoy, no siempre se basa) en la violencia. Los seres humanos han alimentado y cuidado a los animales a lo largo de la Historia, les han proporcionado unas condiciones de vida más cómodas que las que ofrece el estado salvaje, y éste ha sido el modo de «ganárselos» (la etimología del término «ganado» es evidente: proviene de «ganar»).

Para las vacas, por ejemplo, pastar durante toda su vida en un terreno amplio y rico, libre de depredadores, habitado por miembros de su familia, dormir bajo techo, trashumar según la estación, ser asistidas en el parto, curadas de enfermedades, etcétera, es una situación muy cómoda que bien vale la pena aceptar. Para el ganadero tradicional, sus reses son su vida. Cuanto mejor las cuide, más leche producirán, más sanas estarán, mejor carne, mejor descendencia… Matar a una res se hace concienzudamente, en su momento y del mejor modo posible: existe una relación íntima entre el ganadero y su ganado.

«Terrícolas» muestra el horror de la violencia, esto no es ganadería. Y si la ganadería contemporánea, exhaustiva, industrial, es esto, que vaya la policía, que cierre las plantas, que libere a los animales y que meta en la cárcel a los responsables de por vida, porque lo merecen, porque han perdido cualquier noción de justicia.

O, como diría Kurtz en «El corazón de las tinieblas»: «Exterminate the brutes!!».

Porque… ¿quién es la bestia?

Ficha técnica«Terrícolas» es un documental que causa pesadillas. Quizás constituya la más dura crítica que se ha lanzado contra el ser humano y por eso verlo es un reto. A lo largo de su hora y media de duración, el espectador sentirá el impulso de apagar el televisor en no pocas ocasiones y sólo algunos valientes conseguirán visionarlo en su totalidad.

El tema de la película es el maltrato hacia los animales. Cientos de imágenes violentas se suceden en la pantalla: quemaduras,  mutilaciones, golpes y por supuesto matanzas. Las peores crueldades que se pueda imaginar encuentran su lugar en «Terrícolas». El dolor, el sufrimiento, la agonía de todos esos animales, producen en el espectador sentimientos de ira, impotencia, culpabilidad, angustia y unas incontenibles ganas de llorar.

Según se anuncia en la propia película, las imágenes reflejan la práctica cotidiana en las industrias alimentaria, textil y farmacéutica, aunque, ciertamente, cuesta creerlo. Que la muerte de los animales sea necesaria para una dieta carnívora resulta algo obvio, pero lo innecesario es la tortura, y precisamente es eso lo que «Terrícolas» documenta.

Sádicos o sin escrúpulos

Podría establecerse una distinción entre las personas que en la película infligen tales daños a los animales. Por una parte, el sádico, que sería aquél que disfruta causando dolor. El sádico se muestra apasionado y lleva a cabo todas esas crueldades por propia iniciativa. Quizás su oficio sea el de matancero, pero en su ejercicio trasciende los límites y se embarca en una guerra personal.

Por otra parte, tendríamos a personas sin escrúpulos, y aquí englobaríamos tanto a las que torturan directamente como a las que establecen los sistemas para que esa tortura sea efectiva. El dinero es el motor de estas personas.

Aprovechar el espacio al máximo, sin escrúpulos, implica -por ejemplo- hacinar a los animales. Hacinar en una nave a miles de reses implica -a su vez- cortarles los cuernos, castrarlas, etc. Hacerlo sin anestesia es mucho más barato que hacerlo con anestesia. Como se ve, el dolor ajeno, el respeto por los animales, no tienen ningún lugar en esta fórmula de mínima inversión – máximo beneficio.

Se ve a muchas personas sin escrúpulos en el documental, pero únicamente a quienes, por mandato superior, torturan como parte de un proceso industrial: no se ve a aquellos que fijan los pasos de ese proceso.

Espectadores y consumidores

Los espectadores, como consumidores de todo tipo de productos de origen animal, son cómplices de estas torturas y así queda dicho en la película. Se recalca una y otra vez que éstas son las prácticas habituales en la industria y que el hecho de desconocerlas no supone que no se produzcan.

El discurso de «Terrícolas», aunque quisiera ser neutral, es en realidad apasionado. Se percibe en el guión no sólo la indignación por estas vejaciones, sino el rencor hacia una sociedad compuesta por irresponsables que financian la actividad de sádicos y de personas sin escrúpulos. El documental es un puñetazo en la boca del espectador. Está editado sin ninguna piedad, no deja un momento de respiro, de tal modo que tras la primera media hora uno está deseando que termine, para poder volver a la cómoda ignorancia. Pero ya es demasiado tarde.

Y lo negamos. Nos resistimos a creer que las sociedades estén en manos de sádicos y de personas sin escrúpulos. Confiamos en que las autoridades, elegidas por nosotros, habrán establecido normas que impidan la tortura animal -¿cómo no van a establecerlas?-. Pero la película ni siquiera deja esa escapatoria. Nos señala, todo el tiempo, nosotros tenemos la culpa.

Ganado

Recordemos que el ser humano ha sido ganadero desde los tiempos del Neolítico, ha domesticado a los animales para obtener su propio beneficio, para aprovechar los recursos que le brindan, pero esta relación no siempre se ha basado (y queremos pensar que, aún hoy, no siempre se basa) en la violencia. Los seres humanos han alimentado y cuidado a los animales a lo largo de la Historia, les han proporcionado unas condiciones de vida más cómodas que las que ofrece el estado salvaje, y éste ha sido el modo de «ganárselos» (la etimología del término «ganado» es evidente: proviene de «ganar»).

Para las vacas, por ejemplo, pastar durante toda su vida en un terreno amplio y rico, libre de depredadores, habitado por miembros de su familia, dormir bajo techo, trashumar según la estación, ser asistidas en el parto, curadas de enfermedades, etcétera, es una situación muy cómoda que bien vale la pena aceptar. Para el ganadero tradicional, sus reses son su vida. Cuanto mejor las cuide, más leche producirán, más sanas estarán, mejor carne, mejor descendencia… Matar a una res se hace concienzudamente, en su momento y del mejor modo posible: existe una relación íntima entre el ganadero y su ganado.

«Terrícolas» muestra el horror de la violencia, esto no es ganadería. Y si la ganadería contemporánea, exhaustiva, industrial, es esto, que vaya la policía, que cierre las plantas, que libere a los animales y que meta en la cárcel a los responsables de por vida, porque lo merecen, porque han perdido cualquier noción de justicia.

O, como diría Kurtz en «El corazón de las tinieblas»: «Exterminate the brutes!!».

Porque… ¿quién es la bestia?

Ficha técnica